10

Tom ideaba la ciénaga que se extendía tras el edificio de la prisión como una inmensa planta carnívora. Allí la tierra y el agua se combinaban de un modo que las hacía indistinguibles. Como si hubieran quedado al margen de la mano de Dios cuando dio el golpe separador, la tierra de las aguas, la luz de las tinieblas. La ciénaga era una única masa grisácea, turbia de putrefacción. La víctima iba chapoteando en esa fetidez, apartando ramas de su cara, y de repente el suelo adquiría una consistencia gelatinosa. Succionaba los pies hasta hacerlos pesar como si pendieran de ellos dos bolas de presidiario, hundiéndolos un poco más en cada paso. Apresado hasta la cintura, forcejeando y extenuándose y retorciéndose en el terror, uno tenía tiempo de imaginar cómo se le llenaría la boca de esa inmundicia y le entraría hasta el estómago, y gritaba, gritaba, gritaba hasta que el agua ascendía por su barbilla y le mojaba los labios.

Tom sentía que esa ciénaga contenía una suma de sus temores. Bajo ese silencio alterado únicamente por la zambullida de los sapos y el burbujeo del gas que ascendía desde el lecho putrefacto residía una amenaza que no se podía prever ni controlar. Tan próxima al pueblo. Mil veces repetían a los niños que ni se acercaran a eso. Mil veces le había insistido a Billy que se mantuviera lejos, sintiendo que desoiría, que no podía entender el peligro. Que perseguiría a alguna rana hasta allí cuando nadie mirara, y la ciénaga lo apresaría, y nadie oiría sus gritos. Una vez vio a Billy columpiándose con demasiada fuerza y sintió la ira que le infundía ese miedo. Fue hasta él, paró el columpio en seco, Billy casi cayó del asiento. Le dio una bofetada sin motivo. Cuando Billy le miró con esa estupefacción, como a un traidor y a un loco, con una lágrima que no se atrevía a caer de sus ojos, comprendió que no lo había hecho por el columpio. “Con esto recordarás que jamás debes acercarte a la ciénaga”, le dijo. “Nunca. Jamás. Y mejor si nunca sales del pueblo”.

No, el clan no vendría por la ciénaga. Y tampoco atravesarían San Petersburgo, si podían evitarlo. Así que quedaba el camino por el que habían llevado a Ben hasta la cárcel. El sendero largo que rodeaba las casas a través del bosque.

Apostó al hombre con mejor vista en lo alto de un gran árbol que dominaba el sendero, y le dio el mejor rifle, su propio rifle, guardado bajo llave en su despacho. Desde aquella altura atisbaría las antorchas con facilidad. Entonces el vigilante imitaría un ladrido, tres veces. El ladrido llegaría a oídos de los dos hombres situados a poca distancia, a ambos lados del sendero, entre la maleza. Ellos ladrarían a su vez, alertando a los hombres ocultos entre la maleza que rodeaba la prisión, y también a los tiradores situados sobre el tejado. Dejarían llegar al clan hasta la mismísima puerta. Entonces asomarían desde todas partes, mostrando sus cañones. Y Tom saldría de la prisión con el revólver en la mano, apuntando directamente al pecho del cabecilla. Así lo imaginaba. Un plan infalible. Así había hecho que pareciera ante los soldados.

Pero Tom sabía que ningún plan es perfecto. Para empezar, tendría que distinguir quién era el cabecilla, y tendría que hacerlo rápido. Podía acabar apuntando al más exaltado, al que cabalgara en primera línea y saltara antes de su caballo. Y quizá fuera ese el tipo listo, o también podía ser el más idiota. Y si era el más idiota, seguiría adelante como el idiota que era, y obligaría a Tom a disparar. Y ese disparo sería el detonante de una masacre.

Si el más idiota se detenía ante su revólver tampoco se solucionaba, porque el cabecilla dispondría del segundo necesario para pensar, y si podía pensar se vería pataleando en la horca, y ante esa perspectiva consideraría que era mejor una oportunidad que ninguna, y ordenaría combatir a su gente mientras él intentaba la huida. No escaparía, ni uno de ellos, porque el instinto les llevaría a retroceder por el sendero conocido, por donde habían venido, él y cuantos sobrevivieran a la primera salva, y los dos hombres situados en los bordes del camino saldrían de su escondrijo y abrirían fuego a bocajarro. Si alguno quedaba con vida le atinaría con facilidad el hombre subido al árbol, al primer o al segundo o al tercer intento, daba igual, por deprisa que cabalgara, iban vestidos de blanco en la noche.

Pero había visto lo suficiente durante la guerra como para saber que lo que sucede no es lo planeado, porque si así fuera jamás se perdería una sola batalla. El clan podía atravesar San Petersburgo, por ejemplo. Disparando a diestro y siniestro, para aumentar la confusión, para infundir terror, porque desconocían la existencia del sendero largo, porque sí, porque no. Eso no supondría diferencia, porque acabarían agrupados frente a la cárcel, su auténtico objetivo. Pero alguna bala perdida podía acertar a alguien, o los soldados abandonarían la posición para defender a sus familias. Saldrían de sus escondrijos y desoirían sus órdenes y sus veteranos se convertirían en blancos fáciles corriendo alocadamente hacia el pueblo. El clan tendría la oportunidad de abatir a muchos antes de huir.

También podían apagar las antorchas, bajar de sus caballos y llegar a través del bosque para rodearlos a ellos. Difícil ocultarse con esas túnicas blancas, muy difícil, pero posiblemente los miembros del clan eran también veteranos confederados que sabían tender una emboscada.

Así que únicamente podía guiarse por lo probable, y lo probable le parecía insuficiente. No quería ver morir a ninguno de sus veteranos. Había sido plenamente consciente en ese momento, viéndolos ocupar sus posiciones con aburrida renuencia, cuchicheando entre sí, como si se tratara de una farsa. Lo había entendido. Esa guerra no era la guerra. Era su responsabilidad. Suponía llamar a la puerta de una casa con el sombrero de paja entre las manos y dar el pésame a una esposa y ver el reproche en la mirada de sus hijos. Oír el llanto desgarrado y sentir que la bofetada de esa mujer no le causaba dolor, porque ya no le cabía más. Y ese dolor se amortiguaría sólo para renacer cada vez que cruzara sus miradas en la calle, varias veces por día. El bien y el mal habían borrado sus límites. Era como si la ciénaga se estuviera expandiendo ante sus ojos, dispuesta a engullir al pueblo.

Y todo por una puta mulata, pensó. En qué puta hora pisaría este pueblo.

Por eso necesitaba que Ben hablara. A cualquier precio. Estaba cruzado de brazos sobre el catre, mirando al techo.

—Parece como si hubiera gente caminando por el tejado, cabo. Uno de ellos es Jeff Hopkins. Seguro. Vas a tener que traer tu propio cubo de brea para tapar los agujeros que estará abriendo ese gordo.

—¿Has comido?

—He estado entretenido, sí. Susy me trajo el desayuno, Sid pasó por aquí, luego Amy me trajo el almuerzo. Cocina bien, Amy.

Ben se apoyó sobre un codo.

—¿Quieres que me maten, viejo? ¿Esa es tu idea?

—No, no lo quiero.

—¡Entonces no vuelvas a dejarme solo aquí dentro! ¡Encerrado como una gallina! Si tengo que morir, vale, pero no como una gallina. Incluso me sentiría mejor si estuviera Huck por aquí con esa escopeta vieja. Algo es algo. ¡Hombre! Aquí lo tenemos. Qué hay, Huckleberry.

—Qué hay, Ben.

—Nadie va a morir, Ben. Para eso he traído a los veteranos. Han venido todos menos Joe. La mayoría han venido por ti.

—Yo no tenía nada contra Marion — dijo Ben — quiero que lo sepas tú también, Huckleberry. No me habréis oído decir una mala palabra contra ella.

—Es verdad, nunca lo he oído — dijo Huck.

—Cabo, tú supones que siempre me he creído esa patraña de que los negros son chusma. Que son imbéciles y hay que cuidarlos. Los negros no son perros, Tom. Son como tú y como yo. Quieren lo mismo que queremos nosotros. Y esa es la razón por la que tratamos de mantenerlos a raya. Para poder quedarnos lo que tenemos.

—Tenemos una mierda — dijo Tom — eso tenemos. Ni que fueras Alfred Temple. Y a quién le cuesta compartir la mierda.

—A mí, cabo. Yo nunca he sido inteligente, no como tú, ya lo sabes. Yo actúo. Si tengo que partir una cara, la parto. A veces lo pienso luego, y la mayor parte de las veces, ni eso. Para qué. Mi cabeza no da para mucho. No puedo cambiarlo. Pero tengo lo que me dan mis músculos. Es lo único que tengo.

—Algo es algo — dijo Tom.

Ben sonrió.

—¿Sabes para qué vale un imbécil con buenos músculos? Para bracero. Para eso. Para hacer el trabajo de los negros. Lo único que me permite ser blanco es que hay negros. Y el día en que no haya esa distinción seré menos que Huck.

Se levantó del catre, fue hasta los barrotes.

—Así que si puedo mantener la diferencia, lo haré. Yo sí creía en lo que hicimos en la guerra. Y si ahora tengo que dar de puñetazos a un negro engreído para mantenerme arriba, lo hago. Pero hay cosas que no haría. No iría por ahí haciendo daño a putas por el gusto de hacerlo.

—Me alegra oír eso, compañero. Eso significa que estás en disposición de colaborar con la justicia.

Tom abrió la puerta de la celda.

—Venga, vamos a echar otro vistazo a los carteles.

Tom fue a sentarse tras la mesa. Abrió los dos cajones, el de la izquierda y el de la derecha, y extendió otra vez los dibujos, revueltos. Huck se sentó en el suelo, junto a la puerta, con la escopeta sobre las rodillas. Ben dio la vuelta a una de las sillas y apoyó el pecho contra el respaldo, las manos bajo la barbilla. Tenía esa sonrisilla burlona.

—¿Sabes qué? Van a matarnos, Tom. Matarán a Huck, lo cual me va a apenar un poco. Y te matarán a ti, lo cual me apenará mucho. No querría verte morir. Aunque lo merezcas, por idiota. Pero te he salvado la vida tantas veces que he acabado por apreciarla.

—Ya lo veremos, Ben, ya veremos.

—Y lo que es más importante, cabo, quizá acaben matándome a mí. Y eso sí que sería malo.

—Y puede que mueran muchos más. Jeff Hopkins, Graham Clark, Bob Tanner. Cualquiera de ellos. Eso es precisamente lo que intento evitar. Estamos a tiempo. De ti depende. Puedo coger a los asesinos en sus casas, estén donde estén. Ir a ver al juez Thatcher con un nombre y que él se encargue. Señálame una cara y habrá dejado de ser nuestro problema. Así de fácil.

—Y yo que creía que eras el listo del grupo. Todavía no sabes dónde te estás metiendo.

—Dímelo tú.

—Te lo voy a decir. Es lo último que haré por ti. Voy a darte un nombre. Bueno, no es un nombre. Tiene muchos.

—Dámelos todos. Tendré que reconocerle, lo llamen como lo llamen y esté donde esté.

—Sé quién es el jefe del grupo. Le apodan El Arrancaorejas. Decían que cortaba las orejas de los negros fugados que iba encontrando y las ensartaba en un collar que colgaba del pecho de su yegua.

—¿Fue soldado de la confederación?

—Un oficial. También le llaman El Coronel Cabellera.

—¿Era coronel?

—O se ascendió a sí mismo después de la guerra, quién sabe. Para él la guerra no ha acabado. Mandaba una partida de irregulares. Cortaban cabelleras. También rubias. Amigos de los negros. Cualquiera. Hombres y mujeres. Eso dicen. Que también coleccionaba algunas cabelleras demasiado largas como para ser de hombres.

—¿Cómo doy con él?

—No puedes. También le llaman El Merodeador Sangriento. Va de estado en estado. Esa gente no tiene base. Clan a tiempo completo. No se te ve asustado, cabo.

—Se dicen muchas cosas de mucha gente, y la mayoría son mentiras.

—Aunque la mitad fueran ciertas, yo estaría asustado. ¿Y tú, Huck?

—¿Yo? No. Si tengo que enfrentarme al demonio seré Dios. Y si tengo que enfrentarme a Dios seré el demonio.

—Cómo se ve que éste no estuvo con nosotros, ¿eh, Tom? Huckleberry habría doblado el pulso a Lincoln con una escopeta vieja.

—Lo habría hecho si Lincoln llega a tocar un pelo de Marion. O lo habría intentado. Quizá eso fue lo que nos falló a nosotros.

—A ti, Tom. Eso fue lo que te falló. A ti y a la mayoría. Por eso nos derrotaron. Teníais incrustadas en la cabeza esa sarta de memeces. La bondad, la caballerosidad, lo correcto. Conservar la vida de los prisioneros, respetar las granjas y a sus mujeres, creer que podríais volver a casa y que las cosas seguirían igual aunque nos vencieran los yankees. Y lo único que de verdad importa es lo que te pide el estómago.

—Tienes mucha hambre, Ben. Siempre la has tenido.

—Porque yo nunca he podido llenarme la boca, como lo hace Alfred. Yo sí sabría comer. Y me llenaré la boca si tengo la más mínima oportunidad de hacerlo.

—Como hace ese Merodeador.

—Eso es, cabo. Vive como le gusta hacerlo. Vive la vida. Eso hay que reconocérselo.

—Sinceramente, Ben, tu merodeador me parece un cuento para viejas.

—Ese tipo es una exageración. Puede que lo sea. Pero existe. Más vale que me creas.

—¿Y qué tenía ese merodeador contra Marion?

—Quién sabe. Puede que la encontraran en mitad de una cabalgada.

—Ayer era un forastero que entró en el bar y escuchó cierta conversación, hoy ni siquiera eso. Qué desgracia la de Marion, ¿no? va y se cruza con esa gentuza en el lugar más inadecuado y en el momento más inoportuno. Un caso sorprendentemente desgraciado. ¿No te parece?

—Esa gente sabe aprovechar los momentos.

—Con lo grande que es este estado.

—Por algún sitio tenían que pasar.

—Es posible que alguno de los que están ahí fuera reciba un tiro, Ben. Y eso no va a caer sobre mi conciencia. Va a caer sobre la tuya.

—No soy tan complicado como para tener conciencia. Joder, nunca vas a cambiar. Fingiendo que eres un gran caballero del sur. De eso va también ahora, ¿No? Demostraré a Huckleberry, le demostraré al pueblo, demostraré a todos de lo que soy capaz. De vencer al clan, nada menos. Y cuanto peor sea el clan, más me luciré. Yo, el gran y listo y educado Thomas Sawyer, no me dejo guiar por mi polla. Yo no soy de la calaña de Ben, ni de Bob, ni de Jeff Thatcher. Yo puedo hacer lo que hice en esa mansión, igual que ellos, pero soy un caballero, porque después de eso lloriqueé. ¿Te lo ha contado, Huckleberry, lo que hizo tu amigo, lo que le hizo a esas delicadas damas?

—Cállate, Ben.

—¿Por qué? ¿Porque prometimos que nunca hablaríamos de ello? Fuiste tú quien necesitó esa promesa. Yo no prometí nada. Yo no tengo ningún problema con eso. Lo hice. Claro que lo hice. Teníamos hambre y nos llenamos la boca. Nos habíamos ganado ese derecho, porque peleamos por ello. Por eso peleábamos. Tú sí eres racista, Tom. Si no hay distinción entre blancas y negras, si eso es lo que de verdad crees, a qué viene tanto remordimiento.

—No le escuches — dijo Huck — confío en ti, Tom. Tú no eres como él.

—No puedo cambiar lo que hice, Hucky. No podemos. Lo hecho, hecho está, Ben. No puedo quitármelo de encima ni fingir que no sucedió. O fingir que era otro cuando lo hice. No, no fue otro. Fui yo. Pero yo sí puedo cambiar.

—Entonces, ¿va de eso, cabo? Este empeño en vengar a la mulata, en cazar al clan.

—Va de justicia. De eso va.

—No pararás hasta que te maten, ¿eh?

—No pararé.

—Joder, viejo — dijo — joder, joder, puto cabrón engreído testarudo.

—Vas a mirar estos carteles y vas a señalarme al forastero que entró en el bar. Vas a hacerlo. No voy a ir a la casa de Sid para decirle a su mujer que han matado a mi hermanastro. No estoy dispuesto a eso. Me llevaré a los veteranos. Te dejaré aquí solo, encerrado, para que te desplumen como a una gallina. Te dejaré solo, Ben.

—Sé que lo harías. Sé qué clase de caballero eres. Bien. Bien, cabo. Vale. Veamos.

Ben contempló los carteles extendidos. Cogió uno, lo examinó. No, dijo. Cogió otro. No. No. No. Podría ser este, dijo, tendiéndolo a Tom.

Ojos hundidos, ojeras negras, una mirada que era como mirar a la oscuridad. Nariz como un pico de águila, barba espesa, labios finos y torcidos hacia abajo de un modo que podría definirse como cruel. Violación y asesinato. Con esa cara el crimen era un destino.

—James Harris Piers — leyó Tom — metro ochenta y cinco. Vivo o muerto.

—Sí, recuerdo que era alto. Tan alto como yo. Duro. Un tipo del que dirías que sería difícil cogerlo muerto. Imposible cogerlo vivo.

—Mala suerte, Ben.

—Sí, te va a costar. Pero hasta los más duros caen. Dáselo al juez Thatcher. Él se hará con él.

—No, no es eso. No me preocupa cogerlo.

—Caramba, pues yo estaría preocupado, viejo. A ese tipo no lo vas a detener con tu bonita charla.

—Verás, cada vez que voy a Constantinopla el juez Thatcher me entrega una lista con los criminales apresados. En el cajón de la derecha guardo los carteles de los criminales que están en busca y captura. En el cajón de la izquierda guardo los carteles de los criminales que ya han sido capturados. A James Harris Piers lo colgaron hace seis meses.

Ben no parecía turbado. Sonrió, rascándose la mejilla.

—Vaya. Pues sí que es mala suerte. Te pasas de listo, Tom. Como siempre.

—Volvamos a ese Merodeador. Es otra mentira.

—Te he dicho la verdad. El Merodeador existe. Pero tienes razón, no fue casualidad. Lo de Marion. No fue casualidad. Vinieron por ella.

—¿Vinieron hasta San Petersburgo por Marion? Venga, Ben. Se me está acabando la paciencia.

—Mejor dicho, empezaron por ella.

—Y qué más quieren.

—A ti.

—¿A mí?

—A ti, Thomas Sawyer.

—¿Qué puede querer de mí el clan?

—No es el clan. Es el Merodeador quien te quiere. Ni siquiera él puede matar a un sheriff blanco porque sí. El Merodeador se está convirtiendo en un problema. Ya hay muchos que se preguntan si deberíamos seguir apoyándolo.

—¿Deberíamos?

—¿Te sorprende? Sí, tengo conexiones con el clan. El clan auténtico y organizado, si puede llamarse así.

—Esa confesión es suficiente para que te lleve ante el juez. Me lo estás sirviendo en bandeja.

—Estoy colaborando con la justicia, como tú me pedías. Y no, no puedes llevarme ante el juez por eso. He dicho que tengo conexiones, no que forme parte del clan. Y te aseguro que vas a tener que agradecerme que así sea. Gente como el Merodeador es lo que hace que los yankees puedan mantener sus tropas en nuestra tierra con la excusa de que mantienen la paz. Demasiado salvaje, el Merodeador. Peleando su propia guerra. El verdadero clan se está hartando de eso. Por eso el Merodeador no puede asesinar a un sheriff blanco.

—¿Y por qué iba a querer asesinarme?

—No puede pegarte un tiro y ya está, pero sí puede pegárselo a Marion. Puede colgar uno por uno a todos los negros de este pueblo hasta que tú saltes. Que es precisamente lo que has hecho al encerrarme. Tú crees que le has tendido una trampa, pero lo que has conseguido es desatarle las manos. Y te creías listo, viejo.

—Por qué iba a querer matarme a mí. Yo no soy nadie.

—Te diré por qué; yo conozco el verdadero nombre de El Merodeador. Se apellida Scott. ¿Te suena? ¿Te acuerdas del capitán Hugh Scott? Pues el Merodeador es el hermano pequeño de ese capitán loco al que clavaste la bayoneta. Tú eres alguien para él.

Ben señaló al techo.

—Y esos chicos ablandados y gordos que has subido al tejado no van a pararlo.

—Que venga — dijo Huck — que venga ese Merodeador. Aquí lo esperamos.

—¿Qué clase de amigo eres tú, Huckleberry? Serías capaz de sacrificar a Tom con tal de vengarte. ¿Eso es lo que quieres? No le escuches, cabo. Ahora sí estás pálido, viejo. También yo lo estaría.

—Entonces es él o yo, Ben. Tienes que ayudarme a dar con él antes de que me encuentre.

—Va a ser más sencillo que eso. Puedo mover mis contactos. Estoy deseando moverlos. Pero tienes que dejarme hacerlo. Tienes que soltarme. Tienes que parar este asunto. Páralo y podré quitártelo de encima. Puedo hacerlo. Pero si no haces lo que te digo, atente a las consecuencias.

—No le escuches — dijo Huck — te está engañando.

—Tienes que escucharme, viejo, porque no estoy hablando de lo que te pase a ti. Al Merodeador quizá no le baste contigo. Yo me preocuparía de alguien más. Amy y Billy, Thomas. Todos los chicos están aquí fuera. Pero qué pasa con Amy y Billy. Están solos.

Tom saltó del asiento, cogió a Ben por un brazo y lo empujó hasta el interior de la celda, los dientes de la llave chirriaban en el agujero de la cerradura mientras trataba de girarla, le temblaban las manos.

—¡Puedo pararlo! — dijo Ben — ¡Puedo hacerlo!

—Ven conmigo, Huck, sígueme, vamos a mi casa.

Cuando salieron por la puerta Jeff y Bob estaban allí parados, uno a cada lado.

—Quedaos aquí, yo volveré en un rato, ¡Sid! ¿Dónde está Sid?

La cabeza de Sid asomó tras el tronco de un árbol.

—¡Sid, te quedas al mando! Huck, ven conmigo.