46. CHANCHULLO N.° 18.747

Nikki es una diosa. La he estado observando; sabe cómo manejar a la gente, hacer que se sienta especial. Por ejemplo, no te pregunta si te apetece un pitillo, sino que dice: «¿Te apetece compartir un cigarrillo conmigo?». O: «¿Tomamos un poco de vino juntos?» y siempre tinto, nunca blanco. Eso es lo que diferencia a una tía con clase de una mala puta de Fife o Essex con una permanente barata y sus pedorretas de vino blanco. «¿Preparo un poco de té para los dos?». O: «Me encantaría escuchar a los Beatles contigo. “Norwegian Wood” estaría estupendo». O: «¿Por qué no vamos a mirar ropa nueva?».

En nuestro chanchullo financiero, a ella le va mejor que a mí, y yo empiezo a preocuparme por mi falta de progresos. Al menos el rodaje va mejor, aunque anoche tuve el dudoso honor de filmar a Mikey Forrester mientras Wanda le hacía una mamada en los ascensores de Martello Court. Brian Cullen, un viejo amigo de Leith, se encarga de la seguridad de la torre más alta de Edimburgo; me refiero a Martello Court, claro está, no al esmirriado rabo de Mikey. Así y todo, ya tenemos satisfecho al hermano número cuatro.

El chanchullo me tiene preocupado, pero afortunadamente mis plegarias se ven atendidas cuando suena el teléfono y es Skreel. «¿Qué tal, chavalote?», me dice, mientras yo reprimo un estornudo para no expulsar la enorme raya de farlopa que acabo de esnifar. Últimamente, la mayor parte de la mierda parece que se me deposite en las fosas y en las sienes. Cuando me sueno la tocha, veo que hay más en el pañuelo que en mis pulmones. Hace que quiera lavarme los mocos. Tengo la nariz hecha polvo; necesito la pipa.

«Skreel. En ti pensaba precisamente, compadre. Justamente le decía a este amiguete mío: Skreel, mi amigo de Glasgow, es un tío. Nunca me falla. ¿Alguna novedad pues, colega? ¿Eh?».

«¿Qué cojones te has metido, Sick Boy?».

«¿Tan obvio resulta?», me cachondeo. «Así es la farlopa. Me he confabulado con Satanás para realizar un viaje hecho polvo, lento y caro al infierno».

«No lo sabes tú bien. De todas formas, la chavala que te interesa se llama Shirley Duncan. Es una tía gordita que vive con su madre en Govanhill. No tiene novio. Es tímida. Ella y sus amigas suelen beber en el All Bar One los viernes después de trabajar. Estará allí esta noche».

Pero qué ser humano es este natural de Glasgow. «Te veré en Sammy Dow’s a las seis».

«Dicho y hecho, chavalote».

Voy ataviado con una chaqueta Armani y unos pantalones de sport con el jersey de lana virgen Ronald Morteson debajo. Los zapatos son Gucci. Desgraciadamente, no encuentro un par de calcetines decentes en mi cajón, de modo que me veo obligado a ponerme unos calcetines de deporte Adidas blancos con su asqueroso efecto felpa. Tengo que deshacerme de ellos y encontrar una Sock Shop en Waverley antes de subirme al tren o la habré cagado.

Me compro un par de azul marinos finos y pienso en guardar los Adidas para Skreel, pero quizá se lo tome a mal. Justo antes de subir al tren, compruebo los mensajes de mi móvil. Renton me dice que está en Escocia. El capullo está paranoico a tope. Ni siquiera quiere contarme dónde se queda, presumiblemente en caso de que le descubra el pastel a alguno de los socios de François. Pronto lo averiguaré.

Llamo a Malmaison, en Glasgow, pensando que si hago reservas en algún lugar prohibitivo, me entrará el doble de ganas de ligar.

Me bajo del tren y me meto en Sammy’s; Skreel está de pie en la barra. Me doy cuenta de que hará unos cuatro años que no nos vemos. Intento no hacer una mueca cuando me presenta como Sick Boy a otro par de granujas weedgies presentes. «Este es Sick Boy, el hombre es de Edimburgo», se ríe Skreel, «sé que suena un poco contradictorio, pero ya veis las vueltas que dala vida».

Weedgies. Si les quitaras los cuchillos y les enseñaras higiene íntima, serían unas mascotas excelentes. Pero Skreel es quien lleva la batuta y ha cumplido el trato, así que en este momento estoy perfectamente dispuesto a tragarme mi orgullo y dejar que haga los vaciles de rigor, como preparación psicológica para el atracón de humildad que me espera luego. «De todos modos, ¿dónde está la chavalilla esa?», digo en voz baja mientras empiezo a cantar, como en unos dibujos animados que vi una vez, creo que era Catnip, de Herman & Catnip: I’m in de moood for luff[42]

«No quiero saber nada del chanchullo que te traes entre manos, cabrón», sonríe Skreel, lo cual significa desde luego que sí quiere saber. El sobre que le deslizo en el bolsillo le hace callar.

«Algún día te lo contaré, pero ahora mismo no», le digo de una forma tan descarnadamente fría como irrevocable.

Salimos y cruzamos George Square entre la llovizna gris hasta llegar a Merchant City, como denominan irrisoriamente los weedgies a esta parte remodelada de su queo. Un poli para a un borrachín por beber y le dice que esconda la lata. Vaya chorrada. Si Glasgow tuviese serias intenciones de poner en marcha un programa de tolerancia cero con los borrachines, tendrían que meter a toda la población de la ciudad en camiones de ganado y transportarles a todos a las Highlands.

Se lo cuento a Skreel, y me dice que si no fuera su colega me apuñalaría.

Le digo que no esperaba otra cosa.

Se trata del clásico All Bar One; podría estar en cualquier parte. Y la falta de personalidad de tales lugares parece extraerle a sus clientes la poca que puedan tener ellos. Es un salón de exposición Ikea donde la gente va a emborracharse con los colegas cuando cierra la oficina, con la esperanza de encontrar a alguien que esté lo bastante pedo o desesperado como para llevárselos a casa y follárselos. Veo-veo: un mar de horribles permanentes cutres; más de las que verías en Arndale Centre un sábado.

Nos acercamos a la barra y Skreel me señala a Shirley Duncan, abandonándome con un garboso «Que tengas suerte».

Hola, nena. Habría adivinado que era ella de inmediato. Está con otras dos tías, una de las cuales no está mal y la otra es un poco feto. Pero la mía, mi Shirley, está un pelín más que obesa. Si hay algo en lo que estoy de acuerdo con Renton es en lo repulsivo de la grasa. No hay forma de hacerla presentable: es una deformidad socialmente asfixiante, que sugiere glotonería y falta de autocontrol y, seamos sinceros, enfermedad mental. En las mujeres, claro está: en los hombres puede ser indicio de cierta personalidad y joie de vivre.

Yo diría que está en los últimos coletazos de la adolescencia o que tiene veintipocos (otra cosa que tiene la grasa: cuanta más hay, menos importa la edad) y que la viste una madre dominante. «El vestido de retrasada estilo años cincuenta que compré de rebajas en el súper te sienta estupendamente, chiquilla». Me quedo en la barra sorbiendo un JD con Coca-Cola y espero a que su amiga el feto se acerque. Le lanzo una sonrisa y ella hace otro tanto, apartándose el flequillo de la cara con una expresión postiza de coquetería. Pero esta starlette no engaña a nadie: está desesperada por los centímetros de rabo auténtico que cuentan en el casting de la siguiente fase de este estupendo juego titulado «Estoy vivo, en serio», al que ahora jugamos todos.

«¿Siempre hay tanto bullicio por aquí los viernes a estas horas?», le pregunto mientras Sting canta algo acerca de ser un inglés en Nueva York.

«Y que lo digas, Glasgow es así», dice. «¿Y tú de dónde eres?».

Ay, qué trabajo tan fácil este. Si sólo se tratase de ella en lugar de Gordi la Grotesca. «De Edimburgo solamente, estoy aquí por negocios, pero pensé que me tomaría una copa antes de volver. ¿Acabas de salir de trabajar?».

«Sí, hace un ratito».

Me presento a la chica esta, que se llama Estelle. Se ofrece a invitarme a una copa. Insisto en ser yo quien la invite a ella. Me cuenta que tiene amigas, así que en cuanto caballero de Edimburgo que soy, pago yo la ronda.

La chavala está impresionada, ¿y acaso no queda claro el porqué? «¿No es ese un jersey Ronald Morteson?», pregunta, apreciando la calidad de la lana. Me limito a sonreír en ambigua confirmación. «¡Eso me había parecido!». Me echa esa mirada acogedora y calculadora que uno nunca ve en las mujeres de Edimburgo o Londres salvo que tengan el doble de su edad. Soy un parroquiano de Leith en territorio esquivajabones, oh, oh

Mientras me acerco con las copas, compruebo que van todas bastante bolingas, incluida Shirley Duncan. Estelle me mira y se vuelve hacia Marilyn, la otra tía presente. «Tiene ganas de echarle el guante a un maromo», se ríe, tosiendo un poco de su bebida.

«¿Te ha bajado por donde no es?», sonrío, captando la mirada de Shirley Duncan, y recibiendo una mirada traumatizada en respuesta. Qué duda cabe, es la más fea de las tres.

«Qué raro, a ti siempre se te “mete” por el agujero que no es», se ríe Marilyn, mientras Estelle la empuja suavemente con el codo. Trato de refrenar mi instinto natural y tirarle los tejos a la tal Marilyn; incluso Estelle podría valer en caso de urgencia, pero los negocios son los negocios.

Shirley parece avergonzada; desde luego, es la que no pega en este grupito. «¿En qué trabajas, Simon?», pregunta tímidamente.

«Ah, Relaciones Públicas. Sobre todo publicidad. Me mudé hace poco de Londres a Edimburgo para preparar unos proyectos aquí».

«¿Con qué tipo de clientela trabajas?».

«Cine, televisión, ese tipo de cosas», le cuento. Continúo hablando y aparecen más copas y veo las manchas de sus tres rostros cada vez más grandes y más rojas a medida que el alcohol calienta el sistema, iluminándolas como faros, mientras las hormonas se disparan por todos lados. En efecto, es como un neón de Las Vegas que dice: POLLA, POR FAVOR.

Y es que sé que a la puta Estelle esta podría ponerla a ganarse el sustento en horizontal en seis meses allá en King’s Cross si le diese el tratamiento completo. Vaya, que hay algunas nenas que desprenden averías, algunas donde sabes que papi malo o papastro han dejado cicatrices psíquicas incurables, y que aunque estén aletargadas como un eccema social durante una temporada, aguardan la ocasión de entrar en erupción. Está presente en la mirada, es ese aspecto asolado y herido que se manifiesta en la necesidad de entregar un amor destructivo a una fuerza maligna y seguir entregándolo hasta que les consuma. Toda la existencia de las chicas como esta se halla marcada de forma subterránea por los malos tratos, y no nos engañemos: han sido programadas para localizar a su siguiente maltratador de forma tan implacable como el depredador las busca a ellas.

La noche se extiende hasta Klatty’s y yo me mantengo alejado de Estelle y Marilyn, sin dejar a Shirley Duncan tranquila, para el absoluto asombro de todas ellas. Es gorda y fresca y me siento como una combinación de pederasta y de asistente social; pronto acabamos besándonos y largándonos hacia Malmaison. Ella dice: «Esto sólo lo he hecho antes una vez…».

Al meternos en la cama, me rechinan los dientes y pienso en el chanchullo. Se me pone dura que te cagas y mis manos recorren sus gruesos pechos, subiendo y bajando por esos fofos muslos y a lo ancho de ese paisaje lunar de culo que tiene. En cuanto se la meto, se dispara. Por razones de control, opto por no descargar dentro de la goma sino que doy un gruñido falso y dejo que mi cuerpo mantenga un rígido estiramiento con un golpe de pelvis retrasado para simular la eyaculación.

Reparo en que es la primera vez que finjo un orgasmo. Resulta bastante satisfactorio.

Cuando entra la luz de la mañana, la extensión de mi sacrificio se hace visible, lo cual me provoca náuseas. Entonces ella se levanta de la cama diciendo: «Tengo que marcharme, esta mañana trabajo».

«¿Qué?», pregunto, un tanto preocupado. «¿Es que trabajas cuando los Rangers no juegan en casa?».

«No, es que no trabajo en Ibrox. Lo dejé la semana pasada. Ahora trabajo en una agencia de viajes».

«Que no…».

«Lo de anoche fue precioso, Simon. ¡Te llamaré! Tengo qué salir pitando», y sale por la puerta y ahí me quedo, ¡violado por una gorda apestosa gracias a la incompetencia de ese capullo de Skreel!

Me tomo el desayuno del hotel y me dirijo, asqueado de mí mismo, hacia Queen Street, y llamo a Skreel al móvil. Proclama su inocencia, pero sé que el esquivajabones este me la ha jugado. «Yo no lo sabía, chavalote. Da igual, queda con ella y podrá decirte si alguien más trabaja allí».

«Ummff». Apago el móvil; espero que a Nikki le haya ido mejor que a mí.

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