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Javier estaba sentado en su asiento del avión rumbo a Madrid. Para su consternación, su angustia no había desaparecido. Se planteó durante un momento, minutos antes de coger el avión, no subir a él, pero la isla se había convertido en una prisión de malos recuerdos que quería dejar atrás de una vez para siempre. Su viaje transcurrió con normalidad pero para Javier fue peor que el de ida. No sólo se sentía atrapado de nuevo sin escapatoria, sino que los recuerdos de la noche anterior le atormentaban. Cuando entró en la habitación para vengarse de Rayco, éste se quedó impresionado por la identidad de su captor. Empezó a insultarle como hacía cuando eran más jóvenes a pesar de que tenía todas las de perder. La insolencia de Rayco llegó a tal extremo que le confesó a Javier la satisfacción que sintió cuando asesinaron a Manuel. Aquella inoportuna revelación hizo que Javier perdiera los estribos y se ensañara con él. La furia era tal que luego se metió en la habitación donde estaba Alejandro y lo torturó hasta que ya no le quedaron fuerzas para seguir. Sentado en la fila catorce del avión, con las manos aferradas al reposa-brazos, Javier supo que se había extralimitado y sintió que, no sólo no había resuelto ninguno de sus problemas sino que, además, se sentía igual de miserable y rastrero que sus antiguos acosadores.
Cuando llegó a Barajas y después de recoger su equipaje, fue hasta el metro y se metió en el primer vagón que se detuvo frente a él. Tuvo miedo pero aguantó. Le faltó el aire y comenzó a sudar, pero se obligó a continuar hasta llegar a su parada como medio para expiar su delito. Aunque había intentado ser justo, los peores sentimientos que puede albergar un hombre se habían apoderado de su persona, por lo que Javier tuvo la certeza de que se parecía más a Rayco y a Alejandro de lo que jamás se había imaginado.
Cuando salió del subterráneo, notó la vibración de su móvil en el bolsillo de su pantalón. Le habían enviado un mensaje. Abrió la tapa de su móvil y miró el remitente. Era un número desconocido. Leyó el texto.
«Soy tu padre. Espero que no vuelvas nunca más por aquí. Me avergüenzas».
Javier cerró la tapa de su móvil lentamente. A pesar de que, en un primer momento se entristeció, luego sintió pena. Pena por él. Supo que su padre acabaría el resto de su vida sólo. Su familia había empezado un camino que él se negaba a recorrer y no tardarían en dejarle atrás. Javier tuvo la certeza de que no volvería a ver a su padre nunca más.
Fue hasta su casa y dejó la maleta. Dani le esperaba dentro. Hacía mucho tiempo que le había dado una llave de emergencia en caso de que él perdiera la suya. Se abrazaron y Javier le dio las gracias.
—¿Lo has visto? —dijo Dani.
—Aún no.
—Está en todas las cadenas. Ha sido el reportaje del año. Qué pena que no quieras que se te reconozca.
—He cometido algunos delitos para obtener esas declaraciones. No pueden saber quién soy. ¿Les han detenido?
Dani asintió. Por fin Javier pudo respirar tranquilo. Había notado un cambio en su actitud, como si después de los hechos hubiera un Javier distinto. Sabía que nada en su vida iba a ser igual a partir de ese momento pero decidió que no le iba a dar importancia. Cada día, cientos de personas sufrían cambios irreversibles en sus existencias y la vida seguía. Él se sentía uno más.
—¿Quieres que encienda el televisor? —dijo Dani.
—No. Necesito un poco de paz. ¿Te apetece que pidamos una pizza y nos quedamos hablando tranquilamente?
—De acuerdo.
Javier llamó por teléfono y pidió una. Mientras esperaban, Dani no pudo evitar preguntarle cómo había sucedido todo. Javier complació a su amigo y se lo contó, obviando los detalles más escabrosos. Cuando Dani le preguntó si no tenía miedo de que le delataran, Javier negó con la cabeza.
—Tengo coartada —dijo.
Una vez más, lloró la pérdida de Manuel abrazado a su amigo, y se hizo a la idea de que su dolor tardaría mucho en desaparecer. Si es que alguna vez lo hacía. Luego, él quiso saber qué habían dicho los de la cadena.
—Me lo quitaron de las manos. Les pareció una historia tan fuerte, todo eso que contaste en la playa, el acoso del colegio, las palizas en plena calle sin que nadie hiciera nada… Les encantó.
—Gracias por montarlo con tanta rapidez.
—No hay de qué. Gracias a ti me han ascendido.
Tocaron en la puerta. Aunque Dani quiso pagar, Javier insistió en invitarle. No podía hacer menos por la ayuda que su amigo le había prestado. Abrió la puerta y el chico del reparto se giró y le sonrió. Le tendió la pizza. Javier la cogió y le dio el dinero.
—Tome —dijo el chico—, con este cupón puede entrar en un sorteo de un viaje para Tenerife.
—Quédatelo. No lo quiero —dijo Javier.
—¿No? ¿Por…?
Javier sonrió con amargura.
—Soy de allí. No quiero volver.
—Pues ya tenemos algo en común —dijo el chico. Le contó que él también era de allí y que tampoco pensaba volver—. Acabo de llegar a Madrid. La verdad es que no conozco a nadie.
Javier le pidió un papel a Dani y le escribió su teléfono al repartidor.
—Toma. Llámame cuando quieras. No hay nada peor que sentirse solo.
Cuando el chico se fue, ambos comieron en silencio. Dani quería entretener a su amigo para que dejara de pensar en lo sucedido, pero no sabía qué decir o hacer. Cuando terminaron, Javier cerró la caja de la pizza. El boleto para el viaje a Tenerife cayó al suelo. Javier lo recogió y se quedó un buen rato mirándolo. Multitud de pensamientos se le agolparon en la cabeza.
—¿En qué piensas? —dijo Dani.
Por toda respuesta, Javier rompió el billete del sorteo en pedacitos y los dejó caer al suelo. Mientras observaba cómo caían, supo que su alma había quedado igual de dañada. Para siempre.