6
ES como cuando alguien sumerge una pala de red de malla unos centímetros bajo la superficie del agua, levanta una magra cosecha de hojas, basuras y algún insecto muerto, alza la caña hasta que apunta al cielo y, haciéndola girar, lanza todo al vacío que no es un vacío sino un espacio de aire sometido a las ráfagas del viento urbano que se entuba entre casas y moles de cemento, impidiendo anticipar la trayectoria de algo inerte que flota o cae, o de lo que revive y se empeña en volar entre los remolinos de aire.
Como velámenes, los muros y las casas hacen su trabajo de resistencia derivando cualquier corriente hacia un destino que nadie tuvo previsto al construirlas ni al proyectarlas.
Así el relato. Esto es el relato. Cayeron dos personajes y de ellos quedarán solamente unas imágenes revoloteando: la forma mutante de una nube, una amalgama de pétalos azules, pequeñas formas como granulaciones de la piel en los puntos donde un vello invisible se erige estimulado por una corriente de agua fría y el fantasma de una mucosa húmeda y tibia dentro de la boca que modula una voz de mujer.
Debió quedar también la figuración de algo que alguien, en el fondo del vientre, pudo percibir como una urgencia que impulsa a uno y a otro a urgirse mutuamente.
Todos se urgían, así en la terraza como en todas las ciudades del mundo. Uno podría suponer que la concurrencia de aquel encuentro, igual que toda la humanidad, representa un conjunto casi infinito de átomos de urgencia. De ellos, unos pocos —muy pocos—, serían afortunadamente complementarios: el mozo urgido por atender al comensal que, con una seña, acaba de reclamar otra botella de agua mineral, la señora que agradece con su sonrisa al mariachi sonriente que le ha dedicado una canción, y poco más. Son casos tan infrecuentes que una mejor versión de la escena debería pasarlos por alto.
Del resto, casi no se puede entrar en detalle. En un instante, para medio centenar de personas que comen, beben y se bañan en la piscina sin preocuparse por la amenaza de tormenta, podrían suponerse millares de ínfimas urgencias chocando entre sí, como pequeñas partículas de incertidumbre que nunca llegarán a complementarse ni terminarán de satisfacerse.
El grueso de estas urgencias se dirige a personas. Se busca algo de alguien: obtener algo, aunque solo sea la confirmación de que se hizo todo lo posible y de la mejor manera posible para conseguirlo.
Una pequeña parte de las urgencias se dirige a las cosas. La arquitectura del lugar y la organización del evento están dispuestas para satisfacer la sed, el hambre y el deseo de zambullirse para refrescarse en la tarde agobiante. Junto a estas mínimas condiciones, también se han dispuesto musicalizaciones, un cronograma de servicios de show y de mesa y una eficiente división de funciones del personal, que garantiza al público que habitar un espacio apto para que todo el azar de las urgencias humanas se manifieste sólo en la mente de cada uno.
Así es el mundo. Las virtudes de la urgencia sexual proceden de la facilidad con que puede asimilársela a los procesos naturales y de la felicidad que a veces produce el sentimiento de ser, uno mismo, el escenario de la intervención de las fuerzas del cosmos.
Ahí salen dos. Van presa de una urgencia a la que les bastaría imaginar como un anuncio de fuerzas cósmicas entre sus cuerpos, o sus personas, para que se convierta en un inicio de felicidad. Después, se sabe, la felicidad recorrerá su ciclo desde la plenitud hasta el peor de los vacíos, pero el arte de vivir que inculca el mundo habilita para que cada fase se asuma como si representase lo único que puede suceder en la vida.
Este ya tenía el cheque. Los maldecía: podrían haberle pagado en efectivo esos seiscientos miserables dólares. El contrato pactaba que debía animar y coordinar el espectáculo entre las doce del mediodía y las seis de la tarde, pero pronto llovería, su trabajo se decretaría terminado, el lunes cobraría el cheque y en el curso de la semana habría olvidado todo.
Que lo eligieron por su perfil cultural, le habían dicho los del apart. Todo porque tenía ese programa de cable. Con el tiempo, pensaba, toda la cultura se reduciría a los programas culturales de cable, y lo que no aparezca en esos espacios podrá existir igual que siempre pero no ser algo que suceda en la cultura. Mientras tanto, las cosas siguen funcionando al revés: los productores de cada programa cultural todavía revisan la prensa para detectar lo que está sucediendo, y anda por las instituciones a la caza de novedades para mejorar su perfil. Lo mismo ocurría en los comienzos de la radio y la televisión: revolvían la prensa para determinar qué hacer con su programación y qué anunciar en sus espacios de noticias.
Ahora nadie ignoraba que la prensa vivía pendiente de la televisión y que cada año era mayor el espacio que destinaba a informar lo que va sucediendo en canales y estudios. El animador estaba convencido de que con la cultura sucediese lo mismo que con los noticieros y los programas de entretenimiento, y seguía fiel a su proyecto inicial. Se lo había dicho a su mujer: "ahora flaca, bajo perfil: prender un pucho y sentarse tranquilo a fumarlo por unos años porque el tiempo va a favor de lo que estamos haciendo. Es cuestión de paciencia..."
Ya se habían divorciado, pero ella seguía reconociendo que tuvo razón.
Cinco años atrás, a nadie se le habría ocurrido delegar en una figura cultural la animación del show de lanzamiento de un hotel caro, y este tipo de propuestas venían presentándose cada vez con mayor frecuencia.
Dos años atrás, tampoco él era una figura cultural. Había publicado dos novelas y aparecía firmando una crónica de los primeros años de la guerrilla en Sudamérica. Las novelas fueron muy comentadas en los suplementos culturales pero el público las desairó. Ahora los ejemplares amarilleaban en las mesas de saldos y algún día se daría ánimos para mandar a comprar todo, de modo de librarse de la sensación de que, cuando esporádicamente alguien elegía y compraba un librito suyo por dos pesos, lo hacía para burlarse de él o para documentar alguna intervención desdeñosa en su propio programa.
Algo faltaba en esos libros y él, que lo advertía y hasta lo reconocía entre sus amigos escritores, no terminaba de definir qué era, y, sin embargo, estaba seguro de que cuando escribiese su tercer novela sucedería lo mismo. La crónica guerrillera fue virtualmente un éxito.
Había agotado las dos primeras ediciones y se estaba traduciendo al inglés y al francés, todo gracias a que fue comentada en las secciones de política y actualidad y a pesar de que la mayoría de críticas eran hostiles, se ensañaban con unas pocas inexactitudes y lo calificaban de best seller oportunista.
Alguien difundió que el libro había sido compuesto por un equipo de ignotos estudiantes de periodismo, que, contratados por la editorial, ni llegaron a verle la cara al supuesto autor. Mientras los mariachis interpretaban su último número, el animador recordaba sus temores de aquellos días en los que llegó a creer que desenmascararlo como falso autor equivalía a una acusación de plagio. Estaba equivocado: hasta para sus amigos escritores, que se debatían bajo el terror de las influencias y abominaban de los plagios, el hecho de tener éxito sin sacrificio alguno resultaba una virtud comparable a los mayores logros artísticos. Ahora, entre sus íntimos, exageraba diciendo que se había limitado a diseñar el índice y a inventar el título y, que estaba pensando un nuevo título y un índice para una obra complementaria que trataría sobre las fuerzas armadas o sobre la vida de los civiles indiferentes por los mismos años historiados en su best seller.
Probablemente jamás escribiría ese libro. Pero de algo estaba seguro y se lo había dicho a su mujer en los días del divorcio. Ella le había gritado que era "un trucho, un farsante, un falso escritor..." y, al verla completamente imbecilizada y animalizada por el odio sintió un alivio y le dijo que gracias a Dios era tal como ella decía, puesto que si creyesen que el libro y sus artículos en el diario los había escrito él, los del canal no le habrían dado el espacio ni los privilegios que garantizaban el éxito de su programa.
Pasado un año seguía sintiendo el mismo alivio, solo interrumpido, a veces, cuando sospechaba que ella podía estar acostándose con algún escritor joven, fracasado. No eran celos. Lo sentía como un temor supersticioso a recibir un daño, y no valía la pena negarlo: hacía un tiempo que se sucedían acontecimientos que confirmaban el acierto de su creencia.
Algunos piensan que la envidia irradia un factor mágico que perjudica a las personas que toma por objeto. No era su caso, pero creía en lo que llamaba "las ondas".
En el canal y en el estudio, todos hablaban de buenas y malas ondas, o se oía decir que con tal o cual cosa o persona había o no había onda. Sexualmente su ex mujer no le interesaba: ahora diría que no tenían más onda.
Más aún, preferiría que tuviese lo que ella llamaba una relación plena con un hombre. Alguna vez imaginó que en las semanas siguientes a la separación ella vivía un romance con el arquitecto que estaba refaccionando el piso de sus suegros. Era probable, y tenía muchas evidencias de que el tipo se interesaba en ella. Entre las mujeres de su ámbito tenía fama de ser un amante infatigable, al que una llamaba "el diez puntos", y otra "seis polvos".
Pensar que ella se acostaba con ese tipo, al que suponía dotado de un pene de grandes proporciones, lo dejaba indiferente: era un play boy de clase media que seducía sólo por su narcisismo, y, en compensación, vivía seducido por las mujeres mayores que él, con dinero y con algún tipo de arraigo en el mundo de la cultura o de la prensa.
Su ex mujer administraba un bar que tenía un anexo de librería y una pequeña sala de exposiciones en la planta baja de la fundación Delta.
Su suegro siempre aparecía como jurado de concursos y en las comisiones asesoras de los proyectos culturales del gobierno. Era bastante para un arquitecto ocupado de la refacción de casas.
Una tarde la vio salir del estacionamiento de la fundación con ese hombre y se convenció que irían a pasar la noche juntos. No le importó y eso probaba que no sentía celos.
En cambio lo inquietaba atribuirle aventuras con cualquiera de esos poetas jóvenes que perdían las horas mirando libros en el bar, revisando solapas para ponerse al día o consultando precios como pretexto para hablar con ella. No era por la edad: serían más jóvenes que ellos, pero tampoco el arquitecto debía tener más de treinta, y aunque a ella le gustaran los jóvenes y hasta de poco más de veinte años, si los aceptaba o, directamente, los seducía, no era buscando un desenlace sexual que difícilmente podría satisfacerla, sino para dar lugar a esos diálogos íntimos que suceden al sexo y en los que se aprontaría a corroborar la imagen negativa del ex—marido entre los resentidos por el fracaso.
Odio, sentía. Saber que ninguno de esos muchachos llegaría a conseguir la menor notoriedad en la cultura no lo calmaba. Por el contrario: acentuaba una rabia que no podía discriminar si se dirigía a ella o al pobre proyecto de intelectual fracasado.
Pero parecería que odiar no daña a los demás. Por el contrario, el odio termina confirmándoles lo que son porque eligieron serlo y, de ese modo, funciona como una influencia positiva en el ánimo. Es todo lo contrario de la envidia. Las ondas maléficas de la envidia no proceden del envidioso ni de la mujer resentida que estimuló su insidia. Están en uno, allí en la parte de uno mismo que descubre en el mundo focos de negación de lo que es y de lo que elige ser.
Que esto suceda desde siempre, y no solo en las sociedades sometidas a democracia, prueba que no es que el alma o la mente escruten a un padrón de individuos para tabular su prestigio o su popularidad. ¿Qué es?
Tal vez sea el reconocimiento de la existencia de algo —¿una forma de amor?— que entre algunas personas define su bienestar por oposición a otro que parece tenerlo inmerecidamente.
—¿Qué es el amor? —se preguntaba también el animador por otros motivos. Faltaban minutos para anunciar el brindis, pronto empezaría a llover, y la pareja que venía siguiendo con la vista desde la tarima del show acababa de salir hacia los ascensores, llevándose sus bolsos pero sin pasar por los vestuarios a cambiarse. La chica caminaba con largos pasos y movimientos de animal joven. El tipo era muy parecido al arquitecto de su ex mujer: al llegar, lo había identificado como parte de la custodia de la Cementera, y después estuvo preguntándose por qué se había quedado en la reunión.
Ahora entendía: habría resuelto quedarse interesado en esa chica: querría rondarla, nadar con ella y hablarle señalando el cielo y los edificios vecinos, que fue lo único que le vio hacer desde el momento en que la comitiva de su jefa se retiró del apart.
Al parecer, por la manera de partir tomándola del hombro y poniéndole una mano en el pecho, justo en el borde del corpiño de la bikini, había conseguido su objetivo, y, de alguna manera, se mostraba orgulloso tal como habría hecho el arquitecto. También en esto se parecían.
Físicamente cualquiera podría haberlos confundido: solo los diferenciaba el corte de pelo policial de este en contraste con la melenita de soñador que usaba el otro: sus pelos castaños, quizás aclarados con alguna loción, siempre estaban volando sobre sus hombros a merced de su hábito de volver bruscamente la cabeza hacia un lado cada vez que conseguía completar una frase agradable.
Se oyó un trueno y todavía no tenía resuelto cómo convendría anunciar el brindis. Si estuviese lloviendo todos emprenderían la retirada y también él estaría yéndose con su cheque de seiscientos. Si hubiera empezado a llover unos minutos antes ya se habría ido y habría visto a la chica del custodio caminando igual, como en puntas de pie, pero chorreando lluvia desde sus empeines, como cuando la descubrió por primera vez saliendo de la pileta.
Le había preguntado a un socio del apart si era una del servicio de acompañantes y le habían dicho que no: era una amiga de las de la agencia de prensa que a veces solía ayudarlas. Nadie sabía su nombre.