9
HACÍA casi un año que no lloraba. Recordaba la fecha: fue un cinco de abril. Hablaban por teléfono y algo había dicho su amiga, —cualquier cosa, algo sin mayor importancia— que le provocó una especie de sacudón que la hizo llorar.
Primero aparecieron las lágrimas y al notar que se le había nublado la vista y que unas lágrimas empezaban a bajarle por los párpados y le mojaban la cara, sintió ganas de llorar y más sacudones en el vientre.
Igual que ahora. Si abría la boca para respirar mejor le brotaba una voz de llanto, unas vocales, la "a", la "u", la "i" y una mezcla de sonidos "is", "os" y "ués" que debían sonar como un llanto fingido.
Es fácil fingir un llanto, pero no es posible que una simule tantas lágrimas como para mojarle totalmente la cara, el pelo y el cuello al tipo.
"Tus lágrimas! Tus lágrimas! ¡Tus laaágrimas!" había gritado él y esas frases y la manera de entornar los ojos mientras gritaba terminando, le daban el aspecto de un poeta loco.
¿Cómo ser un poeta loco?, se preguntaba ella y darse cuenta de que había llegado a pensar que el tipo se parecía a una imagen que era imposible definir, en lugar de causarle gracia le daba más ganas de llorar, cuando ya sentía que eso había terminado.
"Acabé mil veces...", dijo llorando y sintiendo ganas de reír. "Pero mentira... Miento", repetía y aclaraba: "mil veces no, pero diez por lo menos sí... ¡Nunca me pasó así!".
Él ni habló. Seguía jadeando, pero se había tendido hacia un lado como si quisiera dormir. Con los ojos cerrados y apoyando parte de su peso sobre el brazo que le cruzaba el pecho, le besaba la cara y le lamía los ojos y las lágrimas, exagerando el ruido que produciría al sorbérselas.
Sentía la fuerza del codo del tipo apretando su pecho izquierdo y hasta dolor allí, pero no era un dolor malo y se mezclaba con la sensación de llorar y con el asombro por todo lo que había sentido.
"Nunca antes me había sentido mujer...", dijo con voz ahogada y prefiriendo que él no terminase de oírla. Respiró, suspiró, volvió a sollozar o semillorar y después, como para evitar que se durmiera, o como para anunciar que iniciaría una conversación, le apretó el brazo diciendo "Te debo resultar una boluda..."
Él no respondió, volvió a besarle un párpado, la nariz y las mejillas y al fin apoyó los labios contra los suyos llenándole la boca con una saliva que, en efecto, tenía sabor a lágrimas. Quiso apretarle más el brazo, y producirle un dolor como el que había sentido en el pecho, pero era inútil: tocándolo, era imposible distinguir la materia de los músculos tensos de la dureza de sus largos huesos. Eso acentuó sus ganas de llorar y besarlo. Lo besó, y después le habló con los labios mojados contra una oreja. Le dijo "largos huesos", y la sorprendió oírse diciendo primero "largos", seguido de "huesos", exactamente al revés de la manera debida, o, al menos, a la inversa de su manera natural de hablar.
Pero él, mientras entraban al departamento que había alquilado para la tarde de aquel domingo, le había dicho algo sobre su estatura. Era alto: muy alto, más alto que ella, y para explicarle que saliendo de la pileta le había encantado que fuese tan alta, le había comentado algo sobre sus "altos hombros".
Por eso, al decirle "largos huesos" se le ocurrió pensar que ese tipo tenía algo contagioso. No hacía dos horas que lo había conocido y tenía la impresión de que estaba empezando a imitarle la manera de hablar. Hasta el acento y el tono de la voz se le empezaban a contagiar y se le notarían más si no fuese por las lágrimas y por los sacudones que provocaba el llanto.
"Tenés acento uruguayo" le dijo, pero tentada de decirle que había oído en su voz "un uruguayo acento". En realidad quería escucharlo repitiendo la frase sobre sus altos hombros, pero el tipo seguía sin hablar: la acariciaba. Es odioso el abandono de los hombres después del sexo, pero éste, que debía estar a punto de dormirse, había puesto toda la lasitud en su voluntad de hablar, o en la obstinación de no responder. En cambio la boca, que reiteraba breves besos afectuosos, y las manos que le acariciaban la cintura y las piernas, actuaban como las de quien intenta iniciar el amor con una mujer reticente que debe ser conquistada con mimos.
Sentía las caricias y recordaba las manos, que bajo el sol, o haciendo esfuerzos en el agua para desviar el chorro helado de los surtidores de la pileta, se destacaban por el contraste entre el blanco de hielo de las uñas, y el broncíneo de una piel tensa.
Desde el comienzo, en la terraza, había pensado que las manos del tipo eran como fotos retocadas de manos, y que las uñas no eran pintadas, sino como dibujadas e incrustadas de nácar. Sintiéndose recorrida por esa materia mineral y humana a la vez, se representó las manos de su marido. Cuadradas, planas, de uñas rosadas y chatas: por fortuna sus hijos no habían heredado esas manos. Tal vez, con la edad, el varón fuese adquiriendo la forma y la tonalidad de la piel de este tipo. Ojalá, anheló, sintiendo que empezaba a desear que volviera a penetrarla. "Debés pensar que soy una boluda" dijo, y le volvió el sacudón de llanto. Por fin volvió a hablar él: le preguntó por qué lloraba. "Por que sí", dijo ella y sintió que había dejado de acariciarle la cadera, "Se puede llorar por muchas cosas", agregó. "Sí" dijo él, "pero yo nunca lloro". "Yo tampoco... Yo hacía un año que no me acuerdo de haber llorado..." "Yo creo que desde los doce... ¿Cuántos tenés vos?" "Adiviná vos", le dijo segura de que acertaría, pero le dijo "veintitrés" y ella, aún llorando, sintió el impulso de reír mientras decía "Cuatro más: veintisiete", y aprovechó para decirle, repitiendo: "veintisiete y dos hijos". "¿Hijos? —parecía sorprendido— ¡Y yo cuando te vi en la terraza calculé que no tenías más de veinte..!" Se había arrodillado sobre la cama y decía que después, cuando estaban acostados, había calculado que podía tener algunos años más y que hasta podía ser casada: "¡Casadita! ¡Y con hijos!", dijo, riéndose, y preguntó "¿Y el padre?". "Salió con ellos, fueron a lo de mi suegra: no banco ir a lo de mis suegros..." de esa manera pensó que no necesitaría aclararle que no era divorciada, ni separada. Acertó. Él seguía preguntando: "¡Y mañana, seguro que le vas a contar todo lo de hoy... ¿O no?" "Quien sabe no", respondió. Habían pasado las ganas de llorar. "Ahora tengo hambre...", dijo él y tomó el teléfono.
Después, desde el baño, oyó que gritaba: "Me dio ganas de comer sushi.. ¿Te gusta la comida japonesa..?" Gritó que sí, aunque no sentía hambre. Escuchó que hacía un pedido por teléfono: le pareció extraño que un domingo de tanto calor un restaurant japonés entregase comida a domicilio.
"Tenés acento uruguayo... Recién cuando te contestaba sentí que me lo habías pegado." "Nunca me lo dijeron.. Tengo acento de provincia porque en diciembre estuve en el sur, en Bahía. Cada vez que vuelvo, vuelvo con el acento... Después, al tiempo, se me pasa. Pero... ¿Por qué llorabas..?"
Ella dudó, tentada de decirle que había llorado de felicidad. Le parecía estúpido, aunque por momentos, sentía que era verdad. "Felicidad orgánica", estuvo a punto de decir, y también le resultaba estúpido y, al mismo tiempo, o por eso mismo, verdadero. Pefirió decirle "No sé: fue algo que sentí, algo muy lindo que sentí..." "¿Cuándo?" preguntaba él y ella dijo: "¿Cómo preguntás cuándo, tonto..? ¡Mientras me cojías sentía eso..! Era una sensación. Algo adentro, algo que me tocaba, adentro, mientras..." "El punto G. ¡El famoso punto G.!", dijo él extendiendo el índice y el mayor de su derecha, como disponiendo la mano para realizar un examen ginecológico. Ella le tomó los dedos con la izquierda y los mantuvo apretados en el puño. También allí, la piel y los músculos de la palma eran tensos, como compuestos por la materia ósea de las falanges y la muñeca. Le dijo: "No, boludo, el punto G. es para delante, y yo sentía algo arriba, en el fondo, adentro..."
Después pensó que no debía haberlo dicho: éste —imaginó— se va a pensar que creo que la tiene muy larga. Pero es cierto: no es que la tenga más grande o más larga, es que te lo hace sentir, o te lo hace creer... Debe ser por el cuerpo tan duro. Practicará algún deporte, con bastante dedicación. No parece la clase de tipo dispuesto a mirarse en los espejos de un gimnasio. Tendría que preguntárselo, pero no era el momento: si mostrara curiosidad por su cuerpo, el tipo se envanecería aún más. Le preguntó: "¿De qué trabajás?" Parecía bromear al responderle que era electricista. "Soy electricista...", dijo, mostrando una sonrisa estúpida. Tal vez fuera un poco estúpido: hasta ese momento lo había oído bromear y lo había visto —y sentido— hacer cosas, pero no le había escuchado ninguna frase inteligente. ¿Sería electricista? "No te lo creo", le dijo. "Mejor", contestó él y estiró una pierna, y enganchando con el empeine de un pie las manijas de su bolso lo alzó y trazó un arco a lo alto con la pierna, hasta dejarlo apoyado sobre la cama.
Dentro de bolso había cables, pinzas, y unos probadores de corriente con diales e indicadores. "¿Me creés ahora?", se burló él. Rato después cuando habían comenzado a oírse los truenos y estaban terminando el almuerzo improvisado sobre la cama, volvió a preguntarle si le creía. Ella dijo que sí, pero que igual seguía pensando que los electricistas no comían sushi y el le respondió riendo que había estudiado electricidad en el Japón. Era la primer frase inteligente que le escuchaba: sin duda, se trataba de un chiste. Después, bromeando, él le mostró que sabía comer arroz con palitos, manipulándolos simultáneamente y a la misma velocidad con ambas manos. "¿Me creés ahora que estudié en el Japón?", seguía burlándose y ella mintió que sí antes de preguntar: "Y a coger comiendo... ¿Dónde estudiaste? ¿También en el Japón?" El no respondió: miró hacia el techo haciéndole pensar que buscaba, sin resultado, alguna frase original para seguir con aquel tono. Ella preguntó: "Te pregunté ¿dónde te enseñaron a comer cogiendo..?" "En un apart hotel de Kyoto" le respondió, mientras volvía a montarse sobre sus piernas, y apretándolas entre sus rodillas empezó a fingir que creía haberla penetrado como si la piel interna de los muslos fuese una continuidad de la vagina.
Advirtió que rápidamente recobraba su dureza —"largo hueso", pensó— y lo dejó hacer participando en ese juego con breves movimientos de cintura. Daba igual: volvía el mismo placer que sintió las dos veces que la había penetrado a fondo. Sintió una fuerte vibración: era un trueno interminable. Sonaba el cristal de la ventana golpeado por la lluvia, tal vez por piedras de granizo. Pensó en piedras de granizo, blancas como esas uñas y duras como ese cuerpo imaginado y sentido encima suyo. Sintió un vacío helado en la vagina pero no era el deseo de que la penetrara: era un vacío satisfecho, puro placer. Arriba, él se curvaba sintiendo o fingiendo un placer idéntico. Quería mirarlo y a la vez cerrar los ojos y verlo con los ojos cerrados. En ese momento se silenciaron los acondicionadores de aire y se apagaron las luces del velador y la del baño, que desde hacía un rato venía supliendo a las de las ventanas oscurecidas por la tormenta. Ahora va a empezar el calor, pensó y tuvo ganas de gritarle "puto" o "hijo de puta" pero se le ocurrió que si empezaba a decirle todo lo que se cruzara por la cabeza se le repetiría el ataque de llanto. Esta vez no quería llorar, aunque no le importara dar impresión de ser una boluda.
Se había dormido pensando en esas manos pero talladas en hielo. Puede ser un estúpido, pero tenía razón acerca de esa nube que le había parecido un dedo. Él decía haberle visto un halo de colores y que eso indicaba que pronto vendría la tormenta. Ahora estaba lloviendo. Nunca había oído llover tan fuerte y hacía casi un año que no había vuelto a llorar. Aquella vez había sido un cinco de abril: el día del cumpleaños de su amiga. Le había telefoneado para saludarla. La gente llama a eso "felicitar" porque saluda diciendo "feliz cumpleaños". Pero "felicitar" no es eso. Se felicita cuando alguien consiguió algo que lo hizo feliz, no para desear que alguien se vuelva feliz sólo porque que una lo esté saludando. Felicitar suena a "incitar". La cara de este tipo incita. La nariz y las manos incitan. Lo que hace feliz a quien recibe un llamado de cumpleaños es confirmar que lo recordaron, o que recordaron su fecha. Pero aquella vez no había llorado por el cumpleaños ni por la felicidad de su amiga, sino porque le contó que cumplía veintiséis y que acababa de darse cuenta de que estaba enamorada de un señor italiano que conoció en Cancún, en México. Había oído la frase "un señor italiano", y eso, inexplicablemente, la hizo llorar. Y si casi entre sueños pensara que esa tarde un señor argentino la había hecho feliz, le volverían las ganas de llorar y lloraría y entonces ya no podría dormirse. Las manos del tipo son de un hielo recalentado por el sol, que, entre las nubes, arde todo pero no se funde. Las uñas son de cristal blanco. No puede ser electricista: tiene las uñas como limadas con mucha dedicación y las yemas de los dedos parecen pulidas con piedra pómez. Si no fuese por tanta fuerza y tanta dureza en la piel y los músculos, serían manos de guitarrista, o de pianista o violinista. Pero con tanta fuerza no. ¿Habrá un instrumento que requiera el mismo cuidado y tanta prolijidad en las manos que al mismo tiempo necesite toda esa fuerza? La fuerza es una espuma blanca de hielo que corre por el cuerpo de un gigante transparente que es él y se derrama en la piscina cambiando el color y la temperatura del agua: la enfría hasta que por donde circula la corriente todo hierve como hielo seco. Ahora se siente más el calor y el ruido del granizo o de las gotas contra las ventanas es igual a la vibración del hidro de la pileta, en la terraza, arriba. El cielo oscuro, cargado de nubes color azul noche de terciopelo con manchas blancas deja pasar igual todo el ardor del sol. Y a él ahora no se le siente olor a agua clorada de la pileta. Huele a hombre, a remera de tenis sudada y a mezcla de hombre y mujer. La amiga, como vuelve a cumplir años, puede entrar al apart en ropa de cama y sin invitación. Camina en puntas de pie, viene de hacer el amor con un señor italiano y se detiene en el borde de la cama a mirarlos dormir mientras mueve las manos como para hipnotizarlos. Hace pases con las palmas y por eso ellos deben respirar al ritmo que ella va ordenando. Pasa la manos cerca de su espalda y le enfrenta las palmas blanquísimas contra la cara. Las manos son dos espejos hechos de palmas y dedos. Respira su olor. Las manos de la amiga emiten un olor fuertísimo a concha. Y el olor se mezcla con los olores a cable y a hombre de este electricista y la fusión de olores termina produciendo olor a lágrimas. Siente la piel y el hueso del hombro de él, del hombro del hombre, contra su cara y olor a hombre y concha alrededor de la cara y de la nariz. Ahora ya puede empezar a soñar que él le pellizca las tetas con los palitos del arroz y las va transformando en botones de ropa, pero luminosos. Por eso adentro se le forman cables, justo allí, en el fondo de la vagina arden los cables, como si el electricista le hubiese eyaculado ácido de baterías de radio. Transpira ácidos de baterías de radio por la axila, pero llueve menos y ya terminó el viento que irradiaban las manos del tipo de carne dura y hielo.
La Historia también duerme. A diferencia de cualquier personaje, sobre el ensueño y los sueños de la Historia es imposible fabular. Los sueños y los ensueños repiten, alterándolos caprichosamente, los acontecimientos vividos y los deseados: retroceden o se anticipan en el tiempo. La Historia no: puro tiempo que se precipita sobre el espacio de las personas, no puede adelantarse ni retrasarse ni comportarse como si fuese una persona que juega o que se representa que hace algo. Como quien apuesta a suicidarse cargando una bala al azar en alguno de los seis alvéolos del tambor de un viejo Smith & Wesson, la Historia, si juega, juega con absoluta seriedad. Los juegos de la Historia no son juegos, aunque siempre se los pueda entender como jugadas hechas con los juegos y los entrejuegos de las personas. Uno —un varón—, dijo que todas las mujeres infieles eran él mismo. "Son yo", decía. No es que jugara a identificarse con sus personajes, ni que juzgara a imagen y semejanza de sí mismo a su personaje femenino que era casi un insecto, quizás bella, pero no muy distinta a cualquier previsible juguete de su especie. Así la creó y la creyó él, que mientras tanto se creería una suerte de culminación del desarrollo del espíritu humano, no un bicho más. Esa mujer era él —soy yo—, porque, igual que nosotros, cedía fantasiosamente al juego de un relato social. Están los cuerpos, el agua fría de la piscina, el calor de un mediodía de verano, las nubes como brotando del pasado para convertirse en un futuro de tormenta, los insectos que se entregan vitalmente al capricho del viento y van con él o ceden a la fuerza electromagnética de la tensión superficial del agua hasta parecer muertos, y están los humanos que adoptan apariencias de atletas, electricistas o poetas divagantes a la espera de alguien que pueda hacer un relato a la altura de su necesidad con ellos y con la imagen de sus manos acicaladas y cultivadas por la pasión de gustar. De modo que sería tan fácil atribuir ese encuentro de pareja a la frivolidad de la mujer infiel, como a un supuesto llamado de la especie, a lo que suele llamarse "cuestiones de piel" o al hedonismo que proclama la legitimidad del placer, ocultando que sólo es un aspecto del sufrimiento sabiamente administrado por la ciudad capitalista. Pero nada de esto importa a la Historia, pese a que se compone de este tipo justo de acontecimientos. La Historia es como aquel viento integrado por infinitas partículas de atmósfera que va arrastrando y al mismo tiempo lo generan. La Historia arrastra infinitas historias microscópicas sin atender a nada y sin pretender nada de sus desenlaces. A su manera acontece la Historia. Pero no es un relato y a pesar de tanto esfuerzo humano, sigue ahí, imponiéndose sin contar nada y sin contar con nada. Y sin fábula ni moraleja alguna, salvo ese "nada que decir" que su silencio siempre está proclamando.
Antes de quedar dormida ella recordó que la frase "señor italiano" la había llevado a imaginar a un hombre mayor, con grandes bigotes blancos, vestido con un traje a rayas de Giorgio Armani. Llamar señor a un tipo con quien tuviesen una aventura, no era la manera de hablar entre ellas. Que dijese estar enamorada de un señor le hacía pensar en su amiga posando para una postal del tiempo de los abuelos. Y pensar esto que nadie tomaría como un motivo para llorar, lo convertía, por eso mismo, en un motivo para llorar. Soñaba que unos hombres de traje amarillo entraban al departamento y los obligaban a vestirse. Su compañero protestaba, diciendo a que a ella la dejasen así, desnuda, en la cama: debía hacerlo para jactarse de ser su dueño. Pero él también se ponía una casaca amarilla y forcejeaba tratando de calzarse uno de esos shorts a rayas que regalaban en el apart. Le tomó un brazo, la sacudió diciendo que despertase y lo esperara porque debía salir con los bomberos. Despertó sobresaltada. Hacía calor, pero no había señales de incendio. Los tipos de amarillo ahora existían: debían ser bomberos de verdad que habían salido del sueño e iban y venían por el departamento. Uno de ellos, las veces que pasó, se demoró en el marco de la puerta para mirarla. "Un baboso: pasa y vuelve a pasar porque quiere mirarme las tetas", pensó. Tendría que bañarse, pero empezó a vestirse apurada, tratando de encontrar su ropa en la semioscuridad. Llovía menos y el cielo seguía oscuro como si estuviese anocheciendo, aunque el cronómetro que él había dejado junto a la cama indicaba las cinco de la tarde. Había dormido apenas media hora y ya podía olvidarse del sexo. O empezar todo otra vez, si el tipo volviera. Había dejado el bolso con sus cables, el reloj y alguna ropa tirada por allí. En el bolso guardaba una caja con seis preservativos, rollos de cintas adhesivas, herramientas de relojería mezcladas con plaquetas electrónicas, envoltorios de plástico con partes de radios o de computadoras y una pistola pequeña: una especie de arma de guerra pero reducida a la escala de un chico de diez años. La pistola parecía peligrosa: a cada lado de la empuñadura tenía grabada una letra doblevé con alitas. La boca del cañón mediría poco más de medio centímetro de ancho. Cargaría pequeñas balas para defensa personal. ¿Por qué la llevaría entre las herramientas? Quizás fue por influencia de la pistola, pero sintió miedo cuando se repitieron unos gritos: latía fuerte el pecho y la garganta y la boca se habían secado de repente. Pasaba gente taconeando por el pasillo y se oían golpes de saltos por la escalera de emergencia y voces de hombres dando órdenes a los que entraban o salían de ese piso, el décimo del apart. Creyó reconocer la voz de él ordenando "¡Dale! ¡Dale!", pero sin acento uruguayo. ¿Sería él mismo? Temía salir del departamento, pero la curiosidad por lo que estaba sucediendo era mas fuerte. Buscó su bolso, se prometió no olvidar nada en ese sitio al que nunca volvería, y, en la semipenumbra, miró bajo la cama y sobre cada uno de los muebles de la habitación. Envolvió los restos de comida y tomó los palitos de arroz que habían usado y enrollándolos en una servilleta de papel, los guardó en la cartera de su celular, dentro del bolso. No encontró la llave del departamento pero la puerta estaba abierta. La escalera estaba apenas iluminada por los reflectores de emergencia de un piso bajo y una luz amarillenta se difundía por el hueco del tubo que formaban las curvas del pasamanos. Si hubiera tenido un lápiz o un marcador le habría escrito "chau!" en una servilleta y la habría plegado para dejarla en el disparador de la pistola. Pero tal vez lo encontrara en algún piso bajo, desde donde venían más gritos y vozarrones, o en la recepción del edificio, donde imaginó que habría gente y, entre ellos, alguien dispuesto a explicarle qué estaba sucediendo. Antes de llegar se cruzó con tres hombres de amarillo que subían cargando un generador de electricidad: ninguno era él. Abajo había bomberos vestidos con ropa negra y botas altas, policías y otros dos hombres de amarillo. Nadie le habló ni la detuvo. Llovía, pero un domingo no sería difícil encontrar taxis por esa zona. Respiró aliviada bajo la lluvia. Cuando finalmente abordó un Peugeot tenía la remera y toda la pierna derecha del jean empapadas.
Pasó el momento de elegir. Había que optar entre detenerse en el estado de una remera, de un mechón de pelo, de la pierna izquierda o derecha de un pantalón o dar paso a la voz del chofer de un taxímetro, y traer con ella una referencia a las noticias de la tarde que probablemente estar sintonizando.
O poner en su voz un comentario sobre el mercado de viajes: en esos tiempos los choferes solían iniciar el di logo con los pasajeros comentando la baja demanda de sus servicios. Era algo lógico para los primeros fines de semana del año porque el público que compone la clientela de los taxis sale de vacaciones durante los meses de verano. Con una referencia obvia al mercado, resulta fácil —como se dice— "romper el hielo", ese blindaje de incomunicación que distancia a clientes y choferes. A lo largo de días y semanas, o a través de una vida, cada chofer perfecciona su estrategia para dialogar con los pasajeros. Es frecuente que un varón interpele a su pasajera sin más finalidad que explorar si vale la pena cifrarse alguna expectativa sexual, pero, en tiempos de escasa demanda de taxis, es más probable que la necesidad de "romper el hielo" con pasajeros y hasta con pasajeras, obedezca a un mero deseo de hablar. Los choferes pasan horas a la espera de un viaje, y nadie en su sano juicio tolera semejantes intervalos de tiempo sin hablar. Independientemente de tanto que se atribuye a la necesidad humana de comunicación hay casi un requerimiento orgánico de hablar. En estos animales superiores, hablar, silbar, zumbar y canturrear han terminado integrándose a la función respiratoria. Los entrenadores deportivos lo saben: si bien hablar es un gasto de energía que distrae a sus pupilos, en los comienzos de la preparación física y hasta que los iniciados dominan lo que llaman el "manejo del ciclo aeróbico", quienes hablan en el curso de las marchas o del trote toleran mejor los síntomas de fatiga, que, a la vez, mientras se habla, demoran más en manifestarse. Es natural: hablar exige una administración ordenada del flujo respiratorio y ese aliento contenido para el diálogo actúa como una verdadera reserva de aire y queda disponible para el aficionado que aún no ha adquirido las tácticas de alto rendimiento.
Algo semejante ocurre con el hábito de escribir, aunque en muchos aspectos se lo pueda interpretar como todo lo contrario del diálogo. Escribir también demanda una reserva de algo que, si bien no es aire, también puede ser indispensable para alguna de las funciones de los humanos.
—¿Qué ser ...?
No se puede saber, pero, como siempre, estas cosas que no se pueden saber son las únicas que vale la pena saber.
Claro que la curiosidad del pasajero se activa cuando oye:
—¡Estoy arriba del auto desde las seis de la mañana..! ¿Sabe cuántos viajes hice hasta ahora..?
Dos, tres, siete, veintiuno: la gente apuesta a cualquier número, así en un taxi como en cualquier juego de azar. Pero en este caso, el pasajero que acepta la invitación al diálogo suele responder con la fórmula "No: ¿Cuántos..?" o con alguna otra que confirme al chofer que logró su meta, que no era despertar curiosidad, ni manifestar su curiosidad por saber cuánto sabe su pasajero sobre el mercado de viajes, sino entablar un diálogo. ¿Para qué? No hay chofer ni pasajero de taxi alguno del universo interesado por saberlo. Tampoco vale la pena preguntar: cualquiera puede responder cualquier cosa. Uno puede abordar un taxi y preguntar directamente al del volante:
—Tengo una curiosidad: seguro que usted sabe... ¿Por qué ser que, últimamente, cada vez que tomo un taxi la mayoría de los choferes dice algo o pregunta algo nada más que para sacar un tema de conversación..?
Alguno se pondrá a explicar que no es un hábito que haya comenzado últimamente porque siempre sucedió igual. Otros responderán que lo hacen para conversar, dato que ya venía anunciado en la misma pregunta. También se escucharán alusiones al temor a robos y actos vandálicos: al parecer, hay choferes convencidos de que, conversando, podrán anticipar cuál ser el pasajero que hacia el final del viaje lo amenazará con un puñal, una granada o un revólver para robarle. En tal caso, el ladrón podrá quitarles algo, pero les dejará el recuerdo de su voz. En general, parece que hasta último momento los asaltantes de taxímetros se comportan como pasajeros normales, cordiales. Y no sería improbable que quien aborda un taxi en plan de robar, exagere normalidad y cordialidad hasta mimetizarse con la imagen de un pasajero ideal, cordial, normal, propenso a dejar una propina. Pero nada se puede saber sobre los planes de un desconocido, o, según se dice, sobre lo que cada anónimo viajero "tiene en mente".
Sin duda, todo el que aborda un taxi tendrá algo en la mente y también puede darse por descontado, que, aunque haya subido sólo para apropiarse de la magra recaudación del turno, cada cliente tiene una reserva de dinero para afrontar el pago de su viaje, que tiene una reserva de aire para mantener un di logo normal, y que también tiene lo que suele llamarse "sus reservas": cosas, datos, sentimientos y opiniones que solo manifestaría en casos muy especiales o en situaciones que pocas veces se producirán en el curso de un viaje por la ciudad.
Es lo contrario de narrar. Bajo la apariencia de tender a un destino, el relato pretende —o requiere— dar con esas situaciones donde lo que normalmente habría que mantener en reserva se manifieste.
Y no para darlo a conocer sino para darse una oportunidad de conocerlo.
Se oyen a menudo las frases "no era eso lo que quise decir" y "no sé bien lo que quiero decir" y escuchando a la gente y hurgando entre sus diálogos queda la sensación de que sería imposible determinar si el que habló dijo lo que quería decir, si dijo más o menos de lo que intentaba decir, y si, en cualquier caso, supo alguna vez lo que querría haber dicho y lo que estuvo diciendo durante toda su vida.
Hay momentos en los que toda una biografía puede resumirse en una escena. Entra un actor secundario, dice su frase, alguien lo oye, y por un efecto de iluminación la escena desaparece y en continuidad con ella la obra da lugar a otro acontecimiento, igualmente caprichoso, pero que distrae al público con la ilusión de que es, también, algo definitivo. Habría momentos en los que toda la trama de biografías que puedan imaginarse en el mundo parecer reducirse a un vago tul, una red en la que cada ángulo anudado a otro sería el instante en que cada uno formuló la frase única que representa todo lo que no llegó a decir y que era todo lo que estuvo tratando de decir en su vida. Si hubiese tal momento, se escucharía un unísono coral vociferando la misma frase: "soy yo". Todo lo que todos pudieron decir estaría contenido en ella y en su apariencia de ser tan verdadera como si hubiesen cantado la frase "yo quiero".
Pero no hay coro. Desde el coro escolar y barrial de aficionados hasta los elencos estables de las grandes salas de ópera y conciertos, los coros son construcciones arbitrarias, circunscriptas a un lugar y a un período estipulado en los contratos. El coro de todos los humanos aún no se ha concertado, aunque algunos lo hayan imaginado a semejanza del infierno o del fin del mundo. De eso hablaban. Que con una lluvia así la ciudad se convertía en un infierno, había dicho el chofer, y que esa tormenta parecía el fin del mundo. Él había tenido la suerte de refugiarse en una estación de servicio techada. Justo tenía que cargar gas cuando empezó la tormenta y en la larga cola, los que terminaban de cargar combustible se resistían a dar paso al siguiente auto para que el granizo no arruinase la pintura del suyo. Por eso el lugar techado también se convirtió en un infierno de bocinas y protestas. Después hubo un rato sin radio: todas las emisoras se habían silenciado justo cuando los taxistas querían escuchar informes sobre las zonas inundadas. Estaba seguro que Barracas, Belgrano y Paternal estaban inundadas. Antes, decía, los choferes esperaban la lluvia porque con mal tiempo siempre se encuentra más gente dispuesta a viajar. Pero ahora nadie quiere lluvia porque la ciudad se inunda cada vez más y no hay manera de llegar al lugar que reclama el pasajero. Por la tormenta habían suspendido los partidos de fútbol. En los espacios reservados para transmitirlos hablaban periodistas, directivos y jugadores de fútbol. Son cosas, decía, que tiene que escuchar la gente que no le interesa el fútbol, para que vea lo que es el fútbol. Si uno lo cuenta, nadie le cree. Pero usted —decía— puede oír lo que hablan: hace media hora que están hablando de compras y ventas de jugadores, de contratos, partidos suspendidos, estadios clausurados, de futbolistas expulsados por andar en las drogas, del gobierno, las elecciones en los clubes, la plata y los préstamos y los negociados.. ¿Usted cree que alguien dijo patear, pelota, arco o gol?, preguntaba. Las cosas más importantes del fútbol son patear —repitió la palabra "patear" y levantó la mano derecha hasta el espejo retrovisor cerrando el puño y alzando el pulgar— ... patear... la pelota —allí flexionó el pulgar y mostró extendido el índice— hacia el arco —ahora mostraba extendidos, juntos, tres dedos de su mano— para producir gol, pero nadie dijo una sola de ésas palabras en más de media hora. Al pronunciar gol había agregado el anular y hacía bailar los cuatro dedos en el aire y parecía a punto de volverse hacia ella para mirarla directamente. Esto se lo puedo decir a usted porque es mujer, decía, porque los hombres tienen tan metido el fútbol en la cabeza, que si les hablo así me toman por un loco. Pero usted escucha: ¿ve que hablan todo el tiempo de política?, buscaba confirmar. ¿Usted es casada? ¿A su marido le interesa el fútbol? ¿Usted es del interior? ¿Usted vive en ese hotel nuevo que recién inauguraron..?, seguía preguntando y contaba que él tenía un recorrido para conseguir pasajeros en los hoteles nuevos, que se ponen de moda por un tiempo. Atraen gente extranjera, alojada ahí por las agencias de viajes o de turismo con la promesa de servicios de cinco estrellas, y siempre hay políticos de las provincias, turistas y jugadores de fútbol. Son viajes típicos los de los hoteles nuevos. Casi todos los pasajeros que se consiguen en los hoteles nuevos van a lugares turísticos, al Congreso, a los comités, los ministerios y a los clubes. Son viajes siempre iguales, o parecidos. Rarísimo encontrar un viaje a Belgrano. Usted debe ser la primera persona —decía— que sube en uno de los hoteles nuevos y pide que la lleven a Belgrano. ¿Usted es uruguaya? —preguntó— y se disculpó diciendo que él tenía muchos amigos y compañeros uruguayos y que por la manera de hablar, por la tonada, le había quedado la impresión de que podía ser uruguaya.