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SE ha dicho que detrás de cada creativo de cine publicitario hay un cineasta en potencia: otro que aguarda esa consagración para la cual sólo le falta un productor con dinero, sensibilidad e influencias sobre la red de intermediarios, agentes, exhibidores y pequeños industriales que confluyen sobre el negocio del espectáculo en procura de un medio de subsistencia menos penoso que el deber de trabajar.

A veces ocurre que un director publicitario da su esperado salto: consigue un productor y puede concentrarse en su largometraje apartándose de la publicidad por diez o doce meses.

—Y no más —dice uno— porque es bien sabido que en este oficio dejás que pase un poco más de un año y todo el mundo se olvida de vos...

Es una opinión. En general, se supone que para conseguir el olvido en el mercado de publicidad basta dejar que pasen cuarenta y ocho horas de la cobranza de un servicio sin oblar las comisiones de práctica a ese enjambre de funcionarios que, según su estilo, intervienen, interceden o interfieren en el largo proceso que va desde la gestación de una idea que parece apropiada para engañar al consumidor hasta su materialización en forma de mensajes gráficos, sonoros y visuales ajustados a los criterios indispensables para que el fabricante pueda descansar en la creencia de que a él sí que no lo han engañado.

Aunque lo engañen.

Los expertos en capacitación suelen reconocerlo: nadie cae en un embuste con mayor facilidad que quien recurre a sus servicios buscando nuevas técnicas para embaucar.

De ser así se explicaría la proliferación de cursos, seminarios y hasta de carreras universitarias destinadas a las supuestas disciplinas del periodismo, la comunicación y la publicidad.

Cualquier producto que se oferte en el rubro encuentra o genera su demanda: la gente vive ansiosa por saltar al otro lado del mostrador de la pequeña tienda social de los mensajes.

Y no porque persigan un ideal de libertad sino tal vez por todo lo contrario: corren persuadidos de que metiéndose en el negocio de la persuasión se librarán de ulteriores persuasiones. Es la forma de abnegación que cunde en una era sin mártires ni santos: no habría manera más rápida y menos costosa de inmolarse frente al altar del poder.

Afortunadamente, queda una mayoría de personas resignadas a vivir sin andar emitiendo mensajes por este mundo poluído de comunicación. Tal vez baile en la disco, grite en la cancha, rompa una vidriera en el tumulto o cante bajo la ducha, pero no anda diciendo por ahí que ha hecho de esto un destino personal, ni aspira a pasar hacia el otro lado de la pantalla de los mensajes.

No diseña, no pinta, no escribe, no ejecuta instrumentos, no ensaya teatro y aunque piense igual o mejor que el promedio, en sus grupos de amigos y compañeros tiende a ser considerado una persona marginal, justamente por mantenerse sobrio dentro de los márgenes de la vida.

Es el caso de otro personaje sin nombre. Él no escribe un librito ni pinta cuadros. Jamás soñaría dirigir un film ni arriesgaría dinero en la producción de un espectáculo.

Tipo prudente, entre millares que medran interfiriendo e intercediendo en cuanto negocio pueda depender de; varias partes en conflicto, siempre se destacó por su moderación.

Donde otros imaginaban un diez por ciento neto al alcance de sus manos y se precipitarían al negocio como predadores de las llanuras subtropicales, él se limitaba a ver apenas lo que solía llamar "una puntita": un cinco, un diez o un quince por ciento disponible para distribuir armónicamente entre todos los que el azar hubiera puesto en las proximidades del botín. Esa era la clave de su éxito.

—Si hay algo de lo que estoy más que seguro es de ser el mecánico dental más rico de este país —dijo unas de las pocas veces en las que se lo escuchó hablar de lo suyo.

Y no dijo "industrial", "financista" ni "empresario".

Era una de sus tácticas para ganar voluntades. Nadie lo piensa, pero todos saben que para ser el mecánico dental, el restaurador de muebles o el poeta más rico de la ciudad, basta acertar con el billete de una emisión corriente de la lotería: meta ínfima para una sociedad en la que todos quieren ganar el primer premio literario, o presidir el holding más exitoso de los tres o cuatro que protagonizan el saqueo del semestre en curso.

Era, efectivamente, mecánico dental, diplomado de una carrera universitaria menor impuesta por su padre, y, aunque nunca ejerció su profesión, solía referir con orgullo su título y las circunstancias de su obtención.

Claro: alguien capaz de cargar por toda su vida el estigma de un diploma menor para obedecer el mandato de sus mayores, debe ser el primero a quien conviene recurrir cuando se necesita gente leal y responsable, que sepa cumplir la palabra empeñada.

En el mundo de los negocios, un grado universitario, aunque proceda de una carrera breve que por su facilidad atrae a sectores subalternos de la clase media, siempre califica mejor que una identidad obtenida por el escalafón de una carrera de empleado.

En algunos ámbitos, se presentaba con el peso de la expresión "mecánico" aludiendo a su capacidad para ordenar las piezas y arreglar un conjunto de modo que funcione aún cuando el ensamble parezca irreparable.

El Karina Apart fue resutado de uno de esos arreglos que a cualquiera le parecerían imposibles y que serían imposibles sin la intervención de voluntades capaces de ensayar nuevos ensambles de partes cuando todo indica que el resultado nunca funcionará como se espera.

Al negocio lo había ideado un hombre de gobierno caído en desgracia. Al iniciar la sociedad, los inversores daban por descontado que sus influencias conseguirían exceptuar al terreno donde construirían el edificio de las limitaciones de uso y de altura que protegían el estilo señorial de esa zona de la ciudad.

Avanzado el proyecto, con la tierra comprada a un valor más alto del previsto, completados los planos y los costosos estudios de estructura y entregados diversos anticipos a contratistas de obra, por un cambio de figuras entre fracciones del partido de gobierno, el mentor del negocio perdió su cargo, y en lugar de conciliar con sus reemplazantes la protección de "su quintita", abandonó el cargo, y, como se suele decir, siguió "girando poder en descubierto" cuando todos sabían que era "un naipe descartado" al que no valía la pena ni apostarle "una fichita de diez centavos", lo que significó la interrupción de todo flujo de favores y condenó al desgraciado al laberinto de pasillos y salas de espera que en la jerga se refiere con la fórmula "hacer banco".

"Hacer banco" procede del fútbol: el banco de suplentes o de penalizados es el lugar donde quienes no pueden jugar deben aguardar que su equipo les conceda otra oportunidad de probar suerte con la pelota. "Poner una fichita" procede de la jerga del juego: siempre se aconseja al apostador distribuir su riesgo destinando parte del capital a números o cartas que están siendo favorecidas. "Poder en descubierto" procede de la jerga bancaria: como quien dispone de una libreta de cheques puede simular que su cuenta tiene fondos prometiendo pagos que nunca se harán efectivos, quien dispone de un cargo, o de una imagen asociada al poder, puede girar un capital inexistente, con la ventaja de que, a diferencia del sistema financiero, la contabilidad del poder es vaga, suele pasar por alto los saldos de cuenta negativos y, hasta a veces computa como un saldo de poder positivo cualquier evidencia de que alguien se haya aventurado a sobregirar.

Tomando riesgos, haciendo banco y distribuyendo con paciencia sus fichitas de inversión y poder, el mecánico consiguió que el Karina, esa torre de dicisiete pisos enclavada en un barrio palaciego, fuera habilitado al cabo de dos años de la finalización de la obra. Estaba ahí, rodeado de mansiones señoriales, sedes diplomáticas y departamentos de lujo, como una excrecencia kitsch o una avanzada del desvarío postmoderno sobre la adustez de un pasado más sobrio e hipócrita, y, tal vez por ello, más verdadero.

Como en toda la ciudad, también en los alrededores del Karina hay edificios de renta. Son construcciones que poco difieren de los apartamentos de propiedad horizontal, donde cada familia es dueña del piso que ocupa y de una proporción de los espacios comunes que debe compartir con sus vecinos.

Viéndolos desde afuera o recorriendo sus galerías y pasillos no es posible determinar si sus ocupantes son propietarios o inquilinos. Ocurre con frecuencia que algunos departamentos son propiedad de sus ocupantes y otros, en el mismo piso, alojan gente que paga un alquiler al verdadero dueño. Son los inquilinos, que, por pagar adquieren un derecho temporario al uso de la propiedad territorial.

Uno los ve bajar del taxi o estacionar su automóvil y entrar con sus bolsos de compra o con sus ropas de oficina y tiende a pensar que son propietarios de sus viviendas, aunque sean meros inquilinos.

En los alredores del Karina no tiene sentido determinarlo: no hay grandes diferencias de categoría social entre los privilegiados que tienen propiedades y los no menos privilegiados que pueden permitirse el pago de una renta.

En cambio todo distingue a los vecinos tradicionales de los que entran y salen del Apart Hotel.

Los clientes del Karina no habían arraigado en la zona hasta su ingreso al apart. Y no eran pasajeros como el público de los hoteles convencionales: como ellos, procedían de otros barrios, y de otras ciudades o suburbios, aunque todos debían compartir el deseo de permanecer allí.

Además estaban los trabajadores: custodios, ordenanzas, telefonistas, mucamas y dependientes del bar: más de treinta personas.

—Demasiada gente trabaja ahí... —Se dijo en vísperas de la inauguración, a la vista de tanto personal con uniformes y delantales que estaban entrenando.

La presencia de trabajadores era ingrata para la gente de la zona. Estaban habituados a convivir con el personal del consulado ruso, las secretarias de las escribanías y consultoras que se habían instalado recientemente y los empleados de algún comercio: no eran muchos por cada lugar de empleo y se habían ido integrando gradualmente al barrio.

El Apart, con sus rotaciones de turnos, sus uniformes y su nítido recorte en el paisaje de la cuadra, era una intrusión de la industria en un espacio antes reservado a la vida familiar y al funcionamiento de pequeñas instituciones que poco se diferenciaban de las familias.

El Karina era la antítesis de lo familiar. Se decía que era un lugar para divorciados: hombres que escapan de su mujer y han perdido el hábito de administrar una casa. Los aparts también parecen alojamientos ideales para las prostitutas caras: allí pueden vivir y prestar sus servicios sin los inconvenientes de un hotel, donde su clientela tendría que identificarse.

Habría niños, pero serían niños de paso: ninguna familia elegiría un apart como vivienda permanente.

La gente temía a los traficantes de drogas que siempre andan mudando de vivienda e identidades y que por su propia afinidad con la policía elige los lugares más vigilados.

También se temía a travestis y transexuales. La televisión comenzaba a integrarlos como atracciones en sus programas y el público trataba a aprender a distinguirlos por la calle. En el barrio del Karina, cada vez que un grupo de personas veía a una mujer más alta que el promedio y con músculos marcados por la gimnasia, se abría la discusión acerca de si sería o no un travesti. Generalmente se acordaba que sí. Para los vecinos, cualquier persona que entrara o saliese del apart debía merecer la peor identidad posible: narcotraficante, contrabandista paraguayo, policía, homosexual, travesti, prostituta: gente extraña.

Algunos enviaron cartas a funcionarios y legisladores y aparecieron copias en la prensa. Se propuso una asamblea de propietarios que nunca llegó a concretarse.

La iniciativa de concertar un oscurecimiento cerrando y embanderando con trapos negros las ventanas de los departamentos que rodeaban al Karina pareció impracticable. Sin embargo la idea se contagió a uno que imprimió un volante y a unos porteros que se ocuparon de distribuirlo por los edificios cercanos, y, en vísperas de la inauguración, una familia que tenía un frigorífico, hizo traer una camioneta con peones, rollos de película de poliestireno negra, y unas cintas adhesivas, también de un gris oscuro, casi negro, que usaban para los embalajes de la planta de congelados.

Los hombres trabajaron durante dos días, ayudados por algunos entusiastas y por el personal doméstico de los departamentos. Todas las ventanas fueron cegadas y, el día previsto para la inauguración sólo rompían la uniformidad del conjunto los balcones de un piso deshabitado al que no encontraron manera de acceder.

Un vespertino publicó la foto con un comentario tan breve que ningún lector debió entender a qué se refería. Gradualmente, los vecinos que desde el primer momento habían perforado el plástico para espiar y estar al tanto del clima y del ambiente del barrio, fueron librando a sus ventanas del adefesio y pasada una semana de la inauguración ya no quedaban huellas de la protesta.

—Que protesten...! La protesta es el festejo de los perdedores... —Razonaba el mecánico ante lo irreparable: al día siguiente celebrarían la inauguración del Karina y ya estaban ocupados veinte de los setenta y cuatro departamentos temporarios.

Para la fiesta habían armado una pérgola de plantas y flores alrededor de la piscina del vigésimo piso. Desde cualquier ubicación, los invitados tendrían a la vista las ventanas negras, mirándolos con sus cuadrados ojos de oscuridad acuciante.

El gerente estaba preocupado por la imagen. Venía del Sheraton, y era su primer cargo de responsabilidad: las cosas tendrían que haber empezado mejor para él.

Estaban en enero. Habían cursado ciento cincuenta invitaciones pero buena parte de los destinatarios estaría fuera de la ciudad, en vacaciones. El agente de prensa que contrataron para el evento garantizaba que todos los medios previstos para la cobertura harían la crónica estipulada, aunque a su juicio, sería preferible que hubiese buena concurrencia, además de las figuras y estrellitas cuya presencia estaba asegurada con generosos cachets.

—Que falle si tiene que fallar... —decía el mecánico. De los cuatro socios que se habían quedado con el Karina, fue quien más insistió en la realización el almuerzo inaugural:

—Si falla, después se arregla algo con la prensa... Con que vengan veinte personas más la prensa y los shows alcanza y sobra...

Fueron más de cincuenta. Empezaron a llegar a las diez y media de la mañana. Los primeros tomaron jugos y cafés en el bar de planta baja y después recorrieron algunos pisos guiados por un grupo de promotoras.

Antes de las doce, el éxito del evento estaba asegurado. Por la distribución de las mesas alrededor de la piscina, bastó que una decena de invitados se lanzara a probar los jugos y la primera ola del servicio de copetín, para crear el clima de una celebración exitosa.

Ayudaba la música: los parlantes, disimulados tras los macetones de los seis ángulos de la terraza, creaban un clima festivo, aunque sin estridencia. Esa había sido la consigna al diskjockey:

—Nada bailable, nada de quilombo... Pensá algo que pueda escuchar la gente joven que venga sin dormir pero también el Turco senador con su señora... —Había reclamado el mecánico.

No se lo había anticipado a su socios, pero estaba seguro de que el senador se haría presente, aunque sólo fuera para el momento del brindis: lo había prometido, y, como él mismo, era un hombre de palabra.

También tenía la promesa de la Cementera. Su participación sería la mejor respuesta a los quejosos vecinos y la prensa agregaría un párrafo especial para comentar su entrada, su salida, la ropa que vestía y las personas con las que se habría dignado a cambiar una que otra frase de circunstancia.

La Cementera también era una mujer de palabra, y había comprometido su presencia junto al senador, al cabo de una reunión de negocios.

Ella y el senador estaban interesados en la compra de una parcela en el puerto, que después de un largo trámite de remates judiciales había quedado en poder de un grupo de financistas de Quilmes. No eran los dueños: sólo habían conseguido juntar el dinero para comprar el boleto en un remate, y algunas garantías hipotecarias del cumplimiento del pago del saldo en el curso de dos meses. Como en el caso del Karina, el Mecánico había intervenido en los arreglos con el Banco Cooperativo, y aunque sólo tenía un dos por ciento del capital en juego, cuando los de la empresa de la Cementera consiguieron la lista de nombres de los presuntos propietarios, el único conocido era él. Por eso lo convocó el turco.

Quería saber el precio. Él le dijo que era el de práctica en el negocio de compra de boletos: lo invertido, más un honorario del treinta por ciento.

—¿Sabe quién quiere comprar? —Le había preguntado el senador y él le dijo que no, aunque por las relaciones del turco con el negocio del cemento, estaba sospechando que sería esa mujer:

—No sé quién ni me interesa: a los socios lo único que le importa es ganar lo debido y lo antes posible... —Dijo antes de acordar la modalidad de pago. Tendrían que preparar dieciséis cheques por diferentes sumas proporcionales para cada socio y certificar toda la documentación en una escribanía amiga.

—La señora va a querer saludarlo... —Dijo el senador en vísperas de la firma— Van a firmar por ella dos apoderados, así que no se van a ver... Sería bueno que hoy mismo me acompañe a visitarla...

"Sería bueno" significaba que debía ir. Lo llevó en un auto del senado, pero no fueron a la oficina sino a un despacho de la fundación de la vieja. Ella le pareció mucho mayor de lo que mostraban las fotos de actualidad, siempre supervisadas por su custodia al servicio de sus agentes de prensa.

Tenía preparado un pequeño discurso de agradecimiento. Él la interrumpió, jactándose de no haber hecho favor alguno, y explicándole que no buscar más provecho que el de práctica —nunca menor del veinte ni mayor del cuarenta por ciento de lo invertido—, era el principio del negocio de compra de remates. La vieja recuperó su tradicional estilo seductor:

—Parece que usted no sabe cuánto significaba esa tierra par mí: era el último espacio abierto de la ciudad donde podíamos —miró al senador— construir...

Parecía reprocharle algo, y eso era parte de su seducción: reprochando, lo trataba como si fuese un par suyo. Estuvo apunto de argumentar: podría haber dicho que ni él ni sus ocasionales socios con toda la ayuda del mundo podían desarrollar un negocio de esa escala porque que eran gente que nunca tomaría más riesgos que los de la compra y venta de boletos o certificados judiciales.

La vieja volvió a agradecer y al despedirse le entregó su tarjeta personal. No figuraba el nombre de su empresa ni el de la fundación, y en el dorso, manuscritos con anticipación, figuraban los números telefónicos de su departamento y de su celular satelital.

—Siempre alguien atiende, y cualquier cosa que pueda necesitar de nosotros, no dude en pegarme un telefonazo...

Dijo eso o algo parecido pero estaba seguro que había usado la expresión "telefonazo". En el viaje de vuelta hacia Belgrano, recordaba la voz de la vieja. ¿Tenía acento francés, o eran como francesas las palabras que parecía elegir cuidadosamente al hablar?

Tal vez se debiera a su ropa o a la decoración del despacho donde los había recibido. Antes de despedirse del senador le dijo que recibiría una invitación para el lanzamiento del Karina y le consultó si valía la pena mandarle una a la Cementera y el turco dijo que sí y que él mismo le pediría que, si ese día estaba en Buenos Aires, se hiciera una pasada por el lugar.