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Brownies de chocolate al estilo del Verity Deli
Calorías: En Reino Unido, un millón, y puede dejarte listo el estómago para todo el día; en Estados Unidos, es un picoteo ligerito entre dos copiosas comidas, ambas con queso fundido por encima. También se puede acompañar de caramelo, nata montada, helado de jengibre o de cirugía cardiovascular. Si haces la receta, te aconsejo que sean brownies diminutos a modo de deliciosos entremeses que se derriten en la boca. Morir a causa del chocolate es, de verdad, una pésima idea. Aquí lo importante es sentirse bien y a gusto, no acabar pegajosa y con remordimientos.
Ingredientes
185 g de mantequilla sin sal
185 g de chocolate negro de buena calidad
85 g de harina
40 g de cacao en polvo
50 g de chocolate blanco
50 g de chocolate con leche
3 huevos XL
275 g de azúcar moreno
Derrite la mantequilla y el chocolate negro muy despacio y con cuidado en el microondas. Deja que se enfríe. Precalienta el horno a 160 ºC y forra una bandeja de horno con papel de hornear.
Tamiza la harina y el cacao en polvo; trocea el chocolate con leche y el chocolate blanco. Bate los huevos y el azúcar hasta que la mezcla adquiera la consistencia de un batido y haya doblado su tamaño. Con cuidado, añade el chocolate fundido y mezcla hasta que se haya integrado todo. Añade después los trocitos de chocolate.
Hornea durante 25 minutos, hasta que la superficie esté brillante.
Issy siguió las instrucciones que había recibido en el correo electrónico. Helados por la exposición a los elementos a cientos de pisos por encima del suelo, los dos se alegraron al entrar en el cálido interior del edificio antes de pillar otro taxi amarillo. Issy comenzaba a cogerle el tranquillo a eso de los taxis. Austin le había explicado que no se avisaba a un taxi y se esperaba a que llegara a recogerte, sino que se abría la puerta del primero que se parase para entrar sin titubear, porque de lo contrario alguien se lo quedaría. Al principio, eso le pareció muy maleducado y grosero, pero después de que tres personas consiguieran quitarles el taxi, que era muchísimo más maleducado y grosero, Issy entraba y salía de los coches como si fuera neoyorquina, con Darny pegado a sus talones.
Atravesaron el alegre caos de Times Square, lleno de turistas de mejillas sonrosadas que no dejaban de mirar a su alrededor para averiguar a qué venía tanta fama. Un Papá Noel estaba haciendo sonar su campanilla en cada cruce. La gente compraba entradas para los espectáculos navideños y contemplaban los edificios iluminados en todo su esplendor, con los buenos deseos de Coca-Cola y de Panasonic. Todo era un torbellino de luces y de árboles, y en cada esquina había grupos que cantaban villancicos, personas que tocaban campanillas o vendedores de bolsos monísimos que Issy miraba con expresión arrepentida antes de recuperar el buen juicio y continuar camino. No quería imaginarse la cara de Caroline si aparecía con una copia de un Kate Spade, por no mencionar su espanto si la pillaban en el control de aduanas.
El lugar al que tenía que dirigirse, y llegar temprano, que insistieron mucho en ese punto, se encontraba en un enorme edificio que hacía esquina, con un anuncio de estilo años cincuenta en el que se promocionaba un dispensador de refrescos. Se llamaba Verity Deli y tenía las paredes llenas con fotos de personajes ilustres: Woody Allen estuvo allí, al igual que Liza Minelli, Steven Spielberg y Sylvester Stallone. Ya se estaba formando una cola. Una camarera entrada en años, con el pelo teñido de naranja y unos pechos imposibles, apretados por el uniforme verde, se apresuró a acompañarlos hasta unos asientos parcheados y muy usados. Issy pidió una taza de té y dejó que Darny, que la miraba con atención, pidiera una bebida de nombre raro que ninguno de los dos sabía muy bien qué era. Cuando se la llevaron, resultó ser una especie de batido con una bola de helado y un granizado de limón en una jarra del tamaño de la cabeza de Darny. Él volvió a mirarla, pero como no le dijo nada, se dispuso a atacar la bebida sin mediar palabra.
Tuvieron que esperar mucho. La camarera reapareció varias veces por su mesa. La carta era inmensa, con toda clase de cosas para pedir: roast beef con guarnición, knishes, pastrami con centeno y un montón de cosas más que no significaban nada para Issy, que ya se había llevado una mala impresión por el estado de los asientos y por la dejadez de la camarera. Se imaginaba lo que sucedería si pasaba los dedos por encima de los marcos de las fotos.
Al cabo de veinte minutos, mientras Issy jugueteaba con el móvil y deseaba haberse llevado un libro, y mientras Darny seguía atacando con estoicismo la enorme bebida, aunque parecía estar poniéndose verde, la puerta se abrió con un efecto dramático, provocando una gélida corriente de aire. Acababa de llegar una mujer alta e imponente, vestida con ropa muy anticuada, muy sencilla y hecha a mano, y con un enorme sombrero bastante recargado.
—¡Isabel! —exclamó la recién llegada con acento yanqui.
—Mamá —dijo Issy.
Darny levantó la vista por primera vez en el día.
Marian atravesó el local hacia su mesa. La anciana camarera se acercó a ellos en un abrir y cerrar de ojos, pero Marian la despachó con un gesto de la mano.
—¡Beverly! —exclamó—. No hasta que haya saludado a mi preciosa hija, a la que llevo años sin ver. Mírala, ¿a que es guapa?
Marian le dio un pellizco a Issy en los mofletes. Issy intentó no molestarse y le dio un abrazo a su madre.
—¿Y quién es este? ¿Has tenido un hijo y no me lo habías dicho?
—No —contestaron Issy y Darny al unísono.
Marian se sentó y apartó la carta plastificada.
—Tráenos tres pastrami con centeno, sin pepinillos. Y tres batidos más como ese.
—No, gracias —dijo Darny, que parecía a punto de vomitar.
—Pues que sean dos. Tienes que probarlo —dijo Marian.
—Vale —accedió Issy.
Las bebidas aparecieron en un tiempo récord, mientras Marian seguía mirándola de arriba abajo.
—No te he visto desde...
—El entierro del abuelo —terminó Issy por ella.
Había puesto una esquela en el Manchester Evelin News, y se sorprendió por la masiva respuesta. Más de doscientas personas que recordaban a su abuelo (de haber trabajado con él o de haber comido sus pasteles a lo largo de los años) se pusieron en contacto con ella, y el entierro estuvo a rebosar. Había sido abrumador. Su madre había deambulado de un lado para otro recibiendo cumplidos, con aire sufrido y guapísima, mientras Issy intentaba atender a la interminable cola de personas que querían expresarles sus condolencias, muchas de las cuales tuvieron la deferencia de decirle que había heredado el talento de su abuelo.
Le contaron muchísimas anécdotas. Productos fiados cuando el cabeza de familia no tenía trabajo. Un aprendiz recién salido de la cárcel. Un ladrón que recibió un golpe fortísimo en los nudillos despachado con tal sermón que no volvió a delinquir... Hubo anécdotas de tartas de bodas, de pasteles de bautizos, de rosquillas calientes para las manos frías recién salidas del colegio, de haber crecido con el olor a pan recién hecho en la nariz. Su abuelo había tocado muchas vidas, y esas personas querían que ella lo supiera, algo de lo que se sintió agradecida.
También se alegró de estar ocupada durante todo el entierro, cuando tuvo que organizarlo todo. Siempre había algo más que hacer, de modo que no paró ni un instante. Una vez que lo arregló todo y volvió a Londres, se pasó las noches empapando las camisas de Austin con sus lágrimas. Él se lo había tomado muy bien. Lo entendió, tal vez como ninguna otra persona podría entenderlo.
Quedó un poco de dinero, no mucho. Issy se alegró de que fuera así. Su abuelo había trabajado mucho durante toda la vida, de modo que ella no reparó en gastos para que estuviera en un buen lugar, con personas agradables que lo cuidaran, para que se sintiera todo lo cómodo y feliz que fuera posible. No se arrepentía de un solo penique gastado. Utilizó la parte de su herencia para ampliar el contrato de alquiler y pagar parte de la hipoteca del apartamento. Su madre, en cambio, la usó para acudir a un ashram, fuera lo que fuese, y quejarse de todas las inconsistencias de Come, reza, ama.
Y allí estaba de nuevo, incombustible, en una cafetería de Nueva York. Se le hacía todo muy raro.
—En fin —dijo Issy.
—Bueno, cuéntamelo todo —dijo su madre.
Sin embargo, antes de poder abrir la boca, Marian llamó a la camarera.
—La verdad es que no debería comer nada de esto —le confesó su madre—. Me pasé a la dieta crudífera en el ashram. Al parecer, tengo un sistema muy sensible y soy incapaz de procesar la harina refinada. Pero... Oy vey!, como se suele decir.
—Mamá —dijo Issy. Miró el sándwich que tenía delante. Era más alto de lo que su boca podía abrirse. No estaba segura de lo que iba a hacer con él ni de cómo debería comérselo—. ¿Te has convertido al judaísmo?
Marian adoptó una expresión solemne.
—Bueno, creo que en el fondo todos somos judíos.
Issy asintió con la cabeza.
—Con la salvedad de que nosotras somos anglicanas.
—Pero la Iglesia de Inglaterra es de tradición judeocristiana —le recordó Marian—. Da igual, la cosa es que me voy a cambiar de nombre.
—¡Otra vez no! —gimió Issy—. Vamos, ¿no te acuerdas de todo el lío con el banco cuando quisiste recuperar tu nombre después de haberte puesto «Pluma»?
—No —contestó Marian—. De todas formas, tampoco cuesta tanto recordarlo. Me voy a poner Miriam.
—¿Para qué cambiártelo de Marian a Miriam? Son casi iguales.
—Salvo por el hecho de que uno honra a la madre de Jesús, que sí, fue un gran profeta, y el otro es el nombre de la hermana de Moisés, que condujo al Pueblo Elegido hasta la Tierra Prometida.
Issy había aprendido hacía mucho tiempo a no intentar analizar con lógica la última locura de su madre. De modo que sonrió, resignada.
—Me alegro de verte —dijo—. ¿Te gusta vivir aquí?
—Es el lugar más maravilloso del planeta —le aseguró Marian—. Deberías ver el kibutz.
—¿Vives en un kibutz?
—¡Pues claro! Intentamos vivir de la forma más auténtica posible. Los sábados son complicados, pero salvo por eso...
—¿Por qué son complicados los sábados? —Era la primera vez que Darny hablaba sin que lo obligaran.
Marian se concentró en él.
—¿Y quién eres tú? —le preguntó sin rodeos.
—Darny Tyler —respondió él, que volvió a agachar la cara hacia su sándwich.
—¿Y qué tienes que ver tú en todo esto? ¿Te está tratando bien mi hija?
Darny se encogió de hombros.
—¡Sí que lo trato bien! —exclamó Issy, irritada—. Trato bien a todo el mundo.
—Demasiado bien —repuso Marian—. Siempre quieres complacer a los demás, ese es tu problema.
Darny asintió con la cabeza, dándole la razón.
—Siempre quiere caerle bien a todo el mundo, a todos los profesores y eso.
—¿Qué tiene eso de malo? —quiso saber Issy—. Claro que quiero caerles bien a los demás. A todo el mundo debería gustarle caerles bien a los demás. La alternativa serían las guerras y las discusiones.
—O la sinceridad —repuso Darny.
—Exacto —convino Marian. Se miraron entre sí.
—Os estáis aliando en mi contra —dijo Issy, que intentó darle un mordisco a la parte inferior del sándwich.
Estaba buenísimo. En cuanto lo probó, desaparecieron todas las dudas acerca de la salubridad y de las apariencias de la cafetería. Le pareció interesante comprobar la cola que había en la puerta. La gente iba a ese lugar por un único motivo: la deliciosa comida. El hecho de que el linóleo estuviera cuarteado o de que las ventanas estuvieran sucias no importaba en lo más mínimo. Echó un vistazo a los demás clientes, que entraban, pedían a gritos, cogían bolsitas de sal y cucharillas para mover el café del mostrador, y se empujaban los unos a los otros. Así estaba bien. Así era como la gente quería que fuera. Tal vez no fuera lo adecuado para su clientela, pero sí para la de ese local.
—Bueno, dime, Darny, ¿cómo te va en el colegio? —preguntó Marian.
Darny se encogió de hombros.
—Fatal.
—No le va fatal —lo corrigió Issy—. Saca sobresaliente en Matemáticas y en Física. Y no saca buenas notas en lo demás, no porque no sea listo, sino porque no le interesa.
—Yo detestaba el colegio —comentó Marian—. Lo dejé en cuanto pude.
«Y te quedaste embarazada», pensó Issy, pero no lo dijo en voz alta.
—Issy era un ratoncito de biblioteca, trabajaba muy duro, fue a la universidad y aprobó todos los exámenes, era muy estudiosa. Pero, ¿qué hace ahora? Dulces. Que está muy bien, por supuesto, pero para eso no era necesario que su abuelo le pagara tres años de educación universitaria.
—Pues me ha sido muy útil —protestó Issy, molesta.
—Bueno, ¿y tú quién eres? —preguntó Marian.
—Soy el hermano pequeño de Austin. Y Austin es su novio. —Darny hizo una mueca y Marian se echó a reír.
—No sabía que tenías novio —repuso.
—Austin —insistió Issy con paciencia—. ¿Te acuerdas del chico alto del funeral? ¿Del dueño de la casa en la que vivo? ¿De quien te hablo cada vez que nos llamamos?
—Ah, sí, claro que me acuerdo —contestó Marian—. A ver si me lo presentas un día de estos.
—Ya te lo he presentado —replicó Issy—. Cuatro veces.
—¡Ay, pues claro! ¡Bien por ti! Bueno, Darny, cuéntame algunas de las tonterías que te han enseñado en el colegio.
Y para la más absoluta sorpresa de Issy, Darny comenzó a contarle con pelos y señales cómo su profesora de educación sexual se había puesto muy nerviosa y alterada al cometer cierta torpeza con un plátano. Era una anécdota graciosa y Marian la escuchó con atención, haciendo las preguntas oportunas; y después, los dos se enzarzaron en una discusión de por qué tenían que usar conejos en las clases de educación sexual y de por qué no podían utilizar la pareja de pingüinos homosexuales. E Issy tuvo la impresión de que Marian estaba disfrutando de la charla, de que los dos estaban disfrutando, pero también de que estaba hablando con Darny como si fuera un adulto... o como si ella fuera una adolescente, aunque Issy no sabía muy bien cuál de las posibilidades era la correcta. Fuera como fuese, en cierta forma se entendían. Los observó con tristeza. Darny era muy vivaracho, lleno de contradicciones y con muy mal genio. A ella le resultaba agotador y problemático, pero su madre lo veía como un desafío. Sin embargo, ella había pasado gran parte de su vida como hija intentando ser buena, intentando comportarse, y recibiendo halagos por ello.
En fin, su abuelo la había querido tal cual era. Eso lo sabía. Y Austin también. Con razón se sorprendió tanto por la salida de tono de la noche anterior. Tocó el móvil con disimulo y se preguntó qué estaría haciendo. Miró la cocina del restaurante, llena de cocineros especializados en comida rápida que gritaban, protestaban y trabajaban en mitad del aluvión de comandas del almuerzo. Ojalá pudiera hornear algo. Hacerlo siempre la tranquilizaba cuando estaba nerviosa. Sin embargo, entre la diminuta habitación del hotel y las comidas en restaurantes caros, era totalmente imposible. Iba a tener que ponerle buena cara al mal tiempo. Y alegrarse de que Darny y su madre parecieran llevarse tan bien. Menos daba una piedra, pensó.
Añadieron una generosa propina a la cuenta (pagó Issy y su madre no puso reparos) y aunque no tenían muchas ganas de abandonar el ambiente acogedor por la gélida calle, Marian les dijo que tenía que pasarse por Dean & Deluca para recoger unos knishes, una frase que Issy no entendió, de modo que salieron al frío.
—¿Cuánto tiempo te vas a quedar? —preguntó Marian.
—Unos cuantos días —contestó Issy—. ¿Podemos ir a tu casa?
Marian frunció el ceño.
—En fin, ya sabes, la comuna está muy ocupada y... Por supuesto —dijo al final—. Por supuesto. Te mandaré la dirección. —Les dio besos a ambos sin cortarse—. Mazel tov! —exclamó con jovialidad antes de alejarse con su estrafalaria ropa, cruzando con el semáforo en rojo como si hubiera nacido en Nueva York.
—Tu madre es guay —comentó Darny mientras cogían un taxi para ir al museo Guggenheim.
—Eso suele decir la gente —comentó Issy.
—¿No la ves a menudo?
—Pues no —murmuró—. Pero no pasa nada. Nunca la he visto mucho.
Se hizo el silencio entre ellos, pero en esa ocasión era un poco más cómodo.
Después de una hora de intentar apreciar el arte (mientras Darny corría arriba y debajo de la famosa pasarela circular), Issy no podía más. Estaba en un tris de sugerir que volvieran al hotel para echarse una siesta cuando por fin le vibró el móvil. Era Austin, con una de esas direcciones raras de Nueva York compuestas por números. Le sugería que se reunieran en un lugar y ella accedió.
Austin había pasado toda la reunión en piloto automático. No había escuchado ni una sola palabra de lo que habían dicho, se limitó a soltar su análisis del sector. Por increíble que pareciera, nadie aparentaba darse cuenta de que no había prestado atención. Tal vez no prestar atención era la manera de avanzar. Tal vez era como se hacía todo. Sin embargo, le resultaba imposible. Porque se dio cuenta, de que era muy desdichado. Allí estaban, agasajándolo con riquezas y con un modo de vida nuevo. Un modo de vida con el que ni siquiera había soñado. El éxito y la seguridad tanto para Darny como para él. Un futuro.
Sin embargo, la persona con la que más ansiaba compartirlo no parecía querer compartirlo con él.
Austin no se había enamorado de Issy de buenas a primeras. Al principio, le había parecido graciosa; después, había empezado a caerle bien, y poco a poco se había ido dando cuenta de que no quería vivir sin ella. Pero era mucho más que eso. Confiaba en ella, escuchaba con atención lo que ella tenía que decir. Compartían muchos puntos de vista. Y el hecho de que a Issy no le interesara lo más mínimo estar allí con él... minaba su confianza. Muchísimo. Había llegado a un punto en el que contaba con ella para todo, hasta tal extremo que, se percató, daba por sentada su presencia.
Se abrió paso a través de la nieve sucia. Todas las personas a las que había conocido lo tomaban por loco al salir con ese tiempo, pero le gustaba caminar por Manhattan. Había muchas cosas que admirar, y él encajaba con su zancada habitual porque todo el mundo andaba deprisa; además, le gustaba sentir el ritmo de la ciudad en las venas, el zumbido de la electricidad. Le gustaba. A Issy también tendría que gustarle.
Ese pensamiento lo llevó a contener un gemido. Sabía... creía saber... que si le suplicaba, que si insistía mucho y la chantajeaba para aceptar la situación (algo muy atípico en él), ella se mudaría. Lo haría. ¿Verdad? Pero aunque lo hiciera, él sabía que no sería feliz. No podría serlo. Había trabajado muchísimo, y era su... su propósito en la vida, supuso. Issy en el Cupcake Café, con las manos enharinadas, las mejillas coloradas por el calor del horno; con una palmadita en la cabeza para cada niño y una palabra amable para cada londinense helado y cansado que se pasaba por el local. La definía. Meterla en un apartamento acristalado en Manhattan mientras él trabajaba muchísimas horas al día...
Rechazaría el puesto sin dudar.
Eso era lo que llevaba rumiando en la cabeza todo el día. Era lo único que había decidido. Por desgracia, quedaba otra cuestión. Algo que hacía que sus buenas intenciones hacia Issy quedaran en nada.
La carta que Issy había cogido de la consola del recibidor de camino a Nueva York. La carta, con el membrete y el nombre tan impersonal. Estaba un poco arrugada y manchada tras el ajetreo del vuelo. Issy se la había dejado junto a la cama. Ella no sabía, por supuesto, hasta qué extremo habían llegado las cosas.
Estimado señor Tyler:
Tenemos el desagradable deber de informarle de que el comportamiento de su hijo/pupilo es tal que, pese a las repetidas advertencias, ya no podemos seguir aguantándolo en Carnforth Road School. Vamos a recomendar la expulsión permanente. Creemos que las necesidades especiales de Darny no pueden ser cubiertas en este colegio...
Había más, muchísimo más. Casi todo referencias legales. Austin se había saltado esa parte.
Solo quedaba otro colegio en el distrito, King’s Mount, que era un lugar espantoso y terrible durante su época de estudiante, y que seguía siendo espantoso y terrible en ese momento. Los padres lo evitaban como la peste. La gente se mudaba para que sus hijos no tuvieran que asistir a ese colegio. Las peleas estaban a la orden del día. Era un lugar al que iban los niños que ya no tenían cabida en ningún otro sitio, que estaban a un paso de un reformatorio o cuyos padres pasaban del tema. Llevaba en una situación especial desde tiempo inmemoriales, pero no podían cerrarlo, porque era un colegio enorme y nadie quería a los niños que iban allí.
Darny no sobreviviría en ese lugar. Y Austin no podía permitirse mandarlo a otro colegio. No en Londres. En el hipotético caso de que lo admitieran, porque sería muy difícil con su expediente. Tragó saliva.
Merv ya le había pasado el folleto del colegio al que asistían sus hijos, y le aseguró que Darny tendría una plaza. Las clases eran de doce alumnos, contaba con su propia piscina y había seminarios individuales todas las semanas para «desarrollar el potencial social y creativo» y para alentar «la independencia y la claridad de pensamiento». Austin le había estado dando vueltas desde entonces. Parte de la intransigencia de Darny se debía, cómo no, a la edad; era normal y seguramente se la quitarían a base de palos en King’s Mount... Austin no lo soportaría. Darny era bajito para su edad. Bajito, no demasiado valiente, pero con una bocaza. Recordó que Issy le dijo de pasada que no le gustaban las bandas de críos que entraban en su tienda (los dejaba entrar, pero Pearl los echaba si se ponían muy pesados), pero que ella hacía una excepción con los pobres desdichados que veía salir de King’s Mount, con sus caras blancas y aterradas.
Austin suspiró. ¿Debía dejarlo todo, el trabajo y todo lo demás, por Issy? Por supuesto. Sí, Nueva York sería una aventura increíble, pero no pondría en peligro su relación por eso. No si solo se tratase de él.
Pero no se trataba solo de él. Se trataba de Darny y de él, y así había sido durante mucho tiempo.
En cuanto Issy vio la fachada del lugar de encuentro, lo supo y fue incapaz de reprimir la irritación. Allí era donde Austin había comprado esos cupcakes. Sus enemigos... Le picaba la curiosidad, no podía evitarlo. Cupcakes de Nueva York, se leía con letra antigua en el escaparate. Allí era donde muchos de los mejores creadores de cupcakes habían comenzado su carrera en esa ciudad... tal vez a ella le llegó una remesa fallida. Le vendría bien probar otros, echar un vistazo y ver si podía sacar nuevas ideas. Ojalá se le hubiera ocurrido antes, pensó, en vez de seguir la guía de viajes e intentar explicarle un montón de cosas a Darny en la galería de arte que no comprendía en absoluto, para después tener que soportar sus preguntas al respecto, algo de lo que fue incapaz.
El olor a café que llegaba hasta la calle, aunque tenía ese extraño y ligero matiz a quemado que había empezado a asociar con las cafeterías yanquis, la tranquilizó un poco. Le daba la impresión de que estaba más cerca de casa. Inspiró hondo. Algo fallaba. Algo se estaba horneando, sí, ya que el delicioso olor se expandía por media calle. Y también veía dulces en el escaparate. Sin embargo, dichos dulces no encajaban con el olor, que parecía más de pan. Algo no encajaba.
Echó un vistazo a través del escaparate velado por el vaho. Para su sorpresa, Austin ya estaba allí. No acostumbraba a ser puntual, mucho menos a presentarse antes de tiempo. Estaba charlando con alguien. Tenían las cabezas muy cerca. Issy parpadeó. No había mencionado que llevaría a un amigo.
—¡Vamos! —la urgió Darny dando brincos—. ¡Hace un frío que pela aquí fuera!
—Vale, vale —dijo Issy, que abrió la puerta. La campanilla emitió un sonido electrónico. Issy prefería una campanilla de verdad.
Austin levantó la vista, y tenía expresión culpable. La chica con la que estaba hablando era tan guapa que rozaba el ridículo, pensó Issy, con dientes perfectos, labios rosados y unas pecas monísimas. Issy se preguntó si estaba siendo paranoica, pero tuvo la impresión de que la chica la miraba echando chispas. Tal vez se estuviera pasando al juzgar tan duramente Nueva York y a sus habitantes. Tenía que tranquilizarse y relajarse un poco. Todo se iba a solucionar.
—Hola —saludó ella con voz cantarina y toda la amabilidad de la que fue capaz.
Austin sonrió. Aún se sentía un poco incómodo por lo de esa mañana y tenía la sensación de que las cosas no estaban saliendo tan bien como se había imaginado en un principio.
—Hola —replicó él.
—Nueva York es un asco —anunció Darny con voz alegre, como si confirmara una sospecha que llevaba mucho tiempo albergando—. Hace un frío espantoso y la ciudad es aburridísima. Pero la comida está bien —añadió al tiempo que miraba los cupcakes.
—Hola —saludó Kelly-Lee. Estaba un pelín desconcertada. Se las apañaba bien con las novias, pero no sabía que tenían un niño. Eso era un incordio. Además, Austin no parecía ser tan mayor—. ¿Has venido a ver a tu papá?
—Mi padre está muerto —le soltó Darny de malos modos, como siempre hacía en esas situaciones—. Ese es mi hermano.
—¡Ayyy! —exclamó Kelly-Lee. Darny se conocía ese «Ayyy». Austin y él se miraron.
—Ven aquí, trasto —dijo Austin.
—Vamos, chiquitín. Te voy a dar un cupcake. No sé si los tienes en tu país. Es un dulce típico de aquí, ¡y aquí tienes uno navideño solo para ti!
Darny puso los ojos en blanco, pero no iba a rechazar un dulce gratis.
Issy esbozó una sonrisa bastante tensa. Kelly-Lee la miró.
—Ah, claro —dijo—. Se me olvidaba que tú haces pasteles, ¿no?
—Sí —contestó Issy. Ya sabía qué tenía de raro el olor. Era artificial. Era todo químico. La masa que horneaban no se preparaba allí.
—¿Como un trabajo o por afición?
—Como un trabajo —contestó Issy.
—Ah —repuso Kelly-Lee—. Yo quería encontrar trabajo de actriz.
—Bueno, ha sido un placer conocerte —replicó Issy, algo confundida.
—Austin y yo nos hemos visto varias veces, ¿no es verdad? —comentó Kelly-Lee al tiempo que le ponía una mano juguetona a Austin en la solapa. A continuación, rodeó el mostrador para recoger las tazas que se apilaban en algunas mesas, poniendo especial cuidado en inclinarse para que tanto Austin como Issy vieran lo prieto que tenía el trasero, para lo cual hacía varias horas de pilates al día.
Issy miró a Austin con las cejas enarcadas.
—Esto... ha sido muy amable —comentó Austin.
—¡Y no te olvides de llamarme! —exclamó Kelly-Lee—. ¡No te preocupes! Yo te lo cuidaré cuando no estés aquí. —Tras lo cual esbozó una deslumbrante sonrisa yanqui en plena cara de Issy y la saludó con un gesto de la bayeta antes de desaparecer hacia la cocina.
Issy estaba que trinaba.
—¿Quién leches es esa? —le soltó.
—Bueno, una chica... —contestó Austin, confundido.
—¿Una chica? ¿¡Una chica!? ¿Has entrado por casualidad en una pastelería y te has puesto a hablar con una chica así sin más?
—Solo estábamos hablando —se defendió Austin.
—Así que no le has cogido el teléfono, ¿verdad?
Austin meditó antes de contestar.
—Bueno, sí que me ha dado su teléfono... pero yo no se lo he pedido. Ni siquiera sé dónde lo tengo. Me lo dio por si tú no te subías a ese avión.
Issy parpadeó sin dar crédito.
—¿Cómo? ¿Por si una pastelera no estaba disponible, poder apañártelas con otra?
—¡No! ¡No! —protestó Austin—. Lo estás entendiendo mal. ¡Lo estás entendiendo todo mal! No has dejado de hacerlo desde que llegaste.
—No te he visto desde que llegué —puntualizó Issy, que para su espanto se dio cuenta de que estaba a punto de echarse a llorar. Casi nunca discutían—. Aunque supongo que tendré que acostumbrarme, ya que parece que tú te vas a mudar aquí con toda esta gente nueva a la que has conocido y con todas las cosas interesantes que haces aquí, mientras que yo volveré a casa y seguiré con mi aburrida vida de repostera que, por cierto, ¡hago de verdad a mano! —gritó para que Kelly-Lee pudiera oírla desde la trastienda—. No es esta mierda plasticosa que preparan aquí a saber con qué aceite vegetal y que venden con fecha de caducidad. ¿Sabes cuál es la fecha de caducidad de un cupcake? No tiene. Dura alrededor de una hora. Así que esto es una mierda y todo lo que hay aquí es una mierda, y tú te vienes aquí, para siempre, y yo me doy cuenta de que tengo que aguantarme con eso, pero no sé por qué tienes que empezar a restregarme por las narices a tus amiguitas y tus nuevos intereses antes siquiera de que me haya ido.
Austin estaba de piedra. En la vida había visto a Issy tan alterada. La miró, descompuesto. Y eso que no había entendido lo del aceite vegetal que había dicho ella.
—Issy... Issy, por favor.
—¡No! —exclamó Issy—. No intentes hacerme creer que esto es porque soy una desagradecida y una tonta. Tú ya has tomado una decisión acerca de lo que quieres, así que no me vengas con que sigues barajando posibilidades o con que no estás del todo seguro. He conocido a las personas con las que vas a trabajar. Parecen convencidísimos de que vas a mudarte aquí, de que vas a dejar atrás todo lo que tenemos. Pero no te preocupes por tener que decírmelo, ya me hago yo solita la composición.
Dio media vuelta, cogió su gorro y salió de la pastelería.
—¿Está bien? —preguntó Kelly-Lee, que salió de la parte posterior con expresión compungida y preocupada—. Lo siento, no pensé que se lo tomaría tan a la tremenda. ¿Se comporta siempre así? Espero no haber dicho algo inconveniente. Pero hay gente muy melodramática, ¿verdad?
—No te preocupes —dijo Austin, que sin sacarla de su error, dejó dinero para pagar el café.
—Este cupcake está asqueroso —comentó Darny—. Se mire por donde se mire, es horrible.
—Qué mono —dijo Kelly-Lee—. Sobre todo me encanta tu acento.
Austin miró a su hermano.
—¿Puedes quedarte aquí cinco minutos? —le preguntó—. Será mejor que vaya a por Issy.
—¿Con ella? Ni de coña —respondió Darny—. No puedes dejarme aquí, es ilegal.
—Por favor, Darny —le suplicó Austin.
Darny se cruzó de brazos con expresión rebelde. Cuando Austin por fin lo arrastró a la calle, no había ni rastro de Issy ni tenía la menor idea de adónde había ido.
Estaba oscureciendo. Hacía un frío que calaba hasta los huesos, más frío del que Issy había sentido jamás. Las personas eran siluetas amorfas debajo de enormes abrigos acolchados y de gigantescos gorros y bufandas, como hombrecillos de gominola que corrían para guarecerse bajo techo. El sol se ponía entre tonos rosas, rojos y dorados, recortando los rascacielos y lanzando interminables sombras sobre las aceras. Issy apenas si se dio cuenta. Corrió a ciegas por la calle, con los ojos llenos de lágrimas. Sabía que había llegado el momento de aceptar la verdad. Austin iba a mudarse. Iba a convertir esa ciudad en su hogar, en el hogar de Darny, y ya estaba. Y las chicas se abalanzarían sobre él sin pensárselo, y...
Ya no podía pensar más. Se encontró de vuelta en la Quinta Avenida, abriéndose paso a ciegas entre la multitud, una cantidad de gente que la asustaba justo cuando se encontraba desorientada y necesitaba llorar con tranquilidad, en la intimidad. No parecía haber demasiada intimidad en esa ciudad.
Le sonó el móvil. Rebuscó en el bolsillo con el corazón en la garganta. ¿Sería ese el final? ¿Qué iba a decir: «Lo siento, Austin, pero se ha terminado entre nosotros. Te dejo porque estás a punto de dejarme y no quiero pasar por cuatro meses de tortura mientras vas de Londres a Nueva York incapaz de tomar una decisión»? ¿O tal vez dijera: «Por favor, por favor, te lo pido por favor, vuelve a Londres conmigo y renuncia a toda expectativa de un futuro emocionante para quedarte atado a un escritorio toda la vida en Stoke Newington»?
En la pantalla no aparecía el nombre de quien la llamaba porque se encontraba en el extranjero, y estuvo a punto de no contestar, ya que no sabía qué decir y una parrafada entre lágrimas y sollozos no serviría de nada. Sin embargo, no contestar sería peor, sería una actitud pasivo-agresiva, sería espantoso y aterrador, y si Austin estaba retrasando las cosas, tampoco ayudaría que ella hiciera lo mismo.
—¿Diga? —susurró al contestar. Le temblaba la mano, ya que se había quitado el guante para pulsar el botón de descolgar, y la sentía helada y rígida. En piloto automático, siguió andando hacia el norte, donde parecía que había más tranquilidad. Atravesó Columbus Circle y rodeó la parte baja de Central Park.
—¡Gracias a Dios! —exclamó Pearl—. Por fin te encuentro. Issy, creo que... esto... creo que exageré un pelín antes. Acerca de cómo están las cosas.
—¿Qué? —preguntó Issy, y regresó a la realidad de golpe.
—Bueno... —comenzó Pearl.
Pearl se encontraba en mitad de la cocina del sótano. Parecía que había explotado una bomba. La mezcla para el bizcocho de fresa que Issy había preparado con antelación con tanto cuidado chorreaba por las paredes. Había facturas y trozos de papel por todas partes. Era noche cerrada y Pearl llevaba dos días sin dormir.
—Creo... —dijo a la postre—. Creo que he roto el robot de cocina.
—¡Madre mía! —exclamó Issy. El robot de cocina industrial era la pieza clave de su negocio—. ¡Pero mañana es sábado! Es un día de compras navideñas por definición. Todo el mundo saldrá a la calle.
—Lo sé —repuso Pearl—. Y parte de la masa acabó encima de la calculadora, así que tengo... esto... problemillas con las cuentas. Y posiblemente venga pronto una inspección de sanidad.
Issy tomó una decisión.
—Mira —dijo con el alma en los pies—, no pasa nada. Tengo un billete de avión de lo más pijo. —Se detuvo e inspiró hondo—. Me vuelvo ahora mismo. Te veré por la mañana.