71. PUTAS DE AMSTERDAM, 10.a PARTE
Spud está fatal. Lleva la mandíbula tan hinchada que parece que le intente salir una segunda cabeza de la cara y se agota subiendo las escaleras de la casa de Gav. Sigue negándose a decir quién fue, limitándose a soltar vagos comentarios por lo bajo y a través de una mandíbula rota acerca de unos zumbaos a los que les debía dinero. Sarah parece particularmente horrorizada ante la importancia de las lesiones del pobre tipo. Si fue Begbie quien lo hizo, no se ha moderado ni un pelo. Gav y Sarah salen con nosotros a tomar una copa y después se largan al cine.
«Todo el mundo desaparece en cuanto aparezco yo», dice en voz baja y apagada, «debe ser mi personalidad. Aun así, qué bueno que nos hayamos vuelto a ver, ¿eh, Mark?», balbucea, lleno de entusiasmo y de esperanza.
Detesto apagar la poca chispa que le queda, pero levanto mi pinta, la vuelvo a bajar y respiro hondo. «Escucha, Spud, no voy a estar por aquí mucho más tiempo».
«¿Por Begbie?», me pregunta, y finalmente sus ojos mortecinos recobran cierta vitalidad.
«En parte», admito, «pero no sólo. Quiero irme a vivir a otra parte, con Dianne. Ella lleva toda la vida en Edimburgo y le apetece cambiar de aires».
Spud me mira con expresión triste. «Vale, pues…, tendrás que devolverme a Zappa antes de marcharte. ¿Me harás ese favor, Mark? Cuesta llevar la cesta para gatos con las costillas vendadas y sólo un brazo», dice indicando con gesto mortificado el cabestrillo.
«Claro, ningún problema», le digo. «Pero también hay algo que tú podrías hacer por mí».
«¿Sí?», dice Spud de una forma que delata que no está acostumbrado a que piensen que puede hacer algo por los demás.
«Dime dónde puedo encontrar a Segundo Premio».
Me mira como si yo fuera un puto chalao, lo cual supongo que es cierto, si se tienen en cuenta las mierdas en las que ya me he dejado liar. Después sonríe y dice: «Vale».
Nos tomamos unos tragos más y dejo a Spud en casa sin bajarme del taxi. Después me voy a casa de Dianne y nos acostamos. Hacemos el amor y al día siguiente nos quedamos en la cama haciendo más de lo mismo. Al cabo de un rato me doy cuenta de que ella está un poquito tensa y distraída. Finalmente acaba por decir: «Tengo que levantarme y repasar la tesis esta. Sólo una vez más».
Me marcho a regañadientes y me acerco a casa de Gav para dejarla tranquila. Joder, hace un día lluvioso y frío. El verano está a la vuelta de la esquina… Y una mierda: las condiciones meteorológicas siguen de un alpino que te cagas. El móvil vibra en el interior del bolsillo de mi chaqueta. Es Sick Boy, que rezuma suspicacia cuando le digo que no pienso ir a Cannes de inmediato. Le informo de que Miz estará allí de todos modos, y que necesito ir primero al Dam para poner en orden ciertos asuntos del club.
Cuando llego a casa de Gav me cuenta que se encontró con Sick Boy y Nikki por el centro y que les invitó a cenar conmigo y con Dianne. Ante semejante perspectiva se me cae el alma a los pies; dudo que a Dianne le haga mucha gracia. Pero cuando hablo con ella no tiene mayor problema, probablemente porque Nikki es su amiga.
Cuando nos encontramos, Sick Boy se comporta de lo mejorcito o, al menos, de lo mejorcito de que es capaz. Flirtea con Sarah de manera descarada, pero a Nikki no parece importarle; se limita a mimar a Gav, que parece desconcertado, como si le estuviesen liando para montar un cuarteto, lo cual, tratándose de estos dos, probablemente sea el caso.
Al cabo de un rato, Sick Boy me agarra por banda en la cocina. «¡Te necesito en Cannes!», gimotea. Siempre está que no para de largar acerca de ahorrar dinero en el viaje; el mamón podría empezar por mí. «No puedo levantarme e irme sin más. Tengo todas mis cosas en Holanda y pienso recogerlas; no quiero que Katrin les eche las zarpas, y lo hará si no espabilo».
Bufa y chasquea la lengua mejor que Deirdre, la de Coronation Street. «¿Entonces cuándo vendrás?».
«Estaré en el sur de Francia el jueves como muy tarde».
«Más te vale, ya he reservado una puta habitación», salta antes de que los ojos se le pongan como platos en un gesto suplicante mientras menea el brandy dentro de la copa. «Venga, Mark, este es nuestro momento de gloria, colega. Llevamos toda la vida aguardando esto. Chicos de Leith en Cannes, ¡hostia puta! Vamos a ser famosos. ¡Vaya una puta experiencia!».
«Por eso no me la perdería por nada del mundo», le cuento. «Simplemente quiero dejar las cosas resueltas con Katrin. Es bastante volátil…, no quiero que destroce mis cosas. Y no puedo dejar a Martin en la estacada como si tal cosa: “Lo siento, colega, sé que hemos llevado a medias este club a las duras y a las maduras durante siete años, pero ahora mi viejo amiguete Simon ha vuelto y quiere que produzca pelis porno con él”».
Sick Boy levanta las manos y baja la cabeza, mientras Sarah aparece con unos platos sucios. «Vale, vale…».
Valiéndome de la ventaja moral recién adquirida, añado: «Durante los últimos nueve años he tenido una puta vida, no puedo tirarlo todo por la borda porque tú hayas vuelto a considerarme persona grata», mientras observo cómo Sarah sale de puntillas, como si caminara sobre cristales rotos.
Él dice algo como respuesta y chismorreamos y discutimos hasta llegar a un impasse y captar un aire travieso en la mirada del otro y estallar en carcajadas. «Ya no podemos seguir haciendo esto, Simon», le cuento. «Estaba bien cuando éramos jovencitos, pero ahora empezamos a parecer un par de reinonas. ¿Te nos imaginas dentro de diez años?».
«Prefiero no hacerlo», dice con gesto genuinamente ulcerado ante perspectiva semejante. «Lo único que podría compensarnos es: a) tener mucho dinero, y b) chicas jóvenes a remolque. A los veinte años puedes conseguirlo a fuerza de palmito y a los treinta a fuerza de personalidad, pero cuando llegas a los cuarenta necesitas pasta o fama. Es cuestión de putas matemáticas. Todo el mundo piensa que soy muy ambicioso, pero no lo soy. Para mí de lo que se trata es de aguantar el tirón, de prevenir una situación de crisis».
Me incomoda que se abra conmigo de esta manera, porque por debajo de las bravatas nihilistas me doy cuenta de que el capullo está mostrándose absolutamente sincero. ¿Puedo levantarle el chanchullo este? Parece muy cruel, pero ¿qué me habría quitado él si Begbie hubiera dado conmigo? Nah, Sick Boy es un cabrón. No tanto porque sea un hijoputa malo, sino porque es un ultraegoísta que te cagas. Cuando nadas con tiburones sólo sobrevives siendo el mayor de todos.
Pero se muestra extrañamente elogioso de mis motivos, diciendo que tuve razón al abandonar Gran Bretaña. «Está hecha polvo, y si no tienes dinero o propiedades eres un ciudadano de tercera clase. Donde está el futuro es en Estados Unidos», sostiene, «debería irme allí, fundar mi propia iglesia y quedarme con los yanquis, tan ingenuos y crédulos».
Nikki se asoma y me dice con las cejas enarcadas: «Simon y las cocinas no pegan, ¿verdad?». Ella le mira. «¿De verdad te estás comportando?».
«De manera ejemplar», dice él. «Pero venga, Rents, unámonos al resto de la congregación. No conviene dejar solo a Gav con todas las chicas».
Volvemos a encontrarnos en torno a la mesa y Sick Boy, Gav y yo mantenemos una discusión al estilo de los viejos tiempos acerca de la letra de la canción «Giving It All Away», de Roger Daltrey. «Lo que dice es “I’d know better now, giving it all away”», opina Sick Boy.
«Que no», dice Gav sacudiendo la cabeza, «es “I know better now”».
Les hago a ambos un gesto desdeñoso con la mano. «Vuestros diferentes pareceres no son sino una pedantesca disputa de poca monta que no altera el significado esencial de la canción. Si escucháis con atención, veréis que dice: “I’m no better now”, como aquel que dice que ahora no es mejor que antes, sino igualito, porque no ha aprendido nada».
«Y una mierda», bufa Sick Boy, «la canción habla de mirar atrás con la perspectiva de la madurez y la sabiduría».
«Claro», se muestra de acuerdo Gav, «un poco en plan “si hubiera sabido entonces lo que ahora sé”».
«No. Ahí es donde os equivocáis ambos», discrepo. «Escuchad la voz de Daltrey; es un lamento; arrastra algo de derrota; es la historia de un gachó que por fin reconoce sus limitaciones. “Ahora no soy mejor que antes, porque sigo siendo el mismo capullo hecho polvo de siempre”».
De repente Sick Boy se muestra hostil ante esto, como si se tratase de algo sumamente importante. «No tienes ni puta idea de lo que hablas, Renton», dice, mientras se vuelve hacia Gav. «¡Díselo, Gav! ¡Díselo!».
Al parecer el señor Williamson se ha tomado esto de forma un tanto personal. La discusión prosigue hasta que Dianne la interrumpe. «¿Cómo podéis llegar a poneros tan frenéticos por una trivialidad de mierda?». Sacude la cabeza y se vuelve hacia Nikki y Sarah. «Me encantaría pasar un solo día en el interior de sus cabezas, sólo para ver lo que se siente con toda esa basura circulando por ahí dentro», y una de sus manos acaricia mi frente mientras la otra se posa en mi muslo.
«Yo con una hora ya tendría de sobra», sostiene Sarah.
«Es cierto», se arriesga a decir Sick Boy, que ahora ve la locura que supone y me sonríe. «En los viejos tiempos teníamos a Begbie a mano para decir: “Es un montón de puta mierda y ya empieza a tocarme los cojones, así que callaos de una puta vez si no queréis que os parta la puta boca”».
«En efecto, a veces demasiada democracia da por saco», se ríe Gav.
«El tal Begbie parece todo un personaje. Me gustaría conocerle», declara Nikki y Sick Boy sacude la cabeza. «Te aseguro que no. Quiero decir, en realidad no le gustan las chicas», se cachondea, y Gav y yo nos sumamos.
«Ni los chicos, a decir verdad», añado yo, ahora ya meándonos de la risa.
Al cabo de un rato Nikki empieza a perorar sobre Cannes, cosa que, por lo que Dianne me cuenta, ahora es uno de sus temas habituales; Sarah y Gav se ponen bordes el uno con el otro. Dianne y yo nos lo tomamos como la señal para marcharnos y ella dice algo acerca de la necesidad de imprimir otra copia de su tesis. Por desgracia, Nikki y Sick Boy deciden unirse a nosotros en el taxi.
«La Sarah esa está bien buena», declara Sick Boy.
«¿Verdad que sí?», dice Nikki con cierta ronquera y con el rostro sudoroso y colorado por la bebida.
«Le propuse montar un cuarteto pero no estaba por la labor», dice Sick Boy, confirmando mis sospechas. «Creo que Temps también se ofendió un poco», añade. Entonces se dirige a Dianne: «A ti no te lo he pedido, Di, no porque no me gustes, sino porque Rents forma parte del lote y la sola idea de verlo en pelotas…».
De hecho, yo le había confesado que el cabrón ya me había sondeado acerca de esa posibilidad. Ella le lanza una mirada fulminante y empieza a hablar con Nikki, quien parece estar bastante borracha. Subimos las escaleras y nos marchamos a nuestras respectivas habitaciones, y puedo oír a Nikki y a Sicky, como le llama Terry, enzarzarse en una discusión beoda.
Empiezo a leer el último borrador de la tesis de Dianne mientras ella va al cuarto de baño. Hay muchas cosas que no entiendo, lo cual me parece un indicio prometedor, pero en fin, parece bastante académico: trabajo de investigación, referencias, notas a pie de página, bibliografía exhaustiva, etc., y se lee muy bien. «Tiene una pinta excelente», le digo cuando entra, «a ver, no es que yo entienda mucho de estas cosas. Pero desde el punto de vista de un lego en la materia, se lee bien».
«Me aprobarán, pero poco más», dice ella sin el menor indicio de desaliento.
Empezamos a hablar de lo que va a hacer ahora que está terminada y me besa y me dice: «Dijiste algo de legos en la materia» y me desabrocha la cremallera y me saca la polla semierecta. Sujetándola con firmeza, se relame. «Esto es lo que voy a hacer», me dice. «Y más y más y más».
Me parece imposible hacer más de lo que ya hacemos.
Nos quedamos durmiendo hasta la tarde siguiente antes de despertarnos. Vuelvo a la cama con dos tazas de té y decido contárselo todo a Dianne. Así lo hago. Cuánto sabía ya o había adivinado no lo sé, pero no parece demasiado sorprendida, aunque bien mirado, nunca lo parece. Me visto, me pongo un vellón y unos vaqueros mientras ella se incorpora en la cama. «¿Así que vas a encontrar a un amigo alcohólico al que hace casi diez años que no ves para darle tres mil libras en metálico?».
«Sí».
«¿Seguro que lo has pensado bien?», me pregunta bostezando y estirándose al mismo tiempo. «Ya sabes que no suelo estar de acuerdo con Sick Boy, pero quizá le hagas más mal que bien a ese tío entregándole semejante cantidad de dinero de golpe y porrazo».
«Es su tela. Si decide bebérsela hasta reventar, sea», le digo, pero sé que sólo estoy pensando en mí, en mi necesidad de arreglar las cosas.
El frío parece asentarse en los intersticios de la ciudad. Es como una enfermedad que no logra sacudirse del todo; el clima siempre amenaza con retroceder hasta el invierno pleno bajo el asalto de los crueles y helados vientos del Mar del Norte. La Milla Real tiene un aspecto espeluznante, pese a que la noche apenas ha empezado a caer. Camino con dificultad por los adoquines y encuentro el estrecho callejón, por el que me introduzco; da a un pequeño y oscuro patio rodeado de viejas e imponentes casas de vecinos. Un minúsculo callejón desciende hacia el New Town.
El patio está abarrotado de gente que escucha a un viejo gachó barbudo, de mirada traumatizada y enloquecida, predicando la Biblia. Hay muchos borrachines, pero también muchos de Alcohólicos Anónimos y de Narcóticos Anónimos en rehabilitación, cuya necesidad de ingerir drogas se ha visto sustituida por el pico fervoroso de las emanaciones evangélicas. Tras un rato escudriñando la multitud le veo; está más delgado y va bien afeitado, pero tiene el aspecto de un hombre que se recupera de algo, porque de eso se trata, del estado congelado de hallarse en vías de recuperación, ese estatus que la liga antialcohólica procura petrificar. Es Rab McNaughton, Segundo Premio, y tengo que darle tres mil libras en metálico.
Me aproximo a él con cautela. Segundo Premio era íntimo de Tommy, un viejo amiguete nuestro que murió del sida. Me culpaba a mí de que Tommy se hubiera enganchado al jaco y en una ocasión incluso me agredió físicamente. El tipo siempre estuvo dotado de un natural rotundo. «Seg… Robert», me corrijo rápidamente.
Me mira un momento, me reconoce con un gesto despectivo y vuelve a escuchar al predicador, con los ojos encendidos, devorando cada palabra pronunciada por este, mientras va puntuando lo que dice con los amenes de rigor.
«¿Cómo te van las cosas?», le sondeo.
«¿Qué quieres?», me pregunta, volviendo a mirarme momentáneamente.
«Tengo algo para ti», le cuento. «El dinero que te debía…». Me echo la mano al bolsillo de la chaqueta y palpo el fajo, pensando que, en efecto, esto es de una ridiculez absoluta.
Segundo Premio se vuelve hacia mí. «Ya sabes lo que puedes hacer con él. Sois unos malvados: tú, Begbie, ese pornógrafo de Simon Williamson, Murphy el yonqui…, sois todos unos malvados. Sois asesinos y trabajáis para el Diablo. El Diablo habita en el puerto de Leith y vosotros sois sus siervos. Es un lugar maligno…», dice, levantando la vista hacia el cielo.
Una confusa sensación, a medio camino entre el alborozo y la ira, se acumula en mi pecho y tengo que luchar contra la tentación de decirle que no dice más que chorradas. «Mira, quiero dártelo, limítate a cogerlo y nos vemos en la otra vida», le digo, incrustándole el fajo de billetes en el bolsillo de la chaqueta. Una mujer corpulenta con el pelo rizado y un marcado acento de Belfast se acerca y dice: «¿Qué pasa? ¿Qué pasa, Robert?».
Segundo Premio se saca el fajo del bolsillo y lo agita ante mis narices. «¡Esto! ¡Esto es lo que pasa! ¿Crees que puedes comprarme con esta mierda? ¿Que Begbie y tú podéis comprar mi silencio? ¡No matarás!», dice con la mirada encendida, y a continuación me grita a la cara, destrozándome los nervios y rociándome de babas al mismo tiempo: «¡NO MATARAS!».
Arroja el dinero por los aires y los billetes se arremolinan con el viento. De repente la multitud se da cuenta de lo que ocurre. Un hombre encostrado de roña y vestido con un gabán mugriento agarra un billete de cincuenta libras y lo mira al trasluz. Un crustie se lanza sobre los adoquines y pronto todo el mundo se sume en un frenesí de codicia, haciendo caso omiso al viejo predicador, quien, al ver la pasta revoloteando por el aire, olvida su sermón y se pone a arramblar con los demás. Yo doy un paso atrás, cojo un par de puñados de billetes y me los meto en los bolsillos. Entiendo que se los di a él para que hiciera con ellos lo que quisiera, pero si ha optado por un reparto público, entonces yo me apunto el primero. Salgo por el callejón hasta llegar a la Milla Real, pensando que probablemente acabo de aniquilar a la mitad de los borrachines de la ciudad y cargarme los esfuerzos de todos los que llevaban tiempo en rehabilitación.
Vuelvo a casa de Dianne y veo que Sick Boy sigue ahí, mojado y con una toalla alrededor de la cintura. «Mañana a Cannes», sonríe.
«Me muero de ganas de verte allí», le digo. «Lo del Dam es un putadón, pero tengo que hacerlo. ¿Cuándo sale tu vuelo?».
Me dice que a las once, así que al día siguiente dispongo las cosas para compartir un taxi hasta el aeropuerto con él y con Nikki. Durante el desayuno él se mete coca y en el asiento trasero del taxi se mete más, mientras no para de darle al pico acerca de Franck Sauzee. «Es un puto dios, Renton, un puto dios. El otro día le vi salir del Valvona y Crolla con una botella de vino del caro y pensé: esto es lo que hacía años que se echaba en falta en Easter Road, joder, ese toque de distinción», perora, mientras se le ponen unos ojos de chalado y las mandíbulas le rechinan. Nikki va tan fumada y bajo los efectos de la fiebre de Cannes que apenas parece darse cuenta del estado en que se encuentra él. Me despido de ellos, diciéndoles que tengo que coger el vuelo de las doce y media para Amsterdam. Pero en realidad voy a Frankfurt para coger un vuelo de enlace a Zurich.
Suiza es un lugar aburrido que te cagas. Le perdí todo el respeto a Bowie cuando me dijeron que vivía aquí. Pero los bancos son excelentes. La verdad es que no hacen preguntas de ninguna clase. Así que cuando firmo el impreso para transferir los fondos de la cuenta de Bananazurri a la que he abierto en el Citibank, nadie parpadea siquiera. Bueno, el empleado de banca regordete, trajeado y con gafas me pregunta: «¿Quiere seguir manteniendo abierta esta cuenta?».
«Sí», le digo. «Es que necesitamos acceso inmediato al dinero porque nos vamos a meter en producción cinematográfica. Sin embargo, pronto repondremos los fondos, ya que tenemos inversores para nuestra próxima película».
«Poseemos cierta pericia en lo que a financiación cinematográfica se refiere. Quizá le resultara conveniente a usted o a su socio el señor Williamson hablar con Gustave la próxima vez que estén aquí, señor Renton. Podemos abrir una cuenta de financiación cinematográfica desde la cuenta de su compañía, lo cual le permitiría extender cheques de forma instantánea para pagar a los acreedores».
«Humm…, interesante. Desde luego nos ahorraría muchas molestias poder hacerlo todo desde el mismo sitio, por así decir», digo, mirando el reloj; no quiero levantar sospechas, pero tampoco quiero demorarme. «Tendremos que hablar de ello, pero en términos inmediatos he de coger un avión…».
«Por supuesto…, disculpe…», dice, y cerramos la transacción de forma apresurada.
Fue así de fácil. Mientras vuelvo a Edimburgo no hago más que imaginarme a Sick Boy en Cannes.