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Receta para un mal cupcake
2 tazas de harina blanqueada
2 tazas de jarabe de maíz
1 taza de aceite de soja parcialmente hidrogenado y de aceite de semilla de algodón
1 taza de azúcar
1 taza de dextrosa
Agua
½ taza de jarabe de maíz rico en fructosa
½ taza de suero
1 huevo
1 cucharada de lecitina de soja (emulsionante)
1 cucharada de Maizena
Una pizca de sal
1 cucharadita de levadura química con fosfato ácido de sodio y aluminio
3 gotas de colorante blanco
1 cucharadita de ácido cítrico
½ cucharadita de ácido sórbico
Mezclar todos los ingredientes en la amasadora. Hornear durante 20 minutos hasta que estén parcialmente listos. Congelar hasta que se vayan a consumir. Sacar del congelador y meter en el horno durante 10 minutos a una temperatura alta.
En Londres, Issy estaba desenvolviendo la caja sin dar crédito a lo que veía.
—¿Qué narices es esto?
Bajo el lazo de la caja verde se encontraba el logo floreado de una conocidísima marca de cupcakes industriales. Y, efectivamente, en el interior descubrió una docena de cupcakes de distintos sabores. La verdad era que tenían un aspecto delicioso, decorados a la perfección con cobertura de mantequilla, estrellitas, perlitas y purpurina de frambuesa.
—¡Uau! —exclamó Caroline—. Son divinos. Mira qué perfección en los detalles.
—Porque son industriales —replicó Issy, malhumorada—. Siempre es bueno encontrarse con uno que no ha salido perfecto, porque eso te deja bien claro que son caseros.
—¿Por qué te ha enviado esos cupcakes? —le preguntó Helena—. No lo entiendo. ¿Estás segura que te los envía él?
—Sí. Mira —contestó Issy.
La tarjeta rezaba: «Para Issy, de Austin.» Sin besos ni nada. Era todo muy extraño. Claro que todo le resultaría menos extraño si supiera que Kelly-Lee solo contaba con su nombre cuando hizo el pedido por teléfono por encima de la cabeza de Austin, que se había quedado dormido como un tronco. Y posiblemente no había añadido algún beso en la tarjeta a conciencia por motivos ocultos.
Issy meneó la cabeza.
—Pero ¿por qué? No lo entiendo.
—A lo mejor está tratando de decirte que los cupcakes que hacen allí son mejores que los de aquí —aventuró Caroline con la intención de ayudarla.
—O a lo mejor carece de imaginación a la hora de hacer regalos y te ha mandado cupcakes porque sabe que te encantan —añadió Helena—. A ver, que trabaja en un banco. No puede decirse que tenga un alma romántica, ¿no?
—Es muy romántico —la contradijo Issy, que se puso colorada—. Cuando quiere serlo y cuando no llega tarde, o no está ocupado, o no está distraído porque Darny le está dando la tabarra.
Todas miraron la caja abierta.
—¡Ooooh! ¿Son tus nuevos diseños? —le preguntó un cliente—. Tienen una pinta estupenda.
Chadani se acercó desde el sofá, metió una mano en la caja y comenzó a estrujar los cupcakes. En esa ocasión, y sin que sirviera de precedente, Issy no pensó que Helena tuviera que reñirle. Y menos mal, porque su amiga se limitaba a mirar a su hija con admiración, como si sintiera lástima de que otras madres no tuvieran una hija capaz de estrujar cupcakes con tanto arte como la suya.
Pearl pasó junto a ellas con un montón de platos vacíos. Olisqueó el aire.
—¿Se puede saber qué hacéis todas ahí reunidas? —les preguntó.
—A Austin se le ha ido la pinza —respondió Caroline—. Es evidente que está intentando quitarse a Issy de encima por algún motivo. No te preocupes —añadió, al tiempo que le tocaba a Issy el brazo—. Sé que las rupturas pueden ser complicadas. Mi divorcio fue horrible. Espantoso. Así que te ayudaré a superarlo.
Por regla general, Issy no les hacía ni caso a las tonterías de Caroline, pero aquello era muy raro. Se mordió el labio inferior. Pearl captó la situación al instante.
—¡Madre mía! A ver si dejáis el melodrama —dijo—. Austin está pensando en ti. Es evidente.
—Pero ¿por qué me envía un regalo tan ofensivo? —le preguntó Issy.
—Porque es un hombre —respondió Pearl—. He dicho que se acuerda de ti. No he dicho que no esté metiendo la pata hasta el fondo.
—Mmm —murmuró Issy—. Creo que voy a preparar la masa para los panettone.
Pearl y Caroline intercambiaron una mirada.
—Muy bien —dijo Pearl.
Issy se volvió hacia la escalera. Después, se dio media vuelta y suspiró, enfadada.
—En fin, será mejor que los pruebe, supongo.
Cogió un trocito de uno de los cupcakes situados en el centro de la caja, los que llevaban la purpurina. De aspecto eran perfectos, no podía negarlo. Todos tenían la misma altura y la misma forma. Se llevó el trozo de cupcake a la boca y torció el gesto.
—¡Qué asco! —dijo.
—¿Son una guarrería? —le preguntó Caroline.
—Demasiado dulces —sentenció Issy—. Y no llevan mantequilla. Se nota. Tienen un regusto aceitoso horrible. Eso significa que pesan los ingredientes de forma industrial. Además, usan extracto de frambuesa, no frambuesas de verdad. Y la miga es demasiado densa. ¡Puaj!
—Hala, ya está —comentó Pearl—. Es evidente que te los ha enviado para dejar claro tu supremacía en la materia.
—O también puede ser que él no haya notado la diferencia —señaló Issy, preocupada.
—O tal vez crea que estos son mejores que los tuyos —añadió Caroline, que siempre se las arreglaba para ver las cosas peor que los demás.
—Gracias, Caroline —replicó Pearl con retintín.
Issy se dio media vuelta y se marchó escaleras abajo en dirección al sótano, para hornear.
Doti, el cartero, estaba acabando el reparto en las cercanías del Cupcake Café. Le gustaba entrar en la pastelería en último lugar, sobre todo en los días fríos. En parte porque le encantaban los dulces y en parte porque le tenía cariño a Pearl y le gustaba tontear con ella. Pearl tenía que lidiar con Benjamin, pero Doti le caía muy bien.
Ese día, en cambio, Doti llegó muy bien acompañado, toda una novedad. Una chica bastante guapa, según vio Pearl, de unos treinta años, con una melena oscura recogida en una coleta, unos aros dorados en las orejas y unos dientes muy blancos. Era difícil saber qué tipo tenía ya que el uniforme de cartero y el chaleco fosforito no eran muy favorecedores, pero Pearl estaba casi segura de que la chica tenía unas buenas curvas. Sorbió por la nariz. La pareja se estaba riendo mientras entraba por la puerta.
—Hola —los saludó Pearl, con tirantez.
Doti sonrió.
—¡Vaya, la preciosa Pearl! Esta es la preciosa Pearl —le dijo Doti a la mujer.
—Hola, preciosa Pearl —la saludó la mujer con amabilidad.
El comentario molestó a Pearl todavía más. La gente guapa que además era simpática siempre la incomodaba.
—Te presento a Maya —dijo Doti—. Va a ser mi refuerzo durante las Navidades.
—Ah, hola —replicó Pearl, intentando no parecer antipática. Porque no debería mostrarse antipática.
El problema era que Doti fue el primero que demostró cierto interés por ella después de que naciera Louis. Sin embargo, entre ellos no podía haber nada y no debería sorprenderse al ver que le gustaba otra mujer. Además, seguro que era demasiado mayor para Maya. Y solo eran compañeros de trabajo.
—Doti me está ayudando muchísimo —comentó Maya, que lo miró de una forma que echó por tierra la teoría de Pearl según la cual solo eran compañeros de trabajo.
Doti era un hombre guapo, pensó Pearl. Llevaba la cabeza rapada y tenía un cráneo muy bien formado, unas orejas pequeñas, un cuello largo y...
—¿Qué os pongo? —les preguntó.
—Le he prometido a Maya que la traería para que probara los productos de la mejor pastelería del distrito N16 y el café más rico —dijo Doti—. Así que aquí estamos.
—Es un sitio precioso —comentó Maya, cuya expresión se tornó algo tristona al mirar hacia la pizarra—. Aunque un poco caro. —Bajó la voz y le dijo a Pearl—: Es que necesito este trabajo —susurró.
Pearl la entendía perfectamente.
—Bueno, y nos alegramos de que lo hayas conseguido —replicó Doti con sinceridad—. Nos alegramos muchísimo. Yo invito al café.
Louis llegó corriendo con su mejor amigo, Louis Uno, y ambos tiraron al descuido las mochilas, las bufandas, los gorros y los guantes antes incluso de que la campanilla dejara de sonar.
—¡Mamá! —gritó el niño.
Al escucharlo, Pearl soltó la jarra de la leche que estaba calentando y salió de detrás del mostrador para darle un beso y abrazarlo.
—Hola, cariño —dijo—. ¿Qué tal, campeón?
Louis sonrió de oreja a oreja.
—¡Hoy he sido buenísimo! —exclamó—. Pero han sido malos Evan, Gianni, Carlo, Mohamed A, Felix...
—Vale, vale —lo interrumpió Pearl—. Es suficiente.
Louis se puso serio.
—Han tenido que sentarse en una alfombra. Y a nadie le gusta sentarse en una alfombra.
—¿Por qué no? —le preguntó Pearl—. ¿Qué pasa en la alfombra?
—¡Pues que te tienes que sentar en una alfombra! Y todo el mundo se entera de que te has portado mal.
—¡Hola, Louis! —lo saludó Doti.
El niño sonrió de nuevo al verlo.
—¡Doti! —gritó. Eran grandes amigos.
Doti se puso en cuclillas.
—Hola, chiquitín —le dijo mientras el niño miraba a Maya con recelo.
—¿Quién es esa? —susurró Louis, si bien no lo hizo en voz muy baja.
—Es una amiga mía que va a trabajar repartiendo el correo.
—¿Una cartera? —preguntó Louis, que no estaba muy seguro del nombre.
—¡Claro! Hay muchas carteras.
—Así es como nos llaman —dijo Maya—. Hola. ¿Cómo te llamas?
Louis seguía mirándola con recelo y, algo raro en él, no empezó a hablar por los codos.
—Doti ya tiene amigos —dijo con arrogancia—. Yo soy su amigo y mi mami también. Muchas gracias. —Y se dio media vuelta.
—¡Louis! —exclamó Pearl, muy sorprendida, si bien también se alegró en el fondo—. ¿Y esos modales? ¡Saluda a Maya!
Louis clavó la vista en el suelo.
—Hola —murmuró.
—Encantada de conocerte —dijo Maya—. ¡Doti, tenías razón sobre las empanadillas navideñas!
Pearl la miró.
—Estamos en diciembre —señaló Doti—. Podemos celebrar la Navidad.
—Pues sí —dijo Maya—. Desde luego. Ñam ñam.
Louis le dio un tirón a Doti del pantalón.
—¿Tienes alguna carta para mí?
Le preguntaba lo mismo todos los días. Issy solía decir que cuando las larguísimas y cada vez más abultadas facturas eléctricas le eran entregadas por un alegre niño de cuatro años que llevaba un gorro con forma de dinosaurio su impacto era menor.
—Bueno, de hecho tengo una —contestó Doti—. Normalmente le haces una entrega especial a la tita Issy, ¿verdad?
El niño asintió con la cabeza.
—Bueno, pues hoy no es para Issy. Hoy es para ti.
Louis abrió los ojos de par en par.
—Y no te vas a creer quién es el remitente.
Pearl se quedó tan sorprendida como su hijo cuando Doti le entregó un sobre cubierto totalmente de copos de nieve y dirigido a Louis Kmbota McGregor, Cupcake Café.
Doti le guiñó un ojo a Pearl.
—La oficina de correos lo hace todos los años —susurró, dirigiéndose a Pearl—. Pensé que le gustaría recibir una.
Louis, que había reconocido su nombre escrito con letras doradas, no paraba de darle vueltas al sobre como si fuera lo más bonito que había visto en la vida.
—¡Mamá! —exclamó.
—¿No vas a abrirlo? —le preguntó Pearl.
Louis meneó la cabeza mientras decía:
—¡No!
—¿Quién crees que la envía? —le preguntó Doti.
Louis apartó un poco la carta, aún mirándola con expresión asombrada.
—¿Es de... es de Papá Noel?
Doti cogió el sobre.
—Mira esto —le dijo, señalando—. Es un matasellos. ¿Recuerdas lo que te expliqué? El matasellos te dice en qué lugar se envió la carta y el día exacto.
Louis asintió con la cabeza.
—Bueno, este matasellos dice... el Polo Norte.
—¿¡El Polo Norte!? —gritó el niño.
—¡Ajá!
—¡Mamá! ¡Me ha llegado una carta de Papá Noel! ¡Desde el Polo Norte!
—Qué bien —dijo Pearl, que después le dio las gracias a Doti gesticulando con los labios—. Vamos, cariño, ábrela.
Louis negó de nuevo con la cabeza y se llevó la carta a la espalda.
—No puedo —dijo—. Es valiosa.
—¿Por qué es valiosa? —le preguntó Maya.
Louis se encogió de hombros y le dio una patada al mostrador, algo que Pearl siempre le advertía que no hiciera.
—El Garaje Monstruoso —susurró el niño—. A lo mejor Papá Noel me dice que no puede traerme el Garaje Monstruoso. Aunque no he sido malo y no me he tenido que sentar en la alfombra. Como Evan, Gianni, Felix y Mohammed A. Yo no me he sentado en la alfombra.
Pearl se mordió el labio. Dichoso garaje. Desde que Louis vio el anuncio, estaba obsesionado con él. Era un garaje con coches monstruosos. Con camiones grandes que llevaban monstruos dentro. Sin embargo, cada monstruo se vendía por separado, igual que los coches, y costaban una pasta. El garaje básico, sin compras adicionales, costaba más de cien libras por sí solo. Además, ni siquiera tenían espacio para guardar el dichoso chisme en casa, aunque de todas formas no podía permitírselo porque Louis necesitaba unas zapatillas deportivas nuevas, ya que las que tenía le quedaban pequeñas y estaban muy desgastadas. También necesitaba un abrigo nuevo y un pijama, y un montón de cosas básicas que el resto de los niños posiblemente consiguiera cualquier día y no en un día especial. Pero así estaban las cosas.
Tampoco ayudó en absoluto que Benjamin lo pillara mirando el anuncio embobado y le dijera, sin pensar, que por supuesto que tendría un Garaje Monstruoso, que ningún hijo suyo se quedaría sin su garaje. Después, cuando Benjamin salió para fumarse un cigarro, un vicio que también costaba una pasta y que no se podían permitir, tuvieron una terrible discusión, que se agravó cuando Benjamin dijo, en plan cabezota, que le compraría el puto garaje a su hijo. Cuando vio su mirada, Pearl supo que era mejor no discutir, y eso la asustó todavía más, porque no quería ni pensar en lo que Benjamin era capaz de hacer para conseguirlo.
De modo que Pearl se limitaba a murmurar algo impreciso y a rezar para que su hijo se encaprichara con otra cosa cada vez que Louis mencionaba, emocionado, el Garaje Monstruoso y le preguntaba si Papá Noel le traería uno en su trineo, o si sería demasiado grande y tendría que enviar algún monstruo de verdad para que lo transportara o un dinosaurio especial.
De momento, no se le había pasado. Pearl odiaba la Navidad.
—Bueno —dijo Doti—, cuando fui a sacar las cartas del buzón especial de Papá Noel, me dijo que le habían comentado que había un niño muy bueno en este distrito y que iba a ponerle mucho empeño en regalarle lo que quería. Tenemos que irnos ya.
Doti y Maya se fueron juntos, charlando con las cabezas muy pegadas como un par de adolescentes.
Pearl dejó que Louis se comiera una empanadilla navideña. Y, después, ella se comió dos, furiosa.
Kelly-Lee dejó que Austin durmiera hasta la hora del cierre. Era un chico muy simpático, no parecía un mendigo ni nada por el estilo, aunque sí que llevaba unos calcetines muy raros. A lo mejor eso formaba parte de las famosas excentricidades de los ingleses. Sin embargo, a las siete en punto había caído la noche, Hussein y Flavio se habían marchado y era hora de cerrar.
—Vamos, Hugh Grant —le dijo con suavidad.
Dormido estaba muy guapo. No roncaba ni babeaba, al contrario que el productor gordo de televisión con el que había salido en otoño, un tío que se comía toda su comida y que después intentaba meterle mano. No era tan tonta, claro, y, además, había notado lo pequeña que la tenía cuando se daban el lote y, la verdad, después de eso perdió todo el interés por él. El muy pesado no paraba de hablar de las guapísimas actrices que se pasaban el día tirándole los tejos cada vez que salía de su apartamento y de soltar indirectas sobre la posibilidad de que ella acabara trabajando algún día en el estudio. Suspiró. Estaba segura de que el inglés no sería así. Esbozó su mejor sonrisa.
—Oye, oye...
Austin parpadeó. Se sentía fatal. Lo único que quería era meterse debajo del edredón y dormir día y medio. En un primer momento, no supo ni dónde estaba. Sacó el teléfono y vio que la luz roja de su Blackberry parpadeaba rápidamente. Tenía nueve mensajes de correo electrónico nuevos. El primero era de la sede central del banco en Londres.
«No sé qué les has hecho a los yanquis», decía. «A lo mejor les gusta que su personal vaya despeinado como si acabara de salir de la cama. El caso es que quieren hacerte una oferta. Ponte en contacto.»
Los dos siguientes eran de su asistente personal, Janet, que insistía en que la llamara lo antes posible. Había otro de Merv, asegurándole que estaban deseando tenerlo a bordo...
Austin se aferró al brazo del sofá. Las cosas iban muy deprisa. Demasiado deprisa. Por una parte, estaba emocionado por el subidón que suponía saberse importante. Y por otra, estaba petrificado.
—¿Buenas noticias? —le preguntó Kelly-Lee, mientras lo observaba mirar la pantalla de la Blackberry, en un estado de auténtico shock, al mismo tiempo que se pasaba los dedos por su precioso pelo, dejándoselo prácticamente todo de punta como si fuera un niño pequeño.
Austin parpadeó varias veces.
—Es que... es que creo que acaban de ofrecerme un trabajo. Creo.
Kelly-Lee enarcó aún más las cejas.
—¡Vaya, eso es genial! ¡Felicidades! ¡Eso significa que te veremos de nuevo por aquí!
—Sí, bueno... Uf. Supongo.
—Es estupendo.
Kelly-Lee cogió el cupcake más grande que había sobrado ese día, un red velvet enorme, y lo guardó con rapidez en una cajita que después ató con un par de lazos muy llamativos.
—Aquí tienes —le dijo—. Felicidades. Y bienvenido a Nueva York.
—Pensaba que los neoyorquinos eran todos unos antipáticos —replicó él.
—Bueno, pues estás a punto de descubrir que eso no es cierto —repuso Kelly-Lee.
Austin se puso el abrigo y la larga bufanda.
—Bueno, pues adiós —se despidió.
—Hasta pronto —dijo Kelly-Lee esbozando su enorme sonrisa.
En el exterior, la nieve caía en horizontal, azotándole la cara. Corrió en busca de un taxi. Nueva York en plena nevada era mucho más bonito en fotos. La realidad era que hacía un frío del carajo, muchísimo más frío del que hacía en Londres. Cuando por fin paró un taxi amarillo, le dijo al taxista que lo llevara a su hotel. Tras sacarse el móvil del bolsillo, decidió que tenía que comprarse unos guantes. Le resultó muy raro no recibir mensaje alguno de Darny ni de Iss. Le echó un vistazo al reloj. ¿Cuál era la diferencia horaria? En fin, daba igual. ¡Tenía buenas noticias! Un trabajo importante. «¡Dios mío, un trabajo importante!», pensó.
Austin nunca había planeado ser banquero. No había pensado mucho en su futuro profesional. Cuando sus padres murieron en un accidente de coche, él estaba estudiando tranquilamente Biología Marina, después de haber pasado muchas vacaciones disfrutando del mar y del buceo con sus padres, mucho antes de que llegara por sorpresa el bebé tras una alocada y desenfrenada celebración de las bodas de plata.
En el espantoso período que siguió al accidente, su hermano pequeño se vio acosado por un sinfín de tías bienintencionadas, por los servicios sociales, por muchos primos lejanos y por algunos amigos de sus padres que él ni siquiera conocía. Austin se vio obligado a madurar muy rápido, se cortó la melena de surfero (un cambio a mejor según atestiguaban las viejas fotos), dejó la universidad y buscó un trabajo que le permitiera seguir pagando la hipoteca de sus padres a fin de conservar la casa de Stoke Newington.
No le había resultado fácil convencer a todo el mundo de que estaban bien tal como estaban, con o sin las quince empanadas de cordero que les llegaban todas las mañanas a la puerta sin que ellos las pidieran. Con el tiempo, descubrió que siempre y cuando mantuviera la sala de estar y el pasillo razonablemente limpios, y las ventanas de la planta superior abiertas para ventilar los malos olores, estaban estupendamente. Sin embargo, había sido una ardua lucha. Un largo camino.
Cuando por fin descubrió que tenía aptitudes para el trabajo de banquero, estaba preocupado porque Darny tenía que ir al colegio y él tenía que organizar la casa sin llegar tarde al trabajo. Antes de darse cuenta, se convirtió en una de esas madres trabajadoras del cole que siempre llegaban tarde, con el material escolar equivocado, y que jamás colaboraban en la organización de la fiesta de Navidad. Sin embargo, dichas madres no podían ni verlo, porque las madres que no trabajaban y se dedicaban a ser amas de casa lo ayudaban en todo lo posible. Le preparaban dulces típicos de Navidad y se iban turnando a Darny para que durmiera en sus casas a fin de que él tuviera tiempo para sí mismo y, además, miraban a las madres trabajadoras por encima del hombro o compadeciéndose de ellas, una actitud que a dichas madres les sentaba fatal.
Sin embargo, Darny ya era mayor, lo suficiente como para recordar que debía peinarse de vez en cuando, aunque normalmente no lo hacía, y poner la lavadora (aunque ponerla no era el problema; el problema radicaba en sacar la ropa cuando acababa, en vez de dejarla en el tambor...). Además, también estaba Issy, y tal vez hubiera llegado el momento de que Austin por fin hiciera algo con su vida. O, mejor dicho, de que hiciera algo con su vida que él mismo eligiera.
No cambiaría ni una sola cosa de su vida con Darny, ni una sola cosa, se dijo con ferocidad. Esas eran las cartas que le habían tocado en la vida y las había jugado. Quería muchísimo a su hermano. Pero la oportunidad que se le presentaba era casi un sueño. Un trabajo importante en Nueva York. Un apartamento increíble... tal vez. Darny podía ir al colegio en Nueva York. En cuanto a Issy...
Tenía que hablar con ella.
—¿Hola?
La voz intentaba resultar amable, pero no lo lograba del todo. Issy se había levantado a las seis para empezar a hornear, había trabajado todo el día en la pastelería, había cerrado caja y también había organizado la contabilidad, había ayudado a Darny con las tareas y había preparado la cena. Acabó agotada y se fue a la cama muy temprano.
—¿Iss? —dijo Austin—. Iss, no te lo vas a creer. Es alucinante. Un banco muy prestigioso. ¡Me quieren! ¡Quieren que trabaje para ellos! Me han ofrecido... bueno, no sé lo que me van a ofrecer, pero parece que me quieren con ellos y, en fin, claro, todavía no les he contestado, pero a ver... Ya llevaban un tiempo diciéndome que querían que trabajase aquí, así que, bueno. Ya sabes. —Era muy consciente de que Issy guardaba silencio—. Bueno, que se me ha ocurrido que tenía que contarte lo que está pasando y eso...
Issy estaba medio dormida cuando contestó la llamada de teléfono. A esas alturas, estaba espabilada del todo. Y comprendió que en cierto modo siempre había esperado que sucediera algo así. ¿Quién no iba a querer a Austin? Ella lo quería. Las cosas buenas no podían durar para siempre.
De repente, deseó que Helena estuviera con ella. Helena le diría, de forma muy borde, que levantara la cabeza, que ella era la pareja ideal para Austin, y que su cabecita loca era capaz de disuadirla de cualquier cosa, porque así fue como acabó con un imbécil como Graeme. Y añadiría un: «No querrás que te vuelva a pasar, ¿verdad?»
No quería.
Pero Helena no estaba con ella. Seguro que estaba meciendo a Chadani de un lado para otro del piso (Chadani era demasiado sensible para dormir bien; una señal de que se trataba de una niña superdotada), e Issy solo contaba con Darny, que roncaba en la habitación contigua. Se encontraba en una casa a oscuras con cortinas nuevas que todavía estaban sin colgar. Al otro lado de la línea, a miles de kilómetros de distancia, estaba el único hombre al que de verdad había querido en la vida, feliz y contento como unas castañuelas, diciéndole que nunca volvería a casa.
—Felicidades —logró decir Issy por fin a duras penas. Intentó disimular la consternación con un enorme bostezo que acabó convirtiéndose en un bostezo de verdad que se prolongó más de la cuenta, hasta el punto de que notó que Austin se impacientaba al otro lado de la línea—. Bien hecho, sí. Las cosas van viento en popa. ¡Nueva York, Nueva York! Genial. Sí. Me alegro muchísimo por ti.
Austin torció el gesto. Issy no parecía en absoluto contenta. El bostezo fingido no lo había engañado en lo más mínimo.
—Es un gran paso —le dijo él, consciente de que le estaba suplicando con el tono de voz—. A ver, es cierto que lo cambia todo. De verdad que no sé cómo voy a volver a Londres y a decirles que no.
—Ya —dijo Issy—. Por supuesto que no puedes negarte. Has trabajado muchísimo. Y eres muy bueno en lo tuyo.
—Gracias —replicó él.
Al otro lado del océano, se escuchó una violenta ráfaga de aire e Issy recordó los cupcakes que le había enviado.
—Me ha llegado tu regalo.
Al principio, Austin fue incapaz de recordar de qué estaba hablando. Cuando los encargó estaba casi dormido y bastante atontado. Pero acabó recordándolo.
—¡Ah, los dulces! Ja, ja, sí. Pensé que te gustarían. Para que veas que también hacen cupcakes aquí.
—Por supuesto que los hacen —replicó Issy—. Ellos los inventaron. Hasta entonces, se llamaban magdalenas.
—¡Ah! —exclamó Austin—. Pensé que te haría gracia.
—No estaban muy buenos. —Issy detestaba parecer malhumorada. Mejor lo dejaba.
—¿Quieres venir y hacerlos mejor?
Otra pausa.
—Austin —dijo ella—, te echo mucho de menos.
—Yo también te echo de menos —replicó Austin—. De verdad. Compré esos cupcakes porque estaba pensando en ti. ¿Fue un error enviártelos?
—No —respondió Issy.
—Sí —la contradijo él.
—Pues sí —reconoció ella.
—¡Mierda! —exclamó Austin—. Es difícil estar tan lejos, ¿verdad?
Issy sintió que el miedo le provocaba un gélido nudo en el estómago. ¿Qué quería decir Austin con eso? ¿Que tendrían que acostumbrarse? ¿Que era tan difícil que mejor lo dejaban en vez de intentarlo? ¿Que a partir de ese momento tendrían un montón de problemas?
—Mmm —murmuró ella sin más.
—Ojalá vinieras —dijo Austin—. ¿Por qué no vienes? ¡Te va a encantar!
—Bueno —respondió Issy—, puedo matar a Darny y dejarlo en el jardín para que se lo coman los zorros, prenderle fuego a la pastelería y luego ya si eso me voy.
Austin sonrió.
—A ver —le dijo—, creo que tendré que quedarme un poco más. Mientras aclaro todas las cosas. El contrato y todo lo demás. Y tienen que presentarme a ciertas personas.
—¿Vas a volver? —le preguntó Issy, que de repente se sintió embargada por el pánico—. No me estarás pidiendo que empaquete todas tus cosas y te las envíe, ¿verdad? ¿Me estás pidiendo que meta a Darny en un avión con una tarjeta de identificación en el cuello como si fuera el Oso Paddington?
—Por supuesto —respondió Austin—. Por supuesto que voy a volver.
—Pero no sabes cuándo —suplicó ella.
Austin no replicó. No podía hacerlo.