15
El juez Thatcher estaba sentado junto a la chimenea con una manta sobre las piernas. Tenía la piel amarillenta y una barba blanca de patriarca bíblico y unos ojos enormes y negros, y su cabeza calva parecía la de una calavera. La sirvienta negra abrió la puerta del salón y asomó la cabeza.
—¿Traigo ya el té, señor Thatcher?
—Todavía no — dijo el juez — todavía no hemos acabado. Thomas, muchacho, colócame el cojín.
Tom le acomodó la almohada detrás de la cabeza.
—Así que esa cantidad de acontecimientos han pasado en San Petersburgo. Nada menos. Vaya, Thomas. Es grave esto que me cuentas. Muy grave.
El juez sacó un puro del bolsillo.
—Acércame una pavesa de la chimenea, muchacho.
Tom cogió una rama con la punta encendida y el juez prendió el puro, deleitándose en las bocanadas que salían a borbotones de su boca.
—Te conozco desde que eras un crío, Thomas Sawyer. ¿Te acuerdas cuando me timaste con lo de la Biblia de Doré? Cómo no te vas a acordar. Quién no se enorgullecería de haber timado a un juez. Recuerdo que en aquella ocasión te pregunté el nombre de dos de los discípulos de nuestro Señor Jesucristo. Y tú contestaste ¡David y Goliat!
—Tendría que haber visto la cara que puso, señor Thatcher.
—Es para partirse de risa, supongo. Y quién me iba a decir entonces que te convertirías en el mejor sheriff del estado. ¡Qué digo del estado! Debes de ser el mejor sheriff del país. Del país entero.
—Cumplo con mi deber. Lo intento.
—Así que vienes hasta aquí, y me cuentas este asunto, y vienes además jugándote la vida. Admirable, Thomas. Menuda hazaña. El mismo chico que contestó aquello. David y Goliat. ¡Asombroso!
—Supongo que sí.
—El caso es que te conozco desde que eras tan pequeño como una ardilla. Siempre has sido listo. De los más listos. Tramando planes y haciendo jugarretas. Un picaruelo. Y sé lo que sientes por mi hija Becky. Lo que sentías y lo que todavía sientes. Y sé cuánto odias a Alfred. Y qué casualidad. Para una vez que pasa algo en San Petersburgo el culpable es Alfred. Y qué casualidad que el único testigo con que cuentas es ese personajillo, Huckleberry. El hijo de un borracho. Un vagabundo que no tiene nada que perder. Y que además es tu mejor amigo.
—No sé qué pretende insinuar, señor Thatcher.
—No insinúo. Soy juez. Yo afirmo. Y afirmo que curiosamente la víctima en cuestión es una prostituta mestiza que ni le va ni le viene a nadie. Afirmo que te encantaría ver a Alfred colgando de una soga y a mi hija viuda. Afirmo que a lo mejor no tienes un testigo. A lo mejor lo que tienes es un cómplice.
—Me estoy jugando la vida viniendo hasta aquí, señor Thatcher. Y no sólo eso. Puede que tenga que detener a mis amigos para que los ahorquen. A Ben.
—¿El mismo Ben Rogers que siempre te ha hecho sombra? ¿Hablamos de ese Ben Rogers?
—Incluso tendré que detener a Sid, mi hermanastro. Ya le he contado que Amy lo sabía todo. Amy, mi propia esposa.
—Así que tu propia esposa es el otro testigo con el que cuentas.
—Sí, mi esposa. Y Huckleberrry no es un vagabundo. Y Marion no era una prostituta mestiza. Era un ser humano al que han asesinado de un modo rastrero. Y he venido a usted porque se supone que usted es la justicia.
El juez le miró a los ojos durante lo que le pareció mucho tiempo. Ojos grandes y acuosos. Sostuvo la mirada a través de las vaharadas del humo de tabaco.
—Llevo cincuenta años mirando cara a cara a los criminales, Thomas. Sé cuándo tengo uno delante y sé cuándo mienten. Lo sé.
—Eso espero. Que de verdad lo sepa.
—Sé que tengo a un criminal delante. Pero no mientes.
—No.
—Entonces lo que me has contado es cierto.
—Lo es.
—Por Dios — dijo el juez, y se acomodó la manta sobre las piernas como si de repente tuviera frío — por Dios todopoderoso.
—¿Qué hacemos?
—¿Qué hacemos? ¿Hacer? Ahora esperas que el juez Thatcher asome de entre las nubes como asomaría la voz de Dios y ponga orden en las cosas de ahí abajo. Pero el juez Thatcher no está muerto todavía. Aunque tenga edad para ello, sigo aquí.
—Y espero que sea por mucho tiempo.
—No mucho más. Tengo muchos años. Cuando llegué aquí era un gaznápiro con un libro de leyes bajo el brazo, y San Petersburgo y Constantinopla eran dos campos de rugby en mitad de la selva. Yo he visto cómo se levantaba la primera iglesia mientras los forajidos galopaban de un lado a otro matando a su antojo. Yo vine para hacer cumplir la justicia y etcétera etcétera. Pero aquí no había leyes. Las leyes eran un trozo de papel, y aquí nadie sabía leer. Aquí sobrevivía el más rápido, el más traicionero, el más vil. Y si se juntaban era para asesinar con mayor facilidad. Los que vinieron hasta aquí en aquellos tiempos venían huyendo de la ley. Después llegamos los demás. Y ese fue el verdadero problema. Que llegamos los demás.
—¿Ese es un problema? ¿que viniera gente honrada?
—¡Qué honradez! ¡Qué coño es la honradez! Una puta palabra. Nunca he conocido a un hombre que fuera honrado. Y tú tampoco. Han corrido muchos bulos sobre mí. Que las bandas me daban parte del botín a cambio de que las dejara actuar, por ejemplo. Habrás oído esos rumores en algún momento.
—Yo no he oído nada semejante, señor Thatcher.
—Puede ser. Eres demasiado joven como para haberlo escuchado. Circulaban esos rumores. Sucias mentiras. Pero ¿Qué podía hacer? Estaba solo. Completamente solo. Y qué podía hacer. Con un libro bajo el brazo. Hablé con los jefes de esas bandas. Con los peores de entre ellos. Llegué a acuerdos. Podéis robar, pero no matar. Haré la vista gorda respecto a esa diligencia que asaltasteis, pero dejad en paz a los granjeros. Si queréis matar, hacedlo al otro lado de la frontera. O más al oeste. Donde nadie os vea. Enfrenté a unos con otros siempre que pude. Y a los peores les di estrellas de sheriff. Para sobornarles con un sueldo, y que de paso cazaran a sus compinches. Logré imponer un mínimo de orden. No era gran cosa, pero era mejor que lo que había antes. Porque cualquier orden es mejor que ninguno. ¿Sabes lo que significa orden?
—Lo sé.
—¡Qué coño vas a saber tú! Te diré lo que significa. Significa que los hombres sembraron los campos, porque por primera vez les mereció la pena hacerlo. Porque sabían que nadie vendría a robarlos en cuanto cobraran la cosecha. Y entonces pudieron pensar en el futuro. Y casarse. Y tener hijos. Y esos hijos pudieron ir a una escuela, como fuiste tú. Y crecer.
—Se convirtieron en hombres honrados.
—No tiene nada que ver con la honradez, coño, Thomas, ya te lo he dicho. Tiene que ver con Caín y Abel. Pero está bien que lo creas así. Eso es la ley, Thomas, y no es otra cosa. Familias y futuro.
—Eso es la ley. Y nuestro deber es hacer que se cumpla.
—¡Lo que me faltaba! ¡La ley! Como si fueran los diez mandamientos grabados a fuego por la voluntad del propio Dios. Joder, Thomas, baja a la tierra.
—Mataron a esa chica. La asesinaron. La ley es clara.
—No me hagas reír. Si hay algo turbio es la ley. Por eso hay abogados. Las leyes van y vienen, a veces se aplican y a veces no, dependiendo de a quién, así es como funcionan. Las leyes salen de los hombres, ellos las escriben y ellos las borran. Y quienes las escriben son precisamente esas familias a quienes tú pretendes detener.
—¿Y qué hay de Marion, entonces?
—Tú no hablas de ley, hablas de justicia, y eso no nos incumbe. Eso es cosa de Dios. Te la encontrarás cuando llegues al cielo, nunca antes. Y si acaso vas. Olvídate de lo que pone en un papel. Nadie piensa en la justicia cuando se hace la ley. Se hacen leyes para que los campos paguen los impuestos. Las leyes son para las personas que se casan y tienen hijos y siembran cosechas y pagan con ellas al sheriff y al juez y a los burócratas y al ejército que nos defiende. Y tú pretendes mandar a la mierda lo que yo he conseguido a lo largo de toda una vida por culpa de una prostituta y de un vagabundo. ¿Es eso lo que pretendes decirme?
—Así que la ley es para la gente respetable. Los demás no tienen derechos, entonces. Podemos degollarlos como a cerdos.
—Llamémoslo así, si así quieres llamarlo. Gente respetable y cerdos. Pues te confesaré algo, me caen bien los cerdos. Me gustan los vagabundos, crease o no se crea. Los únicos que se mojan bajo la lluvia. Y me gustan las prostitutas. Por Dios todopoderoso, es la única profesión que da auténtico placer. La única diferencia es que los cerdos viven para el presente y la gente respetable vive para el futuro. Y el futuro es lo único que puede existir. El futuro es el único camino. El único camino en que pueden crecer los niños.
—No quiero que Billy crezca en un mundo donde unas personas pueden violar a otras impunemente. Si eso es el futuro, no quiero eso.
—Pues así es el mundo, no hay otro. Así ha sido siempre y así será. Si encierras a Alfred cierras la fábrica, y entonces no tendréis de qué vivir. Tampoco tú. Si encierras al pueblo entero, San Petersburgo dejará de existir. ¿Qué pretendes hacer? ¿Has perdido la cabeza?
—Soy el sheriff. Soy el que evita que otros violen y asesinen.
—¡Debiste pensarlo antes! ¡Cuando estabas a tiempo de pararlo! Hace mucho tiempo que debiste echar a ese amigo tuyo, Huckleberry Finn. Echarlo del pueblo para siempre. Y nunca debiste permitir que esa mestiza pusiera los pies en San Petersburgo. Ese era tu deber. Tú tienes la culpa de lo que ha pasado. Y ya es tarde para enmendarlo. Lo único que puedes hacer ahora es mirar para otro lado.
—No puedo hacer eso.
—Por Dios bendito, ya no eres un niño para andar con esto. ¡Es lo único que puede hacerse!
—Soy un criminal, señor Thatcher. Eso es lo que ha visto en mí, y es cierto. Pero puedo dejar de serlo. Voy a detener a Alfred, y a Ben.
—¡Quién te crees que eres! ¡El sheriff! ¡Nadie! Yo sigo siendo la ley aquí. Tú no eres más que un funcionario que cumple mis órdenes. Si encierras a Alfred me encargaré de liberarlo a la mañana siguiente. Pero haré más; te quitaré esa estrella que has demostrado que no sabes llevar. Y también me encargaré de ese amigo tuyo, Huckleberry. Debí encargarme de él hace mucho tiempo.
—Huck nunca ha hecho daño a nadie.
—¿Y qué? ¿Eso es lo que te preocupa? ¿Y qué hay de tu mujer y de tu hijo? ¿Cómo vas a alimentarlos si te retiro el sueldo? ¿Lo has pensado? No, Thomas, tú eres listo. Siempre lo has sido. Vas a volver a San Petersburgo, y vas a intentar mantener el orden, o lo que quede de él. Por el bien de todos. Por tu propio bien.