7
Javier se dio una vuelta por el barrio. Aunque había más casas, seguía igual de feo que siempre. El barrio no tenía más de nueve calles. Cuando era pequeño, las calles no tenían nombre, estaban sin asfaltar y ni siquiera había alumbrado público. Todo eso fue cambiando paulatinamente conforme Javier crecía. Primero asfaltaron las calles, fue la novedad del momento. La gente estaba entusiasmada: las madres, porque sus hijos llegaban con la ropa un poco más limpia, sin tanta tierra incrustada en los tejidos: los padres porque notaban que sus coches aguantaban limpios más de un día. No se podía presumir de coche si estaba cubierto de polvo. Los niños observaban entusiasmados cómo sus balones o pelotas rodaban y botaban mejor que nunca. Y las niñas se daban cuenta de lo fácil que era saltar a la comba o jugar a la goma elástica. Nada de eso le importaba a Javier. Pocas veces en su niñez había jugado con un balón. No veía el atractivo que tenía sacar el coche reluciente del garaje y casi nunca estropeaba la ropa por sus actividades infantiles. Lo que sí le llamaba la atención era jugar a la comba o enredar y desenredar sus pies en una goma sujeta a los tobillos de dos niñas. Pero si se rodeaba de chiquillas era duramente avasallado por los rudos niños de su barrio. Luego, el ayuntamiento obsequió al pueblo con el ansiado alumbrado público. Los tiempos habían cambiado y las calles se hacían cada vez más inseguras. Las madres aprovecharon el encendido nocturno para establecerlo como toque de queda para sus hijos. La idea funcionaba muy bien en invierno, pero en verano, con el cambio horario, los niños protestaban porque aún era de día. Los incompetentes encargados del alumbrado no habían cambiado la hora. Nunca lo hicieron. Por último, se debatió largo y tendido sobre el nombre que debían colocarle a cada una de las calles. Como no se ponían de acuerdo, salió elegida una propuesta que creían que no favorecería a nadie. Así, las calles del barrio se llamaron con letras. Javier vivía con sus padres en la calle «A». La paralela por debajo se llamó «B». Y a la última se le llamó «C». Las perpendiculares a estas tres calles, por orden de izquierda a derecha, se les asignaron desde la «D» en adelante. Recordaba haber oído a su madre que le parecía una idea de lo más original. A Javier le parecía una estupidez. A su corta edad, fue el único que se dio cuenta de que nombrar las calles por orden alfabético significaba que, cuando el barrio creciese, las letras empezarían a descolocarse, y la magnífica idea se iría a la mierda. Años más tarde, eso fue lo que pasó, por lo que tuvieron que renombrar las calles. Esta vez eligieron la astrología y Javier pudo observar que a la calle de sus padres la habían bautizado como «calle de Aries». Meneó la cabeza y sonrío al ver las placas. Se preguntó qué harían cuando hubieran acabado con los doce signos del zodíaco.
Torció por la antigua calle E y caminó hacia abajo hasta llegar al final. Allí se encontró con una sorpresa. Habían construido un instituto enorme donde, hacía años, se cultivaban tomates y plátanos. El crecimiento de la población en edad escolar, debido a la inmigración, provocó la ampliación de los centros educativos. Y por lo visto su barrio había sido elegido para colocar el moderno centro. Aprovechando el nuevo sistema educativo, donde séptimo y octavo de la antigua EGB. pasaron a convertirse en primero y segundo de la ESO., decidieron aglutinar a niños de todas las edades en un mismo sitio.
Javier siguió andando y torció de nuevo para subir por otra calle. No había mucho más que ver en su barrio. Lo más asombroso había sido el descubrimiento de aquel gigantesco colegio. No tenía ganas de volver a casa de sus padres así que se sentó en la acera y sacó su paquete de tabaco. Encendió un cigarro. Recordaba que en aquella calle vivía un niño llamado Rayco, típico nombre canario. Tenía dos años menos que Javier, pero creció y se desarrolló antes que los demás niños. Cuando los chavales aún hablaban con voz de pito, él tenía una gravedad inusual para un niño de su edad. No sabía si seguía viviendo allí pero tampoco le importaba. Aquel joven precoz era uno de los que le habían amargado la vida. El solo hecho de pensar en él le llenaba de odio. El pequeño sádico que disfrutaba insultando a Javier había lanzado el rumor de que le había pillado siendo sodomizado por el loco del pueblo. Ya de adulto, Javier sospechaba que el loco del pueblo, Adolfo, jamás había perdido el juicio, sino que era una persona especial que no encajaba en la arcaica estructura de aquel pueblo. Lo estigmatizaron como a Javier y el rumor fue la gota que colmó el vaso. La diferencia es que Adolfo pudo huir de aquellos indeseables, pero Javier no. La mentira le persiguió hasta que se fue sin que nadie pusiera en tela de juicio las palabras de Rayco. Sus padres nunca mencionaron el tema pero notaba que estaban dolidos. Jamás le pidieron a Javier que contara su versión de los hechos. Su hijo se había convertido, de la noche a la mañana, en la vergüenza de los padres y en el hazmerreír del pueblo. Como se recluía en casa para evitar las constantes injurias hacia su persona, los niños aprovechaban cualquier momento de despiste para sus gamberradas. Un día, después del colegio, Javier regresaba a su casa, caminando desde el pueblo, apretando el paso para no ser blanco del aburrimiento de los niños. Pero le alcanzaron. Un grupo de siete jóvenes, capitaneados por Rayco, le cerraron el paso.
—Quiero pasar —dijo Javier atemorizado sin levantar la vista del suelo.
—Contraseña —gritó Rayco.
Javier no entendió a qué se refería, así que no dijo nada. Sabía que cualquier palabra de más podía desencadenar en algún tipo de abuso físico.
—¡Contraseña! —repitió Rayco.
Como veía que Javier no contestaba, Rayco dio la orden a sus improvisados secuaces para que le arrebataran la mochila. La abrieron y desperdigaron todo su contenido por el suelo.
—Más te vale que digas la contraseña —dijo Rayco.
—Dejadme en paz. No sé cuál es.
Javier empezó a llorar. Todos los niños se rieron de él.
—El mariquita de Javier ya está llorando otra vez —dijo Rayco acercándose a él—. No te preocupes, yo sé lo que te gusta.
Rayco cogió a Javier por la camiseta y lo tiró con fuerza al suelo. Javier se apoyó con las manos para no darse en la cara. La rugosidad del asfalto le hizo daño en la piel. Luego, Rayco se colocó tras él y puso su entrepierna pegada al trasero de Javier. Empezó a imitar el vaivén de la penetración bajo la divertida mirada de los otros chicos.
—¿Te gusta? ¿Así te lo hizo el loco? —le gritó Rayco.
Cuando se cansó, se separó y le dio un puntapié en los genitales. Javier se desplomó quejándose de dolor. Los salvajes niños se fueron y dejaron a Javier encogido deseando que se le pasara cuanto antes aquella punzada en los testículos. Poco a poco, el dolor fue remitiendo y, con una mezcla de rabia y humillación, recogió lentamente sus cosas y las fue guardando en su mochila. Aunque había tenido tiempo para calmarse, no podía evitar seguir llorando. Su pena le oprimía el cuerpo y la única forma que tenía de expulsarla era en forma de lágrimas. Cuando llegó a su casa, su padre estaba en la puerta a punto de salir. Vio a su hijo llorando y le preguntó qué había pasado.
—Unos… Unos niños… me han pegado —dijo Javier con la voz entrecortada por el llanto.
—¿Y tú qué has hecho? —dijo Pedro.
Javier no entendió la pregunta. Se quedó callado igual que hizo con los niños, porque también sabía que si la respuesta no era la esperada, podía salir aún más malparado.
—¿Que tú qué has hecho? —dijo Pedro de nuevo.
Javier se encogió de hombros. Entendió que su padre no le iba a consolar, así que le esquivó y se fue en dirección a su cuarto. Pero su padre fue tras él y le tiró de la camisa, obligándole a mirarle a la cara.
—Tenías que haberte defendido. Si fueras un hombre les habrías dado bien. Pero no eres más que un maricón —dijo Pedro enfadado.
Luego empujó a su hijo, que tropezó y cayó al suelo. Pedro salió de la casa y Javier se fue a la habitación donde se encerró durante todo el día. Con tan solo once años, le vino a la cabeza la idea de suicidarse. Podía subir a la azotea y tirarse al vacío. Lo que evitó que se quitara la vida en aquel preciso instante y en otras ocasiones fue su deseo de venganza. El rencor que acumuló durante todos aquellos años y el deseo de volver a verse las caras con sus enemigos cuando estuvieran en igualdad de condiciones fue el bote salvavidas de Javier. Durante los años que pasó en Madrid, el sentimiento de venganza había ido desapareciendo, pero ahora, sentado en la acera con el cigarro en la mano, Javier notaba cómo la ira empezaba a surgir de nuevo. Tiró la colilla con rabia.
—Hijos de puta —dijo pensando en Rayco y sus amigos.
Se levantó de la acera y se sacudió los pantalones por si se habían ensuciado de polvo. Cuando se giró, vio que una mujer le miraba fijamente. Era un poco más baja que Javier. Tenía el pelo teñido de rojo y llevaba unos vaqueros desgastados y una vieja camiseta. En la mano sostenía una bolsa de plástico con comida.
—¿Javier? —dijo la mujer.