CAPÍTULO VIII

Cuándo todo estaba perdido…

LENKER pasó una noche trágica amarrado con las recias esposas y tullido por la postura en que había quedado. La cabeza le daba vueltas, las sienes le ardían como volcanes y sus labios resecos parecían agrietarse por la ira que los resquemaban.

A medida que pasaba el tiempo en la soledad oscura de su prisión, iban precisándose en su mente los detalles de aquella mortal encerrona que no podía tener ya otro final que su muerte, y todo su temperamento salvaje y luchador se rebelaba contra ella.

El instinto nato del peligro que estaba corriendo, el más grande de su vida, porque se veía incapacitado para toda defensa y todo ataque, despertaba sus sentidos de una forma hiperestésica. No era hombre que se dejase colgar sin luchar hasta el último segundo de su vida y tenía que pelear con desesperación para buscar un resquicio por donde escapar.

Lo que más conturbaba su ánimo y le restaba serenidad para pensar en el futuro, era el darse cuenta de la habilidad y el disimulo con que todo se había llevado a cabo para atraparle. Siempre había dado un gran valor imaginativo a su terrible enemigo, pero hasta aquel momento no había medido justamente todo su ingenio e inventiva.

Jamás pudo sospechar que fuese capaz de localizar al millonario y mucho menos, hacer con él las paces y convencerle para que le secundase en sus planes. Siempre había confiado en Spack porque le creía tan empedernido como él y dentro de su órbita de acción y aquel fracaso le encorajinaba de tal modo, que se prometía deshacerlo como a un pedazo de tierra, si por un milagro cualquiera conseguía evadir el cordel que se estaba tejiendo para su cuello.

Poco a poco, lo irremediable de lo ocurrido y el trágico porvenir que se le avecinaba, aclararon sus sentidos. No podía dejarse vencer por la desesperación y la impotencia y estaría perdido de modo irremisible y tenía que estudiar su situación, estrujar sus sentidos, forzar la inventiva para intentar algo que le librase de las garras de la muerte.

Durante toda la noche, estuvo haciendo trabajar su cerebro a marchas forzadas y cuando amanecía creyó haber encontrado una débil posibilidad de salvación, aunque esta posibilidad era muy remota y problemática.

El sheriff durmió muy poco aquella noche. Hasta altas horas de ella, permaneció ante su mesa redactando el informe voluminoso que debía presentar al juez al día siguiente y sólo cuando estimó que había quedado bien redactado con todos los detalles que debían apretar el dogal alrededor del cuello del preso, decidió tomarse un merecido descanso.

A la mañana siguiente, se levantó más fresco y animoso y asistido por uno de los ayudantes a quien había pedido que acudiese a su oficina para cuidar del preso en su ausencia, se dispuso a dar comienzo a su actuación.

Antes de marchar, dijo a su ayudante:

—Bob, ahí tienes una escudilla con café, torta y manteca. Ve a ver al preso y dale de desayunar. Una cosa es que tratemos de colgarle lindamente y otra que seamos más crueles que él y le dejemos morir de hambre.

El ayudante tomó la escudilla las llaves de las esposas para liberarle las manos y se dirigió al calabozo descorriendo el cerrojo.

Como el encierro carecía de toda luz, se había provisto de un trozo de vela de sebo y dejando la escudilla fuera, penetró con la luz buscando al preso.

Éste yacía de costado en tierra y cuando se acercó a él para invitarle a desayunar, retrocedió mirándole con espanto.

Zenker apareció con los ojos enormemente dilatados y por sus labios contraídos en una mueca trágica, arrojaba una cantidad fantástica de espuma blanca y esponjosa que imponía.

Impresionado, salió al pasillo y llamó a voces al sheriff. Éste, empuñando el revólver, corrió hacia el calabozo temiendo que sucediese algo imprevisto a su ayudante.

Bob, desde la puerta, señaló al prisionero diciendo:

—Me parece que si no está muerto le falta poco. Vea cómo se encuentra.

O’Conor avanzó con la vela en una mano y el revólver en la otra y al fijar sus ojos en la faz de Zenker, quedó tan impresionado como su ayudante. Aquel hombre debía estar agonizando y un sentimiento de humanidad mal entendido le movió a prestarle auxilio.

Se acercó a él enfundando el arma y le habló, le movió en todos sentidos, pero Zenker no parecía dar apenas señales de vida. Arrojaba constantemente espuma por la boca y respiraba angustiosamente, produciendo al hacerlo un ronquido impresionante.

—Sácalo a mi despacho. Vamos a intentar algo con él.

Le arrastraron hasta el despacho y allí O’Conor, trató de limpiar aquella espuma espesa como un trapo, pero era inútil, porque nuevas oleadas de ella salían de la boca del preso y cada vez parecía más angustiado al respirar.

Le abrió las esposas de las manos y le movió los brazos flácidos, tratando de intentar una reacción a costa de flexiones de los brazos y de masajes en el pecho, pero todo parecía inútil.

Desesperado, exclamó:

—Bob, ve a casa del doctor Larry que no vive lejos y tráetele para que vea a este tipo. No se perdía nada con que se muriese, pero no quiero cargar con la responsabilidad por abandono mío.

El ayudante tomó su sombrero y abandonó las oficinas, en tanto que el sheriff, briosamente, volvía a intentar normalizar su respiración con las, flexiones de brazos y los masajes en el corazón.

Zenker se hallaba tumbado en el suelo y el sheriff de rodillas a su lado. El enfermo con los ojos extraviados, parecía mirarle sin verle y el representante de la Ley se sentía muy molesto al tropezar con aquellas pupilas vueltas y vidriosas.

De súbito, sucedió algo inexplicable contra lo que no pudo oponerse. El flácido brazo derecho de Zenker, se tensionó como un muelle de acero; con velocidad fulminante cayó sobre la culata del revólver del sheriff que se hallaba casi a su nivel a la distancia de veinte centímetros y el arma saliendo de la funda con la misma velocidad, pero terriblemente sobre su mentón en un movimiento hacia arriba, obligándole a emitir un gemido de angustia al tiempo que vacilaba y caía hacia atrás privado de sentido.

Zenker saltó incorporándose en el suelo y al ver caído al sheriff, estiró el brazo y le arrebató las llaves de las esposas, abriendo con celeridad las que aprisionaban sus piernas ya que las manos se las habían dejado libres.

Rabiosamente se puso en pie escupiendo con asco todo lo que almacenaba su boca. Un simple pedazo de jabón con el que había tropezado en el suelo de su celda olvidado Dios sabía cómo, le sirvió para toda aquella aparatosa comedia que podía significar su salvación.

Quiso echar a andar, pero lanzó una terrible maldición. Tenía los remos entumecidos y le costaba un trabajo ímprobo poder mover los pies.

Se apropió del revólver dispuesto a defender cara su vida si era sorprendido y rabiosamente se friccionó las piernas hasta mejorar la circulación de la sangre. Era vital para él adquirir libertad de movimientos o todo lo que había expuesto no le iba a servir para nada.

Por fin, a costa de un esfuerzo terrible, consiguió andar y medio a rastras, cruzó el pasillo alcanzando la corraliza que se abría a la espalda.

Su única esperanza real de salvación consistía en poder localizar el caballo del sheriff. Si lo lograba, los pocos o muchos minutos de que dispusiese hasta que fuese descubierto el sheriff en aquella situación, debía aprovecharlos para poner toda la distancia posible entre él y el poblado y si no encontraba el caballo, correría hasta donde se le agotasen las fuerzas y si era alcanzado, moriría matando.

Ferozmente salió a la corraliza y un rugido de salvaje alegría se escapó de su pecho al descubrir la montura de O’Conor trabada en la pesebrera. Se abalanzó sobre ella, desató las bridas y no sin trabajo, consiguió subir a la silla después de levantar la tranca de madera que cerraba la tosca puerta.

Respirando con ansia, salió a una calleja trasera buscando los lugares menos concurridos hasta dejar atrás el casco del poblado. Sólo cuando se vio en las afueras, castigó rudamente al caballo obligándole a emprender un trote endemoniado hacia el bosque que cerraba el paisaje a un par de millas.

Por fin estaba libre. Su ingenio, su decisión, su tesón, habían triunfado una vez más sobre el ingenio y la astucia de sus enemigos. Ahora se encontraba solo frente a los que anteriormente fueron sus aliados, se sabía declarado proscrito por la Ley, pues ahora no se trataba de una lucha sorda y particular entre él y Texas sino una rebelión abierta contra el Código, pero se sentía con ánimos para luchar con todos y contra todos y en particular animado de la más encendida decisión para cobrarse las amarguras sufridas.

El ayudante del sheriff se entretuvo más de la cuenta. El médico no se encontraba en su domicilio cuando acudió en su busca y tuvo que dirigirse a la morada de un vecino a la que había sido llamado con urgencia.

El joven le explicó lo que sucedía y el médico exclamó:

—¡Qué cosa más rara! ¿Habrá rabiado de la impresión?

Al buen hombre no se le ocurría otra explicación al suceso.

Por fin se encaminaron a las oficinas y cuando entraron en ellas, una honda sorpresa les paralizó.

En tierra, perdido el conocimiento, acusando en el mentón el terrible golpe sufrido, se hallaba el sheriff. A su lado, se descubrían las abiertas y caídas esposas y éstas, así como la falta del revólver al cinto de O’Conor, les dijeron todo lo sucedido.

El ayudante palideció de rabia y el médico exclamó:

—Bueno, he venido para asistir a un enfermo y, tendré necesidad de preocuparme de otro. Aquel me parece que estaba tan malo como usted y como yo.

El ayudante, furioso, recorrió toda la casa inútilmente y cuando llegó a la corraliza, estalló en denuestos y maldiciones. El caballo del sheriff había desaparecido y aquello completaba la explicación.

Volvió al interior donde el médico atendía al sheriff.

El doctor, impotente, dijo:

—No puedo hacer más que dejarle que vuelva en sí por propio impulso. No se puede hacer otra cosa.

Se despidió recomendando que le dejaran reposar y el ayudante, aturdido, no supo qué hacer sin la dirección de su jefe.

Era casi mediada la tarde, cuando volvió en sí. Se quejaba de terribles dolores en la cabeza y en la mandíbula y apenas si se daba cuenta de su situación.

Por fin, una hora más tarde, consiguió recordar algo y al observar a su lado a su ayudante, clamó:

—¡Por Judas Bob, dime que ha sucedido!

—No lo sé, jefe… le encontré tumbado en tierra y el preso había desaparecido…

O’Conor emitió un rugido y recordando, gritó:

—¡Por el infierno! Marcha a la villa donde se encuentra el capitán Texas y dile lo que ha sucedido. He sido un estúpido y me parece que le he hecho un flaco servicio. Tendré que presentar la dimisión por idiota y él se sentirá con derecho a decirme todo lo desagradable que se le ocurra.

El ayudante se apresuró a correr a la villa a dar cuenta del suceso a Jim. Estaba seguro de que ya nada se podría intentar, salvo correr la noticia por todos los pueblos de la comarca por si alguien podía localizar al fugitivo y detenerle.

Texas bramó como un toro cuando tuvo noticias del trágico suceso. Ahora le pesaba como una losa no haber suprimido a tiros a aquel asqueroso reptil que aún debía dar coletazos terribles antes de caer proporcionándoles muchos y muy serios disgustos.

Spack, por su parte, se sintió abatido con la noticia, y Conocía aún mejor que Texas al sanguinario secretario y estaba seguro de que no les perdonaría la trampa en la que le habían hecho caer.

—¿Qué vamos a hacer ahora, Texas? —preguntó aterrado—. Estoy seguro de que de aquí en adelante será aún más peligroso que nunca.

—¿Qué puedo intentar ya? Desde que ocurrió el hecho, ha tenido muchas horas por delante. Creo que no nos queda otra cosa que regresar a mi rancho y esperar allí a que dé señales de vida. Quizá entonces podamos jugar la última partida.

—Temo por todos. Por usted, por mi hija y por mí, aunque creo que ahora daría gustoso mi vida si pudiese llevarme la suya por delante.

—Bien, aquí no nos queda nada por hacer. Iremos a visitar al sheriff y tomaremos el tren para California. Desde ahora en adelante, no viviré tranquilo lejos de mi rancho. Sólo vigilando de cerca a todos ustedes podré evitar cualquier sorpresa.

Mientras Spack preparaba sus cosas para emprender el viaje, Texas se trasladó a las oficinas del sheriff. Éste, que se había repuesto bastante del golpe, miró a Texas con cómico miedo y exclamó:

—Tiene usted derecho a calificarme de idiota de los pies a la coronilla. Me sentí demasiado humano con ese monstruo y no siento el golpe recibido, si no el perjuicio que les puedo ocasionar a ustedes.

—Ya no tiene remedio. Le creía capaz de muchas cosas, pero no de realizar una así cuando parecía imposible que pudiese revolverse. El diablo está de su lado y así hay que aceptarlo.

—Créanme que lo siento. Estaba muy orgulloso al saber que iba a poder ahorcarle.

—Confiemos en que a la tercera podamos acertar. Lamento el percance y espero que no sea nada grave.

—No, no lo es; debía haberlo sido por idiota. Si el caso se repitiese, le juro que aunque le viese de verdad con los intestinos en la mano me reiría mucho y le ayudaría a tirar de ellos.

Texas se despidió de él regresando a la villa, donde ya Spack había preparado su equipaje para marchar.

Aquella noche, salieron de Boixe y durante el viaje, se turnaron en la vigilancia. Ya una vez habían sido sorprendidos por la audacia de Zenker y Texas no quería verse expuesto a una repetición.

Pero sin contratiempo alguno, cruzaron la divisoria de California y una mañana, abandonaban el ferrocarril para montar en una de las diligencias que atravesaban el territorio por aquella zona abrupta y desprovista de comunicaciones férreas.

Texas no había avisado su regreso. Prefería darles la sorpresa de su llegada con el millonario, aunque la alegría de Vera al estrecharle entre sus brazos se viese turbada por la noticia de que el sanguinario Zenker aún vivía y podía intentar nuevos golpes contra ellos.

Y así, una mañana penetraban en el rancho de Texas, donde tres mujeres angustiadas esperaban llenas de sobresalto, el momento de tenerles a su lado libres de toda preocupación y peligro, aunque éste continuaba cerniéndose sobre sus cabezas con más virulencia.