VI

VI

Eran las siete pasadas de una noche de oscurecimiento.

Ya que nadie podía tomarse vacaciones, todos estaban de acuerdo en que el tiempo de ese mes de septiembre era tibio y agradable. Pineham se levantaba en medio del silencio, y la calma en los edificios indicaba que la industria del cine se encontraba casi paralizada.

El Presidente de la Junta de Comercio había anunciado que posiblemente quedarían sin efecto las reglamentaciones vigentes sobre cine en tiempos de paz, lo que significaba que las compañías americanas no podrían seguir haciendo cine en Inglaterra con ganancias apreciables. Veinte de veintiséis estudios habían sido demandados por almacenaje y otras denuncias. El petróleo era difícil de conseguir, lo mismo que la madera: las dos necesidades más importantes de la industria del cine.

Pero había unos cuantos estudios (que rápidamente se estaban transformando en la mayoría) que no estaban atemorizados. Algunos que eran demasiado pequeños se habían fundido en uno solo. Radiant Pictures estaba terminando la filmación de «El Duque de Hierro». Hackett, respaldado por el misterioso Marshlake, anunció que haría más que meramente terminar «Espías del Mar», que se había convertido en la actualidad en excelente propaganda. Ya que varios de los escenarios estaban desocupados, seguiría adelante con la lista programada de películas, a menos que alguien lo estrangulara.

En el Edificio Viejo reinaba una calma idílica. Dentro de sus muros que miraban hacia el pequeño lago, la inspiración literaria estaba en marcha. Había tres pequeñas oficinas pintadas de blanco en línea. Cada una de ellas tenía un cuarto adyacente, con un lavatorio y una cocinilla de gas. También cada oficina tenía una puerta que comunicaba con la del lado, y otra puerta que daba al corredor central. Cada una de ellas tenía una silla, una máquina de escribir, un sillón y un ocupante.

En la primera oficina se sentaba el experto de Hollywood, ocupado en destruir la trama original de «Espías del Mar», y reescribiendo más de la mitad de ella; en la segunda trabajaba Mónica Stanton, ocupada en aprender a manejar una máquina de escribir, mientras adaptaba una novela policial. En la tercera oficina estaba sentada William Cartwright, por el momento sin hacer nada.

Cartwright meditaba.

Estaba sentado mirando las teclas de la máquina con fijeza. Luego miraba la larga fila de pipas, toda una variedad de ellas, desde una liviana cachimba hasta una pipa de espuma de mar, tallada en forma de un cráneo, que había colocadas sobre su escritorio. Pero el mirarlas no le consolaba; hundió las manos en el bolsillo de su chaqueta y miró el techo con disgusto. Finalmente, sin poder soportar más, dió un puñetazo sobre el escritorio y se puso de pie.

Era intolerable.

¿Por qué, en medio de todas estas dificultades, había tenido que enamorarse de la maldita muchacha?

El Edificio Viejo era muy tranquilo. Desde las otras dos oficinas venía el ruido de las máquinas de escribir que le era muy característico; primero se oía la máquina de Tilly Parson: tecleando en súbitos arrebatos como una ametralladora, con largas pausas entremedio. Luego la de Mónica Stanton: la mayoría de las veces pausas entre breves arrebatos, con un brusco ruido al volver el carro al final de la línea, una pausa, y luego un decisivo plop para marcar el punto. Ese plop sonaba de una manera triunfal, como el toque final de algo felizmente realizado.

Miró hacia la puerta blanca (cerrada) que los separaba; por lo menos ella no había dejado ninguna duda en la mente de nadie respecto a lo que sentía por él.

—Te odia, Bill —le había asegurado Frances Fleur riendo—. Me lo dijo ella misma. ¿Qué es lo que le hiciste, la primera vez que se conocieron? De seguro que tiene que haber sido algo horrible.

—No le hice nada.

—¡Vamos, Bill! Cuéntame. ¿Qué le hiciste?

También Howard Fisk había sido definitivo en lo que le contó.

—Para decirle la verdad, muchacho —le había confiado el director—, creo que todo se debe a su barba; le pregunté a Mónica el otro día si le gustaría que la besara un hombre con barba…

—¿Por qué demonios le preguntó eso?

—Oh, vamos, vamos. ¿Por qué ustedes los escritores son tan sensibles? Yo no le insinuaba nada; sólo estaba pensando si sería conveniente hacer que Dick Conyers usara una barba en las escenas navales, y qué les parecería eso a las mujeres. Pero si no quiere oír el resto…

—Perdone; ¿qué dijo ella?

—No dijo nada. Solamente tiritó. Comenzó de a poco y luego la tomó entera, como si ella hubiese tocado una araña peluda.

—Como si ella hubiese tocado una araña peluda, ¿eh?

Actualmente, William Cartwright no tenía más aprecio por sí mismo que el que parecía tenerle Mónica Stanton. Como la mayoría de nosotros en esos trances, se sentía intranquilo. Sus intentos de enrolarse en la Marina habían sido infructuosos. En su interior admiraba la calma con que el Gobierno estaba llevando adelante la guerra como un juego de ajedrez, hacia un fin inevitable, sin banderas, sin agitación, sin tomar un hombre más de lo necesario. Cartwright comprendía que lo mejor que podía hacer era no molestar y esperar a ser llamado.

Pero mientras tanto allí estaba.

Además, en Pineham todos le consideraban un profeta fracasado. No había acontecido nada de naturaleza criminal. La vida trascurría tan alegremente como en cualquier otra parte de Inglaterra, aunque todos urgidos por Hackett; éste, en las noches de oscurecimiento, cuando el resto de la gente tropezaba y caía y juraba y hacía bromas en todas las calles de la ciudad, se colocaba un traje consistente en un abrigo con botones luminosos y sombrero luminoso. Esto lo hacía aparecer como algo imaginado por H. G. Wells y no era el mejor tónico para nervios débiles.

Desde que el racionamiento de la bencina había comenzado, muchos de los miembros del estudio estaban viviendo en el Merefield Country Club o en quintas y residenciales cerca del estudio. Kurt Gagern, mientras dirigía una escena de un submarino en el lago, cayó por sobre la borda y fué enviado a la cama con influenza. Muchos de los empleados más jóvenes habían sido llamados al servicio; un tranquilo electricista ganó sorpresivamente las tres estrellas de capitán.

En medio de todo esto, riendo, hablando sin cesar, haciendo toda clase de cosas inconvenientes, apareció Tilly Parson.

«El argumentista mejor pagado del mundo» era una mujercita alborotadora, de unos cincuenta años. Su trato era tan llano que era difícil no hacer buenas migas con ella; aunque parecía haberse pintado los labios siempre en la oscuridad, debido a que el rouge se hallaba corrido unos cuantos centímetros por encima de su boca, tenía su buena dosis de atractivo. Siempre estaba hablando de cosas sin importancia y ordenando horribles cocidos en el restaurante del estudio.

—Piernas de cordera con manzanas agrias —declaraba con una voz tan ronca que parecía raspar su garganta—. Eso es, querida. Divina Dalmacia la usaba en los días del cine mudo, y todavía no ha sido superada. Bajó desde los 56 hasta los 49 kilos en dos semanas. Yo también lo haré; ya verán. Cuando trabajo siempre lo hago.

En realidad trabajaba.

Primero tomó el guión de «Espías del Mar» y cayó en trance con él. Luego le comunicó a Hackett que era pésimo —lo que encantó a éste—, pero que creía que podía arreglarlo; y a pesar de los ruegos y amenazas tanto de Howard Fisk como de William Cartwright, se decidió a hacerlo.

Luego comenzó a trabajar. Calentando interminables cantidades de café en la cocinilla de su oficina mientras fumaba Chesterfields hasta que la oficina se ponía azul, comenzó la revisión. Pero, aunque era simpática y agradable, había veces en que sólo su ingenuidad la salvaba de ser estrangulada; esto se debía a que Tilly Parson se negaba a aprender a deletrear. Tenía el hábito de abrir violentamente la puerta, entrar como una tromba y al mismo tiempo preguntar cómo se deletrea algo, lo que hacía a William Cartwright saltar casi hasta el techo.

—¡Por amor de Dios, Tilly! ¿Por qué no usa un diccionario?¿ Es demasiado floja para buscar las palabras en él?

—Lo siento, Bill. ¿Está ocupado?

—Sí.

—Bueno, no lo volveré a hacer. ¿Cómo se deletrea exagerado?

Luego se sentaba sobre su escritorio, empujando los papeles a un lado, y hablaba fruslerías hasta que era escoltada hacia la puerta a viva fuerza.

No se podía negar que le había enseñado bastante a Mónica Stanton; Tilly se había encariñado con ella. El mismo Cartwright, duro y severo como era en su trabajo, tenía que admitir que Tilly conocía todos los secretos de lo que él consideraba su aburrido oficio. En cuanto a Mónica…

Las máquinas de escribir golpeteaban rítmicamente tras las puertas cerradas de las otras dos oficinas; Cartwright, sabiendo que era hora de correr las cortinas de oscurecimiento o de cerrar la oficina e irse a casa, se sentía demasiado deprimido para hacer cualquiera de las dos cosas; uno de esos estados que todos conocemos. Mónica…

Por el ruido de la máquina de escribir podía imaginarle a Mónica inclinada sobre ella. Los ojos separados estarían fijos con tensión en el papel colocado en el carro; el delicioso y lleno labio inferior un poco salido y un cigarrillo en la comisura de la boca, al estilo sofisticado, excepto cuando le entrara el humo en los ojos; el pie golpeando al compás de la máquina sobre el piso, usando la goma de borrar a cada instante. Desde la primera vez que la había visto se había dado cuenta de que le gustaba. Luego de una hora de eso, tenía la intranquilizadora idea de que se estaba enamorando; después de cuarenta y ocho horas se sentía…

Estaba mal. Lo hacía sentirse como un colegial. Sentía palpitaciones dentro del pecho y extraños fenómenos del sistema nervioso. Sentía…

Con un estruendo que se podía oír en el otro extremo del edificio, la puerta blanca del corredor se abrió violentamente.

—Bill —dijo Tilly Parson, irrumpiendo en la habitación—. ¿Cómo se deletrea exagerado?

Tilly había entrado por la puerta del corredor para no molestar a Mónica. La pintura de los labios estaba corrida como de costumbre; en la mano izquierda, que afirmaba sobre la perilla de la puerta, llevaba un ancho anillo de matrimonio; tenía un marido en los Estados Unidos, al cual nadie había visto nunca, pero sus teorías acerca del matrimonio habían sido consideradas cínicas incluso por los primeros Padres de la Iglesia.

—¡Qué molesta soy! —exclamó Tilly, con su voz ronca por el cigarrillo—. ¿Lo asusté?

Se repuso del sobresalto que le había hecho subir una onda de frío y de calor del pecho a la cabeza.

—No.

—¿Seguro que no, querido?

—No. Pero usted me está llevando gradualmente a la locura. Ya le comuniqué la semana pasada que exagerado se deletrea e-x-a-g-e-r-a-d-o. A menos que durante este tiempo las autoridades hallan acordado cambiarlo, todavía se deletrea igual.

Tilly rió con una risa áspera, pero no desagradable.

—Me parecía que me lo había dicho antes. ¿Está ocupado?

—No.

Tilly lo miró maliciosamente, con la sonrisa todavía sobre el rostro. Luego se sentó sobre el escritorio. Depositó un alto de hojas manuscritas sobre el piso y hundió las manos en sus bolsillos en busca de cigarrillos.

—¿Le importa si me siento?

—En absoluto.

—¿Quiere un Chester?

—No, gracias. Esto es para mí. —Sintiendo que su ánimo era para gestos heroicos, recorrió con la vista la fila de pipas y escogió la de espuma de mar tallada en forma de calavera, llenándola con dedos amorosos con el contenido de un frasco de madera.

—Ah, pobre Yorick —exclamó Tilly mientras lo observaba—. Por Dios, qué espectáculo es ése para ojos apenados.

—Tilly, ésta es una pipa muy hermosa. Tilly, ¿le gustaría que la besara un hombre de barba?

—¿Me está usted haciendo una proposición? —preguntó, mientras encendía el cigarrillo.

—No exactamente. Es decir, usted es la luz de mi vida, por supuesto, pero…

—Gracias —contestó Tilly, en tono de broma. Pero no lo dijo con el aire que acostumbraba para esta clase de bromas. Hablaba con una voz seria y como distraída. Desde el momento que había entrado en la habitación le había dado la impresión de que traía algo en mientes, y algo que la preocupaba; se puso la mano sobre la cadera en un gesto teatral; la punta roja del cigarrillo brillaba en la habitación que comenzaba a oscurecerse.

—¿Qué pasa, querido? —le preguntó en un tono diferente—. ¿Tiene preocupaciones?

—Sí.

Tilly se inclinó hacia él; adquirió un aire de complicidad y misterio tan intenso, que instintivamente él miró a ver si no eran oídos. Levantó las cejas y lo miró fijamente. Luego señaló hacia la puerta de la oficina de Mónica.

—¿Es…?

—Sí.

Tilly vaciló. Su aire de misterio pareció aumentar; deslizándose del escritorio, caminó de puntillas hasta la puerta cerrada de Mónica y escuchó. Recibió en respuesta una andanada de la máquina, que pareció satisfacerla; volvió en puntillas, se inclinó hacia él y lo miró. El tono que empleaba era enervante; para informaciones sin importancia, su voz conservaba su ronquera normal; para corsas importantes, súbitamente la bajaba hasta un murmullo, ayudándose de expresivos gestos.

—Escuche —le dijo—. Usted es uno de esos hombres educados, ¿no es así?

—Supongo que sí.

—¿Tiene dinero?

—Algo. Gano bastante.

—¿Y está enamorado de ella? —En este punto la voz de Tilly se convirtió en un susurro, ayudado por gestos indicando la puerta cerrada—. ¿Lo jura? ¿Sinceramente?

—Lo juro.

—No creo que me esté mintiendo —dijo Tilly mientras lo miraba—. ¡Dios, cómo odio a los farsantes! —Había algo que convencía en su voz—. Creo que usted está bien, y le voy a decir dos cosas acerca de esa niña. La primera, que ella también está enamorada de usted.

La luz había disminuido tanto que fué casi imposible distinguir el gesto de énfasis de Tilly. Al ver reflejada en su .rostro la incredulidad que le había dejado mudo y que le había transformado los sesos en agua, Tilly levantó la mano como haciendo un juramento e hizo una cruz sobre su corazón.

—Pero.

—Sh-h… —Como conspirador, Tilly habría sido reconocida inmediatamente. Se puso un dedo sobre los labios y señaló hacia la puerta.

—Si no lo sé yo, ¿quién entonces? Me hospedo en la misma casa que ella, ¿no es así? Su dormitorio está contiguo al mío. La veo casi todo el día y parte de la noche, ¿no es así?

—Sí, pero.

—Sh-h…

Sin duda, se había producido un sospechoso silencio tras la puerta cerrada, como si alguien estuviese escuchando. De modo que Tilly comenzó a hablar en un tono alto y descuidado.

—¿No va a correr estas cortinas? ¡Vergüenza había de darle, Bill! Sea bueno y corra las cortinas. ¿Qué va a pensar de usted la Guardia de Raids Aéreos?

Bill se acercó obedientemente hasta la ventana, que estaba abierta. En ese momento nada le habría interesado menos que la opinión de la Guardia de Raids Aéreos.

Fuera se divisaba el lago a menos de cinco metros de distancia. A la luz del crepúsculo el lago se veía blanquecino y amplio, contrastando contra las sombras negras de los árboles. Los últimos resplandores del día iluminaban las siluetas de los hombres que se encontraban sentados sobre el banco más próximo, cuyas voces se escuchaban débilmente.

Uno era un hombre bajo, con un cigarro; el otro, un joven alto con anteojos, y un ultrarrefinado acento.

—Mire —decía el hombre del cigarro—. Esta última escena de la batalla de Waterloo.

—Sí, señor Aaronson.

—La escena importante —explicó el hombre gordo—. Esa en que el Duque de Wellington muere después de la batalla.

—Pero el Duque de Wellington no murió en el momento de la victoria, señor Aaronson.

—¿No murió?

—No, señor Aaronson; la batalla de Waterloo fué en el año 1815. El Duque de Wellington no murió hasta el año 1852.

Hubo un ruido al darse el hombre gordo una palmada sobre la frente.

—Tiene razón. Toda la razón. Ahora recuerdo. Estaba pensando en ese otro sujeto. Usted sabe: ése con el sombrero al revés.

—¿Lord Nelson, señor Aaronson?

—Eso es; Nelson. Murió en el momento de la victoria, ¿no es así?

—Sí, señor Aaronson.

—Ya me parecía. Bueno, entonces tenemos que cambiar la escena.

—Sí, señor Aaronson.

—Tengo una idea mejor todavía. ¡Si es una ganga! Mire: no muere, pero creen que se va a morir, ¿comprende? Yace sobre su cama de campaña y todo el auditorio cree que las entrega de, seguro, ¿comprende? Y entonces (esto es lo bueno, ¿comprende?) le salva la vida un cirujano americano.

—Pero, señor Aaronson…

—He estado pensando sobre esto. Lo malo con esta película es que es demasiado inglesa. Tenemos que acordarnos de Oshkosh y Peoria.

—¿Quiere usted decir, señor Aaronson, que le gustaría que la vida del Duque de Wellington fuese salvada por un cirujano de Oshkosh o Peoria?

—No, no, no, usted no me entiende. La cosa es así. La Duquesa de Richmond.

William Cartwright, que por lo general gozaba con estas conversaciones, esta vez les prestó poca atención. Dudoso era que incluso la hubiese escuchado. Aspirando con fuerza el humo de su pipa de calavera, cerró la ventana. Corrió las cortinas de oscurecimiento, que eran de un delgado material de color negro, las cuales tapaban muy poco la luz a no ser que se corriesen también las pesadas cortinas corrientes, lo cual hizo también. Cerró la otra ventana; luego volvió hacia el escritorio y encendió la luz.

Bajo ella, Tilly se veía como una agradable y pequeña mujercita de cabellos evidentemente oxigenados; aunque quedaba aún la sombra de una preocupación en sus ojos, la mayor parte de ella parecía desaparecida.

—No sea tan incrédulo, Bill —se quejó—. Créame; es la pura verdad.

—Una verdad —contestó Cartwright— de la que no estoy seguro. ¿Cómo lo sabe usted? ¿Se lo dijo ella?

—¡Sh-h! No, me mataría si supiese que le he hablado de esto. Pero es la verdad. Mientras no recibe una carta de su familia, pues entonces trata de convencerse de que lo odia.

—¿Por qué? ¿Está su familia en contra mía?

—No; eso es lo malo. Están a favor de usted. Usted los conoce, ¿no es así?

—Si mal no recuerdo, jamás he puesto los ojos sobre un miembro de su familia.

—Tiene que haberlos conocido en alguna parte. El padre de ella es vicario. De modo que él no va a mentir, ¿no es así? —Tilly suspiró, con aire de enojo—. De todos modos, le deseo suerte. Mónica es una estupenda muchacha. Es lo que se puede llamar un regalo: voz suave, ojos grandes y un aire como de indecisión. Si yo fuese hombre, es la clase de mujer que me enamoraría.

Cartwright se sentó, con la pipa apretada entre los dientes. Puso los codos sobre el escritorio y se pasó los dedos por el cabello de las sienes; desde un punto de vista filosófico, estaba simplemente confundido; su estado era el típico como para tomar bromuro. En cualquiera otra ocasión se habría quedado abismado con las simplezas que se oyó decir.

—Es un mundo curioso éste, Tilly.

—Ya lo creo. Pero, ¿qué piensa hacer?

—¿Hacer?

—Sí, ¡hacer! Ya sé lo que debería hacer, Bill. Acepte mi consejo. Entre en esa pieza y agárrela.

—¿Nada más?

—Por supuesto; lo que hacían los hombres cavernarios. —Tilly abrió los ojos llenos de sinceridad—. Pero le advierto, querido, que hay algo que tiene que hacer antes: quítese esa maleza de la cara.

—¿Qué maleza?

—¡Eso! ¡Esas barbas! —exclamó Tilly con un dejo de impaciencia. Echó una bocanada de humo, se encogió de hombros y aplastó el cigarrillo en el cenicero—. De otra manera no conseguirá nada. ¿Qué se cree usted? ¿Cree que a alguna mujer le gustaría ser cortejada por el relleno de un colchón?

Tilly tuvo una inspiración. Sus ojos parecían estar mirando siempre a través del objetivo de una cámara. Se inclinó hacia él.

—Escuche. En mi oficina tengo un par de tijeras de uñas; voy a buscarlas y vuelvo. Con ellas se corta la barba lo más posible y luego se afeita el resto allí en el lavatorio. Sé que tiene los útiles dé afeitar aquí porque cuando olvida su linterna duerme sobre ese sillón. Afuera con esa maleza y está listo; entre en esa pieza y… —Hizo un gesto triunfal en dirección a la puerta.

—¿Usted quiere que yo…?

—Sh-h.

—Muy bien, muy bien. Pero se está haciendo tarde, Tilly; ella está por irse.

—No, todavía no. Está llena de inspiración; se trajo una botella de leche y unos panecillos y dice que va a trabajar hasta tarde en la noche. Además… —Tilly se detuvo bruscamente. Lo miró detenidamente. Sus ojos se abrieron aún más—. Bill Cartwright, ¿dónde está ese espíritu? ¿Qué es lo que le pasa? No ha hablado más de dos palabras desde que estoy aquí. Por Dios que estoy por creer que está usted asustado.

—Sh-hhhh —hizo Cartwright.

—Bueno, ¿está o no está?

—Por supuesto que no —le contestó, sabiendo que no decía la verdad—. Si cierra esos delicados labios suyos durante cinco segundos, y me permite decir una palabra, me será posible explicarle mi plan.

—Eso está mejor —exclamó Tilly con admiración—. Diga no más, querido; le escucho.

Él colocó la pipa en el cenicero.

—En primer lugar, Tilly, dejemos aclarado un punto. No soy yo quien está nervioso. No mucho, por lo menos. Es usted.

—¿Yo?

—Sí. Y quiero saber la razón por la cual usted de pronto me cuenta estas cosas. No es que no esté agradecido. Pero ¿por qué? Para ser más claro: ¿qué es lo que pretende usted?

—Muy bien; usted lo quiso —suspiró Tilly. Se sentó en silencio durante un rato, bajo la luz de la ampolleta que pendía del techo. Tenía las manos juntas, con la piel brillante y la carne abultada en las muñecas; el grueso anillo de matrimonio brillaba al darlo vuelta—. La razón es que Mónica es una buena muchacha, Bill. Y si usted no la cuida, nadie la cuidará. Ella está asustada, Bill.

—¿Asustada? ¿Por qué?

—Porque tengo la idea que alguien trata de asesinarla —contestó Tilly, mirándole a los ojos— y quizás lo haga esta noche.