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ESTÁN los acondicionadores, las libélulas muertas, los charcos de agua, el recuerdo de una frase anterior, alguien tose, otro se calza un anorak amarillo y es un bombero, otro imagina un buzo táctico que nunca estuvo allí pero que aparecía en relato de la escena, en pleno día, en la terraza. Viene un taxi haciendo guiños con las luces para garantizar al probable pasajero que va hacia él. Un hombre enciende un cigarrillo, enciende la radio para sintonizar un programa de fútbol y en cien manzanas se interrumpe la energía eléctrica.
Después vuelve a fluir la energía eléctrica, se escucha un taconeo en la vereda, no se llega a oír la voz de aquel animador, va por allí uno interpretando que el supuesto programa sobre fútbol es apenas un espacio radial destinado a comentar y a transmitir información acerca de las instituciones que administran el fútbol y nada de eso es el mundo, y decir que es un fragmento, o una "selección", es un mero decir, porque lo que se concibe como el mundo también es un fragmento, una infinita trama de omisiones.
Cierto que la noción de trama lleva a imaginar un conjunto de presencias imbricadas antes que una omisión, pero en lo que alguna vez el artesano intentó hacer cruzando filamentos de secreciones secas de gusanos de seda, o trenzando la lana —el pelo— de otro animal, igual que en la trama de gestiones que programa quien planifica un complejo negocio de inversión, lo que se omite cuenta tanto como lo que efectivamente se realiza, es decir, lo que efectivamente se vuelve real y queda puesto en alguna forma de espacio y cargado con la pretensión de ser todo lo que hay.
Eso es lo peor de la realidad, su eterna pretensión de ser todo lo que hay. Y esto, que es lo primero que debería aprender un responsable de escuchas, figura en los manuales, pero como siempre sucede, hay tanta información en los manuales, —ítems, capítulos, referencias, diagramas e ilustraciones—, que en el proceso de capacitación se borran las diferencias entre lo indispensable y lo anecdótico. Hasta los mismos autores, —agentes retirados o redactores de folletería explicativa del instrumental— ceden a lo inevitable y se resignan a exponer sus conocimientos sabiendo que nunca serán debidamente asimilados.
Con el tiempo, se espera, la práctica profesional irá completando los vacíos que, por fuerza de las cosas, el aprendizaje no alcance a cubrir.
Pero con la práctica sucede lo mismo. Pasan años hasta que un personal capacitado en escuchas se libra de las ideas erróneas que contrajo antes de ser reclutado. Un jefe decía que esto era causado por la televisión, pero otro igual, hace cincuenta años, lo habría imputado al cine, y un siglo atrás, otro habría culpado al teatro, aunque en esa época poca gente estuviera expuesta a los espectáculos y aunque no hubiera habido reclutamiento ni dispositivos electrónicos de escucha que requiriesen tanto personal especializado. En verdad, la fuente del error del recluta, que tantos años lleva superar, no es la televisión ni la cultura de la imagen sino la vida misma. Y la causa del error de ese jefe que cavila sobre las dificultades de la capacitación y las imputa al nuevo medio electrónico que envolvería a los jóvenes, es también la vida misma, que en su caso, y en el de todos los funcionarios de su promoción y el de la gente de su categoría social, sobreabunda en indicios y pistas falsas que imponen atribuir a la televisión ser fuente de lo que sería apenas un circunstancial reflejo, como fueron el cine durante casi medio siglo, el teatro por decenas de siglos y la vida misma por todo el resto del tiempo sin espectáculos que habitaron los humanos.
El jefe siempre repetía que lo mas difícil de desactivar en los reclutas es la idea falsa de justicia, que, según decía, inculca la televisión. Héroes, detectives, inspectores y los característicos abogados de las series de televisión se desenvuelven en un combate interminable entre el bien y el mal, lo justo y lo injusto, lo que se debe o no se debe hacer, y todos ellos actúan —en la serie, pero particularmente en la realidad que ella pretende representar— convencidos de que lo justo, lo debido y lo bueno deben permanecer unidos, siempre coincidiendo en el mismo lugar.
Según él, y dicho en nuestras palabras, esta locura de la televisión se contagia al público, especialmente a los más jóvenes, y por eso el reclutamiento se llenaba de despistados. "Despistado" era aquel que a pesar de los manuales y de las reuniones grupales donde se analizaban casos bajo la supervisión de un cuadro superior, seguía encadenado a la ilusión de que las escuchas y los registros fotográficos son compilaciones de pruebas para incriminar a alguien en un juicio oral ante la corte americana de la última escena de alguna de sus series predilectas.
Y la corte no existe, decía el jefe, esas cosas suceden solamente en la televisión y el Estado no invierte fortunas en tecnología y personal para buscar culpables sino porque necesita saber, no culpar. No hay buenos ni malos, pero, ¡atención!, decía: aquí no está prohibido creer que puede haber buenos y malos, acá se exige que cada cual crea lo que quiere, pero que no pierda tiempo ni lleve a otros a perder tiempo calculando si el cliente actuó mal, o actuó bien. Aquí, decía, se invierten más de cien millones por año para saber lo que está sucediendo.
Llamaba "clientes" a los que figuraban como objetivos en cada relevamiento, aunque a veces los objetivos no fueran personas, y fuesen, por ejemplo, el baño de hombres del restaurant Pappetti, o la oficina de contratos del teatro Colón. En tales casos, se llamaba "cliente" a cada uno de los registros de voz obtenidos en cada objetivo de relevamiento.
La ventaja de tener una pequeña renta es el poder de actuar con la mente en claro, sin temer que de un día para otro te retiren del servicio por haber cometido un error, o por un capricho de cualquiera de los jefes. Si a un electricista lo retiran del servicio, pasa a oficinas o a estudios ambientales, y queda ganando un sueldo miserable, sin viáticos, viajes, ni honorarios especiales ni recompensas y cumpliendo horarios a la vista de las viejas secretarias y de los supervisores que vigilan que nadie se destaque ni llame la atención.
Pensaba en su pequeña renta, que apenas alcanzaba para mantener la casa de la playa en Monte Hermoso y financiar un par de escapadas por año a California o a algún otro punto del Pacífico donde se pueda surfear una semana sin peligro de que, justo en los días de licencia, no haya olas o vientos adecuados.
En su lugar, cualquier otro que dependiese de su cargo temería que el lunes alguien encontrase que la pista nueve tenía registradas dos horas de juegos sexuales y que viniera el jefe reclamando explicaciones:
—¿Qué es esta historia de los lagrimones de la casada infiel..? ¿Así que ha vuelto a malgastar fondos del estado para instalarse en un apart a comer sushi y a coger..?
Un pobre tipo no sabría qué responder. Era poco probable que alguien llegase a masterizar y menos a transcribir la pista nueve, pero en caso de que ocurriese, diría que actuó en el convencimiento de que la mujer estaba contratada para comprometer a un senador, o a algún funcionario presente en el lugar, y que en la intimidad habría obtenido valiosa información si no hubiera sido por la tormenta y el accidente que interrumpió todo.
Tenía pruebas, había detectado el número del celular de la mujer, el nombre y los datos del titular, que con toda certeza debía ser el marido y una serie de pistas que, en caso de confirmarse que ella había estado allí comprometida con algún operativo ilegal, permitirían identificar a los interesados en realizarlo. Son pretextos que fácilmente se pueden imaginar cuando uno no es un pobre tipo que teme perder el empleo, o algún privilegio de su empleo.
Por lo demás, en las otras once pistas debía haber bastante material viable, que, aunque fueran boludeces, ganarían valor no bien se confirmase que la muerte del anticuario no fue accidental.
El ahogado era anticuario, o decorador y anticuario. No era viejo. Estaba seguro que no había sido accidental: lo había visto nadar, parecía sano, y que fuese homosexual, según comentaron los policías, no implicaba mayor propensión a ahogarse en una terraza. Hubo un momento de la tarde en el que sin motivo alguno que lo justificara tuvo la certidumbre de que quien ordenó aquel servicio de escuchas esperaba que sucediera eso, o algo parecido. Para los policías, la aparición de un rosario confeccionado con pequeños caracoles blancos sosteniendo una cruz de nácar, y la versión de alguien que conocía al muerto y lo identificó como un hombre del ambiente gay, eran evidencias que avalaban la sospecha de un crimen. Les faltaría verificar una conexión entre los rosarios con cuentas de procedencia marina y algún culto afrobrasileño, y la de éste, sea el umbanda, el candomblé o de alguna secta inspirada en ellos con la fauna gay de la ciudad, para encaminar una pesquisa con perspectivas de buena prensa.
Es muy sencilla la psicología policial y en su misma simplicidad debe residir la eficacia de las divisiones especializadas de la institución. A los oficiales de civil se los notaba entusiasmados. Habían dividido al personal en grupos que recorrían el edificio. Uno estaba en los vestuarios componiendo un plano de la terraza, señalando los sitios donde habían aparecido diferentes huellas no mas significativas que el rosario blanco: un encendedor Dupont con iniciales grabadas, una cartera de mujer llena de cosméticos y medicinas ginecológicas, varias servilletas escritas con tinta y borroneadas por la inmersión, recortes de la revista Noticias protegidos por folios de un plástico transparente y adhesivo, y otras supuestas evidencias que ya estaban archivadas en unos sobres con rótulo judicial.
Hubiese preferido saber más, pero prefería no llamar la atención de los policías ni identificarse ante el jefe hasta estar seguro de que todo el material de escuchas y los registros de fotografía y video estuviesen fuera del edificio.
Todo el cablerío y las miniantenas habían sido recuperadas por su gente y por el personal de cocina que colaboró en la operación. Por la tormenta se habían perdido dos sensores, justo dos piezas de un kit de canarios suizos que estaban a prueba y costaban una fortuna.
En la jerga, llamaban "canarios" a los micrófonos que en cada partida venían mas reducidos, mas complejos y mucho mas caros. Los canarios suizos eran una novedad en el ambiente y pocos equipos de trabajo sabían operarlos. Hipersensibles, emitían su señal y simultáneamente recibían y ejecutaban las instrucciones que un operador adiestrado enviaba desde el teclado de una notebook ubicada a cincuenta metros del lugar. Bien ejecutadas las instrucciones corregían el foco de la grabación y eliminaban sonidos par sitos. Como siempre, el problema eran los costos de cada kit y del entrenamiento de los operadores del teclado: un error en el comando inhabilita a un sensor cuya siembra pudo haber costado días enteros de trabajo.
Se llamaba "sembrar" al delicado rastreo de lugares adecuados para implantar el micrófono o su sensor repetidor y también al acto de instalarlo y verificar que funciona correctamente. Es un trabajo donde influye mucho la intuición. "Te ponemos a vos porque sos intuitivo, creativo", decía algún jefe, y él pensaba en la pequeña renta, que cada mes, en Bahía Blanca, el administrador del negocio de su madre depositaba en su cuenta corriente. Sin ella no habría intuición ni creatividad. La siembra, como la captación de datos y la selección y descarte de material relevado eran juegos de azar y si uno pensase en el resultado final de cuidar el cargo y conseguir nuevas misiones de mas rango o privilegio, quedaría paralizado por la vacilación.
Es como en el surf de competencia: la gente sabe y calcula según el viento, las mareas y lo ha que ha visto durante horas, en qué zona conviene esperar la ola adecuada para lo que quiere conseguir en ese momento. Pero, superadas las rompientes y llegado al lugar, se encuentra que es un área de cientos de metros donde sólo en una pequeña franja podrá producirse el despegue ideal. Y no hay modo de averiguar dónde aparecerá esa creciente concavidad que se transforma en una corriente que empuja hacia afuera y fluye hacia una línea invisible en lo más llano del mar donde de repente nacerá la ola esperada.
El competidor que necesita ganar puntos, especialmente las estrellas que dependen de los caprichos de los jurados para la renovación de sus contratos con fabricantes de tablas e indumentaria, pasa allí sus peores momentos, y, a veces, esto lo inhabilita para conseguir lo esperado.
En cambio, un turista puede apostar y dejar que el mismo azar de la marea y el viento se adueñe de su voluntad y haga lo suyo. Tal vez acierte o coincida con lo que, más tarde, después que todo sucedió, los jurados estimen que era el lugar debido, ahí donde uno siempre debe estar. Pero llegado ese momento no hay más que planillas: ni mar ni olas habrá, sólo registros en planillas y la certidumbre de que todo sería mejor si ante estas situaciones extremas, el tiempo pudiese volver hacia atrás, aunque sea a un solo instante de la larga cadena de tiempo sucedido.
Pero el tiempo no puede retroceder y el hombre debe actuar como el surfista que, de rodillas, se dispone a relajar sus músculos buscando la soltura y la energía indispensables para el momento en que deba ponerse de pie y pisar con firmeza la tabla que empieza a deslizarse. No son músculos, pero algún instrumento de la voluntad debe suspenderse o desconectarse para que por la propia vida circule libremente el azar, que a veces acierta, y que otras es la máscara que adopta la voluntad cuando se ha logrado relajarla, es decir, cuando se la ha podido librar de las interferencias del miedo y de la costumbre.
Tal vez todo ha salido bien, pensaba, y ya todos los registros estén a bordo de la combi. Anticipaba los comentarios de los operadores sobre la pista nueve: "¡Hijo de puta! ¿Cómo hiciste para ganarte a esa mina..?" Dirían eso, o algo parecido.
Se dio, pensaba, y no era improbable que tal vez, a partir de los registros de la pista nueve y de los datos del titular de la línea del celular de la llorona se pudiese encontrar algo que cerrase bien con el resto del relevamiento.
El tiempo no puede revertirse, pero si se pudiera disponer de una Silicon con procesadores actualizados y dos gigabytes de memoria RAM, las doce pistas del registro podrían representarse gráficamente en forma ondas de sonido, para detectar visualmente ciertas inflexiones, timbres de voz y superposiciones que permitirían seleccionar lo indispensable y escucharlo, teniendo a la vista, segundo a segundo en la pantalla, el arabesco entrecruzado de ruidos y voces.
Pero no hay presupuesto y en la oficina donde se están empezando a registrar escuchas con tecnología del año 2001, se las sigue procesando con los métodos impuestos en 1976. Un cuarto de siglo desfasados, pensaba. Como siempre en este país, pensaba, todo se ensambla mal, y, el tiempo, que no puede volver hacia atrás, sabe permanecer y uno está aquí y ahora, y dentro de unas horas va a la oficina y se encuentra allí y en ese otro momento del futuro, pero con un pedazo del pasado flotando en el aire y titilando para llamar la atención desde las pantallas monocromáticas de las computadoras IBM ensambladas en 1980 que hizo comprar la presidencia de Alfonsín.
Durante un tiempo, poco antes de que terminara el siglo, había vivido con la creencia de que no haber nacido en la ciudad era una desventaja. De hecho, para algunas chicas de la Facultad de Arquitectura, que viniese de Bahía era una suerte de estigma: la culpa de ser un chico de provincia, ese acento que aquí sonaba como campesino, y que la gente impostaba para cantar temas de folklore argentino. Había pasado la infancia y terminado los estudios secundarios en una ciudad pequeña, de menos de un millón de habitantes y recién ahora, al cabo de una década de vivir aquí, y de haber conocido grandes ciudades de Europa y de la costa oeste americana, advertía que esa diferencia también había tenido sus ventajas.
Para el que llega a la ciudad ignorando sus barrios, los nombres de las calles y la ubicación de los lugares donde ocurrieron los principales acontecimientos que todos recuerdan, la ciudad se manifiesta en un bloque donde todo es presente, o mejor dicho, donde todo se da a un mismo tiempo, de modo que pasan años hasta que pueden interpretarse los espacios y las construcciones como resultados del curso de un tiempo que les imprimió tales o cuales significados.
Viéndola desde allí, desde este siglo, pensaba que su etapa de asimilación a la ciudad se vio favorecida porque el estigma de no compartir la memoria colectiva de la que todos parecían jactarse, le permitía conocer todo en bloque, sin perderse en detalles insignificantes como el acento de una voz que revela un origen de clase o de zona, o como la jerarquía social de un bar o de una disco y el valor relativo de una universidad o de un lugar de empleo.
Esto es Kyoto, pensaba recordando los quince días pasados en la feria electrónica, donde trataban de venderles equipos indescifrables en una ciudad enteramente indescifrable. Las esquinas iguales, la gente era casi igual, y los hoteles eran tan parecidos que cada concurrente a la feria y a los cursos de capacitación debía llevar prendida en la solapa una tarjeta impresa con los caracteres que identificaban su alojamiento, el único lugar donde podían comer y donde debían pernoctar. A muchos les sucedió lo mismo: llegaban agotados al hotel, y el personal miraba sus tarjetas y les señalaba el portal y una dirección en la que deberían seguir caminando para encontrar el suyo, igual, con las mismas carteleras de neón y con los mismos uniformes solo diferenciados por lo que debían decir los signos japoneses bordados en las mangas.
La llorona infiel no pareció creerle que había estado en Kyoto. O tal vez lo creyera y prefirió representar indiferencia para concentrarse en lo único que le importaba: el cuerpo. No lo podía saber, pero como ante el registro de una pista sonora que no permite identificar quién habló ni a quiénes se refirió esa voz con los pronombres "vos", "ella", "yo" y "ustedes", sobre lo que es imposible saber, mas vale no intentar indagaciones que solo llevan a perder tiempo y a cargarse de dudas sobre todas las cosas.
Lo importante de esa mujer era que lloraba bien, que tenía, como decía su novia "mucha piel en la cama", y que había podido registrar el número de su celular y que seguramente la llamaría.
Si uno pudiera comportarse todos los días como si estuviese en Kioto, o en Shangai que ha de ser mas indescifrable, y viviera todo el tiempo ateniéndose a averiguar solamente lo que se puede llegar a saber y empeñándose en buscar solamente lo que se puede conseguir, toda la vida se volvería tan fácil como el atardecer de aquel domingo.
Era previsible que ella, medio satisfecha y asustada por el caos de los pasillos se hubiera vuelto a la casa del marido. Ahora sólo le faltaba llamarla y volver a encontrarla. Daba igual que siguiera la lluvia, que hubiera un ahogado y que los policías anduvieran por ahí enredándose en sus propias rutinas y montando un espectáculo de órdenes, trámites y uniformes como en una película argentina de los años cincuenta. La policía era el pasado invadiéndolos y haciendo boludeces por los pasillos.
Debían contribuir el cambio de clima, el viento fresco y la noticia de que todo el material relevado estaba en la kombi y en camino a la oficina, pero, al salir a la calle y, pese a la llovizna y al peso de su bolso, dispuesto caminar por la Libertador hacia la oficina, sentía crecer algo que otros llamarían felicidad junto a la certidumbre de que debía ser el único arquitecto que entendía esto.
Estaba seguro de que nadie objetaría los comprobantes por ciento sesenta pesos gastados en el alquiler de un apartamento y el delivery del sushi de esa tarde.
Estaba seguro de que pronto construiría casas y que estas experiencias le servirían para construir mejor. Estaba seguro de que antes refaccionaría su casa de la playa, agregaría un mirador, y ampliaría el jardín librando a la construcción de esa horrible cochera con techo a dos aguas y tejas falsas.
Estaba seguro de ser el único arquitecto que se desempañaba en el servicio, por lo menos, en funciones técnicas de ese nivel. Estaba seguro de que ningún agente o funcionario de procedencia política o de otros organismos de defensa y seguridad entendía su trabajo y de que todos por igual apostaban a una carrera imaginaria y pretendían ser jefes, lo que terminaba dejándolos pendientes de sus jefes.
Pasaba junto a un edificio de viviendas en torre cuyo proyecto había estudiado en la Facultad. Los constructores lo habían promovido como un modelo del ideal de seguridad. A más de dos mil dólares el metro cuadrado, el más pequeño de los semipisos debía valer entre seiscientos y novecientos mil. No descartaba que tal vez allí alguien fuera feliz, pero en aquel momento también él era feliz.
Felicidad, seguridad, pasar los comprobantes de los gastos, llamar a la llorona, firmar los informes, de paso averiguar cómo calificaron al servicio de aquel domingo. Enumeraba todo y lo repetía mentalmente: Seguridad... Felicidad... Telefonear... Cobrar... Firmar... Lo repetía como al dictado de una voz interior: era una buena agenda para una semana que prometía empezar bien.
marzo de 2001