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Kugel

Ingredientes

220 g de fideos no demasiado gruesos

65 g de mantequilla

220 g de queso de untar

100 g de azúcar

1 cucharadita de extracto de vainilla

4 huevos XL

200 ml de leche

150 g de copos de maíz azucarados o de Frosties

de Kelloggs

2 cucharadas de mantequilla derretida

2 cucharadas de azúcar

2 cucharaditas de canela

Prepara los fideos siguiendo las instrucciones del paquete.

En un cuenco grande, mezcla la mantequilla, el queso de untar, el azúcar, la vainilla, los huevos y la leche. Bátelo todo hasta que se integre por completo.

Escurre los fideos y añádelos a la mezcla anterior. Después, viértelo todo en una fuente de horno grande, cúbrelo y refrigéralo durante toda la noche.

Al día siguiente, unas dos horas antes de comer, precalienta el horno a 180 ºC.

En un cuenco pequeño, tritura los cereales y mézclalos con la mantequilla derretida, el azúcar y la canela. Extiéndelos sobre la masa refrigerada y después hornéalos durante una hora y cuarto. Déjalo enfriar veinte minutos antes de servir.

Issy se quedó dormida en el coche y después se acostó en la preciosa cama, donde tuvo la impresión de estar durmiendo en una nube blandita. Sin embargo, aunque se despertó muy temprano tanto por el desfase horario como por los golpes que Darny le estaba dando a la puerta que conectaba ambas habitaciones, se sintió mucho mejor que el día anterior. Antes estaba demasiado cansada para darle un beso a Austin, pero cuando se volvió en la cama vio que ya se había levantado y que estaba en la ducha.

—Hola —lo saludó cuando salió envuelto con una toalla para abrirle la puerta a su hermano.

Darny les gruñó algo y después se metió en su cuarto de baño.

—Hola —la saludó Austin sin mirarla a los ojos.

Issy sintió un ataque de pánico al instante y se sentó en la comodísima cama. No recordaba bien la noche anterior.

—¿Me comporté...? —Su voz le pareció extraña, un poco ronca—. Lo siento. ¿Me comporté muy mal anoche?

—No, por supuesto que no —contestó Austin, si bien lo hizo con tono distante.

—Bueno, tú me pusiste en el punto de mira —replicó ella al tiempo que miraba en busca de algo para beber.

Cogió una botella de Evian y vio que tenía una etiqueta que marcaba 7,50 dólares, un precio que supo que era un robo pese a sus limitadas capacidades aritméticas, de modo que la soltó otra vez.

—Bébetela —le dijo Austin, enfadado, al darse cuenta del gesto.

—¿Qué te pasa? —quiso saber Issy—. ¿He hecho algo malo?

—Es que anoche... estuviste un pelín borde, nada más.

—¿Que yo estuve borde? ¡Pero si la tal Vanya quería pisotearme!

Austin no parecía muy contento.

—Austin —le dijo ella con una nota suplicante en la voz—, a ver, si querías que me comportara de cierta manera o que me vistiera como una fresca y mantuviera la boca cerrada como la tal Candy... deberías habérmelo dicho.

—No quería hacerlo —le aseguró él—. Quería que te comportaras como eres.

Se produjo un terrible silencio.

—A lo mejor me comporté tal como soy.

Austin pareció estar a punto de decir algo, pero se mordió la lengua y no lo hizo. En cambio, miró la hora.

—A ver...

—Sí, tienes que irte. Lo sé. Darny y yo saldremos a explorar.

—Vale —replicó Austin, aliviado al haber dejado atrás el espinoso tema—. Genial. Te mandaré un mensaje de texto. Creo que podré salir sobre las cinco de la tarde. Conozco una pastelería muy guay donde podemos quedar.

—De acuerdo. A nosotros nos vendrá bien una siestecita —replicó Issy—. Genial entonces.

Austin se acercó y la besó.

—Nos vendrá bien pasar un rato a solas —dijo.

En ese mismo momento, Darny comenzó a cantar a pleno pulmón. Una versión muy desafinada de una canción de Bruno Mars mientras se duchaba. Issy puso los ojos en blanco.

—Mmm —murmuró. Después sonrió—. Que tengas un buen día.

Austin le devolvió la sonrisa, pero cuando se marchó, Issy sintió una ansiedad terrible en la boca del estómago. Algo andaba mal y no sabía si ella sería capaz de solucionarlo. No conocía la receta.

—Bueno, pues arréglalo —estaba diciendo Pearl con toda la paciencia de la que era capaz.

Maya lo intentó de nuevo, pero como le temblaba la mano, solo consiguió derramar más café sobre el cristal.

Era el primer día de Maya, y Pearl jamás había tenido a nadie a su cargo en el trabajo, mucho menos a una chica joven, guapa y simpática, que parecía hacerle tilín a un hombre por el que ella jamás admitiría que sentía algo especial.

La mañana estaba siendo complicada para las dos. Maya ponía todo su empeño, pero Pearl era tan rápida y eficiente que le resultaba imposible seguirle el paso. Además, estaba nerviosa. Pearl parecía tenerle manía por alguna razón que se le escapaba. Para colmo, se había levantado a las cinco de la mañana a fin de hacer el reparto del correo y estaba tan nerviosa que ni siquiera había podido desayunar.

—Tres cafés con leche, un chocolate caliente y cuatro empanadillas navideñas —dijo Pearl, sonriéndole con agrado al cliente—. Solo tienes que abrirlo así.

Sus dedos volaron sobre las teclas y la caja registradora se abrió con un tintineo. Maya intentó recordar cómo lo había hecho, pero le pareció imposible. Suspiró y volvió a la cafetera. Moler, llenar el filtro... La enorme máquina de color naranja la aterrorizaba. Hasta Pearl admitía que era un poco temperamental y que le gustaba soltar de repente un chorro de vapor. Debía calentar la leche sin pasarse, pero sin quedarse corta. Después, tenía que mezclar el café con la leche, verter la espuma con una cuchara hasta llegar al borde de la taza y espolvorear chocolate utilizando una plantilla en forma de cupcake que había hecho Issy. Ese era el proceso que debía repetir cien veces a la hora. Después, servía el café con una sonrisa. Maya estaba al borde de un ataque de pánico.

—¡Deprisa! —le dijo Pearl sin que la sonrisa desapareciera de sus labios.

¿Dónde narices estaba Caroline? El día anterior también había llegado tarde. Cuando Pearl se lo recriminó, ella se encogió de hombros y le dijo que la jefa no estaba y que hacía mucho frío por la mañana temprano como para salir de casa sin su abrigo. Ese día lo había vuelto a hacer. Pearl apretó los dientes. A veces, la desquiciaba trabajar con una persona que solo servía para hacerse la sensible delante del abogado de su ex marido y después pensar que era una tía dura.

Maya se volvió demasiado rápido y acabó tirando al suelo la jarra metálica de la leche. Aunque corrió para limpiarlo todo mientras pedía disculpas, Pearl llegó antes que ella.

—Por favor, las empanadillas navideñas corren por cuenta de la casa —masculló al tiempo que le devolvía el dinero al cliente—. Les llevaré los cafés en cuanto estén listos.

Pearl sacó la fregona mientras Maya balbuceaba una disculpa que ella no estaba de humor para aceptar, sobre todo porque se percató de que olía a quemado y comprendió que no había escuchado el pitido del horno, porque estaba agachada recogiendo la leche del suelo, y acababan de perder una hornada completa de cupcakes de tarta de Navidad y el delicioso olor navideño de la pastelería se había ido al traste, ya que en ese momento olía a quemado, un hedor en absoluto beneficioso para el negocio.

—Qué peste hace aquí —comentó Caroline, que llegó veinte minutos tarde—. ¡Por Dios! Hay un montón de platos sucios en las mesas. ¿Quién va a querer desayunar en este sitio?

—¿Puedes hablar más bajo? —le dijo Pearl al tiempo que se limpiaba el sudor de la frente—. Y empieza a limpiar.

—¿No puede hacerlo la nueva? —protestó Caroline—. Acabo de hacerme la manicura.

—La nueva está intentando aprender cómo preparar un café sin que explote la máquina —respondió Pearl.

—Oh, oh —dijo Maya.

—Tal vez sea mejor que lo intentes otra vez cuando esto se quede más tranquilo —sugirió Pearl entre dientes, al tiempo que la llevaba hasta el lavavajillas, suponiendo que con eso Maya no tendría problemas.

Sin embargo, descubrió que se había equivocado cuando, una hora después, Maya intentó llenar el cajón del detergente con el líquido limpiador y se las arregló para derramar la espuma encima de una bandeja entera de barritas de limón recién hechas.

—Oh, oh —dijo Maya otra vez.

Junto a la puerta había una cola de gente esperando, pero no era una cola feliz. La gente, que estaba helada, se quejaba entre dientes porque habían esperado mucho rato para conseguir un café aguado y unos dulces que no parecían tan bonitos como de costumbre. Además, las chicas que les servían estaban estresadas y malhumoradas, y esa mañana no estaba Issy para recibirlos con su alegre sonrisa. Como una sola persona más dijera: «La jefa está de vacaciones, ¿no?», Pearl juró que se pondría a chillar.

El teléfono sonó justo cuando uno de los clientes habituales aguardaba junto a la caja registradora con expresión furiosa y un dulce en la mano al que ya le había dado un mordisco. Pearl se agachó para bajar la escalera con el inalámbrico en la mano mientras dejaba que Maya pidiera disculpas y explicara por qué las tartaletas de fresa sabían un poco a jabón.

—Hola.

—¡PEARL!

—Bueno, no tienes por qué gritar.

—Lo siento —dijo Issy—. Es que no estoy acostumbrada a llamar desde el extranjero. ¡Vaya, me alegro de oír tu voz! ¿Cómo vais?

Pearl guardó silencio unos segundos. En ese mismo instante, se escuchó el estropicio de las tazas o los platos al caerse al suelo.

—Bueno, bien —se apresuró a contestar.

—¿De verdad? ¿Lo lleváis bien sin mí?

La voz de Issy tenía un deje un tanto abatido. En realidad, esperaba que les resultara un poco difícil sacar adelante el negocio sin ella. Sí, Pearl era una persona muy trabajadora y había dicho infinidad de veces que era capaz de arreglárselas sin ella. Tampoco podía decirse que fuera ingeniería espacial. Recordó a la estúpida con la que había tenido que cenar la noche anterior. A lo mejor tenía razón, después de todo.

—Bueno —dijo Pearl—. La verdad es que no es lo mismo.

—¡Pearl! —la llamó Caroline con brusquedad—. ¿Te has acordado de pedir la leche? Porque parece que vamos cortas y es solo la una y media. Además, el chico de los sándwiches no ha venido y hemos perdido el almuerzo completo.

—Mierda —murmuró Pearl.

—¿Qué pasa? —le preguntó Issy—. La línea tiene mucho ruido.

—Nada, nada —respondió Pearl—. Los clientes, que nos están felicitando.

—Ah, estupendo —replicó Issy—. Me alegro de que todo vaya bien.

—Ajá, tú no te preocupes por nada —repuso Pearl al tiempo que detenía con un pie una naranja que rebotaba escaleras abajo. Lo curioso era que ni siquiera vendían naranjas—. Por nada en absoluto.

Issy obligó a Darny a que se abrigara pese a sus protestas y sacó su guía de la ciudad.

—No te quejes —le dijo.

—No me estoy quejando —replicó Darny—. Pero que conste que esto es un atropello. No quiero salir. Quiero quedarme en el hotel y jugar con la consola. ¡Tienen el Modern Warfare 2!

—Bueno, pues no puedes hacerlo —le soltó Issy—. Estamos en la mejor ciudad del mundo y no voy a permitir que desaproveches tu estancia. Cualquier otro niño estaría deseando salir y explorar.

Darny frunció el ceño.

—¿Tú crees? —le preguntó.

—¡Sí! —exclamó Issy—. Ahí afuera hay un mundo enorme, lleno de cosas. ¡Vamos a explorar!

Darny hizo una mueca malhumorada.

—Creo que esto es un secuestro.

Issy, que sufría los efectos de la resaca y estaba estresada, cansada y preocupada por su negocio (había pensado que se preocuparía si las cosas no marchaban bien, pero al parecer nadie notaba su ausencia, así que menuda jefa era si no servía para nada y encima en Nueva York solo era una carga...), acabó perdiendo la paciencia.

—¡Por el amor de Dios, Darny! ¡Haz lo que se te dice de una puñetera vez y deja de comportarte como un niño malcriado! Es patético. Tu actitud no impresiona a nadie.

En la habitación se hizo un repentino silencio. Issy nunca le había hablado así a Darny. Había una línea trazada que se lo impedía. Darny ni siquiera era su hermano. No era su hijo. Se había prometido desde el principio que jamás cruzaría dicha línea.

Y acababa de hacerlo. Se había mostrado brusca y desagradable, y Darny no tenía la culpa. Él no había pedido ir a Nueva York. Como tampoco lo había pedido ella. ¡Ay, menudo follón!

Darny se mantuvo en silencio mientras esperaban juntos el ascensor. Una vez que llegaron al precioso vestíbulo, la simpática recepcionista les sonrió con alegría y les preguntó si todo iba bien. Issy mintió y masculló que todo iba perfectamente y, después, ambos se prepararon para salir al gélido exterior. El cielo matinal era de un azul resplandeciente, e Issy decidió que lo primero que necesitaban eran unas gafas de sol. El sol se reflejaba en la estructura de cristal y acero de los rascacielos y la nieve resultaba cegadora.

—¡Uau! —exclamó, distraída en un primer momento. Se le había olvidado todo lo que pasaba en su vida, impresionada por el hecho de estar realmente en Nueva York. ¡En Nueva York!—. Vamos —dijo—. ¡A comprar! ¡Vamos a Barneys! ¿Sabes que hay una tienda que se llama Barneys que es muy famosa?

Darny no contestó.

—A ver —siguió Issy al tiempo que levantaba una mano para detener un taxi. Era imposible estar en la calle durante más de dos minutos—. Lo siento, ¿vale? No pretendía decir lo que he dicho. Es que estoy... estoy frustrada por otra cosa y me he desahogado contigo.

Darny se encogió de hombros.

—No importa —dijo.

Sin embargo, era evidente que sí que importaba.

Los precios de Barneys resultaron prohibitivos, de modo que se marcharon después de que Issy se sintiera un poco mareada al ver la preciosa ropa expuesta en los maniquíes, y bastante alucinada por las guapísimas mujeres que se paseaban por la tienda a diestro y siniestro, cogiendo ropa de todos lados y examinándola. Entre el tráfico, distinguió una tienda de Gap en la acera de enfrente y tiró de Darny para cruzar a la carrera. Allí era todo más barato, y le compró a Darny unas cuantas cosas que pensó que necesitaba. Sobre todo calzoncillos, una prenda que ni Austin ni Darny se percataban de que les faltaba. Después de pensarlo un instante, también compró calzoncillos nuevos para Austin. Seguro que no le irían mal. Además, añadió unas cuantas camisetas y un par de sudaderas. Le gustaba comprarle cosas. A su ex, Graeme, jamás había podido comprarle nada. Era muy rarito. Austin seguro que no se daba ni cuenta, y tampoco le importaba, pero ella se sentía bien cuidándolo de esa forma, y en ese momento tenía la impresión de que no estaba haciendo un buen trabajo cuidando a los demás. Y lo peor era que nadie, ni sus clientes, ni su novio, ni el hermano de este, parecían dispuestos a dejarse cuidar.

Suspiró al llegar junto a una preciosa camisa de cuadros de franela. Estaba forrada por dentro y habría sido la mar de calentita y cómoda para su abuelo, que en sus últimos días siempre tenía frío y la ropa le resultaba áspera e incómoda. La sostuvo un momento, deseando poder comprársela. Pero no podía.

Se subieron en otro taxi cargados de bolsas. Issy sabía que debería coger el metro, pero la idea de perderse o de acabar desubicada la aterraba. De todas formas, se dijo, hacía más de un año que no se tomaba unas vacaciones, trabajaba muchísimo y podía gastarse el dinero que le apeteciera, y tanto la estancia como el desplazamiento estaban pagados. Se merecía algo de tiempo libre y podía permitirse unas cuantas compras.

Desde la calle, el edificio del Empire State no era gran cosa, solo otro rascacielos con oficinas, salvo por su estilo art déco. Issy no había caído en la cuenta de que era un edificio donde la gente trabajaba. ¡Por supuesto que había oficinas donde se trabajaba! ¿Qué se creía, que iba a estar vacío como la Torre Eiffel? Compró las entradas con gran emoción al tiempo que observaba el precioso y enorme árbol de Navidad emplazado en el vestíbulo, que debía de tener una altura de varios pisos, mientras Darny prolongaba su malhumorado silencio. Issy trató de fingir que no la acompañaba. Mientras subían en el ascensor, contempló las preciosas flechas doradas que señalaban la subida y sonrió, sintiéndose como Meg Ryan. Sin embargo, no era lo mismo, comprendió al ver la expresión tensa de Darny en el espejo.

En el piso cien, el frío, el viento y el sol resultaban vigorizantes. El desfase horario, la resaca y su malestar desaparecieron de inmediato en cuanto pisó la plataforma exterior, que era mucho más pequeña de lo que había imaginado. El emocionado cargamento de turistas se dispersó en las cuatro direcciones para contemplar el paisaje: los enormes cargueros chinos y de Oriente Medio atracados en los muelles del Low East Side; los helicópteros que despegaban hacia el sur desde Broad Street y que sobrevolaban la isla como avispas gigantes; Central Park, un rectángulo tan perfecto que parecía ridículo, muy distinto de los espacios verdes londinenses a los que estaba acostumbrada, sobre todo porque era lo único verde que había en la ciudad y el resto era todo edificio tras edificio, con sus aristas y sus cristales, tan parecidos a una creación de Lego. El sol se reflejaba en el río y en la isla, algo que sí que le recordó a Londres o tal vez más a su ciudad natal, a Manchester, comprendió un tanto avergonzada. Su aliento se condensaba frente a ella mientras cogía la cámara de fotos por puro instinto, aunque después comprendió que tal vez fuera mejor comprar una postal de la imagen que tenía delante antes que hacerle una foto.

—¡En la cima del mundo! —le gritó a Darny, que estaba acurrucado en un rincón para protegerse del frío, pero que parecía helado—. Vamos —le dijo—. ¿Quieres que subamos a ver el mástil? ¿Sabes que lo hicieron para amarrar zepelines? ¿Te imaginas lo que sería ver cómo bajaba uno? Lo malo era que hacía demasiado viento y tuvieron que dejarlo.

Darny rezongó algo.

—Darny —le dijo ella con timidez—, sé que estás enfadado conmigo. Pero no permitas que eso te arruine el viaje, ¿vale? Ni me lo arruines a mí. Te prometo que no pensaré que se te ha pasado el enfado si demuestras que te lo estás pasando bien, aunque sea un poquito. —Sus palabras tampoco lo hicieron reaccionar, e Issy acabó mordiéndose el labio, frustrada—. Bueno, da igual —añadió al tiempo que echaba un último vistazo y se demoraba un instante junto a la flechita que indicaba que había 5.568 kilómetros hasta Londres—. Vamos, es hora de almorzar. Y hemos quedado.