CAPÍTULO ÚLTIMO
La hecatombe
OS habitantes de Newville, regocijados por la promesa de lo que el siguiente día iba a representar para ellos debido a la famosa boda de Texas, se retiraron temprano a sus lechos a descansar. Les esperaban horas de alegría, dinamismo y velada y debían estar preparados físicamente para soportarlas.
Debido a esto, a medianoche habíanse cerrado hasta las tabernas y así nadie se hallaba en condiciones de vigilar las afueras del poblado, donde entre las sombras de la noche estaban desarrollándose, en medio del más absoluto sigilo, escenas que no tardando mucho debían tener una trascendencia trágica.
Rodeando terreno para no ser notada su llegada, arribaron dos calesines tirados por briosos caballos, pero en lugar de penetrar por el camino vecinal, lo hicieron a través de las trochas, buscando un terreno fácil para su posible rodaje.
Uno de ellos, quedó medio camuflado por alto ramaje a la izquierda de la iglesia, con dirección Sur y el otro, fue alojado bastante más escondido en una especie de vaguada que se adentraba por el terreno montañoso que se prolongaba hasta el Oeste.
Ocho individuos de aspecto feroz y decidido, luciendo a la cintura doble juego de revólveres pendientes de cintos canana atestados de proyectiles, buscaron acomodo entre las grietas del terreno para no ser vistos fácilmente y el fotógrafo se pasó un buen rato metido en el pequeño tocador contiguo a la sala de retratar, repasando unas pequeñas esponjas, unos frasquitos que debían contener un tesoro a juzgar por las miradas amorosas que le lanzaba y todo lo que constituía el exiguo menaje.
Cuando se hallaba en este repaso, la puerta trasera que daba a las cortadas, se abrió y la silueta de Zenker, disfrazado con su equívoco traje de misionero, penetró en el tocador.
—¿Todo en orden, Jack?
—No falta un solo detalle.
Zenker se inclinó y levantando la floreada tela que cubría la mesa que oficiaba de tocador, penetró en el hueco, dejándola caer. La tela rozó el piso de tablas y nadie, de no saberlo, hubiese dicho que allí se ocultaba nadie.
—Está bien, Jack; si la cosa sale a mi gusto, te vas a ganar un buen puñado de billetes, pero si falla en algo… lo más seguro es que tanto tú como yo nos ganemos un buen montón de onzas de plomo en el cuerpo.
—De eso ya hablaríamos.
—Bien, Jack. Nada tengo que reprocharte. Eres un hombre maravilloso. Voy a buscar un rincón donde dormir hasta que salga el sol. Después…
* * *
Apenas el sol había empezado a apuntar por el horizonte, cuando ya se acusó el nerviosismo y la animación en el poblado.
Infinidad de calesines y galeras atestadas de familias de rancheros y granjeros de muchas millas alrededor a la posesión de Texas, acudían a la fiesta vistosamente ataviadas; caballos caprichosamente enjaezados soportaban sobre las sillas vaqueros y rancheros vistiendo los vistosos y llamativos atuendos de sus día de gran gala y carruajes y caballos, se confundían en la senda, desparramándose por la orilla derecha, rodeando el pueblo, pues el lado contrario, debido a lo escabroso del terreno, no parecía brindar espacio para albergarlos.
Como aún era temprano, los jinetes penetraban en el pueblo visitando las tabernas, donde todo eran risas y comentarios al inusitado suceso y un ansia no dominada animaba a todos, deseando ver aparecer el calesín de los novios.
Poco más tarde, empezaron a afluir los peones y personal de la hacienda de Texas. Era una pintoresca caravana de carruajes y jinetes, todos portando ramos de flores silvestres recogidas la noche anterior para cubrir el sendero y el paso hasta el altar cuando avanzasen los recién casados.
La vetusta y pequeña iglesia aparecía bellamente adornada con guirnaldas de flores y ramaje. Farolillos multicolores habían sido encendidos para prestar un aspecto más detonante al acto y la alfombra de rico trenzado mejicano cubría desde el mismo altar hasta el lugar donde debía detenerse el calesín.
Por fin, un jinete llegó anunciando a gritos que la comitiva nupcial estaba llegando al poblado y todos los invitados, formando una compacta masa humana, se agruparon en la espaciosa glorieta que se abría frente a la iglesia, formando calle para dejarles pasar.
Entre una nube de polvo y precedidos por una docena de gallardos jinetes que oficiaban a modo de batidores, avanzaban dos calesines tirados por magníficos caballos lindamente enjaezados. En el primer, aparecían Texas y Stella y en el segundo, seguían Vera, su padre y Daphne.
Nino, vistiendo el más bello atuendo mejicano que confeccionaran manos sabias en el vestir, aparecía sobre la silla de «Rayo» como un dios olímpico abriendo marcha y el mejicano lanzaba miradas incendiarias a las bellas muchachas que aplaudían al cortejo, como si reclamase para él toda la atención de sus miradas.
Entre aplausos delirantes y vivas a los novios, entró el carruaje en el descampado, yendo a detenerse en el pórtico de la iglesia, donde ya el cura que debía bendecir la unión, les esperaba emocionado en la puerta…
—Sed bienvenidos, hijos míos a la casa del Señor, donde éste bendecirá vuestra unión y derramará sobre vuestras cabezas toda su bondad y sus dones.
Stella, radiante de gozo, descendió del carruaje. Iba vestida con un soberbio traje de raso blanco, dotado de una larguísima y vaporosa cola que fue recogida por Vera y Daphne, y sobre la rubia mata de su pelo, que parecía un casco de oro, se destacaba el clásico ramo de azar, símbolo de su pureza.
Texas vestía un riquísimo traje de hacendado, todo él de terciopelo negro con botones de oro. Como detalle exótico, acaso por vez primera, no colgaba del cinto su temible Colt.
Tomando del brazo a su futura, penetró en la iglesia, dirigiéndose al altar, donde se celebró la ceremonia del enlace con toda pompa.
Daphne, toda emocionada, entonó una salve, cantada con voz dulce y bien timbrada, y el órgano, un poco vetusto y desafinado, le acompañó como el mediano organista pudo hacerlo a costa de grandes esfuerzos.
Al salir de la ceremonia, los vaqueros no acertaron a expresar su alegría más que disparando al aire sus impresionantes revólveres y por varios minutos, más que una boda, aquello pareció una plaza sitiada, defendiéndose briosamente.
Por fin, renació un tanto la calma y cuando los recién casados avanzaban hacia el calesín, un tipo barbudo se adelantó, diciendo con fuerte acento tejano:
—¡Oh ilustre capitán! Mi más ferviente enhorabuena por la hermosa joven que acaba de ser su esposa, es linda como un amanecer en el campo, bella como una puesta de sol, alegre como el piar de los pájaros en Primavera, pero esa belleza excepcional no puede quedar perdida como un recuerdo de este grandioso acto. Ustedes deben conservar para sus tiernos hijos un recuerdo permanente de este hermoso momento y para ello, nada como hacerse unas preciosas fotografías en mi magnífico estudio. ¡Oh!, señor, soy un artista, usted lo ha de ver. Ustedes deben…
—Basta, amigo —repuso Texas, riendo—, para pedirnos que nos hagamos un retrato, no hace falta un discurso tan largo.
—Gracias, señor, yo soy un artista; ustedes han de verlo… Por aquí, síganme, háganme ese honor…
Apretujados por los invitados que anhelaban ver a los novios más de cerca, llegaron al barracón donde solamente penetraron los novios, Vera, su padre, Daphne y Nino.
El fotógrafo desviviéndose por serles gratos, ofreció asientos a los asistentes y luego, dirigiéndose a los novios empezó a. Estudiar las posturas que debían adoptar, pero todo compungido exclamó:
—¡Oh! Señora de Texas, esos bárbaros por admirarla como se merece, le han estropeado el tocado… vea que arrugas le hace aquí el vestido, y como se ha torcido un poco ese precioso ramo…
—Pasa, Stella, yo te ayudaré a arreglar esos «terribles destrozos» de tu atuendo. A lo mejor, este gran artista echa la culpa de que salgas mal a ello.
—¡Oh no, señora!, yo siempre trabajo bien, pero busco la manera de ser perfecto, pasen, hagan el favor.
Abrió la puerta indicando el pequeño tocador.
Entró el primero inclinándose para dar paso a las dos jóvenes, mientras Texas con Spack, Nino y Daphne, sonreían ante la verborrea del fotógrafo.
La puerta se cerró suavemente y las dos muchachas sin observar nada de particular, avanzaron dirigiéndose al tocador, cuyo espejo reflejaba sus imágenes. El fotógrafo se quedó con la espalda pegada a la puerta y volviendo los brazos, corrió un seguro cerrojo sin que ellas se diesen cuenta y luego, levantando la tapa de una pequeña arca que había en un rincón junto a la puerta, extrajo algo que asió con mano nerviosa. En aquel momento, la puerta que daba a la espalda del barracón se abrió, surgiendo por el vano dos tipos innobles y por debajo del paño del tocador, surgía la repugnante silueta de Zenker empuñando como el fotógrafo algo en la mano.
Un olor desagradable se esparció por el pequeño recinto y todo fue tan simultáneo, tan estudiado y bien medido, que cuando las dos muchachas se dieron cuenta de ello y se volvieron asustadas, ya habían caído los cuatro sobre ellas aprisionándolas rudamente.
Las dos trataron de lanzar gritos de alarma y hasta consiguieron hacerse oír y luchar con denuedo, pero el sabio almohadillado de la cabina ahogó sus gritos y pronto fueron dos seres inanimados al recibir sobre sus rostros la asfixiante presión de las esponjas reciamente empapadas en cloroformo.
—¡Rápidos! No contamos más que con un tiempo muy limitado. Tú, Jack, carga con una y yo con otra y por la vaguada a nuestro escondite del calesín. Vosotros montar en el otro carruaje, seguir la trocha y a cincuenta metros ganáis la carretera. Tenéis cuatro caballos que son cuatro rayos; galopar cómo diablos para que si os siguen no os puedan dar alcance y donde estiméis más oportuno, os deshacéis del coche y huis.
Zenker y Jack, con toda la celeridad que sus fuerzas les permitían, corrieron como gamos con los cuerpos inanimados de las dos muchachas entre sus brazos y saltando por entre las piedras para borrar su paso, rodearon hasta salir a una fisura de esquisto por la que se deslizaron hasta alcanzar el calesín que se hallaba oculto a un buen número de yardas de allí.
Depositándolas en el interior, Jack subió al pescante empuñó las riendas y fustigó a los caballos por el tortuoso camino, hasta que a una buena distancia, enfocó otro más fácil que les llevaría hacia el Oeste. El otro carruaje con los ocho pistoleros que tomaron parte en la preparación del rapto, se deslizaron por la trocha hasta salir al camino común y ya en él, como una exhalación partieron hacia el Sur.
* * *
Entre tanto, Texas y sus compañeros aguardaban impacientes a que los desperfectos del tocado se corrigiesen y les iba ya pareciendo que el retoque se prolongaba de un modo nervioso.
Jim se reprimió y concedió algunos nuevos minutos al arreglo, pero el corazón le dijo que algo grave había sucedido y volviéndose pálido como un muerto, rugió:
—¡Nino, a mí; ayúdame a echar abajo esta maldita muralla!
Nino asustado al contemplar su rostro, también adivinó que algo trágico había sucedido y uniéndose a él, dejaron caer sus recias humanidades sobre la puerta. Esta resistió por dos veces la brutal presión, pero a la tercera, el cerrojo cedió, y la puerta se abrió con violencia, mostrándoles el interior de la cabina vacío y con signos de haberse desarrollado una rápida lucha.
Texas exasperado al comprender la horrible verdad, bramó:
—¡Maldición! Hemos caído en una hábil trampa. ¡Han raptado a Stella y a Vera!
Un alarido terrible de indignación brotó de todas las gargantas y docenas de cowboys saltaron por el talud desparramándose por él en busca de huellas. Pero Nino que se había adelantado, gritó de pronto al borde de una trocha:
—¡Manito… aquí… mira… hay huellas de ruedas!
—Síguelas Nino… Voy en busca de armas y un caballo.
Nino como una exhalación retornó en busca de su caballo y a todo galope, se unió a Texas que ya trotaba como un diablo por la cinta de la carretera, seguido de más de dos docenas de furiosos y valientes vaqueros.
Fué un galope fantástico que duró más de dos horas. El calesín arrastrado por cuatro briosos corceles, devoraba el terreno distanciándose del poblado para alcanzarle, se necesitaba que los perseguidores poseyesen una velocidad y una resistencia excepcionales.
Por fortuna, el caballo elegido por Texas era un ejemplar magnífico, así como el de Nino y aunque parte de los peones fueron quedando rezagados porque sus monturas no pudieron resistir aquel galope endemoniado, parte de ellos se mantenían bastante cerca del furioso aventurero.
Por fin, mediado el día, una nube de polvo les indicó que se acercaban al anhelado carruaje y Jim pidiendo al caballo un último esfuerzo consiguió despegarse aún más de sus compañeros.
Nino se mantuvo a su nivel y poco más tarde, se acercaban al carruaje.
Texas no se entretuvo en pedirles que se detuviesen. Levantó el revólver y disparó.
Pero un huracán de plomo fue la respuesta. Los ocho forajidos, dándose cuenta del peligro, contestaban briosamente tratando de detenerles.
Jim no fue alcanzado por milagro, pero sin hacer caso del peligro, continuó avanzando y disparando rabiosamente, secundado por los peones que le seguían. Texas temiendo alcanzar a las muchachas con los disparos, había dado orden de disparar bajo para alcanzar a los caballos y detener el carruaje. Si lo conseguían lo demás estaría logrado.
Por fin, uno de los caballos vaciló cayendo a tierra. Sus compañeros trataron de seguir avanzando arrastrándole, pero no lo consiguieron y el carruaje se detuvo en la cinta de la carretera en medio de la más salvaje alegría de Texas.
Pronto éste, seguido de Nino y los peones, avanzaron intrépidamente disparando cómo diablos y tratando de rodear el calesín y una pelea feroz se entabló entre perseguidos y perseguidores.
Los forajidos, gente dura y valiente, tumbados en el carruaje se defendían como tigres acosados. Se daban cuenta de que les habían asignado una misión trágica y la más alta rabia se había apoderado, de ellos, al saberse víctimas propiciatorias de aquel plan tan descabellado.
Pero poco a poco iban cayendo. El humo de la pólvora poblaba el ambiente y no permitía ver lo que sucedía en el carruaje, cosa que encendía la sangre de Texas, pues temía que en la terrible batalla las muchachas pudiesen sufrir las consecuencias de la lucha.
Por fin la defensa se fue haciendo más leve. Los forajidos iban cayendo no cesando de disparar hasta que sus fuerzas quedaban agotadas con el último aliento y los peones con Texas a la cabeza, consiguieron terminar de abatirles asaltando el carruaje.
Este ofrecía un cuadro impresionante. Los caídos amontonados unos sobre otros, aparecían cubiertos de sangre. Algunos, aún respiraban ansiosamente revolcándose en las ansias de la muerte y Texas sin misericordia, les fue tomando uno a uno y arrojándoles al polvo de la carretera, pero cuando dejó vacío el calesín observó con rabia y asombro que no se encontraban las muchachas en él.
Con los ojos inyectados en sangre por la ira y la desesperación, se dirigió al que parecía menos grave y colocándole el cañón del revólver en la boca rugió:
—¡Habla o te deshago esa boca de sapo que tienes!… ¿Dónde están las muchachas?
—No lo sé… a nosotros… nos mandaron… galopar… con… el carruaje y… no sé más…
—¿Quién?
—Aquel… el que… parecía un misionero… y… Jack… el jefe…
—¿Dónde fueron ellos?, ¡pronto, por el Infierno!
—No sé… por las trochas… con las muchachas… no dijeron más…
Texas comprendió que decía la verdad. Ellos solo habían sido peones secundarios para despistarles en la búsqueda… La verdad trágica era muy otra y con el tiempo perdido, iba a ser muy difícil descubrirla.
Rabioso se dirigió a los peones diciendo:
—¡Rematar esa carroña y arrojarla a los buitres!… ¡Nino a galope… al poblado!… Me temo que sea demasiado tarde para conseguir nada, pero… ¡Por cuanto puedo querer en el mundo, juro no descansar hasta encontrarlas y descubrir a ese monstruo deshaciéndole como a un guiñapo entre mis manos!
A pesar del cansancio de los caballos, volvieron a emprender el trote regresando al poblado cuando ya la luz del atardecer iba envolviéndolo.
El cuadro que se ofreció a sus ojos fue impresionante. Las mujeres rezaban en la iglesia porque las muchachas fuesen rescatadas y regresasen sanas y salvas y los hombres reunidos en la glorieta, comentaban rabiosamente el suceso y no se explicaban como pudo haber sido preparado tan magistralmente.
Spack abatido, parecía un pelele sentado sobre un banco de junco a la pared de la barraca y Daphne, pálida y nerviosa, le atendía y no dejaba de clavar sus ojos en la cinta del camino esperando ansiosa ver reaparecer a los perseguidores.
Cuando Texas y Nino, pálidos tensos, cubiertos de polvo y sangre entraron en el descampado, todos adivinaron que nada habían conseguido y el bravo aventurero sobreponiéndose a su dolor, gritó:
—Fué un truco para burlar la persecución. El carruaje solo porteaba media docena de forajidos que han pagado con la vida su ayuda. La verdad es que se las llevaron por un camino distinto que hay que encontrar.
Al oírle, todos se lanzaron ansiosamente hacia los taludes requisándoles con furia, para aprovechar la poca luz existente, pero al cerrar la noche, tuvieron que desistir desanimados de la búsqueda. Zenker había sabido hacer las cosas muy bien y su rastro era muy difícil de localizar a aquellas alturas.