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LA nena estaba fascinada con el ir y venir de las nubes.
Pronto cumpliría once y hacía poco había aprendido la palabra "fascinada". Decía estar fascinada ante cualquier cosa que le gustase o que quisiera conseguir. También decía "fascinante", y, a veces, "me fascina". Eran palabras de su prima, una chica de trece, hija de su tía mayor y de su tío el juez.
Ser juez parecía más importante que ser un mero escribano. Su tío tenía un campo y no un departamento, sino una casa enorme en Pinamar.
Su papá era escribano: tenía una escribanía en el centro y siempre se quejaba de que el trabajo andaba mal. Salía temprano, mucho antes de que pasara a buscarla el ómnibus del colegio, y llegaba tarde, siempre cuando estaban por empezar a cenar. Después de la comida se encerraba en su estudio a fumar leyendo o escribiendo. Hablaba poco. Decía que su cuñado era riquísimo, pero que la mujer era ostentosa y que le había contagiado eso a sus hijas.
La de trece siempre subrayaba: "nuestro" campo, "nuestro" country, "nuestros" autos. A cada chico que conocían le preguntaba si su familia tenía campo, cuántos caballos tenían, y si ellos también tenían una lancha y un crucero para hacerse escapadas al Uruguay.
La nena no comprendía por qué era malo ser ostentoso, pero lo entendía mejor que su familia, por cuanto, aunque también ignoraba el significado preciso de "ostentar", a diferencia de ellos, había aprendido que las cosas eran buenas o malas dependiendo de quienes las hicieran.
La tía no le gustaba, y en eso sí estaba de acuerdo con sus padres. En cambio, preferiría que su padre fuera juez, que tuviese más dinero y que no se encerrara todas las noches en su estudio a leer y escribir.
Eran las once de la noche de un sábado, y, como siempre, el viejo estaba fumando. Golpeó la puerta antes de pasar al estudio, el padre le preguntó que quería y ella dijo que nada. Miraba la ventana. Desde allí siempre se veía la estación del ferrocarril, iluminada por reflectores de vigilancia y, más allá, en el río, las boyitas de luces verdes, coloradas y blancas, entre las que solía aparecer un barco todo iluminado. Pero aquella noche quiso mirar hacia fuera y sólo vio una tela brillosa y negra, igual a la que habían colocado en su cuarto. En el estudio parecía una pared que en algunos lugares reflejaba la luz amarillenta de la lámpara del escritorio.
Le preguntó al padre si no tenía agujeritos para espiar y el viejo respondió que no. Después quiso saber cómo había conseguido hacer tan perfectos los agujeritos del revestimiento de la ventana del salón y le dijo que quería tener agujeritos también en su cuarto. El viejo le mostró su cigarrillo humeante y, con gestos, le indicó cómo había perforado la película de plástico con la brasa para después agrandar el orificio, haciendo girar el filtro como si fuese un tornillo. La nena tendió la mano pidiéndole su cigarrillo. El padre dio una última pitada y se lo entregó: quedaban un par de centímetros de papel intacto entre el filtro y la brasa.
Cuando iba hacia su cuarto, oyó la voz del viejo recomendando que no agrandase mucho los agujeros y que después de hacerlos tirase la colilla en el inodoro del baño principal.
En el camino vio a la madre: estaba mirando una película en inglés y ni la habría notado pasar. En su cuarto pitó el cigarrillo. El filtro parecía mojado: saliva del viejo. Trató de sentirle el sabor. Era agrio: alquitrán de tabaco mezclado con baba. Volvió a pitar. La brasa se alargó y se reflejó en la película brillante de poliestireno.
Resultó fácil perforar un primer agujero, y acertó en el cálculo de la distancia cuando hizo otro que le permitiría ver el apart a un mismo tiempo con los dos ojos.
Miró: un aura verdosa se difundía por el pozo de luz y teñía las paredes de los edificios vecinos. Los reflectores ubicados en el fondo de la piscina de la terraza del apart producían la imagen de seis columnas de luz verdosa apoyadas en la superficie del agua apuntando hacia lo alto y a los lados. En el cielo, dos haces principales, como de reflector, confluían convirtiéndose en un halo de neblina verde. Abajo, a no más de un metro de la piscina, nubes de insectos giraban alrededor de cada chorro de luz.
Las ráfagas de viento caliente y arrachado de aquella noche de verano empujaban hacia el sur las nubes que se dispersaban para volver a compactarse y recuperar su lugar, una suerte de remolinos girando alrededor de los haces de luz. Habría insectos grandes, medianos y pequeños pero la nena pensó que todos debían ser las conocidas cotorritas del verano: le resultaba más práctico imaginarlo así mientras se fascinaba por el ritmo de flujo y reflujo de esas nubes que siempre terminaban recomponiendo su figura casi esférica: una enorme bola de bichos.
Su madre odiaba a las cotorritas porque mueren con cada amanecer y sus restos se apelotonan en los plafones de cristal dando una desagradable apariencia de suciedad. En realidad, eran suciedad: cadáveres odiosos, aunque menos repugnantes que los de las moscas y las cucarachas.
La nena dio la pitada final cigarrillo, esta vez inhaló a fondo el humo y sintió un placentero dolor en el pecho. Era como si algo la raspase pero muy suavemente. Sintió el mareo de fumar. Era la tercera vez que fumaba y apagó la brasa antes de sumergir la colilla en una taza con restos de Nesquick. Después tiraría todo en la cocina. Quizás también tirase la taza en el cubo de basura de la cocina: en la casa nadie llevaba la cuenta de la vajilla.
Como la segunda vez que fumó —había compartido unas pitadas de Camel con unas compañeras de francés, en la plaza— el mareo rozaba el límite de la náusea sin llegar a convertirse en una sensación desagradable. Al contrario: producía más placer que el del paso áspero del humo dentro del pecho y, quizás, por evocación de su primera experiencia con el tabaco, deseos de acostarse desnuda.
También había sido un sábado, pero durante el verano anterior. Todos los primos habían ido a pasar el fin de semana en la casa grande del tío juez y a ella le tocó compartir un dormitorio con la prima de trece que estaba con una amiga del colegio, algo mayor.
Cuando todos se fueron a dormir, la prima había encendido el televisor, trabó la puerta y abrió de par en par el ventanal que daba al jardín. Entonces sacó los Marlboro de su mochila y convidó a su compañera, instándola a que le diera fuego con su encendedor. Las dos fumaban, pitaban, una tosió.
Después, la prima la había convidando:
—¿Querés..? ¿Te prendo uno?
Ella aceptó y la otra le dio un Marlboro encendido y una lata de Coca Cola vacía, diciéndole que la usase como cenicero. Esa vez la primera pitada le produjo el mareo, justo cuando la prima apagó la luz, y, como debía ser su costumbre, se desnudó y se tendió sobre una cama. La amiga hizo lo mismo. Ella las imitó. Tendida, mareada, pitaba y sin tragar el humo frotaba la brasa en el borde de la lata. Acostumbrándose a la oscuridad, le pareció que sobre sus camas las otras se estaban tocando. No se desnudó, pero empezó a tocarse también ella, metiendo una mano bajo el elástico del shortcito. Después vio mejor: la prima había levantado una pierna, movía las caderas y sacudía la cabeza para ambos lados. Oyó ruidos justo cuando tuvo el cosquilleo final, y ahí se durmió.
Había sido la primera en levantarse: se sentía bien, pero recordaba aquel mareo. Se fue a bañar a la pileta. En la casa todos dormían, excepto el jardinero que ya estaba conectando los regadores del césped.
El tipo la llamó por su nombre para decirle que tuviera cuidado y no se metiera en la parte profunda: al parecer, no sabía que ella nadaba bien, mucho mejor que las primas. Desde el agua, le preguntó al tipo cómo sabía su nombre y él dijo que sabía todos los nombres de las personas y de las cosas.
Estaba medio loco, pensó, y volvió a pensarlo mientras nadaba mariposa y siguió pensándolo hasta que el tipo se acercó a la pileta como para seguir la conversación. Le preguntó si recién se enteraba de que él sabía todo.
Eso le recordó la lata de Coca llena de ceniza y restos de su Marlboro, y, sin secarse, corrió a la casa dejando un reguero de charquitos entre la antecocina y la escalera de los dormitorios y entró al cuarto donde las otras dos seguían durmiendo, levantó todas las latas de Coca y Seven y la llevó al cubo de basura de la cocina, ocultándolas debajo de unas bolsas del supermercado y montones de cáscaras de ananá.
Cuando volvió a la pileta su tía andaba por los rosales, y, desde lejos, le daba instrucciones al jardinero. Gritaba que había sacado un cordero del freezer y que quería tener el asado listo para la una del mediodía. Después siguió hablándole a los gritos. Fue alrededor de los días de Navidad: la tía también se habéa zambullido, pero había traído una bandeja con cafeteras y platos y casi ni nadó: se dejó ir bajo el agua por el impulso de la zambullida, emergió, dio una brazada, salió por la parte baja de la pileta y fue a sentarse en la mesa a tomar su café, comiendo pan dulce, hojeando la revista de Clarín y haciendo llamados con su teléfono celular.
¿O los llamados con el celular, junto a la pileta y comiendo habían sucedido otra mañana? La nena no lo podía recordar después de un año. En cambio recordaba el fin de semana anterior y un viaje en auto a San Isidro, durante el cual la tía se la pasó haciendo otra serie de llamados.
Se le había muerto el administrador de la chacra y ella avisaba todo el mundo y protestaba. Seguro que les iban a faltar papeles y ahora se daba cuenta de que el tipo era un idiota. La nena la escuchaba quejarse. Había pedido hablar con el contador y volvía a quejarse: el tipo era un idiota y recién ahora se daban cuenta cuando ya estaba muerto. Este verano no irían a la chacra, decía.
Mejor, pensaba la nena, porque la chacra era aburrida y no recibía televisión por cable ni por satélites. En el viaje de vuelta desde San Isidro trataba de imaginarse a un idiota muerto. Un idiota muerto debía ser alguien como el jardinero que adivinaba los nombres de todas las cosas: flaco, viejo, alto, medio encorvado como él, y todo igual a él, pero con el cuello hinchado, como los chicos enfermos de bocio que habían visto en el norte.
La noche de los agujeritos la nena estaba segura de que contador y administrador eran cosas parecidas y mucho menos importantes que escribano, senador y juez. Seguía el mareo, aunque había pasado un buen rato y estaba desnuda sobre su cama. Tuvo curiosidad y se levantó para espiar otra vez el apart. ¿Qué estaría sucediendo en la terraza? Le costaba moverse: se fue apoyando en los muebles y finalmente hizo un rodeo y pudo llegar apoyándose contra la pared. En el camino estaba segura de que alrededor de la pileta habría murciélagos, que, atraídos por las nubes de bichos y cotorritas estarían dándose un festín. Imaginaba que sentadas en el borde, con los pies en el agua, habría un grupo de nenas fumando y hasta podía haber un jardinero idiota ahogado en el fondo del agua.
Pero no vio murciélagos. En cambio, el viento seguía dispersando las nubes de insectos que le parecieron más chicas y que tardaban más en reorganizarse. Ahora que habían apagado casi todas las luces del edificio, la pileta iluminada estaba como flotando en el aire a la altura del piso veinte.
Quería calcular la altura: todos decían que el apart tenía veinte pisos y no terminaba de entender por qué, estando su casa en un piso dieciséis, un piso veinte quedara más abajo.
Tampoco había nenas que fumaran sentadas en el borde de la pileta, y el fondo estaba limpio y brillante con sus seis reflectores en fila. Por ahí andaba un hombre: no debía ser un administrador ni un jardinero porque tenía un saco blanco de mozo y llevaba una caña larga que terminaba en una paleta de malla de red para limpiar el agua. No alcanzaba a verle la cara y dio varias vueltas alrededor de la pileta y cuando desapareció de la luz a ella le volvió el mareo y, sin recordar que debía vestirse, volvió a acostarse y se quedó dormida.
Se vistió por la mañana, poco después de despertar. Todos dormían en su casa. El padre y la madre habían dejado encendido el televisor del dormitorio: transmitía una película sobre autos, pero sin sonido. Alrededor de la cama, en la butaca, en el puf y en el piso, había montones de ropa desordenada como si en el curso de la noche hubieran salido a la calle varias veces. En la mesa de noche el velador del viejo seguía encendido, y bajo la luz amarillenta que se reflejaba en el poliestireno pegado en la ventana, había un libro con tapas de cuero negro.
La nena se había preparado un Nesquick y estaba decidida a beberlo espiando por el agujerito de la ventana del salón. Aquel domingo harían la fiesta de apertura del apart. Cuando miró, ya estaba armada la glorieta de guirnaldas de enredaderas y flores.
¿Cómo habrían hecho tan rápido? De la noche a la mañana toda la terraza se había convertido en un jardín. En algunos lugares donde la trama de guirnaldas era menos tupida, la glorieta dejaba ver partes de las mesas que rodeaban la piscina. Había jarros, copas y platos con comida de colores. Tratando de fijar la vista para determinar si eran frutas, postres o golosinas, recordó que en su ventana había hecho dos agujeros mucho m s cómodos para espiar y partió a su cuarto llevándose la taza de Nesquick.
Al entrar la sorprendió un olor desagradable. No era humo, pero emanaba de la colilla del Marlboro flotante en los restos del Nesquick de la noche. Tendría que decirle a su padre que dejara de fumar: ese domingo el cigarrillo le resultaba una de las cosas más repugnantes del mundo.
Abajo, en el apart, nadie fumaba. El hombre de saco blanco, u otro hombre vestido como aquel, volvía a pasar su paleta por la superficie del agua. Después la levantaba con destreza, la desplazaba hacia un costado, y la hacía girar para volcar algunas hojitas de las guirnaldas que habrían caído al instalarla. Había más hombres de saco blanco por los alrededores: iban y venían corrigiendo el arreglo de la mesa.
Cuando apareció el gordo de bermuda verde y zapatillas Nike, empezaba a subir una música suave, como para bailar con vestidos largos. Sobre ella, una voz de hombre repitió durante un rato la palabra "probando".
La música no molestaba. La voz del hombre sí: salía de un parlante y debió haber despertado a la mucama que ya estaba haciendo ruidos en la cocina. Después cuando el amplificador silbó y empezó a emitir un zumbido de acople mientras la voz repetía "probando" pero mucho más fuerte, desde algún edificio partió una voz de mujer gritando "la puta madre que los remil parió".
Seguramente sería una vecina que habían despertado con los ruidos. La nena sabía que el oscurecimiento de las ventanas duraría hasta el lunes, pero, igual, en ese momento imaginaba que pasaría todo el verano espiando el apart desde sus dos agujeritos y divirtiéndose con las puteadas del vecindario. El gordo de bermudas iba de un lado a otro mirando hacia los edificios: parecía preocupado. No llevaba revólver, pero de su cinturón colgaban un teléfono celular, a la derecha, y una caja negra que debía ser un equipo de radio, a la izquierda. En cambio los de uniforme azul andaban siempre con revólveres o pistolas. Hacía más de un mes los venía viendo rondar la zona y abrir y cerrar las puertas de la planta baja del apart. Uno de ellos trabajaba con el teclado frente a un monitor gigante de computadora. Escribía y vigilaba unas lucecitas que subían y bajaban por la pantalla y debían ser datos del movimiento de los ascensores. Los del ómnibus del colegio, que siempre estacionaban por allí, decían con asombro que aquel era un hotel íntegramente computarizado.
Pensándolo bien, sería bueno vivir en un apart así, y en un piso bien alto, cerca de la pileta. Por suerte, a la hora de almorzar, cuando los viejos despertasen, irían al country de otro escribano que tenía una pileta enorme, trampolín y una cascada con tobogán de agua.
En el country, cerca de la casa del escribano, había un estanque donde permitían pescar. Tenía que pedirle al padre que pasaran por una farmacia para que le comprasen crema protectora: a la hora de pescar, el reflejo del sol en el estanque producía manchas en la cara. Ya le habían encontrado unas pequitas marrones alrededor de la nariz y quedaban muy mal.