11

Las ventanas estaban apagadas. La casa era un rectángulo oscuro tras el perfil agujereado de las copas de los árboles. Tom corría a través de una penumbra que licuaba los contornos, como si estuviera hundiéndose lentamente en el interior de una laguna, y por más que corría la casa parecía situada siempre a la misma distancia. En cada zancada el dolor del muslo le llenaba el cerebro durante un instante, y mientras trataba de inflar los pulmones antes del siguiente estallido veía a Amy y a Billy, uno sobre otro, ojos abiertos y brazos y piernas amontonados sobre un charco de sangre.

Percibía la respiración de Huck a su espalda, rítmica, casi relajada, la sentía en su cuello, protectora, como si esperara a que tropezara para sostenerlo por los hombros.

—¡Adelántate! — le gritó — ¡Corre!

Recordó que los cartuchos de la escopeta vieja estaban cargados con sal. Que Huck no podría enfrentarse a una decena de hombres armados. Que estaba enviándolo a la muerte. Que podía ganar unos segundos decisivos, pero a cambio de qué. Huck o Amy, Huck o Billy. Cuando Huckleberry avanzó hasta ponerse a su altura lo retuvo por la manga, y por un momento no supo si lo soltaría o no.

De repente Huck cerró el puño en su camisa y tiró de él, tuvo que clavar el pie para no caer y el dolor del muslo le cegó como un relámpago antes de que su pierna cediera. Rodaban por el barro, quebrando ramas y arañándose la piel, sentía el peso de Huck sobre él. Trató de sacárselo de encima pero tenía los brazos y las piernas a su alrededor. Huck se sentó sobre su pecho.

—Quieto, Tom, quieto, quieto.

Huck oteó a su alrededor con una concentración de ciervo asustado, y puso una mano sobre su boca, llenándola con el sabor de la tierra. Tom apartó la mano y se revolvió, pero Huck le apretó contra el suelo.

—Amy y Billy están bien. A salvo.

—¡Tengo que verlos!

—Estamos corriendo hacia donde quieren que corramos. ¿Lo entiendes? Podría ser una trampa. Podrían estar apuntándonos desde cualquier parte.

—¿Quién va a apuntarnos? Hemos dejado a Ben encerrado. Los chicos lo están vigilando.

—¿Qué hacían Jeff y Bob en la puerta? ¿Por qué no estaban en el tejado?

—Yo qué sé, ¿qué importa eso ahora?

—Tengo que decirte algo. Reconocí la voz. La reconocí.

—¿Qué voz?

—La del jinete. El que gritó salvaje. Sé quién es.

—Dijiste que no lo habías reconocido.

—Te mentí.

—¿Por qué?

—No me hubieras creído.

Huck se quitó de encima suavemente, con sigilo, esquivando las ramas que los rodeaban.

—¿Quién era el jinete?

—Tenías que descubrirlo por ti mismo — dijo Huck — era la única forma de que me creyeras.

—Te creeré. Sea quien sea, te creeré.

—Alfred Temple. El jinete era Alfred. Lo era.

Tom miró el rostro de Huck, aunque apenas tenía rostro, una maraña de barba negra diluida en la oscuridad. Trató de distinguir en esos rasgos de oso la envidia y el odio. Eso está ahí, pensó, tiene que estarlo, aunque no pueda verlo, hirviendo bajo su inexpresión de un indio.

—Ahora no puedo perder el tiempo con esto, Huck.

Tom se apoyó en su hombro para levantarse y atisbó la oscuridad, tratando de localizar el camino entre la maleza.

—¿Dónde vas?

—A casa.

—¡Agáchate!

—¡Alfred amaba a Marion! ¡La amaba!

—¿Y qué, Tom?

—¿Y qué? Alfred es tan melindroso que le da asco su propia polla ¡Y lo de Marion fue una carnicería! ¡Y la amaba!

—Era la voz de Alfred. Te juro que era su voz.

—¡Alfred dirigiendo el clan! ¿No ves la estupidez que es eso? ¿Y qué pinta entonces Ben?

—No lo sé. No sé cómo encaja. Pero así es como es.

—Te hubiera encantado que fuera la voz de Alfred, te hubiera gustado tanto que en tu cabeza la has convertido en la voz de Alfred. Un instante de repente oyes una voz farfullando cualquier cosa cuando está a punto de arrollarte un caballo, no creo que entendieras siquiera lo que dijo. ¡Y no puedes saber quién es!

—Os da de comer. Alfred. Porque paga tu sueldo. Por eso no puede ser él.

—¡Déjalo ya! Tenemos que llegar a casa antes de que llegue el clan.

—Si sales otra vez al camino puede que te maten.

—¿Quién? ¿Alfred Temple? ¡Que me maten, si es eso lo que tiene que pasar! Pero tengo que llegar a casa.

—Entonces atravesaremos el bosque. Es mejor. Sólo por si acaso.

—Atraviesa tú el bosque, yo voy por el camino más corto.

Palpó la cartuchera, comprobó que el revólver seguía en el cinto. Salió al sendero sin mirar atrás, manoteando contra los arbustos y arañándose en las zarzas.

La casa seguía allí, a la misma distancia. Hinchó los pulmones. Echó a correr. Alfred, Ben, el Merodeador. El dolor del muslo estallaba de repente, cortando su pensamiento, un, dos, un, dos, Jeff y Bob junto a la puerta, Jeff y Bob, ¿por qué habían bajado del tejado, por qué uno a cada lado de la puerta? como esperando a que salieran, con las armas preparadas. Alfred, aquello que había golpeado contra el cajón, ¿era una botella? Lo era ¿era la culata de un revólver? ¿Por qué no las dos cosas? ¿Para qué, un revólver? Por qué no, un revólver. Cómo guardar un secreto en ese pueblo, en esas caras, cada arruga formada ante sus ojos, imposible esconderlo. Ben, su miedo era auténtico, miedo a que lo asesinaran. Ben y Alfred, nunca juntos, se odian, un crimen, un único culpable, sólo uno, cómo encajaban, cómo, Alfred, Ben, el Merodeador. Sid, Sid le habría contado, si supiera Sid le habría contado. Volvió a ver a Billy, llamándolo, papá, papá, papá, la boca abierta, arrastrado por el pasillo de los pelos, hombres encapuchados con túnicas blancas salpicadas de sangre y Amy gritando al otro lado de la puerta en el dormitorio rodeada de túnicas blancas ensangrentadas.

En las escaleras del porche trató de llenar los pulmones, sus costillas subían y bajaban, apretadas, desenfundó el revólver. Casi no podía respirar, quería gritar sus nombres pero no podía, abrió la puerta, corrió hacia el interior y su espinilla impactó contra un filo, mientras caía adelantó los brazos y su pecho impactó y rebotó antes de alcanzar el suelo, ya no tenía el revólver en la mano y mientras palpaba la oscuridad buscándolo gritó ¡Billy! ¡Amy!

Tanteó el primer peldaño de las escaleras, se agarró a la baranda y fue ascendiendo, en cada inhalación notaba un pinchazo en el costado. Gritó otra vez:

—¡Amy!

—¡Tom!

Durante un momento la luz del quinqué le cegó desde lo alto de la escalera, y tras la ceguera fue definiéndose el bulto informe de sus cuerpos, Amy y Bill.

—Tom, ¿qué pasa?

Amy abrazaba a Billy, pegaba la cabeza de Billy a su vientre como si quisiera devolverlo a su interior, lista para hurtarle en cualquier momento la visión que contemplaba, un cojo aterrorizado cubierto de barro arrastrándose por las escaleras, luchando por respirar.

—¿Estáis bien? — dijo Tom.

—¿Tú estás bien? ¿Qué te ha pasado?

Sus piernas se doblaron y tuvo que cerrar los puños en la barandilla para mantenerse en pie.

—El clan — dijo.

—El clan no está aquí. Venga, Billy, vuelve a la cama, papá está bien, no pasa nada.

Sonaba a reproche. Has asustado al niño.

—Me he caído. Me he dado un golpe — dijo, y su propio tono le pareció lastimero.

La luz se había alejado hacia la habitación de Billy. Venga, a la cama.

Se palpó el pecho en la penumbra. Localizó el dolor justo bajo las costillas. Presionó la zona con la punta de los dedos, con precaución. Iba a formarse un moratón bien grande.

Cuando Amy volvió al inicio de la escalera con la luz en alto Tom miró hacia arriba y dijo:

—He perdido el revólver. Lo he perdido. Está en alguna parte. Abajo.

Amy descendió un par de escalones. Le pasó una mano por el pelo, apartándoselo de la frente, mirándolo a los ojos.

—Estamos bien. Y tú también estás bien — dijo Amy.

—Sí. Estoy bien. Estamos bien.

—Tienes que cuidar de nosotros. Cuidas de nosotros. Eso es lo importante, ¿Lo entiendes? Nosotros somos lo importante. Tú y yo. Billy es lo importante.

—Lo es.

—Lo de esa chica ya ha pasado. Tienes que olvidarte de ello.

—No puedo.

—Claro que puedes. Te necesitamos. Billy y yo. Somos nosotros quienes te necesitamos. Nadie más.

—Estaré con vosotros. No me separaré de vuestro lado. El clan no va a venir.

—Eso es lo que debes hacer, ¿lo entiendes? Dejar fuera al clan. Fuera de nuestras vidas. Que nos dejen en paz.

—El clan no ha venido. Y vigilaré. Día y noche. Estaréis a salvo.

—Eso no es suficiente — dijo Amy — tienes que escucharme.

—No podrán entrar aquí.

—Deja en paz a esa pobre chica, déjala en paz y el clan desaparecerá.

—No puedo. Eso no puedo hacerlo.

—¡No lo entiendo, Tom! ¡Ella no puede importarte más que nosotros!

—Nunca podrías entenderlo, pero tengo que hacerlo, tengo que hacerlo.

—¿Sí? entonces ven al dormitorio. Voy a enseñarte algo.