capítulo 4
Una semana más tarde, Mad decidió que una cosa buena del mar era que nunca había que lidiar con el tráfico. Era el fin de semana de Memorial Day y estaba saliendo del aparcamiento de una estación de servicio de la autopista de Manhattan.
Puso el aire acondicionado más fuerte y miró el reloj. Eran las seis y cuarto.
Lo que significaba que veinte millas más lejos, en la finca de la familia Maguire, su hermanastro acababa de dar órdenes para que sacaran los aperitivos. El cóctel terminaría a las siete en punto y los invitados se sentarían a cenar. El postre se serviría a las ocho. Después, en la terraza, ofrecerían café, brandy y puros para los hombres. Todo el mundo se marcharía a las nueve en punto.
Ése había sido el horario que siempre había seguido su padre, y ella sabía que Richard había adoptado el mismo horario nada más tomar el cargo.
Pensó en llamar para decirle a Richard que llegaría tarde, pero no tenía teléfono móvil, y no habría llamado de todos modos.
Había llegado el momento de enfrentarse a él. Y para ello tenía que organizar su pensamiento. Ese fin de semana sería crucial.
No tenía sentido que alguien tan fuerte como ella encontrara tan difícil enfrentarse a su familia. Y le sorprendía lo nerviosa que estaba, pero llevaba mucho tiempo sin tratar con ellos. Su trabajo en el mar le había permitido dejar de lado sus problemas, evitar cualquier clase de contacto con Richard o Amelia, y dejarse llevar por la sensación de que todo iba bien…
Le había permitido salir huyendo.
Así que, después de todo, no estaba tan mal que hubiera salido a la luz el tema de la herencia. A veces uno tiene que verse obligado a enfrentarse a las cosas.
Y en realidad no iba a enfrentarse a ello sin apoyo, aunque fuera sola en el coche. Tenía un abogado estupendo en el que confiaba plenamente. Mick Rhodes había revisado todos los documentos que ella le había entregado, le había explicado cómo iba a proceder y le había advertido acerca de cuál sería la respuesta que probablemente tendría Richard.
Al parecer, era algo que a Rhodes no le preocupaba demasiado.
Ella tenía que aprender a tratar con Richard. Al fin y al cabo, tenían una relación a través del negocio que había emprendido su padre, y eso no podía evitarlo.
Cuarenta y cinco minutos más tarde, tomó la salida de Greenwich en la autopista y trató de recordar cuándo había sido la última vez que había estado en la casa familiar. No había ido desde la muerte de su padre. ¿Cuatro años atrás? ¿Cinco?
Richard había heredado la finca y ella estaba segura de que todo estaría igual que siempre. Su hermanastro siempre había sido un niño fiel. Fiel hasta el punto de la obsesión. El hijo que no sólo admiraba al padre, sino que aspiraba a ser como el padre.
Mad condujo a través del pueblo y sonrió al recordar las visitas al mercado, la heladería y la papelería. Siempre había ido acompañada de diferentes personas. La niñera. El ama de llaves. La cocinera. Y recordaba esas excursiones con cariño, no sólo por la emoción de pasear por el pueblo, sino por haber estado con personas agradables en cuya compañía se sentía a gusto.
Al salir del centro del pueblo, se encontró con un par de columnas de piedra que lucían unas placas de bronce en las que estaba grabado el nombre Maguire. Al entrar en el camino rodeado de árboles, agarró el volante con fuerza.
«Relájate», se dijo. «Sólo relájate… Todo va a salir bien».
«Porque vas a hacerlo muy bien».
Respiró hondo y trató de concentrarse en la belleza veraniega que la rodeaba. El sol se reflejaba en las hojas de los árboles y las tornaba de color amarillo. Al verlas, recordó los ojos de Spike y sintió ganas de blasfemar.
A menudo, las imágenes de ese hombre invadían su cabeza, normalmente en el peor momento. O cuando trataba de quedarse dormida.
Era cierto que habían empezado con mal pie. Las pocas veces que se habían visto no habían tenido tiempo de conocerse, y ella esperaba volverlo a ver. ¿Quizá en la boda de Alex y Cass? Suponiendo que ella pudiera asistir, teniendo en cuenta el calendario de regatas.
O quizá no… Quizá no debía volver a verlo nunca más.
Por algún motivo, la idea la hacía sentirse vacía.
«Ya basta», se dijo. Tenía bastante con lo que enfrentarse teniendo en cuenta que estaba a punto de tomar a Richard por los cuernos.
Pisó el acelerador.
En seguida vio la casa donde había pasado su niñez. Era de ladrillo rojo, tenía columnas blancas y contraventanas negras. Veintiuna habitaciones en un terreno de cinco acres en pleno centro de Greenwich.
La finca la había comprado el padre cuando, en los años setenta. Value Shop Supermarkets había salido al mercado, y era el tipo de mansión en el que viviría un magnate de los negocios.
A ella siempre le había gustado más el jardín. Era el sitio perfecto para atrapar luciérnagas y para hacer volteretas laterales. En cuanto al resto, la fachada impecable, las habitaciones elegantes y las antigüedades, podían olvidarse a un lado de la carretera. Había algo acerca de la belleza suprema que la ponía nerviosa.
Probablemente, porque en su caso sólo era una tapadera. Un subterfugio para la fea situación familiar.
Aparcó, agarró su bolsa y salió del coche. Se percató de que le costaba respirar.
Se puso derecha, miró al frente y se dirigió hacia la casa.
El mayordomo que abrió la puerta principal era un hombre a quien no había visto nunca, pero en seguida ella reconoció el uniforme de la casa. Su padre siempre había hecho que sus empleados vistieran uniforme, y era evidente que Richard también hacía lo mismo.
—¿Sí? —dijo el hombre.
—Soy Madeline, la hermanastra de Richard. Madeline Maguire.
—Oh… Ah, la estaban esperando. ¿Permite que le lleve la bolsa a su habitación?
—Gracias. ¿Se han sentado ya para cenar?
—Sí —él dudó un instante y añadió—. Pero… ¿a lo mejor preferiría cambiarse antes de entrar?
—No —dijo ella. Ya llegaba demasiado tarde.
Le dio las gracias otra vez y se dirigió a enfrentarse a los leones. Por el ruido que salía del comedor, imaginó que habría unas veinte personas allí. No era una sorpresa. Su padre siempre decía que veinte era un buen número. Lo bastante íntimo para que pudiera haber una sola conversación en la mesa, y lo bastante público para poder disimular las rivalidades.
Nada más entrar en el comedor, Richard levantó la vista desde la cabecera de la mesa. Por algún motivo, se sorprendió al verlo, aunque no había cambiado nada.
«Está igual que siempre», pensó ella. Todavía tenía el cabello claro, la piel bronceada, y los ojos… como si fueran detectores de movimiento. Richard no miraba, vigilaba.
Mientras se silenciaba la conversación que había en la mesa, él la miró de arriba abajo, fijándose en los pantalones y en el polo que llevaba. Su sorpresa y su disgusto eran evidentes.
Para evitar salir corriendo y regresar al coche, Mad miró al resto de los invitados. Todos estaban sentados de forma ordenada, los hombres intercalados entre las mujeres. Y todos exudando riqueza.
—Siento llegar tarde —dijo ella.
—Has debido pillar mucho tráfico —dijo Richard. Señaló el sitio vacío que había a su derecha—. Te sentarás aquí.
Mientras algunas personas murmuraban y todas la miraban, Mad comenzó a recorrer el camino de la vergüenza a través del comedor. Cuando se sentó, Richard comentó en voz baja:
—Podías haber llamado.
—Lo sé. No tengo teléfono móvil.
—Lo que te convierte en la única persona de Estados Unidos que no tiene uno.
Richard volvió la cabeza y comenzó a hablar de hípica con la mujer que tenía a su izquierda, como si tuviera que terminar una conversación que había sido bruscamente interrumpida.
Mad bebió un trago de agua y pensó en su nuevo abogado.
Cuando le sirvieron un plato de ensalada, miró de reojo a su hermanastro y decidió que sí había cambiado, Richard ya no se parecía a su padre, había alcanzado la meta de su vida y se había convertido en una copia de su padre. Presidía la mesa de los invitados, comía con cubiertos de plata y llevaba el anillo de la familia Maguire en la mano derecha.
Tal y como lo había llevado su padre.
Al mirar el sello familiar grabado en oro macizo, todo cobró sentido.
Richard siempre la había criticado con sus comentarios, haciendo que ella le recordara a su padre fallecido. Y por eso ella se sentía tan débil ante su hermanastro. Desde entonces, ella siempre había hecho lo posible para no pensar en Richard.
Y eso era parte del problema, ¿no era así?
Mad se limpió los labios y colocó la servilleta sobre su regazo. De pronto, se percató de que había cruzado los pies bajo la silla como una niña buena.
«Qué diablos», pensó. Si quería salir ilesa después de aquel fin de semana, tenía que evitar encajar en lo que allí sucedía.
Sintiéndose como una rebelde, se levantó una pizca y metió un pie bajo su trasero, sentándose de nuevo con la pierna sobre la silla.
—Eso no está bien, Madeline —la regañó Richard.
—¿Perdón? —jugueteó con la borla de su mocasín.
Richard la vio y sus ojos estuvieron a punto de salirse de sus órbitas.
Abrió la boca como para amonestarla, pero debió de darse cuenta de que habría sido ridículo.
Se aclaró la garganta y dijo:
—Penélope estaba comentando la exposición de Rubens que hay en el museo Metropolitano. Pero le he dicho que no habrías ido a verla porque no estás interesada en ese tipo de cosas.
—Ah… bueno, no sabía que estaba —siempre le había gustado Rubens. Sus colores eran intensos, como si uno pudiera sumergirse en sus cuadros—. Hace tiempo que no voy al Met.
—Penélope siempre va. Está en la junta —Richard sonrió a la mujer y ambos se miraron.
Penélope iba vestida con ropa blanca y cara. Y un collar de perlas alrededor del cuello. Pero no llevaba anillo de boda. ¿Quizá fueran pareja?
Richard levantó la copa de vino.
—Sí, me temo que el museo no es algo que interese a Madeline. No terminó la universidad y el arte no es lo suyo. Le gustan los barcos.
—Los barcos —Penélope arqueó las cejas—. Qué encanto —como si su interés fuera algo inexplicable y poco atractivo.
Mad abrió la boca para tratar de explicarse, pero decidió que en realidad no le importaba lo que Penélope pensara de ella.
Agarró el tenedor lleno de ensalada y…
De pronto, un sonido reverberó en la habitación hasta que todo el mundo quedó en silencio. Era como el rugido de un motor y, sin más, dejó de sonar.
Uno de los invitados se rió y dijo:
—Maguire, ¿es que Newcomb utiliza tu césped como pista de aterrizaje?
—Su helicóptero es horroroso —contestó una mujer—. Lo digo de verdad.
Mad oyó que alguien llamaba a la puerta principal y continuó comiéndose la endivia. No tenía ningún interés en los recién llegados.
De pronto, los invitados quedaron otra vez en silencio. Y entonces, el mayordomo dijo:
—El invitado de la señorita Madeline ha llegado.
Mad levantó la vista.
Spike estaba de pie en la entrada del comedor vestido con su chaqueta negra de cuero. De la mano, le colgaba un casco de moto. En su rostro, una media sonrisa infame. A su lado, el mayordomo tenía cara de preocupación.
Mad dejó caer el tenedor cuando Richard le preguntó:
—¿Quién diablos es ése?
Spike recorrió la mesa con sus ojos color ámbar hasta que encontró a Madeline. Al verla, se puso serio y la saludó con la mano.
—¡Spike! —exclamó uno de los invitados—. ¡El mismísimo Spike!
El hombre se levantó de la silla y rodeó la mesa.
—Hola, Binder —Spike le dio la mano al hombre.
Binder no le soltó la mano y miró a Richard con admiración.
—No me habías dicho que esta noche nos acompañaría una celebridad.
—Ojalá lo hubiera sabido —murmuró Richard. Después sonrió—. Infórmame de sus referencias. Igual que con el resto de los amigos de mi hermana, no he visto nunca a ese hombre.
—Es uno de los mejores cocineros de La Nuit. Trabajó con Nate Walker.
El resto de los asistentes hizo comentarios a modo de aprobación y Binder volvió a dirigirse a Spike.
—Acabáis de abrir un restaurante en Adirondacks. White Caps, ¿no es así?
—Santo cielo —dijo otro hombre—. Yo comí allí el verano pasado. Una comida fabulosa. ¡Fabulosa!
—Y salió publicado en el Times —añadió alguien más.
Todo el mundo comenzó a hablar como si Spike fuera una estrella de rock. Menos mal. Porque Mad todavía intentaba asimilar que el hombre hubiera ido hasta allí para acompañarla y no estaba preparada para contestar preguntas.
Mientras Binder continuaba hablando, Spike se quitó la chaqueta de motorista y se la entregó al mayordomo.
Cuando Binder hizo una pausa, el mayordomo le dijo a Spike.
—¿Ha traído alguna maleta?
—Mis cosas están en la Harley, pero las sacaré más tarde. Gracias.
Spike le entregó el casco y se dirigió hacia donde estaba Mad. Agarró una silla de las que había contra la pared y la dejó junto a ella, en la esquina de la mesa. Cuando se sentó, su cuerpo le impidió ver a Richard.
Spike la miró a los ojos y dijo:
—Hola, Mad. ¿Espero que no te importe que haya aparecido por sorpresa en esta fiesta?
Spike esperó a que Mad respondiera. Ella parecía completamente desconcertada. «Diablos, debería haber llamado».
—Perdona, Madeline —dijo el hombre que estaba a la izquierda de Spike—. ¿Quizá podrías presentarme al hombre que has invitado a mi casa?
Spike giró la cabeza. Así que ése era Richard.
«Cielos», no le extrañó que ella no quisiera ir allí sola. Todo en aquel hombre era peligroso. Desde su gélida mirada hasta el anillo de oro que llevaba.
Mad se aclaró la garganta.
—Yo… No estaba segura de que fuera a…
—Culpa mía —intervino Spike—. No le conté que había cambiado de planes. Como puedes imaginar, estoy encantado de estar aquí, Dick.
—Me llamo Richard, gracias. Y, al parecer, mis invitados opinan que eres una buena compañía. Lo que es un voto a tu favor.
—Sí, Binder y yo somos buenos amigos —sonrió Spike, mostrando los dientes—. Pero te diré que no espero salir elegido, y que no he venido para ser buena compañía. He venido por Mad.
Richard frunció el ceño.
—Sin duda. Y exactamente, ¿de qué os conocéis?
Spike miró a Madeline, dejando claro que era una pregunta que debía contestar ella.
—Amigos —dijo ella—. Somos amigos.
—Eso lo suponía —dijo Richard—. Madeline no tiene mucho éxito con el sexo opuesto.
Mientras Mad se estremecía, Spike entornaba los ojos. Y se preguntaba cómo hablaría Richard si le quitaran los dientes de un golpe.
Pero entonces respiró hondo. Antes de hacer nada, debía averiguar si Mad quería que se quedara allí. Había confiado en llegar después de la cena para poder hablar con ella, pero estaba tan ansioso por verla que había salido de Adirondacks demasiado temprano y había llegado a Greenwich demasiado pronto. Y una vez en el vecindario, no había sido capaz de mantenerse alejado de la casa.
Walter Binder habló desde el otro lado de la mesa.
—Bueno, Spike, ¿y cuáles son tus planes a largo plazo para White Caps? ¿Vais a montar un restaurante en Manhattan?
Spike se aclaró la garganta para contestar, pero tuvo que echarse una pizca para atrás para que le pusieran los cubiertos y una servilleta sobre la mesa. La ensalada tenía buena pinta, y cuando le ofrecieron vino blanco, negó con la cabeza.
—No, gracias —le dijo al camarero. Después se dirigió a Binder, quien, si no recordaba mal, era un importante promotor inmobiliario—. Ah, sí… Creo que trataremos de expandirnos en los próximos dos años. Y aunque, admitámoslo, la Gran Manzana nos queda un poco lejos, Nueva York es uno de los mejores sitios del mundo para montar un restaurante.
—¿Estás buscando capital?
—Estamos empezando.
—Eso sería una gran inversión —dijo Binder.
La conversación continuó entre los invitados. Mientras Richard hablaba con la rubia que tenía a su lado, Spike miró a Mad. Comparándola con el resto de los invitados, iba poco elegante con el polo blanco y los pantalones que llevaba. Para él, estaba despampanante: saludable, vital y preciosa.
—Debería haberte llamado —le dijo en voz baja.
Ella sonrió y lo miró a los ojos.
—Estoy un poco sorprendida de verte.
—No tengo que quedarme. No quiero causarte ningún problema.
Ella lo miró, y de pronto, Spike sintió que todo se desvanecía a su alrededor. Lo único que veía era el color de sus ojos, un azul tan oscuro que parecía infinito.
—Lo siento, Mad. Siento lo que dije en casa de Sean.
—¿Qué? Oh… él me dijo que le habías pedido que se disculpara por ti. Está bien.
—No, no lo está.
De pronto, Mad miró hacia su izquierda y se puso tensa. Así que Richard estaba escuchando.
—Vamos a dar un paseo en moto —dijo Spike—. En cuanto termine la cena.
—Me encantaría —dijo ella.
Spike comió un poco de ensalada y trató de dejar de mirarla. Para distraerse, miró a su alrededor y vio que el esplendor y la riqueza del entorno era algo escandaloso.
En seguida supo que, aunque no hubiera tenido antecedentes, Madeline Maguire estaba fuera de su alcance.
Diablos, ni siquiera era del mismo planeta que ella.
Mad dejó la cucharilla sobre el plato sin apenas haber probado la compota de frambuesa.
No conseguía concentrarse en la comida ya que Spike Moriarty ocupaba el noventa y siete por ciento de su cerebro. El otro tres por ciento estaba centrado en lo que sentía cada vez que sus brazos o muslos se tocaban.
El reloj del abuelo que estaba en el recibidor comenzó a dar campanadas.
—Pasemos a tomar el café en la terraza —anunció Richard, y se puso en pie. Después ayudó a Penélope a levantarse.
Mad observó cómo Spike se levantaba de la mesa. Los pantalones de cuero que llevaba resaltaban su trasero y sus piernas musculosas. Nunca había visto a un hombre vestir de esa manera, de hecho siempre había considerado esa forma de vestir como algo ridículo. Una simple pose.
Pero a Spike, esos pantalones lo convertían en el hombre más sexy del mundo.
Una mano fuerte apareció delante de ella.
—¿Estás lista para el paseo? ¿Mad?
—Sí… lo estoy —se puso en pie sin darle la mano. Estaba demasiado nerviosa como para tocarlo.
—¿Tienes idea de dónde han dejado mi casco?
—¿Ya te marchas? —preguntó Richard—. ¿Te ha echado Mad?
—Casi —sonrió Spike—. Vamos a dar un paseo juntos.
—Te perderás la terraza.
—Supongo que sí. Pero me da la sensación de que cuando regresemos todavía estará pegada a la casa —Spike puso una amplia y falsa sonrisa.
Al ver que su hermanastro fruncía el ceño, Mad intervino:
—Spike, creo que ya sé dónde está tu casco. Ven conmigo.
—Claro. Encantado. Hasta luego, Richard.
Mad guió a Spike entre los invitados y hasta un armario que había en el recibidor. Cuando Spike se estiró para sacar el casco de la estantería superior, sus cuerpos se rozaron y ella percibió el aroma de su loción de afeitar.
—Gracias —dijo él.
—¿También necesitas la chaqueta? —acarició la prenda de cuero con el dedo y se resistió para no olerla.
—No. Hace calor y no estaremos fuera mucho tiempo. La llevo en los viajes largos como protección. Igual que estas cosas —se golpeó el exterior de los muslos—. Si me caigo sobre el asfalto prefiero que el injerto de piel haya que hacérselo al cuero en lugar de a mí, ¿comprendes?
La idea de que pudiera tener un accidente la asustó, recordándole que las motos podían ser peligrosas aunque el conductor fuera plenamente competente.
—¿Mad? ¿Estás bien?
—Totalmente.
Pero cuando salieron por la puerta seguía un poco asustada. Al menos hasta que vio cómo era la moto.
—¡Guau! Es una moto muy seria.
La Harley era del tamaño de un caballo. Negra. Con mucho metal. Y los tubos de escape eran más grandes que sus brazos. No era de extrañar que por el sonido pareciera un avión.
—Es mi único lujo —Spike bajó por los escalones de mármol—. Se llama Bette. De Bette Davis.
Mad lo siguió.
—Se parece más a un chico llamado Butch.
Spike se rió.
—Oh, no. Bette es una mujer. Es mi chica. Y ya le he hablado de ti, así que se portará bien.
—¿Hablas con tu moto?
—Por supuesto. Ahora ponte esto —le dio el casco y se subió a la moto—. No te preocupes —dijo él al verla dudar—. No me dedico a fardar con ella. Y cuando llevo acompañante, siempre tengo más cuidado.
«¿Cuántas mujeres habrán montado con él?», Mad no pudo evitar preguntarse.
Spike metió la llave, se levantó del asiento y empujó hacia abajo con el cuerpo. La moto rugió y ella se estremeció. ¿O fueron sus poderosos muslos los que la hicieron estremecer?
—Creo que te quiero —soltó ella, e inmediatamente se cubrió la boca con la mano.
—¿Qué? —dijo él por encima del ruido del motor.
—Nada —contestó Mad.
Se puso el casco, se lo abrochó y se subió a la Harley. No había mucho espacio en el sillín y tuvo que pegar su cuerpo a la espalda de Spike. Con la vibración de la moto y sus piernas rodeando las caderas de Spike, le resultaba muy difícil no pensar en cosas peligrosas. Como qué pasaría si estuvieran mirándose. Y…
—¿Preparada?
Oh, sí… Lo estaba.
Mad frunció el ceño y gritó:
—¿Y tu casco?
Él la miró por encima del hombro.
—Lo llevas tú. Agárrate a mí, ¿de acuerdo?
Ella lo agarró por la cintura. Cielos, todo su cuerpo estaba duro. Y caliente.
—¿Dónde vamos? —gritó ella.
—A cualquier sitio. A ningún sitio. Lejos. ¿Te parece bien?
—Sí… Sí.
Spike aceleró y la moto se puso en marcha. Con el aire cálido en el rostro y la luna iluminando la carretera, ella pensó que todo era un sueño.
Porque la vida real no solía ser tan perfecta.
Spike condujo la Harley con mucha suavidad. Mad se relajó en seguida y terminó rodeándolo con los brazos por la cintura y el pecho pegado contra su espalda. Al inhalar el penetrante aroma de su loción de afeitar, pensó que podría quedarse así para siempre.
Al cabo de un rato, él detuvo la moto en una calle tranquila y apagó el motor. Mad lo soltó, se bajó de la moto, se quitó el casco y se alborotó el cabello.
Entre los árboles que había a cada lado se podía escuchar el ruido de los grillos y ver la luz de las luciérnagas.
Spike puso la pata de cabra, pero no se bajó de la moto. Colocó las manos sobre los muslos y la miró fijamente.
—Sean me explicó cómo encontrarte, y como te dije, sé que debía haberte llamado. Si quieres que me vaya, lo comprendo, pero quería venir y demostrarte que estaba dispuesto a hacer el viaje por ti aunque después me rechazaras.
Ella echó la cabeza hacia atrás y miró las estrellas. Después, lo miró a él.
—Me gustaría que te quedaras.
—Bien —esbozó una sonrisa—. Así que eso significa que soy tu chico para este fin de semana. Haré cualquier cosa por ti. ¿Necesitas que asuste a tu hermano? ¿O al mayordomo? ¿Qué lave al perro? Sólo tienes que decírmelo.
«¿Y qué tal si me das un beso?», pensó ella.
Pero era ridículo. Él sólo había ido porque se sentía culpable. Y porque Sean lo había convencido. Desde luego no había ido porque estuviera interesado en ella. Spike nunca había demostrado que se sintiera atraído por ella. Ambos eran amigos.
Sí. La historia de su vida. Amigos.
Pero al menos había ido.
—No tenemos perro —dijo ella.
—¿Y gato?
—A Richard no le gustan los animales.
—Lo suponía.
—Sabes, no tienes que hacer esto porque te sientas mal por lo que dijiste.
—No es el único motivo por el que estoy aquí.
—Ah.
—Me muero por conocer mejor a tu hermanastro.
Ella se rió.
—Me alegro de que hayas venido. Te lo agradezco.
—Entonces, chócala —le ofreció la mano—. Este fin de semana seremos un equipo.
Ella le dio la mano. El contacto hizo que una especie de corriente eléctrica subiera por su brazo y llegara hasta su corazón.
—Bueno, compañera —dijo él—. ¿Qué más tienes que hacer esta noche?
—Bueno, normalmente nado un poco después de cenar.
—Me he traído el bañador.
—Entonces, regresemos a casa.
—Ah, sí, que la terraza querrá vernos. Así que no debemos preocuparla con nuestra tardanza.
Ella se rió y pensó en la organización de la fiesta que había hecho Richard.
—De hecho, deberíamos quedarnos por aquí un rato más. Así nos evitaremos todo el rollo de después de la cena.
—Maldita sea —dijo Spike—. Lo ves, a eso me refería. Tú y yo vamos a ser una gran pareja. Incluso pensamos igual.
Arrancó la moto y la miró.
Mad lo miró también. Estaba tan relajado… Porque era evidente que no le costaba estar con ella. Amigos. Sólo eran amigos.
Se subió a la Harley y se puso el casco. Esperó a que alcanzaran velocidad y lo rodeó por la cintura. Era patético, pero el maldito casco era el único motivo por el que no apoyó la mejilla en su hombro.
Bueno, eso y el hecho de que eran… amigos.