CAPÍTULO 8

De modo que nos separamos por unos meses, en la estación de Durrington, Paul, Shirley y yo.

Pueden pasar muchas cosas en unos meses, pero no pasó mucho. Todo lo que pasó fue que la obra de Paul fracasó, se hizo humo en el teatro Golder’s Green, donde también hay un crematorio y Paul se vio en la calle, en medio del frío.

Estaban viviendo en un cuarto, en Earls Court. Los ahorros se fueron pronto. Paul pasaba la mayor parte del tiempo sirviendo en un café. Shirley hacía absurdos trabajos en la radio, debido a su dulce voz.

No los vi demasiado. No tenía excusa para verlos. También tenía que intentar ganarme la vida. No se me estaba dando ninguna oportunidad, tampoco. Escribir cincuenta cartas a empresarios, grandes y chicos, y no recibir ni una palabra en respuesta, hace que uno piense en el futuro.

Una mañana, decidí dar una vuelta por el bar Salisbury, adonde va la gente de teatro, en St. Martin’s Lañe, y me tomé una cerveza. Nunca se sabe, a veces se puede pescar la conexión para algún trabajo en esos lugares. El escudo de armas que hay sobre la puerta del bar me divierte. Son rombos con una cantidad de pequeños leones, divididos en cuartos, con cocodrilos amarillos. Se lo ha descripto como una cantidad de pequeñas estrellas, con dos empresarios teatrales rampantes. Miré los cocodrilos empresarios. Tenían largos dientes. Entré al bar.

No pude ver a nadie conocido. Había chicas con la cabeza envuelta en chales y un homosexual entrado en años, con un suéter negro de cuello alto y una medalla de oro y un cárdigan dorado para hacer juego con su dorado pelo. Muy encantador, realmente, si a uno le gustan ese tipo de cosas.

Un yanqui que estaba a mi lado le dijo a su amigo:

—Tenemos que alegrar a los chicos de adelante.

—Estoy de acuerdo, Al.

Probablemente no tuvo más remedio que hacerlo, o se hubiera quedado clavado pagando los tragos.

—El manuscrito es maravilloso, maravillosamente satírico, con la reina Victoria que le tira el atril al príncipe Alberto, y éste que le devuelve con el metrónomo. Probablemente haya caído encima de las cabezas del público.

Sonaba a sutil.

—Me tengo que ir —dijo el norteamericano—. De paso te quería decir que Bed me dijo que te transmitiera todo lo mejor de su parte.

—Gracias, Al, nos veremos.

—Pronto, de veras —dijo, sin convicción el norteamericano.

La chica que estaba junto a mí estaba arreglada como la edición Wooworth de Elizabeth Taylor. Su abundante maquillaje se acercaba a un sándwich de queso. Estaba haciendo durar un café, como yo hacía durar la cerveza.

Entonces, justo antes de que pudiera pasar desapercibido, vi a Bob Grange. Tenía unos cincuenta años, solía ser bastante atractivo para las mujeres. Si hubiera nacido antes, hubiera sido uno de esos jóvenes actores que rondaban en los años veinte.

—Hola, Charlie —dijo.

Le tenía simpatía al viejo Bob, pero, pensé, no necesitaba imaginarse que le pagaría una cerveza, en cambio cuando yo le dije que estaba “vacío”, me pagó él una. Y me dio dos entradas para la obra en la que trabajaba, en el Richmond.

—Te gustará, viejo, estamos dando “Fiare Path”.

Iba a tener que ir. No tenía sentido simular que estaba demasiado ocupado. No desde el momento que no podía retribuirle con una cerveza.

—Te he dado entradas para el viernes —dijo Bob—, generalmente hay una buena audiencia los viernes.

Un poco extraño, pensé, que tuviera esas entradas en el bolsillo; pero cuando lo consideré mejor, no era para nada extraño. ¿Quién estaría dispuesto a viajar hasta Richmond para ver a Bob en “Fiare Path”, en el mes de febrero?

—Tengo algunos invitados —dijo Bob—, acabo de ir a ver a Francis Maxwell. Puede ser que venga el viernes. Tenemos un protagonista que es un actor malísimo. Por contraste, yo debería estar bien en el papel de oficial polaco

Pero se equivocaba en eso. La gripe abunda en el mes de febrero, y el protagonista se enfermó, y cuando abrí el programa, cayó una tirita de papel y vi el nombre de Paul en ella. Estaba en condiciones de reemplazar al primer actor, actuaba de joven oficial de la fuerza aérea inglesa. Haciendo el mismo papel que yo conocía tan bien. Simpático y queriendo conquistarse a la audiencia, lo que consiguió. El pobre Bob no tenía ninguna chance, si es que yo entendía algo. Tampoco yo la hubiera tenido.

Después de la función, di unas vueltas y me topé con Paul en el corredor. Se lo veía más flaco en esos días, y con más aspecto de estudiante pobre, que nunca.

Lo saludé. Demasiado efusivamente, pienso, pero de todos modos, no siempre se puede juzgar la propia actuación, no cuando no se la ha ensayado.

—Pienso que estuviste formidable —dije, ya que es el tipo de cosa que se dice.

Me dirigió esa mirada desinteresada que yo conocía tan bien.

—Qué bien de tu parte haber venido, Charlie —dijo ausente, yo le dirigí la buena y simpática sonrisa del benévolo viejo Charlie.

—¿Sabías que Francis Maxwell estuvo presente? — pregunté inocentemente. Su expresión cambió inmediatamente—. Bob le mandó entradas.

No es cosa de todos los días que un productor del West End se tomé el interés de ir a ver una producción local, cuando el papel del primer actor lo hace un reemplazante. No siempre me siento tan maldito como me sentí entonces, echándole tierra al pobre de Bob Grange. Pero hay que tener siempre el objetivo a la vista. Me había estado sintiendo muy desanimado, también, últimamente la idea de ayudar a Paul a conquistar la fama y luego conseguir a Shirley, había parecido risible. Por la forma en que las cosas habían marchado, era cuestión, no de estrellato, sino de quién haría primero la cola frente a la Asistencia Pública.

De modo que lo hundí al viejo Bob.

Yo conocía a mi Paul. No era de los que le dejan a otro un salvavidas que pasa flotando.

—Me daré una vuelta por la puerta del escenario para ver si hay alguna carta para mí —dijo.

Desapareció por el ángulo del corredor y yo seguí hasta el camarín de Bob. Se estaba sacando el maquillaje.

—¿Lo viste a Francis Maxwell en la puerta del escenario?

—No.

—Yo te dije que le mandé un par de entradas.

Hubiera dado lo mismo que se las hubiera dado a una camarera del Salisbury.

 

Así fue como sucedió que por segunda vez la vi a Shirley a solas, mientras Paul estaba charlando con un productor. En cuanto abrió la puerta me di cuenta por qué no la había oído últimamente por la radio. No se la veía bien, y estaba embarazada. La rodeé con las brazos y la besé en ambas mejillas.

—Estoy tan contenta de verte —dijo.

—Debía haber venido antes, pero…

—Ojalá lo hubieras hecho —dijo ella rápidamente

Había una nota de fervor en su voz, pude oír que sentía necesidad de mí. Tenía el pelo desprolijo, la pollera arrugada y se había prendido la blusa con un alfiler de gancho. No tenía los anteojos puestos y me había escudriñado por una fracción de segundos antes de reconocerme. La amaba más que nunca, el antiguo sentimentalismo, pero no me pregunten por qué.

Fuimos al living que estaba más vacío que el hall. Era uno de esos así llamados “cuartos espaciosos”, que yo conocía tan bien, y el gas estaba encendido por la mitad, aunque hacía mucho frío.

—¡Qué bueno verte, Charlie! —insistió.

Por una vez, no me había preguntado inmediatamente dónde estaba Paul: Me podía imaginar muy bien que Paul no habría estado en su mejor talante, sin trabajo. El intempestivo genio no reconocido puede ser difícil para convivir

—¿Cómo te va? —preguntó. Estaba sentado junto a ella, en el tambaleante sofá. Me fue muy difícil no ponerle el brazo por la espalda. Supongo que un muchacho buen mozo que se tuviera confianza, lo hubiera intentado, pero no yo.

—No estoy haciendo nada —dije—. Creo que voy a dejar el trabajo.

Me miró seriamente. Pude darme cuenta que estaba pensando en Paul nuevamente, pensando si él también debería hacer lo mismo. Paul, siempre Paul, siempre volviendo a Paul, pensé, con un repentino estallido de furia contra él.

—Estuve en el teatro esta noche —dije—. Estuvo también Francis Maxwell. Creo que Paul fue a tomar algo con él.

Instantáneamente por supuesto, ella fue toda iluminación y optimismo, se ruborizó, los ojos le brillaron, especulando, excitada por lo que podía suceder.

—¡Charlie! ¡Qué maravilloso! Qué bueno de tu parte el haber venido directamente a contármelo

Me sonreí, dejándola que pensara que esa era la razón por la que había ido. Hay que aprovechar las oportunidades cuando aparecen, aun las pequeñas.. Además, sentía de corazón los intereses de Paul. Verdaderamente, los sentía. .

Estábamos cocinando juntos cuando llegó Paul. Pude darme cuenta de que le había ido bien. Estaban tan pleno de sí mismo y sus propios intereses, que no notó la atmósfera de felicidad que había entre nosotros. Hasta había traído una botella de vino contando con la fuerza de la promesa de trabajo de Maxwell.

—¡Estoy contentísimo por ti! —dije, y le palmeé la espalda. El bueno de Charlie estaba feliz por la perspectiva de trabajo de su amigo—. ¡Puede ser que haya cambiado la suerte!

—Puede ser —dijo brevemente, repentinamente pensativo.

Pudo haber sido mi imaginación, pero pensé que sus ojos descansaron con resentimiento en el abultado estómago de Shirley. No era un hombre al que le gustaran las trabas.

Ella no lo notó. Lo miraba como si casi no pudiera creer en su buena suerte. Era una risa. Yo recordaba cómo trabajó en Durrington enseñándole las inflexiones de voz, oyéndolo leer, fomentándole el ego y dándole fuertes dosis de bondad humana, que era su dieta principal. ¡La buena suerte de ella! Algunas personas entienden mal las cosas en gran medida.

Creo que lo odié más en ese momento de lo que lo había odiado toda mi vida, lo odié por la oportunidad que se le presentaba, lo odié por su buen aspecto físico, por el que había conseguido esa oportunidad, lo odié por la rápida mirada de desprecio que le había dirigido a Shirley. Y no menos, lo odié por la llegada del niño. Por un momento miré fijo el piso, por si ella pudiera ver la expresión de mis ojos

Sé que todo lo que se refiere a los besos va por favor, y que las oportunidades llegarán al final, y toda esa charla, pero estar sentado en las oficinas exteriores, que le digan a uno que no hay caso, andar por los bares, y que los agentes lo despidan a uno, y todos esos gestos de ignorarlo y los pequeños hola (como los había denominado Runyan) no le llenan a uno el alma con la leche de la bondad humana.

Había observado demasiado a menudo a los desgraciados trabajando. Cómo toman el teléfono en cuanto uno entra a la oficina, y siguen leyendo algún pedacito de papel, sólo para desmoralizarlo a uno mientras espera. Cualquier cosa para darle a uno la sensación de que es un pedazo de mierda. Yo estaba casi a punto de quebrarme, luego pensé, muy bien, la mierda es la mierda. Pero la mierda puede hacer mierda. Levanté la mirada hacia Paul, y, odiándolo, me sonreí con la sonrisa del bueno de Charlie.

—Es la mejor noticia que he oído en años —dije, la voz llena de un verdadero timbre de sinceridad. Puede ser que no se me vea bien en el escenario, pero fuera de él todavía puedo competir.

La comida fue bastante alegre, yo lo miraba admirativamente a Paul, y le preguntaba por su papel, cuáles eran las perspectivas y así sucesivamente. Toda la acostumbrada charla Hasta le di algunos consejos.

—Tuvimos una Navidad terrible —dijo Shirley.

El vino la había animado, se reía por cualquier cosa y se puso confidencial.

—Fue tan gracioso, la mujer de arriba, nos dio los restos de pavo que tenía, por un gato extraviado que viene aquí. Lo comimos al día siguiente de Navidad, el pavo, quiero decir.

—Iré a buscar el café —dijo Paul. Salió del cuarto abruptamente. Shirley dejó de reírse, lo siguió con la mirada y dijo incómoda:

—últimamente ha pasado momentos duros.

Siempre las malditas excusas para él. El vino repentinamente tuvo saber amargo. De todos modos, era un vino malo.

—No estábamos tan mal cuando yo trabajaba, pero cuando quedé embarazada tuve que retirarme. Me he sentido muy mal. Sabes cómo son las cosas, la gente no te quiere si no puedes cumplir regularmente. Me preocupé por Paul —siguió.

Allí estaba ella perdiendo el tiempo, porque, su marido se preocupaba todo lo necesario por él mismo. Paul consiguió el trabajo. Era de esperar.

Era una obra titulada “Beginnings” y Paul actuaba de joven que tenía problemas de comunicación. Lo que Paul tenía que comunicar personalmente hubiera llenado un pequeño libro de recortes de diarios. No fui a la primera representación. Estaba en el hospital esperando el nacimiento del bebé de Shirley. Le dije a la provocadora enfermera que era un primo. No había otros familiares alrededor, y el marido en el teatro, trabajando duro para su mujer e hijo. Fue una historio conmovedora.

Shirley lucía hermosa en la cama. La gran ternura de su expresión me produjo el mismo tormento que había sentido el primer día que la vi. Estoy enterado de todo lo que se dice de las mujeres, que lucen mejor después del alumbramiento, y que es debido a algo glandular, pero eso no me interesa. Ella era hermosa porque yo la quería, la amable, desprolija, antigua, sentimental. El bebé no se parecía para nada a Paul.

Tanto mejor.

Las críticas fueron buenas para la obra y para Paul. Yo pensé que la obra era mala. Una de esas pretensiosas obras modernas llenas de pausas significativas, lo que le acomodaba a Paul porque podía robarse la obra. Estaba contento de no actuar con él. No fue ninguna sorpresa para mí que se haya acaparado todas las críticas.

El teatro no estaba lleno la segunda noche. Me habían dicho que en un cálculo rápido, no había más de unas veinticinco libras en la galería baja. Un succés d’estime, como lo llamaban. Siempre la peor clase de éxito.

Yo no estaba contento por eso, por supuesto. Parecía que hubiéramos vuelto al viejo negocio del té-y-simpatía, que era lo último que quería.

El sábado siguiente, la fui a buscar a Shirley al hospital y la llevé de vuelta a su casa en un taxi. Me imaginé que sería un día feliz, acomodándola con su bebé. Me equivoqué en cuanto a eso. Diez minutos después de haber llegado, apareció la madre de Paul, Edith.

Ya he dicho que era una mujer pesada. Eso dándole el beneficio de la duda. Edith Moore era alta, delgada, de cara blanca y que fumaba un cigarrillo atrás de otro. Esto no es usual, pero Edith perpetuamente enrollaba sus propios cigarrillos con un pequeño aparato. Sí, por un momento, un cigarrillo estaba apagado, tenía un pequeño penacho de tabaco que colgaba fuera, como la bandera de un medio palo mayor. Siempre que la miraba parecía que llevaba trajes de tweed color ceniza. Tal vez fuera un color protector, y también le ahorraba el tener que cepillarse el polvo.

Edith en un tiempo había tenido dinero, pero simplemente para levantarse el ánimo, lo había perdido especulando. En ese momento trabajaba en asistencia social, en algún departamento que rehabilitaba familias desafortunadas. Más desafortunadas eran si les tocaba andar pesadamente con Edith.

Se oyó un timbre en la puerta, justo cuando le estaba preparando una taza de té a Shirley, y allí estaba. La querida Edith. Se sentó en el mejor sillón y mientras Shirley colocaba al bebé en la cuna, se la oyó decir:

—Nunca pensé que fuera una buena idea que los actores tuvieran hijos.

—¿Usted cree que habría que hacerlos estériles? —le pregunté, me dirigió una sucia mirada a través del humo del cigarrillo.

—La profesión de actor es muy insegura. —Estaba sermoneando al converso.

—¿Está usted trabajando?

Sacudí la cabeza.

—Me pregunto si lo ha abandonado —continuó alegremente—. Quiero decir que si no le ha ido bien hasta ahora, ¿está viviendo de la mensualidad del seguro del Estado?

No hay necesidad de decir que Edith había andado por allí durante la Depresión. Y no la había dejado atrás, estaba con ella durante todo el tiempo, y transmitía las buenas noticias.

—Por supuesto, yo dije en su momento que Paul nunca debía haberse casado. Era demasiado joven. Un hombre solo es libre para ir donde quiera —¿y adonde fue su propio marido, tuve ganas de preguntar, y adonde terminó? Está muy bien decir que algunas personas no pueden remediar ser amargadas durante toda su vida. No hay necesidad de fermentar el vinagre natural como lo hacía ella.

—¿Qué va a hacer si deja su profesión de actor? —preguntó.

—No sé. Podría entrar en la parte empresarial.

—Pensé que se necesitaba dinero para eso, para respaldar o como se llame a eso —dijo, contenta.

—Hay gente que está a sueldo en el empresariado.

—¿Usted se refiere a la gente que está en las boleterías?

Cosa dulce era Edith. Se hacía querer, realmente. Shirley entró. Llevaba una blusa blanca, y se había recogido el pelo con horquillas. Tenía la cara fresca y rosada; tan llena de felicidad, que estaba pidiendo problemas. Edith la miró.

—Oh, querida, realmente se te ve desteñida —dijo.

No se le podía ganar a Edith.

—Sólo estoy cansada —dijo Shirley, simplemente.

Dios sabe por qué la soportaba a Edith. Nunca se lo compensaba. Hasta Paul no le veía utilidad a Edith. Lo aburría hasta el hartazgo, y nadie podía decir que ayudara a suavizar las asperezas de lo que jocosamente se denomina la corbata del matrimonio. Edith ora una verdadera píldora, el tipo de píldora que se toma y lo hace sentir a uno peor, antes de mejorarse, y que sólo lo mejora cuando ha desaparecido.

De todos modos, me hizo revivir la idea de conseguir un trabajo en el empresariado teatral. Tenía que enfrentar el hecho de que probablemente yo estaba terminado como actor.

—¿Cómo anda la obra?

Era nuevamente Edith, se le achicaron los ojos, ya sea para defenderse de su propio humo, o porque estaba esperando ansiosamente lo peor.

—Muy bien —dijo Shirley—. ¿No fueron espléndidas las críticas?

La expresión de Edith se mantuvo sumergida.

—Pienso que el “Guardian” no ayudó demasiado —dijo.

—El “Guardian” tiene comparativamente poca circulación —dije.

—Siempre pensé que Paul lo lograría —dijo Shirley—, era sólo cuestión de esperar.

Todo era una cuestión de esperar, pensé, mientras observaba la expresión vehemente que había hecho tanto para mantenerlo a él con esperanzas y con fe en sí mismo.

—¿Teatro lleno? —preguntó Edith.

—Oh, sí, siempre —dije.

Eso pareció desanimarla. Valía la pena una buena mentira para ver su expresión.

—¿Tuvo algunos otros ofrecimientos Paul?

—Nada por ahora. Su representante parece que no hace nada —dijo Shirley.

Edith pareció animarse con eso y se sirvió otra taza de té.

—Paul no se luce con ese papel —continuó—, para nada.

—Yo pienso que lo mostró con ventaja —dije.

—Si tan sólo Everet le diera un empujón —murmuró Shirley.

Se la veía preocupada. No es bueno quedarse con un representante que lo ha conocido a uno en el fracaso. Para citar al viejo Runyon nuevamente, no hay porcentaje junto al cambista y un actor que no trabaja es realmente un cambista. Yo lo sabía.

Me temo que esté afuera hoy... Acaba de salir, tuvo una cita urgente con Columbia.... Lo siento mucho está en reunión...

Yo conocía la línea general de los representantes, aunque no fuera la de Everet. No es sólo que uno sea poca cosa, sino, que lo hacen sentir poca cosa.

—Desearía que Paul consiguiera otro representante —dijo Shirley.

Eddith olisqueó. —Lo que necesita es un trabajo diferente.

Con estas palabras de aliento se despidió. Fuera lo que fuera que hubiera hecho, no lo culpaba al marido de Edith por haberla abandonado enseguida después de nacer Paul. Sorprendía que se hubiera quedado para la concepción, cuánto más para el nacimiento. Paul decía que su padre bebía. Yo le creía. Solamente una persona con la mente embotada pudo haberse quedado junto a Edith. Luego oí que Shirley decía:

—¡Paul necesita de un buen éxito ahora! —Debo decir que sentía que ese viejo disco me ponía un poco nervioso—. Es terriblemente inseguro con respecto a sí mismo.

—Tal vez no pueda creer que lo ha logrado.

—Todavía no lo ha logrado, ¿no, Charlie?

—Todavía no del todo.

—Lo que quiere es sólo una oportunidad —dijo ella—, sólo una obra de verdadera suerte.

—Le deseo a Paul toda la suerte del mundo —dije. Vi que sonreía afectuosamente.

—No necesitas decírmelo, Charlie, sé que lo dices de corazón.

Tenía mucha razón. Le deseaba montones de suerte, mucha buena, sólida, destructiva suerte, para que se inflara más su engreimiento, su vanidad y su ego, más y más, hasta que al final explotaran e hicieran derrumbar el matrimonio.

El bueno de Charlie.

 

Algunas personas dicen que uno no debería volver a ciertos lugares, pero yo lo hice, volví a Durrington, años después, y vagué por las viejas guaridas llenas de pena, viendo los fantasmas. Después de haber andado por los viejos lugares que frecuentaba, hasta fui al Builder’s Arms para comer un sándwich y tomar una cerveza. El elenco del momento, todos extraños para mí, todavía estaban charlando y protestando por el ensayo de la mañana, exactamente como lo habíamos hecho Vic Jones, yo y todos los otros, en el pasado.

Vi cómo me miraban indiferentemente, lo que me vino bien porque había un lejano rincón donde acostumbrábamos a sentarnos Shirley, Paul King y yo. Me senté en el rincón junto a la pequeña mesa y una vez más el fantasma de Shirley estuvo allí, todavía con aspecto fresco y alegre, y Paul, también estuvo allí, por supuesto. Su cara de fantasma tenía la acostumbrada mirada cavilosa y frustrada. Pero por lo menos no estaba destrozada por la bala de un revólver calibre 38. La piel estaba sana, el hueso de la frente sin astillar. Y no tenía sangre.

Yo tenía en mi mente la imagen de él tirado sobre la tupida alfombra de su departamento, rodeado de sangre, y aunque tomé de golpe la cerveza, no pude comer más que un bocado o dos del sándwich de queso. Me sentí mal.

Es inútil decir que no estaba en mi agenda. El asesinato raras veces lo está.