CAPÍTULO VII
Cogido en la trampa
ENKER regresó a Boixe una mañana, encontrando al millonario, como siempre, sentado en el banco del jardín, con el libro entre las manos. Parecía nervioso y abatido y el astuto secretario no le despertó su actitud sospecha alguna, pues le creía aún bajo los efectos de la trágica noticia.
Spack, al verle, se levantó, cansado, diciendo con voz lánguida:
—¡Oh, Zenker, cuánto ha tardado usted! Estoy deshecho.
—Lo comprendo, señor Spack, ha sido un golpe muy rudo y usted ya no es un niño para soportarlo con la entereza que yo…
—¿Dónde ha estado usted tanto tiempo?
—En Kansas City y en Nevada City. Al primer sitio, fui a encargar el mausoleo para la infeliz Vera y al segundo, a revisar a nuestros hombres. He reunido una cuadrilla de dos docenas de tipos duros y estoy dispuesto a dar la batalla en gordo. Si Texas no se decide a salir del rancho con esa gente, me siento capaz de entrar en el corazón de él y darle muerte. ¡Le juro que Vera no se quedará sin vengar!
—Yo también lo juro, Zenker —exclamó el millonario con exaltación—. Es la única cosa buena que me queda por hacer en el mundo.
—Pues quedará usted satisfecho, señor Spack.
El financiero, realizando heroicos esfuerzos para disimular el odio feroz que se había encendido en su pecho contra el secretario, le pidió detalles de su viaje y él se los dio con todo lujo, poniendo en sus palabras un falso patetismo que hubiese engañado a cualquiera.
—¿Cómo está la sepultura de mi hija?
—Igual que yo la dejé, no pase cuidado por ella. Es un lugar abrupto y nada frecuentado y por allí no circula nadie.
—¿Cree usted que la reconoceré cuando la saquemos?
—No sé qué decirle, señor Spack. La tierra come mucho… la carne se descompone… pero espero que ello sea posible.
Había tal aplomo en las afirmaciones del secretario, que Spack se sintió confuso. ¿Qué habría preparado aquel granuja y qué cadáver sería el que trataría de hacer pasar por su hija?
Ardía en deseos de comprobarlo y preguntó:
—¿Cuándo nos vamos, Zenker?
—Pues… debemos esperar aún unos días. Están construyendo el mausoleo y sería para usted un tormento encontrarse allí sin poder proceder a la exhumación.
Durante varios días, la situación no cambió sensiblemente. Spack se mostraba huraño y taciturno, evitando hablar con Zenker todo lo posible y cuando lo hacía, ocultaba su nerviosismo hostigándole para que adelantase cuanto más pudiese la fecha de marchar a Carson City, tratando de saber qué día escogía.
Zenker lo demoraba con la intención de que cuanto más tiempo se hallase bajo tierra el cuerpo de la infeliz Esther, más desconocida se encontrase, pero tanto insistió Spack en marchar, que un día afirmó:
—Prepárese. Mañana nos vamos.
—¡Por fin! Creí que no llegaría nunca.
—Es la fecha que me dieron para tener listo el mausoleo. No lo he demorado por mi gusto.
Aquel día, cuando Spack salió a dar su acostumbrado paseo por los alrededores de la finca, depositó en el hueco del árbol un escrito que, ya de noche Nino retiró, entregándoselo a Texas. El escrito decía:
«Mañana partimos para Carson City. Dice Zenker, que no lo hemos hecho antes porque estaban construyendo el mausoleo para trasladar el cuerpo de Vera. Se muestra muy sereno, afirmando que se hará la exhumación. Tiemblo, al pensar que pueda encontrar otro cadáver en el lugar que debía hallarse ella».
Texas también se estremeció al leer la afirmación. Sabía de lo que era capaz el cruel secretario y no dudaba de que habría cometido algún nuevo crimen, solamente para poder ocultar el que creyó haber cometido y no cometió.
Rápidamente escribió algo en un papel, lo mandó depositar en el escondite y dijo a Nino:
—Prepárate. Aún podemos alcanzar el tren de esta noche. Nos adelantaremos a ellos y llegaremos con doce horas de anticipación. Quiero echar un vistazo al lugar del crimen y tenerlo todo preparado para la sorpresa.
—¿Cuál es tu idea?
—Cazarle cuando haya desenterrado el falso cadáver. Hemos de averiguar a quien pertenece y acusarle de un nuevo crimen. Esta vez lo haré delante del sheriff.
Apenas llegaron a la ciudad, Texas no perdió el tiempo. Contaba con muy pocas horas y quería aprovecharlas para dejar todo bien ultimado.
En compañía de Nino, se trasladó a las cortadas donde dejó tumbados a los rufianes y pronto comprendió que Zenker había visitado tan exótico lugar. Los cadáveres de los forajidos habían desaparecido y una cruz que se erguía cérea de la cueva, le indicó que allí reposaba alguien que debía pasar por el cuerpo de Vera.
Después de examinar atentamente el terreno, indicó unos amontonamientos de piedras y plantas silvestres, diciendo:
—Tú y yo nos esconderemos en este lugar para surgir en el momento preciso.
—¡Precioso, manito! —afirmó el mejicano—. Va a ser una función que no me la perdería yo ni… ni por el caballo del señor Atila.
Abandonando las cortadas, Texas ordenó a Nino que se volviese al hotel y él se dirigió en busca del sheriff.
James O’Conor era un tipo de estatura regular, rostro sanguíneo, ojos azules que parecían mirar siempre con melancolía y un bigote canoso y poblado, que casi le cubría los labios. Tenía las piernas muy arqueadas de montar a caballo y unas manos grandes y callosas que parecían dos soplillos.
Texas se presentó a él dando su nombre y James, estrechando su mano, exclamó:
—Estoy muy enojado con usted, señor Texas.
—¿Por qué?
—Por no haber solicitado mi ayuda cuando su asunto aquí. De haberme dicho lo que sucedía, aquel terrible incendio no se hubiese producido y a estas horas el forajido estaría pudriendo su esqueleto de la rama de un árbol.
—No pudo ser, señor O’Conor; Lo supe con los minutos justos. Había venido a Carson City a otro asunto, pero aquel demonio estaba trabajando por su cuenta y coincidimos. De todas suertes, nunca es tarde; precisamente vengo a ponerlo entre sus manos de una vez para siempre.
—¿Qué dice usted? ¿Que está aquí?
—No, pero llegará dentro de unas horas.
—¡Oh, bien! Bajaremos a la estación a recibirle con los fuegos de artificio que se merece.
—No haremos eso. Tengo otra idea más eficaz para cazarle, porque necesito comprobar si ha cometido un nuevo crimen y acusarle ante el cuerpo del delito. Escúcheme y dígame qué le parece mi plan.
Texas estuvo hablando un gran rato, mientras el sheriff le escuchaba complacido y cuando dio fin a su peroración, exclamó:
—¡Magnífico! Será algo muy espectacular. ¿Estará usted allí?
—De modo imprescindible; no olvide que es un sujeto peligrosísimo y que sabe que si cae no hay salvación para él.
—Bueno, pero tendrá que contar con nuestros revólveres. Yo también asistiré al bonito acto.
—¡Cuidado! Si sospechase algo…
—No se preocupe. Le prometo que no sabrá quién soy hasta el momento preciso. Déjeme que prepare yo todo el aparato. Será algo muy divertido… para él. Ustedes escóndanse en el sitio elegido y de lo demás no se preocupen.
Texas se retiró al hotel y le extrañó no encontrar a Nino en su habitación. Sospechando que estaría aprovechando el tiempo para emborracharse, bajó al bar donde tampoco dio con él, pero al atravesar ante la pequeña sala que servía de descanso y de recibo, le encontró medio tumbado sobre una mecedora, columpiándose, con una revista en la mano y un buen vaso de whisky sobre una mesita.
—¿Dándote aires de gran señor, Nino? —preguntó.
—¡Phs!… No he querido mezclarme con esa gentuza del bar, porque a lo mejor, crees que me estoy emborrachando o así.
—¿Y ese vaso que tienes delante de ti?
—Es para hacer ganas de comer, manito… Llevo una temporada que no trago nada si no abro antes el apetito.
—Te compraré un purgante. Será mejor.
—¡Qué va! ¡Si esto me sienta mejor que un tiro en los riñones! Pide un vaso, manito, ¡maldita sea Sonora!, que hace un siglo que no bebes. Podemos brindar por el éxito de tus planes.
Texas se dejó seducir y pidió un vaso de whisky. En tanto se lo servían, revolvió el montón de revistas y periódicos atrasados que había sobre la mesa.
Les echaba una ojeada distraída, cuando, súbitamente quedó tenso, con los ojos clavados en el epígrafe de una noticia; luego, la leyó atentamente y después buscó la fecha de la publicación.
Cuando se hubo enterado de todo, entregó el diario a Nino, diciendo exaltado:
—Lee eso. ¿Qué te dice?
El mejicano leyó el suelto y contestó:
—¡Bueno va, manito! Eso de que una muchacha de un bar desaparezca, es cosa corriente, creo yo. Aquel vaquero guapo que cenó con ella en «El León de Oro» se la llevaría una temporada y…
—Bueno, no sirves para comisario, Nino. Mira la fecha del diario.
—Bien, es de hace doce días.
—Justamente. Hace doce días, estaba aquí Zenker… Éste necesitaba el cadáver de una muchacha para sustituir al que no encontró de Vera… Seré muy suspicaz, pero juraría que el cadáver que mañana van a desenterrar es el de esa infeliz.
El mejicano se le quedó mirando con los ojos muy abiertos y apurando de un sorbo el contenido del vaso, masculló:
—Manito, deja que me limpie el susto del cuerpo, ¡repinto! Creo que tienes mucha razón, ¡maldita sea Jalisco! Bueno, como así sea… ya va divertido ese tipo.
—Apostaría media hacienda a que he acertado. Zenker es demasiado listo para dejar las cosas a medias. Él ha prometido a Spack presentarle el cadáver de su hija y muy seguro está de ello, cuando acude a la exhumación. ¡Quisiera ver lo que ha hecho con esa desgraciada para poderla hacer pasar por Vera!
—Pues si no te mueres esta noche, lo verás, manito.
Y ambos, atacados de un nerviosismo poco común en ellos, se entregaron a una discusión sobre la posibilidad de sus sospechas.
* * *
Aquel mismo día por la noche, llegaron a Carson City, Zenker y Spack. El primero se apresuró a conducir al millonario a un hotel alejado de todo el foco de sus actividades anteriores y le instó para que durmiese sosegado, pues al día siguiente le aguardaba una dura prueba.
El millonario se retiró a su dormitorio, pero no pudo conciliar el sueño en toda la noche. Sentía una horrible zozobra pensando en lo que iba a suceder al día siguiente y temía que cualquier contratiempo imprevisto echase por tierra los planes de Texas.
Por la mañana, Zenker le advirtió que iba a visitar al encargado de construir el mausoleo y si éste se hallaba concluido, arreglaría todo con el encargado del cementerio para el traslado.
Era mediada la tarde cuando regresó en busca del financiero. Parecía muy satisfecho y apenas entró en la estancia, advirtió:
—Todo arreglado, señor Spack. He gratificado con largueza y muy bien al encargado del cementerio y éste enviará una caja y tres hombres que se encarguen de la operación. El cadáver será exhumado sin ruido y trasladado al cementerio general. En su día, cuando todo esté concluido, podrá lanzarse a los cuatro vientos la verdad de la muerte de su hija.
—Bien, ¿cuándo iremos en su busca?
—A las seis. Es la hora en que he quedado en recoger a los hombres que han de llevar a cabo el desenterramiento. Serán discretos, pues he comprado su silencio.
Como había predicho, a esa hora, tres hombres rudos, vestidos de una manera bastante pobre y vulgar, esperaban a Zenker en los bajos del hotel. Se presentaron a él como los enviados por el encargado del cementerio y advirtieron que una carreta con la caja les esperaba en las afueras del poblado en un lugar ya convenido. Zenker que había alquilado un par de caballos para hacer el viaje más descansado, ofreció uno a Spack y esto subió a él, no sin antes asegurarse de que llevaba el revólver bien cargado en el bolsillo.
Los desenterradores les siguieron a pie, aunque el camino era largo, pero poco después, al unirse a la carreta montaron en ella y se dirigieron a las cortadas. La tarde se hallaba bastante avanzada cuando se introdujeron por aquel terreno áspero y herbóreo y la carreta hubo de ser dejada bastante atrás por no existir espacio abierto para que rodase.
Los tres ayudantes cargados con la caja, seguían a Zenker, quien decidido como hombre que conocía bien el terreno servía de guía.
Por fin, alcanzaron el pequeño descampado donde algún tiempo atrás se desarrollaron tan trágicos sucesos y señalando la cueva que aún conservaba en su entrada parte de las piedras amontonadas por los bandidos exclamó sordamente:
—Aquí fue donde encerraron a la pobre Vera.
Y tomó un puñado de tierra besándola falsamente.
Spack fingió imitarle y el secretario girando a su izquierda, le condujo al lugar donde se erguía la cruz.
—¡Y esta es su sepultura!
Por un momento quedaron erguidos frente a la tosca cruz, con la mirada clavada en la tierra. Sus rostros reflejaban una emoción intensa, pero cada uno tenía un motivo adecuado para sentirla. El uno de ávida sorpresa y el otro de miedo por lo que pudiera surgir.
Los tres desenterradores a su lado, parecían indiferentes al acto, pero los tres por una rara coincidencia, tenían las manos metidas en los bolsillos derechos de sus raídas chaquetas. Por fin Zenker fingiendo un esfuerzo, ordenó:
—Caven en esa sepultura, pero tengan cuidado. Debajo hay un cuerpo a unos cuatro palmos de la superficie.
Los obreros se pusieron a la faena tanteando la tierra con cuidado y cuando estimaron que se acercaban a la profundidad indicada, dejaron los picos y con unas pequeñas azadas, continuaron extrayendo tierra hasta que poco a poco, fueron descubriendo el cuerpo de la infeliz muchacha.
Entre la tierra, el ya indicado período de descomposición y lo que los rufianes habían desfigurado el rostro de la muchacha, era imposible reconocer las facciones de esta. Solo se destacaba la mata de pelo y el cuerpo, de una altura aproximada al de Vera.
Con toda precaución fue extraído y depositado sobre la superficie dura de la tierra. Spack se quedó tenso mirándola y por fin exclamó:
—¿Esta es mi hija, Zenker?
—¿Lo duda usted, señor Spack?
—No, pero ¿cómo puedo reconocerla? Está completamente desfigurada…
—Tenga usted en cuenta que lleva enterrada muchos días sin protección alguna contra los gusanos.
—Es cierto… Sólo puedo fiarme de su palabra. ¿Me jura usted que este cuerpo es el de mi hija Vera?
—¡Se lo juro!
Súbitamente, una voz incisiva gritó frente a él:
—¡Mientes, asesino, falsario!
Zenker giró bruscamente la vista hacia el lugar donde había brotado la acusación y llevó la mano al bolsillo buscando el revólver al ver surgir ante él la silueta de Texas con el arma en la mano.
Pero algo le imposibilitó toda acción. Los tres desenterradores que se hallaban casi pegados a él, saltaron como tigres aferrándole reciamente entre dos, mientras el tercero apoyándole un objeto duro a los riñones, gritó:
—¡No se mueva amiguito, será mejor para usted! Se lo ordena James O’Conor, sheriff de este poblado.
Zenker como un rabioso poseído, forcejeó con indómita desesperación para zafarse la tenaza brutal de los ayudantes del sheriff y quizá lo hubiese conseguido de no surgir Nino, quien de dos zancadas llegó hasta él y atenazándole brutalmente por un brazo hasta casi tronchárselo, rugió:
—Bueno va manito, no me sea pringao y estese ya quieto o así, si no quiere que le haga ocho o diez pedazos… ¡Maldita sea Sonora! Que ya tenía ganas creo yo de poner mis manos sobre sus asquerosas carnes.
Su presión era tan brutal, que Zenker rugía como si le estuviesen quebrando los huesos con unas horribles tenazas y mientras el mejicano le retenía como a un pelele, el sheriff le colocó un par de recias esposas en los pies y luego, con ayuda de Texas otras en las manos.
Cuando quedó jadeante y maldiciendo tumbado como una res sobre la dura tierra, el sheriff que había asistido a la tragicomedia disfrazado de desenterrador, se acercó a Texas diciendo:
—Bien, capitán, supongo que estará usted satisfecho del modo que se ha llevado el asunto.
—Así es, aunque… hubiese preferido eliminarle de un tiro. Tengo muchas deudas pendientes con él, pero en esta ocasión, había algo que se salía de la cuestión personal para entrar en el terreno general de la Ley. Ese cadáver le libra de mi revólver para llevarle a la horca.
Luego, indicando a Spack que permanecía en pie erguido con la mirada clavada en el cuerpo de su secretario y la mano metida en el bolsillo, acariciando con rabia el mando de su pistola, exclamó:
—No haga lo que piensa, señor Spack. Yo lo hubiese hecho también antes que usted, pero debía ser como ha sido.
—¡Oh! Me cuesta un sacrificio enorme no deshacerle con mis propias manos. ¡Es la hiena más repugnante y maligna que he conocido en mi vida!
Texas se volvió hacia el sheriff indicando:
—El señor Claudio Spack, padre de la muchacha que debía haber ocupado esta sepultura de no haberla salvado yo de sus garras.
—Mucho gusto en conocerle y en felicitarle por la suerte que ha tenido de que usted interviniese tan oportunamente… Ahora, lo que hay que averiguar es a quien pertenece este cadáver.
—Yo se le diré… Creo que por una verdadera casualidad lo he averiguado. Lea esto.
Sacó del bolsillo el recorte del periódico que había encontrado en el hotel y se lo entregó. El sheriff apenas lo vio, dio un respingo gritando:
—¡Por todos los diablos del infierno! ¡Tiene usted razón! Este no puede ser más que el cuerpo de esa infeliz muchacha que desapareció del bar hace unos días. No tardaremos en saberlo, pues sus compañeras la identificarán por las ropas.
Spack se acercó intrigado y Texas le dio cuenta del incidente que le había hecho leer el suelto de la desaparición de Esther, cosa que le dio la clave de la audaz maniobra del secretario.
—Claro —comentó— necesitaba un cadáver y tenía que buscarlo. Por eso le trajo a usted con tanta seguridad.
Spack, conmovido, se dirigió al sheriff:
—Escuche. Yo había encargado un mausoleo para mi pobre hija. Que lo destinen a sepultar el cuerpo de esta infeliz por mi cuenta, ya que no puedo hacer otra cosa por ella y si tiene familia, dígamelo para preocuparme de su porvenir.
—Muchas gracias. Haré las gestiones precisas.
Dio orden a sus ayudantes para que guardasen el cuerpo de la muchacha en la caja ya preparada y lo llevasen al cementerio y señalando a Zenker que les miraba con ojos de loco, exclamó:
—A este sapo lo atravesaremos sobre uno de los caballos y lo llevaremos a mis oficinas. Allí tengo un buen calabozo y lo encerraré hasta que le haga cantar.
Tomando el cuerpo del secretario entre sus robustos brazos, lo elevó sobre el caballo y cuidando de él fieramente, emprendieron el camino del poblado comentando las incidencias del suceso.
El sheriff había demostrado una gran sagacidad y sangre fría tomando el puesto de un desenterrador para acorralar al criminal y así, todo se había desarrollado tan a la perfección, que no hubo necesidad de provocar una lucha con derramamiento de sangre.
Cuando ya de noche llegaron al poblado, se dirigieron a las oficinas, donde O’Conor mostró a Texas y a Spack el sólido calabozo que como cárcel provisional había hecho construir para determinados presos. Poseía sólida puerta, un formidable cerrojo y nadie podía evadirse de él.
Texas quedó tranquilo respecto al lugar del encierro y pasando al despacho del sheriff, dio a éste los detalles que le fueron pedidos para redactar el atestado y el acta de acusación.
—El asunto es claro —afirmó el sheriff— pasaré el acta al juez y rápidamente será nombrado un jurado aquí mismo. Basta con el alevoso asesinato de esa infeliz, para que dentro de un par de días o tres esté bailando de una buena cuerda en la rama de un árbol. Márchense tranquilos a su hotel y yo les tendré al corriente de todo para que asistan al juicio.
—Al juicio y a la ejecución —afirmó Texas—. No me iré de aquí sin asegurarme de que queda bien muerto.
Y despidiéndose del representante de la autoridad, regresaron a la villa; sombríos pero satisfechos de la jornada.