6
Javier no vio a su padre hasta el día siguiente. Hacía muchos años que Pedro trabajaba de guardia de seguridad. Cuando su hijo era muy joven, le despidieron del restaurante donde trabajaba de camarero y estuvo dos años en el paro. Luego aprovechó la oportunidad de trabajar cuidando de los barcos de un muelle donde sólo había navíos de gente con mucho dinero. El sueldo no estaba nada mal. El único inconveniente era que el turno a cubrir era el de la noche, desde las once hasta las siete de la mañana. Trabajar de noche agría el carácter a cualquiera y Pedro no fue una excepción. Su actitud con respecto a su hijo empeoró a medida que éste se hacía mayor. Aunque Javier había llegado a mediodía, su padre había estado fuera todo el día, echando su partida diaria a las cartas en un bar del pueblo donde se reunía con sus amigos y bebía algunas cervezas. Javier recordaba que su padre tenía la costumbre de ir a jugar unas partidas al envite desde que él se interesó por el baile. Se pasaba allí sus buenas horas, hasta que él y sus amigos se cansaban o hasta que sus mujeres les reprochaban su constante ausencia, incluida Teresa. Aquella era una estampa que se repetía por toda la geografía española. La costumbre estaba desapareciendo con las nuevas generaciones y Javier supuso que los jóvenes padres habrían cambiado las partidas de cartas por psicólogos y la evasión por la depresión. Sin embargo, nunca supo de qué hablaban aquellos hombres reunidos alrededor de una mesa. Dudaba mucho que se contaran los problemas que tenían o los miedos que les acechaban. Todo lo contrario. Estaba seguro de que aquellas reuniones eran una manera de reafirmar su obsoleta concepción de la masculinidad, aparentando sentir lo que no sentían y aparentando ser lo que no eran. En ese sentido, Javier se parecía a ellos. Durante mucho tiempo tuvo que aparentar que sentía una atracción hacia las mujeres que lo llenaba de contradicciones. Si aquellos hombres se hubieran parado a pensar que podían tener más en común con aquel joven homosexual de lo que creían, las cosas hubieran sido muy distintas para Javier. Pero la homosexualidad es uno de los lastres que arrastra el machismo, y Los Tajinastes era un pueblo dominado por él. Así, aquellos orgullosos machitos de pueblo inculcaron sus equivocadas ideas a sus hijos, que a su vez le hicieron la vida imposible a Javier.
Regresó de la partida con el tiempo justo para cambiarse, colocarse el uniforme e irse a trabajar, y coincidió con el momento en que su hijo y Teresa habían salido a comprar dulces para el postre de la cena.
Por la mañana, cuando Pedro se levantó, se duchó y se cepilló los dientes. Se vistió con una de sus viejas camisetas de verano, hecha de lino, y unos pantalones cortos de color azul. Se colocó sus nuevas cholas en los pies y se cercioró de que se ajustaban a la perfección. Salió de la habitación para ir a la cocina con la idea de comer algo. Otro de los inconvenientes del trabajo, en el que no se le había ocurrido pensar, era que, al estar tanto tiempo solo y aburrido, le daba por echarse cualquier cosa a la boca, más por entretenerse que por sensación alguna de hambre. Ese picoteo incesante derivó en un enorme aumento de las grasas acumuladas en el abdomen, lo que llevó a Teresa a renovar por completo el vestuario de su marido. Javier recordaba que su padre había engordado bastante con su nuevo trabajo, pero cuando le vio entrar en la cocina se quedó boquiabierto. Después de diez años de no verse, había engordado más de treinta kilos. Antes de que Pedro se diera cuenta de que su hijo estaba allí, Javier sacudió la cabeza para quitar la expresión de espanto que se había adueñado de su cara. Cuando Pedro le vio, levantó la cabeza suavemente.
—¿Ya estás aquí? —preguntó Pedro.
—Eso es —dijo Javier antes de meterse un trozo de lechuga en la boca.
Su madre había hecho unos filetes de pollo empanados con una ensalada de acompañamiento. Javier se alegró de que la comida fuera hipocalórica, porque le había costado mucho quitarse todos aquellos kilos que le sobraban, fruto de la ansiedad que le consumía de niño. Pero ahora entendía por qué el menú parecía más de una dieta equilibrada que una comida de familia. Seguramente habían obligado a su padre a bajar radicalmente de peso.
—¿Cuándo llegaste? —dijo Pedro.
—Ayer.
En lugar de sentirse avergonzado por no haber estado presente cuando su hijo llegó, se limitó a asentir con la cabeza, confirmando que sabía cuándo llegaba Javier. Se metió el dedo en la oreja derecha y sacudió fuertemente hasta que se dio por satisfecho.
—¿Qué hay de comer? —le preguntó a Teresa, que estaba de pie frente a ellos.
Javier miró su plato con tristeza. Después de tanto tiempo su padre no había sido capaz ni siquiera de abrazarle. No había mostrado emoción alguna por el hecho de que su hijo pequeño estuviera allí. Incluso después de tantos años, la indiferencia de Pedro lograba que Javier tuviera ganas de llorar. Cerró los ojos con fuerza, intentando desesperadamente controlar las lágrimas. No quería que su padre le viera llorar.
Le vino a la memoria el recuerdo de un almuerzo en la cocina. Su madre había preparado hígado. Javier lo detestaba. Su sabor sólo conseguía que tuviera ganas de vomitar. A sus hermanos tampoco les hacía mucha gracia. Todos hicieron el esfuerzo de comérselo, incapaces de protestar, hasta que su hermano se levantó y dijo que no podía comer más. Rosa secundó la protesta. Su padre les miró y les dio su beneplácito. Javier vio el cielo abierto. Tenía tan pocas ganas de comerse aquel horrible filete como de sacarse un ojo. Se unió a sus rebeldes hermanos.
—Tú no —dijo Pedro—, quédate ahí. No te levantas hasta que no te lo termines todo.
Javier frunció el ceño. Aquella situación escapaba a su joven comprensión. ¿Cómo era posible que sus hermanos se libraran de semejante tortura y él tuviera que comerse aquella bazofia sin rechistar?
—Pero papá… —imploró Javier.
—¡Ni papá ni niño muerto! —gritó Pedro.
Javier miró a su madre en busca de una aliada en aquel extraño complot. Pero no la encontró.
—Ya has oído a tu padre —dijo Teresa sin mirarle siquiera.
Pedro obligó a su hijo a quedarse sentado a la mesa hasta que hubiera terminado con todo lo que había en el plato. Le dejaron solo. Javier cogió el tenedor y se metió un trozo de hígado en la boca. Le vino una arcada. Escupió la carne en el plato y tomó un sorbo de agua para aliviar su aprensión. Era imposible que se comiera el filete sin vomitarlo después, así que decidió que, cuando volviera su padre, le explicaría que no podía comérselo. Era mejor que lo guardase para alguien que apreciara su sabor. Tres horas más tarde, su padre regresó de su famosa partida de cartas. Desde la entrada, vio que su hijo seguía allí sentado sin probar bocado. Fue hacia él hecho una furia y con su gigantesca mano le dió una bofetada. Javier estuvo a punto de caerse al suelo. Comenzó a llorar de dolor. Un zumbido le inundó el pabellón auditivo. Pedro cogió el tenedor y metió bruscamente un trozo de hígado en la boca de su hijo. Javier no pudo evitar que el desagradable sabor le hiciera vomitar. Se manchó toda la ropa. Su padre se enfureció aún más y comenzó a pegarle en la cabeza y en la cara. Entre los golpes, el vómito y el llanto, Javier apenas podía respirar. Su padre seguía metiéndole trozos del filete a la fuerza. Javier se resistía, más por inspirar oxígeno que por desafiar a Pedro. Al final, su padre se cansó y se fue de allí después de tirar el tenedor con fuerza sobre el plato. Javier lloraba desconsolado mientras miraba su ropa manchada y se preguntaba por qué su padre le había pegado.
Controló sus imperiosas ganas de llorar y miró a su padre, que engullía la comida sin levantar la mirada del plato. Luego miró a su madre. La pilló observando con tristeza la escena pero en cuanto notó que su hijo la observaba, se dio media vuelta y se puso a fregar los platos. Durante varios minutos, los tres estuvieron en silencio.
—¿Qué tal los estudios? —dijo Pedro.
—Hace cinco años que no estudio —dijo Javier. No le sorprendía que su padre le hubiera hecho semejante pregunta. Nunca le había importado nada de lo que hacía ni de lo que le pasaba.
—¿Los dejaste? —Pedro miró fijamente a su hijo—. ¿Después de todo el dinero que nos costó? Sabía que sería una pérdida de tiempo.
—Me licencié, papá. Y, para que no haya malentendidos, eso quiere decir que los terminé —dijo Javier visiblemente irritado. Sabía que apelar a la ignorancia de su padre era un golpe bajo, pero sentía que debía devolverle el ataque. No hacía ni cinco minutos que estaban juntos y ya había intentado crear un conflicto.
Estuvo a punto de levantarse y salir de aquella casa pero decidió darle otra oportunidad. Al fin y al cabo, era su padre. Aunque no podía evitar pensar por qué había tanto rencor en su trato, se quedó clavado al asiento, obligándose a mostrar un poco de compasión. No quería ser igual que él.
—¿Qué estudiaste?
—Ciencias de la información —respondió Javier.
—¿Y eso para qué sirve? —dijo Pedro.
—Es… largo de explicar —dijo Javier.
—¿Te crees que soy tonto? ¿Crees que no lo voy a entender? —dijo su padre sin mirarle.
—Me voy a dar una vuelta. Gracias por la comida mamá.
Javier se levantó y salió de la casa con la sensación de que la relación con su padre había naufragado hacía mucho tiempo, y las labores de rescate eran inútiles. Era como intentar reflotar el Titanic.