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Galletas de altos vuelos

Si vives en un lugar situado a gran altura, el proceso de horneado es distinto porque las masas no suben de la misma forma, ni tampoco saben igual. De hecho, la comida tiene muy poco sabor cuando se va en avión, de ahí que te guste beber zumo de tomate cuando en tierra no lo soportas. Aquí te paso la receta de unas galletas de altos vuelos que podrás hornear con tiempo si tienes que viajar en avión. Salen un montón, así que podrás llevártelas a bordo y repartirlas entre los pasajeros para hacer muchos amigos.

Ingredientes

125 g de mantequilla salada

125 g de azúcar blanquilla

125 g de azúcar moreno

1 huevo XL

1 cucharadita de extracto de vainilla

350 g de harina tamizada

75 g de cacao en polvo

1 cucharadita de sal

1 cucharadita de polvos de hornear (levadura química en polvo)

350 g de gotas de chocolate (del color que quieras)

Una pizca de canela

Bate la mantequilla y el azúcar hasta que blanquee, y después añade el huevo y el extracto de vainilla.

En un cuenco diferente, mezcla los ingredientes secos. Añádelos a los húmedos y, por último, vierte las gotas de chocolate (sí, puedes comerte algunas, no tienes por qué fingir que se te han caído a la mesa). Enfría la masa en el frigorífico durante al menos una hora y después precalienta el horno a 180 ºC.

Con la ayuda de un vaso, corta galletas que tengan medio centímetro de grosor y colócalas en una bandeja de horno cubierta con papel de hornear. Hornéalas durante 10 minutos o hasta que estén doradas (o 9 minutos si te gustan las galletas más blanditas).

Intenta no comértelas hasta que estés a bordo. Aviso: ¡Son demasiado sabrosas para comérselas a ras de suelo!

Issy se movía de un lado a otro de la casa, presa del pánico. Helena había accedido con sorprendente rapidez a llevarla al aeropuerto, alegando entre dientes algo sobre que necesitaba salir de casa, pero se le agotaba el tiempo. No sabía qué llevarse. ¿Un vestido de tarde? ¿Un vestido de noche? ¿Cinco gorros? Además, Darny se negaba a llevarse otra cosa que no fueran sus habituales sudaderas con capucha y quince juegos de la Nintendo DS. Resoplaba cada vez que ella le enseñaba un gorro como si fueran para un niño de cinco años, y no acababa de comprender que en Nueva York el clima era distinto, algo que, como solo había estado en España, donde estuvo lloviendo todos los días durante su estancia, tal vez fuera comprensible, pero estaba cabreando mucho a Issy.

—Pero ¿por qué nos vamos? —protestó—. ¿Es que Austin no quiere volver? ¿Por qué no puede venir él a vernos?

Issy había intentado encontrar una explicación razonable. Pero no lo había conseguido.

—¡Hola!

Kelly-Lee estaba encantada de volver a ver al inglés de aspecto desastrado. En esa ocasión y como no estaba medio dormido, se percató de lo guapo que era con esa pinta de despistado que sugería que estaba pensando en otras cosas. De hecho, Austin se estaba preguntando qué podría decirle a Merv si Issy y Darny no aparecían. Sabía que hasta cierto punto era culpa suya por haberlo organizado todo con tantas prisas, pero había una parte de sí mismo, la más infantil, que le decía que era injusto no contar con alguien que le dijera: «¡Austin, esto es genial!» Hasta su asistente personal, Janet, que por regla general lo animaba muchísimo, estaba un poco contrariada y no paraba de lanzarle indirectas sobre lo estupendo que debía de ser que te enviaran a trabajar a Estados Unidos y de lo difícil que podía ser la situación para los asistentes personales de toda la vida que se quedaban sin trabajo de buenas a primeras. Austin se había reído y había tratado de explicarle que no pensaba trasladarse a Nueva York de forma permanente. Janet se sorbió la nariz, un poco indignada, y él recordó la cantidad de información que Janet conocía y él no, y se sintió un tanto culpable.

De modo que nadie se alegraba por él, no de verdad. Le gustaría pensar que su madre sí que se habría alegrado. Pero ¿lo habría hecho? Ella detestaba a los banqueros. Sus padres fueron socialistas de la vieja escuela. Su madre adoraba la idea de que quisiera estudiar Biología Marina, le encantaba que pudiera viajar por el mundo y bucear. Ojalá no hubiera salido aquel día para acabar sufriendo un accidente por culpa de un conductor de diecinueve años. Porque en ese caso, Austin sería biólogo marino y estaría haciendo lo que a ella tanto le gustaba. Al menos en ese momento estaba viajando por el mundo.

Conservaba unas cuantas fotos de sus padres, pero no muchas. Revelar las fotos en aquel entonces era caro, y casi todas eran de Darny y de él, algo que en opinión de Austin era absurdo e innecesario. En algunas estaban con su padre, un hombre alto y pelirrojo con el pelo alborotado como él, pero de su madre había poquísimas. Suponía que era ella quien hacía las fotos. Intentó recordar su imagen, pero le costaba trabajo creer lo joven que era. A medida que se hacía mayor, le era más difícil recordarla. A veces, se la imaginaba en la cocina, preparando algo rico, pero esa imagen era falsa. Su madre odiaba cocinar y solo preparaba insípidos estofados de verdura o de lentejas cuando no le quedaba más remedio. El hecho de que a Issy le encantara la cocina era algo que Austin no acababa de comprender. Su madre rezongaba mucho sobre Germaine Greer y la esclavitud. La verdad era que Darny se parecía mucho a ella. La echaba de menos una barbaridad.

—Tienes pinta de haber perdido un dólar y haber encontrado un céntimo —comentó Kelly-Lee.

Austin esbozó una sonrisa tristona.

—Hola —la saludó—. Lo siento, estaba pensando en otras cosas.

—¡Vaya, un pensador!

—Bueno, tampoco es para tanto —replicó él, mientras Kelly-Lee le preparaba una taza de café con regusto a quemado, tan grande que en ella podría flotar un barco.

—A ver —le dijo la chica con un deje cómplice—, ¿le gustaron los cupcakes a tu novia?

Austin frunció el ceño.

—Mmm —murmuró—. No mucho.

La cosa mejoraba, pensó Kelly-Lee.

—¡Vaya, lo siento mucho! ¿Está a dieta?

—¿Issy? ¿A dieta...? —Austin sonrió al pensarlo—. Pues no.

Kelly-Lee llevaba a dieta desde que tenía trece años, aunque siempre lo negaba y afirmaba que tenía mucha suerte porque podía comer lo que le apetecía.

—Entonces, ¿cuál es el problema?

—Bueno, es que es repostera y...

—Nuestros productos son de calidad superior. —Cogió una galleta de coco envuelta en papel de celofán—. Mira, pruébala.

—En realidad —replicó él—, no me van mucho los dulces.

Los dulces no le gustaban. Era perfecto, pensó Kelly-Lee. Tal vez incluso ya habían cortado. Él se había mudado a Nueva York, su novia no lo había acompañado, no le había gustado el regalo y a él no le gustaban sus dulces... Ningún jurado la declararía culpable.

Se echó un rápido vistazo en el cristal lateral del expositor. Estaba muy guapa. Se había pintado los labios de un delicado tono rosa, tenía los dientes muy derechos y muy blancos. Parpadeó varias veces mirando hacia el suelo, un truco viejo pero que siempre funcionaba. Después miró a Austin sin levantar del todo la cabeza.

—Bueno, si no quieres un dulce... —dijo con inseguridad, fingiendo que estaba nerviosa—, ¿te apetece tomarte luego una copa?

—Mmm... —Austin frunció el ceño, confundido—. No sé...

—Una copa entre amigos cuando acabe el turno, nada más. Lo siento. Es que... yo también acabo de llegar a la ciudad. Perdona, pero es que a veces me siento un poco sola.

—¿Tú? —le preguntó Austin, sorprendido—. ¡Pero si eres muy guapa! ¿Cómo vas a sentirte sola?

—¿De verdad lo crees?

Austin comenzaba a pensar que la conversación se estaba descontrolando.

—En cualquier caso, tengo que ir esta noche al aeropuerto. Viene mi novia..., bueno, más bien creo que viene.

—Ah, genial —comentó Kelly-Lee—. ¡Tenéis que pasaros por aquí, para que vea la tienda!

—Lo haré —le aseguró Austin, aliviado.

—Pero ¿no sabes con seguridad si viene?

Austin torció un poco el gesto.

—Bueno, tiene una agenda un poco complicada. Por el negocio y eso... —Comprobó el teléfono de forma instintiva y volvió a guardarlo al ver que no tenía mensaje alguno.

Una mujer demasiado atareada para ocuparse de su chico, pensó Kelly-Lee sin el menor reparo.

—Bueno —dijo—, si decide no venir, pásate por aquí y te llevaré a un garito que conozco en Manhattan donde sirven Jack Daniel’s y tocan jazz en directo. Te gustará.

—Seguro que sí —comentó Austin, que después procedió a tomarse todo lo que pudo del café... más o menos la mitad de la mitad del gigantesco vaso, tras lo cual se alejó hacia la puerta.

—Espera —le dijo Kelly-Lee, que cogió una hoja y un papel para apuntar su número de teléfono—. Por si acaso —añadió al tiempo que se lo metía en el bolsillo.

En la consola de la entrada había una carta que parecía oficial. Issy se detuvo a cogerla, aunque Helena no paraba de tocar el claxon en la calle, y se percató de que iba arrastrando unas medias que intentaban escaparse del interior de la gigantesca maleta que llevaba. Darny llevaba pantalones cortos, unos calcetines disparejos y una sudadera con capucha. Nada más. Issy le arrojó uno de los abrigos de Austin, y el movimiento hizo que por un instante captara el olor de su colonia y el de la tinta, y abrió la puerta de la calle, que se estrelló contra la pared. Helena no paraba de hacer aspavientos y Chadani Imelda lloraba a grito pelado en el asiento trasero. Tras ellas había una furgoneta que también tocaba el claxon sin descanso, ya que no podía pasar debido a los coches aparcados a ambos lados de la calle.

—¡Darny! —gritó Issy, frustrada.

El aludido salió de casa a paso de caracol, fingiendo leer el ejemplar de El espejismo de Dios que llevaba en una mano.

Helena dejó de tocar el claxon al ver la ropa que Issy llevaba puesta.

—¿Qué...? —logró preguntar, aunque acabó abriendo la boca y guardando silencio.

—Cierra el pico. Le estoy haciendo un favor a una amiga —le dijo ella—. A una conocida. A una tía que no me cae bien. Da igual.

Intentó meter la maleta en el maletero, pero el cochecito gigante de Chadani ocupaba todo el espacio, así que al final y cada vez más furiosa, la dejó en el asiento trasero y le dijo a Darny que se sentara encima.

—Vamos a perder el avión —farfulló.

—No —la contradijo Helena, al tiempo que le hacía un gesto muy feo con la mano al conductor de la furgoneta atrapado tras ella—. Y si lo perdéis, cogéis el siguiente. Y si no quieres, te vuelves a casa y te tomas una copa de vino conmigo mientras te enseño todas las nuevas fotos de Chadani y los dibujos que ha hecho con los dedos.

Issy suspiró.

—Hola, Chadani —saludó a la niña. Espantada, vio que la niña llevaba un abrigo de piel sintética de color blanco, pero a diferencia del que llevaba ella, el de Chadani era muy voluminoso y tenía pompones enormes por botones. Estaba muy colorada y parecía muy enfadada.

—¡Guaaggghh! —gritó, tras lo cual siguió berreando con todas sus fuerzas.

Issy comenzó a pensar que, después de todo, habría sido mucho mejor pagar una pasta y coger el Heathrow Express.

—Hola, nena —dijo Darny empleando un tono de voz normal.

Chadani dejó de llorar al instante y miró a Darny con sus enormes ojos color chocolate.

—Deja de llorar —siguió Darny al tiempo que se abrochaba el cinturón de seguridad—. Es muy molesto y tengo que sentarme a tu lado.

Chadani extendió un dedito y Darny se lo cogió. Después, la niña se aferró a su mano con fuerza. Issy y Helena intercambiaron una mirada.

—¿Cómo lo has hecho? —quiso saber Issy.

Darny se encogió de hombros.

—Es que yo no voy por ahí juzgando a los demás sin conocerlos, como hacéis vosotras.

—Bueno, en primer lugar, yo no hago eso —replicó Issy—. Y, en segundo, Chadani es un bebé.

—Es una persona —puntualizó él.

Helena pisó el acelerador.

—No me puedo creer —susurró Issy dirigiéndose a su amiga una vez que Darny se puso los auriculares— que tu hija me enseñe siempre la parte más desagradable y deje lo bueno para los demás.

—Puedes quedarte con lo bueno si quieres —replicó Helena—. Chadani Imelda se ha hecho caca en su propia cabeza esta mañana.

—A lo mejor podrías llevarla al Factor X —sugirió Issy.

Helena resopló.

—Mi hija tiene muchísimo talento. —Y añadió con voz más suave—: Pero hacer caca de forma delicada y femenina no es uno de ellos. Aunque el otro día...

—¡Ya está bien! —la interrumpió Issy.

La habilidad de su amiga para hablar sin tapujos y con gran entusiasmo de cómo hacía caca su hija tal vez fuera algo guay y de lo más normal entre sus amigas con niños, pero a Issy le resultaba un tanto alarmante.

Helena tomó la curva y meneó la cabeza.

—No entiendo por qué no estás emocionada —dijo—. No me imagino que un día me levantara normalmente y que, de repente, me llevaran a Nueva York gratis. A ver, yo tengo que cuidar a Chadani todos los días... ¡PARA SIEMPRE!

—Pero te encanta hacerlo —replicó Issy.

—A ti te encantan los cupcakes, pero no te los comes todos los días. Mmm... es un mal ejemplo, sí —reconoció Helena.

Issy suspiró.

—En realidad —dijo—, esperaba que tú me entendieras. Todo el mundo cree que debería estar contentísima por irme a Nueva York, así que me siento como una desagradecida y una egoísta.

Helena sonrió, tras lo cual le hizo un gesto muy feo al conductor de un camión. Issy no creía que el hombre hubiera hecho algo malo. Más bien era ya una costumbre por parte de Helena.

—¿Qué es lo que te pasa, que el hotel no es pijo?

Issy le devolvió la sonrisa.

—No, no es eso. Es que... ya sabes, el Cupcake Café es mi bebé.

—Pues huele mejor que el mío —replicó Helena.

Issy la miró con curiosidad. Era muy raro que su amiga no hablara maravillas de la maternidad.

—¿Qué te pasa? —quiso saber.

Helena soltó un enorme suspiro.

—¿Sabes cuántas horas trabaja un médico residente?

—¿Muchas? —aventuró Issy.

—¡Todas! —exclamó Helena—. Así que me paso todo el día con Chadani encerrada en ese destartalado apartamento y...

Issy se mordió la lengua.

—Y después cuando él llega a casa, viene muerto y tiene que ponerse a estudiar, así que no podemos hacer ruido porque lo único que le apetece es dormir, y cree que mi vida es fácil, pero lo único que hago es cambiar pañales y sacar a la niña a pasear, que es un aburrimiento porque consiste en empujar un cochecito de bebé. Y nadie me habla porque, al parecer, si llevas un cochecito, eres invisible y el resto de las madres solo hablan de sus niños a todas horas y me muero del aburrimiento y echo de menos mi vida. —Guardó silencio de repente y tomó una honda bocanada de aire, como si estuviera sorprendida por haber dicho lo que había dicho—. Quiero a Ashok y adoro a Chadani Imelda —añadió con ferocidad—. No me malinterpretes. Los quiero más que a nada en el mundo.

Issy se sentía terriblemente culpable. Debería haber escuchado más a su amiga, verla más a menudo. No había pensado que la maternidad pudiera acarrear semejante soledad. ¿Cómo era posible sentirse solo cuando se tenía a un nuevo ser vivo al lado? Aunque tal vez así fueran las cosas.

—¿Por qué no me lo has comentado...? —le reprochó—. Hasta ahora parecías muy feliz.

—¡Y lo estoy! —exclamó Helena, angustiada—. Tengo todo lo que siempre he deseado. Pero es que mi ridículo cerebro está tardando más de la cuenta en asimilarlo. Y cada vez que intento verte, estás tan ocupada con tu negocio, que va viento en popa, y haciendo mil cosas a la vez, y yo tardo tres horas en salir de mi casa y me paso el día limpiando plátano de las paredes, así que me pregunto de qué puedo hablar contigo cuando estás a punto de coger un avión a Nueva York como si fueras una modelo o algo.

—¡Puedes hablar conmigo de cualquier cosa! —exclamó Issy—. Menos de las cacas de Chadani, eso no me gusta.

Se produjo un silencio y después Helena se echó a reír.

—Te he echado de menos —dijo—. En serio. Pero es que ya no sabía cómo hablar contigo.

—Bueno, yo también te he echado muchísimo de menos —le aseguró Issy—. Tengo a mucha gente alrededor con la que trabajo, y también tengo a Austin, cuando no está en la otra punta del mundo, pero de verdad que necesito a mi amiga.

—Yo también —replicó Helena.

—¿Y no vas a volver a trabajar? —se atrevió a preguntar Issy—. Te encanta tu trabajo.

Helena suspiró.

—Bueno, Ashok y yo hemos pensado que era lo mejor durante los primeros años de Chadani Imelda y...

Issy le lanzó una mirada elocuente.

—¿Otra vez he vuelto a «lo que es mejor para el bebé»? —preguntó Helena.

Issy asintió con la cabeza.

—Lo siento. Es la costumbre de hablar con el grupo de madres. La hermandad y esas cosas. Es como el programa ese de televisión, El aprendiz. Lo mismo pero con extractores de leche. —Hizo una pausa para reflexionar—. A ver, sí, estoy ganando, pero a costa de un gran esfuerzo. Tengo que hacer un sinfín de papillas y esas cosas.

—¿Y?

—Joder, pues sí. Volveré al trabajo en cuanto pueda. Estoy más aburrida que una ostra, coño. Y necesito ginebra.

Issy asintió con la cabeza.

—Y yo. Tenemos que salir y tomarnos unas cuantas copas.

—Deberíamos hacerlo —replicó Helena—. Pero vas a macharte del país.

—Sí —dijo Issy—. Volveré con ginebra libre de impuestos.

—Me estás poniendo los dientes largos —comentó Helena—. Pero te entiendo. Te diría que disfrutes todo lo posible. Diciembre en Nueva York... ¡La leche! Olvídate de todo lo demás. Austin y tú lo solucionaréis. Sois personas razonables. El amor encontrará el camino correcto.

—Mmm —murmuró Issy—. Tendré que recordar la diferencia entre comprometerse y abandonarlo todo por un tío. A mi madre le daría un pasmo.

Helena sonrió.

—Y pasó un año en una colonia nudista.

—Por favor, no me lo recuerdes. Por favor, por favor, por favor...

—La felicitación navideña me encantó.

—¡Ya vale, ya vale!

Cuando llegaron a Heathrow, Helena salió e hizo oídos sordos a las protestas de Chadani, aunque solo durante cinco segundos, mientras abrazaba a Issy con fuerza. Issy le devolvió el gesto con todas sus ganas.

—Ni se te ocurra comprarle demasiados regalos a Chadani —le dijo con seriedad.

—Calla. Todavía cree en Papá Noel —repuso Helena.

Darny salió del coche con gran parsimonia.

—¿No vas a darle un abrazo grande a tu tita Helena?

Darny la miró.

—No me sentiría cómodo abrazándote a estas alturas —respondió él.

Helena miró a Issy.

—Buena suerte —le dijo.

—¡Gracias! —exclamó ella—. Vamos, Darny, ¿no te apetece ver a Austin?

Darny se encogió de hombros.

—Podría haberme quedado solo en casa y no me habría pasado nada.

—¡Por supuesto! —dijo Issy—. Hasta el catastrófico incendio de las cuatro y cinco de la tarde. ¡Vamos!

Helena le levantó un brazo a Chadani Imelda para que se despidiera de ellos mientras desaparecían entre el resplandor futurista de la Terminal Cinco, que estaba iluminada como si fuera una nave espacial, en tonos morados y azules. Cuando los perdió de vista, abrazó con fuerza a su hija, estrechándola contra su precioso abrigo rojo.

—Te quiero mucho —le dijo—. Pero mami tiene cosas que hacer.

—¡Mami! —chilló la niña con alegría, tras lo cual le dio un cariñoso mordisco en una oreja.

La cola frente al mostrador de facturación era kilométrica. Issy se sintió exhausta solo con mirarla. Llevaba levantada desde las cinco y media de la madrugada. El aeropuerto estaba lleno de niños que no paraban de gritar, obviamente de camino a disfrutar de las vacaciones navideñas, y la gente tenía un montón de equipaje que facturar. La cola daba vueltas y vueltas en torno a los postes metálicos con las cintas extensibles que separaban a unos de otros. Los niños no paraban de soltar las cintas, haciéndose daño en las manos al tiempo que provocaban enfrentamientos entre la gente que esperaba, ya que modificaban los recorridos de las colas. Una de las mujeres que atendía en el mostrador tenía una expresión muy seria, que dejaba bien claro que estaba aguantando por los pelos y que era mejor no poner a prueba su paciencia.

En el vestíbulo principal de la terminal, había una banda militar tocando tan alto Once in Royal David’s City’s que Issy ni siquiera escuchaba sus propios pensamientos. Presentía que le rondaba un dolor de cabeza. Era una idea ridícula. No deberían haber ido al aeropuerto. En el bolsillo guardaba una carta con muy mala pinta, escrita por la profesora de Darny, que le llevaba a Austin y que se negaba incluso a tocar cada vez que su mano se acercaba a ella. Darny comenzaba a poner los ojos en blanco, a suspirar y a poner la cara que siempre ponía antes de protagonizar un numerito en contra del mundo. En cuanto ella, tenía muchísimo calor y se sentía ridícula con el abrigo blanco. Sabía que estaba muy colorada y que tenía los rizos negros encrespados por la humedad.

Empujaron su equipaje hacia el mostrador de facturación. Frente a la cola había un hombre comprobando los billetes. Los suyos estaban esperándola en el suelo del vestíbulo cuando llegó a casa. Había supuesto que Janet los había tirado por debajo de la puerta, pero en ese momento comprendió que en realidad los había entregado un mensajero. Se los entregó al hombre y sintió una oleada de pánico por la idea de que no estuvieran en orden, por no hablar de que el miedo a volar le provocaba un nudo en el estómago. De hecho, la aterraba tanto que la dejaba tensa, aunque no lo admitiría ni muerta.

El hombre examinó los billetes y la miró un instante. Issy sintió que se ponía todavía más colorada. Sería típico de Austin haberle informado mal de la hora del vuelo o de la fecha, incluso. Una vez fueron a Barcelona para disfrutar de unas minivacaciones mientras Darny se quedaba con sus temidas tías, y resultó que había reservado la habitación de hotel para otro fin de semana distinto. Típico. Issy decidió olvidar que, en cambio, alquilaron una moto y se fueron al campo, donde encontraron un hotel rural maravilloso con una cascada y donde preparaban una paella riquísima. Fue el mejor viaje de su vida.

El hombre por fin la miró a la cara, les sonrió de oreja a oreja y dijo:

—Están en la cola equivocada.

Issy pensó que estaba a punto de echarse a llorar. Tendrían que dar toda la vuelta y regresar a la ciudad con el equipaje a cuestas, y Darny sería una pesadilla y tendría que explicarle a todo el mundo qué hacía de vuelta en Londres, y Austin aplazaría su vuelta al país y seguro que acababa pasando la Navidad sola porque su madre se había convertido al judaísmo y...

El hombre señaló hacia un lado.

—Tienen que ponerse ahí.

Issy siguió la dirección de su dedo. Estaba señalando una alfombra roja que llevaba hacia una pared pintada de morado con un cartel que rezaba: «Business y Primera Clase.»

Issy puso los ojos como platos. No podía creerlo. Les echó un vistazo a los billetes, pero como en realidad no era capaz de comprender lo que decían, acabó sonriendo como una tonta.

—¿En serio?

—En serio —contestó el hombre—. Que tengan un buen viaje.

De repente, todo cambió. Issy le explicó después a Helena que fue como si la acompañaran al armario por el que se entraba a Narnia. Había un mostrador de facturación solo para ellos. Nada de colas, nada de esperar para pasar por el control de seguridad. Hasta Darny estaba tan impresionado que no abrió el pico. Caminaron hasta llegar a la sala de espera, donde encontraron todas las revistas, periódicos, aperitivos y bebidas imaginables, y después, una vez en el avión, subieron las escalerillas, lo que le pareció muy emocionante.

«Si Austin cree que esto va a hacerme cambiar de opinión...», pensó Issy mientras se dejaba caer en el mullido asiento y extendía el reposapiés al tiempo que el avión sobrevolaba las parpadeantes luces de la ciudad. Por primera vez en su vida (y con Darny en el asiento de la ventanilla), ni siquiera había pensado en el miedo del despegue, ya que estaba escribiéndole un mensaje de texto a Austin para decirle que iban de camino (un mensaje que él recibió con gran alivio). «Si Austin cree que...»

Sin embargo, las semanas que llevaba acostándose tarde y levantándose temprano para trabajar, sumadas a las preocupaciones y el trabajo, más el zumbido de los motores, hicieron que se durmiera y se despertara seis horas más tarde para descubrir, para su más absoluto disgusto, que estaban comenzando el aterrizaje.

—Me he perdido la cena —dijo, malhumorada.

—Sí —le confirmó Darny—. Ha sido estupenda. Estaba todo buenísimo. Podías elegir lo que quisieras. Bueno, yo quería vino, pero me han dicho que no.

—Y me he perdido... —Issy hojeó con rapidez la revista con la información del vuelo—. ¡Oh, no! ¡Tenían todas las películas buenas que quería ver! Hace un millón de años que no voy al cine. ¡No me puedo creer que me las haya perdido todas! —Echó un vistazo a su alrededor.

Los ejecutivos estaban quitándose las zapatillas y poniéndose de nuevo los zapatos. Cubriendo las pantallas de los televisores y plegando los reposapiés.

—¡Noooo! —se quejó Issy—. La única vez en mi vida que voy a viajar en Business y la he malgastado.

—Tienes muy mala cara —comentó Darny.

—¡Noooo! —exclamó al tiempo que se incorporaba de un salto.

El espejo le mostró el hecho de que, efectivamente, estaba hecha un desastre. Hizo lo que pudo con el maquillaje que había logrado guardar antes de salir de casa. Y se aplicó un poco más. Después, se puso un poco de barra de labios en las mejillas para no parecer un muerto viviente. Sin embargo, acabó con pinta de payaso. Se recordó con gran seriedad que llevaba un año despertándose al lado de Austin por las mañanas y que él todavía no había salido huyendo, espantado. Aunque en el fondo sabía que la culpa de sus inseguridades la tenían los nervios. Y no estaba nerviosa por él, sino por lo que podía pasar. Y, bueno, tal vez también un poco por él.

Austin también estaba nervioso mientras esperaba en el aeropuerto. Nervioso por verlos, por supuesto. Pero también... bueno, también porque quería que todo saliera bien y que fueran felices. Aunque a esas alturas también quería, o más bien se había comprometido, a trasladarse a Nueva York. Quería intentarlo. Quería viajar, experimentar la vida en la gran ciudad. Se mordió el labio. Una banda militar interpretaba Once in Royal David’s City’s en el vestíbulo de la terminal. Demasiado alto.

Issy y Darny fueron los primeros en pasar por el control de pasaportes. Darny parecía emocionado y nervioso. Al ver a su hermano, sonrió de oreja a oreja y después trató de poner expresión distante, como si no pasara nada, si bien sus ojos se movían de un lado para otro, observándolo todo: los guardias de seguridad, con sus perros y sus armas; el acento de la gente, tan conocido gracias a las películas y a la televisión, pero a la vez tan extraño; los distintos mensajes de aviso que sonaban por el sistema de megafonía.

Issy tenía aspecto cansado y estaba monísima, aunque por algún motivo se había pintado dos rosetones de colorete en las mejillas como si fuera un payaso. Decidió no hacer el menor comentario al respecto de momento. Y llevaba... ¿Qué llevaba puesto?

—¿Qué llevas puesto?

Issy lo miró. ¿Había cambiado? No sabría decirlo. Parecía igual. El mismo pelo castaño cobrizo tan alborotado como de costumbre; sus gafas de pasta; su figura delgada y alta con esos hombros tan anchos.

Pero también le pareció... cómodo. Como si encajara en Nueva York. Llevaba un maletín y un abrigo largo, además de una bufanda roja muy bonita y un traje. De repente, Issy lo vio como a los ejecutivos del avión: sin el menor interés por el hecho de viajar en Business en vez de verlo como una aventura. Trabajando siempre que tenían un rato libre. Nunca había visto a Austin como uno de esos hombres. Aunque tal vez lo fuera.

—Hola —lo saludó y después se dejó rodear por sus fuertes brazos, disfrutando de su olor y de su calor corporal.

—Hola —le dijo él antes de besarla en los labios con pasión—. No has respondido a mi pregunta.

—Me han gustado los billetes de avión —replicó ella, en cambio.

De repente, Austin ya no le parecía un ejecutivo sofisticado y rico, sino él mismo.

—Ya, es guay, ¿a que sí? ¿Has jugado con la consola? ¿Has ido al bar? ¿Te han dado algún masaje?

—No —respondió ella, enfadada—. Me he quedado dormida y me lo he perdido todo.

—¡Venga ya! ¿Ni siquiera has probado la barbacoa? ¿Ni la piscina?

Issy soltó una risilla tonta.

—Vale, déjalo ya.

Austin le echó un brazo por los hombros a Darny.

—No creas que vas a librarte de un abrazo.

Darny se encogió.

—Puaj, eso es asqueroso. Los hermanos no se abrazan.

—Te habría ido estupendamente en la Rusia comunista —comentó Austin—. Ven aquí.

Darny hizo una mueca, pero no se apartó. Issy se percató de ese detalle.

—¿Nos vamos? —preguntó ella al final.

—No —contestó Austin—. No hasta que me digas qué llevas puesto.

—Ja, ja, ja —replicó Issy—. Es para el frío.

—Pero si no te tapa el culo. ¿Es piel auténtica?

—No.

—¿Te has unido a algún... grupo de música?

—Cállate ya.

—¿Le has cambiado el nombre al negocio y ahora es «Cupcake Café y Barra Americana»?

—Te lo advierto...

—¿Estoy siendo insensible? ¿O es que te está comiendo un oso polar? ¿Tengo que llamar a una ambulancia?

—Cogeré un taxi yo sola.

—No, no. Te acompañamos, pingu.

La cola para coger el taxi era muy corta, lo que fue un alivio, ya que el aire gélido los golpeó con fuerza en cuanto salieron del agradable interior del edificio.

—¿Solo un taxi? —preguntó Issy—. Esperaba una limusina.

—Me han ofrecido un coche —confesó Austin—. Pero les he dicho que no.

No mencionó que también le habían ofrecido enviar el coche al aeropuerto para buscar a Issy y a su hermano sin él, porque de esa manera podría comenzar a tomarle el pulso a la oficina asistiendo a algunas reuniones y poniéndose un poco al día. No lo mencionó en absoluto.

Darny no tardó en quedarse dormido en el coche, pero Issy estaba contenta. Al principio, se había sentido un poco incómoda con Austin, sin saber muy bien el motivo, algo ridículo, ya que él no tenía la culpa de haberse visto obligado a marcharse de Londres. La verdad, no se había ido de vacaciones para pasárselo pipa. Además, no pudo contener el entusiasmo infantil en cuanto subieron una cuesta en Queens y Austin le dijo al tiempo que se la colocaba en el regazo: «¡Ahora, mira, mira!» Esa fue la primera vez que Issy vio las luces de Manhattan.

Era todo muy raro y a la vez muy familiar. Tanto que se quedó sin aliento.

—¡Oh! —fue lo único que acertó a decir. Como si estuviera preparado, el taxista soltó una retahíla de palabrotas, porque en ese momento empezó a nevar y los copos envolvieron los altísimos edificios en una neblina blanca. Alrededor de Manhattan se formó un halo reluciente—. ¡Oh! —exclamó ella de nuevo.

—Lo sé —dijo Austin, que tenía la cabeza pegada a la suya contra la ventanilla de la puerta derecha.

—¿Cómo era aquella canción...? —preguntó Issy—. «Los edificios de Nueva York...»

—«... parecen montañas cuando nieva» —siguió Austin—. Pero no me la sé entera. No me gustan los cantantes ñoños. Solo escucho heavy metal, rap y música para tíos.

—No conoces a un solo rapero.

—All Saints hace rap —dijo él.

—Sí, ya —replicó Issy al tiempo que le daba un apretón en la mano.

Era impresionante. Sin importar lo que pudiera pasar, estaban juntos y se encontraban en Nueva York.

—¡Suban la dichosa ventanilla! —masculló una voz procedente de la parte delantera del taxi.

Obedecieron de inmediato.

—Bueno, no es exactamente el Plaza... —dijo Austin al tiempo que los invitaba a pasar al precioso hotelito situado al oeste de Central Park.

Tenía puertas de vaivén y ventanas abuhardilladas, como si fuera una casita de campo inglesa en mitad de los edificios de acero y cristal de la ciudad. El fuego crepitaba en la chimenea situada en un rincón del vestíbulo. La recepcionista los recibió como si fueran viejos amigos y llamó a una camarera, que apareció con tres tazas de chocolate caliente y nubes para que disfrutaran del detalle mientras la recepcionista se encargaba del proceso de registro. No era tan grandioso como otros lujosos hoteles, pensaba Issy mientras observaba las mantas de cachemira que descansaban sobre los sofás. Pero era el más bonito, acogedor y hogareño que podía imaginar.

Austin los acompañó escaleras arriba, una escalera estrecha cuyos escalones de madera crujían cuando se pisaban, en dirección a su dormitorio. Ya en el interior, añadió:

—¡Ah, mirad, si tiene...! —Abrió una puerta y les mostró una habitación adyacente, con una cama, un televisor de pantalla plana, su propio cuarto de baño y una videoconsola. La habitación de Darny.

—¡Uau! —exclamó Darny, al que habían tenido que sacar a rastras del taxi. En ese momento, estaba totalmente despierto—. ¡UAU!

—Me han dicho que las paredes son gruesas y están insonorizadas —comentó Austin, guiñándole un ojo a Issy.

—Es precioso —dijo ella, asombrada por su habitación, que también contaba con una chimenea en la que crepitaba el fuego.

Era una estancia pequeña, pero con una cama enorme de colchón grueso y mullido, cubierto por sábanas blancas. También contaba con un televisor muy grande de pantalla plana y con un frigorífico. Issy vio una botella de vino. La nieve se acumulaba en el alféizar de la ventana. Los taxis de color amarillo circulaban por la tranquila calle, pero a lo lejos se escuchaba el tráfico y al mirar hacia arriba, hacia los altos rascacielos, escuchó una especie de zumbido. Se asomó al cuarto de baño y descubrió una bañera con patas de estilo antiguo, además de un sinfín de productos de belleza de lujo y de un montón de toallas de baño gigantescas.

—Sí —dijo—. ¡Sí, sí, sí! Voy a darme un baño. Y quiero llamar al servicio de habitaciones, porque como soy una imbécil, no he comido nada en el avión. Pero aunque me haya perdido esa parte, voy a disfrutar de esto a tope. —Necesitaba cambiarse de ropa, ya que estaba sudorosa, pensó mientras olisqueaba las burbujas de baño. Le guiñó un ojo a Austin—. Me alegro muchísimo de haber venido —dijo de repente, delirante de felicidad.

Se acercó a Austin para abrazarlo, pero él estaba mirando su reloj con el ceño fruncido.

—Ah —dijo—. Bueno. Es que nos esperan para cenar dentro de unos veinte minutos. Lo siento.

—¿Nos esperan para cenar? —preguntó Issy, que a pesar de haber dormido en el avión estaba cansada y se sentía sucia después del viaje. Además, según su reloj interno, ya era la una de la madrugada—. ¿No podemos quedarnos aquí y disfrutar un ratito?

—Me encantaría —respondió Austin con seriedad—. Pero me temo que el trato consiste en cenar contigo y con... —Iba a añadir «mi jefe», pero se contuvo a tiempo—. Y con Merv. —Le sonrió—. Vamos, iremos a un sitio pijo, será divertido.

—Quiero divertirme aquí, dándome un baño con burbujas y contigo en la bañera. Y después quiero probar mi primera hamburguesa con queso, que esperaba que fuera más grande que mi cabeza —comentó ella con cierta tristeza—. Y quedarme dormida dentro de una hora más o menos.

—He contratado a una canguro —anunció Austin, implacable.

—No necesito una canguro —protestó una voz procedente de la habitación adyacente.

Era evidente que las paredes no estaban insonorizadas tal como había afirmado Austin antes.

—Solo se pasará cada media hora a echarte un vistazo —le explicó Austin—. Para asegurarse de que no estás jugando a algún juego para mayores de edad ni tocándote tus partes íntimas.

—Cállate ya.

Issy se dio una ducha rapidísima, pero no era lo mismo que un largo baño con burbujas de jabón, seguido de una cama enorme y Austin a su lado.

—¿Tengo que ir elegante? —le preguntó, recordando que había hecho el equipaje en apenas cuatro segundos sin saber muy bien lo que metía en la maleta.

—Sí, bueno, no sé —respondió él, que tenía grandes problemas para fijarse en la ropa de las chicas.

Issy recordó de repente y con espanto que su mejor vestido, el verde, el que se había puesto para celebrar su cumpleaños, estaba en la lavandería y no había tenido tiempo para recogerlo. Era lo mejor que tenía. El resto de su ropa eran prendas cómodas para llevar al trabajo y salir a dar una vuelta. Es decir, vestidos de manga francesa con el estampado un tanto descolorido para llevar con medias tupidas y botas, y una rebeca si hacía mucho frío. En otras palabras, que seguía vistiéndose como la estudiante que hacía diez años que no era.

No tenía muy claro poder estar a la altura de las circunstancias.

Sacó todo el contenido de la maleta, convirtiendo en el proceso la perfecta habitación en un desastre, según se percató con tristeza. Descubrió tres vestidos grises estampados con florecillas que eran casi idénticos, dos de los cuales eran demasiado finos para el frío invernal. Dos pares de pantalones vaqueros (¿quién necesitaba dos vaqueros en vacaciones?, se preguntó). Cuatro camisas de vestir para Darny (¿En qué estaba pensando cuando las metió en la maleta?), y su viejo vestido que se puso para el baile de graduación, con el talle ajustado y demasiado pomposo para una cena.

—Mierda —dijo—. Creo que mañana tendré que ir de compras.

Austin, que normalmente pasaba por completo de la puntualidad, no paraba de mirar el reloj.

—Cariño... esto... —le dijo.

—Vale, vale.

Espantada, Issy comprendió que lo único medianamente apropiado que tenía era el jersey y los pantalones negros que se había puesto para el viaje. Y con los que había dormido durante seis horas. Al menos, el negro era elegante y podría añadirle un collar, y ponerse las botas por debajo de los pantalones.

Suspiró y después se puso la ropa sudada despacio.

—Vaya pinta que llevo —dijo con voz triste al tiempo que se miraba en el espejo, elegantemente iluminado.

Austin la miró y lo único que vio fue que la ducha le había provocado un precioso sonrojo en las mejillas, algo que le encantaba, y que se estaba mordiendo el labio como si fuera una niña nerviosa, un gesto monísimo.

—Estás genial —le aseguró—. Vamos.