CAPÍTULO VI

La mentira y la verdad

LA vieja indignada, se revolvió contra el mejicano lanzando improperios contra él, pero Nino solícito, se apresuró a recoger lo caído introduciéndolo en el cesto al tiempo que se excusaba por su torpeza.

—¡Oh señora!, ¡maldito sea Jalisco! ¡He sido tan torpe!… Perdóneme, yo no quise…

La vieja sin oírle, seguía increpándole y Nino desesperado, no acertaba a hacerla comprender que todo era resultado de una distracción.

Por fin aburrido llenó el cesto, se lo colocó en el brazo, tomó de uno a la vieja y medio arrastrándola gruñó:

—No rezongue más abuela, ¡maldita sea Sonora! Que van a creer que esto es una fiesta de circo.

Aunque tarde se dio cuenta de que era sorda como una tapia y dando unos gritos que atronaban la plaza, se hizo entender, prometiéndola llevarle el cesto hasta su morada.

La vieja se calmó agradeciendo la oferta y Nino más tranquilo, siguió arrastrándola del brazo hasta llegar a la villa.

Texas detrás muy divertido, les seguía sin darse a ver. Aprovecharía la distracción de la vieja para entrar por delante de ella y sorprender a Spack si aún continuaba en el jardín.

Nino recordando su misión, se las ingenió para sacarle algún dato de los habitantes de la villa y la mujer sin malicia alguna, declaró que servía al señor Smith que estaba haciendo cura de reposo y que le acompañaba un amigo que ahora estaba de viaje.

Texas captó la declaración y respiró con desahogo. Si en aquel momento se encontraba solo en la villa Spack, el asunto iba a resultar más sencillo de lo que él había supuesto.

Cuando llegaron ante la puerta de la verja, la vieja abrió con la llave que había extraído del bolsillo y se volvió para reclamar el cesto que Nino seguía aprisionando en su brazo y Texas, aprovechando el momento, empuñó el revólver escondiéndole en la manga de su chaqueta y se deslizó por detrás de la criada penetrando en el jardín.

Spack que seguía con su libro entre las manos, levantó la cabeza al sentir crujir la arena del piso y por un momento, quedó indeciso al ver avanzar la silueta de un hombre a quien no reconoció en el primer instante, pero cuando de cerca se dio cuenta de quien se trataba, se levantó como impulsado por un muelle tratando de llevar la mano al bolsillo del pantalón donde debía tener, guardada la pistola, pero ya era tarde.

Texas había saltado sobre él aplicándole el cañón de su revólver al pecho y con acento incisivo, advirtió:

—No se mueva, señor Spack si no quiere quedar clavado en ese banco. Creo que le va a interesar a usted mucho que hablemos largamente en algún lugar reservado. Le advierto que vengo en son de paz si quiere admitirla, pero que también estoy dispuesto a continuar la guerra si ese es su propósito.

Spack con los ojos inyectados, en sangre por la rabia, miraba a la verja donde la vieja furiosa, increpaba a Nino que la empujaba hacia adentro después de cerrar y comprendiendo que ya no tenía escape, gritó:

—Déjelos… Váyase dentro; he de hablar con ellos.

La criada desapareció en el interior y Spack, cruzándose de brazos, exclamó sordamente:

—¿Qué hace, ya que no me asesina como a mi hija? Creo que me haría usted un favor activando sus planes.

—Quizá, pero no son esos. Haga, el favor de guiarnos a un lugar donde podamos hablar sin hacer brillar al sol los cañones de los revólveres. Tengo cosas muy interesantes que contarle a usted.

El millonario, desmadejado después de la brutal sorpresa, se volvió, adentrándose por la casa, y Texas, temiendo una reacción por su parte, se situó a su lado sin soltar el revólver, para impedir que su enemigo tratase de sacar el suyo en un esfuerzo desesperado.

Cuando se encontraron en un gabinete con una ventana que daba al jardín, Texas propuso:

—¿Quiere usted que hablemos sin pensar en las armas? Deje usted la suya lejos de su alcance y yo le prometo que nosotros haremos lo mismo. Lo que vamos a tratar quizá resuelva muchas cosas mejor que el plomo.

Spack se encogió de hombros. Se sabía perdido y nada podía intentar para evitarlo.

—En este bolsillo está mi revólver —dijo.

Texas lo extrajo y entregando los suyos a Nino, advirtió:

—Quédate vigilando en la puerta. Lo peor que podía sucedemos es meternos en la ratonera y esperar a que el cazador nos espere a la salida.

Cuando el mejicano abandonó la estancia, Texas, sonriendo, exclamó:

—Me hago cargo de la sorpresa de usted al encontrarse conmigo cuando estaba muy lejos de sospecharlo, pero usted mismo me ha dado la pista.

—¿Yo?

—Sí. Su telegrama a Washington anunciando la muerte de su hija me ha servido para llegar hasta aquí. Creo que en otra ocasión esto hubiese sido para usted una imprudencia mortal. En esta, quizá sea un beneficio que se ha hecho sin darse cuenta.

—No lo entiendo.

—Ya lo entenderá. ¿Dónde está su yerno?

Spack apretó los dientes, barboteando:

—No se lo diré aunque me destroce. Confío en que sea él quien vengue la muerte de mi hija y la mía.

—Observo que vive usted en el mayor de los engaños y me alegro haber llegado cuando él no se encuclilla aquí. De otra forma, las explicaciones se hubiesen realizado a tiros, con perjuicio de usted.

»No es preciso que me diga dónde está… espero que lo haga no tardando mucho. Ahora sólo me interesa decirle que si durante algún tiempo ha estado usted expuesto a caer noblemente ante mi revólver, ahora está usted al borde del sepulcro, con la casi seguridad de caer en él empujado por la alevosa mano de Zenker.

—¡Mentira! Zenker es mi yerno, mi aliado, el enemigo de usted y no mío.

—Está usted en un error. Zenker está maquinando su muerte, porque aspira a apropiarse la herencia de Vera.

Spack al oírle, quedó tenso. La insinuación de Texas había herido una fibra sensible en su imaginación, porque conociéndole a fondo, le sabía falto de escrúpulos para guardarle lealtad incluso a él mismo.

—¿En qué se funda usted para asegurar eso? ¡Él no mató a mi hija, fue usted quien quiso herirme dándome ese golpe terrible!

Texas le miró fríamente, contestando:

—Sigue usted en un error enorme. Fué Zenker quien intentó asesinar a su hija, junto con el propio hijo de él.

—¡Falso! ¡Pruébemelo!

—¿Qué sucedería si pudiese probárselo?

—Que desharía con mis propias manos a ese monstruo.

—Bien. ¿Quiere usted decirme qué le ha contado respecto a la muerte de su hija?

El financiero repitió el relato de Zenker y cuando terminó de hablar, Texas sonrió con humorismo cruel.

—Es un buen tejedor de patrañas… ¿Se quedaría usted convencido si fuese su propia hija la que desmintiese ese cuento?

Spack creyó que el corazón se le saltaba del pecho al oír la pregunta y, avanzando, asió con trémulas manos la chaqueta de Texas, rugiendo:

—¿Qué ha dicho usted?… ¿Mi hija? ¿Acaso quiere decirme que está viva?

—Justamente es lo que he querido decir. Su hija no sólo está viva, sino que en estos momentos está en mi rancho con Stella y Daphne.

—¿En calidad de prisionera?

—En calidad de amiga. Vera no sólo se arrepintió de su actuación pasada, sino que me salvó la vida una vez en Elko y yo se la salvé dos veces. Una, cuando su propio marido quiso apuñalarla en el tren y otra, cuando la dejó encerrada en una cueva de las afueras de Carson City, para que muriese de hambre y sed en unión de su propio hijo, y ahora, escuche la verdadera historia de todo lo sucedido desde que usted cayó en mis manos, cuando pensaba arrojarme al mar.

Texas hizo un relato detallado de todo lo ocurrido, en tanto que el millonario le escuchaba sombríamente, clavándose las uñas en las palmas de las manos durante los pasajes más dramáticos del relato.

Cuando Jim terminó, de hablar, Spack se levantó y avanzando hacia él, exclamó:

—¡Pruébeme que mi hija está viva y libre en su rancho y pídame la vida si la desea! Comprendo sus puntos de vista y le juro que sí es verdad cuanto me ha contado, sólo viviré para vengarme de ese monstruo. En cuanto a usted, acepto el ofrecimiento que dice haberle hecho mi hija en mi nombre y no sólo renuncio a luchar con usted, sino que pongo a su disposición mi fortuna para emplearla en favor del bien.

—Pues esto es muy sencillo. Véngase usted conmigo.

—¿Dónde?

—A telégrafos. Vamos a poner un telegrama al rancho y quiero que lea usted el texto. La contestación deberá venir a su nombre rápidamente.

—Bien, vamos… No dudo de su palabra, pero es tal el trastorno que me ha producido la noticia, que parece que necesito una confirmación categórica para tranquilizarme.

Ya en la puerta, Texas le detuvo.

—Un momento. ¿Dónde está Zenker? Comprenderá que no voy a dejarme sorprender de él.

—No se preocupe. Zenker no está en Boixe. Ha ido a Carson City a preparar todo para exhumar el cuerpo de mi hija y darle sepultura en el cementerio de dicha localidad.

Texas silbó de un modo especial y comentó:

—¿Y qué va a suceder ahora, cuando descubra que ya no están allí los cuerpos de sus dos víctimas?

—No sé y siento curiosidad por saber cómo trata de resolver el conflicto. Si es cierto lo que usted asegura, no sé cómo podrá presentarme el cadáver de Vera.

—Yo también siento curiosidad por saberlo. Vamos.

Ya en las oficinas de telégrafos, Texas redactó un telegrama dirigido al rancho, que decía:

«Querida Stella:

»Llegamos bien. Todo marcha buen camino. Di a Vera que encontramos a su padre. Éste desea de ella confirmación de su buen estado de salud. Que conteste a nombre de…

—¿Qué nombre usa usted aquí? —preguntó, dirigiéndose al financiero.

—Zeb White.

… Zeb White… que le diga algo sólo de él conocido para que no dude de que es cierto.

«Texas«

—¿Le parece a usted bien? —interrogó a Spack—. Si le dice algo que yo ignore, supongo que no tendrá usted duda.

—No, no la tengo ya, Texas. Sé de su caballerosidad, pero ardo en deseos de que sepa que estoy bien y tener algo tangible de ella que acabe de convencerme de que es verdad tanta dicha. Si acabo de convencerme, será usted para mí el hombre más grande de la tierra y me convertiré en su esclavo para siempre.

—No preciso tanto, señor Spack. Me bastará con acabar con ese monstruo de Zenker y con que se deshagan todas las maquinaciones tejidas para perjudicar a la nación y a tantos infelices como se les ha perjudicado.

—Le prometo que haremos todo eso y más. Tanto mal como he podido hacer, quiero convertirlo en bien.

Regresaron a la casita y ya allí, Texas advirtió:

—Ahora hay que trazar un plan para cazar a Zenker. Quiero fiarme de usted y aceptar su colaboración para ello.

—Le suplico que me deje con él a solas diez minutos. Bastarán pata acabar con ese maldito traidor.

—No, podría fallarle el pulso. Por otra parte, quiero saber sus planes futuros. Puede tener organizado algo que ignoramos y resultar víctimas a posteriori de esos planes. Prefiero otra cosa.

—Hable. Haré cuanto usted me diga.

—Usted ha sido siempre hombre de temple; demuéstremelo ahora, no dándole a entender que conoce usted la verdad.

—¿Qué voy a ganar con ese juego tan peligroso?

—Darle largas para que descubra los planes que tiene entre manos. Seguramente que sí ha descubierto que falta el cadáver de su hija en la cueva, algo habrá preparado contra usted y contra nosotros. Necesitamos saberlo y lo mejor es dejarle en la creencia de que usted secunda sus torcidos planes. Esto le confiará, salvará su vida y le llevará derecho y por su propia iniciativa a meterse dentro del cordel que debe ahorcarle. Esta es mi opinión.

—¿Y usted cree que yo puedo disimular, convivir con él y no descubrirme, sabiendo que por dos veces ha intentado asesinar a mi hija, la que si no hubiese sido por usted a estas horas se estaría pudriendo bajo tierra?

—Es lo que pretendo y por ello apelo a su entereza. Saber vengarse es lo más emocionante… Mi propósito es que quede declarado oficialmente como un asesino, sin perjuicio de adelantarme a la justicia humana.

Spack luchó durante algunos momentos contra su propio instinto y por fin, realizando un esfuerzo, afirmó:

—Lo voy a intentar por usted. Me costará el trabajo más grande de mi vida. Soy un impulsivo, no sé disimular mis odios ni mis afectos, pero lo intentaré. ¿Y después?

—Voy a buscar un hospedaje lo más próximo a este lugar para estar cerca de ustedes. No quiero que nos visite por si las suspicacias de ese chacal le mueven a seguirle, pero en ese árbol de la derecha, he observado un hueco. Deje escrito en él lo que suceda o lo que acuerden y lo demás corre de nuestra cuenta.

El tiempo transcurrió refinando planes y tratando de prever contingencias imprevistas, hasta que ya de noche y después de haber comido con el financiero, llegó un telegrama para él.

Spack lo rasgó con mano temblona, leyendo:

«Querido padre:

»Soy la mujer más dichosa del mundo al saberte bien de salud. Venera a ese hombre como me veneras a mí. Acuérdate del día que recé ante la tumba de mi madre. Fué el único acto leal de mi vida.

»Vera».

El financiero dejó caer el telegrama, sollozando:

—¡Ahora sí, Texas, ahora sí que lo creo! Ese recuerdo que ella cita es su refrendo. Aquel día, lloró como un ángel ante la tumba de su madre, prometiéndola ser buena, y… ¡yo tuve la culpa que no lo fuese!

—Olvide usted eso ya. La vida ha cambiado. Nunca es tarde para ser bueno, cuando sinceramente se desea dejar de ser malo. El panorama se aclara para todos y sólo falta suprimir la mala hierba que queda. El día que así suceda, todos seremos felices y el vernos redimidos de nuestras culpas, hará que esa felicidad sea, más honda.

Texas decidió marchar, pero antes era preciso evitar que la vieja criada cometiese una indiscreción y Spack se encargó de arreglarlo. La llamó y tras entregarle una buena cantidad de billetes, le exigió a cambio el más absoluto silencio sobre la visita que había recibido.

—Bueno, manito: eres grande o así para arreglar las cosas. Me hubiese gustado, creo yo, ver la cara que hubiese puesto ese pringao de Zenker, de haber podido escuchar por un agujero lo que has hablado. El día que estalle, ¡maldita sea su corazón!, se va a envenenar el aire con su aliento.

Y se encaminaron al poblado, satisfechos de la jornada.