2

El cadáver de Marion estaba sobre la camilla del doctor. Agujereado, pensó Tom. Esa es la palabra. Un montón de pequeños agujeros redondos y sanguinolentos.

Amy y Becky y Susy y algunas mujeres más habían arrancado la brea. Esparcidos por el suelo de madera vio barreños con agua negra y plumas y trapos sucios.

Ahora no era Marion. Era sólo un cuerpo. Había visto lo suficiente durante la guerra como para no confundir eso.

El doctor Benjamin, en cambio, no había visto lo suficiente. Permanecía de pie junto al cadáver, arremangado, mirándolo fijamente; como si le repugnara pero no pudiera apartar la mirada. Su primer muerto, pensó Tom. Casi un niño, el doctor Benjamin, con esa piel tersa y una línea de pecas cruzándole la nariz.

Benjamin se secó el sudor de la cara con un pañuelo blanco con rastros de sangre reseca y luego lo tiró asqueado a una palangana atestada de trapos sucios. Dijo:

—No soy un enterrador, ¿sabes, Tom? Ni un forense.

—¿Qué es un forense?

—¿Que qué es un forense? Aquí en el sur no distinguiríais a un forense de un enterrador ni a un veterinario de un médico.

—Lo único que sé es que eres el único médico que tenemos.

—No. No tenéis ningún médico. Tenéis un veterinario, que es lo que soy. No tengo por qué ver personas muertas.

—En el norte serás lo que quieras ser, pero aquí eres el médico, y como médico nos cobras. Además, no hay otro.

—Por eso vine al sur. Aquí cualquier sacamuelas pasa por cirujano.

—Bueno, también puede que te empujara hasta aquí ese asunto de las reses. Una epidemia o algo así. Algo de eso me comentó el juez Thatcher.

—Ninguna epidemia. Ninguna epidemia, señor mío. Ya se lo expliqué al señor Thatcher. Unos ganaderos envenenaron los pozos de los otros ganaderos, y esos ganaderos envenenaron la charca de los otros como venganza. Luego se dispararon entre ellos, y como no lograron liquidarse se unieron para lincharme a mí. Y después de eso nadie quiso contratarme. Así es como pasó.

—Y así fue como te convertiste en médico de San Petersburgo. Y mientras te comportes como tal nunca saldrá de mi boca el asunto de las reses.

—Tampoco tenéis muchos candidatos al puesto, ¿no? Además, aquí en el sur no podría distinguir a un animal de un hombre, salvo que le contara las patas. Mira esto, sheriff. Mira a esta pobre chica. Es una carnicería.

Enarboló un bisturí y señaló con la punta un agujero entre dos costillas, bajo el corazón, casi como si temiera rozarlo con el filo. Los bordes estaban negruzcos. Quemados por la explosión de la pólvora.

—La bala entró por aquí y salió por la espalda. Ahí detrás hay un boquete donde cabe mi puño entero. Como darle a una pared de adobe con un mazo. No voy a enseñártelo. Con verlo una vez tengo suficiente. Me acosté con esta mujer, Tom. No tengo por qué verla así.

—Debieron dispararle a la misma distancia a la que estamos tú y yo ahora. Tan cerca como para sentir su aliento en la cara.

—Y hay muchos más agujeros, por si ese no fuera mortal. Catorce disparos en total. Todos en el torso. Ninguno en la cara, ni en los brazos, ni en las piernas, y ninguno desde tan cerca como éste, creo. Pero los tiradores no estaban lejos. Como de aquí a la puerta.

—Así que el primer balazo la mató. No levantó los brazos, no corrió. No se movió. Por eso todos los disparos están en el torso. Dispararon contra el cuerpo muerto.

—Se aseguraron de que muriera.

—Estaban seguros de eso desde el primer tiro. Pero siguieron disparando.

—Quienes hicieron esto estaban fuera de sí.

—No. No había odio. No dispararon contra su cara. Sólo hay odio en ese gran agujero del pecho. Muy cerca. Ningún pistolero se acercaría tanto. A esa distancia pueden desarmarte. A esa distancia sientes el calor del cuerpo que vas a matar.

—Bueno, así es como actúa esa gente del clan, ¿no? A eso se dedican. Dan palizas, cuelgan negros. Las bonitas costumbres sureñas. Hay que acercarse mucho para colgar a alguien.

—Y para embrearlo y emplumarlo.

—También.

—Pero por qué a Marion.

—Era mestiza y era puta y estaba orgullosa de ser ambas cosas. En el sur basta con eso, ¿no?

Junto a la ventana apareció un grupo de niños. Saltaban y chillaban y se daban codazos, tratando de atisbar el cadáver.

—¿Qué les pasa a los chavales de aquí, sheriff? Señor mío, ¿Esto les parece una atracción?

—Están acostumbrados a la muerte.

—¿Los niños? ¿Quién puede acostumbrarse a eso?

—En el campo es así. Ves la muerte a diario. Forma parte de la vida. Como respirar.

—¿Entonces por qué se comportan como si hubiera llegado el circo?

—Es la primera mujer muerta que ven.

También aparecieron varios hombres barbados, abriéndose paso entre los chicos a codazos.

—¿Y estos? ¿También a estos les parece divertido?

—Echa las cortinas.

Benjamin corrió las cortinas de un golpe. Contempló las sombras del otro lado con el bisturí en alto, como si quisiera protegerse de ellas.

—Míralos. Se asoman entre los encajes. Veo sus ojos.

—Olvídate de ellos. Concéntrate. Tienes que coger por lo menos cuatro gallinas, puede que más, y desplumarlas. Eso cuesta trabajo. Poco, pero es trabajo. Cargas un cubo con las plumas, otro con la brea. Cabalgas con eso desde donde quiera que cabalgues. El cubo va dándote golpes contra el muslo durante todo el camino. También transportas dos tablones bien largos para la cruz. Cuatro jinetes incómodos.

—Incómodos como poco.

—Llegas, clavas tu cruz, le prendes fuego. Desnudas a Marion. Supongo que esa era la mejor parte de la tarea, si es que ella no se resistió. Vuelcas la brea, vuelcas las plumas. ¿Para qué? Si piensas matarla desde el principio, ¿qué más necesitas hacerle?

—En el último momento les sabría a poco.

—O ella luchó hasta el final.

—¿Contra un montón de locos armados y encapuchados? yo no lo haría, señor mío. Me dejaría embrear pacíficamente. Yo mismo me echaría el cubo de plumas por la cabeza.

—Tú no estás orgulloso de ser quien eres.

Llamaron a la puerta. Adelante, dijo Benjamin. Hubo tres golpes más. Pasa de una vez, dijo Tom.

La puerta se abrió. Una rendija. Asomó la nariz ganchuda de Alfred Temple.

—Tom, te necesito aquí fuera un momento.

Salió al vestíbulo. Alfred Temple tenía un pañuelo rojo sobre la nariz y la boca, lo sostenía contra su cara como si temiera contagiarse de alguna pestilencia.

—¿Está ahí dentro? Marion, ¿está ahí?

—Sí. Entra.

—No quiero verla. No de ese modo. Tendrá el mejor entierro que haya habido en este pueblo.

—Creo que es lo menos que puede hacerse. Creo que Huck lo agradecerá.

—¡El mejor entierro! He encargado el ataúd en Constantinopla. Barnizado. Lo más caro que tienen. Lo pagará el ayuntamiento. No, lo pagaré yo mismo. De mi bolsillo. Encargaré una lápida de mármol con su nombre labrado. Y un crucifijo de plata.

—¿Dónde? ¿En Europa? Para cuando llegue la lápida este pueblo será una ciudad.

Apartó el pañuelo de la cara.

—¡La arrancarán del mismísimo Thaj Majal si hace falta! ¡Botarán un barco especial para traerla si es necesario!

—No sé si podrás explicarle a Becky tanto despilfarro. Tampoco creo que le gustara a Huck. Una buena losa de granito sería más de lo que tiene nadie en este cementerio.

Pensó que su furia crecería, que otro hombre estaría a punto de golpearle, pero no Alfred. Alfred le dio la espalda, como si pudiera borrar su presencia con sólo dejar de verlo.

—Qué sabes, Tom — dijo sin volverse — dime qué has podido averiguar.

—Lo poco que me ha contado Huck.

—Y qué te ha contado.

—Que vio jinetes con capuchas blancas.

—El Ku Kux Klan.

—Sí. Está claro. Había una cruz ardiendo junto al cuerpo.

—No teníamos esa lacra en San Petersburgo.

—Vinieron de fuera, probablemente.

—¿De donde? ¿De Constantinopla?

—Puede. O más lejos. Quién sabe. Pero alguien los trajo aquí.

—¿Por qué iba a traerlos nadie aquí?

—Tuvo que traerlos alguien. Les dijo a quién buscar, dónde encontrarla y cuándo. El momento justo, el lugar oportuno. De noche. Lejos del pueblo. Sabían cuándo iría a la cabaña de Huck. Y espero que supieran que Huck no estaría a esa hora en la cabaña.

—Podría tratarse de una casualidad.

—No. Esa gente no va por ahí recorriendo los bosques a ver qué encuentran. Hay media jornada a caballo hasta el pueblo más cercano. Hace falta un culo muy duro para recorrer tanta distancia.

—Pero Huck puede haber visto algo, no sé, algún detalle.

—Me contó que volvía a su cabaña después de revisar los cepos. Atardecía, y en el trayecto de vuelta se le hizo de noche. Vio a un jinete blanco. En la oscuridad. Galopaba a un lado del camino, entre los arbustos, como si tratara de ocultarse, aunque llevaba una antorcha o una linterna, no sé, una luz. Por un momento pensó que se trataba de un fantasma. Eso me dijo.

—Ignorancia y supersticiones. De eso os sobra en esta tierra.

—Vio más jinetes blancos en la oscuridad. Diez o doce. Y comprendió que eran de carne y hueso.

—¿Lo comprendió? ¿Es que no puede haber diez o doce fantasmas, también?

—No. Nunca juntos. Los fantasmas ya están muertos. No pueden tener miedo. Por eso siempre van solos.

—Curioso razonamiento. ¿Es tuyo o de Huckleberry?

—De Huck. Pero estoy de acuerdo con él.

—Claro, en este pueblo tenéis mucha facilidad para estar todos de acuerdo.

—Los caballos llevaban un sayo blanco por encima, y los jinetes llevaban túnicas blancas y capuchas. Galopaban como si huyeran, me dijo Huck. Entonces oyó que otro caballo avanzaba por el camino. Justo al otro lado de la curva. Relinchaba de dolor. El jinete le estaba hincando a fondo las espuelas. El caballo dobló la curva y apareció como un vendaval. Huck tuvo el tiempo justo de apartarse. El jinete se volvió hacia él, girándose sobre la silla. Gritó algo.

—¿El qué? ¿Pudo entender qué dijo ese... ese desgraciado mamarracho malnacido?

—Huck creyó entenderlo. No estoy seguro de que de verdad lo entendiera.

—¿Y qué dijo?

—Salvaje.

—¿Salvaje?

—Eso es. Salvaje, salvaje, salvaje. Eso repetía.

—No tiene sentido. Probablemente no fue eso lo que dijo. Quizá se trataba de alguna consigna de ese, ese clan de forajidos. ¿Alguna pista más, algún detalle, lo que sea? ¿Pudo reconocer la voz?

—Ya se lo he preguntado. No, no era la voz de nadie que él conociera. Luego llegó a la cabaña, y encontró el cadáver de Marion.

—Por cierto ¿Dónde está Huck ahora?

—No lo sé. Lo dejé en casa, con Amy. Le dije que me esperara allí mientras yo iba a echar un vistazo en la cabaña. A ver el cadáver. A comprobar que los jinetes ya no estaban.

—¿Fuiste tú solo?

—No había peligro. Los jinetes ya estaban muy lejos.

—Crees que si te cruzas con ellos te salvará el hecho de que eres un sheriff blanco. Blanco, sheriff y soldado veterano de la confederación, nada menos. Puede incluso que te resulten simpáticos, ¿eh, Sawyer? Son veteranos de guerra, como tú. Probablemente luchaste al lado de alguno de ellos. Esa camaradería vuestra, el bautismo de sangre, las virtudes guerreras, cantar borrachos, colgar negros, quemar juntos las casas de los partidarios del norte. Eso une mucho, ¿verdad, Sawyer?

—Olvida ya aquello. No tratábamos de matarte. Habíamos bebido. Fue un error.

—Un error que casi me cuesta la vida. Y la de mi familia. Es un error demasiado impresionante como para poder olvidarlo, ¿No te parece? Estoy pensando que tal vez no seas la persona adecuada para este trabajo. Tal vez le pida al juez Thatcher que envíe a alguien más neutral.

—Soy el sheriff. Soy la ley. Han asesinado a Marion de forma despiadada. Da igual quiénes sean, para la ley son asesinos. Y creo que si me hubiera cruzado con ellos anoche hoy no estaría aquí hablando contigo. Eso creo.

—Así que les tienes miedo.

—Sí. Pero soy el sheriff.

—Se te ve decidido, Sawyer. Caramba. El sheriff. Es admirable. Cuánto valor. Si no te conociera, podría hasta creerlo. Pero nos conocemos. Te cagarás en los pantalones si no tienes alrededor a tu pandilla. Recluta ayudantes. A Ben Rogers. A Sid. Joe Harper, Bob Tanner, Jim Hollys, Johnny Baker. Todos esos camaradas de armas. Los que quieras. Cuantos más, mejor. Los pagará el ayuntamiento. Pide ayuda al juez Thatcher si hace falta, que se remueva Constantinopla y el condado entero. Aunque probablemente estarán ya muy lejos de nuestro alcance.

Fuera sonaron chillidos de chicos, bramidos de hombre y aullidos de perros, y una voz ronca por encima del tumulto gritaba “fuera, fuera”.

Tom salió. Huck estaba plantado ante la ventana y asestaba cintarazos en todas direcciones, a su alrededor los niños corrían y los hombres se tapaban la cara y movían las piernas como si bailaran y el cinto chocaba levantando nubes de polvo de las ropas y arrancando quejidos de dolor.

Bob Tanner agarró a Tom por el brazo.

—¡O le paras o le abro la cabeza a ese cabrón!

Un latigazo rojo le cruzaba la mejilla, resaltando entre las minúsculas verrugas estarcidas en su cara.

—¡No soy un niño para recibir una azotaina, Tom!

Antes de que Tom pudiera moverse Huck le encaró con el cinto en alto, desencajado y ciego. Pensó que le fustigaría a él también. Por un momento eso era lo que iba a pasar, y Tom pensó que no sabría qué hacer después de eso, porque no era Tom, en ese momento era el sheriff. Pero Huck dejó caer el brazo.

—Merece respeto. Marion — susurró Huck — los muertos merecen respeto. Ella también.

—¡Tira ese cinto, Finn! — gritó Tom — ¡Y vosotros, a casa! En este pueblo respetamos a los muertos. A todos los muertos. Venga, fuera.

—Voy a darle una paliza a ese cabrón — dijo Bob Tanner.

Los hombres alzaron sus puños, dale, dale, sí, vamos por él. Un bravucón, justo lo que necesitaba una masa para descontrolarse.

—Venga, Bob. Es Hucky. Venga, ve y tómate un trago a mi salud.

Le empujó suavemente.

—Vamos, Bob.

—Juro por dios que nos vamos a encontrar.

Cabrón desarrapado, masculló, lo suficientemente bajo como para que sólo Tom pudiera oírlo.

Los hombres se marcharon renuentes, arrastrando los pies, ofendidos y furiosos.

Alfred y Benjamin observaban la escena desde la puerta. Tom conocía la cara de Alfred lo suficiente como para adivinar que aquella escena le había complacido. La había contemplado lo suficiente como para saber que había disfrutado con aquellos cintarazos, a su intrincado modo.

—¡Ponte el cinto en los pantalones, Huck! — dijo Tom — ¡Y deja de hacer el idiota! Bastantes problemas tengo ya para tener que ocuparme de ti.

—¿Y si hubiera sido Amy, Tom? Amy ahí tirada y ellos viéndola desnuda por esa ventana.

—Deja de decir tonterías.

—¿Por qué es una tontería? ¿Porque Marion era mestiza? ¿O porque era puta?

—Te entiendo, Hucky. Pero no puedes hacer eso. Humillarlos. Eso no puedes hacerlo.

—¿Porque son respetables? Y aquí tenemos al más respetable. El mismísimo alcalde.

Miraba a Alfred. Tom vio cómo se tensaban los músculos del antebrazo de Huck, apretando el cinto, dispuesto para golpear. Se interpuso. El alcalde bajó la cabeza.

—Vigila a tu amigo — dijo — es peligroso.

Alfred se metió dentro de la casa. Huck inició un movimiento hacia la puerta, y también Benjamin buscó refugio en el interior. Cerró con un portazo.

—¡No, Huck! Estás celoso, estúpido. Cálmate. Calma.

—¿Celoso? ¿de quién? ¿de Alfred? Tú eres quien está celoso de Alfred, no yo.