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Y entonces quebró Lehman Brothers

Los economistas hemos aprendido en esta crisis que no se puede minusvalorar la importancia de tener un prestador de última instancia.

ROBERT LUCAS

Como explicamos en el capítulo anterior, los bancos centrales pueden resolver problemas de liquidez pero no de solvencia. De lo contrario, estaríamos hablando de alquimia monetaria y nunca habría crisis de deuda ya que bastaría con darle a la maquinita de imprimir dinero. Por eso no debemos minusvalorar lo determinante que ha sido la actuación de los bancos centrales durante esta crisis, y, sobre todo, la de la Reserva Federal de Estados Unidos.

En el otoño de 2010, mi agente de conferencias, Daniel Romero-Abreu, de Thinking Heads, invitó al premio Nobel de Economía Robert Lucas para que participara en un ciclo de conferencias celebradas en la Fundación Rafael del Pino y en la Fundación Barrié de la Maza. Probablemente, Lucas sea el economista que más haya influido en las ideas y en las políticas económicas de las tres últimas décadas.

En los años ochenta protagonizó la conocida como «revolución de las expectativas racionales», que cuestionaba la capacidad de los bancos centrales para influir en el crecimiento de la actividad y del empleo. Más tarde, Ronald Reagan y Margaret Thatcher utilizaron sus ideas en su revolución neoconservadora como argumento para defender el libre mercado y reducir el tamaño del Estado ante su pretendida incapacidad para influir en el ciclo económico.

Como nos recordaba Keynes en el primer capítulo, los hombres prácticos —en este caso, los políticos— suelen servirse de las ideas de un economista muerto. Es habitual que en una situación como la actual nos planteemos qué habrían pensado esos economistas difuntos, respuesta que llevaría aparejada bastante subjetividad; sin embargo, en esta ocasión el economista estaba vivo, un factor que nos permitía contrastar con él la interpretación de la crisis según sus teorías y la valoración que hacía de las causas y las políticas para solucionarla.

LA NEUTRALIDAD DEL DINERO

Es inevitable mitificar a los premios Nobel, y cuando conocí a Lucas, me sorprendió la sencillez de un hombre tan influyente. Había llegado a España el día anterior y no había tenido un respiro hasta la hora de la cena. Es un hombre de edad avanzada y se le notaba cansado. Aun así, hizo muchas preguntas y contestó amablemente a las nuestras. Yo estaba sentado junto al Nobel, y en un momento de la velada, cuando se había relajado, le hice la pregunta del millón de dólares: «Robert, tras la Gran Recesión, ¿sigues pensando que el dinero es neutral?».

«Neutral» es el término que empleamos los economistas para definir que la variación del dinero en circulación sólo afecta a la inflación y no tiene ninguna influencia en variables reales como el empleo. De ser cierta esta premisa, los bancos centrales no tendrían capacidad alguna para influir en el ciclo económico. Por descontado, la neutralidad del dinero es un tema muy polémico que divide a la profesión de economistas y sobre el que no hay consenso.

Obviamente, Lucas contestó que sí; de haber respondido lo contrario, habría puesto en contradicción toda una carrera como investigador que le valió el premio Nobel. Sin embargo, hizo una matización sorprendente y sólo al alcance de los grandes economistas: «No obstante, los economistas hemos aprendido en esta crisis que no se puede minusvalorar la importancia de tener un prestador de última instancia».

Yo respondí que en España teníamos dudas razonables acerca de que el dinero fuera neutral. La primera de ellas afectaba incluso a la propia definición de dinero. Por ejemplo, el mecanismo que explicamos en el capítulo anterior sobre el sistema bancario en la sombra conseguía generar liquidez sin la participación del Banco Central. Así pues, debería considerarse dinero, pero al tratarse de un sistema en la sombra, no estaba incluido en las estadísticas oficiales que usan organismos oficiales como el BCE para su toma de decisiones.

En segundo lugar, ese fuerte crecimiento de la liquidez en el sistema bancario español se había transformado en crédito y había hinchado la burbuja inmobiliaria. La burbuja se tradujo en la construcción masiva de viviendas que atrajo mucha inmigración y muchos bienes importados, principalmente desde Alemania y el resto de los socios europeos. Por lo tanto, la relación entre el dinero y el empleo quedaba demostrada con evidencia.

Y por último, la premisa de que el dinero deja de ser neutral sólo si los consumidores y las empresas son sorprendidos por la actuación del Banco Central, como afirmaba Lucas, no se cumplió. En España el proceso duró diez años; por consiguiente, si a alguien le sorprendió que los precios de la vivienda estuviesen sobrevalorados, fue porque quiso hacerse el sorprendido o porque le interesaba seguir dando beneficios y mantener su nivel de vida.

POR QUÉ ES ESENCIAL CONTAR CON UN PRESTADOR DE ÚLTIMA INSTANCIA

En lo que sí coincidí con el premio Nobel fue en la importancia de contar con un prestador de última instancia. Lo increíble es cuánto tarda en cambiar el paradigma de ideas. A pesar de que incluso Lucas, que tanto influyó en la revolución neoconservadora, ya cuestionaba sus propios axiomas, Ron Paul, senador y candidato a la presidencia de Estados Unidos por el Partido Republicano, todavía insiste en cerrar la Reserva Federal y acabar con el prestador de última instancia que tanto alabó Lucas en nuestra cena.

Volvamos al problema de la solvencia del sistema bancario. En Estados Unidos, más del 10 % de los créditos titulizados han impagado sus cuotas y el precio de la vivienda ha caído de media casi el 35 %, y en algunos estados del Sur donde se concentró la burbuja inmobiliaria estadounidense, como Florida, un 70 %. Las pérdidas de la inversión en esos bonos han sido cuantiosas.

El otoño de 2007 fue especialmente convulso y desconcertante. En el mes de noviembre, el consejero delegado de Citigroup compareció ante los medios de comunicación para anunciar fuertes pérdidas de su banco debido a ciertos problemas con unos vehículos de inversión, aunque no se detuvo a explicar en profundidad dichos problemas. Esa misma tarde, Goldman Sachs emitió un informe en el cual afirmaba que, según sus estimaciones, las pérdidas de Citigroup serían un 50 % mayores de lo anunciado. Cuando publicaron los resultados, las pérdidas fueron el doble.

El desconcierto de los inversores, de los economistas, de los medios de comunicación y de la sociedad era máximo. Como ya hemos explicado, los inversores están muy acostumbrados a medir bien los riesgos y a estimar la rentabilidad que hay que exigir a un bono o a una acción para comprarla, y la incertidumbre es como la niebla que no deja ver. Por eso, cuando la niebla es tan densa, los inversores se vuelven prudentes, levantan el pie del acelerador de manera racional, se corta el flujo normal de financiación y los mercados colapsan. Es en este momento cuando resulta determinante la existencia de un banco central, o prestador de última instancia. Para eso se inventaron, y su principal misión es evitar la crisis de liquidez.

Los medios de comunicación prestan mucha atención a las bolsas y muy poca a los mercados de bonos y de deuda, salvo en España, donde, por desgracia, nuestra prima de riesgo abre cada día los telediarios. Es evidente que la bolsa nutre de capital a las empresas y es básica para un sistema capitalista, pero si estimásemos el balance de una economía, el capital representaría sólo el 10 %, y el 90 % restante sería deuda. Por lo tanto, y como ha evidenciado esta crisis, los mercados de bonos son mucho más determinantes que la bolsa para el funcionamiento de una economía.

El desconocimiento técnico del mercado de bonos y de deuda impide que la información suministrada acerca de las causas de la crisis sea todo lo rigurosa que debiera. Ésta es una de las motivaciones que me han llevado a escribir este libro, aportar algo de luz sobre una crisis tan compleja. Repito, algo de luz, ya que nadie puede alumbrar perfectamente un fenómeno tan complejo que ha afectado a todo el planeta. Siempre que veas a alguien hacer afirmaciones muy contundentes sobre las causas de la crisis y sus soluciones, aléjate de él ya que es un tipo peligroso. Por desgracia, en esta crisis sobran sofistas y sofismas. Sólo con una actitud socrática y humilde, reconociendo lo poco que sabemos, conseguiremos resolverla.

Por aquellas fechas se produjo un hecho gravísimo. Las agencias de rating amenazaron con quitar la calificación AAA a las empresas monoline. Las empresas monoline se dedicaban a asegurar emisiones de bonos y protegían al inversor en caso de impago.

Un bono es un activo financiero en el que el inversor presta el dinero al deudor, cobra intereses normalmente cada año y al vencimiento del bono el deudor le devuelve el dinero. En todo este proceso, el inversor obtiene una rentabilidad si y sólo si el deudor le devuelve el dinero. Si el deudor omite el pago, ya no estamos hablando de renta fija y, por lo tanto, el inversor incurre en pérdidas. Por este motivo, los fondos de pensiones no pueden asumir esos riesgos con el dinero de los partícipes y demandan seguros sobre el impago.

Estas empresas habían asegurado billones de euros en emisiones de bonos en la última década, especialmente de titulizaciones. En consecuencia, si bajaban el rating a esas empresas, la garantía de los bonos que habían asegurado también empeoraría y habría que afrontar un aluvión de bajadas de rating sistémicas que acabarían provocando un tsunami financiero como el que terminó produciéndose. Esto es lo que sucedió en noviembre de 2007, y en ese momento cobré conciencia de que nos enfrentábamos a una crisis de deflación de deuda y a una depresión como las descritas por Irving Fisher.

FANNIE MAE, FREDDIE MAC Y LAS HIPOTECAS SUBPRIME

El papel de las agencias hipotecarias en Estados Unidos fue otra parte del problema, y bastante grave. Fannie Mae y Freddie Mac, que por sus nombres podrían parecer las hijas de los Morancos, eran dos entidades con un balance de cuatro billones de dólares, el equivalente al 30 % del PIB estadounidense. Para entender apropiadamente la magnitud, su volumen es el equivalente al de la crisis provocada en España por Bankia, que fue la causa que precipitó el rescate de nuestro sistema bancario y que anticipó el rescate completo de la economía española.

Franklin D. Roosevelt creó las agencias hipotecarias durante la Gran Depresión con el objeto de suplir la falta de capacidad de concesión de crédito de los bancos privados hasta que finalizase su proceso de saneamiento. Tras la crisis de las cajas de ahorro en la década de los ochenta, explicada en el capítulo anterior, intensificaron de nuevo su misión de conceder hipotecas. Eran entidades privadas que contaban con el aval del Estado y sus criterios de gestión del riesgo eran estrictos. De hecho, en su baremo de concesión de hipotecas, cuando superaban cierto nivel admitido como subprime, no podían otorgar el crédito. Es decir, funcionaban como bancos hipotecarios cuasipúblicos dedicados a la concesión de hipotecas prime. Para las subprime, Roosevelt también había creado instituciones 100 % públicas que asumían pérdidas para proteger a esas familias de la pobreza extrema.

Eran entidades mayoristas. Los bancos privados se encargaban de conceder las hipotecas a los clientes y luego, cuando necesitaban dinero para dar más hipotecas, les vendían esos créditos a Fannie Mae y Freddie Mac. Los bancos privados se quedaban con un margen por la comercialización y las agencias cuasipúblicas adquirían el crédito, y con él, el riesgo de impago.

Una vez más, la hipótesis de la inestabilidad financiera de Hyman Minsky entró en acción: la Administración Reagan forzó a las agencias a dar créditos al tiempo que les permitía relajar sus estándares de riesgo. Salieron a cotizar en bolsa y entraron en competencia con los bancos privados para atraer inversores. La Administración Clinton no deshizo el error, y fue precisamente la Administración Bush la que elevó este despropósito a la mayor burbuja de crédito de la historia de la humanidad. Los compradores de viviendas con hipotecas subprime eran en su mayoría inmigrantes y miembros de comunidades marginadas. El presidente Bush confundió el boom del crédito con el sueño americano y la adquisición de viviendas en propiedad en Estados Unidos.

Aunque la limitación de conceder hipotecas subprime se mantenía en vigor, ambas agencias fueron muy activas en la compra de bonos de titulización y estructurados que sí incluían subprime. En realidad, estos organismos estaban atravesados por los mismos pecados capitales comentados en capítulos anteriores, la codicia favorecida por la existencia de una banca en la sombra. Estaban muy poco capitalizadas, tenían una extrema dependencia de la financiación en los mercados de capitales y compraban activos a muy largo plazo y se financiaban a plazos muy cortos; además, estaban subordinadas en gran medida a los mercados de pagarés.

El cierre de los mercados de pagarés del verano de 2007 las afectó considerablemente, pero su aval público permitió que siguieran financiándose. De todos modos, la menor financiación, unida al pinchazo de la burbuja inmobiliaria, las obligó a restringir el crédito, igual que sucedió con el resto de los bancos privados.

LA VERDAD TRAS LA QUIEBRA DE LEHMAN BROTHERS

En julio de 2008, el fondo soberano chino, controlado por el gobierno de Pekín y que gestiona las reservas de divisas de su banco central, que suman casi 3,5 billones de dólares, tomó una decisión estratégica que precipitó los acontecimientos. Decidieron dejar de comprar pagarés de las agencias hipotecarias para adquirir directamente letras del Tesoro de Estados Unidos.

Este cambio generó unos problemas tan serios a las agencias, que el gobierno estadounidense tuvo que intervenirlas la primera semana de septiembre. Aquello provocó otro tsunami de gran magnitud sobre un sistema bancario cuyos pilares adolecían de una extrema fragilidad tras un año de crisis y colapsó los mercados de financiación.

Lehman Brothers era una entidad muy agresiva en titulizaciones subprime, poco capitalizada y extremadamente dependiente de los mercados financieros, sobre todo a corto plazo. La película Margin Call refleja bien la cultura de la entidad. El lunes siguiente a la nacionalización de Fannie Mae y Freddie Mac, los principales bancos de Wall Street cortaron sus líneas de financiación interbancaria a Lehman y el banco de inversión tuvo que pedir la intervención de la Reserva Federal.

Merrill Lynch, una entidad cuyo tamaño era un 50 % mayor que el de Lehman Brothers, con una gran exposición al mercado de titulizaciones subprime, poco capitalizada y muy dependiente de la financiación a corto plazo, también solicitó la intervención de la FED. Para aquellos que lo desconozcan, conviene recordar que Henry Paulson, secretario del Tesoro estadounidense, había sido anteriormente presidente de Goldman Sachs, entidad competencia directa de Lehman. Todo lo sucedido entre el jueves 12 y el domingo 15 de septiembre de 2008 sigue siendo un agujero negro y la historia se encargará de resolverlo. Por fortuna, en democracia todo termina por salir a la luz pública. El jueves hubo una reunión clave en Nueva York para salvar a Lehman; el resultado fue que Bank of America se quedaba con Merrill Lynch y a Lehman se la dejaba quebrar para después ponerla en manos de un juzgado de Nueva York.

Aquél fue otro de esos momentos difíciles de olvidar. Yo estaba dando un tranquilo paseo con mi familia cuando recibí la llamada de Íñigo de Barrón, el periodista especializado en bancos de El País. Íñigo me contó que habían decidido permitir la quiebra de Lehman y quería saber mi opinión sobre cuál sería la reacción de los mercados. Lo primero que pensé fue que en realidad Lehman estaba quebrada desde el viernes anterior, cuando su acción cotizaba próxima a cero, pero que confiaba en que algún otro banco se encargara de sanearla. La respuesta de Íñigo fue contundente: se la dejaba quebrar en un juzgado.

Lehman era un banco muy activo en los mercados de derivados, y a este economista que escribe no le entraba en la cabeza cómo se podía liquidar una entidad tan compleja. Me pareció que aquello sería un grave error. Y lo fue. La quiebra de Lehman Brothers provocó un efecto dominó y se llevó por delante a AIG, la mayor aseguradora de Estados Unidos, y a Washington Mutual, la mayor caja de ahorros del país, lo que forzó la intervención urgente de la Reserva Federal y del gobierno para evitar que el sistema financiero estadounidense y, por ende, global saltase por los aires.

Tiempo después, en enero de 2009, tuve la oportunidad de reunirme en privado con un gobernador de la FED. Nos encontrábamos en medio de la Gran Recesión y la economía norteamericana había destruido medio millón de empleos ese mismo mes. La densidad de la niebla era máxima y en la reunión flotaba una gran preocupación por la depresión y la deflación. Felicité al consejero al considerar que la reacción de la política económica, especialmente de la monetaria, había conseguido frenar la dinámica depresiva, y estaba convencido de que en cualquier momento la economía se recuperaría.

No obstante, le trasladé dos dudas al respecto de sus decisiones durante aquellas semanas trágicas. La primera era por qué Lehman no tuvo ayudas públicas mientras que Bear Stearns sí, y por qué, poco después, también las tuvieron Citibank y Bank of America. Su respuesta fue la oficial: «Con Bear Stearns, en febrero de 2009, la FED tuvo el apoyo de JP Morgan para quedarse con la entidad y el Estado aportó un esquema de garantías de pérdidas multimillonario para ayudar en el saneamiento. En Lehman no hubo interés privado».

Algún día lo sabremos, pero la tesis que se propagó de manera oficial fue que se trataba de una operación muy compleja en la que Richard S. Fuld, presidente de Lehman, se pasó de chantajista jugando la baza de entidad sistémica. Se optó por dejarla quebrar para dar una señal ejemplarizante al resto de las entidades. Recordemos que en noviembre de 2008, dos meses y medio después de la quiebra de Lehman, el presidente Bush se jugaba la reelección y los contribuyentes, como es natural, siempre son reacios a ayudar al sistema bancario. Por eso la opción ejemplarizante para proteger al contribuyente ganó fuerza en la Casa Blanca.

Esta pregunta era estándar y su respuesta fue automática, pero me guardaba una segunda cuestión que le descolocó por completo. Tras la quiebra de Lehman, llegó la de Washington Mutual, una caja de ahorros protegida por el Fondo de Garantía de Depósitos (FDIC, por sus siglas en inglés). Lehman no tenía depósitos y, por lo tanto, no estaba protegida por el Fondo. Sus inversores acabaron perdiendo hasta el 90 % de su inversión en determinados activos. Así que mi pregunta fue: «¿Por qué el FDIC optó por proteger a los depositantes de Washington Mutual y dejó sin protección a los fondos de inversión? ¿Cuál era el criterio de justicia social para proteger a un ciudadano que había comprado un depósito y no a otro que a través de un fondo de inversión había comprado un pagaré a corto plazo de la misma entidad financiera?».

El consejero de la FED bebió agua para ganar tiempo en su respuesta, se atragantó y le costó recobrar la compostura; al final me respondió: «Era una situación de máxima tensión y en esos días no éramos muy conscientes de algunas de nuestras decisiones». Reconozco que es una de las respuestas más honestas que nunca me han dado. Lo mismo te cuentan en América Latina: «Cuando llega el caos, pierdes el control». Por desgracia, en Europa parece que no hemos aprendido la lección y se habla impunemente de la salida controlada de Grecia del euro y cosas por el estilo.

Estas decisiones provocan el caos y nunca son ordenadas, pero la soberbia o la ignorancia humana suelen ser muy osadas. El resultado fue acabar con una institución centenaria. Cuando un inversor compra un pagaré o un depósito bancario no se cuestiona si le van a devolver el dinero. Si existe temor a que el dinero no se le devuelva, y el temor es cierto ya que se produjo en entidades tan emblemáticas como Lehman Brothers o Washington Mutual, nadie prudente quiere jugar a ese juego. Si sale la bola roja y me devuelven el dinero, obtengo un 2 % de rentabilidad anual por la inversión. Si sale la bola negra, la entidad quiebra, no me devuelve el dinero y pierdo el 80 o el 90 % de mi inversión. Es el mismo problema que con los depósitos, pero con la quiebra de Lehman descubrimos que las corridas bancarias del siglo XXI suceden no sólo en las sucursales de los bancos llenas de gente esperando retirar su dinero, sino, principalmente, en los mercados financieros.

El contagio a Europa fue fulminante. Muchos bancos, sobre todo alemanes, británicos, franceses, holandeses, belgas e irlandeses, habían crecido gracias a esa banca de activos en la sombra y también se encontraban muy poco capitalizados y eran muy dependientes de los mercados de capitales. En España, ya hemos señalado que el BCE había prohibido la banca de activos en la sombra. Si alguna entidad quería comprar activos, estaba obligada a reflejarlos en el balance y cumplir el capital regulador. Éste fue sin duda el gran acierto del Banco de España que permitió que nuestra banca estuviera mejor capitalizada que el resto. No obstante, nuestros bancos habían concedido mucho más crédito que su base de depósitos y, asimismo, dependían en gran medida de los mercados de capitales y de la financiación a corto. Ésta fue la vía de contagio a la economía española.

Sabemos que no se trata de la primera crisis de deuda, y tampoco será la última, pero sí sorprende su magnitud. Si comparamos el porcentaje de sobreendeudamiento en relación con el PIB, supera incluso los niveles que provocaron la Gran Depresión hace ochenta años. Además de formalizarse en créditos, las inversiones lo habían hecho también en activos. Los créditos tardan mucho tiempo en reflejar la morosidad y, más tarde, la pérdida; en cambio, los precios de los activos anticipan tales escenarios y reflejan las pérdidas en tiempo real. Esto hace que los acontecimientos se precipiten a una velocidad de vértigo y compliquen extremadamente su gestión.

Antes las crisis se resolvían en una mesa y con pocos banqueros sentados a ella, pero debido a la democratización de la inversión descrita en anteriores capítulos, ahora te enfrentas a millones de inversores dominados por el pánico y comportándose con el «efecto rebaño». Además, ésta es la primera crisis de deuda desde la generalización del uso de internet. Con la información fluyendo a la velocidad de la luz, la transición de la deflación de activos al colapso del crédito fue fulminante y global. Y como comprobaremos a continuación, el contagio al comercio mundial y a la economía real también fue mucho más rápido que en la Gran Depresión.