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ESCUCHABA decir que estaban "pasando desgracia tras desgracia", y todo a propósito de una boludez. En cambio, el viaje por la autopista hasta el country de su colega había sido, en verdad, una desgracia.

Primero tuvieron un embotellamiento en el empalme: durante media hora avanzaron a paso de hombre, y de repente todo se despejó y retomaron el camino sin enterarse de las causas de la demora.

Después hubo un problema en las cabinas de peaje. Según algunos habían asaltado a un cobrador, otros decían que un chofer fuera de sí había bajado discutiendo y desencadenó una pelea. Habían oído que una ambulancia se llevó a dos guardias sangrando: por lo menos, al salir del peaje cada uno podía elegir la explicación que más le gustase.

Finalmente, al llegar al country del otro escribano encontraron una larga cola de autos y todoterrenos. Había alguien de gobierno visitando a una familia, se temía un atentado y los de seguridad revisaban baúles, motores, bajo los asientos y en el equipaje de las familias buscando armas y explosivos. Gente inexperta, se distraía verificando detalles y les llevó minutos revisar la mochila de la nena, que venía cargada de cosméticos infantiles y libros de Disney.

Cuando llegaron al jardín de su colega, ya tenían listo el asado y él seguía afligido por tanta demora sin poder librarse de la imagen del guardia que morosamente controló hoja por hoja un cuaderno escolar y se detenía a leer los epígrafes de unas imágenes de la muñeca Barbie.

Durante el almuerzo se fue calmando. Por suerte, la familia de su colega había dispuesto una mesa atendida por una empleada donde comerían los niños y la arboleda que rodeaba el jardín tenía un efecto benéfico: pinos y eucaliptus filtraban el fuerte viento impregnándolo de una atmósfera balsámica que atenuaba el calor. Las mujeres casi ni hablaron y parecían interesadas por la conversación de sus maridos: tres escribanos pesimistas por el destino de su profesión.

Confirmar que, en su escala, esos dos colegas afortunados padecían la misma merma de trabajo que él y compartían sus peores pronósticos sobre el futuro también tenía el efecto balsámico de un bosque de cedros. Las mujeres tenían razón: en el country el calor y la desazón se hacían más tolerables que en la ciudad.

Pero a los postres se agregó al encuentro su cuñado el juez. Había aparecido en su nueva Harley trayendo a las hijas abrazadas a su cintura. No sabía que estuviera invitado y su presencia venía a hacerle más difícil la charla entre colegas.

Era el nuevo rico de la familia. Casado con la hermana de su mujer, su pedantería ostentosa escandalizaba a los parientes. Ahora estrenaba esa moto con el entusiasmo de un chico de veinte años y esa novedad pronto se agregaría a la lista de patrimonios que comentaba la familia, alternando envidia y admiración, según los variables ánimos de momento.

No toleraba la teatralidad de la carrera de acumulación de bienes que emprendía su cuñado. A medida que incorporaba una nueva propiedad, —barcos, chacras, edificios de renta— se agrandaba proporcionalmente su protagonismo en reuniones de familia y encuentros sociales como el de aquella sobremesa. Ya no podía imaginar una escena en la que el juez no fuese el centro de la atención de todos.

Ahora contaba que en las últimas semanas había tenido que vivir desgracia tras desgracia.

Se les había muerto el administrador de la chacra y había desaparecido toda la documentación de operaciones de compra, venta, ampliaciones y gastos de personal. Tuvieron que contratar a un auditor que les aconsejó que diesen todo eso por perdido.

—Una desgracia... Y no por la plata —descartaba—: por ahí, con cien mil dólares se soluciona todo... Es la sensación de que hoy en día uno tiene que vivir dependiendo de gente así... Si fuera un negocio no sería tan grave, pero esta chacra era una cuestión más de familia... ¡Mi mujer quedó hecha mierda..! ¡Loca por este tema!

Contaba que su despacho y las oficinas de los secretarios de su juzgado estaban llenos de micrófonos, y que el mayor peligro era que la gente que recibía grabaciones o transcripciones de las escuchas eran un montón de inútiles capaces de interpretar cualquier cosa.

Acababa de enterarse de que su administrador, el muerto, además de imbécil y desordenado, era comunista y trabajaba con una empresa financiera ligada a los restos del aparato de su partido:

—Imaginate vos... —le decía al dueño de casa— con tantas pelotudeces contables que uno pudo llegar a haber hablado con un bolche, lo que puede pasar si a alguien se le ocurre leerlas como mensajes en clave... Debo haber mencionado tres bancos, diez marcas de herbicidas de nombres extraños y siglas con números... Este invierno hablé montones de veces de la "caja negra", que es el sistema que usan las cosechadoras para controlar los recorridos de potreros con el posicionador satelital... Y de golpe un cretino que gana quinientos dólares por mes escucha eso y hace copias para la prensa...

Ya anticipaba un titular, "La Caja Negra del Juez", y le decía a los escribanos que ellos no tenían esos problemas, para explicar que cada vez más seguido estas cosas le hacían pensar la posibilidad de renunciar y vender todo para ir a hacer un postgrado en leyes en Estados Unidos y vivir allí con lo indispensable, sin depender de terceros y sin necesidad de vigilar dónde le habrían metido los micrófonos esa semana.

—Lo peor es la gente... —Decía.

Para peor, esa semana había tenido problemas en su country y con la brigada policial de la zona.

Había desaparecido un reloj. Lo buscaron por toda la casa, interrogaron a las mucamas y a las nenas pero nadie lo había visto. Era el cronógrafo marino que decoraba una repisa frente a su escritorio. Al día siguiente, aprovechando que el jardinero había salido en su franco de los jueves, su mujer decidió revisar el cuartito que el tipo ocupaba detrás de los vestuarios de la pileta.

No lo consultó: él no la hubiera autorizado y, en caso de verdadera necesidad, lo habría hecho personalmente y en presencia de la mucama de confianza.

Ella había salido al jardín y al rato apareció como loca pidiéndole a los gritos que la acompañase a ver lo que había encontrado. No estaba el reloj, ni vieron señales de que el tipo tuviese algo de la casa salvo un mazo de fotos que guardaba una caja.

Eran fotos de las nenas, algunas retocadas con lápiz de color y otras punteadas en tinta negra como para definir el marco de una ampliación. Todas esas imágenes habían estado en su casa y de la mayoría podían recordar el momento en el que las había tomado la madre, o unas compañeras de colegio que solían visitarlos.

Al principio él le restó importancia: era algo natural porque de ese hombre se sabía que era muy cariñoso y hasta amigo de los chicos del country. Siempre solía bromear con ellos inventándoles adivinanzas y chistes rimados con sus nombres, de modo que le parecía normal que hubiese juntado aquellas fotos que las nenas miraban y dejaban tiradas en cualquier parte.

Pero su mujer estaba horrorizada: decía que el tipo era un perverso y que debía ser un violador. Él trató de calmarla: estaba cada vez más seguro de que no había nada que temer, y seguiría pensando así si no hubiera dado con el bibliorato.

Era uno de esos libracos de contabilidad encuadernados en tela que se usaban hace cincuenta años. Tenía cerca de mil páginas pautadas a dos columnas por una doble línea roja y estaba escrito con letras pequeñas pero con caligrafía muy clara, casi como letras de imprenta. En las primeras páginas los trazos en birome, que eran más leves, estaban desteñidos por el tiempo y a medida que se avanzaba hacia el final parecían más frescos y recientes.

Calculaba que escribir eso con semejante caligrafía, sin borrones ni tachaduras, debió requerir un trabajo de años.

No, contaba: no era una novela. Una etiqueta escolar, pegada en el lomo del libraco decía "El Jardín de las Flores", lo que también a ellos los llevó a pensar que era el título de una novela.

Era una un colección de cartas. Al leer las primeras se pensaba que serían copias de correspondencia de otras personas. Cada carta venía encabezada con el nombre de una remitente y de la mujer a quien estaba dirigida. Eran todas cartas entre mujeres. Desde el comienzo se notaba que quienes escribían eran gente de edad, al menos, cincuentonas, alguna de ellas ya jubilada. Debían ser diez o doce mujeres que evocaban pequeñas historias de su infancia escolar. Al comienzo eran formales, se trataban de "señora", "querida señora" o "estimada señorita", y se centraban en los preparativos de un encuentro de ex-alumnas planificado para las vísperas de la siguiente Navidad.

El juez había leído a los saltos, junto a su mujer, decenas de cartas que gradualmente iban volviéndose más íntimas y confianzudas. Empezaban en febrero. Ya hacia abril todas las corresponsales se tuteaban y poco después se empezaban a poner procaces y descabelladas, contagiándose y provocando el mismo tono de unas a otras.

Las supuestas autoras terminaban pareciendo locas: por ejemplo una carta contaba como si fuese la propia experiencia del remitente, algo que páginas atrás, en el bibliorato, le había relatado una tercera corresponsal. A partir de septiembre, una a una, iban evocando su iniciación sexual y todas recordaban la fecha: se trataba del mismo día, un cinco de abril.

Nadie que copie la experiencia de otro —decía el juez— la relataría con los mismos detalles ni la dataría justo sobre la misma fecha.

—¿No es cierto..? —preguntaba su cuñado dirigiéndose a los otros escribanos, como reconociendo que a él no le interesaba la historia de sus desgracias ni sus relojes de colección.

Pero en realidad, le había despertado curiosidad el libro: ahora querría leerlo. Escuchaba al cuñado contar que lo que "les había helado la sangre" era la descripción en detalle de un hecho del que todas se atribuían haber sido víctimas. Hablaba y cada tanto bajaba la voz y miraba hacia la pileta donde jugaban los niños como temiendo que lo oyesen.

Todas las supuestas corresponsales tenían entre once y doce años en oportunidad del hecho y el corruptor, de cincuenta y cuatro, era, en todos los caso el mismo hombre: el jardinero del colegio, un protegido de las monjas francesas que lo administraban.

Era un tipo muy querido en la zona. Vivía en el colegio y los sábados y los feriados daba clases de box a los varones. Algunas cartas contaban que había sido un destacado boxeador que comenzó su carrera en Bahía Blanca y que llegó a trabajar como sparring de algunos campeones en Los Angeles.

Eso imponía respeto a los adultos, mientras que las chicas del colegio estaban fascinadas porque se jactaba de conocer los nombres de todas las cosas y recordar los nombres de todas las personas.

Curiosamente, ninguna de las que en el bibliorato figuraban como autoras de las cartas, sabía su nombre: todas lo llamaban "El Jardinero".

Contaban las cartas que alumnas, monjas y profesoras del colegio lo admiraban por su destreza para dibujar con ambas manos: reproducía insectos con una perfección y un lujo de detalles que se comenta varias veces en las cartas fechadas entre julio y diciembre, donde también se refiere su conocimiento de los nombres y hábitos de infinidad de especies de insectos voladores.

Lo que más alarmaba, decía el juez, es la semejanza entre el tipo aquel, que era un viejo hace más de cuarenta años y el propio jardinero de sus terrenos en el Country Highland que ahora debe andar por esa edad. Y lo que "te congela la sangre", repetía, eran los detalles de la violación, que solo se pueden recomponer leyendo en orden y con mucha paciencia las cartas fechadas entre agosto y octubre.

Claro, decía: una persona normal diría violación, pero en ninguna de las supuestas cartas se usa esa palabra.

Contaba que una corresponsal la llamaba "iniciación", y que otras aludían al hecho como "la experiencia", "el encuentro", "el reconocimiento" y palabras vagas por ese mismo estilo. Explicaba que habría que recuperar el bibliorato, que ahora estaba en la delegación policial de Pilar, para cotejar bien las descripciones que del hecho dan cada una de las supuestas corresponsales. De lo que estaba convencido era que ninguna de ellas guardaba rencor al hombre ni parecía reprocharle nada.

Vieron una carta cuya autora reconoce que sintió asco, pero no se refería a lo que ocurrió, ni a cuando sucedió, sino a algo que sintió días después en el colegio, cuando se cruzó con El Jardinero y notó que era tan viejo.

Eso figura en la carta. Al mes siguiente, la destinataria le responde, burlona, que no era tan viejo y que sería menor de lo que ellas dos eran ahora, en vísperas del encuentro de ex compañeras.

Su cuñado bajó la voz para repetir que los detalles eran horribles, repugnantes y en ese momento, comenzó a crecer un golpeteo de motores que venían oyendo hacía varios minutos. Curiosos por la historia, no les había llamado mucho la atención, pero ahora se había vuelto un ruido ensordecedor en el que se reconocían los escapes de las turbinas de un helicóptero.

Todo se oscureció: hacia rato que amenazaba nublarse y, hacia el este el cielo se teñía de un marrón rojizo cada vez m s denso. No eran nubes: entre los árboles se dibujaba un remolino con forma de cono invertido que tendría el vórtice a ras del suelo aunque no se alcanzaba a ver tras las lomadas divisoras de predios.

—¡Qué hijos de puta..! —gritaba el dueño de casa y explicó: —Se pasaron la mañana haciendo vuelos rasantes sobre el campo de golf y ahora decolan sobre las canchas de tenis... ¿Ven eso? —señalaba hacia el cielo del este enrojecido— ¡Es polvo de ladrillos que levantan de las canchas! Van a ver que ahora empieza a caer y que cuando pase —ya pasaba el helicóptero a unos cincuenta metros por encima de las copas de los cedros altos— el viento de la hélice nos apesta de olor a kerosén y rocía todo con polvo y yuyos...

Los chicos habían trepado a la terraza del solarium y saludaban el paso de la máquina. Un aire caliente y con olor a combustible mal quemado invadió el jardín y en unos instantes la pileta y el estanque que usaban para juegos de pesca quedaron cubiertos de hojas flotantes. Algunas habrían caído de los árboles pero la mayor parte eran briznas de césped del campo de golf que la máquina cortadora no había terminado de aspirar en el servicio de aquella mañana.

—Enchastran todo... —Dijo el dueño de casa y su mujer dejó la mesa diciendo que iba a encargar a las mucamas que limpiasen al menos la pileta de los grandes. Todos querían saber m s acerca del bibliorato pero el juez hizo un ademán significando que prefería obviar algo. Volvió a decir que los detalles eran repugnantes y que habría que leer todo con mayor atención porque las revelaciones iban apareciendo de a poco en las sucesivas cartas que, copiándose unas a otras, las iban ampliando.

—Ahora, —decía golpeando su Rolex con los nudillos, como para indicar que contaría algo que estaba sucediendo en el mismo instante— fíjense que el jardinero, mi jardinero, —subrayó—, hace un tiempo nos pidió autorización para instalar un invernáculo en el fondo del terreno y puso una especie de capillita de vidrio donde las nenas pasaban horas porque era un criadero de mariposas y gusanos de seda.

Alimentaba a los bichos con moras y un puré de frutas mezclado con azúcar y aserrín y al comienzo del verano las chicas aparecieron con ovillos de hilo de seda, que, según creían, habían producido o segregado sus gusanos.

Lo mismo dicen todas cartas: las llamadas "experiencias" habían ocurrido en un invernadero donde criaban larvas, crisálidas y gusanos de seda. El jardinero —el del colegio, claro— adormecía a los gusanos con el humo de un cigarrillo. Él lo pitaba y, —según contaban las viejas en sus cartas— incitaba a la chica también a fumar. Después le mostraba cómo los bichos, adormecidos por el humo, se volvían dóciles y se frotaban entre sus dedos. Simulaba comerse uno, pero se limitaba a permitir que recorriese su su lengua diciendo que era dulce y suave.

Según las cartas todas las compañeras habían tenido la misma experiencia, y coincidían en que eran bichos muy dulces, suaves y perfumados. Ninguna debió haber llegado a tragarlos, pero todas jugaron con el viejo a pasárselo de boca a boca.

Después, contaba, todo seguía con juegos de lengua. Les sugería que lo imaginen, pero que aunque eran cosas que cualquiera puede suponer, era difícil que alguien conciba detalles tan retorcidos como lo que estas viejas cuentan que hicieron, sintieron o se inventaron.

Del relato de su cuñado le quedó nítida la imagen de gusanos de seda blanquísimos retorciéndose sobre una lengua. Y del tipo del colegio, el de hace más de cuarenta años, una imagen física que en su memoria se confundía con los rasgos del jardinero que tantas veces había visto en la casa quinta del juez.

Uno puede ver verano tras verano al mismo hombre con sus palas y herramientas, siempre inclinado sobre las flores, o caminando como agobiado por el peso del sol, sin siquiera interesarse ni por su nombre.

Siempre cualquiera puede ser un violador, o un asesino. De este jamás hubiera sospechado nada. Que era loco, decían, pero sucede siempre con la servidumbre llegada a cierta edad: la gente tiende a atribuir locura a los que, siendo mayores que ellos, ocupan un rango social tanto más bajo. Solo la demencia puede explicar por qué esa gente no ha podido progresar con el paso del tiempo. A la vez, no descartaba que muchos sirvientes exagerasen sus rasgos de ensimismamiento o de tristeza para justificar una diferencia social debida a otras causas que resultaría penoso reconocer en presencia de su pares y superiores.

Del jardinero de sus cuñados recordaba la costumbre de caminar tarareando y algunas curiosidades que le enseñaba a las nenas: nombres científicos de árboles y flores, que eran temas de su oficio, o costumbres de animales salvajes y de insectos que no tenía por qué conocer.

Pese a esto, nunca se le ocurrió que fuera capaz de armar un libro ni de inventar una historia tan descabellada. Los médicos de la policía que rato después mencionó su cuñado, aseguraban que a la vista de lo que había escrito, no era un violador pero que potencialmente era un tipo peligroso: todo lo que desconcierta suele encubrir algún peligro.

¿Habría copiado eso de otro libro, tal como esas viejas se copiaban los episodios y hasta el estilo de sus cartas? Era otra de las cosas que nunca llegarían a saber. Al tipo lo habían despedido, y con él se perdía la pista de la historia, pero seguía sintiendo curiosidad por leerla y confirmar si el cambio gradual de la correspondencia desde la formalidad a la locura, y lo que su cuñado llamó varias veces "contagio" de una a otra vieja, de una carta a otra, se producían efectivamente como lo había contado.

Hay muchas cosa raras en los libros. Su mujer le reprochaba que leyese tanto, pero, comparándose con otros colegas y con algunos conocidos que cada semana iban por las librerías de barrio norte a buscar la última novedad, se consideraba un lector perezoso.

Últimamente se había propuesto leer con método y tomar notas de las ideas que se le fueran ocurriendo. Temía perder detalles, y más que eso, olvidar ideas que algunas lecturas lo llevaban a pensar, y que, en el momento le parecían importantes, o reveladoras.

Le interesaba cada vez más el tema de la locura, pero no era fácil enfrentar a un vendedor para pedirle libros sobre locura: cualquiera interpretaría que se interesaba en temas de psicología, o psiquiatría.

Pero no era eso: en tal caso iría un local especializado, o consultaría a un psicólogo. Ya había anotado que su interés no debería definirse como lo que le sucede a un loco, sino por lo que se siente en la etapa del comienzo de la enfermedad.

Temía a la locura, no a perder la razón. Esa tarde lo aliviaba ver que otros escribanos compartían idéntico pesimismo y el mismo diagnóstico sobre la decadencia de la profesión, y el consecuente temor al futuro. Pero, en compensación, tanto la evidencia de la carrera de enriquecimiento y ostentación de su cuñado, como el relato del libraco del violador, volvían a perturbarlo.

Si existía la locura, y si alguna de sus posibles variantes pudiese llegar a afectarlo, sería bajo la misma forma: una amenaza venida desde abajo, desde los animales, desde la servidumbre o de las mismas calles de su barrio invadidas por gente indeseable que en apariencia eran iguales a él y a los de su familia.

Tendría que encontrar una manera de anotar esto para entenderlo mejor alguna vez: pensaba en las absurdas láminas de poliestireno negro que, simbólicamente y por unos pocos días, repudiaban la invasión de su barrio por la canalla del Apart Hotel. Tendría que haber un medio más eficaz que una cortina para garantizar que la locura, igual que esa fealdad venida desde abajo, no llegara a entrometerse en su vida.

¿Sería cierto que el juez, que ya era un cuarentón, contemplaba la posibilidad de abandonar todo y vender todo para empezar una carrera académica sin mayores promesas, en otro país..? ¿O sería otro despliegue de fanfarronería para llamar la atención sobre su patrimonio..?

En cualquier caso su cuñado acertaba: vivir algunos años en una pequeña comunidad americana sería una manera de evitar la amenaza de la locura para quien tuviese los recursos necesarios. Estaba en lo cierto, sea que en verdad lo estuviese planificando, o que se limitara fantasear con la idea, o a jugar con ella para provocar la fantasía de los otros.

Para él, hasta como fantasía, partir era imposible. Algunos colegas, y no era el caso de los dos presentes, habían encontrado hacía años una manera que entonces le pareció repugnante y ahora descubría que era el único camino eficaz. Uno se había asociado con directivos de los bancos, aceptando compartir sus honorarios con ellos o con las firmas que representaban. Otros se habían lanzado a la política, exagerando su entusiasmo por el auge de la democracia. También a ellos les fue bien y no sólo porque alguno llegó a ganar un cargo electivo o cierta figuración de prensa, sino porque todos, moviéndose en ese medio, accedieron a un nuevo tipo de cliente que ahora representaba las mejores operaciones notariales.

Era como la idea persecutoria de haber perdido el último vuelo: en aquel momento, aquellos vieron lo que debían hacer y él sospechó que podían tener razón. Ya nadie acertaba con lo que le convenía hacer, y hacía años que ni siquiera aparecían alternativas repugnantes como esas, que, ahora sí, estaría dispuesto a contemplar con seriedad, si el tiempo pudiera volver hacia atrás.

Pero, al revés, el tiempo sólo puede avanzar y urgir. Esa es la clave de personajes que se retuercen pegoteados sobre la lengua artificial del relato. Como en el invernáculo, el mismo cristal que permite que una forma de vida prospere fuera del clima requerido por su especie, fija los límites de su supervivencia: si el gusano quiere salir, o la planta crecer más allá de su techo, cada uno a su manera tropezar, como ante un obstáculo, con la misma condición que hizo posible que creciera o que intentara algo.

Es la contradicción de la locura, que aparece en los locos, pero también en los que temen a la locura y en los que tratan de explicarla, narrarla o mantenerla bajo control.

Siempre hay un error, y creyendo temer a la locura este escribano responde a la amenaza social de desclasamiento con un miedo que su especie, su clase y su familia no han previsto en sus programas de desempeño. Y sin embargo es la única forma de locura dispuesta para él: una circunstancia que, no por trivial, está libre del desenlace trágico que aguarda a todos los humanos.

El programa de los relatos es más simple. Aunque en la vida haya relatos y a veces predominen sobre todo lo que se ve o se oye, y aunque, por su parte, los relatos suelan ser pródigos en referencias a la vida, ésta siempre dispone de un exceso procedente del tiempo irreversible en el que está condenada a suceder. Es como si el tiempo fuese un viento generado por las mismas cosas que va arrastrando y repentinamente empiezan a caer sobre quienes no las esperaban.