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Eran las tres de la tarde y aún no habían comido. Javier se ofreció a ir a buscar algo. Aunque los otros dos quisieron acompañarle, él insistió en ir solo. Quería que Muriel y Manuel se conocieran un poco más. Al fin y al cabo, la argentina era la única amiga que tenía en la isla. Se puso las cholas y atravesó la arena de la playa hasta que llegó al paseo marítimo. Luego, buscó algún sitio donde comprar unos bocadillos y refrescos. Encontró un bar cerca de la salida por donde había accedido al paseo y entró. Pidió tres bocadillos y esperó fumándose un cigarro. Cuando pagó, se dio la vuelta para salir del bar cuando vio que entraba Alejandro con dos amigos. Se giró rápidamente rezando para que no le vieran. Disimuló haciendo que cogía unas servilletas y miró de reojo. Estaban en el otro lado de la barra. Cuando vio de nuevo las caras de los acompañantes de Alejandro, los reconoció enseguida. Se trataba de Raúl y Enrique, los mismos que le habían quitado la ropa en el vestuario del instituto. Por lo visto seguían conservando su amistad. Javier se concentró en cómo salir de allí sin ser visto pero estaban muy cerca de la puerta. Si intentaba salir apresuradamente, llamaría su atención. La única manera de hacerlo sin levantar sospechas era hacerlo con tranquilidad y rogar para que no se dieran cuenta. Cogió aire y se dio la vuelta. Echó a andar. Al pasar por su lado, pudo oír un poco de la conversación que mantenían.
—No se habla más —dijo Alejandro—. Os quedáis en mi casa el fin de semana para las fiestas…
Javier no pudo escuchar nada más porque por fin había salido del bar. Soltó el aire que había retenido durante el trayecto y siguió andando lo más rápido que pudo. Mientras avanzaba por la arena pensó en la vida tan miserable que llevaría si se hubiera quedado en el pueblo. A pesar de los años que habían pasado, la homofobia de sus antiguos compañeros había ido en aumento. Y era muy difícil vivir en el sur de Tenerife sin encontrarte a alguno de ellos. Sabía que las cosas en la capital de la isla eran distintas, pero se alegraba de que Manuel accediera a trasladarse. Si no le gustaba Madrid, sobre todo porque no había playa, ya buscarían otro sitio donde vivir. A Javier no le importaba dejar su trabajo. Cualquier cosa era mejor que volver allí y vivir con el miedo de encontrarte a alguno de aquellos indeseables. Cuando llegó a donde se habían colocado, Manuel y Muriel se dieron cuenta de que algo iba mal. Su rostro reflejaba preocupación.
—¿Todo bien? —dijo Manuel.
Javier reaccionó. Se había parado frente a ellos sin decir nada y se había quedado mirando fijamente al infinito. Sacó los bocadillos de la bolsa de plástico mientras asentía con la cabeza. Luego, se sentó al lado de Manuel y le abrazó con fuerza. Necesitaba, por un lado, sentirse protegido y, por otro, agradecerle que hubiera decidido acompañarle a Madrid.
—¡Hey! —dijo Manuel correspondiéndole—. ¿Estás bien?
—Sí. Es que te echaba de menos —dijo Javier—. No sabes las ganas que tengo de empezar una vida contigo fuera de Tenerife.
Manuel no le comprendió pero se limitó a acariciarle la cabeza. Luego, se tomaron los bocadillos y disfrutaron del resto del día en la playa. Cuando se montaron en el coche para irse, a Muriel se le ocurrió que podían ir por la noche a una bolera que habían abierto recientemente.
—A no ser que tengan mejores planes.
Javier miró a Manuel y los dos pensaron que era una buena idea. El primero llamó a su hermano para ver si le apetecía acompañarles. Quedaron en que pasarían a buscarle con el coche de Muriel para que les siguiera con el suyo. Luego, Javier llamó a su madre. Le contó que se iban a la bolera pero que pasaría la noche en casa.
—Es que me da un poco de palo estar tanto tiempo fuera. Así, cuando me levante, desayuno con ella —le explicó a Manuel.
Muriel les dejó en el piso y les dijo que vendría a buscarlos en dos horas. La pareja subió al apartamento.
—Tenemos tiempo de darnos una buena ducha —dijo Manuel mirando lascivamente a su novio—. ¿Qué me dices?
—¿A qué estamos esperando? —respondió Javier.
Ambos fueron al baño y se metieron en la bañera después de haberse desprendido de la ropa. Mientras el agua caía por sus cuerpos, no dejaron de acariciarse y besarse. Hicieron el amor y salieron de la ducha más limpios y relajados que nunca. Cuando se está enamorado, el tiempo pasa deprisa y las horas parecen minutos. Por eso Muriel ya estaba esperándoles en el coche cuando ellos aún se estaban vistiendo. Con risas, terminaron de acicalarse, chocándose varias veces, y bajaron corriendo las escaleras. Vieron que Muriel señalaba su reloj de pulsera mientras les miraba entre enfadada y divertida. Cuando se subieron, la argentina arrancó.
—¡Ay, la pasión! —dijo Muriel suspirando—. ¡Qué intensa pero qué corta!
Minutos después ya estaban frente a la casa de Sebastián que también les esperaba en su coche junto a Yurena y Gabriel.
—Fue culpa de ellos —dijo Muriel sacando la cabeza por la ventanilla y señalando a la pareja.
Javier se acercó también a la ventanilla del coche y le tapó la boca a su amiga.
—Ella es Muriel —dijo Javier—, una amiga. Muriel, estos son mi hermano Sebastián, su novia Yurena y su hermano Gabriel —luego señaló a la parte de atrás donde estaba Manuel—. Él es Manuel. Vale, ya podemos irnos. Síguenos —le dijo a Sebastián.
Muriel arrancó y Sebastián les siguió por la carretera. El trayecto duró unos veinte minutos. Por fin, se bajaron de los vehículos e hicieron las presentaciones más formales. Sebastián se agarró a los nuevos novios y echaron a andar. Muriel, que no tenía vergüenza, cogió el brazo de Yurena y el de Gabriel y se puso a hablar con ellos mientras caminaban. Entraron en la bolera y se dividieron. Unos pagaron la pista y cogieron los zapatos de todos y el otro grupo fue al bar y pidió las bebidas que iban a tomar. Todos juntos de nuevo, fueron a la pista y se sentaron a colocarse los zapatos mientras decidían los grupos.
—¿Qué es mejor? ¿Dos grupos de tres o tres de dos? —dijo Javier.
—A mí me da igual —dijo Yurena.
—Yo creo que es mejor dos grupos —dijo Sebastián—. Así podemos hacer uno de heterosexuales y otro de gays —dijo señalando a la pareja y a Gabriel y riéndose.
—Yo soy lesbiana —dijo Muriel.
Sebastián se puso rojo y todos se echaron a reír. Javier chocó la mano con su amiga por hacerle probar a su hermano su propia medicina.
—Creo —dijo Sebastián— que los grupos van a ser los mismos que hemos venido en los coches.
Todo el mundo estuvo de acuerdo y se pusieron a jugar. Cada uno eligió la bola con la que se sentía más a gusto y que podía manejar mejor. Empezaron la partida mientras charlaban y se reían. Manuel hizo migas con Yurena. Gabriel se puso a hablar con Muriel y Javier aprovechó para relacionarse con su hermano. Después de un rato de juego, Sebastián le dijo a su hermano que tal vez deberían haber hecho tres grupos de dos, porque los componentes estaban mezclados entre sí. Los peores jugando eran Javier y Yurena, que apenas conseguían derribar tres bolos en cada lanzamiento. Sorprendentemente, a los que mejor se les daba era a Gabriel y a Muriel.
—No sabía que supieras jugar tan bien —le dijo Yurena a su hermano.
—Yo tampoco —dijo él.
Al final ganó el equipo de Sebastián, los ocupantes del segundo coche.
—Lo siento —dijo Javier riéndose—. Soy pésimo.
—No te preocupes —dijo Manuel—, yo te quiero igual.
—Yo también te quiero.
Por fin, después de tantas cavilaciones, Javier dijo lo que sentía. No se le ocurrió que era el momento menos romántico que podía haber escogido para decirlo por primera vez, pero a Manuel le pareció el mejor, porque había reconocido sus sentimientos delante de las personas que les acompañaban. Se besaron.
—Bueno, ya vale —dijo Sebastián—, que corra el aire. ¿Acaso no queréis la revancha?
—Por supuesto que sí —dijo Muriel levantándose decidida.
Empezaron una nueva partida que perdieron otra vez gracias a los pocos puntos que Javier otorgaba al grupo.
—Creo que me has superado —le dijo Javier a Yurena—, soy el peor con diferencia.
Se colocaron sus calzados de nuevo y devolvieron las zapatillas. Luego, salieron de la bolera y se despidieron antes de subirse a los coches.
—¿Te vas con Manuel?
—No, voy a quedarme con los viejos. Apenas he visto a mamá y quiero levantarme con ella.
—Vale. Dile que vamos el viernes a las fiestas.
Javier recordó que había prometido acompañar a su madre el viernes al pueblo para ir a la verbena. Se lamentó de haberle dicho que pasaría la noche en casa. Si se hubiera acordado de su promesa habría dormido con Manuel. Pero le dio vergüenza llamarla tan tarde para decirle que no iba a ir.
—Vale, nos vemos el viernes —dijo Javier.