CAPÍTULO 15

Paul firmó el contrato sobre Shelley y obtuvo sus dólares, y Tony se compró un Jaguar tipo E, y una pequeña casa en Chelsea. Stella se aseguró su parte como Harriet. Fue un período próspero, en uno y otro sentido. Hasta yo pude haberme beneficiado. Otra compañía de cine me ofreció trabajo y cinco mil dólares al año, un trabajo estable, no de tanto en tanto, como el trabajo independiente que hacía con Jessie. Me querían porque había hecho un trabajo tan bueno con Paul. Pero no me iban a hacer desviar del camino.

Yo había desarrollado mi difícil plan en Durrington, para destrozar su casamiento, convirtiéndolo en una estrella, y me había quedado plantado en eso. Pero hasta que el matrimonio estuviera arruinado, y yo hubiera rescatado a Shirley de las ruinas, no me sentía capaz de abandonar el caso.

Fue una sorpresa para la gente de la productora de cine, cuando rechacé el trabajo. Les dije que Konsakis me quería para la publicidad de Paul para la nueva película de Shelley, y yo no lo podía dejar, ya que Paul era un viejo amigo y también él quería que lo hiciera. No se encuentra a menudo en estos días una lealtad como ésta.

Todos partieron en avión para Italia para filmar en el lugar, y durante el tiempo que estuvieron afuera, vi poco a Shirley, y sólo en irreprochables ambientes en Londres. Dicen que la esposa a menudo es la última en enterarse del desastre de su matrimonio. Era verdad en el caso de ella.

Yo saqué a relucir el nombre Stella Fenton bastante a menudo entre los periodistas chismosos, y siempre ligado a Paul King. No se publicó nada sobre ningún romance. Todavía era temprano. Pero entonces yo tenía sólidos fundamentos para creer que el momento de triunfo se estaba acercando. Y entonces, por primera vez me di cuenta de lo que significaría para Shirley.

Pero ahuyentaba el pensamiento cuando se me cruzaba por la cabeza.

Una noche tuve ocasión de verlo a Perry, el hombre de publicidad de Konsakis. Después de un rato dijo:

—Estamos retardando el ángulo personal hasta después de la película. El público se está cansando un poco de las estrellas de cine y sus divorcios. Son más rutina que noticias. El más viejo de los sombreros viejos.

La red de espionaje de Konsakis había estado trabajando. Perry tomó un trago de whisky. Tenía una cara extraña, bastante inexpresiva, delgada y en forma de pico, y la piel nunca se movía; sólo sus pálidos ojos tenían algo de vida, y una mirada de propia burla.

—No será difícil construir una nueva imagen de “feliz matrimonio, de verdad”, una vez que tengamos la cosa segura, continuó.

—Si es que se casa con ella.

Los dos sabíamos quién era “ella”. No dijo nada. Yo pregunté:

—¿No le tiene simpatía a Stella?

—Yo le tengo simpatía a aquello por lo que me paga para que le tenga simpatía, ¿se da cuenta? Si yo hubiera tenido coraje, me hubiera metido en el periodismo. Vender es vender, sea del lado que sea que uno lo corte. ¿Cuál es la diferencia entre Stella y un jabón en polvo? Ninguno de los dos es bueno para las manos.

—¿Qué le parece la película?

—No creo que tenga buenas críticas, pero será negocio. Stella es nueva, y no va a ser demasiado mala. Tendría que ser negocio. La sensiblería romántica siempre lo es. Usted está manejando la parte personal —continuó—. De modo que por amor a Dios, que no haya ningún material sobre el matrimonio feliz, o fotos de Shirley y la criatura jugando sobre el césped.

Pude darme cuenta, por el tono de su voz, que esto era algo que ya le había ocurrido antes.

—¿Cree que podrá frenar a las damas de las revistas, para que no le hagan entrevistas a ella?

—Creo que sí, Shirley no está ansiosa por la publicidad, de todos modos.

—¿La conoce bien a Shirley?

Sus ojos burlones estaban fijos sobre mí.

—Bastante bien.

—Sí, ya me he enterado. De modo que, ¿se lo puedo encargar a usted?

Le dije que podía hacerlo. Y me dije a mí mismo, debes ser cauteloso. Repentinamente recordé cómo, después de la fiesta del Savoy, cuando Shirley se embriagó, Paul me había preguntado si yo la había acostado. Yo había intuido una trampa. No iba a ser el tipo que cayera en ella, entonces. No lo iba a ser ahora.

De modo que me mantuve alejado de ella y nunca fui a Hampshire, aunque me resultó muy difícil.

 

Las revistas estuvieron malas, cuando la idea de Konsakis sobre Shelley apareció sobre una casi indefensa audiencia. Especialmente en las de los domingos. Habían tenido más espacio sobre el que afilar sus máquinas de escribir. Ejemplo:

“Paul King, ahora, otro poeta trágico, en los amores de Shelley, no es especialmente interesante. Para pintar a uno de nuestros más extraños y más complicados poetas líricos, no basta con llevar pantalones de la época de la Regencia, una camisa de cuello abierto y una mirada en blanco, centro muerto, dentro de la cámara. Ni los remordimientos de conciencia se delinean con el trabajo de las mandíbulas, muy lenta y tristemente, como si el sujeto estuviera pensando que el huevo no era fresco”.

Éste fue un recorte que no pegué en el álbum.

De todos modos, había colas en Leicester Square, y una enorme foto de Paul, de cara rosada, ojos ultramarinos, sosteniendo un libro de versos, de unos treinta centímetros cuadrados, y mascando la punta de una lapicera a pluma.

Un mediodía, fui caminando hasta Salisbury, no tenía ninguna cita para almorzar, y decidí comer un rápido sándwich, porque tenía una carga de trabajo esperándome de vuelta en la oficina.

En un rincón del Salisbury, vi a Tony Banks. Me pareció raro. El Salisbury no era su tipo de área, él era un hombre del Caprice-y-Ritz. Estaba sentado en uno de los bancos cerca de la vidriera. Yo comí mi sándwich, tomé mi vaso de cerveza, fui hacia donde estaba y lo saludé. Levantó la mirada y me hizo un cabeceo.

—¿Cómo anda todo?

Me senté a su lado. Sentí como si le hubiera clavado un alfiler, sin que él lo notara.

—Lindas colas en Leicester Square, al venir para acá —dije.

No contestó. Pero levantó su bebida, la tomó de un trago, y luego me miró.

—Supongo que te has enterado de las noticias, ¿no? 160

¿Qué noticias?

—Paul me despidió.

No lo miré a los ojos. Simplemente musité asombro v lástima y pregunté por qué. Se encogió de hombros.

Creo que me echó la culpa de lo de las revistas.

—La película anda muy bien.

—Ese no es el caso, ¿no?

Supongo que había pasado por la rutina del gran actor, el pobre diablo. Ni siquiera me pidió consejo, no trató de comentar los hechos. No tenía sentido hacer mi papel del bueno de Charlie. Era demasiado larde para traguitos de suavizante jarabe de melaza. Paul finalmente le había quitado el material de una patada.

—Lo voy a ir a ver a Konsakis esta tarde para hablarle de esto. Él es el único hombre que tiene alguna influencia sobre Paul, ¿no te parece?

Asentí con un cabeceo. Donde estaba el dinero allí estaba la influencia.

—¿Dónde para Konsakis?

—Cerca de Brighton.

Sin embargo en mi corazón, pensé que Tony estaba perdiendo el tiempo. ¿Qué diferencia le significaba a Konsakis, quién manejara a Paul? Tony era simplemente un material sin importancia, como yo, utilizable. Pero la gente se agarra de cualquier pajita. No llene sentido desilusionarlos.

Tomamos otro trago y traté de calmarlo un poco. Era como un hombre herido más allá de su capacidad, e igualmente capaz de la acción o de la inacción. En un momento dado parecía querer hablar de sus problemas, y al siguiente se hundía en una apatía de indecisión. Era un prestamista que se había imaginado que influía en el juego. Algunos prestamistas lo podían hacer, pero no éste. Caminé con él de vuelta. Le quería decir que no anduviera mendigando, que no se colocara en una posición de humillado.

Llovía sobre su pelada. Me dejó en la oficina y siguió, un hombre que había perdido su pata de conejo de la suerte.

Fue la última vez que lo vi.

Nunca llegó a verlo a Konsakis. Se estrelló con su auto contra un árbol, en el Balcombe Road, camino a Brighton. Todavía hay una cantidad de viejos árboles del bosque, en el Balcombe Road, han estado allí desde mucho tiempo atrás.

El médico forense dijo que debió haber sido un trecho del camino, muy húmedo y resbaladizo. Había una pequeña cantidad de alcohol en el organismo, pero nada que hubiera podido contar para el accidente. Normalmente era un conductor muy cuidadoso. Nadie pudo entenderlo para nada. El E-type Jaguar dio una espectacular imagen del choque. Así tiene que haber ido de rápido. Coloqué el nombre de Paul en el aviso fúnebre, como lo había hecho en el de Mike Standford. Conozco muy bien mi trabajo.

 

La gente reacciona en forma distinta frente a la desgracia. Tony expresó sus emociones en una desacostumbrada velocidad y se mató. Paul King atacó, él lo echó a Tony.

También la echó a su mujer.

Sucedió bastante repentinamente. Los rumores que los envolvían a él y a Stella, habían estado aumentando. La primera mención en público fue un aparentemente inocuo pequeño párrafo chismoso en una revista de cine:

 

A Paul King y Stella Fenton, los que actuaron juntos en su última película, Los amores de Shelley, y también actuaron en la película sobre Rupert Brooke, se los ve a menudo juntos en las primeras noches de función, en estos días. Dicen que viajar con un amigo puede, o cimentar o romper una amistad. En el caso de Paul y Stella, parece haber obrado de la primera forma. Ella fue con él a Nueva York, para la premiére de Rupert Brooke y luego, por supuesto, para filmar en Italia Los amores de Shelley. “Paul y yo somos sólo buenos amigos”, dijo Miss Fenton la semana pasada.

 

Entonces sonó el teléfono una noche, y Paul preguntó, más bien perentoriamente, si yo estaría en casa todavía por un par de horas. Tuve la impresión de que el sexo lo estaba volviendo loco. Cuando la gente quiere verlo a uno urgentemente, siempre se trata de sexo o de dinero. El sexo de ellos o el dinero de uno. Siempre pueden llegar a refrenar su impaciencia cuan' do se trata de pagar lo que le deben a uno.

Paul no me preguntó si podía venir a verme, simplemente dio por sobreentendido que yo lo esperaría Estaba lloviendo a cántaros.

En ese momento yo me había buscado una casa en Belgravia, y cuando abrí la puerta del frente, él estaba allí parado con aspecto de amante de una película francesa. La lluvia le corría por la cara en forma de riachuelos. Entró, se secó la cara, y lo vi que recorría toda la sala con la mirada. Probablemente, sumando tos costos de todo y preguntándose si yo habría comprado la casa con un préstamo. Pero cuando le hablé, no me contestó, como si todos sus pensamientos fueran Interiores. Le di un whisky, y se quedó sentado un largo rato sin decir nada, yo no lo iba a apurar.

—¿Qué harías tú, Charlie? —dijo finalmente—. Se trata de mí y Shirley.

Me mostré inocente e ignorante de todo, enfocando los ojos sobre su cara, pero escuchando, mi corazón batiente.

—¿No te vas a separar? —pregunté con un tono de voz impresionado. Estuvo bien hecho. Había practicado la frase bastante tiempo.

—¡Nadie sabe cómo son estas cosas hasta que uno no pasa por ellas!

Es una desgracia que las víctimas sean lo suficientemente duras como para infligir sufrimientos mentales sobre sus asesinos. Sería una ayuda si se mostraran más animadas cuando se las apuñala por la espalda. Él estaba sintiendo un poco de la pena y la humillación que le infligiría a su mujer.

Entonces salió todo a relucir, como era inevitable, las vagas excusas, las autojustificaciones, las interminables parcelas de mal ligada charla.

Todo había empezado demasiado temprano para él.

El hombre tenía derecho sobre su propia mujer.

¿Por qué un artista debía estar atado a la vida doméstica?

Era mejor una limpia ruptura; no era bueno amoldarse a la infelicidad.

Era mejor también para la criatura. No era saludable para la pequeña Jane criarse en una atmósfera de tensión y discordia. Bla-bla-bla.

Cuéntame el asunto de la vieja, vieja historia, pensé.

La parte de la criatura tenía que venir, por supuesto. A menudo había notado ese repentino interés por los niños. Sólo una cosa faltaba, y tenía que salir, y salió, en los acostumbrados tonos resonantes del que ha visto demasiadas películas. Terminó diciendo en voz alta:

—¡Para mí se terminó, te digo que se terminó!

Lo miré pensativo y sabiamente, y dije:

—Yo no resolvería nada apresuradamente, Paul.

Terminó el resto del whisky de un trago, y dijo:

—Ya lo he hecho. Le he escrito una carta y la mandé por correo esta noche.

Siempre es más fácil clavar la puñalada por carta. No hay que mirar la cara de la víctima. Se levantó para irse y dijo:

—Me gustaría que fueras mañana a verla, Charlie. Dile que no tiene sentido discutir sobre el asunto. Yo he terminado, ¿te das cuenta?

Las víctimas que discuten, se quejan y lloran, pueden ser desastrosas. No es una forma cauta de actuar.

—Muy bien, Paul—dije pesadamente—. Iré, aunque no lo haría por ninguna otra persona que no fueras tú.

Enseguida después de eso, salió a la lluvia, y yo quedé solo para saborear mi momento de triunfo. Éste era el final hacia el que había trabajado, el resultado de todos mis planes, alimentados por el odio y los celos, aunque abrigados y sostenidos por mi deseo de tener a Shirley. La teoría había sido buena. Esta esposa había sido descartada, el impulsador del cohete se había desprendido en la elevación hacia la fama.

Por un largo rato me quedé sentado, mirando fijo a nada en particular, escuchando el excitado latido de mi corazón.

Al día siguiente la lluvia paró y salió el sol. Fui en auto a lo de Shirley, temiendo el encuentro, aunque sabiendo que sería todo para bien.

Había una pequeña brisa, y por todas partes estaban floreciendo los árboles. La casa estaba alejada del camino, al final de un camino en curva. Estaba ubicada, más abajo del nivel de éste, cerca de Fordinbridge, y como la mayoría de las casas Tudor, estaba protegida del viento. Era una de esas casas que parecen una puesta en escena de una película, todos rincones inesperados, parte piedra, parte ladrillos, y sin embargo todo metido dentro del paisaje. Mientras iba hacia los garajes, me preguntaba por qué Paul odiaba ese lugar. Tal vez pareciera demasiado duradero.

Caminé por el césped, y encontré a Shirley sentada al lado del estanque de los peces. Había dejado de usar anteojos, y se había colocado lentes de contacto, que ponían en foco la extraordinaria belleza de sus ojos.

—Tenía la sensación de que vendrías hoy, Charlie —dijo. Me senté junto a ella sobre las piedras planas. —Sé por qué has venido.

Todavía no dije nada. Ella habló primero, en un tono de voz chato y muerto.

—Has venido para decirme que él no volverá, jamás, y que sería mejor que yo aceptara los hechos —dijo—. Es curioso, yo pensaba que cuando se terminara esto, estaría a los sollozos. Estoy más allá de ello. He llorado unto, y tan inútilmente. Dicen que cuando los cirujanos cortan una pierna, duele como si todavía estuviera allí. Sin embargo una mitad de mi persona se ha ido, y no siento nada.

Su expresión no era dura, era simplemente remota, como la de un sacerdote que ha descubierto que no cree en Dios, después de todo.

—Tuve una visita ayer. Nuestro viejo amigo Vic. Llegó bastante inesperadamente, estaba haciendo una actuación en Salisbury.

Me volvió a mirar con esa remota, descolorida mirada y dijo:

—En un hombre agradable, Vic. Un buen hombre. No compensa, ¿no? A él lo abandonó su mujer porque ella quería una entrada de dinero regular y a mí me abandona Paul porque tiene éxito.

Traté de interrumpir, pero no me dejó.

—No, es inútil decirme nada más, Charlie. Al final hay que ver las cosas de frente. La primera vez que usé lentes de contacto tuve una sensación extraña. Nunca había visto antes realmente mi cara mientras me maquillaba. Fue justamente así la última vez que Paul vino a verme. Sentí que nunca lo había visto antes. Supongo que yo sabía que sería la última vez. ¿Has mirado alguna vez algo muy común con una lupa, digamos, la camisa que llevas? Parece limpia, pero mírala con todas las pequeñas motitas de suciedad magnificadas, y sentirás totalmente otra cosa respecto a ella. No es una sensación agradable. Te sientes engañada. —Se encogió de hombros—. Admito que es difícil creer en alguien que nunca existió. ¿Qué objeto tenía?

—No se ha perdido nada —dije sin convencimiento—. Las cosas se desgastaron.

Me miró vacilante. Sin creerme. Esto es lo que hacen los atorrantes de esta vida, se llevan la confianza. Llevaría tiempo volver a armarla, hacerla ver y sentir que no era un fracaso. Hay una amargura especial para la mujer cuando se la manda al montón de desperdicios. Le quita el sexo. Llevaría tiempo.

Es extraño cómo los actores comparan sus propias vidas con los papeles que han hecho. Shirley dijo entonces:

—Siempre pensé que la reina Catherine, en Enrique VIII, era un poco exagerada. Ahora la comprendo. No he conformado todavía con mi completo cariño al rey? ¿No lo he querido hasta el cielo? ¿No he obedecido? ¿No he sido, fuera del afecto, supersticiosa con respecto a él? ¿Y así se me recompensa? No está bien, caballeros”. Y no lo está, ¿no, Charlie?

Aun cuando ella hablaba con amargura, su voz tenía un encanto para mí, y el perfume de su personalidad me rodeaba. ¿Cómo podía él echarla?

Por un momento no contesté. Podía haber vuelto a caer en lo obvio y decir que todo era una carrera de ratas, pero cuando pensé en Paul pensé que sería un insulto hacia un animal altamente corajudo e inteligente.

—Siempre pienso —dije, por fin—, que la gran cosa en la vida es tratar de comportarse no tan mal como la mayoría de la gente. Y eso no sería tampoco difícil.

—Eres un cínico, Charlie.

—Un cínico que está de tu parte.

—Ya lo sé. ¿Hay otra mujer de por medio? ¿Alguien con la que quiere casarse?

Decidí mentir y sacudí la cabeza inseguramente, y después deseé no haberlo hecho.

—Eso es casi más insultante, ¿no crees? En cierta forma la infidelidad no es terriblemente importante. Es efímera. No altera nada básico, no realmente.

Yo sabía a qué se refería. Cualquiera podía caer en la cama, en un momento de inconsciencia, pero lo que ella estaba afrontando era una total traición de todo. Como sentir que un leño era sólido, y luego descubrir que era hueco, y lleno de gusanos reptando dentro de él.

—Todavía eres joven, y la vida todavía puede ser bella para ti —dije tiernamente. Muy remanido, pero vi el temblor de sus labios y decidí ser realista y práctico. Le pregunté sobre los arreglos económicos.

—No quiero su dinero —dijo amargamente y se levantó.

—Tienes que pensar en Jane. No digo que el dinero sea lo más importante, pero ayuda.

Por primera vez sonrió.

—Suenas como Bohun en Nunca se puede decir, ¿recuerdas cuando lo representaste en Durrington?

—Insiste en un acuerdo. Eso impresiona su delicadeza, la mayoría de las precauciones más sensatas lo hacen, pero usted me pidió un consejo y yo se lo doy. ¡Llegue a un acuerdo! —cité.

—Tendrías que tener una nariz postiza.

—Tal vez me mejoraría la cara.

—Tienes una muy linda cara. Algunas caras mejoran cuando envejecen.

La buena, querida Shirley.

Volvimos caminando a la casa, del brazo. Parecía muy cómodo y reconfortante.

En el camino volví a la cuestión de los alimentos, porque tenía la sensación de que Paul trataría de salir de ello barato. En qué medida, no me di cuenta hasta que no le pregunté. Suspiró y dijo desinteresadamente:

—Dijo en la carta que me daría mil quinientas libras al año, libre de impuestos, y la casa.

Me detuve en el camino de pedregullo, la miré fijo, y estallé enojado:

—¡Pero eso es absurdo! ¡Mira todo el dinero que ha ganado y va a ganar!

—No me interesa —dijo fríamente—. Simplemente no me interesa, ¿te das cuenta?

—Bueno, a mí sí —dije furiosamente—. ¡No lo puedes dejar ir así, con todo servido, es un maldito insulto!

Puso la mano sobre mi hombro, y dijo suavemente.

—Dejémoslo por el momento, Charlie. Me hará bien tener que volver a ganarme el dinero. Lo ves así, ¿no? Me quitará cosas de la cabeza. ¿Sabías que el Vic ha puesto una pequeña escuela para enseñar teatro, impostación de la voz y todo lo demás? Me podrá dar algunas lecciones, porque pienso que me he puesto un poco herrumbrada. Luego volveré a intentar hacer radio. Tal vez, quién sabe, pueda conseguir algunos papeles en televisión. Tony Banks podría haberme ayudado...

Empezó a moverse sin completar la frase. Le tenía simpatía a Tony. Todos se la teníamos.

—Eso es lo que haré —dijo, con una especie de patético intento de parecer decidida, animada y práctica. —Tomaré algunas lecciones, y luego volveré al mundo del espectáculo, part time, de todos modos.

Me quedé a almorzar, y a la tarde, la llevamos a Jane a buscar campanitas azules. Dejé a Shirley después de las diez. Se la veía pálida y enferma, y quién no lo estaría.

No discutí el futuro. Sabía que primero tenía que dejar que el veneno de la desilusión saliera de su organismo, para dejar que se escurrieran las altas emociones, y que la mano muerta de la soledad la atrapara.

Pero ahora, notaba cómo, en su agonía y desgracia, había sobrevenido un curioso cambio en ella. Repentinamente había ganado en estatura y dignidad.

Ya no era una sentimental barata, y pensé que nunca más lo sería. Era una personalidad en su propio derecho, madurada y calma.

Cuando la dejé, sentí que todo, en realidad, había valido la pena.

Llamé por teléfono a Paul King cuando volví a Londres, preguntándole si era conveniente que lo fuera a ver a la mañana siguiente. Ignoró mi pregunta primero, y preguntó cómo lo había tomado Shirley.

—Tan bien como era de esperar.

—¿Lo que significa?

—Exactamente eso, tan bien como era de esperar —repliqué, con una especie de animada objetividad, como un médico que hace el cuadro clínico de un caso posoperatorio—. ¿Cuánto puedo pasar por allí?

Vaciló. Como todos los caracteres débiles, no tenía ansiedad por oír los espantosos detalles de los que era responsable.

—Estoy un poco comprometido mañana.

Yo me reí franca, sonoramente.

—¿Qué tiene de tan divertido? —preguntó irritado.

—Si fuera tú, yo me vería —dije siniestramente—, yo debería verme, si fuera tú. Si sabes lo que es bueno para ti, deberías verme.

Ahora, por fin, yo podía salir al descubierto. Ahora podía ser yo mismo con él. Las cadenas de la represión se me desprendían, eslabón por eslabón. Casi podía oírlas sonar al caer al suelo en un montón, mientras estaba parado junto al teléfono escuchándolo a Paul King retorcerse. Las había llevado durante un largo tiempo, trabadas por grilletes, y a veces la carga había sido casi más de lo que podía soportar. Ahora podía sentir que la circulación mental ganaba fuerzas, mientras flexionaba mis músculos mentales, estirándome emocionalmente, deleitándome en mi nueva libertad. La sensación de haber ganado la lucha, había sido empañada en la casa de Shirley por la visión del sufrimiento de ella, pero ahora estaba saboreando todo su sabor y me regocijaba de él.

—¿Referente a qué? —preguntó nuevamente, repetitiva y cansadamente. Yo también podía ser repetitivo, dije suavemente:

—Simplemente que deberías verme si sabes lo que es bueno para ti.

No estaba jugando con él como un gato con un ratón, No me sentía un gato, me sentía como un tigre, y no lo veía a él como un ratón, lo veía como un chivo. Exhausto y nervioso. Balando inseguramente. Dijo:

—¿Sobre qué? ¿Shirley?

—Naturalmente.

—¿Qué pasa con Shirley?

—No te lo puedo decir por teléfono —dije suavemente.

—¿Ha estado... difícil?

—No es Shirley la que se va a poner difícil.

Hubo un silencio de unos segundos. Luego habló en forma cortante. Fue la última vez que trató de hacer chasquear el látigo, y en ese momento, la correa pasó sobre mi cabeza inofensivamente. Dijo:

—No estoy seguro de que me guste tu tono de voz, Charlie.

—Bueno, no importa mi tono de voz, ¿cuándo te veo?

—Mañana voy a Brighton para almorzar con Konsakis —dijo petulantemente.

—¿Cuándo te veo? —dije contenidamente—. Si quieres, eso es. No me importa no verte.

La sensación de poder es una cosa sutil. Otros lo perciben, algunos le temen, sin saber lo que temen. Dijo inseguro:

—Salgo a las diez.

—El mismo de siempre —murmuré insolentemente. Él sabía con seguridad, entonces, que estaba enfrentando algo formidable, y la desconocida naturaleza de esto lo ponía más nervioso. Recuerdo haber pensado, con la conciencia de él, que no me sentía sorprendido. Dijo, dando un suspiro:

—Te podría ver unos minutos antes de salir, digamos a las diez menos cuarto.

—No puede ser. Tengo otro compromiso a las diez —dije—. Olvídalo. No te preocupes

Lanzó otro suspiro más profundo. Yo sabía lo que significaba el suspiro. Se suponía que era un resignado, preparatorio ruido, despejando el terreno, para acceder a una inoportuna súplica de un campesino, pero el problema era que el campesino era un ex actor, que podía reconocer a otro actor cuando éste estaba actuando. Sabía que lo tenía en mis manos.

—Muy bien, ven a las nueve y media —dijo brevemente.

—Nueve y media. —Me lo imaginé frunciendo el ceño, preocupado, sabiendo que había algo serio en el aire, e impulsado a saber lo que era lo antes posible.

—Muy bien, pero, me resulta muy inconveniente.

—Demasiada verdad, es eso —dije ásperamente, y colgué el tubo.

Esa noche dormí muy bien. Antes de apagar la luz, le dije un adiós final al bueno del viejo de Charlie. No lo vería más. En cierta forma lamentaba que se fuera. Pero había servido a su propósito

Llegué a la mañana siguiente a Arlington House a las nueve y cinco, no a las nueve y cuarto. Él había tomado su jugo de naranja, y estaba mordisqueando una fina tajada de tostada Melba, mientras sorbía su café.

No me saqué el sobretodo. Entré directamente en el desordenado living-room, y me quedé parado junto a la ventana, mirándolo.

—No va a caminar, compañero —dije, ofensivamente.

Me miró con la vieja, familiar mirada de chico perdido, en sus ojos grises.

—¿Qué no va a caminar, Charlie?

Como un acto para esconder su oculta nerviosidad, su temor a lo desconocido, estuvo razonablemente bien. Yo lo pude haber hecho mejor, dada la oportunidad, en mi época de actor. Lo hubiera representado más agresivamente. Pero esos papeles dependen de cómo los interpreta el actor. Entretanto, en la instancia presente, yo tenía ventaja, porque ya no tenía que representar más ningún papel. Era simplemente Charles Maither, yo mismo, libre y queriendo irme.

—Los términos que has sugerido para el divorcio, decididamente malos e inaceptables —repliqué crispado y como si se tratara de negocios.

—¿Qué quieres decir? ¿Mil quinientos al año, libres de impuestos, y la casa? —dijo, los ojos bien abiertos. Inocencia sorprendida. Aspecto algo herido. Yo conocía la rutina. Muy fácil para un actor.

—Inaceptable

—No hubiera pensado que Shirley era así —dijo cuidadosamente, y tomó un sorbo de café.

—No es ella, soy yo.

—Ah —dijo y bajó la taza de café y empujó hacia atrás la silla, época Regencia, y fue caminando hacia la estufa, a través de la mullida alfombra dorada, se dio vuelta y me miró.

—Charlie, no debes interferir entre marido y mujer. Ella todavía es mi mujer, pero desde este minuto tú no eres más mi agente de relaciones públicas, ¿te darás cuenta de esto?

—Demasiado cierto que no —dije alegremente. Hizo un vago gesto hacia la puerta.

—Entonces no hay más que decir.

—Sí, lo hay, mucho.

Pasó por la vieja y monótona rutina de váyase hombrecito, estoy ocupado, suspirando pesadamente y todas esas exageraciones.

—Charlie, estoy más bien apurado.

Me senté en la silla que había dejado vacía y comencé a comer una tajada de sus tostadas Melba. Dije:

—Estoy negociando por Shirley. Te puedes guardar la casa y su contenido. Yo la valúo en quince mil libras y quinientas libras su contenido. Y ella renunciará toda manutención regular. Se quedará con sesenta mil libras, más veinte mil libras por la casa y .su contenido. Digamos ochenta mil libras. Pagadas ya, con un cheque cruzado, librado a la orden de ella, y me puedes dar también una nota. Lo llevaré de paso, al Banco de ella, cuando te deje. Separación limpia, ¿te das cuenta? Podrás irte a Brighton esta mañana con el corazón aligerado. Todo arreglado de manera amistosa. Nada de sórdidas disputas, ¿Correcto?

Ya estaba mirando por la ventana mientras hablaba. Observando cómo una mujer paseaba a su perro por la manzana, escuchando el ruido del tránsito allá abajo, con una oreja, escuchando la respuesta por venir con la otra. Después de un momento, lo miré dándome vuelta, regocijante de alegría, porque sabía que le estaba golpeando en su lado débil. Era siempre maldito con respecto al dinero. Comenzó a moverse hacia el teléfono de la casa. Simulando, por supuesto, y yo sabía que simulaba, y él sabía que yo sabía, pero tenía que pasar por la rutina. Una vez que se es actor siempre se es actor.

—Es mejor que te vayas, Charlie, o te haré echar. No eres bienvenido aquí. Te estás sobrepasando.

—Vamos —lo ataqué— levanta el tubo, ¿qué te detiene? Haz que me echen, muchacho. Si te apuras, llegará a las ediciones del mediodía. ¿Quieres conseguir una promoción, no?

De esta forma, por unos momentos hicimos nuestro baile de guerra en broma, cada uno contra cada uno, y cada uno de corazón, reconociéndolo por lo que era, un aderezarse las plumas, una escaramuza preliminar, una pretensión beligerante.

Había abandonado su mirada de pequeño chico perdido. Tenía la mirada de un chico que estaba de mal talante, y esta vez no era falsa. Tenía los labios comprimidos. No estaba blanco de rabia, mientras continuaba el viejo cliché, pero estaba bastante amarillo, y sus párpados caían sobre los ojos, como en los viejos tiempos, cuando pensaba en las proposiciones y cavilaba sobre la letra pequeña de un contrato.

Se alejó del teléfono impacientemente, se dio vuelta, y vi un leve destello en sus ojos, el comienzo de una maliciosa sonrisa en las comisuras de la boca. Habían desaparecido casi antes de que yo pudiera registrarlos, pero me pusieron en alerta. Sentí que me iba a dar un verdadero golpe en un minuto, y así lo hizo, pero aunque yo esperaba algo, la naturaleza de ello me tomó de sorpresa. Por el momento, se contentó con decir:

—No tengo ningún propósito de negociar contigo, Charlie. Así se lo diré a Shirley. Y para que sepamos dónde estamos parados, se lo diré ahora.

Había llegado hasta el teléfono y levantado el tubo, antes de que yo pudiera hablar. Lo oí pedir el número, dije abruptamente, desesperadamente, porque no pude pensar en otra cosa:

—Es una lástima que no puedas llamar a Beryl Wilson, ¿no?

Colgó el tubo de un golpe y me miró fijo.

—¿Beryl qué?

—Wilson, Beryl Wilson de Accringham. Tu antigua novia, la que murió. ¿La has olvidado? Me sorprende que la hayas olvidado —dije suavemente—. Es curioso, ¿no? En un momento dado una chica está allí. Luego desaparece. Entonces se la olvida. Bueno, eso es el mundo del espectáculo. Cancela la llamada a Shirley.

Nos miramos fijo, uno al otro, por unos segundos. Nunca me había sentido tan seguro. Sin duda, él lo leyó en mi cara. Vi que levantaba el receptor y cancelaba la llamada. Dije:

—Así está mejor, ¿no? Ahora podemos charlar como viejos amigos.

Caminó hacia mí, yo me puse de pie. Dijo:

—Ya que sabes tanto, sabrás que el médico forense me eximió de toda culpa. Ella era muy neurótica. ¿Tienes algo que agregar?

Yo sabía adonde me dirigía. Sabía que estábamos llegando al crujido, pero tenía que tener cuidado. No desconté que pudiera tener un grabador escondido en algún lugar del cuarto.

Abajo en la calle, la mujer con el perro todavía lo estaba paseando, con esperanzas, deteniéndose cada vez que aquél quería oler algo.

—No tengo nada que agregar —dije inocentemente—. ¿Por qué habría de tenerlo? No tengo nada de nada que agregar, excepto que parecería que eres propenso a los accidentes, eso es todo lo que tengo que agregar.

Estaba parado junto a una pequeña mesa Sheraton sobre la que había una caja de cigarrillos de alabastro ron esquinas de oro, y un puñal hindú de puño decorado. Pero no pensé que hubiera ninguna tontería con el puñal, no lo pensé para nada, no seriamente, aunque la idea se me pasó por la cabeza. Su mano estaba tan cerca de él, casi lo tocaba.

Lo tenía a corta distancia, la cara desagradablemente amarilla, los ojos, grises y sin pestañear, mirando fijo a los míos. Dijo ásperamente:

—¿Qué quieres decir con eso de “propenso a los accidentes”?

—¿Ves ese perro blanco de la calle, que levanta la pata de tanto en tanto? Su dueña se detiene cada vez que el perro se detiene. Él probablemente cree que es libre. Apenas si siente la correa y el collar. La gente propensa a los accidentes es como ese perro. Creen que son libres. Pero las cosas les suceden. Es como si atrajeran el desastre.

Allí era dónde tenía que tener cuidado, en casó de que hubiera algún grabador escondido. El chantaje es un delito grave, aun cuando se lo cometa en beneficio de otro. Lo oí decir:

—Yo no atraigo el desastre, yo atraigo el éxito, deberías saberlo, considerando la plata que has hecho conmigo.

Lo miré directamente a la cara y dije:

—Beryl Wilson no se suicidó. Fue asesinada. Estrangulada. La policía piensa eso, ahora. Conozco un hombre que conoce a alguien de la policía de Accringham, ¿te das cuenta?

Lo observé pasarse la lengua por los labios, vi que la manzana de Adán subía y caía dos veces al tragar.

—Asesinada, ¿qué quieres decir asesinada?

—Es una palabra bastante simple.

Deliberadamente le di la espalda a él, a la mesa Sheraton, a la cigarrera y al puñal hindú, caminé uno o dos pasos, y dije:

—No te voy a angustiar con la teoría. Ella estaba sola en la casa, ¿lo recuerdas? ¡Pero por supuesto que lo recuerdas! Recordarás eso muy bien, si hay algo que recordarás es que ella estaba sola en la casa. Alguien fue allí y la mató. No se forzó ninguna ventana, ni la puerta. Ella lo dejó pasar, ¿te das cuenta? Probablemente alguien que conocía muy bien. Pensé decírtelo para que te sientas mejor con respecto a ello, en cierta forma. Ella no se suicidó porque tú le habías escrito rompiendo las relaciones, ¿te das cuenta? Fue asesinada, ¿te das cuenta? Estrangulada porque estaba sola en la casa, sola excepto el asesino, por supuesto, sea quien fuera.

Yo caminaba suavemente de un lado al otro del cuarto, en ese momento. Él estaba junto a la ventana, probablemente mirando el perro blanco. El corazón me latía con bastante fuerza, en parte porque lo tenía al desgraciado donde quería, solo, hombre a hombre, separado de Shirley, terminados los años de decepción, y en parte porque me cuidaba el paso, eligiendo las palabras y frases para esto, el proceso de ablandamiento, antes de presionarlo por las ochenta mil libras.

—¿A qué quieres llegar? —dijo, casi en un susurro.

—Estoy queriendo llegar a ochenta mil libras esterlinas para Shirley, a eso estoy queriendo llegar —dije fríamente.

—Sea lo que sea a lo que quieras llegar, te puedes ir —dijo abruptamente—. Vete, ahora. Hablo seriamente.

Caminó hacia la puerta. Yo dije:

—Llevaré el cheque conmigo. Líbralo a la orden de ella, con una nota para tu Banco. Lo depositaré cuando me vaya de aquí. Y no trates de detenerlo más tarde.

Estaba parado con la mano en la manija de la puerta, mirándome de arriba a abajo:

—Vamos —dijo—. Afuera.

Casi se las ingenia para exudar una sensación de fuerza interior, lo que demuestra que los malos actores pueden llegar a tener sus momentos, especialmente cuando sienten algo profundamente, como entregar grandes sumas de dinero. Me moví hacia la puerta.

—¿Con cheque?

—Sin cheque.

Hice un cabeceo amigablemente, pero una vez más pesqué esa insinuación de destello maligno en sus ojos, aunque en ese momento no supe si era debido a algo que estaba tramando, o porque pensaba que había triunfado.

—Muy bien, si así lo quieres —dije—. Y para demostrarte que todavía podemos ser amigos, te haré un regalo de despedida, un artículo publicitario en honor a los viejos tiempos, gratis, sin cargo. ¿Qué te parece eso por la amistad? El regalo de despedida del bueno de Charlie.

Dejó caer la mano que tenía en la manija. Podía oler a peligro muy bien. Hubiera sido un débil mental si no lo hubiera podido percibir. El aire estaba caldeado y tenso.

—Uno para el diario de Inglaterra, y otro igual para listados Unidos, con fechas simultáneas de publicación —dije pensativamente.

—¿En qué términos? —preguntó con sospechas.

—Lo de siempre, sólo que un poco más acentuado. El triunfo de un actor sobre la adversidad. En esos términos. Conmovedor. Desgraciadas condiciones en su infancia. Matrimonio infeliz de los padres. Marido borracho se va de la casa, abandonando a la mujer y a la criatura. Todo eso.

Estaba parado junto a la puerta, mirándome fijo, temiendo lo que vendría después, esperando que no llegara.

—Buen material —dije alegremente—. Figúrate los titulares. El padre del actor muere en un manicomio. Cómo su frágil madre trabajó con las manos hasta que le quedaron en huesos, para sustentar a los dos. Ropa gastada, problemas de alquiler. Nada de juguetes. Nada de vacaciones. El regalo de la vieja madre, una mala salud debida a esos días. Pero la anciana madre todavía está trabajando. No quiere ser una carga. Luego pasaré a ti personalmente —dije, alegremente—. Las luchas propias de Paul King. Su primer amor, Beryl Wilson y su trágico final. Su casamiento. Una criatura. Su matrimonio se termina. Sus triunfos y para balancear la imagen, sólo una breve referencia, a la pasada, sobre el Hamlet en Stratford. Como lo relató su amigo, Charles Maither. Los tendré llorando en los pasillos por todos tus sufrimientos —terminé con entusiasmo.

Se alejó de la puerta, cruzó el cuarto hacia la ventana y se quedó parado mirando afuera, cerca de la mesa Sheraton con la cigarrera de alabastro y el puñal hindú, y dijo:

—Si publicas eso, te demandaré.

—¿Demandarme? —dije, sorprendido—, ¿por qué? ¡Pero, si de la forma en que lo voy a escribir, tendrás a todas las mujeres de mediana edad, de Inglaterra y de Estados Unidos, que querrán hacer de madres tuyas!

Lo seguí, cruzando el cuarto, hacia la ventana, y le dije suavemente al oído:

—Te diré lo que voy a hacer. Cortaré las referencias al desastre de Hamlet. ¿Qué te parece?

Se dio vuelta para ponerse frente a mí. Era más alto que yo, de buena figura y probablemente puesto en forma, porque había hecho dieta para la película de Shelley, apenas bebía y había dejado de fumar. Al ponerse de frente a mí, con la cara blanca, tensa, no pude detectar ninguna línea suave en toda su cara. Es realmente un asesino, pensé. Por Dios, sí que es un perfecto asesino. No sentí miedo, pero por un momento me sentí mal. No tenía temor porque no creí que tratara de matarme. Pero me sentía mal porque tuve una terrible visión de cómo me hubiera sentido de haber sido una mujer joven, y de haberlo mirado y de haber visto su cara, y haberle rogado y no haber visto ninguna compasión en ninguna parte de sus grandes ojos fijos azules. Dijo:

—¡Ésa no es la imagen que quiero! Y tú bien que lo sabes.

—Es la imagen que tendrás —dije sin emoción, y me alejé un poco de él—. Las fotos también van a ser buenas. Tu lugar de nacimiento, humilde, tal vez hasta sórdido. Tu madre, Edith, fumando, por supuesto. El manicomio donde murió tu padre. Beryl Wilson, los atraparé a los padres, creo, y haré algunos párrafos sobre ellos. “El trágico romance”. Cómo empezó, qué anduvo mal, toda esa lata. Finalmente, algunas comprensibles observaciones hechas por Shirley. Simple, algo de pequeña mujer. Cómo ella sólo quiere que seas feliz, y todo eso. Bueno, ¿eh?

—Hay rumores sobre una nueva película sobre Byron —dijo violentamente—. ¿Cómo diablos esperas que me den el papel si publicas todo eso? Especialmente después del fracaso de Shelley.

—¿Me importa realmente? ¿Lo siento aquí? —pregunté, golpeándome el corazón— Dime, ¿realmente me importa?

Pude oír su mente que hacía tick-tock, calculando sus posibles ganancias futuras del Byron, su dinero en el Banco o en cajas de seguridad, porque la Corte podría alertar a Shirley si ésta le hiciera juicio por sustento adecuado.

—¿Chantaje? —dijo.

—El público tiene derecho a saber todo acerca de los ídolos sobre los que se produce tanto dinero —repliqué santamente, siempre consciente de un posible grabador.

—¿Cómo puedo estar seguro de que ella acepte una suma total y más tarde no me reclame también una pensión?

—No puedes. Pero ella no lo hará. Tú lo sabes.

Pero sacudió la cabeza, y dijo:

—Ninguna suma total. Se lo puedes decir, con mis cumplidos.

Le dije que no andaría, y que entonces yo iría a mi oficina y escribiría los artículos, ya que él lo quería así.

Era, por supuesto, chantaje, y bien crudo en esto.

No dijo nada por unos momentos, y pensé que yo ganaría. Luego dijo, que bueno, elevaría la oferta a veinte mil libras al año, pero se quedaría con la casa, y eso era terminante y generoso. Su vacilación parecía confirmar el coro interior de debilidad, del que yo siempre había sospechado. Pensé que sólo tenía que empujarlo un poco más, y me di vuelta como para dirigirme a la puerta.

Pero los hombres débiles son impredecibles. Ceden la mayoría de las veces, y luego repentinamente en el lugar inadecuado, meten las puntas de los pies. Volvió a ponerse colorado, y dijo, que muy bien, que lo publicara y que se fuera al diablo la vieja y repetida cita del Wellington y de la pelea de Harriet Wilson. Le sugerí que volviera a pensarlo, y nos acaloramos bastante, y hubo una cierta cantidad de ademanes. Finalmente, dije:

—No te tengo confianza. Lo único que me inspira confianza es tu dinero. Shirley te hizo, te entrenó, te apoyó moralmente, y a veces, con el dinero que ganaba. Tiene derecho a una parte justa de la fortuna que tú has recogido. Pero si se vuelve a casar, apelarás a la Corte por la cancelación de la pensión, eso es lo que harás, y si no lo consigues, conseguirás una buena reducción. Eso es lo que puede ocurrir, y eso es lo que no quiero ver que suceda. Quiero que ella tenga una Justa parte de tus ganancias.

Cualquier actor moderado puede hacer un pequeño gesto de desprecio, ante la caída de un sombrero. Él lo hizo en ese momento. Pero si el gesto de desprecio fue falso, la malicia de sus ojos no lo fue. Fuera lo que fuera que hubiera tramado, juzgó que ya era el momento justo para utilizarlo.

—Estoy seguro, Charlie.

—¿Qué quieres decir?

Yo era tan inocente con respecto a los móviles mercenarios, que el pesado sarcasmo de su voz, me intrigó.

—No soy tonto, Charlie —dijo suavemente.

—Ese es un tema que podremos debatir en otro momento.

—Sé perfectamente bien que después del divorcio tratarás de casarte con Shirley. El pobre viejo Charlie.

—Continúa —dije.

—¿Es necesario?

Asentí con un cabeceo, porque no podía hablar. Toda la furia y los celos encerrados de esos años, estaban por salir a luz, por lo que vi que se venía.

Todavía llovía y había ocasionales pequeñas ráfagas de viento que llevaban la lluvia contra las ventanas. Por encima del silbido y las salpicaduras de la lluvia, y el zumbido de los autos allá abajo, oí su voz, y parecía venir desde alguna distancia, porque había un tercer ruido, y ese era el ruido de la sangre en mis oídos, producida por los fuertes latidos del corazón. Recuerdo sus exactas palabras:

—Ella no tendría un gusto tan dulce sin el dinero de la pensión, ¿no, Charlie? Una suma capital, como un objeto de arte, puede llegar a ser una alegría para siempre, ¿no? Con el dinero de ella, ¿o diría mío?, y tu imaginación, estarían muy bien, lo estarías, Charlie, excepto que no lo vas a conseguir.