III
III
Incluso antes de que aquella hora hubiese transcurrido, Mónica había comenzado a arrepentirse de detestarlo tanto. Si no hubiese estado bien enterada, puede, incluso, que se hubiese engañado pensando qué era cortés y educado; otra cosa era que fumaba en una pipa curva, del estilo de la de Sherlock Holmes; un horror.
—¿Pero por qué hemos de trabajar aquí? —demandó Mónica—. ¿Por qué no en aquel edificio grande con los toldos?
—La razón —contestó Cartwright— es que Albion Films no es la única empresa aquí. Hay tres más. Radiant Pictures y S. A. G., una compañía americana, y Wonderfilms, la cual construyó estos edificios. El resto arrienda los escenarios y edificios, exactamente lo mismo que nosotros. Estos terrenos eran primitivamente una finca, y el Edificio Viejo eran las casas de ella, antes que Dega, de los Wonderfilms, la comprara. —Una expresión de gozo soñador y perverso cruzó por su rostro—. Radiant Pictures está haciendo un film gigante sobre el Duque de Wellington; he estado hablando con Aaronson; si la versión que dan de la batalla de Waterloo no es algo que pasará a la historia, no será por mi culpa.
—¿Supongo que usted cree que eso es divertido?
Cartwright se pasó una mano por el cabello con gesto de desesperación.
—Muy bien, muy bien. Cambiemos el tema.
Pero Mónica estaba inflexible.
—Y un poquito infantil, ¿no cree? Supongo que usted le liaría lo mismo al señor Hackett, si no fuera porque le paga un sueldo. Después de todo, ¿qué derecho tiene usted a reprochar al señor Hackett?
—Ninguno.
—Sí, es evidente, ¿no cree? Y él no se coloca en ningún pedestal. Cuando llegué aquí, esperaba que por lo menos una docena de secretarias me entrevistaran y quizás tener que esperar un día entero antes de verlo en absoluto. Y no fué así. Allí estaba él, tan accesible y agradable y humano…
—¿Y por qué no? Al fin y al cabo no es ninguna especie de dios.
—¿No suena eso a un poco de envidia?
—Escúcheme —dijo Cartwright—. Hay algo que quisiera dejar en claro. Este es un sitio agradable para trabajar. En la industria británica del cine hay muy poco del aparato de Hollywood. La gente no se encierra en altares secretos detrás de una batería de secretarias. Y todo el mundo conoce a todo el mundo. De productor a director a estrella y todos los demás que siguen, están en todas partes; se encuentran, y conversan, y se le cruzan a uno en el camino a cada rato. Son casi todos unas excelentes personas. Algunos, incluso, son bastante inteligentes. Sólo que…
—¿Qué?
—Ya lo verá por sí misma —contestó Cartwright con malicia.
Ella no le alcanzó a oír. Habían emergido en ese momento a la luz del sol por el lado del edificio, e iban caminando por la suave pendiente de césped verde que descendía hacia el lago.
Este había servido, en diversas ocasiones, como el Támesis, el Sena, el Éufrates, el Gran Canal, el Atlántico, el Bósforo o el Océano Pacífico. Era evidente que en la actualidad había un submarino en él, del cual se veían el amenazador puente y la torre de mando. Un pato lleno de curiosidad lo rondaba, examinándolo. Más allá, donde el lago se angostaba, se hallaba cruzado por un puente que conducía a un camino entre los árboles; había un gran cartel que rezaba: «No se permiten visitantes más allá de este puente». Sobre la colina y hacia la derecha, en el lado permitido a los visitantes, se erguían las descoloridas fachadas traseras de los escenarios, entre los árboles. Entre ellos se levantaba la noble fachada de una casa señorial de estilo georgiano, de color blanco y con altas columnas, construida con tal habilidad, que se necesitaba mirarla dos veces para darse cuenta de que era sólo un telón. El verla le produjo a Mónica una aceleración en los latidos del corazón, producidos por la excitante emoción de la ficción.
Esto la animó a preguntar algo.
—El señor Hackett mencionó —comenzó a decir.
—¿Sí?
—Algo acerca de una actriz llamada Frances Fleur. ¿La conoce usted?
—¿F. F.? Sí. ¿Qué quiere saber sobre ella?
—Nada. Sólo le preguntaba. ¿Cómo es ella? Quiero decir ¿es agradable?
Cartwright reflexionó un instante.
—¿F. F.? Sí, supongo que sí. Buena muchacha. —Hizo una pausa, mirándola con malicia. Era una mirada llena de mala intención, como si la clavase contra la pared. Fué a decir algo, pero luego cambió de idea. Añadió, como por casualidad—: La ha visto usted en el cine, ¿no es así?
—Una o dos veces.
—¿Le gusta?
—Es muy linda —contestó Mónica remilgadamente.
Aunque Mónica hubiese muerto antes que reconocerlo, la sombra de Frances Fleur había sido la inspiración para los modos y la personalidad de Eva D’Aubray. Había veces en que ambas se le confundían; y Mónica Stanton, en su imaginación, se convertía en la suma de ellas.
—¿Qué tal es ella; es casada?
—Varias veces, creo. Su primer intento fué con Lord Fulano de Tal, cuando todavía estaba en comedias musicales.
—Lord Roxbury de Brene —contestó Mónica automáticamente.
—Algo así. El segundo intento, más reciente y todavía en actualidad, es con Kurt Gagern, o Von Gagern.
Mónica se quedó mirándolo.
—¡Pero si nunca lo había oído nombrar!
—Ya oirá —le aseguró—. Gagern es la maravilla del momento. Era director de la UFA. antes que los nazis lo expulsaran de Alemania. Es ario puro; uno de los antiguos aristócratas und-von-zund, creo; pero no le fué bien allá. Actualmente es director auxiliar de Howard Fisk en «Espías del Mar». Se las ha arreglado para hipnotizar al Almirantazgo para conseguir permiso para las tomas navales de exteriores, en Portsmouth e incluso en Scapa Flow.
Había una nota curiosa en la voz de Cartwright, pero Mónica no se dió cuenta. En primer lugar, porque estaba anonadada por el hecho de no haberse enterado del matrimonio de su ídolo. En segundo lugar, iban entrando en el edificio principal.
En el fresco interior, encontró el ambiente que había estado esperando: la atmósfera de apuro, ultimatums y puertas cerradas con violencia. El edificio era un laberinto de largas galerías, con pequeñas oficinas una al lado de la otra, como camarotes de un barco. La mayor parte de la actividad consistía en abrir y cerrar puertas. La gente taconeaba; las máquinas de escribir tecleaban; había un pesado olor a pintura. Un recadero salió del restaurante, comiéndose una barra de chocolate. Cartwright se dirigió a un pasaje largo y cerrado, una especie de Puente de los Suspiros de vidrio, que corría a lo largo de hermosos jardines hacia los estudios en el fondo.
El corredor del fondo era inmenso; era de concreto, lleno de ecos, y a Mónica le recordaba un aeropuerto. A él se abrían las puertas de numerosos estudios. La luz roja estaba prendida sobre la puerta número tres, indicando que no se debe abrir la puerta mientras se graba. Cartwright le hizo una seña a Mónica indicándole que esperara; se puso a escuchar, con alegría maligna, la conversación de dos hombres que estaban parados en la mitad del corredor.
Uno era un hombre pequeño con un cigarro en la boca; el otro, un joven alto con anteojos y con un acento ultrarrefinado.
—Mire esta escena del baile —decía el hombre del cigarro.
—Sí, señor Aaronson.
—El canto ese de la duquesa de Richmond antes de la batalla de Waterloo.
—Sí, señor Aaronson.
—Bueno, acabo de ver las pruebas; son pésimas; no hay calor en eso.
—Pero señor Aaronson…
—Mire —dijo el hombre pequeño—, lo que necesito es una canción para que Erica Moody cante, ¿comprende? Luke Fitzdale hizo una que es magnífica. De modo que esto es lo que haremos, ¿comprende? El Duque de Wellington dice: «Señoras y señores, tenemos una gran sorpresa para ustedes esta noche». Y la duquesa se sienta al piano y canta.
—Pero no creo que ella hiciera eso, señor Aaronson.
—¿No cree?
—No, señor Aaronson.
—Bueno, pero es lo que ella va a hacer en la película: Otra cosa: hay otra escena en la que hay un lugar especial para otra canción. La haremos cantar antes de la batalla, para darles ánimos a las tropas. Lo tengo todo listo. La duquesa de Richmond.
La luz roja encima de la puerta se apagó.
—Entremos —dijo Cartwright. Golpeó su pipa vacía contra la pared y empujó a Mónica delante de él hacia la oscuridad.
El estudio por dentro era como, una barraca, una barraca enorme que cubría más de medio acre de terreno. Parecía tener cien pies de altura. Innumerables ruidos pequeños se oían al fondo: pasos, cables que eran arrastrados, el chirrido de una sierra y voces apagadas. Aunque parecía que había un gran número de personas dentro, se movían como sombras. Luces pálidas, muy lejanas y ninguna iluminando directamente sobre las cosas, daban un pálido resplandor que se unía a los reflejos de la luz del día que se filtraba por el tejado.
Todo era una confusión. Habían construido las casas de todo el mundo, los jardines de todo el mundo; era como una pesadilla; construir y luego destruir.
Con Cartwright sujetándola firmemente por el codo, Mónica se aventuró en ese mundo de leyenda. Fragmentos de una prisión (poco convincentes eran los barrotes de madera pintados) se hallaban apilados contra una pared. Pasaron por la cocina de un hotel y por una parte del puente Westminster. Pasaron por una calle de suburbio, de la cual la casa principal era la de un médico criminal de una novela de William Cartwright, construida íntegramente, desde los ladrillos hasta la última pieza del amoblado. La calle se veía azulada y sucia, extremadamente desagradable y siniestra. A Mónica le pareció que habían andado varias millas antes que se oyeran unas voces y brillantes luces se encendieran delante de ellos.
—¡Silencio, por favor —gritó una voz—, silencio!
—Allí está ella —dijo Cartwright.
Estaban mirando, como bajo una campana de vidrio, un lujoso camarote a bordo de un transatlántico. En el medio de la cabina, vistiendo un escotado vestido dorado, del cual emergían totalmente sus soberbios hombros, se hallaba Frances Fleur.
La nítida claridad de las luces hacía cada detalle más vivido que en la realidad. Los paneles blancos y rosados de las paredes, la tapicería, la caoba alrededor de las ventanas redondas, todo brillaba y relumbraba. Los artículos de toilette sobre la mesa de tocador parecían ser de oro; incluso la botella de agua sobre la mesa de noche parecía brillar. El color de la piel de Frances Fleur, de un magnífico naranja dorada, contrastaba deliciosamente, con sus grandes y alargados ojos y su cabello negro. Su rostro era amplio y los pómulos altos, de expresión serena y las pestañas tan largas y sedosas que parecían pintadas.
—Cuidado con ese cable —susurró Cartwright, sujetándola al tropezar ella. Había estado caminando de puntillas desde que entraron—. Póngase aquí. Ss-t.
Todo ruido se apagó. Al borde de las luces se veían siluetas de caras fantasmales, y las formas marcianas de las maquinarias.
—¡Cámara!
Una suave campanilla tocó dos veces. Un joven de sweater se adelantó hasta quedar frente a la cámara, sosteniendo un delgado marco de madera.
«Espías del Mar. Escena número treinta y seis. Segunda toma».
El borde del marco, cerrado con fuerza, sonó agudamente. El joven retrocedió. Y Frances Fleur se animó súbitamente.
La rellena y hermosa morena parecía indecisa. Movió sus suaves hombros fuera del vestido. Miró hacia la puerta. Luego apretó el botón de la campanilla. Con una rapidez desconocida en todo transatlántico desde el Arca de Noé, su llamado fué contestado por una camarera.
Esta, evidentemente, no tenía buenas intenciones. Era una mujer de edad mediana, con una cara ceñuda y torva. Cualquier Agente del Servicio Secreto se habría dado cuenta del peligro con una sola mirada, y se habría sentado a vigilarla con un revólver en la mano.
—¿Llamó la señora?
—Sí. ¿Entregó mi mensaje al señor De Lacy?
—Sí, señora. El señor De Lacy vendrá en seguida.
—¡Corten! —gritó una nueva voz.
Todo se detuvo.
La primera impresión de Mónica fué que algo había resultado mal. Pero ni Frances Fleur, ni la siniestra camarera ni nadie más parecían encontrar nada de raro en esto. Simplemente esperaban. La camarera siniestra, para decir verdad, estaba en un estado de agitación cercano a las lágrimas. Fuera de eso, todo parecía moverse en cámara lenta.
Luego hubo un intervalo prudente, sin duda para consultar con un hombre alto, medio calvo y de cabellos grises, que entró en el escenario. Este parecía muy pensativo. Vestía un modesto traje de tweed, un sweater de color pálido y unos zapatos enormes. Las luces brillaban sobre su alta y ancha frente. Mónica, con sólo mirarlo, se dió cuenta de que era Howard Fisk, el director.
Lo qué dijo Fisk a las dos actrices no se supo. Su defecto era ser casi completamente inaudible. A una distancia mayor de seis pies, era imposible para el oído más fino percibir una sola palabra de lo que decía. Para Mónica, que esperaba oírlo gritar a través de un megáfono y poco menos que echar abajo la casa, esto resultó una desilusión.
Pero hacía gestos. Dió golpecitos en la espalda de la camarera siniestra, y pareció que le hablaba bondadosamente. Sostuvo una íntima y fantasmal conversación con Frances Fleur, interrumpida por largas pausas, durante las cuales miraba a su alrededor y parecía meditar. Finalmente asintió, les sonrió, hizo una seña con la mano y abandonó el escenario.
Mónica lanzó un suspiro de alivio.
«Escena treinta y seis. “Espías del Mar”. Toma tercera».
La camarera siniestra apareció otra vez.
—¿Llamó la señora?
—Sí. ¿Le entregó mi mensaje al señor De Lacy?
—Sí, señora. El señor De Lacy vendrá en seguida.
—¡Corten!
Fisk entró nuevamente en el set. La visita fué un poco más larga esta vez.
«“Espías del Mar”. Escena treinta y seis. Cuarta toma».
La camarera siniestra apareció nuevamente.
—¿Llamó la señora?
Mónica no pudo controlarse.
—¿Por qué no acaban de una vez? —susurró—. ¿Por qué siguen tomando ese pedacito una y otra vez?
—Chit —le contestó Cartwright.
—¿Pero cuántas veces lo van a tomar?
La respuesta a esto fué dada por la camarera siniestra. La agitación de ésta había ido en aumento. Cuando por cuarta vez le preguntaron, si le había entregado el mensaje al señor De Lacy, perdió la serenidad, contestó que no y se echó a llorar.
Se supuso que lo que Fisk había dicho era que podían tomar un descanso.
—¿Bueno? —le preguntó Cartwright—. ¿Qué le pareció?
—¡Es la cosa más fascinante que he visto!
—¡Vaya! ¿No nota por casualidad algo raro aquí?
—¿Raro?
Mónica lo miró. El grupo alrededor del escenario había comenzado a disolverse. Un grabador de sonidos golpeaba, haciendo vibrar las luces; algunas habían sido apagadas. William Cartwright se quedó mirando hacia todos lados, indeciso, como si oliera el aire lleno de polvo. La pipa, vacía de nuevo, estaba sujeta entre sus dientes. Parecía muy serio.
—Raro —insistió, haciendo oscilar la pipa—. En primer lugar, aunque varias veces he visto gente que ha tenido ataques de histeria por buenas razones, nunca vi que le pasara a la vieja McPherson. —Señaló a la siniestra camarera, que permanecía en el escenario, siendo confortada por Howard Fisk—. Hay algo en el aire. La mitad de la gente está con los nervios alterados; y quisiera saber la razón.
—¿No está usted imaginándose cosas?
Frances Fleur había caminado con aire real fuera del escenario. Estaba sentada ahora sobre una silla de campo no lejos de ellos, justo al lado de los reflectores. Estaba sola con una criada de verdad, que incluso aquí llevaba una gorra y delantal, y que estaba arreglándole el make-up. Era difícil asociar a Frances Fleur cualquier nerviosidad. Su serenidad parecía intacta e irrompible. Durante los monólogos con Howard Fisk simplemente había asentido y sonreído una y otra vez. Parecía que no pensaba en nada.
—En segundo lugar —continuó Cartwright—, es anormal; hay muy poca gente.
—¿Llama a esto poca gente?
—Lógico. Sin decir nada de los extras, ¿dónde está el número habitual de visitantes, amigos, dependientes y ociosos? ¡Miré!, el lugar está casi desierto. Usted y F. F. y la McPherson y la criada de F. F. son las únicas mujeres que hay aquí. Ni siquiera veo a la doble de F. F., lo cual es muy extraño. Algo anda mal.
—Sin embargo…
—Oh, quizás no es nada. Me pregunto qué será de Tom Hackett. De todos modos, ahí está F. F. en persona. ¿Quiere que se la presente?
—No lo sé. Me he estado preguntando si debería o no.
—¿Por qué no?
Mónica tuvo un arranque de sinceridad.
—A veces he pensado si no resultaría que ella era una terrible farsa. Pero no lo parece.
—No lo es… ¡Frances!
La hermosa morena se dió vuelta y sonrió. Pareció animarse en la misma forma que lo hacía ante la cámara.
—Frances, te presento a una gran admiradora tuya. La señorita Stanton; la señorita Fleur.
—¿Cómo está usted? —sonrió Frances.
Estaba transfigurada. Su sonrisa se acentuó, mostrando unos magníficos dientes. Al hablar no se borró la sonrisa de su rostro. No era una cosa mecánica; su encanto era completamente genuino. Le gustaba que gustaran de ella; y cuando alguien la alababa, casi se podía sentir la satisfacción física que emanaba de ella.
—La señorita Stanton está aquí para trabajar con Tom Hackett —explicó Cartwright—. A propósito, ella es la joven que escribió «Deseo».
Frances Fleur dejó de examinar el barniz de uno de sus dedos y la miró. Hasta ese momento Había sido amable, pero guardando las distancias. Ahora era levemente diferente. La miró de nuevo.
—¿No es…?
—Sí —contestó Cartwright con firmeza.
—¿Realmente? ¡Encantada de conocerla! Es mi próximo papel, usted sabe.
Mónica la miró con aire de incredulidad.
—Eva —explicó Frances—. No Eva en el jardín del Paraíso, sino que la Eva de su novela. Por favor, siéntese aquí. Tenemos tanto que conversar. Eleanor, trae una silla para la señorita Stanton.
Eleanor la trajo. Mónica quedó situada en una posición tal que Frances la veía a plena luz. Porque ella era verdaderamente curiosa. No había leído «Deseo»; pero había hecho que su marido le leyera en voz alta las mejores partes, y le habían interesado. Su apreciativa mirada la recorrió de arriba abajo. Pero no se podía saber lo que pensaba.
—¿Es ésta su primera visita aquí? —le preguntó—. Espero que le guste. Me entretuve tanto con su libro.
Aquí miró a Mónica con mayor curiosidad aún.
—Es muy buena al decirme eso.
—En absoluto —rió la otra—. A mi marido, el barón Von Gagern, le encantó. El escoge todos mis papeles. Debe usted conocerlo. ¡Kurt! ¡Kurt!
Miró a su alrededor.
—¿Dónde estará Kurt? ¿No lo vieron ustedes? No me gusta que se desaparezca de esa manera.
—No lo hemos visto —contestó Cartwright—. Y tampoco he visto a Tom Hackett, aunque debería estar aquí.
Hubo una mirada de entendimiento entre ellos. Los ojos de Frances Fleur eran expresivos.
—En ese caso —dijo, evitando decir lo que estaba pensando—, debe conocer a Howard Fisk. ¡Howard! ¿Quiere venir un momento, por favor?
El director dió una última palmadita sobre el hombro de la siniestra camarera, quien se estaba enjugando los ojos. Parecía que la había animado considerablemente. Luego se acercó sobre sus enormes zapatos. Visto de cerca, parecía un médico distinguido o un científico. Se estaba restregando las manos, de una manera sonriente y satisfecha, mientras se acercaba al grupo. A una distancia de tres pies se pudo oír su voz suave.
—Buenos, estamos progresando —les confió—. Definitivamente, estamos progresando. —Se detuvo y reflexionó—. Una de esas tomas tiene que servir; y Annie McPherson se siente mucho mejor.
—Howard, te presento a la nueva escritora del estudio.
Fisk volvió a la realidad.
—Ah, sí. El experto de Hollywood. Hackett me había hablado de eso. ¿Cómo está usted? —preguntó, envolviendo la mano de Mónica en una gran garra, y acariciándosela—. Espero que no encontrará nuestros métodos ingleses muy lentos para su gusto.
—No —dijo Cartwright, con voz lenta y clara—. Esta es otra persona. La señorita Stanton escribió «Deseo». No ha tenido nunca ninguna experiencia en cine.
Fisk le dió unos golpecitos en la mano.
—¿Así es? Entonces es más bienvenida aún. ¿Estaba mirando las tomas? ¿Qué le parecieron?
—Pensó que tomabas demasiado tiempo para ello —contestó Cartwright con (¿deliberada?) falta de tacto. Mónica, roja y turbada, tuvo deseos de colgarse de su barba; su angustia se empeoró al ver que tanto Frances Fleur como Fisk la miraban sonriendo.
—No debe confundir la paciencia con la incompetencia —le explicó el director—. Infortunadamente, el primer requisito aquí es la paciencia. Y el segundo —meditó un instante— y el tercero. Además, hemos tenido una pequeña molestia en el ensayo.
—¿Sí? —exclamó Cartwright—. ¿Es acerca de eso lo que nos dijo Tom Hackett que casi había muerto alguien?
Fisk pareció divertido; continuó palmeando la mano de Mónica; ésta comenzaba a sentirse incómoda.
—¡Vamos, vamos! Nada de eso. Sólo un estúpido descuido de parte de alguien. Me voy a poner serio con esa gente del departamento de utilería.
—¿Pero qué fué lo que pasó?
Una sombra de incomodidad pasó por la cara del director. Todavía sin soltar la mano de Mónica, se volvió e indicó el escenario.
—¿Ves esa botella de agua, allí, al lado de la puerta?
—Sí.
Aunque menos iluminado ahora, los ricos colores del camarote todavía parecían una postal de algún lugar distante. Todos miraban la botella, de cristal sobre la mesa, cerca del lecho, que brillaba.
—No hubo ningún daño, menos mal. Aunque Annie McPherson tuvo un susto, porque estaba por ahí cerca. Estábamos todos en el escenario, ensayando, y yo les estaba explicando algo a Frances y Annie. No puedo darme cuenta de cómo sucedió.
—¡Continúa!
—Bueno, yo me estaba moviendo, y haciendo gestos, supongo. Gagern y yo estábamos hablando, y yo retrocedí, cuando él me dijo: «¡Cuidado!». Tropecé con la mesa del lado de la cama, y ésta se dio vuelta. Hubo un ruido como de chirrido, más bien desagradable. La botella de agua había caído sobre la cama, afortunadamente; todo un trozo de la cubrecama y las sábanas debajo e incluso el colchón comenzaron a hervir e hincharse, quedando como una manzana apolillada. ¡La botella de agua no había sido llenada con agua! ¡Estaba llena de aceite de vitriolo…, ácido sulfúrico!