6
Vio a Huckleberry sentado al borde del camino que llevaba a la casa de Ben Rogers. En el suelo, con las piernas cruzadas. Descalzo. Como un indio. Acababa de pedirle a Sid que fuera a la cabaña a buscarlo, así que el bueno de Sid habría hecho el viaje en balde.
Allí estaba, el patán impredecible. Sentado. Cuando Tom estuvo lo suficientemente cerca vio que una mosca le recorría el borde de los labios. Ni siquiera sopló para apartarla.
—¿Ya está?
—Acabamos de enterrarla, sí. Ocupé tu puesto. Estuvimos esperándote ¿Qué te ha pasado?
Se encogió de hombros.
—Entonces ya está.
Le dio un par de golpecitos en la rodilla con la contera del bastón.
—Mírame a los ojos cuando te hablo, Finn. Qué te ha pasado, te acabo de preguntar.
Apartó el bastón de un manotazo.
—Marion se fue aquella noche. Marion no está. Habéis hecho una ceremonia para un trozo de carne. Como cuando vais a misa. Como cuando el sacerdote reparte la carne y le mete a cada uno su trocito en la boca. No quiero ver eso.
—Es un puto entierro cristiano. Es lo menos que podíamos hacer por esa chica. Y era tu deber estar allí. Y Marion lo ha visto desde el cielo, con esa cantidad de flores, y se habrá dicho, por lo menos tuve una despedida decente.
Huck rió.
—¡Decente! vuestra decencia, ese es el problema. Se hubiera abierto de piernas para mearse desde el cielo en vuestra decencia. Se hubiera meado de la risa.
—Meándose o no se estará preguntando, ¿Dónde estaba Finn? eso es lo que se estará preguntando ahora mismo.
—Qué va, Tom. Si nos está viendo, como tú dices, ya no se pregunta nada. Lo sabe todo, y lo sabe bien. Y si en eso crees, espero que recuerdes que tiene sus ojos clavados sobre ti, sheriff. Y se estará preguntando, ¿por qué el sheriff se entretiene en reprocharle cosas a Huck, en lugar de ir de una vez a casa de Ben Rogers?
****
Ben Rogers estaba sentado en su porche. En la mecedora. La camisa sucia, arremangada, con esos gruesos brazos morenos al aire y su denso bigote, casi confundido con la barba crecida. Bebía algo en un vaso. Les sonrió desde la distancia y les hizo un gesto de invitación para que cruzaran la valla del huerto. Como si nos estuviera esperando, pensó Tom.
—¡Susy, saca de beber! — gritó — aquí viene el cabo Tom.
Ben Rogers. El único capaz de hacerle sombra cuando eran niños. Midiéndose como dos gallos de pelea. Las fuerzas estaban demasiado equilibradas, así que se habían aliado. También en la guerra. Alguien a quien deseas tener cerca cuando llega el enemigo, pero que querrías tener lejos cuando el enemigo se ha ido.
Subieron los escalones del porche de madera. Ben se quedó mirando a Huckleberry con una mueca socarrona. Siempre igual. El bastardo bravucón.
—Tú no vas a pasar de ahí, Finn. Y si pisas mi casa es porque vienes con Tom.
Ben había perdido los dientes delanteros de un culatazo, y las eses formaban en su boca algo cercano a silbidos. Huck se apoyó contra la baranda. No le importaba su desprecio. Sólo le importaba el desprecio de Marion, y Marion nunca le había despreciado.
—Vienes como vestido para una fiesta, cabo Tom. ¿Habéis enterrado ya a la mestiza?
—Sabes que sí. Tu mujer estuvo allí. Y te eché en falta.
—¿Esperabas verme en el entierro de una mestiza? ¡Venga ya, cabo! Perdí la guerra, pero no el sentido. Y no sé qué te pasa con este medio negro. Vas a llevarlo siempre pegado a tus faldas. ¡Susy, saca de beber al cabo Tom!
—No vamos a beber — dijo Tom.
—¿Vienes de sheriff? — alzó el vaso — es limonada.
—Huck no aceptaría tu limonada. Y si Huck no la acepta yo tampoco voy a aceptarla.
—¡No saques de beber, Susy! — chilló, volviendo la cara hacia la puerta — tenemos una especie de competición de pollas aquí fuera.
—¿Hoy no trabajas? — dijo Huck.
—Pues no, hoy no trabajo. Tom, dile al amigo de los negros que deje de mirarme de esa manera torcida o tendré que levantarme de la silla.
—¿Estás enfermo? — dijo Huck.
—Sí.
—¿Qué tienes?
Alzó una pierna y se tiró un pedo.
—Gases.
Tom tuvo que contener una sonrisa. El cabrón apestaba.
—Venga, vienes de sheriff, pues vamos a ello antes de que tenga que sentar de culo a tu amigo. ¿El clan ha estado aquí? Sí, el clan ha estado aquí. Había una cruz, qué más quieres.
—Y alguien los ha traído — dijo Huck.
—Yo hago las preguntas, Hucky.
—Nadie trae al clan. No es un perro. El clan va y viene por donde le da la gana. Así son ellos. Estás metido en tu cama y abres un ojo y allí está el clan, sentado en la silla donde acabas de dejar la ropa. Así que dormiría con un ojo abierto, Tom. Porque si te metes demasiado ni siquiera los camaradas podremos sacarte.
—Yo no quiero encontrar al clan — dijo Tom — quiero encontrar a los que hicieron eso a Marion. Aunque sean del clan.
Ben hinchó los carrillos como si fuera a decir algo. Tom temió lo que fuera a decir, pero acabó desinflándolos en un bufido que movió los pelos de su bigote.
—Vamos a hablar tú y yo, viejo. Quítame al medio negro de encima.
—Hucky, por qué no me esperas en el camino.
Huck bajó los escalones del porche.
Ben dejó el vaso a los pies, se levantó de la silla y se acodó junto a Tom en la baranda, inclinándose hacia su oído. Olía a pescado salado. Así olía su sudor. Había pasado muchas noches junto a ese olor. Casi le hacía sentirse seguro, como entonces.
—Esa puta mestiza, por dios bendito, en qué estabas pensando, cómo no la largaste del pueblo cuando estabas a tiempo. Esa puta era, se... enorgullecía.
—Ninguna ley me permitía echarla.
—Tú eres la ley.
—No soy la ley. Ni siquiera el juez Thatcher es la ley. La ley está escrita. Yo la hago cumplir. Es distinto.
—Ni tú te lo crees. La dejaste quedarse por ese mendigo de Huckleberry, que es tan perdidamente imbécil como para encoñarse con una puta mestiza. Y mira el lío en que te está metiendo.
—No es por Huck. Voy a encontrar a los asesinos. Es mi deber.
—¿En serio vas de sheriff?
Sintió un tirón en el cinto y antes de que pudiera moverse Ben le había quitado el revólver y lo había cambiado de mano.
—Trae eso.
Ben se lo ofreció por la culata con una sonrisa y cuando fue a cogerlo retiró la mano y la sonrisa desapareció. Lo hizo girar sobre un dedo. Midiendo sus fuerzas. Como cuando eran niños. Como siempre.
—Vas a disparar a alguien sin querer, Ben.
Tiró el revólver sobre la mecedora. Tom contuvo la tentación de ir a recogerlo. Como un niño al que quitan la gorra, pensó.
—No vayas de sheriff conmigo. Conmigo no. No merezco eso.
—No te debo nada.
—Nos debemos mucho. Hemos tragado mucho, hombro con hombro. Ese puto yankee que me arrancó los dientes me habría liquidado de no ser por ti. Pero yo también te saqué de algunas.
—Eso no tiene que ver con esto.
—Tiene que ver con que seas sheriff, puto cojo, así que deja el teatro conmigo.
—Soy un puto cojo pero también soy el sheriff. Es mi deber.
—Ni yo podré evitar que cuando abras un ojo estén allí.
—Me cuidaré de eso.
—No puedes cuidarte de eso. Y tampoco yo puedo cuidarte de eso si no me escuchas.
—Quiero un nombre. Uno solo.
—¿Y qué pasa con Amy? Y con Bill. También estarán allí para ellos.
Ben le dio un golpe en el hombro, tan vigoroso que le sacudió por entero.
—Escucha, cabo, escucha un momento: no la vas a resucitar. Esa es la puñetera y práctica verdad. Limpia como un cristal. No hay marcha atrás. Mira lo que haremos. Habéis enterrado a esa pobre chica como si fuera una santa. Bien. Con el corazón te lo digo, bien. Pues de aquí a una semana te llevas a Huckleberry al mejor burdel de Constantinopla y que se encoñe con una rubia pechugona. Quién se resiste a eso, ¿eh? Una rubia descarada con enaguas de encaje y oliendo a flores.
—No lo entiendes. Represento a la ley. Hago que se cumpla. Es mi trabajo.
—Déjate de eso, déjalo de una vez. Esa gente del clan no va a volver si no los obligas a volver. Pero si los obligas a volver, vendrán por ti. No estás siendo razonable. No piensas, viejo.
—He venido a por un nombre. Y no me iré sin un nombre.
—Así que no lo haces por ese medio negro pordiosero.
—No. No lo hago por él.
—¿Y no te importa lo que les pase a Amy ni al niño? ¿De veras no te importa?
—Sí me importa.
—Pues no te entiendo, Tom. Lo intento, pero no te entiendo.
—Dame un nombre. Me basta con eso.
Ben palmeó la baranda.
—Vale. Como tú quieras. Tú eliges.
Fue a sentarse en la mecedora, tiró el revólver por encima de la cabeza de Tom, cayó entre los rastrojos.
—Corre por él, sheriff — dijo, furioso, meciéndose con energía.
Tom no se movió.
—Quiero ese nombre. He venido a por él. Y no me iré sin él.
—Y qué vas a hacerme.
—Dámelo.
—¿O qué?
—No lo sé. Pero alguien de San Petersburgo sabía a qué hora estaría Marion en la cabaña. Así que creo que iré casa por casa. Eso haré. Tantas veces como haga falta. Poniendo nerviosa a la gente. Un día tras otro. Una semana tras otra. Por la mañana, por la tarde, por la noche. Interrogaré a los hombres, y a las mujeres y a los niños. Me sentaré frente a ellos y les haré pregunta tras pregunta. No espero que me digan lo que saben. Pero en algún momento alguien se cruzará de brazos como si tuviera frío aunque esté sudando un poco más de la cuenta. Y cuando pase eso no soltaré la presa.
—Suena cansado. Y largo.
—Tengo toda la vida por delante.
—Si te comportas de ese modo tal vez acaben dándole tu estrella a otro.
—Tal vez. Pero seguiré observando, aunque ya no sea el sheriff. Y le contaré al juez Thatcher lo que vea.
Ben se pasó una mano por la cara. Luego miró hacia el cielo.
—Vale — dijo — vale, cabo. Supongamos por un instante que llega un forastero al bar. Un tipo vulgar y corriente, no le dedicarías dos miradas. Podría venir de Constantinopla, o de cualquier otra parte. Un granjero. Quién sabe quién es, y a quién le importa. Bebe su cerveza en un rincón. Supongamos que estamos los veteranos en el bar, jugando una partida, y alguien dice, desde que perdimos la guerra los negros de aquí se han vuelto insolentes. Ese Jim, por ejemplo. Se cree alguien. Y supón que el tipo lo oye. Y entonces pasa Marion con esos aires suyos y los camaradas la ven cruzar la calle de ese modo, obligando a nuestras mujeres a apartarse de su camino. Y supongamos que uno de ellos, cualquiera, Sid, por ejemplo, Sid dice: y la peor es esa puta mulata. Parece una emperatriz o algo así, la puta mestiza. Alguien debería sacarla de San Petersburgo a patadas.
Y supongamos que ese tipo vulgar y corriente no es un tipo vulgar y corriente. Supongamos que es del clan. O que conoce a alguien que es del clan. El clan está ahí. Ve y escucha.
—¿Eso es lo que ha pasado?
—He dicho que supongamos, cabo. No digo que sea eso. Pero supongamos. ¿Qué vas a hacer, arrestar a Sid? ¿a tu propio primo, a tu hermanastro, como tú le llamas? ¿y de qué ibas a acusarle? ¿de hablar en el bar? No hay ley contra eso.
—Es curioso, porque pasan pocos forasteros por San Petersburgo.
—Algunos vienen. De camino a Constantinopla. O a cualquier otro sitio. Y vienen con sed.
—Y los que están en el bar no pierden la oportunidad. Aquí nunca pasa nada. Hay desiertos más divertidos que esto. Así que los que están en el bar rompen el hielo. ¿Cómo va por el norte? Oh, vienes del sur. ¿Y cómo va por el sur?
—Algunos forasteros son reservados.
—Y entonces Sid, o Bob Tanner, o tú mismo, dice, ponle de beber a este buen hombre del sur y apúntalo a mi cuenta. Y de nuevo, ¿Cómo va por el sur? ¿Llueve? ¿Qué tal la cosecha? ¿A quién tenéis en el gobierno, algún cabronazo llegado del norte? Pues como aquí. Tenemos a ese cabronazo engreído de Alfred Temple. ¿Quieres jugar una mano? ¿Cómo te llamas, buen hombre?
—Y se inventa un nombre. Me llamo Nadie.
—Pero Nadie tiene cara. Y yo tengo en mi escritorio un cajón repleto de carteles con caras, por si alguien las ve por aquí. Me las traen desde Constantinopla.
—Tengo mala memoria para las caras.
—Pues vas a tener que esforzarte.
Ben miró las puntas de sus botas. Dijo:
—Siempre he estado a tu lado. En los peores momentos. Negros o mestizas, cuando se trata de ti, soy capaz de pasarlo por alto. Mi sitio está a tu lado. Cubriéndote la espalda. Como en la guerra. Iría contigo con la escopeta bajo el brazo hasta donde hiciera falta. Aunque fuera contra el clan. Pero tienes que entender una cosa: esto es el clan, y también algo más que el clan. Algo que te supera. No tenemos ninguna posibilidad. Ninguna. Si abro la boca estás muerto. Y probablemente también yo estaré muerto.
Sonó un cacareo desquiciado en la cuadra. Huck emergió de ella entre un revuelo de gallinas.
—¿Qué hacía ese medio negro ahí?
Tenía plumas sobre la cabeza y en los pantalones y llevaba un cubo de metal viejo en la mano. Lo alzó.
—¡Aquí hay brea! — gritó.
—Joder, voy a tener que correr un buen rato detrás de esas gallinas ¡Deja eso donde te lo has encontrado, Finn!
—Estás arrestado, Ben Rogers.
Miró a Tom como si se hubiera vuelto loco.
—¿Por qué?
—Embrearon a Marion.
—¿Y qué? Tengo un cubo para la brea. Todos tienen un cubo para la brea. Tú tienes un cubo para la brea. ¿Con qué tapas las goteras de tu tejado?
—Estás arrestado. Vamos.
—¿Lo dices en serio?
Se abrió una ventana y asomó la cabeza de Susy, con su larga y brillante melena rubia.
—¿Por qué vas a detener a Ben?
—Llévale la cena al calabozo.
Tom bajó las escaleras del porche, recogió el revólver y lo enfundó. Huck se situó junto a él, con el cubo en la mano. Susy seguía mirándolos por la ventana con las cejas enarcadas. Ben permanecía sentado, los puños apretados.
—En marcha, soldado. Vamos.
Ben habría podido partirle el cuello fácilmente con esos brazos suyos. Siempre que había detenido a Ben estaba tan borracho que no se tenía en pie, y aun así había tratado de esposarlo por la espalda. Una vez incluso tuvo que recurrir al bastón para nockearlo. Pero ahora Huck estaba a su lado. Podrían con él. Pero temía la reacción de Huck. De hecho, se hizo consciente de que estaba escuchando la respiración de Huck, atento a cualquier alteración en su ritmo, con el bastón dispuesto por si tenía que cruzarlo contra su pecho para frenarlo. No, Huck no se alteraba. Y ni siquiera esa calma aparente bastaba para tranquilizarlo.
—Venga, Ben. Por las buenas o por las malas, tú decides, soldado.
Ben miró a Susy. Ella asintió.
—Te llevaré la cena.
Ben llenó los carrillos de aire, lo soltó en un bufido. Dijo:
—¡Pero no vas a esposarme!
—No lo haré.
—No vas a pasearme por el pueblo esposado. No puedes hacer eso.
—Daremos un rodeo para llegar al calabozo. La poca reputación que te queda estará a salvo.
—Como si camináramos juntos...
—Como si camináramos juntos.
Se levantó de la mecedora, bajó los peldaños del porche y echó a andar. Tom se situó a un lado, Huck al otro. Ben puso una mano junto al oído.
—¿Oyes eso, cabo?
—¿El qué?
—La muerte. Riéndose de nosotros. De los tres.