29. «… UNA DOCENA DE ROSAS…»
Lauren y yo recibimos un envío impactante; una docena de rosas cada una, de color rojo sangre y tallos verde oscuro, remitidas de forma anónima, con sólo nuestros nombres en la tarjeta. Lauren está totalmente ñipada; piensa que ha sido alguien de la universidad. Estamos un poco resacosas; anoche salimos de copas, ya que ella había regresado del seno familiar en Stirling.
Dianne sale al recibidor y queda impresionada por nuestros ramos. «Sois unas chicas con suerte», dice con una expresión llorica de pega y un gimoteo: «¡Dónde está el mío! ¡Dónde está mi puto príncipe!».
Mi codestinataria pone mala cara y enseña los dientes mientras examina las flores como si hubiera un artefacto explosivo oculto entre ellas. «¡Los de la tienda sabrán quién las envió! Voy a llamar y averiguarlo», dice quejumbrosa. «¡Esto es acoso!».
«Venga ya», dice Dianne, «lo del borrachín aquel la semana pasada en el Pear Tree sí que era acoso. ¡Esto es romanticismo! Considérate afortunada, nena».
El suceso dota al resto del día de una intriga que me permite soportar un par de aburridas clases antes de llegar a casa y vestirme para el turno en la sauna. Quiero cambiarle un turno a Jayne y ella está de acuerdo, pero no encuentro a Bobby para confirmarlo. Sin duda estará en una de las salas de vaporización, venga a sudar con sus amigotes. Es jueves noche, que por algún motivo es noche de gángsters. Se desprende la misma cantidad de oro que de sudor de los numerosos cuerpos sólidos y ligeramente obesos. Es curioso, pero las noches de los lunes a los miércoles suele tratarse de empresarios, los viernes sobre todo chavales dándose un capricho y los sábados futbolistas, pero esta noche es la noche del hampa.
Al terminar mi turno, me fijo en que se nos han acabado las toallas y me asomo a la habitación de masajes de al lado. Jayne está aporreando una enorme pila de carne que hay en la mesa; está de color cangrejo a cuenta de los excesos de la sala de vaporización transformado en verde lima por las luces del suelo de pino. El rostro de Jayne está iluminado desde abajo y veo la sonrisa de su boca pero no sus ojos mientras señalo con un gesto de cabeza el montón de toallas blancas, siempre de un blanco virginal, antes de agarrar unas cuantas y retirarme mientras la masa temblorosa gruñe bajo el asalto de los cantos de sus manos. Al salir oigo que suena algo así como «Más fuerte…, no tengas miedo de hacerlo más fuerte…, nunca tengas miedo de hacerlo más fuerte…». Estoy ligeramente molesta al darme cuenta de que es un tío que normalmente pide estar conmigo. No me preocupo. Por fin veo a Bobby y cambio el turno. Bobby está con un tío que se llama Jimmy, un cliente cuyo nombre completo desconozco y que me pregunta si alguna vez me he planteado hacer de acompañante. Mi expresión es un tanto dubitativa, pero dice: «No, es sólo que tú serías excelente para un colega mío. Está bien pagado, y además te dan de beber y de cenar…», sonríe.
«A mí lo que me preocupa son los postres», digo sonriéndole a mi vez, «la parte donde te dan lo tuyo».
Jimmy sacude la cabeza con brío. «No, no hay nada de eso. A este tío le gusta ir acompañado, eso es todo; simplemente le gusta ir con una chica hermosa del brazo. Ese es el trato. Cualquier cosa que negociéis por separado…, bueno, eso es cosa vuestra. Es un político, del extranjero».
«¿Por qué me lo preguntas a mí?».
Suelta una risotada campechana, enseñando hasta el último empaste. «Pues, primero, porque eres su tipo y, segundo, porque siempre vas bien arreglada, en lo que a ropa se refiere. Apuesto a que eres la clase de chica que tiene unos cuantos vestidos de los que quitan el hipo en el armario», dice, pasando a exhibir una sonrisa de burro. «Piénsalo».
«Vale, lo haré», le digo, y me largo a casa, sin tomarme una copa antes por primera vez en bastante tiempo. Voy a mi habitación y hago unos cuantos ejercicios intensivos de estiramiento y de respiración. Después me voy a la cama y duermo mejor de lo que he dormido en meses.
Me levanto por la mañana con cierto entusiasmo y, cosa poco habitual, me adelanto tanto a Lauren como a Dianne para ducharme, antes de pasar un siglo decidiendo qué ponerme. ¿Por qué tanta emoción? Bueno, voy a Leith y estoy más que contenta de que los chicos hayan vuelto. Resulta extraño, pero es indudable que los últimos días se echaba en falta algo. Cuando llego al pub, me doy cuenta de qué es lo que era. Sick Boy, o Simon, como debería de llamarle, durante el breve período que siguió a su partida a Amsterdam, ha pasado para mí de ser un pasatiempo a ser el plato principal. Medio pensaba que a quien esperaba ansiosamente era a Rab, pero cuando vi a Simon con zapatos negros brillantes, pantalones negros y una sudadera verde, no pude sino pensar: un momento, aquí se cuece algo. Llevaba barba de varios días y aquel severo cabello peinado hacia atrás al estilo Steven Seagal se había visto sustituido por un corte de pelo con cuerpo, casi suave y sedoso que le ablandaba. Los ojos le chispeaban y saltaban de un miembro de la concurrencia a otro, al parecer deteniéndose en mí.
Estaba tan guapo que tuve dudas instantáneas acerca de mi propio aspecto. Tras un largo debate conmigo misma, me había decidido por unos pantalones de algodón blanco, unas zapatillas blancas y negras y una chaqueta azul corta que, al cerrar la cremallera, acentuaba mi escote en el top de cuello de pico azul claro.
Miro a Rab y ahora lo único que veo es un hombre convencionalmente apuesto, pero desprovisto de cualquier carisma. Esa cualidad, por el contrario, Simon la derrocha a raudales. La forma que tiene de descansar el codo sobre la larga barra mate y la barbilla sobre la articulación de la mano y la muñeca, dejando que sus dedos acaricien la barba de varios días del cuello, hace que piense: quiero que sean mis dedos los que hagan eso.
Algo ha pasado. Simon trata con prepotencia a todo el mundo; a Terry le hace gracia y Rab está meditabundo. Sólo quedan un par de meses para su boda, pero decidió hacer la despedida pronto por si acaso le drogaban y le subían a un mercancías con destino a Varsovia o algo semejante. Miro a Simon sin parar, pero no me da indicio alguno de que sea él el hombre de las rosas.
Melanie llega un poco tarde y se sienta a mi lado. Pillo a Simon lanzando una mirada irritada a su reloj. Al parecer, Rab y él discuten constantemente acerca de la película. Hay otro nombre que aflora una y otra vez, un misterioso personaje llamado Rents, de Amsterdam.
Simon levanta las manos en el aire ante Rab en un gesto burlón de rendición. «Vale, vale, hay que rodar esta película en Amsterdam, por motivos legales, o más bien lograr que parezca que se ha rodado en Amsterdam. Aunque imagino que podremos rodar los interiores en el pub», argumenta. «Quiero decir, lo único que necesitamos son unos planos de exteriores, de tranvías y canales y hostias de esas. Nadie lo notará».
«Ya, supongo», admite Rab, quien parece estreñido de preocupación.
«Estupendo, démosle carpetazo a este tema», dice pomposamente Simon, y a continuación me mira directamente y siento cómo mi pecho se abre y se encogen mis entrañas en respuesta a esa sonrisa deslumbrante. Le devuelvo una sonrisa hermética. Simon vuelve a acariciarse distraídamente la barba. Decido que quiero afeitarle a navaja, enjabonarle y observar todas las emociones de sus ojazos negros mientras recorro lentamente su rostro con la hoja…
Mis reflexiones se dispersan, pues es difícil no concentrarme exclusivamente en Simon, pero ahora dice: «Terry, se supone que tú ibas a escribir el guión, ¿cómo va?».
Lo único que pienso yo es: cómo me gustaría follar contigo, señor Simon Sick Boy Williamson, envolverte y sacarte hasta la última gota, agotarte, exprimirte para que nunca más vuelvas a desear a otra mujer…
«Que te cagas, pero no he dejado nada por escrito. Lo llevo todo aquí», dice Terry con una amplia sonrisa, tocándose la cabeza y sonriéndome como si fuera yo quien hubiera hecho la pregunta, como si los demás ni siquiera estuviesen en la habitación. Terry. La clase de tío que en realidad no es muy deseable, pero con el que echarías un polvo, sólo por el entusiasmo que le pone a todo. Quizá haya sido él el florista fantasma. «Terry, llevas el sexo en la cabeza, eso lo sabemos. Lo que necesitamos es que lo pongas en un guión».
«Entiendo lo que quieres decir, preciosa», sonríe, recorriendo con la mano su cabello rizado, «pero la verdad es que dejar las cosas por escrito no es lo mío. Lo que quizá haga es hablar frente a una grabadora y que luego alguien lo pase a máquina», añade, mirándome con gesto esperanzado.
«De modo que lo que estás diciendo es que no has hecho una puta mierda», le dice Rab en tono desafiante, mirando a todo el mundo en derredor.
Yo le echo una mirada furtiva a Melanie, quien se encoge de hombros, indiferente. Ronnie sonríe maliciosamente, Ursula se está comiendo un Pot Noodle y Craig pone una cara como si tuviese una úlcera de estómago. Entonces Terry saca tímidamente un par de folios A4. Su letra la describiría yo como constituida menos por trazos delgados e inseguros que como sin constituir.
«¿Entonces para qué has dicho que no habías hecho nada?», pregunta Rab, cogiendo los papeles y echándoles un vistazo.
«Escribir no es lo mío, Birrell», dice Terry encogiéndose de hombros, pero bastante avergonzado. Rab menea la cabeza mientras me los pasa a mí.
Leo un poco y resulta tan hilarantemente inepto que tengo que compartirlo con los demás. «¡Terry, esto son bobadas! Escuchad: “El tío se la mete por el culo a la tía. La tía le come el chichi a la otra tía”. ¡Es espantoso!».
Los hombros de Terry vuelven a alzarse y de nuevo se pasa una mano por esa mata de rizos.
«Pelín minimalista, señor Lawson», bufa Rab, recogiendo de nuevo los papeles y agitándolos delante de su cara. «Esto es una mierda, Terry, no un guión. Aquí no hay una historia, sólo folladas», se ríe, pasándoselos a Simon, que los escruta sin inmutarse.
«Eso es lo que queremos, Birrell; es una película porno», dice Terry a la defensiva.
Rab hace una mueca y se recuesta en la silla. «Claro, eso es lo que quieren todos los borrachines esos a los que les enseñas tus fragmentos de porno casero. Creí que se suponía que íbamos a hacer una película de verdad. A ver, que ni siquiera está redactado como un guión cinematográfico», dice, sacudiendo el aire con un manotazo desdeñoso.
«Puede que ahora no lo parezca, Birrell, pero si consigues que los actores le metan vidilla…, como solía hacer el tío ese de la tele, Jason King», dice Terry, inspirado repentinamente. «Mogollón de insinuaciones y todo eso. El rollo ese de los intercambios de pareja de los sesenta se lleva mucho ahora, hay que darle ese tipo de toque».
Durante este intercambio, los demás, con aspecto aburrido y distraído, no han dicho absolutamente nada. Simon deposita los papeles de Terry delante de él, sobre la mesa, se reclina en la silla y comienza a tamborilear con los dedos sobre el brazo de la misma. «Como alguien con experiencia en este negocio, permitidme que intervenga», dice de esa forma grandilocuente con la que uno no sabe si está siendo pomposo o irónico. «Rab, ¿por qué no coges el guión de Terry y lo entretejes con un argumento?».
«Le hace una falta que te cagas», dice Rab.
«Bueno, claro, no se suponía que fuera una tesis universitaria, Birrell», declara Terry en voz alta.
«Bien», dice Simon, bostezando y estirándose como un gato, mientras los ojos le brillan en la penumbra. «Creo que necesitas un poco de ayuda, Terry». Se vuelve hacia los demás y nos propone: «Creo que lo mejor sería que Rab y Nikki tomaran las ideas básicas de Terry y les dieran un formato de guión. Muy elemental, limitándose a desglosarlas en escenas, lugares de filmación… El motivo por el que os digo esto es que vosotros sois los estudiantes de cinematografía, habéis visto guiones», nos dice sonriéndonos a ambos tan generosamente que me imagino que incluso Rab se siente halagado.
Pero no es con Rab con quien quiero trabajar, Simon, es contigo.
En este punto interrumpe Terry. «Eh, no queremos que haya demasiados…, eh, estudiantes de por medio, dicho sea sin ánimo de ofender, eh. ¿Qué tal si nos lo curráramos tú y yo, Nikki?», dice con gesto expectante, y añade: «Quiero decir, podríamos probar algunas posturas y eso. Asegurarnos de que todo funciona de verdad».
«Ah, yo creo que todo saldrá bien, Terry», le digo precipitadamente. Miro a Simon, pensando que nosotros sí que podríamos probar algunas posturas, pero le está diciendo algo al oído a Mel y ella sonríe. Ojalá mirara hacia aquí.
«Creo que sería más fácil que lo hiciéramos Nikki y yo, por aquello de que de todas formas nos vemos en la universidad y tal», dice Rab mirándome.
Lo cierto es que preferiría que fuera Simon y estoy tentada de ponerme traviesa, pero asiento, porque pienso: ¿fue Rab el que envió las flores al fin y al cabo? Pero ¿por qué a Lauren? «Vale», digo en voz baja, «eso me cuadra».
Terry se enfurruña un poco por esto y mira a lo lejos, donde la barra.
«Muy bien. Siempre y cuando contenga nuestra secuencia de narrativa pornográfica; mamadas, hetero, chica con chica, anal y corridas», expone Simon, añadiendo, «también abundante rollo sado y todas las situaciones imaginativas prefabricadas que se os ocurran».
Terry se anima un poco, retomando interés a medida que Simon va al grano sexual. «El gran problema que tenemos es el sexo anal». Simon se vuelve hacia mí y Mel. «O, más bien, el gran problema que tenéis las tías».
La frialdad de su mirada, acompañada de la palabra en cuestión, hace que se me hielen las entrañas. «Eso yo no lo hago».
Mel también sacude la cabeza y habla por vez primera hoy. «Yo no lo hago ni de coña». Pilla a Terry mirándola y se pone un poco tímida mientras le da una patadita en el pie. «¡Pero en pantalla no, Terry!».
Simon hace una mueca. «Mmmm…, tendremos que hablarlo. Veréis, creo que en estos tiempos es fundamental. A ver, personalmente, no me pone demasiado, pero vivimos en una sociedad anal».
Rab pone los ojos en blanco y Terry asiente en un gesto de apoyo categórico.
«A ver, pensadlo», continúa Simon, «por una parte están los paletos reaccionarios de los pueblos perdidos de Estados Unidos contándonos que unos alienígenas han venido desde otra galaxia sólo para meterles una sonda en sus sudorosos ojetes…, el porno moderno, los Zanes, los Black, ahora incluye todo el circo ese de la penetración triple. Mirad los vídeos de Ben Dover. A las tías jóvenes y macizas siempre se la meten por el culo ahora».
«Esos vídeos son cojonudos», añade Terry doctamente.
Simon asiente en un gesto de impaciente conformidad. «La cuestión es que en los viejos tiempos si en un vídeo se follaban a una tía por el culo, tenía todas las de ser una vieja llena de estrías, rebosante de celulitis y lista para el desguace. Ahora todo eso ha cambiado. Para cualquier tía joven que se tome en serio lo de ser una estrella del porno es casi obligatorio dejársela meter por la bombonera».
«Para mí no», digo en voz baja, y sólo Simon lo ha oído pero opta por hacer como que no. Así que amplío el volumen de mi voz y de mis inquietudes. «Muchas mujeres no hacen sexo anal. Algunas sólo hacen escenas de chica con chica. No estamos haciendo una asquerosa peli porno para hombres. Pensaba que íbamos a intentar ser innovadores, con temas y diálogos no sexistas. ¿Qué pasó con todo eso? ¿Ha quedado destruido por un obsceno fin de semana de cachondeo adolescente en Amsterdam?».
«No. Estamos siendo innovadores», insiste Simon, «pero tenemos que cubrir todas las bases y eso incluye el sexo anal. No es real, Nikki, sólo es una interpretación».
No, sí es real. Tiene que serlo. Cuando te follan te follan, y es una de las pocas cosas que quedan en nuestras vidas que es real, que no es un montaje.
«Cierto», dice Rab, convertido inadvertidamente en el títere de Simon, «tenemos que recordar que se trata de una puesta en escena del sexo, no de sexo real, y que sólo es un número de feria. A ver, ¿en la vida real quién tiene penetraciones triples en su vida sexual?».
«Sólo tú y las mariconas universitarias de tus colegas», dice Terry.
Rab le hace caso omiso y continúa, ansioso porque no se le malinterprete. «Creemos una historia de verdad con gente de verdad, comportándose como si mantuviesen relaciones verdaderas. El rollo anal no sirve más que para desviar la atención, si las chicas no quieren hacerlo, entonces no hay problema».
«No», dice Simon sacudiendo la cabeza. «Verás, Rab, se debe a lo que sentimos respecto a nuestros ojetes. Como especie ahora creemos que si el alma está localizada en alguna parte de nuestro cuerpo, es en el culo. Ahí es donde todo va a parar. Encaja. Por eso estamos obsesionados con chistes anales, sexo anal, pasatiempos anales…, el ojete, no el cerebro ni el espacio, es la última frontera. Eso es lo que nos convierte en revolucionarios».
Pero yo no quiero hacerlo, así que levanto las cejas y miro a Mel y Ursula en busca de apoyo. «Te lo vuelvo a decir, no me gusta. Lo he probado una vez. Me resulta doloroso, remoto, frío e incómodo. Me gusta follar, no recostarme como un monstruo de circo jadeante esperando a ver cuánta polla me cabe en el ojete».
«A lo mejor sólo necesitas acostumbrarte. A algunas tías con experiencia les va mogollón», dice Terry.
«No quiero que me pongan el puto ojete como el Eurotúnel. No quiero ser una aguafiestas». Terry me guiña el ojo expresivamente. «Es que no es lo mío. No tengo nada en contra, sólo que yo no quiero hacerlo».
«A mí no es que me moleste hacerlo, pero es que no quiero que la gente lo sepa», dice Melanie. «A ver, que algunas cosas no se las quiere una enseñar a todo el mundo. Hace falta tener un poco de intimidad».
«Un rollo del tipo no-soy-esa-clase-de-chica», se ríe Terry.
«A ti puede que no te importe, Terry, pero para las tías es distinto».
«No debería serlo, no en esta era del feminismo y tal». Acto seguido, se vuelve hacia Rab. «O de posfeminismo, debería decir. Ves, Birrell, a veces sí que escucho tus chorradas».
«Cuánto me alegro».
Simon junta las manos con una palmada. «Pensad en las Baccara. En este negocio a nadie le gusta una tía que canta “Sorry, I’m a Lady”. Lo que queremos escuchar es “Yes, Sir I Can Boogie”.»
«De acuerdo, Simon», sonrío, «pero necesitamos una canción convincente».
Abre la cartera. «La canción es esta», me dice, mostrando un fajo de billetes. Después coge un póster de cine. «Y esta. Aquí estamos en primera línea de todo. Pensémoslo. A ver, ¿de dónde procede toda esta obsesión anal?».
«Ah, sí, es perfecta para el tipo de sociedad en que vivimos, absorta en sí misma, con la cabeza metida en el culo», comento.
«No, cariño, procede toda ella del porno. Estos cabrones son los auténticos pioneros. La pornografía estornuda y al día siguiente la cultura popular anda resfriada. La gente quiere sexo, violencia, comida, animales domésticos, bricolaje y humillación. Démoselo todo. Fijaos en la telehumillación, mirad los periódicos y revistas, fijaos en el sistema de clases, en los celos, en la amargura que rezuma nuestra cultura: en Gran Bretaña queremos ver cómo le dan por culo a la gente», dice, y por un instante, al cruzarse en el camino de un rayo de sol que sale de un hueco que hay entre las casas de enfrente, tiene el aspecto de uno de los alienígenas de Encuentros en la tercera fase. «De todos modos, seguiremos con esta discusión más tarde».
Terry echa una mirada picara y dice: «Pues te diré una cosa, más vale que cuentes con Gina para el casting. No pondrá ninguna pega a que le taladren el recto».
«Ni hablar, Terry, ella vale para el porno casero, pero no tiene madera de estrella cinematográfica. Déjame a mí el tema del casting. El otro día me encontré con un tío al que conozco desde hace mogollón, Mikey Forrester. Dirige una sauna. Algunas de las tías que trabajan para él están potentes. El casting no presentará ningún problema. No necesitamos a Gina», dice Simon, diríase que temblando al mentarla.
Terry se encoge de hombros. «Bueno, eso es cosa tuya, colega, pero me ha dicho que te diga que como no salga en la película te infla a hostias», informa a Simon con una sonrisilla alegre.
Melanie asiente y lo confirma. «Cierto, yo que tú no le vacilaría, porque es dura que te cagas. Lo hará, además».
Simon, Sick Boy, se golpea la frente, exasperado. «Magnífico. Me acosa una vieja pelleja y mis protagonistas femeninas no quieren hacer sexo anal. Pues puedes decirle a la Novia de Begbie que se vaya a tomar por culo».
«Se lo dices tú», sonríe Terry.
Al disolverse la reunión, remoloneo un poco y le digo a Simon: «En lo del reclutamiento… quizá yo pueda ayudar. Preguntarle a algunas amigas si les interesa. Chicas enteradas por decirlo de algún modo».
Simon asiente lentamente.
«Tengo que irme, pero te llamaré luego», digo al ver a Rab mirando mientras me espera; estoy segura de ver una pizca de celos en su mirada.