11

Javier llamó a Dani por teléfono. Por fin había podido recargar la tarjeta. Como no se lo cogía le dejó un mensaje en su buzón de voz.

«Dani, soy yo. Hay novedades interesantes. Llámame».

Nada más colgar sonó de nuevo su teléfono. Pensó que a lo mejor su amigo le había leído el pensamiento y le llamaba, pero no era él. Al otro lado Javier oyó la voz de Muriel.

—Boludo ¿qué hacés?

A Javier le encantaba la palabra «boludo». Le hacía gracia. Cuando oía a un argentino colocarla en una frase, parecía que lo que decía adquiría más intensidad. No conocía una palabra en castellano que hiciera semejante cosa.

—Nada —contestó Javier.

—Acompáñame entonces de compras —dijo Muriel—. Te paso a buscar en diez minutos.

La puntualidad de Muriel era asombrosa. En diez minutos exactos estaba en la puerta de su casa tocando el timbre. Javier advirtió a su madre que era para él y que se iba a dar una vuelta. Bajó corriendo las escaleras y salió a la calle donde estaba Muriel esperándole con una sonrisa. Se montaron en el coche. Mientras Muriel conducía, Javier le contó lo que había pasado con su hermano y sus impresiones respecto a su repentino cambio.

—¿Por qué crees que se arrepiente? —dijo Javier.

—Bueno, por ahí se ha dado cuenta de que lo hizo mal. Deberías alegrarte.

—Y me alegro, no me malinterpretes. Supongo que la vida me ha hecho muy suspicaz —dijo Javier dándose cuenta de que la frase había sonado como si sospechara de la actitud de su hermano.

Javier miró a la carretera. Se dio cuenta de que iban en dirección a la autopista por la misma carretera por la que había llegado en taxi.

—¿Adónde vamos?

—A Santa Cruz.

Acostumbrado ya a las distancias de Madrid, le pareció que recorrer los ochenta kilómetros que les separaban de la capital no era mucho. El trayecto duraba una hora en coche. Pero no esperaba que la argentina le llevara tan lejos para comprarse ropa. Claro que, si lo pensaba detenidamente, no había muchas opciones de compra en el sur de Tenerife. Se dio cuenta de lo importante que era tener un coche en la isla. Si tuvieran que depender de la guagua para subir a Santa Cruz de compras, se hubieran muerto de asco. El transporte público dejaba mucho que desear. Más de una vez, cuando vivía con sus padres, cogía el autobús para ir a la playa en Los Cristianos, un pueblo contiguo a Playa de las Américas. Para poder cogerlo, tenía que bajar casi hasta el pueblo porque en su barrio no tenía parada. Las primeras paradas de la guagua estaban dentro de un complejo turístico, por lo que la mayoría de las veces el vehículo llegaba lleno de extranjeros. Pero si iba demasiado lleno, la guagua pasaba de largo y tenías que esperar más de media hora hasta que llegara otra. Muchas veces se le quitaban las ganas de ir a Los Cristianos. Pero entonces no iba a la playa, porque no pisaba nunca la de Los Tajinastes. Sólo había ido con su madre cuando eran pequeños. Si iba a esa playa, estaba seguro de que no regresaría a su casa sin haber sido humillado. Estuvo casi todo el viaje hablando con Muriel mientras observaba el árido paisaje. La tierra volcánica y seca se extendía hasta donde llegaba la mirada, por un lado; y el océano Atlántico, azul como el zafiro más puro, se extendía por el otro. Llegaron por fin a la ciudad y fueron recorriendo las tiendas de un gran centro comercial. A pesar de la advertencia de Javier, Muriel le pedía consejo. Él no sabía qué decir.

—Te dije que no era bueno en esto —dijo riendo.

Cuando Muriel decidió que ya no podía gastar más, fueron a un restaurante del centro comercial a comer. Antes de entrar, la argentina quiso sacarle una foto a su amigo para recordar aquel día.

—Ponete en la puerta —dijo Muriel.

A Javier no le gustaba salir en las fotografías, de hecho apenas tenía recuerdos impresos de sus vivencias, pero se colocó para que su amiga le tomara una. Cuando el flash se disparó, Javier salió del encuadre. Muriel disparó de nuevo.

—¿Por qué te corriste? Quería sacar otra —dijo Muriel.

—Déjalo. Vamos a comer.

Muriel guardó la cámara y ambos entraron en el restaurante. En una de las mesas, Javier vio a Alejandro besando a una chica. Alejandro era a la época del instituto de Javier lo que Rayco fue en su etapa escolar. Hizo que sus cuatro años fueran un auténtico infierno. Javier recordó el momento en el que entró en primero de BUP. Estaba contento. Por fin habían acabado los maltratos que sus compañeros de colegio le regalaban todos los días. Pero aquello prometía ser diferente. Nada más lejos de la realidad. Aunque el instituto no estaba en el mismo municipio, el rumor sobre el supuesto idilio de Javier con un loco de su pueblo se extendió como la gripe. De nuevo, la pesadilla se repetía, y pocos fueron capaces de hacer caso omiso de aquellas habladurías y descubrir quién era el auténtico Javier. En su clase, 1º A, coincidió con Alejandro, un adolescente problemático que se erigió como dueño del centro. Le robaba el material escolar, le escondía los libros, le insultaba, le ridiculizaba frente a otros compañeros. En el autobús que llevaba a los estudiantes de vuelta a sus hogares, siempre se metía con él, no le dejaba sentarse, le tiraba cosas y le daba collejas cuando estaba distraído. El sólo hecho de pensar que tendría que aguantar otros cuatro años de aquella manera le daban ganas de suicidarse. De nuevo, quitarse la vida se perfiló como la mejor opción. Pero su sed de venganza fue más fuerte y juró que, cuando tuviera la oportunidad, se lo haría pagar. Al final lo dejó correr cuando vio la libertad que le ofrecía Madrid.

—Muriel, ¿te importa que vayamos a otro sitio? —dijo Javier dando media vuelta y arrastrando a su amiga antes de que aquel desalmado les viera.

La argentina no rechistó. Supo al instante que si habían salido de allí tan rápido era porque Javier había visto a alguien al que no le apetecía encontrarse. Mientras buscaban otro sitio para almorzar, la mente de Javier no dejaba de atormentarle con los recuerdos del instituto. Visualizó cómo en segundo de BUP, después de la clase de gimnasia, los chicos se duchaban en el vestuario. Él siempre se escabullía para ser el último en entrar. Cuando salió de la ducha, Alejandro y otros dos chicos, Raúl y Enrique, estaban esperándole. Tenían su ropa. Antes de que pudiera reaccionar, los muchachos se acercaron a él y le arrebataron la toalla, dejándole completamente desnudo. Aunque intentó evitarlo aferrándose a ella, los dos amigos de Alejandro le sujetaron y éste le dio un puñetazo en el estómago. Y se fueron corriendo con ella. Javier se puso a llorar. No podía salir a la zona de las aulas sin ropa. Así que se quedó encerrado en las duchas durante siete horas hasta que pasó un profesor que daba una clase extraescolar de voleibol. Le contó la historia entre lágrimas y el docente se compadeció de él. Le dio su chaqueta de chándal y lo llevó en brazos hasta su coche. A pesar de la insistencia del profesor para que delatara a los autores de aquella gamberrada, Javier tenía tanto miedo a las posibles represalias que no dijo nada. En el centro comercial, después de tanto tiempo, la ira brotó de nuevo.

—Hijos de puta —dijo en voz alta.

—¿Cómo? —dijo Muriel.

Javier miró a su amiga con los ojos vidriosos.

—Como tú bien dijiste, el pasado pesa.

En ese momento, sonó el móvil de Javier. Lo sacó del bolsillo de su pantalón y descolgó. Pudo oír la voz de Dani.

—¡Maricón! ¿Qué novedades son esas? —dijo Dani riendo.

Javier explotó en un mar de lágrimas. Con el teléfono aún en el oído, su llanto llegó hasta su amigo, y éste se puso inmediatamente en guardia. Muriel se acercó y le pasó un brazo por los hombros. Le obligó a caminar hasta un banco del centro comercial y se sentaron. Como Javier era incapaz de pronunciar una palabra, Muriel cogió el teléfono y habló.

—¿Quién sos? —dijo Muriel.

—¿Quién eres tú? ¿Javi está bien? —dijo Dani incrédulo ante la extraña situación.

—Sí, discúlpame, soy una amiga de Javier. Creo que lo que le pasa es que se está desahogando. ¿Y vos quién sos?

—Su mejor amigo.

Javier le había hablado de Dani mientras iban en el coche rumbo a Santa Cruz. Muriel se había alegrado de que Javier por fin tuviera un amigo homosexual.

—Entonces vos sos Dani. Yo soy Muriel. Encantada.

Javier fue recuperando la compostura poco a poco y le pidió el teléfono a la argentina. Se lo colocó en el oído de nuevo y empezó a hablar.

—Dani, hay una cosa que nunca te he contado. Muriel, tú también deberías escuchar. Me apetece compartirlo contigo también aunque ya tengas tus sospechas —dijo Javier.

Y les contó el acoso que había sufrido durante siete largos años de su vida. Muriel le sujetaba la mano con fuerza mientras Javier se sinceraba. Dani no pudo evitar que una lágrima le resbalara por la mejilla.