PRÓLOGO

La «guerra fría» duró cuarenta años. Quede constancia de que el mundo occidental la ganó. Pero no sin dejar de pagar su precio. Este libro va dedicado a todos aquellos que pasaron la mayor parte de su vida sumidos en las sombras. He aquí un relato de esos días, amigos míos.

En el verano de 1983, el que era, por entonces, director del Servicio Secreto de Inteligencia británico autorizó, en contra de cierta oposición interna, la creación de un nuevo Departamento.

La oposición surgió sobre todo de los departamentos oficiales, la mayor parte de los cuales poseía sus propios feudos territoriales esparcidos por el mundo entero. Del nuevo Departamento se afirmaba que gozaría de unas prerrogativas muy amplias, las cuales sobrepasarían las fronteras tradicionales.

El impulso que favoreció esa nueva creación tuvo dos fuentes. Una de ellas fue una cierta exaltación de ánimo en el Westminster y en el Whitehall, en especial entre las filas del Partido Conservador, en el Gobierno, como consecuencia de los éxitos británicos del año anterior en la guerra de las Malvinas. Pese a la victoria militar, aquel episodio bélico había puesto sobre el tapete una de esas cuestiones de índole embarazosa, pero que en ocasiones también pueden significar una injuria: ¿por qué nos cogieron de ese modo, por sorpresa, cuando las tropas argentinas del general Galtieri desembarcaron en Puerto Stanley?

Entre los distintos Departamentos, la cuestión fue enconándose a lo largo de un año, lo que la redujo inevitablemente a ese tipo de acusaciones y recriminaciones al nivel de:

–No fuimos advertidos.

–Sí, se les avisó.

El ministro de Asuntos Exteriores, Lord Carrington, no tuvo más remedio que resignarse. Años después, Estados Unidos se vería involucrado en una trifulca parecida, a consecuencia de la destrucción de un avión de la «Pan American» que volaba sobre Lockerbie, cuando un Servicio Secreto aseguraba que había dado la señal de alarma, mientras que otro juraba no haberla recibido.

La segunda fuente impulsora fue la reciente subida al poder de Yuri V. Andropov, que pasaba a ocupar el cargo de secretario general del Partido Comunista de la Unión Soviética, habiendo sido jefe de la KGB durante quince años. Al favorecer abiertamente a su viejo Servicio Secreto, el Gobierno de Andropov significó un recrudecimiento del espionaje, caracterizado por una agresividad creciente y la toma de «medidas activas» por parte de la KGB en contra de Occidente. Era sabido que Yuri Andropov fomentaba por todos los medios, entre las medidas activas, el uso de la información falsa, propagando el abatimiento y la desmoralización mediante la proliferación de mentiras, el empleo de agentes en medios influyentes, el asesinato de personalidades y la siembra de la discordia entre los Aliados gracias al uso de la mentira planificada.

Mrs. Thatcher, haciendo honor a su título (otorgado por los rusos) de Dama de hierro, sostuvo el punto de vista de que «en ese juego podrían participar dos» y dio a entender que nada tendría que objetar al proyecto de un nuevo Servicio de Inteligencia británico que ofreciese a los soviéticos la posibilidad de competir en un pequeño partido de revancha.

Al nuevo Departamento se le puso un pomposo título: Engaño, Ocultación y Operaciones Psicológicas. Por supuesto, ese nombre fue reducido a «En-ocu y Op-psi», y, a partir de ahí, quedó en «Enocu».

Se nombró entonces al nuevo jefe de Departamento. Y así como la persona que tenía a su cargo el Departamento de Materiales era conocida como el Comisario, y la que dirigía la sección jurídica, como el Abogado, el nuevo jefe de «Enocu» fue etiquetado en la cantina por algún ingenioso como el Manipulador.

Con percepción retrospectiva, ese bien preciado y mucho más predominante que el de la previsión, el jefe Sir Arthur, podía haber sido criticado (y lo fue más tarde) por la elección que hizo en aquel entonces, ya que no designó como director del Departamento a un profesional de carrera, a un hombre acostumbrado a la prudencia que se exige de un auténtico funcionario público, sino que eligió a alguien que había sido agente de campo, arrancado, además, del Departamento de la Alemania Oriental.

Aquel hombre fue Sam McCready y ocupó su cargo durante siete años. Pero no hay bien ni mal que cien años duren. A finales de la primavera de 1990 tuvo lugar una conversación en el corazón de Whitehall…

El joven ayudante se levantó de su asiento, detrás del escritorio que ocupaba en la antesala, sonriendo con la habilidad de un experto.

–Buenos días, Sir Mark. El subsecretario de Estado permanente me ha pedido que lo hiciese pasar de inmediato.

El joven abrió la puerta que comunicaba con el despacho privado del subsecretario de Estado permanente de Asuntos Exteriores y de la Commonwealth, hizo pasar al visitante y cerró la puerta detrás de él. El subsecretario, Sir Robert Inglis, se puso de pie y se le acercó con una sonrisa de bienvenida.

–Mark, mi querido amigo, cómo te agradezco que hayas venido.

Una persona no se convierte en jefe del SIS, aun cuando lo haya sido recientemente, sin que desarrolle un cierto sentimiento de recelo al encontrarse ante tal efusividad por parte de una persona más bien extraña que se dispone a hablarle como si de un hermano carnal se tratara. Sir Mark se preparó para una entrevista difícil.

Cuando tomó asiento, aquel veterano servidor de la patria y funcionario del Ministerio de Asuntos Exteriores abrió la cartera marcada en rojo que tenía sobre el escritorio y sacó de ella una carpeta de ante, que se distinguía por dos líneas rojas que unían diagonalmente los cuatro vértices, formando un aspa.

–¿Habrás hecho las visitas de rutina por tus dependencias y ahora querrás, sin duda alguna, hacerme partícipe de tus impresiones? – le preguntó el subsecretario de Estado.

–Por supuesto, Robert, pero a su debido tiempo.

Sir Robert Inglis colocó a continuación sobre la carpeta de índole estrictamente confidencial un libro en rústica, de cubiertas rojas encuadernado con una espiral de plástico negra.

–He leído -prosiguió el subsecretario- tu proyecto El Servicio Secreto en los años noventa y lo he relacionado con la última lista de compras del intendente de Inteligencia. Al parecer, te has tomado sus exigencias financieras al pie de la letra.

–Muchas gracias, Robert -se apresuró a decir el jefe del Servicio Secreto-, ¿Puedo contar entonces con el apoyo del Ministerio de Asuntos Exteriores?

La sonrisa del diplomático podría haberse ganado más de un premio en cualquier concurso teatral norteamericano.

–Mi querido Mark, no vemos que haya ningún tipo de dificultad en lo que respecta al carácter de tus proposiciones.

Pero hay algunos puntos, no muchos, que me gustaría que

revisáramos juntos.

«Ahora viene el asunto», pensó el jefe del SIS.

–¿Puedo presuponer, por ejemplo, que esos apartados adicionales significan que tu propuesta ha recibido el beneplácito del Ministerio de Hacienda y que el dinero necesario saldrá furtivamente del presupuesto de alguien?

Ambos hombres sabían a la perfección que el presupuesto para el mantenimiento del Servicio Secreto de Inteligencia no provenía por entero del Ministerio de Asuntos Exteriores. En realidad, tan sólo una pequeña parte salía de los fondos de la Secretaría de Estado para Asuntos Exteriores y de la Commonwealth. Los costos reales del casi invisible SIS, que a diferencia de la CÍA norteamericana se mantiene bien oculto en las sombras, son compartidos por todos los Ministerios que integran el Gobierno. La diseminación abarca toda la gama de recursos posibles, incluyendo a los organismos más insólitos como el propio Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación, quizá porque se parte de la idea de que esos caballeros podían estar interesados un buen día en conocer cuánto bacalao sacan los islandeses de las aguas septentrionales del océano Atlántico.

Debido a que su presupuesto se encuentra tan diversificado y a que está tan bien escondido, el SIS no puede ser «intimidado» por el Ministerio de Asuntos Exteriores con la amenaza de congelarle los fondos si no se cumplen los deseos de ese Ministerio.

Sir Mark hizo un gesto de asentimiento.

–No hay ningún problema al respecto -dijo-. El intendente y yo estuvimos viendo a los del Ministerio de Hacienda, les explicamos nuestra posición, que ya había sido aclarada en reunión del Consejo de Ministros, y los del Tesoro nos asignaron el necesario dinero contante y sonante, todo bien oculto en los presupuestos de investigación y desarrollo de aquellos Ministerios de los que menos se podría sospechar.

–¡Excelente! – exclamó el subsecretario permanente de Estado, acompañando sus palabras de una radiante sonrisa, de la que no podía saberse si se correspondía o no a sus sentimientos-. Volvamos entonces a algo que debe caer dentro del ámbito de mis competencias… No sé cuál será el estado actual de tu plantilla de personal; pero, como consecuencia del fin de la guerra fría y de la liberación de los países de la Europa Central y Oriental, nosotros nos estamos enfrentando a ciertas dificultades en lo que respecta a la posibilidad de ampliar el número de personas en el servicio. ¿Sabes a lo que me refiero?

Sir Mark lo sabía perfectamente. El colapso virtual del comunismo durante los dos años anteriores había transformado el mapa diplomático del globo terráqueo, y con gran rapidez. El cuerpo diplomático estaba pendiente de las oportunidades que se le presentaban para expandirse por toda la Europa Central y por los Balcanes, con la posibilidad, incluso, de abrir pequeñas Embajadas en Letonia, Lituania y Estonia, si lograban independizarse de Moscú. Por deducción lógica, el otro estaba tratando de sugerirle ahora que, con la guerra fría en el depósito de cadáveres, la posición de su compañero del Servicio de Inteligencia sería justamente la opuesta a la suya propia. Sir Mark no sacaría provecho alguno de todo aquello.

–Al igual que vosotros, nosotros no tenemos más remedio que reclutar personal. Pero dejando el reclutamiento a un lado, tan sólo el entrenamiento dura seis meses, tiempo que hemos de esperar para poder introducir un nuevo hombre en nuestro cuartel general y dejar libre a un hombre experimentado para el servicio en el extranjero.

El diplomático reprimió una sonrisa y se inclinó hacia delante con expresión de seriedad en el rostro.

Mi querido Mark, ése es precisamente el meollo de la conversación que deseaba mantener contigo. Las asignaciones de espacio en nuestras Embajadas y a quiénes se les puede otorgar.

Sir Mark rugía de furia interior. «Ese hijo de puta está hinchándome los huevos», pensó. A pesar de que el Ministerio de Asuntos Exteriores no podía «burlar» al SIS en el plano presupuestario, siempre se guardaba un as en la manga. Casi todos los agentes de Inteligencia que prestaban sus servicios en el extranjero lo hacían bajo la tapadera de alguna Embajada. Eso convertía las Embajadas en sus anfitriones. Si no había asignación para cargos de «cobertura», tampoco habría plazas disponibles para los agentes.

–¿Y cuál es tu visión general del futuro, Robert? – preguntó Sir Mark.

–Me temo que en el futuro no estaremos en condiciones de ofrecer cargos a algunos de vuestros más… pintorescos funcionarios. Agentes cuya tapadera ha quedado claramente al descubierto. Operadores que se presentan como oficiales de alta graduación. Durante la guerra fría, todo eso era aceptable; pero, en la nueva Europa, esos agentes serían tan soportables como un dolor de muelas. Supondrían una constante fuente de agravios. Estoy convencido de que podrás darte cuenta de ello.

Los dos hombres sabían que los agentes en el extranjero se dividían en tres categorías. Los «ilegales» no gozaban de cobertura en una Embajada, por lo que nada tenían que ver con Sir Robert Inglis. Los agentes que prestaban sus servicios en el interior de las Embajadas se dividían a su vez en «declarados» y en «no declarados».

Un agente declarado, el llamado operador de alta graduación, era una persona cuya función real resultaba ampliamente conocida. En el pasado, el hecho de tener en una Embajada a un agente de Inteligencia de ese tipo era como trabajar en condiciones de ensueño. A todo lo largo y ancho de los países comunistas y de los del Tercer Mundo, disidentes, descontentos y todos aquellos que así lo desearan sabían a quién dirigirse y a quién podían contar sus penas como si de un sacerdote en el confesionario se tratara. A veces eso conducía a una riquísima cosecha de información, y también permitió acoger a algunos desertores de importante relevancia.

Lo que el veterano diplomático estaba diciendo era que no quería más agentes de ese tipo y que no les ofrecería alojamiento en sus Embajadas. Se dedicaría a mantener en alto la sagrada tradición de su Departamento de contemporizar con cualquiera que no sea británico de nacimiento.

–Entiendo muy bien lo que estás diciendo, Robert, pero no puedo ni quiero iniciar mi carrera como jefe del SIS con una purga de los agentes veteranos, que han servido durante tanto tiempo con lealtad y eficacia.

–Pues búscales otros cargos -sugirió Sir Robert-. En América Central, en Sudamérica, en África…

–Y tampoco puedo hacer un paquete con ellos y enviarlos a Burundi, hasta que les llegue la jubilación.

–Dales trabajo de oficina. Aquí, «en casita».

–¿Te refieres a lo que se denomina «empleos sin atractivos»? – inquirió el jefe del SIS-. La mayoría se negará a aceptarlos.

–En tal caso tendrán que optar por la jubilación anticipada -dijo el diplomático sin alterarse. Entonces se inclinó de nuevo hacia delante e insistió-: Mark, mi querido y buen amigo, este asunto no es negociable. Tendré a los cinco hombres sabios encima de mí, puedes estar seguro de ello, vigilándome para ver si soy realmente uno de ellos. Podríamos otorgar cierto tipo de indemnizaciones, pero…

Los cinco hombres sabios son los subsecretarios permanentes del Consejo de Ministros, del Ministerio de Asuntos Exteriores, del Ministerio del Interior y de los Ministerios de Defensa y de Hacienda. Esas cinco personas ejercían un poder enorme por los pasillos del Gobierno. Entre otras cosas designaban (o recomendaban al Primer Ministro, lo que venía a ser lo mismo) al jefe del SIS y al director general del Servicio de Inteligencia militar, el MI-5. Sir Mark se sintió profundamente desdichado, pero conocía demasiado bien las realidades concretas del poder. Tendría que dar su brazo a torcer.

–De acuerdo, pero necesitaré asesoramiento en lo que respecta a las cuestiones de procedimiento.

Lo que quería decir el jefe del SIS era que, por su posición ante su propio equipo de trabajo, deseaba aparecer claramente obligado a obedecer órdenes superiores. Sir Robert Inglis se mostró muy expansivo; podía permitirse el lujo de serlo.

–El asesoramiento lo tendrás de inmediato -aseguró el diplomático-. Pediré al resto de los hombres sabios que celebremos una reunión y en ella promulgaremos nuevas reglas para el nuevo contexto de circunstancias. Lo que yo propongo es que, dentro del marco de esas nuevas reglas que pensamos dar a conocer, instigues lo que los abogados llaman una «acción promotora», con el fin de instituir así un canon paradigmático.

–¿Acción promotora, canon paradigmático? ¿Pero se puede saber de qué estás hablando? – preguntó Sir Mark.

–De un precedente, mi querido Mark. De un único precedente aislado, que luego puede resultar operante para el grupo entero.

–¿Un chivo expiatorio?

–No es una expresión muy afortunada que digamos. Dar a alguien la jubilación anticipada, junto con el derecho a una pensión harto generosa, no creo que signifique convertir a esa persona en una víctima. Eliges a un agente cuyo retiro prematuro pueda ser aceptado sin reparo alguno, convocas una reunión y en ella estableces tu precedente.

–¿Un agente? ¿Acaso habéis pensado ya en alguno concreto?

Sir Robert se puso a tamborilear con los dedos y se quedó mirando pensativo el techo.

–Bueno, siempre queda un Sam McCready.

Por supuesto. El Manipulador. Precisamente a raíz de su última exhibición de fuerza, haría unos tres meses de ello, en la que había hecho gala de una iniciativa no autorizada en la zona del Caribe, Sir Colin fue informado de que el Ministerio de Asuntos Exteriores lo consideraba un Gengis Kan desbocado. ¡Extraño, realmente! Un sujeto así, tan… desaliñado.

Mientras Sir Mark cruzaba en su coche uno de los puentes sobre el Támesis para regresar a Century House, su Cuartel General, iba sumido en la más honda preocupación. Sabía que el viejo funcionario del Ministerio de Asuntos Exteriores no se había limitado a «proponerle» que despidiese a Sam McCready; había insistido en ello. Desde el punto de vista del jefe del SIS, el diplomático no podía haberle exigido nada más difícil.

En 1983, cuando Sam McCready fue nombrado director del departamento Enocu, Sir Mark era teniente de superintendencia, contemporáneo de McCready, y se hallaba un escalafón por encima de éste. Le gustaba aquel agente, excéntrico e irreverente, que Sir Arthur había designado para el nuevo cargo, pues, en aquel entonces, el jefe del nuevo Departamento era del agrado de casi todo el mundo.

Poco tiempo después, Sir Mark fue enviado al Lejano Oriente por tres años (hablaba el mandarín con fluidez) y regresó en 1986 para ser promovido al cargo de subdirector. Sir Arthur cogió el retiro y un nuevo jefe ocupó su sillón, aún caliente. Sir Mark le había sucedido en el pasado mes de enero.

Antes de partir para China, Sir Mark, al igual que muchos otros, había aventurado la suposición de que Sam McCready no permanecería mucho tiempo en su cargo. Según una opinión generalizada, el Manipulador era un diamante demasiado basto como para que pudiera encajar con facilidad en la política casera de la Century.

Por una parte, ninguno de los departamentos regionales recibiría amablemente a ese hombre nuevo que trataba de operar en territorios que ellos guardaban con tanto celo. Se presentarían auténticas luchas por el poder, las cuales podrían ser solucionadas sólo por un diplomático consumado, y cualesquiera que fuesen sus talentos, jamás se le habían reconocido tales capacidades a Sam McCready. Por otra parte, la desaliñada figura de Sam apenas lograría integrarse en ese mundo de agentes veteranos, educados y elegantes, la mayoría de los cuales era un genuino producto de los selectos internados privados de Gran Bretaña.

A su regreso, y con gran sorpresa por su parte, Sir Mark se encontró con un Sam McCready que parecía florecer como el proverbial verde laurel. Daba la sensación de estar capacitado para dirigir a sus propios hombres, logrando de ellos lealtad tan absoluta como envidiable, y conseguir, al mismo tiempo, que no se ofendiesen ni los más intransigentes directores de departamentos «territoriales» cuando les pedía algún favor.

Podía departir en tono coloquial con los otros agentes de campo, cuando volvían de vacaciones o acudían a recibir instrucciones, y de ellos parecía haber conseguido toda una enciclopedia de información, la mayor parte de la cual jamás podría ser divulgada bajo ningún concepto.

Se sabía que podía compartir una cerveza con los cuadros del equipo técnico, un grupo formado por mujeres y hombres a los que se tenía por una pandilla de excéntricos y medio chiflados -camaradería esta que no siempre se les dispensaba a los agentes superiores-, y de ellos obtenía de vez en cuando la grabación de una conversación telefónica, algún tipo de correspondencia interceptada o un pasaporte falso, mientras que otros directores de departamento estaban todavía rellenando los formularios para conseguir algo de eso.

Todo esto, y algunas manías irritantes, como su tendencia a saltarse las normas y desaparecer cuando le venía en gana, no servían precisamente para que la camarilla gobernante se prendase de él. De todos modos, lo que le mantenía en su puesto era algo muy simple: él suministraba las mercancías, proporcionaba el producto, dirigía una operación que mantenía a la KGB abastecida de pastillas contra la indigestión. Y de este modo permaneció en su cargo… hasta ahora.

Sir Mark suspiró hondo, se apeó de su «Jaguar» en el estacionamiento subterráneo de la Century House y cogió el ascensor para subir a su despacho situado en la última planta. De momento no necesitaba hacer nada. Sir Robert Inglis se entrevistaría con sus colegas y juntos promulgarían «las nuevas reglas», el deseado asesoramiento que permitiría al atribulado jefe del SIS declarar, sin atentar contra la verdad, pero con el corazón oprimido:

–No tengo elección.

Hasta principios de junio no le llegó el «asesoramiento», o la orden en realidad, de la Secretaría de Estado para Asuntos Exteriores y de la Commonwealth, lo que permitió a Sir Mark convocar en su despacho a sus dos asistentes.

–¡Esto es una condenada guarrada! – exclamó Basil Gray-. ¿No puede usted oponerse?

–Esta vez, no -contestó el jefe-. Inglis está saboreando ya el bocado entre sus dientes y, como podéis ver, cuenta con el respaldo de los otros cuatro Hombres Sabios.

El documento que había entregado a sus dos ayudantes para que lo estudiasen era un modelo de claridad y de lógica impecables. En él se señalaba que para el día tres de octubre, Alemania Democrática, uno de los Estados comunistas más sólidos y más eficaces de la Europa Oriental, habría dejado, literalmente, de existir. No quedaría ninguna Embajada en Berlín Oriental, el Muro no era ya más que una farsa, la formidable Policía secreta, la SSD, se encontraba en completa desbandada y las tropas soviéticas estaban tocando retirada. Una zona que en sus buenos tiempos había exigido del SIS en Londres un sinfín de operaciones de gran envergadura se convertiría en un espectáculo de segunda clase, si es que se la podía seguir considerando un espectáculo.

Por añadidura, se seguía diciendo en el documento, el simpático Mr. Vaclav Havel se estaba haciendo cargo del Gobierno en Checoslovaquia y su Servicio de Espionaje, el STB, se vería relegado muy pronto a la categoría de predicadores en escuelas dominicales. Y si a esto se añadía el colapso de los regímenes comunistas en Polonia, Hungría y Rumania y su próxima desintegración en Bulgaria, se podía palpar los aproximados contornos del futuro.

–Bien -apuntó Timothy Edwards, dando un suspiro-, hemos de reconocer que no realizaremos en el futuro el tipo de operaciones que solíamos llevar a cabo en la Europa Oriental y que tampoco necesitaremos a tantos agentes nuestros allí. Tienen un punto a su favor.

–¡Qué amable de tu parte es decir eso! – exclamó el jefe, esbozando una sonrisa.

Basil Gray había sido promovido por él mismo: fue su primer acto al ser nombrado jefe del SIS en enero. Timothy Edwards había heredado su cargo. Sir Mark sabía que Edwards estaba desesperado por sucederle en el puesto en un plazo de tres años, así como también sabía que no tenía la más mínima intención de recomendarlo. No es que Edwards fuese un estúpido. Estaba muy lejos de ello; era brillante pero…

–No mencionan para nada los otros peligros -refunfuñó Gray-. Ni una sola palabra acerca del terrorismo internacional. La vertiginosa ascensión de los consorcios de la droga, los ejércitos privados… y ni una sola palabra tampoco sobre la proliferación de armas nucleares.

En su propio informe, El Servicio Secreto en los años noventa, que Sir Robert Inglis había leído y aprobado en apariencia, Sir Mark había hecho hincapié en el desplazamiento, más que en la disminución, de las amenazas globales. Y a la cabeza de esas amenazas había colocado el problema de la proliferación -de la adquisición continua por parte de dictadores, algunos de los cuales de carácter altamente inestable- de grandes arsenales de armas; no de excedentes de guerra, como se hacía en los viejos tiempos, sino de equipos modernos de alta tecnología, de misiles, con ojivas cargadas con armas químicas y bacteriológicas, y hasta con acceso al arsenal nuclear. Y en el documento que tenía ante sus ojos se pasaban por alto olímpicamente todas esas cuestiones.

–¿Y bien, qué ocurrirá ahora? – preguntó Timothy Edwards.

–Lo que ocurrirá ahora -repitió el jefe en tono afable- es que ya podemos ir imaginando un buque lleno de gente…, de nuestra gente, que regresa de la Europa Oriental a la base patria.

Sir Mark quería decir que los viejos combatientes de la «guerra fría», los veteranos que habían llevado a cabo las operaciones de la misma, los que habían realizado las medidas activas, la red de agentes locales que no pertenecieron a las Embajadas situadas al este del Telón de Acero, todos deberían regresar a casa… para encontrarse con que no tenían trabajo. Serían remplazados, desde luego, pero por hombres jóvenes, cuya auténtica profesión sería desconocida, que se mezclarían discretamente con el personal de las Embajadas, de tal forma que no «ofendieran» a las democracias que estaban surgiendo detrás del Muro de Berlín.

El reclutamiento se seguiría practicando, por supuesto; a fin de cuentas, el jefe tenía una organización que dirigir. Pero eso dejaba sin resolver el problema de los veteranos. ¿Dónde ponerlos? Sólo había una respuesta: sacarlos a pastar.

–Tenemos que sentar un precedente -dijo Sir Mark-. Uno que despeje el camino para que los demás puedan deslizarse suavemente por la senda de la jubilación anticipada.

–¿Tiene a alguien en mente? – preguntó Gray.

–Eso ya lo hizo Sir Robert Inglis por mí: Sam McCready.

Basil Gray se quedó mirando fijamente a Sir Robert con la boca abierta.

–Pero jefe -balbuceó-, usted no puede despedir a Sam.

–Nadie va a despedir a Sam -replicó Sir Mark, haciéndose eco en seguida de las palabras de Robert Inglis-. Dar a alguien la jubilación anticipada, junto con una indemnización harto generosa, no creo que signifique convertir a esa persona en una víctima.

Sir Mark se preguntó entonces cuánto le pesarían a Judas aquellas treinta monedas de plata que le entregaron los romanos.

–Resulta muy triste, desde luego, porque todos queremos a Sam -comentó Edwards-. Pero el jefe tiene una organización a la que dirigir.

–Precisamente. Gracias por recordarlo -replicó Sir Mark.

Y al decir esto se dio cuenta por primera vez de por qué no recomendaría a Timothy Edwards para que le sucediese algún día. Él, el jefe, haría lo que tenía que hacer precisamente porque había que hacerlo, y siempre detestaría haberlo hecho. Pero Edwards lo haría porque eso significaría un paso más hacia delante en su carrera.

–Le ofreceremos tres puestos distintos para que elija – observó Gray-. Quizás escoja uno de ellos.

–Es posible.

–¿En cuáles está pensando, jefe? – preguntó Edwards.

Sir Mark abrió una carpeta en la que llevaba los resultados de una entrevista mantenida con el director de Personal.

–Los cargos vacantes son los siguientes: la comandancia de la Escuela de Entrenamiento, la dirección del Departamento de Cuentas y Administración y la dirección del Registro Central.

Edwards esbozó una leve sonrisa. «Así que ése es el truco», pensó.

Dos semanas después, la persona objeto de todas esas reuniones daba vueltas de un lado a otro de su despacho, mientras que su asistente, Denis Gaunt, miraba con aire deprimido la hoja de papel que tenía ante sí.

–No todo es malo, Sam -dijo-. Quieren que sigas aquí. Ahora sólo queda el tipo de trabajo.

–Alguien quiere verme fuera -replicó McCready, categórico.

En ese verano Londres languidecía bajo una ola de calor. Las ventanas del despacho estaban abiertas de par en par y ambos hombres se habían quitado la chaqueta. Gaunt lucía un modelo «Turnbull and Asser», un elegante traje azul pálido; McCready llevaba uno de confección de «Viyella», con un aspecto lanoso y deshilachado debido a las muchas visitas a la tintorería. Para colmo, los botones no habían sido introducidos en los ojales correspondientes, por lo que le quedaba ladeado. Cuando llegase la hora del almuerzo, alguna secretaria, según Gaunt sospechaba, se encargaría de burlarse del error para luego corregirlo entre zalamerías. Todas las chicas que rondaban por Century House parecían estar deseando siempre poder hacer algo por Sam McCready.

A Gaunt le desconcertaban las relaciones entre McCready y las damas. Pero eso también les ocurría a otras personas. Él, Denis Gaunt, con su metro ochenta y tres de estatura, le sacaba cinco centímetros a su jefe. Era rubio, atractivo y, aunque soltero, no se acobardaba ni se sonrojaba cuando estaba entre mujeres.

El jefe de su Departamento era de estatura mediana, complexión normal, finos cabellos castaños, generalmente despeinados, y siempre llevaba ropas que daban la impresión de que había estado durmiendo con ellas. Sabía que McCready había enviudado hacía algunos años, pero que no se había vuelto a casar, ya que al parecer prefería vivir solo en su pequeño apartamento de Kensington.

Gaunt suponía que alguien debería de encargarse de la limpieza de su apartamento y de lavarle los platos y la ropa. Una asistenta quizá. Pero jamás se le ocurrió preguntárselo, y el otro jamás se lo comentó.

–Podrías aceptar alguno de esos trabajos. Eso segaría la hierba bajo sus pies.

–Denis -replicó McCready afable-, no soy un maestro de escuela, ni un contable, ni mucho menos un maldito librero. Diles que quiero que se celebre una asamblea.

Como de costumbre, la asamblea en el Cuartel General de Century House se celebró un lunes por la mañana, en la sala de conferencias, un piso más abajo del despacho del Jefe.

El sillón presidencial lo ocupaba el delegado del Jefe, Timothy Edwards, pulcro e inmaculado como siempre, luciendo un elegante traje oscuro con una corbata roja a rayas. A su derecha se sentaba el superintendente del Departamento de Operaciones Nacionales, y, a su izquierda, el superintendente responsable del hemisferio occidental. A un lado de la sala se hallaba el director de Personal, junto a un joven de la Sección de Archivos, que tenía ante sí un gran montón de carpetas y legajos.

Sam McCready fue el último en entrar y tomó asiento en un sillón enfrente de la mesa. A sus cincuenta y un años, todavía se conservaba delgado y gozaba de un aspecto saludable. Por lo demás, pertenecía a esa clase de personas que pueden pasar inadvertidas en cualquier parte. Esa característica suya era la que le había hecho ser tan eficaz en sus buenos tiempos, tan endemoniadamente eficaz. Eso, y lo que tenía dentro de su cabeza.

Todos los presentes conocían las reglas. Si un agente rechazaba tres empleos por ser «poco atractivos», sus superiores tenían el derecho de exigirle que aceptase la jubilación anticipada. No obstante, el afectado también tenía el derecho de ser escuchado en una asamblea, donde podía discutir y sugerir algún tipo de variación a las propuestas.

Sam McCready se había hecho acompañar por Denis Gaunt para que lo defendiese y hablase en su nombre. Durante diez años seguidos Denis había sido su subalterno, a quien había convertido, ya hacía más de cinco años, en el número dos de su Departamento y en la sombra de sí mismo. McCready consideraba que Denis, con su radiante sonrisa y sus modales, propios de los graduados en colegios privados, negociaría su asunto mucho mejor de lo que él mismo podría hacer.

Todos los hombres que se encontraron en aquel aposento se conocían entre sí y estaban habituados a llamarse por el nombre de pila, incluyendo el empleado del Departamento de Archivos. En la Century House es tradicional, quizá porque se trata de un mundo cerrado en sí mismo, que cada cual pueda dirigirse a los demás utilizando el nombre de pila, con excepción del Jefe, al que se llama Sir o Jefe cuando se habla con él en persona, y Maestro u otros apelativos similares cuando se le menciona a sus espaldas. La puerta se había cerrado y Edwards emitió una tosecilla para indicar que deseaba estar en silencio. Tomaría la palabra.

–Bien, nos encontramos reunidos aquí para estudiar la solicitud presentada por Sam para que se introduzca un cambio en la orden dada por la Dirección, no estamos aquí para reparar ningún desagravio. ¿De acuerdo?

Todos mostraron su conformidad. Se había concertado que Sam McCready no tenía motivo de queja alguno, ya que no se había violado ninguna ordenanza.

–Denis, si no me equivoco, ¿vas a hablar en nombre de Sam?

–Sí, Timothy.

El SIS había sido fundado en su forma actual por un almirante, Sir Mansfield Cumming, y muchas de sus tradiciones internas (aun cuando no la de la familiaridad precisamente) seguían conservando un cierto sabor náutico. Y una de ellas era el derecho que cualquier persona tenía para designar, antes de una asamblea, a algún oficial compañero que hablase en su nombre.

El director del Departamento de Personal fue breve y conciso en su intervención. Las autoridades competentes habían decidido que deseaban sacar a Sam McCready de Enocu para trasladarlo a otro cargo en el que tuviese que cumplir deberes nuevos. Habiéndole hecho tres ofertas, no había aceptado ninguna de ellas. Y esto equivalía prácticamente a elegir la jubilación anticipada. McCready había preguntado si no podía seguir al mando de Enocu y volver al trabajo de campo o si podían enviarle a un departamento que se ocupase de operaciones en el extranjero. Pero no había disponible ningún puesto de ese tipo. Quod erat demostrandum.

Denis Gaunt se levantó de su asiento.

–Mirad -dijo-, todos nosotros conocemos las ordenanzas, y también las realidades. Es verdad que Sam ha pedido que no se le envíe a la Escuela de Entrenamiento, ni al Departamento de Cuentas, ni al Registro Central. Y lo ha hecho porque es un hombre creado para el trabajo de campo, tanto por entrenamiento como por instinto. Y es uno de los mejores agentes, si no es el mejor de todos.

–Eso no se discute -murmuró el superintendente responsable del hemisferio occidental.

Edwards le lanzó una mirada amenazadora.

–El hecho es -sugirió Gaunt- que si realmente se quiere, el servicio puede encontrar un puesto para Sam. En Rusia, Europa Oriental, América del Norte, Francia, Alemania o Italia. Quiero significar con esto que nuestra organización podría hacer ese esfuerzo, ya que… -Gaunt se acercó al joven del Departamento de Archivos y cogió una carpeta-…dentro de cuatro años se jubilaría, a la edad de cincuenta y cinco, con la pensión completa…

–Se le ha ofrecido una indemnización considerable -le interrumpió Edwards-, de la que algunos opinarían que es extremadamente generosa.

–Ya que tiene a sus espaldas largos años de servicio – resumió Gaunt-, cumplidos con lealtad, con frecuencia en circunstancias muy incómodas y a veces de extrema peligrosidad. No se trata de una cuestión económica, sino de saber si nuestra organización está preparada para realizar ese esfuerzo en beneficio de alguno de sus miembros.

Denis Gaunt no tenía, por supuesto, la menor idea acerca de la conversación que Sir Colin, el Jefe, y Sir Robert Inglis habían mantenido el mes anterior en el Ministerio de Asuntos Exteriores.

–Me gustaría recordar aquí algunos pocos casos de los que Sam llevó a cabo durante los últimos seis años. Empezando por aquel…

Timothy Edwards echó un vistazo a su reloj. Había esperado dejar zanjado ese asunto en el mismo día. Pero ya dudaba de poder hacerlo.

–Creo que todos lo recordamos -dijo Gaunt-. El asunto tuvo que ver con el último general soviético que tuvimos, con Yevgeni Pankratin…

ORGULLO Y PREJUICIOS

EXTREMOS

CAPÍTULO PRIMERO

Mayo de 1983

El coronel ruso salió de entre las sombras, deslizándose lenta y sigilosamente, convencido de que había visto y reconocido la señal. Todos los encuentros con el agente británico eran peligrosos y tenían que ser evitados dentro de lo posible. Pero, en ese caso él mismo lo había solicitado. Tenía cosas que decir, que solicitar, asuntos que no podían ser enviados en un mensaje que luego se confiaría a un buzón falso. En un cobertizo, situado más abajo de la línea del ferrocarril, una de las láminas de metal del tejado estaba suelta, ahora golpeteó y gimió al ser azotada por una ráfaga de viento en medio de las tinieblas que anunciaban la próxima aurora. El hombre volvió la cabeza, verificó cuál había sido la causa del ruido, y clavó la vista de nuevo en el sendero de sombras que pasaba cerca de la plataforma giratoria de la locomotora.

–¿Sam? – llamó en voz baja.

Sam McCready también había estado esperando. Se encontraba allí desde una hora antes, envuelto en la oscuridad de aquella estación abandonada en los suburbios de Berlín Oriental. Había visto, o más bien escuchado, la llegada del ruso, y, no obstante, se había quedado esperando para asegurarse que no se oían más pisadas deslizándose entre el polvo y los escombros. No importaba el número de veces que uno repitiese una acción así, el nudo en la boca del estómago jamás desaparecería.

A la hora acordada, convencido de que se encontraban solos y satisfecho por la falta de compañía, McCready había rascado la cabeza de una cerilla con la uña del pulgar, de tal modo que la llama produjo un único y breve destello y se extinguió en seguida. El ruso, al advertir el brillo, había salido de la vieja chabola destartalada. Ambos hombres tenían serias y poderosas razones para preferir la oscuridad, ya que uno de ellos era un traidor y el otro un espía.

McCready salió de entre las sombras para que el ruso pudiese verlo, se detuvo unos momentos, con el fin de corroborar que el otro también estaba solo, y avanzó unos pasos.

–Yevgeni, amigo mío, ha pasado tanto tiempo…

A los cinco pasos pudieron verse con toda claridad, comprobar que no había habido sustitución, ni truco alguno. Ése era siempre el peligro en un encuentro cara a cara. Podían haber detenido al ruso y doblegado su voluntad en los centros de interrogatorio, permitiendo así que la KGB y la SSD de la Alemania Oriental pudiesen tender una trampa a un importante agente del Servicio de Inteligencia británico. O bien el mensaje del ruso podía haber sido interceptado, y le dejaban ir hacia su propia trampa, a la que seguiría la larga noche de los interrogatorios, que culminaría con el tiro de gracia en la nuca. La madrecita Rusia no conocía el perdón para su selecta minoría de traidores.

McCready no abrazó al otro, ni siquiera le estrechó la mano. Algunos informadores necesitaban el contacto personal, el alivio que producía el roce de los cuerpos. Pero Yevgeni Pankratin, coronel del Ejército Rojo, destinado al cuerpo de las fuerzas soviéticas acantonadas en Alemania, era una persona más bien fría; un hombre al que le gustaba mantener las distancias, que sabía contenerse y que hasta disfrutaba de su propia arrogancia.

Había sido detectado por vez primera en Moscú, en 1980, por un perspicaz agregado comercial de la Embajada británica, durante una conversación amistosa y de carácter trivial, sostenida con fines diplomáticos, pero en el curso de la cual el ruso deslizó una repentina observación harto displicente sobre su propia sociedad. El diplomático no hizo el menor gesto, ni dijo nada sobre el particular, pero registró lo ocurrido y lo comunicó. Quizá se tratase de una posibilidad. Dos meses más tarde, tuvo lugar una primera tentativa de aproximación al militar. El coronel Pankratin se había mostrado evasivo, pero sin expresar su rechazo. Esto se valoró como positivo. Algún tiempo después, el coronel había sido trasladado a Potsdam, al cuerpo de las fuerzas soviéticas estacionadas en Alemania, un ejército de trescientos treinta mil hombres y veintidós divisiones, que mantenía a los ciudadanos de la Alemania Oriental en la esclavitud, conservaba a la marioneta de Honecker en el poder, seguía intimidando por el terror a los berlineses del sector occidental y lograba que la OTAN continuase en estado de alerta, dispuesta a lanzar en cualquier momento una ofensiva aplastante a través de las praderas de la Alemania central.

McCready se encargó personalmente del asunto; ése era su coto privado. En 1981 realizó su propio intento de aproximación y Pankratin fue reclutado. No hubo aspavientos, ni efusiones acerca de los sentimientos íntimos que uno necesitaba comunicar a alguien para poder coincidir con sólo una escueta petición de dinero.

Aquéllos que traicionan a su patria lo hacen por diversos motivos: resentimiento, ideología, carencia de perspectivas, odio a un superior, vergüenza ante las pintorescas preferencias sexuales de los jefes, miedo a ser llamado de vuelta y caer en desgracia, etcétera. En cuanto a los rusos, solía ocurrir debido a la honda desilusión que les producían la corrupción, la mentira y el sobrinazgo que veían por doquier a su alrededor. Pero Pankratin era el auténtico mercenario; sólo quería dinero. Un buen día se iría de allí, decía; pero cuando lo hiciera, tenía la intención de ser rico. Había solicitado ese encuentro de madrugada en Berlín Oriental con el fin de jugarse el todo por el todo.

Pankratin se abrió un poco la gabardina y dejó ver un voluminoso sobre de color pardo, que de inmediato ofreció a McCready. Sin denotar emoción alguna se puso a describir lo que aquél contenía, mientras McCready lo ocultaba debajo de su cazadora. Nombres, lugares, estrategias, distribución de las divisiones, órdenes internas, movimientos de tropas, acantonamientos, rampas de lanzamiento… Lo más importante, desde luego, era lo que Pankratin tenía que comunicar acerca de los «SS-20», los terribles misiles soviéticos de alcance medio y de plataforma móvil, con ojivas de triple carga nuclear, dirección independiente y programados para hacer blanco en alguna ciudad británica o del resto de Europa. De acuerdo con las revelaciones de Pankratin, los estaban trasladando hacia los bosques de Sajonia y Turingia, cerca de la frontera con Alemania Occidental, desde donde su alcance de tiro abarcaba una circunferencia que pasaba por Oslo, Dublín y Palermo. En el mundo occidental, largas columnas de personas ingenuas y sinceras marchaban enarbolando las banderas del socialismo para pedir a sus propios Gobiernos que desmantelasen sus

defensas como un gesto de buena voluntad por la paz.

–Esto tiene un precio, por supuesto -dijo el ruso.

–Por supuesto.

–Doscientas mil libras esterlinas.

–Concedidas. – En realidad, esa suma no había sido concedida aún, pero Sam McCready sabía que su Gobierno la sacaría de algún sitio.

–Hay algo más. Me he enterado de que he sido propuesto para un ascenso a general de División. Y para un nuevo destino. De vuelta a Moscú.

–Felicidades. ¿Y de qué, Yevgeni?

Pankratin hizo una pausa para acentuar el efecto que sus palabras iban a causar.

–De subdirector, en la Junta de Jefes de Estado Mayor, en el Ministerio de Defensa.

McCready estaba impresionado. Tener un hombre en el mismo corazón del número diecinueve de la calle Frunze, en Moscú, sería algo incomparable.

–Y cuando pueda salir del país quiero un bloque de apartamentos. En California. A mi nombre. En Santa Bárbara quizás. He oído decir que aquello es muy hermoso.

–Lo es -asintió McCready-. ¿No preferiría asentarse en Inglaterra? Nosotros cuidaríamos de usted.

–No. Quiero el sol. El de California. Y un millón de dólares, estadounidenses, en mi cuenta del país.

–Lo del apartamento puede arreglarse -dijo McCready-. Y también lo del millón de dólares. Siempre que el producto sea bueno.

–No se trata de un apartamento, Sam, sino de un bloque de apartamentos. Para poder vivir de las rentas.

–Yevgeni, lo que estás pidiendo es una suma que oscila entre los cinco y los ocho millones de dólares. No creo que mi gente tenga tanto dinero. Ni siquiera para tu mercancía.

Los dientes del ruso relucieron tras su bigote militar en una breve sonrisa.

–Cuando me encuentre en Moscú, la mercancía que os ofreceré superará en mucho vuestras más osadas aspiraciones. Ya encontraréis el dinero.

–Esperemos entonces a que te hayan ascendido, Yevgeni. Entonces hablaremos de ese bloque de apartamentos en California.

Cinco minutos después se separaban; el ruso de uniforme, para regresar a su despacho en Potsdam; el inglés, para regresar a su base de Berlín Occidental tras haber cruzado el Muro. Lo estarían esperando al otro lado del paso fronterizo llamado «Checkpoint Charlie». El paquete también atravesaría el Muro, pero lo haría por otra vía más segura, aunque mucho más lenta. Solamente cuando lo recuperase en el lado oeste, Sam abordaría el avión para regresar a Londres.

Octubre de 1983

Bruno Morenz golpeó con los nudillos la puerta y penetró en la habitación al escuchar la jovial invitación de «¡Adelante!». Su superior se encontraba solo en el despacho, apoltronado en su importante sillón de cuero giratorio, detrás de su importante escritorio. Estaba removiendo delicadamente el primer café del día, en una taza de porcelana china que le había servido la atenta Fräulein Keppel, la solícita solterona que se ocupaba de satisfacer cualquiera de sus legítimas necesidades.

Al igual que Morenz, Herr Direktor pertenecía a esa generación que podía recordar el fin de la guerra y los años que siguieron, cuando los alemanes tenían que preparar su café con extracto de achicoria y tan sólo los estadounidenses de las tropas de ocupación y, a veces, los británicos podían permitirse el lujo de beber verdadero café. Pero aquello pertenecía al pasado. Dieter Aust saboreaba siempre por las mañanas su café colombiano. Pero jamás ofrecía una taza a Morenz.

Ambos hombres rayaban los cincuenta, pero eso era todo lo que tenían en común. Aust era bajo y regordete, siempre muy pulcro en el afeitado y el peinado y vestía con gran elegancia; además era director de todo el departamento de Colonia.

Morenz, mucho más alto y corpulento, tenía el cabello gris, y como siempre andaba encorvado y parecía que arrastraba los pies al caminar, daba la impresión de ser bajo y rechoncho, impresión que se acentuaba por lo desaliñado de su traje de paño de lana. Para colmo de males, era un funcionario público de rango medio bajo, que nunca podría aspirar al título de Herr Direktor, ni a tener su propio despacho importante con una Fräulein Keppel que le sirviera auténtico café colombiano en una taza de porcelana china antes de que se pusiese a trabajar.

La escena de un jefe llamando a su despacho a un empleado para hablar con él debía de haber sido representada esa mañana en muchas de las oficinas repartidas por toda Alemania, pero la clase de trabajo de esos dos hombres no sería precisamente la misma en muchas otras partes. Ni mucho menos tendría lugar la conversación que esas dos personas mantuvieron a continuación. Y es que Dieter Aust era el jefe de una de las filiales del BND, del Bundesnachrichtendienst, el Servicio de Inteligencia de la República Federal de Alemania.

En la actualidad, el Cuartel General del BND está emplazado en un complejo arquitectónico, fuertemente amurallado, erigido en las inmediaciones de la aldea de Pullach, a unos diez kilómetros al sur de Munich, a orillas del río Isar, en el sur de Baviera, situación que puede parecer de lo más extravagante, si se tiene en cuenta que la capital de la República Federal de Alemania desde 1949 ha sido Bonn, a orillas del Rin y a centenares de kilómetros de distancia. La causa de esto es histórica. Los estadounidenses fueron los que nada más acabarse la guerra crearon un servicio de espionaje germanooccidental para contrarrestar los esfuerzos del nuevo enemigo, la Unión Soviética. Eligieron como director al que había sido jefe del espionaje alemán durante la guerra, Reinhard Gehlen; por ello, en sus comienzos, aquella organización fue conocida como la «Gehlen Org». Estados Unidos quería tener a Gehlen en su propia zona de ocupación, que comprendía el sur de Alemania, Baviera incluida.

El alcalde de Colonia, Konrad Adenauer, era a la sazón un político bastante oscuro. Cuando los Aliados fundaron la República Federal de Alemania en 1949, Adenauer, que fue su primer canciller, estableció la capital en un sitio por demás insólito: en su propia ciudad natal, Bonn, a veinticuatro kilómetros de Colonia, remontando el Rin por su orilla izquierda. Se impartieron las órdenes pertinentes para que se trasladasen a esa ciudad cada una de las instituciones del nuevo Gobierno federal, pero Gehlen se negó en redondo, por lo que el recientemente instituido BND siguió asentado en Pullach, donde mantiene su sede hasta nuestros días. De todos modos, el BND tiene estaciones filiales en cada una de las capitales de los Lander («países») que integran la República Federal de Alemania, siendo la estación de Colonia una de las más importantes. Y esto se debe a que Colonia, aun cuando no es la capital del Land de Renania del Norte-Westfalia, Dusseldorf, es, sin embargo, la ciudad más próxima a Bonn, y por ser la capital de la república, Bonn es el centro neurálgico del Gobierno. Por tanto es una ciudad llena de extranjeros, y el BND, al contrario de su organización hermana de contraespionaje, el Bundesverfassu ng-schutz, se ocupa del espionaje más allá de las fronteras.

Morenz aceptó la invitación de Aust para que tomase asiento, mientras se preguntaba qué había hecho mal, si es que había hecho algo equivocado. Su respuesta fue: nada.

–Mi querido Morenz, no quiero andarme con rodeos -dijo Aust, mientras se limpiaba los labios con un inmaculado pañuelo de lino blanco-. Nuestro compañero Dorn se jubila la próxima semana. Usted ya lo sabrá, por supuesto. Las responsabilidades que deja pasarán a su sucesor. Este es mucho más joven que él, y tendrá éxito, recuerde mis palabras. No obstante, entre esas responsabilidades hay una para la que se requiere a un hombre maduro, de más edad. Me gustaría que se encargase de ella.

Morenz hizo un gesto de asentimiento como si hubiese entendido. Pero no era así. Aust juntó las yemas de sus regordetes dedos y miró a través de la ventana, contrayendo el rostro en una mueca con la que pareció expresar su desagrado ante los caprichos y extravagancias de sus semejantes. Eligió las palabras con sumo cuidado.

–De cuando en cuando llegan a este país algunos visitantes, altos dignatarios extranjeros, los cuales, al final de todo un día de negociaciones o de reuniones oficiales, necesitan distraerse un poco…, entretenerse. Como es lógico, nuestros diversos Ministerios se sienten felices de llevar a sus invitados a restaurantes exquisitos, conciertos, la ópera o el ballet. ¿Me entiende?

Morenz hizo de nuevo un gesto de asentimiento. Estaba más claro que el fango.

–Por desgracia, también hay algunas personas, por lo general de los países árabes o de África, a veces incluso también de Europa, que no tienen reparos en dar a entender con toda claridad que preferirían disfrutar de compañía femenina. Pagar por compañía femenina.

–Prostitutas -dijo Morenz.

–En resumidas cuentas, sí. Pues bien, antes de que las personalidades extranjeras que nos visitan se dediquen a abordar a los porteros de los hoteles y a los taxistas, o comiencen a rondar por delante de esas ventanas iluminadas de rojo de la calle Horn o se metan en líos en bares y en clubes nocturnos, el Gobierno prefiere sugerir un determinado número telefónico. Créame, mi querido Morenz, esto se hace en

cualquier capital del mundo. No somos una excepción.

–¿Mantenemos casas de putas? – preguntó Morenz.

Aust se escandalizó.

–¿Mantener? Por supuesto que no. Nosotros no las mantenemos. Nosotros no las pagamos. Los clientes lo hacen. Así como tampoco nos aprovechamos, y en esto he de hacer hincapié, de ningún tipo material que podamos obtener en lo concerniente a las costumbres de algunas de las personalidades que nos visitan. No recurrimos a la llamada «trampa de miel». Nuestras leyes y normas constitucionales son bastante claras al respecto y no han de ser infringidas. Las trampas de miel las dejamos para los rusos y… -prosiguió el director, dando un suspiro- para los franceses.

Entonces cogió de su escritorio tres carpetas delgadas y se las entregó a Morenz.

–Ahí tiene a tres chicas. Cada una con un tipo físico diferente. Le estoy pidiendo que se encargue de este asunto porque usted es un hombre casado y maduro. Tendrá que supervisarlas con cierto espíritu paternal. Asegurarse de que asisten al médico con regularidad y de que están presentables. Vea si están fuera, o enfermas, o si se han ido de vacaciones. En resumidas cuentas, ocúpese de si están disponibles o no.

»Y ahora, para finalizar, lo siguiente. A veces recibirá la llamada de un tal Herr Jakobsen. No haga caso alguno de si la voz que le habla por teléfono cambia, siempre se tratará de Herr Jakobsen. De acuerdo con las preferencias y los gustos del visitante, de los que Jakobsen le pondrá al corriente, elija a una de las tres, establezca el momento de la visita, asegúrese de que la chica está disponible, y Jakobsen volverá a telefonearle indicándole la hora y el lugar, que él habrá acordado con el visitante. Después de todo esto, lo demás se lo dejamos a la prostituta y a su cliente. No se trata de un trabajo agobiante, en realidad. Así que no tiene por qué interferir con sus demás obligaciones.

Morenz cogió las tres carpetas y se puso en pie, encorvado como siempre. «¡Qué maravilla! – pensó cuando salía del despacho-. Treinta años de abnegado trabajo para el Servicio Secreto, cinco años de aquí a que me retire, y ahora me convierto en una alcahueta al servicio de unos extranjeros que quieren pasar una noche de juerga.»

Noviembre de 1983

Sam McCready se encontraba sentado en una oscura habitación situada a gran profundidad, en los sótanos de la Century House de Londres, sede del cuartel general del Servicio Secreto de Inteligencia británico o SIS, llamado equivocadamente MI-6 por parte de la Prensa y al que las personas allegadas denominan «la Firma». Estaba contemplando una pantalla titilante en la que se veían desfilar la masa de la Unión de las Repúblicas Socialistas Soviéticas (o al menos de una parte de ella) en una procesión interminable que cruzaba la Plaza Roja de Moscú. Los dirigentes de la Unión Soviética se complacen en convocar todos los años dos monstruosas paradas militares en esa plaza; una, con motivo de la festividad del primero de mayo; la otra, para conmemorar la victoria de la «Gran Revolución Socialista de Octubre». Esta última se celebra el siete de noviembre, y en ese día estábamos a ocho. La cámara se apartó de la fila de tanques que se deslizaba por delante de la tribuna y enfocó el mar de rostros que se apretujaban por encima del mausoleo de Lenin.

–Más despacio -dijo McCready.

El técnico que se encontraba a su lado apretó un botón en el tablero de control y las imágenes de los primeros planos empezaron a pasar con más lentitud. Aquel «imperio del mal» del presidente Reagan (él utilizaría esa expresión más adelante) se asemejaba mucho más a un sanatorio para ancianos decrépitos. Azotados por el aire gélido, los envejecidos y abotargados rostros desaparecían prácticamente tras los cuellos de sus abrigos, los cuales, al llevarlos tan levantados, se juntaban con los grises sombreros de paño o los pardos gorros de piel con los que se cubrían.

El propio secretario general no se encontraba allí. En esos momentos Yuri V. Andropov, director de la KGB de 1963 a 1978, que había llegado al poder a finales de 1982, a raíz de la muerte, demasiado retrasada por lo demás, de Leonid Breznev, se estaba muriendo, muy poco a poco, en la clínica que el Politburó tenía en Kuntsevo. No había sido visto en público desde el anterior mes de agosto, y nunca más volverían a verle.

Chernenko (que sucedería a Andropov a los pocos meses) se encontraba allí, con Gromyko, Kirilenko, Tijonov y ese teórico del Partido de rostro enjuto llamado Suslov. El ministro de Defensa, Ustinov, se encontraba embozado en su gabán de mariscal, con el pecho abarrotado de medallas, al menos las suficientes como para servirle de parabrisas desde la barbilla hasta la cintura. Había también unos pocos lo bastante jóvenes como para ser competentes: Grishin, jefe del Partido en Moscú, y Romanov, jefe de la organización de Leningrado. A un lado se encontraba el más joven de todos, una persona que casi parecía un intruso, un hombre fornido y regordete llamado Gorbachov.

La cámara se acercó para enfocar al grupo de oficiales que rodeaba al mariscal Ustinov.

–¡Alto! – ordenó McCready.

La imagen se quedó congelada en la pantalla.

–A ése -insistió-, al tercero contando por la izquierda. ¿Puedes agrandarlo?, ¿traerlo más cerca?

El técnico se quedó mirando el tablero de mandos y manipuló las teclas con sumo cuidado. El grupo de oficiales se aproximó más y más. Algunos sobrepasaron el punto focal y quedaron borrosos. La persona a la que McCready había señalado se estaba desplazando demasiado hacia la derecha. El técnico regresó tres o cuatro cuadros hasta que la tuvo centrada y la aproximó más. El oficial quedaba medio oculto por la gran figura de un general de las fuerzas especiales de cohetes estratégicos; pero fue el bigote, tan poco común entre los oficiales soviéticos, lo que le identificó. Las charreteras de su gabán indicaban que era general de División.

–¡Dios bendito! – exclamó McCready en un susurro-. Lo ha conseguido. Se encuentra allí. – Volvió el rostro hacia el impasible técnico. Y añadió-: Dime, Jimmy, ¿cómo demonios hacemos para conseguir un bloque de apartamentos en California?

–Pues bien, la respuesta más breve a tu pregunta, mi querido Sam -dijo Timothy Edwards dos días después-, es que no podemos. Es imposible. Sé que resulta duro, pero he presentado el asunto ante el Jefe y ante los chicos de finanzas, y resulta que ese tipo es demasiado rico para nosotros.

–Pero su mercancía es de un valor incalculable, no tiene precio -protestó McCready-. Ese hombre vale su peso en oro. Más incluso. Es una mina de platino puro.

–Eso no se discute -replicó Edwards en tono afable. Era unos diez años más joven que McCready, una persona acostumbrada a volar muy alto, con un distinguido rango académico y una saludable fortuna privada. Apenas había sobrepasado los treinta años y ya era asistente del jefe del SIS. Casi todos los hombres de su edad se hubieran dado con un canto en los dientes si hubiesen podido encargarse de la jefatura de alguna dependencia extranjera, dirigiesen algún Departamento o alcanzasen el grado de agente. Y Edwards se encontraba justo debajo del último peldaño, tocando techo como quien dice.

–Mira -prosiguió-, el Jefe ha estado en Washington. Hizo alusión a tu hombre, precisamente en lo que concierne a su posible promoción. Nuestros primos siempre han recibido la mercancía del coronel ruso desde que tú lo contrataste. Y se han regocijado mucho al recibirla. Y ahora, según parece, serían enteramente felices si pudiesen encargarse del hombre, incluyendo lo que cuesta y todo lo demás.

–Es una persona muy quisquillosa, difícil de tratar. Me conoce. No querrá trabajar para nadie más.

–Dejemos eso, Sam. Has sido el primero en reconocer que no es más que un mercenario. Irá donde esté el dinero. Y nosotros recibiremos la mercancía de todas formas. Tienes que darte cuenta que, en el fondo, es un modo agradable de traspasar privilegios.

Edwards hizo una pausa y le dirigió la más encantadora de sus sonrisas.

–Por cierto -prosiguió-, el Jefe quiere verte. Mañana por la mañana, a las diez. No creo que esté sobrepasando mis competencias si te digo que piensa en un nuevo puesto. Un escalafón más arriba. Afrontemos la situación tal como es. A veces, las cosas evolucionan por sí mismas hacia la mejor solución posible. Con Pankratin de vuelta en Moscú sería mucho más difícil para ti acceder a su persona, y ya has cubierto la zona de Alemania Oriental durante muchísimo tiempo. Los Primos están preparados para hacerse cargo de ese caso, y tú tendrás un ascenso bien merecido. La dirección de un Departamento, probablemente.

–Yo soy un hombre de acción -replicó McCready.

–¿Por qué no esperas a oír lo que el Jefe tiene que decirte? – sugirió Edwards.

Veinticuatro horas después, Sam McCready era nombrado director de En-ocu y Op-psi. La CÍA se encargó de supervisar y pagar al general Yevgeni Pankratin.

Julio de 1985

Hacía mucho calor en Colonia ese verano. Los que podían permitírselo habían enviado a sus esposas y a sus hijos a los lagos, a las montañas y a los bosques o a sus villas en las costas mediterráneas, con la intención de reunirse con ellos algo más tarde. Bruno Morenz no disponía de una casa de veraneo. Estaba encadenado a su trabajo. No tenía un sueldo en modo alguno elevado, así como tampoco sería fácil que se lo aumentasen, y al faltarle sólo tres años para acogerse a la jubilación a los cincuenta y cinco, era muy improbable que le concediesen un ascenso dentro de ese plazo.

Bruno se encontraba sentado en la terraza de una cafetería, con el nudo de la corbata flojo y la chaqueta colgada del respaldo del asiento, mientras saboreaba una gran jarra de cerveza de barril. Nadie le dirigía ni una sola mirada al pasar. Había prescindido de su traje de invierno de paño, para otorgar su preferencia a un traje de algodón con rayas en relieve, que se veía mucho más deforme, si es que esto es posible. Se sentaba encorvado sobre la jarra, y, de vez en cuando, se llevaba la mano a la cabeza y se alisaba alguno de los mechones de su espesa cabellera gris hasta que lograba domarlos. No era un hombre vanidoso en lo que atañía a su apariencia personal, pues, de lo contrario, se hubiera preocupado de pasarse de vez en cuando un peine por los cabellos, se hubiera afeitado más a menudo, usado un agua de colonia decente (a fin de cuentas vivía en la ciudad que la inventó) y se hubiera mandado hacer un traje elegante y bien ajustado. Habría tirado a la basura esas camisas con los puños visiblemente raídos y hubiera enderezado los hombros. Entonces su apariencia sería la de una persona con autoridad. Pero Bruno desconocía la vanidad personal.

De todos modos, tenía sus sueños; mejor dicho, había tenido sus sueños. En cierta ocasión, hacía ya mucho tiempo. Y no se habían cumplido. A los cincuenta y dos años, casado y padre de dos hijos ya mayores, Bruno Morenz contemplaba, con expresión melancólica, a los transeúntes que pasaban por la acera. De haber conocido el término, se habría dado cuenta de que sufría de eso que los alemanes denominan Torschlusspanik. Ésta es una palabra que no existe en ningún otro idioma, y que expresa el miedo a no tener más oportunidades en la vida, a seguir siendo una solterona para siempre o a quedarse a la luna de Valencia, y que significa, literalmente, «pánico ante las puertas cerradas».

Detrás de la fachada que ese hombre tan extraordinariamente amable ofrecía, que realizaba su trabajo con toda honradez, recibía su modesto salario todos los fines de mes y volvía todas las noches a refugiarse en el seno de su familia, Bruno Morenz era, en realidad, una persona muy desdichada.

Se encontraba encadenado en un matrimonio carente de amor con Irmtraut, una mujer de una imbecilidad bovina, contornos semejantes a los de una patata y que, con el transcurso de los años, había dejado de quejarse de lo bajo que era el salario del marido y de la incapacidad de éste para hacer carrera. En cuanto al empleo de Bruno, sólo sabía que trabajaba para una de esas organizaciones gubernamentales que tienen algo que ver con la Administración, sin que mostrase el más mínimo interés por informarse de algo más al respecto. Si el aspecto de Bruno era descuidado, llevaba los puños de las camisas raídos y los trajes llenos de bolsas y arrugas se debía, en parte, a que Irmtraut había dejado de preocuparse por su ropa. La mujer mantenía más o menos limpio y ordenado el pequeño apartamento que tenían en una prosaica calle del barrio de Porz y servía la cena unos diez minutos después de que él entrara en su casa, semicongelada si su marido se retrasaba.

Su hija Ute se había distanciado de los dos en cuanto hubo terminado sus estudios en el instituto, aduciendo para ello diversas razones de índole política y de tendencia izquierdista (el padre había tenido que someterse a una investigación sobre su persona por parte de los Servicios de Seguridad del Estado debido a las ideas políticas de Ute), y fue a vivir a una especie de madriguera en Dusseldorf con varios hippies que aporreaban la guitarra. Bruno jamás pudo averiguar con cuál de ellos estaba. Su hijo Lutz todavía seguía viviendo en la casa, donde siempre se le podía encontrar tumbado delante del equipo de televisión. Un mozalbete con el rostro plagado de espinillas, al que habían cateado en todos los exámenes a los que se había presentado y que ahora rechazaba todo tipo de educación, así como a ese mundo estúpido que tanta importancia concedía a los estudios. Por ello prefería adoptar la moda Punk en el cabello y en el vestir como expresión de su protesta en contra de la sociedad, guardándose mucho de caer en la tentación de aceptar cualquier tipo de empleo que la sociedad tuviera preparado con la intención de ofrecérselo.

Bruno lo había intentado en la vida; en verdad se había esforzado por lograr algo, dando lo mejor de sí mismo, sin tapujos. Había trabajado duro, pagado sus impuestos, mantenido a su familia lo mejor que podía y no había gozado de grandes distracciones a lo largo de su existencia. Al cabo de tres años, treinta y seis meses exactamente, se jubilaría. Celebrarían una fiestecita en la oficina, Aust pronunciaría un discurso, chocarían luego las copas llenas de champán, y él se iría. ¿Para hacer qué? Tendría su pensión y los ahorros de su «otro trabajo», ahorros que había ido acumulando con sumo cuidado en una gran variedad de cuentas, entre medianas y pequeñas, que tenía repartidas por toda Alemania bajo un gran número de seudónimos distintos. En esas cuentas tenía el dinero suficiente, más de lo que nadie podría imaginarse o sospechar siquiera, para comprarse una casa a la que retirarse y para poder hacer lo que realmente quería…

Y es que detrás de su amable fachada, Bruno Morenz era también una persona extraordinariamente reservada. Jamás había hablado con Aust ni con cualquier otra persona del Servicio Secreto acerca de su «otro trabajo»; en todo caso, eso estaba prohibido y conduciría al despido instantáneo. Y jamás había hablado con Irmtraut de ninguno de sus trabajos, así como tampoco le había contado nada de sus ocultas economías. Sin embargo, ése no era el problema real, tal como él lo veía.

Su problema real era que deseaba sentirse libre. Quería comenzar de nuevo, y como si el destino le hubiese enviado una señal, sabía de qué forma podía hacerlo. Y es que Bruno Morenz, bien entrado en su madurez, se había enamorado, de una manera loca, de la cabeza a los pies. Y lo bueno de todo ese asunto era que Renate, la jovencísima y sorprendentemente cariñosa Renate, sentía el mismo loco amor por él.

Y en aquella tarde de verano, allí, en aquel café, Bruno puso al fin en orden sus ideas. Lo haría. Le contaría que tenía la intención de abandonar a Irmtraut, tras dejarle lo suficiente para vivir, y acogerse a la jubilación anticipada; así se libraría del trabajo y se la llevaría para que viviese una nueva vida a su lado, en una casa de ensueño que tendrían en la región del norte donde él había nacido, junto a la costa.

El problema real de Bruno Morenz, tal como él no lo veía, era que no se estaba encaminando hacia una de esas crisis de la mediana edad, sino que ya estaba metido hasta el cuello en una crisis de dimensiones catastróficas. Pero como él no lo advertía, y era un disimulador profesional, no había nadie que se hubiera dado cuenta.

Renate Heimendorf medía algo más de un metro setenta de estatura, tenía veintiséis años, el cabello castaño y era guapa y bien proporcionada. Cuando contaba dieciocho años se había convertido en la amante y el juguete de un acaudalado hombre de negocios que le triplicaba la edad, una relación que había durado cerca de cinco años. Cuando el hombre cayó muerto de repente a causa de un ataque cardíaco, provocado, quizá, por un exceso en la comida, en la bebida, en los habanos y en Renate, resultó que había pasado por alto, de una forma desconsiderada, la necesidad de preocuparse por el futuro de Renate recordándola en su testamento, descuido este que su vengativa esposa no estuvo dispuesta a rectificar.

La chica se las ingenió para saquear el nido de amor que habían tenido en común y que tan ricamente amueblado estaba. Con esto, y con el producto de la venta de las joyas y las baratijas que el otro le había ido regalando durante esos años, logró reunir, después de la liquidación total, una cantidad de dinero bastante respetable.

De todos modos, esa suma no fue lo bastante grande como para que pudiera retirarse a vivir de rentas; ni para que pudiera permitirse el lujo de continuar el ritmo de vida al que se había acostumbrado; tampoco tenía la intención de solicitar un trabajo de secretaria por el que recibiría un miserable salario. Entonces decidió dedicarse a los negocios. Experta en el arte de despertar, con esfuerzo y paciencia, la excitación sexual de un hombre ya mayor, entrado en carnes y no desprovisto de achaques, llegó a la conclusión de que ahí estaba realmente lo único que podía hacer.

Se compró a muy largos plazos un apartamento en el tranquilo y respetable Hahnwald, un distinguido barrio de las afueras de Colonia, en el que abundaban los parques y los árboles. Los edificios de esa zona, en la que predominaban la piedra y el ladrillo, se caracterizaban por su magnífica y sólida construcción, y, en algunos casos, habían sido convertidos en bloques de apartamentos, precisamente como la casa en la que vivía y trabajaba. Se trataba de una edificación de piedra, de cuatro plantas, con un apartamento en cada una. El suyo se encontraba en la primera. Después de mudarse llevó a cabo ciertas mejoras.

El piso tenía sala de estar, cocina, cuarto de baño, dos dormitorios, vestíbulo y un pasillo. La sala de estar se encontraba a la izquierda del vestíbulo, junto a la cocina. Al otro lado, a la izquierda del pasillo que se extendía a la derecha desde la sala de estar, estaban uno de los dormitorios y el cuarto de baño. El dormitorio grande se hallaba al final del pasillo, por lo que el cuarto de baño se encontraba entre las dos habitaciones. Justo al lado de la puerta del dormitorio grande, empotrado en la pared izquierda, había un armario de dos metros de ancho, que tomaba su espacio del cuarto de baño.

Renate dormía en el dormitorio pequeño y usaba el grande como cuarto de trabajo. Aparte el armario empotrado en la pared del pasillo, sus mejoras estructurales habían consistido, entre otras cosas, en la insonorización del dormitorio principal, con gruesas planchas de corcho que tapizaban el interior de las paredes, las cuales habían sido cubiertas con papel y decoradas de tal manera que no se notase la presencia del material aislante. A esto había que añadir los cristales dobles de las ventanas y un grueso revestimiento almohadillado en la parte interior de la puerta. Pocos eran los sonidos del dormitorio que pudiesen atravesar las barreras y salir al exterior para alarmar al vecindario, que era, precisamente, lo que ella quería evitar. Aquel aposento, con su decoración y sus complementos tan poco habituales, se mantenía siempre cerrado.

El armario del pasillo contenía sólo la ropa de invierno normal y los impermeables. En otros armarios que había en el cuarto de trabajo había un amplio e impresionante surtido de lencería, así como gran variedad de trajes y de prendas que permitían a Renate vestirse de escolar, criada, novia, camarera, institutriz, ama de llaves, maestra de escuela, azafata, policía, chica perteneciente a la Asociación Nazi, guarda forestal o jefa de exploradores, todo esto junto con las prendas y los accesorios usuales de cuero y de plástico, entre los que se contaban las botas que llegaban hasta el muslo, las gorras y las máscaras.

En una cómoda guardaba un surtido más reducido de ropas para los clientes que no llevaban nada consigo, tal como trajes de boy-scout, escolar o esclavo romano. Amontonados en un rincón se encontraban los instrumentos de tortura, látigos, palos…, y en un baúl guardaba cadenas, grillos, guanteletes y correas, todo lo que se necesitaba para las escenas de la esclavitud y de castigo.

Renate era una buena puta; tenía éxito, en todo caso. Muchos de sus clientes volvían con regularidad. Actriz en buena parte -y todas las putas tienen que ser algo actrices, aun cuando rara vez se dé el caso contrario-, podía meterse dentro de las fantasías anheladas por su cliente, poniendo una convicción total en ello. Sin embargo, una zona de su mente permanecía siempre aparte, indiferente a todo, dedicada a observar, registrar, despreciar. Nada de lo que se veía obligada a hacer en su trabajo la afectaba; en todo caso, sus gustos personales eran muy diferentes.

Había estado metida en esa profesión durante tres años, y tenía la intención de retirarse pasados otros dos. Entonces dedicaría una temporada a limpiarse del pasado y luego viviría de sus ahorros, rodeada de lujo, en algún lugar que se encontrase muy lejos de allí.

Aquella tarde sonó la campanilla de la puerta de su apartamento. Renate solía levantarse tarde, por lo que todavía llevaba puesto el salto de cama y la bata de andar por casa. La joven frunció el entrecejo; un cliente la visitaría sólo si había acordado una cita previa. Una mirada a través de la mirilla óptica en la puerta de entrada le reveló, como si estuviese dentro de una pecera redonda, la presencia de los desgreñados cabellos grises de Bruno Morenz, su acompañante del Ministerio de Asuntos Exteriores. Renate dio un profundo suspiro, puso una sonrisa de extasiada bienvenida en su bello rostro y abrió la puerta.

–Bruno, caaaariñito…

Dos días después, Edwards llevaba a Sam McCready a comer al «Brook's Club», en Saint James, en Londres. De entre los diversos clubes para caballeros de los que era Edwards miembro, el «Brook's Club» era su favorito para almorzar. Allí siempre había grandes posibilidades de poder intercambiar unas breves y corteses palabras con Robert Armstrong, el secretario del Consejo de Ministros, quizás uno de los hombres más influyentes de todo el Reino Unido, y, en todo caso, el presidente de los cinco hombres sabios, los cuales elegirían un buen día al nuevo jefe del SIS, que después presentarían a Margaret Thatcher para que ésta diese su aprobación.

El café lo tomaron arriba, en la biblioteca, bajo los retratos de ese grupo de pisaverdes y petimetres de la época de la Regencia, los Diletantes. Entonces Edwards abordó un tema concreto.

–Como te he dicho abajo, Sam, todos están muy complacidos, verdaderamente complacidos. Pero nos encontramos ante el advenimiento de una nueva era, Sam. Una era cuyo leitmotiv podríamos expresar con la frase «según las reglas». El hecho de infringir las reglas, una de esas cosas tan típicas en el viejo modo de hacer las cosas, es algo que debería estar…, ¿cómo podría decirlo…?, vedado.

–Vedado es una expresión muy buena -asintió Sam.

–Perfecto. Pues bien, una rápida ojeada por los archivos nos demuestra que uno siempre tiende a retener en la memoria, admitamos que sobre una base adecuada, los nombres de ciertas personas importantes cuya utilidad pertenece al pasado. Viejos amigos, quizás. Ello no es problema, a menos de que se encuentren en una posición delicada… A menos de que el hecho de ser descubiertos por aquellos que los emplearon pueda ocasionar a la Firma problemas reales…

–¿Como cuáles? – preguntó McCready.

Ése era el eterno inconveniente de los expedientes y de las hojas de servicio, que siempre estaban en alguna parte, guardadas en los archivos. Tan pronto como uno pagaba a alguien para que hiciese alguna diligencia, un expediente de pago quedaba registrado.

Edwards optó al fin por echar a un lado sus ambiguas insinuaciones.

-El Duendecillo, Sam, no sé cómo ha podido pasarse eso por alto durante tanto tiempo. Y ese Duendecillo es un funcionario a tiempo completo del BND. Se armaría la de Dios es Cristo si los de Pullach llegasen a descubrir que tienes pluriempleado a ese hombre. Eso va en contra de todas las reglas. Nosotros no, repito, no mantenemos empleados de otras Agencias amigas. Eso es algo completamente inadmisible. Tienes que desembarazarte de él, Sam. Corta esa nómina de servicios. De inmediato.

–Es un compañero -arguyó McCready-, juntos hemos recorrido un largo camino, que se remonta hasta lo del Muro de Berlín. Nos ayudó mucho entonces, realizó trabajos muy peligrosos para nosotros, precisamente cuando necesitábamos a gente como él. Nos cogieron por sorpresa, no teníamos gente, o, al menos, no el número suficiente de personas que pudieran,

o quisieran, cruzar tal como lo hacía él. – Esto no es negociable, Sam. – Confío en él. El confía en mí. Nunca me dejaría caer. Ese

tipo de cosas no se compran. Y cuesta muchos años. Una pequeña asignación es un precio muy bajo. Edwards se puso de pie, se sacó un pañuelo de la manga y se enjugó el oporto de los labios. – Desembarázate de él, Sam. Me temo que he de convertir esto en una orden. El Duendecillo tiene que desaparecer.

A finales de esa misma semana, la comandante Ludmilla Vanavskaya dio un bostezo, se desperezó y se reclinó contra el respaldo de su silla. Estaba cansada. Había sido una larga jornada de trabajo. Echó mano de su paquete de «Marlboro» fabricado en la Unión Soviética, advirtió que tenía el cenicero abarrotado de colillas y apretó el timbre que estaba sobre el escritorio.

De la antesala entró un joven cabo. La comandante no le hizo caso alguno y se limitó a señalarle con el dedo el cenicero.

El cabo se apoderó de él al instante, salió de la oficina, para regresar pocos segundos después con el cenicero limpio. La comandante saludó con la cabeza. El cabo salió de nuevo y cerró la puerta a sus espaldas.

No había habido el menor intercambio de palabras, por no hablar ya de bromas. La comandante Vanavskaya lograba siempre intimidar a la gente. En años pasados, algunos mozos atrevidos se habían fijado en la brillante melena rubia, que flotaba por encima de la delgada camiseta reglamentaria y de la fina falda gris, y habían tratado de probar fortuna. Pero no hubo nada que hacer. A los veinticinco años se casó con un coronel, una hábil maniobra para hacer carrera, y tres años después se divorció de él. La carrera de su ex marido se estancó, la suya arrancó con ímpetu. A los treinta y cinco años ya no llevaba uniforme, vestía blusa blanca con un severo traje gris oscuro, hecho a medida, con el cabello recogido en la nuca en una pequeña coleta que le caía por la espalda.

Algunos pensaban aún en llevársela a la cama, hasta que debían ponerse a salvo de aquellos ojos azules, fríos como el hielo. En la KGB, que no es una organización de liberales, la comandante Vanavskaya tenía la reputación de fanática. Y los fanáticos amedrentan.

El fanatismo de la comandante se concentraba en su trabajo… y en los traidores. Mujer completamente entregada al comunismo, de una gran pureza ideológica a toda prueba, se había impuesto la misión de perseguir a los traidores, a quienes odiaba con frío apasionamiento. Por medio de artimañas había logrado que la trasladasen desde el Segundo Directorio, donde los objetivos eran el ocasional poeta sedicioso o el obrero inconformista, al independiente Tercer Directorio, llamado también Directorio de las Fuerzas Armadas. En él, los traidores, en el caso de que los hubiera, serían personas de alto rango, más peligrosas, merecedoras de su odio y dignas de enfrentarse a su temple.

El traslado al Tercer Directorio, asunto que su esposo el coronel arregló durante los últimos días de su matrimonio, cuando el hombre trataba desesperadamente de complacerla por todos los medios, la había llevado a ese anónimo edificio de oficinas situado en la Sadovaya Spasskaya, una de las carreteras de circunvalación moscovitas, y a ese despacho, así como a la carpeta que tenía abierta ante ella.

Dos años de trabajo había invertido en esa carpeta, habiéndose visto obligada a sacar tiempo de entre sus muchas otras obligaciones, hasta que sus superiores empezaron a creerla. Dos años de comparaciones, comprobaciones y verificaciones, suplicando la ayuda de los otros departamentos, en lucha continua contra la ceguera y la obcecación de esos hijos de puta del Ejército, siempre dispuestos a taparse los unos a los otros. Dos años dedicados a correlacionar fragmentos de información minúsculos hasta que, poco a poco, un cuadro empezó a surgir de ellos.

El trabajo de la comandante Ludmilla Vanavskaya, y su vocación, consistía en perseguir y atrapar a los negligentes, a los elementos subversivos, o, en ocasiones, también a algún que otro traidor declarado en el seno del Ejército, de la Armada

o de las Fuerzas Aéreas. La pérdida de equipos valiosos propiedad del Estado, por culpa de la negligencia, era bastante malo en sí; la falta de tesón en la persecución de los rebeldes afganos, era algo mucho peor, pero la historia que le contaba la carpeta que tenía sobre su escritorio era algo diferente. La comandante estaba convencida de que en alguna parte del Ejército había una filtración deliberada. Y el responsable de ella ocupaba una posición elevada, endemoniadamente elevada.

Había una lista con ocho nombres en el folio que tenía sobre las demás hojas que llenaban la carpeta abierta ante sus ojos. Cinco de ellos habían sido tachados ya. En dos había unos signos de interrogación. Pero su mirada volvía una y otra vez al octavo. Descolgó el teléfono y pidió un número, en el que la atendió otro comandante, el secretario del general Chaliapin, jefe del Tercer Directorio.

–Sí, comandante. ¿Una entrevista personal? ¿No desea hablar con ninguna otra persona? Entiendo… El problema es que el camarada general se encuentra en el Lejano Oriente… No hasta el próximo martes. De acuerdo entonces, hasta el martes que viene.

La comandante Vanavskaya colgó el auricular y frunció el entrecejo. Cuatro días. Bueno, si había esperado dos años, bien podía esperar cuatro días más.

–Creo que ya puedo finiquitar el negocio -decía Bruno a Renate con infantil complacencia, en la mañana del domingo siguiente-. Tengo lo suficiente como para adquirir la propiedad y algo más para decorarlo y equiparlo. Es un pequeño y maravilloso bar.

Ambos estaban en la cama en el dormitorio privado de Renate. Éste era un favor que ella le concedía a veces, ya que Bruno detestaba el dormitorio de «trabajo» tanto como odiaba la ocupación de la joven.

–Cuéntamelo de nuevo -rogó Renate con voz melosa-. Me gusta oírlo.

Bruno sonrió. Lo había visto una sola vez, pero se había quedado prendado de él. Era lo que siempre había deseado, y en el sitio donde lo había deseado, al lado del mar abierto, donde los impetuosos vientos del Norte mantendrían el aire fresco y tonificante. Frío en el invierno, por supuesto, pero haría instalar calefacción central.

–De acuerdo. Se llama «Bar de la Linterna», y su emblema es un viejo farol marinero. Está situado frente al desembarcadero, a la derecha del muelle de Bremerhaven. A través de las ventanas del piso de arriba puedes divisar hasta la isla de Mesllum; si las cosas nos van bien, podríamos conseguir un bote de vela y navegar hasta allí en verano.

»Es una taberna estilo antiguo, con decoraciones de cobre y una preciosa barra, tras la que nos colocaremos para servir bebidas, y tiene un precioso y cómodo apartamento en el piso de arriba. No es tan grande como éste, pero resultará muy confortable una vez que lo hayamos arreglado. Ya he acordado el precio y he pagado el depósito. Habré terminado de pagarlo para finales de septiembre. Entonces podré alejarte de todo esto.

La chica se retorcía de risa en la cama, soltando alegres y sonoras carcajadas.

–No puedo esperar, amor mío. Será una vida maravillosa. ¿Quieres intentarlo de nuevo? Quizá funcione esta vez.

Si Renate hubiese sido una persona diferente, hubiera procurado desilusionar poco a poco a ese hombre mayor, explicándole que no tenía la más mínima intención de permitir que nadie la alejase de «todo eso», y mucho menos para ir a parar a un muelle sombrío, azotado por los vientos, en la dársena de Bremerhaven. Pero le divertía postergar el momento de la decepción de Bruno, para que sus futuros padecimientos fuesen incluso mayores.

Una hora después de que esa conversación tuviese lugar en Colonia, un «Jaguar» negro, que avanzaba a toda velocidad por la Autopista M3, tomaba una desviación y se metía por las tranquilas carreteras comarcales de Hampshire, no muy lejos del pequeño pueblo de Dummer. Era el automóvil personal de Timothy Edwards, y lo conducía el chófer que el Servicio Secreto le había asignado. En el asiento de atrás se encontraba Sam McCready, al que habían arrancado de sus habituales placeres dominicales en el apartamento que tenía en Abingdon Villas, al oeste de Londres, cuando recibió la llamada telefónica del asistente jefe.

–Mucho me temo que no hay otra alternativa, Sam. Es muy urgente.

Cuando recibió la llamada, se encontraba disfrutando de un prolongado baño caliente, con el agua hasta el cuello como a él le gustaba, mientras escuchaba a Vivaldi, y con los periódicos dominicales esparcidos por todo el suelo de la sala de estar. Tuvo el tiempo justo de ponerse a toda prisa una camisa deportiva y unos pantalones de pana y de echarse una chaqueta por encima antes de que John llamase a la puerta. Había ido a recoger el «Jaguar» del estacionamiento de vehículos oficial.

El coche se metió por un caminillo de grava de acceso a una mansión rural de estilo georgiano y se detuvo ante la fachada principal. John se apresuró a descender del automóvil para ir a abrirle la portezuela a Sam, pero éste se lo impidió. Sam McCready odiaba ser tratado con zalamerías.

–Me encargaron que le dijera que estarían en la parte de atrás de la casa, señor, en la terraza -le comunicó John.

McCready examinó la mansión. Hacía unos diez años, Timothy Edwards había contraído matrimonio con la hija de un duque, el cual fue lo bastante considerado como para estirar la pata a comienzos de su edad madura y dejar a sus dos herederos, el nuevo duque y Lady Margaret, extensas tierras y una cuantiosa fortuna. Lady Margaret recibió unos tres millones de libras esterlinas. McCready calculó que la mitad de aquella suma tendría que estar invertida ahora en ese magnífico palacete de la heredad de Hampshire. Rodeó la casa y se encaminó hacia las columnas del patio de la parte posterior.

Había cuatro sillas de mimbre puestas en círculo; tres de ellas, ocupadas. A un lado, en una mesa de hierro blanca, el almuerzo estaba servido para tres. No cabía duda de que Lady Margaret se encontraría dentro de la casa. Nadie comía. No se hubiesen atrevido a hacerlo. Los dos hombres sentados en las sillas de mimbre se pusieron de pie.

–¡Oh, Sam, qué alegría que hayas podido venir! – exclamó Edwards.

«Esto es realmente pasarse -pensó McCready-, no me ha dejado otra maldita alternativa.»

Edwards se quedó mirando a McCready y se preguntó, no por primera vez, por qué ese compañero de trabajo de tan extraordinaria inteligencia, insistía en acudir a la fiesta que se daba en una mansión rural de Hampshire -aunque no tuviera la intención de quedarse mucho tiempo-, vestido como si fuese el jardinero. Edwards, por su parte, calzaba unos relucientes zapatos, vestía unos impecables pantalones color canela de raya perfecta, una camisa de seda y un pañuelo anudado al cuello.

McCready, a su vez, también se le quedó mirando, y se preguntó por qué Edwards insistía siempre en llevar escondido un pañuelo dentro de su manga izquierda. Ésta era una costumbre del Ejército y que había surgido en los regimientos de Caballería debido a que sus oficiales llevaban unos calzones tan ajustados que el bulto de un pañuelo en el bolsillo podría haber causado en las damas la impresión de que se habían acicalado demasiado. Sin embargo, Edwards nunca había estado en la Caballería, ni en ningún otro regimiento. Había llegado de Oxford al Servicio Secreto.

–No creo que conozcas a Chris Appleyard -dijo Edwards cuando un estadounidense de elevada estatura tendía su mano a McCready.

El hombre tenía el aspecto correoso de un vaquero tejano.

En realidad había nacido en Boston. El aspecto correoso le venía de los cigarrillos «Camel» que se fumaba encadenados. Su rostro no estaba bronceado por el sol, sino que tenía una tonalidad algo extraña.

«Así que por eso están comiendo aquí afuera -reflexionó Sam-. A Edwards no le gustaría ver sus Canalettos recubiertos de nicotina.»

–Me temo que no -dijo Appleyard-. Es un placer saludarte, Sam. Estoy enterado de tu reputación.

McCready sabía quién era el otro, por el nombre y por fotografías; subdirector de la División europea de la CÍA. La mujer que ocupaba la tercera silla se inclinó hacia delante y le tendió la mano.

–¡Hola, Sam! ¿Qué tal te encuentras últimamente?

Claudia Stuart todavía era, a sus cuarenta años, una mujer extraordinariamente atractiva. Mantuvo la mirada y la mano de Sam un poco más de tiempo de lo que hubiese sido necesario.

–Muy bien, Claudia, gracias. Estupendamente.

Los ojos de la mujer le dijeron que no le creía. A ninguna mujer le agrada pensar que el hombre con el que en cierta ocasión compartió su cama ha podido recobrarse de tal experiencia.

Algunos años antes, en Berlín, habían tenido una relación corta pero ardiente. Ella estaba en las oficinas de la CÍA en Berlín Occidental; él había ido de visita. Sam jamás le habló de su misión allí. En aquel tiempo estaba dedicado a la tarea de reclutar al entonces coronel Pankratin. Eso Claudia lo supo mucho después. Ella se hizo cargo del general.

A Edwards no le había pasado por alto ese lenguaje corporal. Se preguntó qué habría detrás de todo eso, y se planteó la hipótesis correcta. Nunca dejaba de admirarle el hecho de que Sam gustase a las mujeres. Era tan… desaliñado. Se decía que algunas de las chicas de la Century House se hubieran sentido felices si hubiesen podido arreglarle la corbata, cosido un botón

o hecho algunas otras cosas más por él. Edwards encontraba

todo eso inexplicable.

–Siento mucho lo de May -dijo Claudia.

–Gracias -contestó McCready.

May. Su esposa. Hacía tres años que había muerto. May, que se había quedado esperando todas aquellas largas noches durante los primeros días, que siempre se encontraba en casa cuando él volvía de una incursión al otro lado del Telón, que jamás le preguntó, y jamás se quejó. La arteriosclerosis múltiple puede actuar con rapidez o con lentitud. En May actuó rápidamente. En un año se encontró atada a una silla de ruedas; dos años después había muerto. Desde entonces, Sam había vivido solo en el apartamento de Kensington. Gracias a Dios que su hijo se encontraba a la sazón en el colegio y fue llamado con el tiempo justo para poder asistir a los funerales. No tuvo que presenciar los sufrimientos de su madre ni la desesperación de su padre.

El mayordomo -McCready pensó que debía de ser un mayordomo- se presentó con unas copas de champán en una bandeja. McCready enarcó una ceja. Edwards susurró algo al oído del criado; y éste salió y volvió al poco rato con una jarra de cerveza. McCready dio unos sorbos y la saboreó. Los demás se le quedaron mirando. Cerveza ligera dorada. Una marca conocida. Producto extranjero. McCready dio un suspiro. Hubiese preferido la típica cerveza británica, espesa y amarga, servida a temperatura ambiente, aromatizada con las maltas escocesas y el lúpulo del Condado de Kent.

–Tenemos un problema, Sam -dijo Appleyard-. Claudia te lo contará.

–Se trata de Pankratin -comenzó ella-. ¿Te acuerdas de él?

McCready se quedó contemplando su cerveza y asintió con la cabeza.

–En Moscú hemos mantenido el contacto con él casi con cuentagotas. Siempre a una prudente distancia. Y muy escasos contactos personales. Hemos recibido una mercancía fantástica, y a unos precios bastante razonables. Pero apenas ha habido encuentros personales. Y ahora nos ha venido un mensaje. Un mensaje urgente.

Se produjo un silencio embarazoso. McCready alzó la mirada y miró a Claudia con atención.

–Dice que ha conseguido una copia no registrada del Manual de guerra del Ejército soviético. Todo el orden de batalla. Para el conjunto del frente occidental. Queremos tenerlo, Sam; es muy urgente.

–Pues id a buscarlo -dijo él.

–Pero esta vez no quiere utilizar un buzón falso. Aduce que el paquete es demasiado voluminoso. No lo cree conveniente. Resultaría demasiado llamativo. Quiere entregárselo sólo a alguien que conozca y en quien confíe plenamente. Desea que seas tú.

–¿En Moscú?

–No, en Alemania Oriental. Muy pronto hará una gira de inspección por allí que durará una semana. Quiere efectuar la entrega en una zona muy al sur de Turingia, cerca de la frontera con Baviera. Su gira le llevará por el Sur y por el Oeste, a través de Cottbus, Dresde, Kart-Marx-Stadt, Gera y Erfurt. Después regresará a Berlín, el miércoles por la noche. Quiere que el encuentro tenga lugar el martes por la noche o el miércoles por la mañana. No conoce la zona. Desea usar algún apartadero. Por lo demás, lo ha planeado todo a la perfección, ya sabe cómo se escurrirá para acudir a la cita…

–Creo que debo indicar que Sam no puede ir de momento -dijo Edwards, interrumpiendo a Claudia-. Ya se lo he mencionado al Jefe, y éste se ha mostrado de acuerdo. Sam ha sido condenado a muerte por la policía secreta de Alemania

Oriental.

Claudia enarcó las cejas.

–Eso quiere decir, amor, que si me pescan de nuevo por allí, esta vez no habrá ningún amable intercambio de espías en la frontera.

–Lo interrogarán y lo fusilarán -añadió Edwards innecesariamente.

Appleyard dio un silbido.

–Pero muchacho, eso va en contra de todas las reglas – dijo-. Habrás hurgado a fondo en su avispero.

–Uno hace lo mejor que puede… -dijo Sam en tono melancólico-. Por cierto, si bien es verdad que yo no puedo ir, conozco a alguien que sí puede hacerlo. Timothy y yo estuvimos hablando de él la semana pasada cuando almorzamos en el club.

Edwards casi se asfixia con el trago de champán que tenía en la boca.

-¿El Duendecillo? – preguntó al recuperarse-. Pero si Pankratin dice que se entrevistará sólo con alguien a quien conozca.

–Conoce muy bien al Duendecillo -replicó Sam-. ¿Recuerdas que te conté cuánto me había ayudado en los primeros tiempos? Allá, por el ochenta y uno, cuando recluté al coronel, nuestro Duendecillo tuvo que encargarse de él y cuidarlo hasta que yo pude pasar. Hoy en día, el general siente un gran aprecio por el Duendecillo. Se acordará de él y le entregará el manual. Nuestro ruso no tiene un pelo de tonto.

Edwards se arregló el pañuelo que llevaba al cuello.

–Está bien, Sam -asintió-. Pero que sea la última vez.

–El asunto es muy peligroso y los riesgos muy grandes. Quiero una recompensa para nuestro amigo. Diez mil libras esterlinas.

–Concedidas -dijo Appleyard sin un titubeo; luego sacó de su bolsillo una hoja de papel y añadió-: Aquí están los detalles que Pankratin ha ideado para la forma en que se llevará a cabo el encuentro. Necesitamos dos lugares opcionales. El del encuentro y el de reserva por si el primero falla. ¿Puedes darnos a conocer en el plazo de veinticuatro horas los lugares de la carretera que hayas elegido? Nosotros se los comunicaremos.

–No puedo obligar al Duendecillo a que vaya -advirtió McCready-. Trabaja por su cuenta, no es un empleado mío.

–Trata de conseguirlo, Sam, por favor. Inténtalo -pidió

Claudia. Sam se puso en pie. – Por cierto -dijo-, ese martes… ¿en qué semana cae? – En ésta no, en la próxima -dijo Appleyard-. Dentro de

ocho días. – ¡Dios mío! – murmuró McCready.

CAPÍTULO II

Lunes

Sam McCready se pasó casi todo el día estudiando mapas a gran escala y fotografías. Había vuelto a visitar a sus viejos amigos del Departamento de Alemania Oriental para pedirles unos favores. Ellos se mostraron muy celosos de su territorio, pero también complacientes -él tenía la autoridad-, y no eran tan tontos como para preguntar al director del Departamento de Engaño, Ocultación y Operaciones Psicológicas qué era lo que estaba buscando.

A eso de la media tarde, ya había localizado dos puntos que podrían servir para el caso. Uno de ellos era un apartadero resguardado de la carretera nacional siete de Alemania Oriental, la cual corre en dirección este-oeste, paralela a la Autopista E

40. Esa carretera angosta pasa a la izquierda de la ciudad industrial de Jena y se dirige a la localidad algo más rural de Weimar, para cruzar luego la llanura en dirección a Erfurt. El primer apartadero de emergencia que encontró fue justo al oeste de Jena. El segundo se hallaba en la misma carretera, pero a mitad de camino entre Weimar y Erfurt, ni a cinco kilómetros de distancia de la base soviética de Nohra.

Si el general ruso se encontraba en algún sitio entre Jena y Erfurt durante su gira de inspección en el martes y el miércoles de la otra semana, sólo tendría que hacer una pequeña carrera para trasladarse a cualquiera de los dos lugares de encuentro. A las cinco de la tarde, Sam McCready presentaba su proyecto a Claudia Stuart en la Embajada de Estados Unidos, situada en la plaza Grosvenor. Un mensaje cifrado partió en seguida para el Cuartel General de la CÍA en Langley, Virginia; allí dieron su aprobación y transmitieron el mensaje al contacto que Pankratin tenía asignado en Moscú. La información fue depositada en uno de esos buzones llamados «de destinatario único», detrás de un ladrillo suelto en el cementerio de Novodevichi, a primeras horas de la mañana del día siguiente. El general Pankratin la recogió, cuatro horas más tarde, cuando se dirigía, por su camino habitual, hacia el Ministerio.

Y ese mismo lunes, antes de caer la tarde, McCready envió un mensaje cifrado a la filial del SIS en Bonn, donde el hombre que lo leyó lo destruyó de inmediato, descolgó el teléfono y realizó una llamada local.

Bruno Morenz regresó ese día a su casa a las siete de la tarde. Estaba terminando de tomar la sopa cuando su mujer se acordó de algo.

–Tu dentista, el doctor Fischer, ha telefoneado.

Morenz alzó la cabeza y luego se quedó contemplando la bazofia congelada que tenía ante sí.

–Ajá.

–Dijo que necesitaba mirarte de nuevo el empaste. Mañana. Me preguntó si podrías estar a las seis en su consulta.

Dado el recado, la mujer volvió a ensimismarse en la contemplación del concurso televisivo de la tarde. Bruno hizo votos por que le hubiera transmitido el mensaje con toda exactitud. Su dentista no era el doctor Fischer. Y había dos bares en los que McCready podía desear verle. A uno le llamaban consultorio, el otro, clínica. Las seis quería decir la una en punto, a la hora del almuerzo.

Martes

McCready había pedido a su asistente, Denis Gaunt, que lo llevase en coche hasta el aeropuerto de Heathrow, donde pensaba coger el vuelo de madrugada para Colonia.

–Estaré de vuelta mañana por la noche -dijo-. Cuida del quiosco por mí.

En Colonia, con un maletín por todo equipaje, pasó rápidamente los controles de pasaporte y aduanas, cogió un taxi y pudo apearse ante el edificio del Palacio de la Ópera pocos segundos antes de las once. Durante hora y media estuvo deambulando por las calles. Primero había dado la vuelta a la manzana, luego había bajado por la Kreuzgasse y se había internado por la concurrida zona peatonal de la Schildergasse. Se detuvo ante los escaparates de una gran cantidad de tiendas. A veces daba una repentina media vuelta y caminaba en sentido contrario, o entraba en algunos grandes almacenes por la puerta delantera para salir luego por la de atrás. A la una menos cinco, satisfecho al comprobar que no se le había pegado ninguna sombra ajena por el camino, volvió a meterse por la angosta Krebsgasse y se encaminó resueltamente hacia un bar decorado al estilo antiguo, casi todo él tapizado de madera y que se anunciaba en la calle con un cartel en letras góticas. Las ventanas, estrechas y de cristales de colores, mantenían el interior en penumbra. Se sentó en el rincón más apartado que encontró, pidió una jarra de cerveza del Rin y se dispuso a esperar. Cinco minutos después, la desgarbada figura de Bruno Morenz se dejaba caer en la silla que había frente a él.

–Esta vez ha pasado mucho tiempo, viejo amigo -dijo McCready.

Morenz hizo un gesto de asentimiento con la cabeza y bebió un trago de su cerveza.

–¿Qué deseas, Sam?

Sam se lo contó. Necesitó diez minutos para ello. Morenz sacudió la cabeza.

–No, Sam. Tengo cincuenta y dos años. Pronto me jubilaré. He hecho mis planes. En los viejos tiempos, todo era diferente, excitante. Pero hoy en día, te lo digo con franqueza, esas bestias del otro lado me dan miedo.

–Y a mí, Bruno. Pero iría si pudiera. Me tienen fichado. Tú estás limpio. Sólo se trata de pasar al otro lado por la mañana y regresar al anochecer. Aunque si la primera vez no resultase, tendrías que volver al día siguiente, a media tarde. Ofrecen diez mil libras esterlinas, en dinero contante y sonante.

Morenz le miró con fijeza.

–Es una buena cantidad. Debe de haber otros que querrían ganársela. ¿Por qué he de ser yo?

–Él te conoce. Te aprecia. Aunque vea que yo no he ido, no se echará atrás. Me repugna tener que pedírtelo de este modo, pero se trata realmente de mí. Será la última vez, te doy mi palabra. Por nuestros viejos tiempos.

Bruno terminó su cerveza y se levantó.

–Tengo que volver…, de acuerdo, Sam. Lo haré por ti. Por los viejos tiempos. Pero después de esta vez no habrá otra, te lo advierto. Nunca más.

–Tienes mi palabra, Bruno. No volverá a ocurrir jamás. Confía en mí. No pienso fallarte.

Acordaron encontrarse de nuevo el lunes siguiente, al amanecer. Bruno regresó a su despacho. McCready esperó diez minutos, luego se fue paseando hasta la parada de taxis de la Tunistrasse donde cogió uno que le condujo a Bonn. Se pasó el resto del día, y también el martes, discutiendo con la oficina del SIS en Bonn acerca de todo lo que necesitaba. Tenía un montón de cosas que hacer, y no le quedaba mucho tiempo para ello.

A dos husos horarios de distancia, en Moscú, la comandante Ludmilla Vanavskaya acudía a su entrevista con el general Chaliapin, inmediatamente después de almorzar. El general estaba sentado detrás de su escritorio y leía con gran atención el contenido de la carpeta que la comandante le había entregado. Era un siberiano de cabeza rapada y aspecto melancólico que irradiaba poder y astucia. Cuando terminó, se la devolvió.

–Todo muy circunstancial -dijo.

El general estaba acostumbrado a hacer que sus subordinados defendieran sus propias afirmaciones. En los viejos tiempos, y el general Chaliapin se remontaba realmente hasta ellos, lo que tenía frente a sus ojos hubiese sido más que suficiente. En la Lubianka siempre había espacio para uno más. Pero los tiempos habían cambiado, y seguían cambiando.

–Por el momento, camarada general -admitió Ludmilla Vanavskaya-. Pero hay, sin embargo, una gran cantidad de pruebas circunstanciales. Esos cohetes «SS-20» en la República Democrática Alemana, hace unos dos años, los yanquis lo supieron con demasiada rapidez.

–Alemania Oriental está repleta de espías y de traidores. Estados Unidos tiene satélites, los RORSATS…

–Los movimientos de nuestra Armada más allá de los puertos del Norte. Los imperialistas parecían saber siempre que…

Chaliapin no pudo reprimir una sonrisa ante la pasión de la joven. Nunca había menospreciado la actitud de vigilancia en su gente, precisamente estaban para eso. Sin embargo, hacía tiempo que el general no utilizaba el término de imperialistas para referirse a las fuerzas armadas de la OTAN. Eso ya no era más que una jerga propia de las juventudes comunistas, para adolescentes fogosos que todavía no habían aprendido las leyes de la supervivencia.

–Puede que haya una filtración -admitió el general-. O varias. Negligencia, alguien que se va de la lengua, un conjunto de agentes poco importantes. Pero usted piensa que se trata de un solo hombre…

–De ese hombre -insistió la comandante al tiempo que se inclinaba hacia delante y señalaba la fotografía que encabezaba el expediente.

–¿Pero por qué? ¿Por qué él precisamente?

–Porque siempre se encuentra en el lugar de los hechos.

–Cerca -rectificó el general.

–De acuerdo, cerca. En la vecindad, en el mismo teatro de operaciones. Siempre está a disposición.

El general Chaliapin había sobrevivido durante bastante tiempo, y tenía la intención de sobrevivir mucho más. Ya en el mes de marzo se había dado cuenta de que las cosas estaban a punto de cambiar. A la muerte de aquel viejo decrépito que era Chernenko, Mijaíl Gorbachov había sido elegido, rápida y unánimemente, secretario general. Era una persona joven y vigorosa, y podría permanecer mucho tiempo en el poder. Quería reformas. Ya había comenzado a purgar el Partido de sus inútiles más notorios.

Chaliapin conocía las reglas del juego. Ni siquiera un secretario general podía oponerse a los tres pilares del Estado soviético al mismo tiempo. Si la tomaba con la vieja guardia del Partido, debería tratar con guante blanco a la KGB y al Ejército. El general se inclinó sobre el escritorio y hundió su regordete índice en el pecho de la ruborizada comandante.

–Con esto que tengo aquí no puedo ordenar la detención de un oficial del Estado Mayor que pertenece a la cúpula del Ministerio de Defensa. Aún no. Algo de peso, necesito algo de peso, aunque sólo sea un detalle minúsculo.

–Permíteme que lo ponga bajo vigilancia -pidió Ludmilla Vanavskaya.

–Una vigilancia discreta.

–Muy bien, camarada general, una vigilancia discreta.

–En tal caso, tiene mi consentimiento, comandante. Impartiré las órdenes necesarias.

Miércoles

–Sólo unos pocos días, Herr director. Una breve interrupción en vez de las vacaciones de todo un verano. Me gustaría llevar de viaje unos pocos días a mi esposa y a mi hijo. El fin de semana, más el lunes, el martes y el miércoles.

Dieter Aust se encontraba de buen humor. Por lo demás, como buen funcionario público, sabía que su gente tenía derecho a sus vacaciones de verano. Siempre le había sorprendido el hecho de que Morenz pareciese tomar tan pocas vacaciones. Quizá no pudiese permitirse el lujo de tomarse tantos días de fiesta.

–Mi querido Morenz, nuestras obligaciones en el Servicio de Inteligencia son onerosas. Pero el Servicio siempre es generoso en lo que respecta a las vacaciones de sus empleados. Cinco días no plantean problema alguno. Tal vez si nos lo hubiese anunciado con un poco más de antelación…; pero, sí, no hay inconveniente. Diré a Fräulein Keppel que haga los cambios necesarios en la distribución de las tareas.

Esa misma noche, ya en casa, Bruno Morenz comunicó a su mujer que debía salir de viaje durante cinco días por cuestiones de trabajo.

–Tan sólo será este fin de semana, y lunes, martes y miércoles de la próxima -explicó-. El director quiere que le haga compañía durante una pequeña gira de negocios.

–¡Oh, qué bien! – exclamó ella, para enfrascarse en seguida en la televisión.

En realidad, Morenz tenía planeado pasar con Renate un largo fin de semana, romántico y desenfrenado, después reservaría el lunes para Sam McCready y la reunión que se prolongaría durante todo el día, y el martes haría su incursión a través de la frontera de la Alemania Oriental. Incluso en el caso de que tuviese que pasar la noche en la zona oriental para asistir a la segunda cita, estaría de regreso el miércoles por la tarde y podría viajar durante toda la noche y llegar a casa con el tiempo necesario para arreglarse e ir a trabajar el jueves. Entonces presentaría su dimisión. Aprovecharía el mes de septiembre para poner en orden sus asuntos, romper con su mujer y partir con Renate para Bremerhaven. No creía que a Irmtraut le importase su decisión; en realidad, ella apenas se daba cuenta de si Bruno estaba en la casa o no.

Jueves

La comandante Ludmilla Vanavskaya lanzó una maldición impropia de una dama y colgó el teléfono de un golpe. Tenía su equipo de vigilancia preparado, listo para comenzar a seguir los pasos al objetivo militar que ella les había señalado. Pero lo primero que necesitaba conocer, aunque fuese a grandes rasgos, eran los hábitos que tenía y cuáles serían sus movimientos cotidianos. Para averiguar todo eso se había puesto en contacto con uno de los espías que el Tercer Directorio de la KGB tenía introducidos en la Inteligencia Militar, el GRU.

Aun cuando la KGB y su homologa militar, el GRU, se encontraban con frecuencia a punto de tirarse los trastos a la cabeza, había pocas dudas en cuál de las dos organizaciones era el león y cuál el ratón. La KGB, muchísimo más poderosa, mantenía una supremacía absoluta desde que, a comienzos de los años sesenta, un coronel de la GRU, llamado Oleg Penkovski, había revelado tal cantidad de secretos soviéticos, que pasó a convertirse en el renegado más dañino que la Unión Soviética ha tenido en su historia. Desde entonces, el Politburó había permitido que la KGB infiltrara agentes de su propia organización en el seno del GRU. Pese a que esos personajes vestían uniformes y convivían día y noche con los militares, no dejaban de pertenecer a la KGB, y estaban entregados a su organización en cuerpo y alma. Los verdaderos oficiales del GRU sabían muy bien quiénes eran los agentes infiltrados y procuraban mantenerlos dentro del mayor ostracismo posible, lo que no siempre resultaba tarea fácil.

–Lo siento, camarada comandante -le había dicho por teléfono el joven agente de la KGB que operaba en las oficinas centrales del GRU-. Precisamente tengo ante mí el permiso de viaje. Su hombre parte mañana mismo para Alemania, donde realizará una gira por nuestras guarniciones militares más importantes en ese país. Sí, tengo aquí su plan de viaje.

Antes de que la comandante estrellase el auricular contra la horquilla del aparato telefónico, el joven agente le había dictado el contenido del documento. Ludmilla Vanavskaya permaneció durante un rato sumida en sus pensamientos; después rellenó su propia solicitud con el fin de obtener un permiso para visitar a la jefatura del Tercer Directorio, en el Cuartel General de la KGB en Berlín Oriental. Fueron necesarios dos días para solucionar todo aquel papeleo. El sábado por la mañana saldría en avión y aterrizaría en el aeropuerto militar de Potsdam.

Viernes

Ese día, Bruno se afanó por realizar su trabajo lo más rápidamente posible para poder escaparse temprano de la oficina. Como tenía la intención de presentar su dimisión tan pronto como se reincorporase a mediados de la siguiente semana, se dedicó a limpiar algunos de sus cajones. Dejó para el final su pequeña caja fuerte oficial. Los documentos que él manejaba estaban clasificados a un nivel de confidencialidad tan bajo, que apenas necesitaba guardarlos bajo llave. Los cajones de su escritorio tenían cerradura, la puerta de su despacho quedaba siempre cerrada con llave por las noches, y el edificio estaba custodiado con estrictas medidas de seguridad. De todas formas, se puso a clasificar los pocos papeles de la caja fuerte. Al fondo, detrás de todos los documentos, se encontraba su pistola automática de reglamento.

La «Walther PPK» estaba realmente sucia. No la había usado desde que participó en las pruebas de tiro obligatorias que se llevaron a cabo en el campo de tiro de Pullach, hacía ya algunos años de ello. Pero el arma tenía tanto polvo, que se preguntó si debería de limpiarla antes de devolverla. Los útiles de limpieza los tenía en casa. Cuando faltaban diez minutos para las cinco de la tarde, se metió la pistola en uno de los bolsillos laterales de su chaqueta -de nuevo llevaba su traje de algodón con rayas en relieve- y salió de la oficina.

Mientras bajaba en el ascensor hacia la planta baja, sintió que la pistola se le clavaba dolorosamente en la cadera, por lo que se la sacó del bolsillo, se la introdujo entre el vientre y el cinturón y se abrochó la chaqueta por encima. Esbozó una maliciosa sonrisa al pensar que iba a ser la primera vez que le enseñaba el arma a Renate. Quizás entonces se diese cuenta de que su trabajo exigía cierta responsabilidad. Aunque eso no tenía importancia. Ella lo amaba por encima de todo.

Antes de dirigirse en el coche hacia Hanhwald estuvo haciendo algunas compras por el centro de la ciudad; adquirió unos buenos filetes de ternera, verduras frescas y una botella de un exquisito clarete francés. Pensaba preparar una sabrosa cena cuando llegase al piso de Renate; le gustaba cocinar. Su última adquisición fue un gran ramo de flores.

Tal como solía hacer siempre, aparcó su «Opel Kadett» a la vuelta de la esquina de la calle de Renate y recorrió a pie el resto. No había telefoneado para decirle que iría. Quería darle una sorpresa. Con el ramo de flores. A la joven le gustaría. Al llegar a la puerta del edificio una señora salía en ese momento, por lo que no necesitó pulsar el timbre del portero automático para avisar a Renate. Mejor que mejor, sería una verdadera sorpresa. Bruno tenía su propia llave del apartamento.

Entró en el piso con todo sigilo para que la sorpresa fuese más divertida. El saloncito estaba en silencio. Abría la boca para gritar: «Renate, cariño, soy yo…», cuando escuchó una carcajada de la joven. Bruno sonrió. Estaría viendo los dibujos animados en la televisión. Bruno se deslizó en silencio hacia la salita. Estaba vacía. Las carcajadas se repitieron de nuevo, del fondo del pasillo, en el cuarto de baño. Se dio cuenta entonces, maldiciéndose por su estupidez, de que la joven podría estar con un cliente. No se le había ocurrido llamar antes para cerciorarse. Pero también se dio cuenta entonces de que si ella tenía algún cliente, se encontraría en el dormitorio de trabajo, con la puerta cerrada, y que aquella habitación era a prueba de ruidos. De nuevo estaba a punto de llamarla, cuando escuchó las risas de otra persona, y eran las de un hombre. Morenz cruzó la salita y se adentró en el pasillo.

La puerta del dormitorio se encontraba entreabierta unos centímetros, y la rendija que quedaba libre estaba a oscuras porque una de las grandes puertas del armario empotrado en la pared, que también estaban abiertas, la tapaba. Bruno vio abrigos esparcidos por el suelo del pasillo.

–¡Pero qué pedazo de imbécil! – dijo la voz masculina-. ¿Así que cree realmente que piensas casarte con él?

–El muy cretino está convencido de ello. Estúpido hijo de puta. ¡Fíjate bien en él!

Era la voz de Renate.

Morenz depositó el ramo de flores y las bolsas de la compra en el suelo y avanzó por el pasillo. Estaba simplemente asombrado. Con gran cuidado cerró las puertas del armario para poder pasar, y empujó suavemente la puerta del dormitorio con la punta del pie.

Renate estaba sentada al borde de la ancha cama de matrimonio, cubierta con sábanas negras, fumándose un canuto. La atmósfera apestaba a marihuana. Repantigado a sus anchas sobre la cama se encontraba un hombre al que Morenz no había visto nunca. Un joven delgado y fuerte, que vestía téjanos y una chaqueta de cuero de motorista. Los dos advirtieron el movimiento de la puerta y se levantaron de la cama, el hombre lo hizo de un salto, que le llevó a caer de pie detrás de Renate. De facciones vulgares, tenía el cabello rubio ceniza. Al parecer, a Renate, en su vida privada, le gustaba ese tipo de hombres llamados «tipos duros», y el que estaba junto a ella, su amante regular, era lo más duro que se podía encontrar.

Morenz había advertido ya el parpadeo de la señal del vídeo en el equipo de televisión colocado cerca de los pies de la cama. Ningún hombre de mediana edad se ve muy digno mientras hace el amor, y mucho menos si el acto sexual no está concebido para él. Morenz se quedó mirando su propia imagen en la pantalla del televisor, experimentando por dentro una creciente sensación de vergüenza y desesperación. Renate aparecía con él en la película, y a veces miraba por encima del hombro de Bruno, lo que aprovechaba para dirigir toda suerte de gestos de burla y menosprecio hacia donde se hallaba la cámara. Tal había sido, por lo visto, la causa de todas aquellas risotadas.

Renate estaba frente a Bruno completamente desnuda, pero se recobró de su sorpresa con bastante rapidez. Su rostro se contrajo en una mueca de ira. Cuando se puso a hablar, no lo hizo en el tono al que él estaba acostumbrado, sino con los gritos propios de una verdulera.

–¿Qué coño haces aquí?

–Quería darte una sorpresa -balbuceó él.

–¡Joder, pues vaya mierda de sorpresa que me has dado! Y ahora lárgate. Vuélvete a tu casa, junto al estúpido saco de patatas que tienes en Porz.

Morenz contuvo la respiración.

–Lo que me hiere en realidad es que podías habérmelo dicho -repuso él-. No tenías ninguna necesidad de hacerme quedar como un payaso. Porque yo te amaba de verdad.

El rostro de Renate estaba descompuesto por la ira.

–¿Te he hecho quedar? – escupió ella las palabras-. Pero si no necesitas ayuda para eso. Tú eres un payaso. Un viejo payaso gordo. En la cama y fuera de ella. ¡Y ahora lárgate!

Y en ese momento fue cuando él la golpeó. No le dio un puñetazo, sino una bofetada con la palma de la mano, en una mejilla. Algo se revolvió en su interior y le pegó. El golpe hizo que ella perdiese el equilibrio. Bruno era un hombre grande, y la bofetada hizo que Renate cayera al suelo.

Lo que el hombre rubio estaba pensando al respecto, Morenz jamás lo supo. En realidad, Bruno estaba a punto de dar media vuelta y marcharse. Pero el chulo se metió la mano debajo de la chaqueta. Parecía que iba armado. Morenz sacó su pistola, pensando que tenía el seguro puesto. Tenía que haberlo estado. Lo único que él pretendía era que el chulo pusiese las manos en alto para después dejarlo ir. Pero el otro sacó una pistola. Morenz apretó el gatillo. Tal vez la «Walther» estuviese llena de polvo, pero disparó.

En el campo de tiro, Morenz no podía dar ni a la puerta de un corral. Y hacía años que no había estado en él. Los verdaderos tiradores se ejercitan casi cada día. Pero también está lo que se llama la suerte del principiante. Ese único disparo acertó al chulo en el centro del corazón, a cinco metros de distancia. El hombre sufrió una convulsión y su rostro se contrajo en una mueca de incredulidad. Sin embargo, fuese una reacción refleja de los nervios o no, el caso es que alzó el brazo derecho con su «Beretta» empuñada. Morenz apretó el gatillo de nuevo. Renate eligió ese preciso momento para levantarse del suelo. El segundo tiro disparado por Bruno la acertó en la coronilla. La habitación, insonorizada, había permanecido cerrada durante todo aquel altercado, ningún ruido había salido de allí.

Morenz permaneció de pie durante unos minutos, contemplando los dos cuerpos. Se sentía aturdido y algo mareado. Por último salió del dormitorio y cerró la puerta detrás de él. No echó la llave. Estaba a punto de pasar por encima de las ropas para dirigirse a la sala, cuando se le ocurrió preguntarse, incluso en el estado de atontamiento en que se encontraba, qué hacían esas prendas tiradas por el suelo. Miró dentro del armario empotrado en la pared y advirtió que uno de los paneles del fondo parecía estar suelto. Entonces tiró de ese panel hacia él…

Bruno Morenz se pasó otros quince minutos en el apartamento antes de abandonarlo de una manera definitiva. Se llevó la cinta de vídeo de sí mismo, la comida que había comprado, el ramo de flores y una bolsa de lona que no le pertenecía. Después no pudo explicarse por qué había hecho algo así. A unos tres kilómetros de Hahnwald se desembarazó de la comida, del vino y de las flores, arrojándolo todo en diversos contenedores de basura situados al borde de la carretera. Luego condujo durante casi una hora, aminoró la marcha al pasar por el puente de Severin, tiró desde el coche al Rin la cinta de vídeo y la pistola; después regresó a Colonia, depositó la bolsa de lona en un casillero automático y, por último, emprendió el camino de vuelta a casa, dirigiéndose a Porz. Cuando entró en el cuarto de estar a las nueve y media, su mujer no hizo comentario alguno.

–Mi viaje de negocios con el director ha sido postergado – dijo-. Así que, en vez de irme ahora, saldré el lunes por la mañana muy temprano.

–¡Oh, qué bien! – replicó la mujer.

Bruno Morenz pensaba a veces que si una tarde de ésas dijese, al regresar de la oficina: «Hoy he ido de cacería a Bonn y

he matado a tiros al canciller Kohl», ella seguiría respondiendo: «¡Oh, qué bien!»

El almuerzo se le antojó incomestible, por lo que no probó ni un bocado.

–Voy a salir a beber algo -dijo.

La mujer cogió una nueva barra de chocolate, ofreció un trozo a Lutz, y madre e hijo siguieron viendo la televisión.

Bruno se emborrachó esa noche. Había estado bebiendo solo. Advirtió que las manos le temblaban y que se ponía a sudar por todos los poros de su cuerpo. Pensó que estaba a punto de pescar uno de esos resfriados de verano. O quizá fuese una gripe. Él no era médico y tampoco había alguno que lo atendiera. Así que nadie podía decirle que estaba al borde de sufrir un fuerte ataque de nervios.

Sábado

La comandante Ludmilla Vanavskaya llegó al aeropuerto de Berlín-Schbnefeld y fue conducida en un coche sin distintivo oficial al Cuartel General de la KGB en Berlín Oriental. Se interesó por el paradero del hombre al que estaba vigilando. Supo que se encontraba en Cottbus, camino de Dresde, rodeado de oficiales, trasladándose en un convoy militar, y fuera de su alcance. El domingo habría llegado a Kart-Marx-Stadt; el lunes, a Zwickau y el martes, a Jena. Los poderes de vigilancia de la comandante no se extendían a Alemania Oriental. Hubiera podido ampliarlos, pero esto hubiese requerido nuevos trámites burocráticos.

«Siempre el maldito papeleo», pensó irritada.

Domingo

Sam McCready regresó de nuevo a Alemania y se pasó el día conferenciando con la dirección del SIS en Bonn. Al caer la tarde se hizo cargo de un «BMW», guardó toda la documentación que necesitaba y partió para Colonia. Allí se hospedó en el hotel «Holiday Inn», en las inmediaciones del aeropuerto, donde alquiló, y preparó, una habitación para dos noches.

Lunes

Bruno Morenz se levantó de la cama mucho antes que su familia, metió su equipaje en un pequeño bolso de viaje, a sabiendas de que no tendría que utilizarlo, y salió silencioso de la casa. Llego al «Holiday Inn» alrededor de las siete de la madrugada de ese luminoso día de septiembre y se reunió con McCready en la habitación de este. El inglés ordenó que le sirvieran allí mismo un desayuno para dos. Cuando el camarero se hubo retirado, extendió sobre una mesa un mapa de carreteras en el que aparecían tanto la occidental como la oriental.

–Primero nos ocuparemos de la ruta -dijo McCready-. Mañana saldrás de aquí a las cuatro de la madrugada. Es un trayecto largo, así que tómatelo con calma, por etapas. Cogerás aquí mismo la E-35 dirección Bonn y pasarás por Limburg y Francfort. Ahí te desviarás a la izquierda, cogerás la E-41 y la E45 y dejarás atrás Wurzburgo y Nuremberg. Al norte de Nuremberg te meterás a la derecha por la E-51, pasarás Bayreuth y te dirigirás a la frontera. Éste es el punto por el que habrás de cruzar la frontera, en las cercanías de Hof. En la estación fronteriza del puente del Saale. Se trata de un viaje de unas seis horas de duración. Trata de estar allí alrededor de las once. Yo habré llegado antes que tú y me ocuparé de que te cubran. ¿Te sientes bien?

Aun cuando se había quitado la chaqueta, Morenz sudaba.

–Aquí hace mucho calor -replicó.

McCready dio vueltas al botón del aire acondicionado y lo puso en «baja temperatura».

–Pasada la frontera sigues recto dirección norte hasta el cruce de Hermsdorf, Allí giras a la derecha, te metes por la E40, que te llevará hacia el Oeste. A la altura de Mellingen dejas la autopista y te diriges a Weimar. Dentro de esa población buscarás la carretera nacional siete y volverás a viajar en dirección oeste. A unos siete kilómetros al oeste de la ciudad, a la derecha de la carretera, hay un área de estacionamiento…

McCready le mostró entonces una fotografía muy ampliada de esa parte de la carretera, tomada desde un avión en vuelo, pero con un ángulo muy agudo, ya que el aparato se encontraba dentro del espacio aéreo bávaro. Morenz pudo ver el angosto estacionamiento, algunas casitas de campo, e incluso pudo distinguir los árboles que daban sombra al sendero de guijarros que había sido elegido como el lugar de su primer encuentro: Poco a poco, con gran meticulosidad, McCready le fue explicando el método que debería utilizar para la cita y lo que tendría que hacer en el caso de que ese primer encuentro fallase, cómo y dónde pasar la noche y dónde y cuándo tendría que asistir a su segundo encuentro con Pankratin. A media mañana hicieron un descanso para tomar un café.

A las nueve de la mañana de ese mismo día, Fräu Popovic llegó al apartamento de Hahnwald para comenzar su labor. Era la mujer de la limpieza, una trabajadora, emigrante yugoslava, que iba allí todos los días de nueve a once de la mañana. Tenía sus propias llaves de la entrada del edificio y del apartamento. Sabía que a Fräulein Heimendorf le gustaba dormir hasta tarde, por lo que la mujer empezaba siempre por los demás cuartos de la casa y dejaba el dormitorio para el final; así la señorita podía levantarse a las diez y media. Entonces arreglaba el dormitorio de la dama. Jamás había entrado en la habitación cerrada al final del pasillo. Renate le había dicho, y así lo había creído ella, que se trataba de un cuarto pequeño, donde almacenaba trastos viejos. No tenía ni idea de lo que su patrona hacía para ganarse la vida.

Esa mañana empezó por la cocina, continuó por la salita y siguió con el pasillo. Estaba pasando la aspiradora por este pasillo y había llegado al final del mismo, cuando advirtió en el suelo, junto a la puerta del cuarto cerrado, lo que se le antojó ser unas enaguas de seda parda. Se agachó para recogerlas, pero se encontró con que no eran ningunas enaguas de seda, sino una gran mancha marrón, ya reseca y dura, que parecía salir por debajo de la puerta. Maldijo su suerte cuando pensó en el trabajo adicional que le daría restregar todo aquello. Volvió a la cocina por un cubo con agua y un cepillo. Mientras trabajaba de rodillas en el suelo, tratando de quitar aquella mancha, se golpeó contra la puerta. Para su gran sorpresa, ésta se movió. Agarró el pestillo y encontró que no estaba cerrado con llave.

Y como hasta ese momento la mancha había resistido todos sus esfuerzos por eliminarla, y pensando en que eso podría repetirse, abrió la puerta para ver qué estaría derramándose. Segundos más tarde corría escaleras abajo, dando gritos, para ir a aporrear a la puerta del apartamento de la planta baja y despertar así al perplejo librero jubilado que vivía allí. El hombre no subió al piso de arriba, pero descolgó el teléfono, marcó el ciento diez, el número de las emergencias, y preguntó por la Policía.

La llamada fue registrada a las nueve horas y cincuenta y un minutos en la Dirección General de Policía, en Waidmarkt. Siguiendo la invariable rutina policíaca alemana, los primeros en llegar fueron dos agentes uniformados en un coche de la Policía municipal. Su misión consistía en comprobar si realmente se había cometido un delito, y, en caso afirmativo, a qué categoría pertenecía, con el fin de poder alertar así al Departamento apropiado. Uno de los hombres se quedó en el apartamento de la planta baja, con Fräu Popovic -a la que la anciana esposa del librero había estado consolando-, mientras el otro subía al primer piso. No tocó nada, se limitó a caminar hasta el final del pasillo, miró a través de la puerta entreabierta, dio un silbido de asombro y regresó a la planta baja para utilizar el teléfono del librero. No necesitaba ser un Sherlock Holmes para deducir que se trataba de un evidente caso de homicidio.

De acuerdo con el procedimiento habitual, llamó primero al médico de guardia, que en Alemania siempre es enviado por los bomberos. Después telefoneó a la Dirección General de Policía y preguntó por el Departamento de Homicidios, el encargado de los crímenes violentos. Comunicó a la telefonista el sitio en que estaba y lo que había encontrado y pidió que enviasen otros dos policías de uniforme. El mensaje pasó a la Brigada de Homicidios, la Mordkommission, popularmente conocida como «primera K», cuya sede se halla en las plantas décima y undécima de ese edificio verde, feo y funcional, que ocupa un lado entero de la plaza Waidmarkt. El director de la «primera K» envió a un comisario y dos asistentes. Más tarde, los informes indicaron que los tres hombres llegaron al apartamento de Hahnwald a las diez horas y cuarenta minutos, cuando el médico estaba a punto de irse.

Éste había echado un vistazo algo más completo que el agente uniformado; comprobó si había algún signo de vida en los cuerpos, no tocó absolutamente nada y se dispuso a marcharse para redactar un informe oficial. El comisario, cuyo nombre era Peter Schiller, se encontró con él en la escalera. Schiller lo conocía.

–¿Que tenemos ahí? – preguntó.

La misión del médico no era hacer una autopsia, sino establecer el hecho de la muerte.

–Dos cadáveres. Uno masculino y otro femenino. Vestido el uno, desnudo el otro.

–¿Causa de la muerte? – preguntó Schiller.

–Heridas de bala, diría yo. La autopsia lo revelará.

–¿Cuándo ha sido?

–Yo no soy el forense. Pero bueno, de uno a tres días, me atrevería a decir. El rigor mortis está muy bien establecido. Pero esto no es oficial, por supuesto. Yo he hecho ya mi trabajo. Me marcho.

Schiller siguió escaleras arriba en compañía de un asistente. El otro ya estaba tratando de recabar información de Fräu Popovic y del anciano librero. Los vecinos empezaban a asomarse por la calle. Ya había tres vehículos oficiales estacionados delante del edificio.

Al igual que su compañero uniformado, Schiller lanzó un ligero silbido cuando vio el interior del dormitorio principal. Renate Heimendorf y su chulo seguían en el mismo sitio donde habían caído, con la inerme cabeza de la mujer cerca de la puerta, por debajo de la cual la sangre derramada por la herida en la nuca se había desparramado hacia el pasillo. El chulo estaba atravesado en la habitación, caído de espaldas contra el equipo de televisión, todavía con una expresión de sorpresa reflejada en el rostro. El equipo de televisión estaba apagado. La cama, con sus negras sábanas de seda, era el mudo testigo de dos cuerpos que se habían estado revolcando en ella.

Con sumo cuidado, Schiller abrió armarios y cajones.

–Ése sería su alcahuete -dijo-. Y ella era una puta, de eso no hay la menor duda. Me extrañaría mucho que los de abajo lo sepan. Les interrogaremos. De hecho, tendremos que interrogar a todos los inquilinos. Empieza a preparar una lista de nombres.

Wiechert, el asistente del comisario, estaba a punto de irse cuando se volvió y dijo:

–Yo he visto a ese hombre en alguna parte…, Hoppe. Bernhard Hoppe. Asaltó un Banco a mano armada, según creo. Un hombre peligroso.

–¡Oh, qué maravilla! – exclamó Schiller en tono irónico-. ¡Justo lo que necesitábamos! Un arreglo de cuentas entre bandas rivales.

Había dos extensiones telefónicas en el apartamento, pero Schiller, a pesar de que estaba usando guantes, no utilizó ninguna de ellas. Podían tener huellas. Bajó al piso del librero y le pidió permiso para usar su teléfono. Pero antes de telefonear apostó dos agentes uniformados a la entrada del edificio, un tercero en el vestíbulo y un cuarto ante la puerta del apartamento.

El comisario llamó a su superior Rainer Hartwig, director de la Brigada de Homicidios, y le dijo que era posible que hubiese ramificaciones con el mundo del hampa. Hartwig decidió que lo mejor sería contárselo a su superior, el director de la Brigada de Investigación Criminal, la IKA.

(La Policía de Alemania Occidental tiene dos ramas principales: la Schützpolizei, civil o uniformada, y la Kriminalpolizei, los detectives. Estos últimos trabajan en la Kriminalamt, «Oficina de lo criminal», conocida como KA. Si Wiechert tenía razón, y el cadáver que estaba tirado en el suelo era el de un gángster, entonces habría que consultar a los expertos de otros Departamentos tales como los de Robo y Estafa, por ejemplo.)

Entretanto, Hartwig había enviado ya al equipo forense, a un fotógrafo y a cuatro especialistas en huellas dactilares. El apartamento pertenecería durante horas única y exclusivamente a esos hombres; y así seguiría hasta que no se hubiese removido, para su análisis posterior, todas las huellas y rasguños, cada fibra y cada partícula que pudiesen ser de algún interés. Hartwig relevó de sus obligaciones a otros ocho hombres más. No tendrían más remedio que llevar a cabo una penosa labor puerta a puerta, en busca del testigo que hubiese visto a un hombre o a varios entrar y salir de la casa.

El informe sobre las causas de la muerte lo presentaría después el equipo forense, que había llegado a las once horas y treinta y un minutos al lugar de los hechos, y que se demoraría alrededor de unas ocho horas.

En ese mismo momento, Sam McCready depositaba sobre la mesa su segunda taza de café y plegaba el mapa. Había explicado a Morenz, con todo lujo de detalles, cómo deberían de desarrollarse los dos encuentros con Pankratin en el sector oriental; también le había mostrado la última fotografía que poseían del general ruso y le había explicado que su hombre vestiría el holgado uniforme de campaña de un cabo del Ejército soviético, llevaría el rostro algo oculto por la visera de la gorra y conduciría un jeep militar. Esa sería la forma en que se presentaría el ruso.

–Por desgracia cree que se encontrará conmigo. Confiemos en que te reconozca de la época de Berlín y haga la entrega de todos modos. Y ahora, el automóvil. Está abajo, en el estacionamiento al aire libre. Después de almorzar iremos a dar una vuelta para que te acostumbres a usarlo.

–Es un «BMW», negro, con matrícula de Wurzburgo. Y esto se debe a que vives y trabajas en Wurzburgo, aunque eres renano de nacimiento. Después te daré la carpeta con tu biografía ficticia completa y toda la documentación falsa. El coche con ese número de matrícula existe de verdad. Y es un sedán «BMW» negro.

»Pero el que tenemos abajo pertenece a la Firma. Ya ha pasado varias veces por el puesto fronterizo del puente del Saale, así que podemos confiar en que se habrán acostumbrado a verlo cruzar la frontera. Los conductores siempre han sido distintos, pues se trata de un vehículo que pertenece a una empresa privada. Siempre lo han llevado hasta Jena, con el fin aparente de visitar las fábricas de la «Zeiss». Y en cada ocasión ha ido limpio. Pero esta vez le hemos hecho una modificación. Debajo de la batería hay un compartimiento plano, casi invisible, a menos de que lo busques expresamente. Es lo bastante grande como para que escondas el libro que Smolensko te dará.

(Por razones de seguridad obvias, Morenz nunca había sabido el verdadero nombre de Pankratin. No llegó a conocer al hombre que había sido ascendido a general de División y que ahora estaba destinado en Moscú. La última vez que había visto a Pankratin, éste era un coronel acantonado en Berlín Oriental, y cuyo nombre secreto era Smolensko.)

–Pero vamos a almorzar -dijo McCready.

Durante la comida, que les fue servida en la habitación, Morenz bebió con notoria avidez, y las manos le temblaban.

–¿Seguro que te encuentras bien? – le preguntó McCready.

–Por supuesto que sí. No es más que uno de esos malditos resfriados de verano, ya sabes cómo son. Y también algo de nervios. Eso es natural.

McCready asintió con la cabeza. El nerviosismo era algo completamente normal. Atacaba a los actores antes de salir al escenario. A los soldados, antes de entrar en combate. A los agentes, antes de una incursión ilegal (sin cobertura diplomática) en el bloque soviético.

–Vamos a ver el automóvil -dijo Sam.

No hay muchas cosas que ocurran en Alemania que la Prensa no sepa, y esto sucedía también en aquellos tiempos de 1985, cuando Alemania era Alemania Occidental. El periodista más brillante y ducho en sucesos criminales era, y sigue siendo, Günther Braun, del Kólner Stadt -Anzeiger. Mientras almorzaba con un policía que le servía de contacto, éste le mencionó que había habido cierto revuelo en Hahnwald. Braun se presentó junto con su fotógrafo Walter Schiesteí ante la puerta del edificio pocos minutos antes de las tres. Intentó llegar hasta el comisario Schiller, pero éste se encontraba en el piso de arriba y le hizo saber que estaba muy atareado, por lo que le remitió a la oficina de Prensa de la Dirección General de Policía. ¡Vaya perspectiva! Después recibiría el esterilizado comunicado policial. Braun se puso a investigar por su cuenta, preguntando a diestro y siniestro. Más tarde hizo algunas llamadas telefónicas. A primeras horas de la noche, con tiempo suficiente para que apareciese en la primera edición, ya tenía compuesto su artículo. Era una buena historia. Claro está que la Radio y la Televisión se le adelantarían con la noticia en términos generales, pero él sabía que les llevaba una clara ventaja.

En el piso de arriba, el equipo forense había terminado la inspección de los cadáveres. El fotógrafo los había fotografiado desde los ángulos más diversos; también había hecho numerosas fotografías de los decorados del aposento, de la enorme cama de matrimonio, del gigantesco espejo que había contra la pared, detrás de la cabecera de la cama, y de los equipos y complementos que había en los armarios y en los baúles. Habían trazado líneas de tiza alrededor de los cadáveres, luego los habían metido en bolsas de plástico y enviado al depósito central de cadáveres, donde los forenses realizarían su trabajo. Los detectives necesitaban establecer la hora de la muerte y así como el asunto de las balas…, y todo ello con suma urgencia.

En el apartamento habían sido detectados diecinueve tipos de huellas dactilares distintas. Tres de ellas las eliminaron por pertenecer a los dos fallecidos y a Fräu Popovic, que ahora se encontraba en la Dirección General de Policía, donde sus huellas habían sido cuidadosamente tomadas. Eso dejaba dieciséis personas.

–Clientes, casi seguro -rezongó Schiller.

–Y uno de los grupos, ¿no podía pertenecer al asesino? – sugirió Wiechert

–Lo dudo mucho -replicó el comisario-. Todo esto me huele demasiado a un condenado profesional. Es probable que haya utilizado guantes.

El mayor problema, pensaba Schiller, no radicaba en la falta de motivos, sino en que había demasiados. ¿Era la prostituta la persona a la que habían querido matar? ¿Un cliente ultrajado, un antiguo marido, una esposa vengativa, alguna rival de ese negocio, un antiguo chulo enfurecido? ¿O era tan sólo una víctima accidental y su chulo el objetivo real? El hombre había sido identificado como Bernhard Hoppe, antiguo presidiario, atracador de Bancos, gángster, un sujeto muy peligroso de vida depravada. ¿Acaso un arreglo de cuentas, una venta de drogas en la que hubo engaño, extorsión, venganza por proteger a los rivales? El comisario Schiller sospechó que aquello iba a convertirse en un caso endiablado.

Las declaraciones de los demás inquilinos, así como las de los vecinos, habían revelado que nadie estaba al corriente de la profesión secreta de Renate Heimendorf. Había habido visitantes, por supuesto, pero siempre caballeros honorables. Nada de fiestas por las noches, ni de música a todo volumen.

A medida que el equipo forense iba terminando las áreas en las que había dividido el apartamento, Schiller podía ir moviéndose con mayor libertad y coger algún que otro objeto. Entró en el cuarto de baño. Había algo muy extraño en él, pero el comisario no pudo precisar de qué se trataba. El equipo forense terminó su tarea poco después de las siete; los hombres llamaron a Schiller para comunicarle que se iban. El comisario pasó cerca de una hora dando vueltas por el piso, que había quedado patas arriba, mientras Wiechert se quejaba a cada rato, diciendo que quería irse a cenar. Pasadas las ocho, Schiller se encogió de hombros y dio la jornada por terminada. Dejaría de pensar en el caso hasta el día siguiente, cuando volvería a ocuparse del mismo en su despacho. Precintó el apartamento, dejó a un hombre uniformado en el pasillo de la escalera, por si se daba el caso de que alguien volviese al lugar del crimen – algo que ya había ocurrido más de una vez-, y se dirigió a su casa. Pero todavía había algo que seguía preocupándole con respecto a aquel piso. El comisario Schiller era un joven detective, de una extraordinaria inteligencia, y muy perspicaz.

McCready pasó la tarde finalizando el entrenamiento de Bruno Morenz.

–Te llamas Hans Grauber, de cincuenta y un años, casado y con tres hijos. Al igual que todos los respetables padres de familia, tú también llevas fotografías de tu familia en tu cartera. Aquí las tienes, tomadas cuando estabais de vacaciones. Heidi, tu esposa, junto con el pequeño Hans, Lotte y Úrsula, a la que todos llaman Uschi. Trabajas en Wurzburgo, en la «BKI», una empresa dedicada a la fabricación de instrumentos ópticos de precisión. La empresa existe, y el automóvil es suyo. Por fortuna, trabajaste en cierta ocasión en una empresa de instrumentos ópticos, por lo que podrás utilizar la jerga técnica, si te ves en la necesidad de hacerlo.

»Tienes una cita con el director del departamento de ventas al extranjero de las empresas «Zeiss», de Jena. Aquí está la carta. Este documento es real, y el hombre existe. La firma se parece a la suya, pero la hemos hecho nosotros. La cita es para mañana a las tres de la tarde. Si todo sale bien, podrás acordar la compra de un lote de lentes de precisión de la «Zeiss» y volver a la Zona Oeste en la misma noche. En el caso de que debas realizar conversaciones complementarias, quizá te veas obligado a pasar allí la noche. Bien, todas estas explicaciones son por si los agentes fronterizos te hiciesen demasiadas preguntas y tuvieses que entrar en detalles.

»Es muy poco probable que la Policía de frontera se preocupe por comprobar tus declaraciones con la «Zeiss». Los de la Policía secreta lo harían seguramente, pero hay demasiados hombres de negocios occidentales que tratan con la «Zeiss» para que uno más sea causa de sospechas. Bien, aquí tienes tu pasaporte, algunas cartas de tu mujer, una entrada, ya usada, para el Palacio de la Ópera de Wurzburgo, tarjetas de crédito, el permiso de conducir y un manojo de llaves, en el que va incluida la del «BMW». Tu billetera.

»No necesitarás más que este maletín y esta pequeña maleta con la ropa necesaria para pasar una noche. Estúdiate bien el maletín y lo que contiene. La cerradura de seguridad se abre con los números de tu supuesta fecha de nacimiento, 5 de abril de 1934, o sea: el 5-4-34. Todos los documentos que llevas están relacionados con tu intención de comprar productos de la «Zeiss» para tu empresa. Firma como Hans Grauber, con tu propia letra. Las prendas y los utensilios de aseo personal son mercancías genuinas de Wurzburgo, usadas y llevadas a la lavandería, con algunas marcas de tintorerías de Wurzburgo. Y ahora, mi viejo amigo, vayamos a comer algo.

Dieter Aust, director de la oficina del «BND» en Colonia, no vio las noticias de la noche en la televisión. Había salido a cenar. Fue algo de lo que se arrepentiría más tarde.

A eso de la medianoche, Sam McCready era recogido en un «Range Rover» por Johnson, un agente de enlace de la oficina del Servicio Secreto de Inteligencia en Bonn. Los dos partieron de viaje con el fin de llegar al puente del Saale, al norte de Baviera, antes que Morenz.

Martes

Bruno Morenz llamó al servicio de habitaciones para que le subiesen una botella de licor y bebió demasiado. Durmió mal durante dos horas y se despertó a las tres al oír el despertador que se había colocado junto a la cabecera de la cama. A las cuatro abandonaba «Holiday Inn», entraba en el «BMW» y, en la oscuridad, se dirigió hacia el Sur para coger la autopista.

A la misma hora, Peter Schiller, que dormía en Colonia al lado de su mujer, se despertaba de repente y daba un salto en la cama al caer en la cuenta de qué le había intrigado tanto en el apartamento de Hahnwald. De inmediato telefoneó al indignado Wiechert y le dijo que se reuniese con él a las siete de la mañana en el apartamento de Hahnwald. Los agentes de la policía alemanes han de estar acompañados cuando realizan una investigación.

Bruno Morenz llevaba un considerable adelanto a la hora fijada, por lo que antes de llegar a la frontera se detuvo a matar el tiempo durante veinticinco minutos en el restaurante del área de servicio de Frankenwald. No bebió alcohol, se limitó a tomar café, pero hizo que le llenasen su petaca de licor.

Cuando faltaban cinco minutos para las once de la mañana de ese martes, Sam McCready, con Johnson a su lado, se encontraba ya en un pinar en la cima de una montaña situada al sur del río Saale. Habían dejado el «Range Rover» en el bosque, fuera de la vista. Por entre los árboles podían divisar el puesto fronterizo de la República Federal alemana, situado al fondo, a unos ochocientos metros por debajo de donde ellos se encontraban. Más allá, una brecha abierta en el bosque de la montaña les permitía ver los tejados del puesto fronterizo de la República Democrática Alemana, a otros ochocientos metros de distancia.

Debido a que las autoridades de Alemania Oriental habían construido los puestos de control bien adentrados en su propio territorio, un conductor se hallaría dentro de la Alemania Oriental tan pronto como hubiera pasado el puesto fronterizo de Alemania Occidental. A continuación, una carretera de doble vía, con una alta alambrada a ambos lados. Inmediatamente detrás de la alambrada estaban, jalonadas, las torres de los vigilantes. Por entre los árboles, usando unos prismáticos potentes, McCready veía a los guardias fronterizos apostados detrás de las ventanas, pegados a los cristales y usando sus propios gemelos para escudriñar lo que ocurría en la Zona Occidental. También podía ver sus pistolas ametralladoras. La razón de que hubiera ese corredor de seiscientos metros de ancho dentro de la Alemania Oriental era que cualquier persona que intentase escapar, si es que había logrado atravesar el puesto fronterizo oriental, podía ser acribillada a tiros cómodamente entre las dos alambradas antes de que hubiese conseguido llegar al otro lado.

Cuando faltaban dos minutos para las once de la mañana, Sam McCready divisó, a través de sus prismáticos, el «BMW» negro, que cruzaba el negligente puesto de control de la República Federal Alemana. Luego se dirigió hacia el corredor, custodiado por la organización que controlaba el país, la SSD, la Policía Secreta más temida y más eficaz de todo el Bloque Oriental

Capítulo III

Martes

-Se trata del cuarto de baño, tiene que ser el cuarto de baño -dijo el comisario Schiller, pocos segundos después de las siete de la mañana, cuando se adelantaba al soñoliento y malhumorado Wiechert para entrar en el apartamento.

–Pues a mí todo me pareció en orden -refunfuñó Wiechert-. A fin de cuentas, los chicos del equipo forense lo han registrado todo.

–Ellos buscaban huellas dactilares, no proporción en las medidas -replicó Schiller-. Fíjate en este armario empotrado en la pared del pasillo. Tiene dos metros de ancho. ¿No es así?

–Sobre poco más o menos.

–Ese lado de allá está al mismo nivel que la puerta del dormitorio de la puta. La puerta está al mismo nivel que la pared y el espejo que hay encima de la cabecera de la cama. Y ahora fíjate en que la puerta del cuarto de baño está más allá del armario empotrado. ¿Qué deduces de todo esto?

–Que tengo hambre -contestó Wiechert.

–Cállate. Observa que cuando entras al cuarto de baño y te vuelves hacia la derecha, tendría que haber dos metros hasta la pared del cuarto de baño. Ésa es la anchura exterior del armario, ¿correcto? Bien, compruébalo.

Wiechert entró en el cuarto de baño y miró hacia su derecha.

–Un metro -dijo.

–Exacto. Eso fue lo que me intrigó. Entre el espejo que hay detrás del lavabo y el espejo que hay detrás de la cabecera de la cama falta un metro de espacio.

Schiller se puso a fisgonear dentro del armario y a la media hora encontraba el pestillo de una puerta, una especie de nudo hábilmente disimulado dentro de un hueco practicado en la tabla de madera de pino. Cuando abrió esa pared del armario, Schiller divisó, a duras penas, un interruptor de luz en el interior. Usó un lápiz para accionarlo y se encendió una luz interior, una simple bombilla que colgaba del techo.

–¡Demonios! – exclamó Wiechert, mirando por encima del hombro de Schiller.

El compartimiento secreto medía unos tres metros de largo, lo mismo que el cuarto de baño, pero tan sólo unos noventa y dos centímetros de ancho. Y sin embargo, era más que suficiente. A su derecha tenían la parte posterior del espejo que había encima de la cabecera de la cama, en el cuarto de al lado, un espejo de cristal unidireccional, a través del cual se podía ver todo el dormitorio. Frente al centro del espejo, y de cara al dormitorio, en un trípode había una cámara de vídeo, uno de esos aparatos que forman parte de los equipos de alta tecnología y que daría, sin duda alguna, películas de una gran definición, pese a haber sido tomadas a través de un cristal y con escasa iluminación. El equipo de sonido era también uno de los mejores. Toda la parte interior de la pared del pasillo era una única estantería, desde el suelo hasta el techo, y cada uno de los estantes estaba lleno de cajas con cintas de vídeo. El lomo de cada una de ellas llevaba pegada una etiqueta con un número. Schiller retrocedió.

El teléfono, después de que los hombres del equipo forense lo hubiesen limpiado de huellas dactilares el día anterior, se podía usar. Telefoneó a la Dirección General de Policía y pidió que le pusieran directamente con Rainer Hartwig, el director de la Primera K.

–¡Mierda! – exclamó Hartwig cuando el comisario le hubo comunicado los detalles-. Muy bien hecho. Quédate allí. Te enviaré a dos hombres del departamento de Huellas. Eran las ocho y cuarto de la mañana. Dieter Aust se estaba afeitando. En el dormitorio, la televisión estaba encendida con el espectáculo matutino. Después transmitieron las noticias. Aust podía escucharlas desde el cuarto de baño. No prestó mucha atención a una reseña acerca de un doble crimen en Hahnwald hasta que el locutor dijo:

–Una de las víctimas, la prostituta de lujo Renate Heimendorf…

En ese momento, el director de la oficina de Colonia del «BND» se hizo un corte profundo en la mejilla izquierda. En diez minutos se encontraba sentado al volante de su automóvil y se dirigía a toda velocidad a su despacho, al que llegó una hora más temprano que de costumbre. Eso desconcertó sobremanera a Fräulein Keppel, habituada a estar en la oficina una hora antes que su jefe.

–Ese número -dijo Aust-, el número de contacto que Morenz nos dejó antes de irse de vacaciones, ¿quiere tener la amabilidad de dármelo?

Cuando trató de ponerse en comunicación con su subordinado, escuchó el típico tono del aparato «descolgado». Verificó entonces el número con la telefonista de una popular colonia vacacional en la Selva Negra, pero ésta le informó de que esa línea parecía estar fuera de servicio. Dieter Aust ignoraba que uno de los hombres de McCready había alquilado el chalé y lo había dejado cerrado después de haber descolgado el teléfono. Sin saber qué hacer, y más como la corroboración de una conjetura, por demás aventurada, Aust marcó el número de teléfono del piso de Morenz en Porz, y para su gran asombro, se encontró hablando con Fräu Morenz. Debían de haber regresado a casa antes de lo previsto.

–¿Podría hablar con su marido, por favor? Soy el director – Aust, la llamo desde la oficina.

–Pero si está con usted, Herr direktor -le explicó la mujer, paciente-. Fuera de la ciudad. De viaje. Volverá mañana por la noche.

–¡Ah, sí, claro, ya lo veo! ¡Muchas gracias, Fräu Morenz!

Colgó el teléfono, apesadumbrado. Morenz le había mentido. ¿Qué pretendería hacer? ¿Pasar un fin de semana con una amante en la Selva Negra? Era posible, pero no le gustaba nada el asunto. Entonces se puso en comunicación con Pullach, a través de una línea de seguridad, y habló con el subdirector del Directorio de Operaciones, la División para la que ambos trabajaban. El doctor Lothar Herrmann se mostró muy frío. Pero le escuchó con gran atención.

–Así que una prostituta asesinada. Y su chulo. ¿Cómo les mataron?

El director Dieter Aust consultó el Kólner Stadt -Anzeiger que tenía sobre el escritorio.

–A tiros.

–¿Tenía Morenz un arma? – preguntó la voz desde Pullach.

–Bueno…, eh…, me parece que sí.

–¿Dónde le fue expedida, por quién y cuándo? – preguntó el doctor Herrmann, para añadir de inmediato-: No importa. He de tenerlo por aquí. No se mueva de ahí, espere mi llamada.

A los diez minutos sonaba el teléfono.

–Se trata de una «Walther PPK», entregada por la Firma – dijo el doctor Herrmann-. En este centro. Había sido probada en el campo de tiro y en el laboratorio antes de dársela. De eso hace diez años. ¿Dónde está el arma ahora?

–Tendría que estar en su caja fuerte personal -contestó Aust.

–¿Y es así? – preguntó el doctor Herrmann con gran frialdad.

–La buscaré y le llamaré de nuevo -respondió el atemorizado Aust entre susurros. Él tenía la llave maestra para todas las cajas fuertes de su Departamento. Cinco minutos después hablaba de nuevo con el doctor Herrmann.

–No está -dijo-. Se la habrá llevado a su casa, por supuesto.

–Eso está terminantemente prohibido. Al igual que el mentir a un oficial superior, cualquiera que pueda ser la causa. Creo que lo mejor será que yo vaya a Colonia. Espéreme, por favor, en el próximo vuelo que llegue de Munich. No importa cuál sea, estaré en ese avión.

Antes de irse de Pullach, el doctor Herrmann hizo tres llamadas telefónicas. Como resultado de las mismas, un policía de la Selva Negra haría una visita de inspección al chalé designado como lugar de vacaciones, entraría al mismo con la llave que el arrendatario le había facilitado y constataría que si bien el auricular del teléfono no descansaba en su horquilla, la cama no daba muestras de haber sido utilizada. En modo alguno. Esto sería lo que comunicaría en su informe. El doctor Herrmann aterrizó en Colonia a las doce menos cinco.

Bruno Morenz metió el «BMW» por el conjunto de construcciones de hormigón armado que integraban el paso fronterizo de Alemania Oriental y alguien le hizo señas para que se colocase detrás de una larga fila de coches. Un guardia fronterizo, con uniforme verde, asomó el rostro por la ventanilla del conductor.

-Aussteigen, bitte. Ihre papiere.

Morenz se apeó del coche y le tendió el pasaporte. Otros guardias se acercaron y rodearon el automóvil, lo que no dejaba de ser normal.

–Abra el capó, por favor, y el maletero.

Morenz hizo lo que le pedían; los otros iniciaron el registro. Un guardia introdujo debajo del coche una carretilla con un espejo encima. Otro se dedicó a examinar la caja del motor. Bruno hizo denodados esfuerzos para no mirar en esa dirección cuando uno de ellos se puso a inspeccionar la batería.

–¿Cuál es el motivo de su viaje a la República Democrática Alemana?

Bruno se volvió hacia el hombre que le había hablado. Unos ojos azules detrás de unas gafas sin montura se le quedaron mirando. Bruno le explicó que se dirigía a Jena con el fin de discutir una posible compra de instrumentos ópticos de la «Zeiss»; que si todo iba bien, regresaría esa misma noche; en caso contrario, volvería a reunirse por segunda vez con el director del departamento de Ventas al Extranjero en la mañana del día siguiente. Rostros impasibles. Le indicaron que pasase al salón de visitantes. «Deja que ellos encuentren los documentos por sí mismos -le había dicho McCready-. No les ofrezcas demasiado.» Los agentes de la Aduana inspeccionaron minuciosamente su maletín, leyeron con atención las cartas entre la «Zeiss» y la «BKI» de Wurzburgo y registraron la maleta. Morenz rezó por que los sellos y el franqueo fuesen correctos. Lo eran. Entonces le devolvieron el equipaje. Morenz se lo llevó al coche. La inspección del automóvil había terminado. A un lado se encontraba un guardia fronterizo con un gigantesco perro alsaciano. Detrás de las ventanas del edificio, dos hombres vestidos de civil estaban vigilando. Eran de la Policía Secreta.

–Le deseo que disfrute de su visita a la República Democrática Alemana -le dijo el mayor de los guardias fronterizos, aun cuando no daba la impresión de que deseara lo que decía.

En ese momento se escucharon gritos y voces en las columnas de coches que se extendían a lo largo de las dos vías, separadas por una barrera de hormigón armado. El escándalo se había producido, al parecer, en la fila de los que salían. Todos volvieron para ver qué ocurría. Morenz se encontraba ya sentado al volante de su sedán negro. Se quedó mirando fijamente, angustiado por el terror.

A la cabeza de la columna había una furgoneta. Con matrícula de la República Federal Alemana. Dos guardias sacaban, de la parte trasera, a una chica joven que iba escondida debajo del suelo, en un angosto nicho construido con tal propósito. La chica estaba gritando. Era la novia del joven germanooccidental que conducía la furgoneta. Habían arrastrado al joven fuera del vehículo y lo acosaban, en el centro de un círculo formado por furiosas fauces de perros, a duras penas contenidos, y cañones de fusiles ametralladores. El joven, pálido como la cera, alzó los brazos.

–¡Dejadla en paz, hijos de puta! – vociferó.

Alguien le dio un golpe en el estómago. El joven cayó de bruces, retorciéndose de dolor.

–¡Vamos! ¡Adelante! – ordenó, irritado, el guardia que estaba cerca de Morenz.

Bruno soltó el embrague y el «BMW» dio un salto hacia delante. Cruzó las barreras y se detuvo ante el «Banco del Pueblo» para entregar sus marcos occidentales y recibir, al cambio de uno por uno, la misma cantidad nominal de unos marcos orientales que apenas tenían valor; luego recogió su declaración de cambio de divisas, debidamente sellada. El cajero se encontraba alicaído al parecer. A Morenz le temblaban las manos. De vuelta en su automóvil, miró por el espejo retrovisor y vio cómo se llevaban a empellones al joven y a la chica, que seguía gritando; momentos después desaparecían en una de las edificaciones de hormigón.

Bruno se dirigió hacia el Norte, sudaba profusamente. Sabía que beber alcohol mientras se conducía estaba rigurosamente prohibido en la República Democrática Alemana; no obstante, echó mano de su petaca y tomó un buen trago. Comenzó a sentirse mucho mejor. Tenía que haberse dado cuenta de que había perdido la facultad de dominar sus nervios. Padecía el típico agotamiento; lo único que le hacía mantenerse en pie era la experiencia acumulada en tantos años de entrenamiento. Y también la firme resolución de no dejar en la estacada a su amigo McCready. Por ello condujo con prudencia. No demasiado rápido, pero tampoco muy lento. Echó una mirada al reloj para comprobar la hora. Tenía tiempo. Era mediodía, y la entrevista se celebraría a las cuatro de la tarde. Condujo durante dos horas. Pero ese miedo cerval que se apodera del agente secreto durante una misión en territorio enemigo, cuando piensa que puede pasarse diez años en un campo de trabajos forzados si es descubierto, había empezado a socavar un sistema nervioso que, en realidad, se hallaba reducido a un montón de ruinas.

McCready lo había estado observando mientras entraba en el corredor entre los dos postes fronterizos, luego lo había perdido de vista. No se había enterado del incidente con la chica y el joven porque debido a la curva que había en la colina, sólo podía ver los tejados de la parte de la Alemania Oriental y la bandera que ondeaba sobre ellos, con el escudo del martillo, el compás y los manojos de espigas de trigo. Poco antes de que diesen las doce divisó, muy a lo lejos, el sedán «BMW» negro, que se alejaba por las tierras de Turingia.

En la parte trasera del «Range Rover», Johnson tenía lo que podía parecer un maletín cualquiera. Dentro llevaba un teléfono portátil, pero diferente de todos los demás. El equipo podía enviar y recibir mensajes en clara conversación, pero desmodulados, con lo que podían comunicarse con el cuartel general de Comunicaciones del Gobierno británico, el famoso GCHQ, situado en las inmediaciones de Cheltenham, en Inglaterra; o con la Century House, en Londres, o con la estación del SIS en Bonn. El equipo parecía un teléfono portátil ordinario, con botones numerados para marcar. McCready se lo había llevado consigo con el fin de permanecer en contacto con su propia base de operaciones, e informar del momento en que el Duendecillo regresase a casa sano y salvo.

–Ya ha pasado -comentó McCready a Johnson-, ahora sólo nos queda esperar.

–¿Desea comunicárselo a Bonn o a Londres? – preguntó Johnson.

McCready denegó con la cabeza.

–No hay nada que puedan hacer -dijo-. Ahora, nadie puede. Es el turno del Duendecillo.

En el apartamento de Hahnwald, los dos hombres del departamento de dactiloscopia habían terminado su trabajo en el recinto secreto y se disponían a marcharse. Dentro de aquella especie de mazmorra habían descubierto tres grupos distintos de huellas dactilares.

–¿Se encuentran entre las diecinueve que encontrasteis ayer? – preguntó Schiller.

–Lo ignoro -dijo el mayor de los técnicos-. Tendré que comprobarlo en el laboratorio. Te lo haré saber. En todo caso, ahora puedes entrar.

Schiller se metió de nuevo en el escondite y examinó las inscripciones en las cajas de las cintas de vídeo. Nada había que indicase su contenido, tan sólo números marcados en las etiquetas de los lomos. Cogió una de las cajas al azar, se dirigió al dormitorio principal y metió la cinta en el vídeo. Con el mando a distancia encendió éste y el aparato de televisión. Entonces apretó el botón de ejecución. Se sentó al borde de la desmantelada cama. Dos minutos después se levantó y desconectó los aparatos. Aquel hombre joven estaba perplejo y conmocionado.

-¡Donnerwetier nochmal! – susurró Wiechert, de pie en el umbral de la puerta, devorando un gran trozo de pizza.

Tai vez aquel senador de Baden-Württemberg no fuese más que un simple político de provincias, pero era bastante conocido a escala nacional por sus frecuentes apariciones en los canales de la Televisión federal, en los que clamaba por una vuelta a los viejos valores morales tradicionales y exigía la proscripción de la pornografía. Sus votantes lo habrían visto en muy variadas poses: acariciando las cabecitas de los niños, dando besitos a recién nacidos, inaugurando celebraciones eclesiásticas o dirigiéndose a un público de damas conservadoras. Pero no lo habrían visto caminando desnudo y a cuatro patas por un aposento, con un collar de perro al cuello, atado con una correa y conducido por una jovencita que vestía únicamente unas botas muy altas y que blandía, amenazante, una fusta.

–Quédate aquí -dijo Schiller-. ¡No te vayas! ¡No se te ocurra moverte! Vuelvo a la Dirección General de Policía.

Eran las dos de la tarde.

A esa misma hora, Bruno Morenz echaba una ojeada a su reloj de pulsera. Debía de encontrarse ahora al oeste del cruce de Hermsdorf, ese gran cruce de carreteras en el que la Autopista Norte-Sur, que parte de Berlín y llega al puerto fronterizo del río Saale, se cruza con la Autopista Este-Oeste, que sale de Dresde hasta Erfurt. Aún le quedaba mucho tiempo por delante. Quería estar en el área de estacionamiento a las cuatro menos diez, para encontrarse allí con Smolensko, y no deseaba llegar antes porque, en ese caso, resultaría muy sospechoso que alguien que conducía un automóvil matriculado en Alemania Occidental estacionara en un lugar como ése durante tanto tiempo.

De hecho, cualquier tipo de parada despertaría la curiosidad. Los hombres de negocios germanooccidentales tienden a ir derechos a su lugar de destino, liquidan sus asuntos y regresan de inmediato. Mejor sería que siguiera conduciendo. Decidió pasar por Jena y Weimar hasta el desvío hacia Erfurt, dar entonces la vuelta y dirigirse otra vez a Weimar. Así mataría el tiempo. En ese momento advirtió que, por detrás, por el carril de adelantamientos, se le acercaba un coche «Wartburg», de la llamada Policía Popular, cuyo techo iba adornado con dos faros de luces azuladas y un megáfono exterior. Los dos agentes de tráfico que patrullaban por la autopista se le quedaron mirando fijamente, con rostros inexpresivos.

Morenz aferró el volante con fuerza, tratando de dominar el pánico que se había apoderado de él.

«Se han enterado de todo -le decía en su interior una vocecilla traicionera-. Es más que una trampa. Han cogido a Smolensko. Y ahora te atraparán a ti. Te esperaban. Están controlándote, porque has llegado demasiado pronto.»

«No seas imbécil», le decía su mente consciente. Pero entonces el recuerdo de Renate acudió a él, y la más amarga desesperación se fue a juntar con el miedo, por lo que éste salió vencedor.

«Escucha, pedazo de cretino -le dijo su mente-, has cometido una estupidez. Pero no fue porque quisieras cometerla. Y además utilizaste tu cabeza. Los cadáveres no serán descubiertos hasta dentro de algunas semanas. Y, para entonces, ya estarás fuera de la Compañía, incluso del país, con tus ahorros, en un país donde te dejarán tranquilo. En paz. Y esto es lo único que ahora necesitas: paz. Tranquilidad. Y tendrán que dejarte en paz debido a lo de las cintas.

El coche de los vopos redujo la velocidad y los dos hombres se le quedaron mirando, inquisitivos. Bruno empezó a sudar. Le invadía un miedo cerval. No podía saber que los dos jóvenes policías eran muy aficionados a los coches, y que nunca habían visto hasta entonces el nuevo modelo sedán de la «BMW».

El comisario Schiller se entrevistó durante una media hora con el director de la Brigada de Homicidios, a quien explicó lo que había encontrado. Hartwig se mordió los labios.

–Esto empieza a ponerse de castaño oscuro -dijo el director-. ¿Había comenzado ya a ejercer la extorsión o lo que tenía ahí se lo reservaba para su jubilación? No lo sabemos.

Cogió el teléfono y pidió que le comunicaran con el laboratorio de criminología forense.

–Quiero tener en mi despacho, dentro de una hora, las fotografías de los proyectiles extraídos, y las huellas dactilares, las diecinueve de ayer y las tres de esta mañana, ¿entendido?

El director se puso entonces de pie y se dirigió de nuevo a Schiller:

–En marcha. Volvamos al lugar de los hechos. Quiero ver aquello con mis propios ojos.

Y fue el director Hartwig el que encontró la libreta de apuntes. Nadie podía imaginar cómo una persona podía ser tan desconfiada como para ocultar una libreta en un cuarto que ya se encontraba de por sí perfectamente escondido. La libreta estaba debajo del anaquel inferior de la estantería en la que estaban almacenadas las grabaciones de vídeo.

Como se pudo comprobar, la lista era del propio puño y letra de Renate Heimendorf. Quedaba claro que había sido una mujer muy inteligente y que ésa era su auténtica operación, la cual había empezado con los refinados arreglos que introdujo en el apartamento original y que culminaba en ese mando a distancia, tan inofensivo en apariencia, con el que podía mover a capricho la cámara que tenía emplazada detrás del espejo. Los chicos del equipo forense lo habían visto sobre la cama, pero habían pensado que era un mando de repuesto para el televisor.

Hartwig recorrió la lista de nombres anotados en la libreta, cuya numeración se correspondía a los números que figuraban en los lomos de las cajas con las cintas de vídeo. Reconoció algunos nombres, otros, no. Pensó que los que no había reconocido pertenecerían a personalidades importantes extranjeras. Entre los que había reconocido se encontraban dos senadores, un diputado (del partido gobernante), un financiero, un banquero (de la localidad), tres industriales, el heredero del propietario de una importante fábrica de cerveza, un juez, un cirujano famoso y un personaje de la televisión, muy conocido a escala nacional. Ocho de los nombres parecían anglosajones (¿británicos?, ¿estadounidenses?, ¿canadienses?) y dos eran franceses. Contó el resto.

–Ochenta y un nombres -dijo-. Ochenta y una cintas. ¡Por los clavos de Cristo!, si los nombres que yo he reconocido son más o menos representativos del conjunto total, ahí tiene que haber el material suficiente como para hacer caer a varios Gobiernos estatales, quizás hasta el de Bonn.

–Pues en buen lío nos hemos metido -dijo Schiller-. Aquí hay sólo sesenta y una.

Los dos hombres se pusieron a contarlas de nuevo. Sesenta y una.

–¿No dijiste que en este escondrijo habían encontrado tres grupos de huellas?

–Así es, señor.

–Suponiendo que dos pertenezcan a Heimendorf y a Hoppe, las del tercer grupo deben de ser las de nuestro asesino. Y tengo la terrible impresión de que ese hombre se ha llevado veinte cintas. Vámonos, iré a ver al director con todo esto. Este asunto sobrepasa los límites de un simple asesinato, va mucho más allá.

El doctor Herrmann estaba terminando de almorzar con su subordinado Aust.

–Mi querido Aust, no sabemos absolutamente nada, de momento. Pero sí tenemos motivos para estar preocupados, eso es todo. Es posible que la Policía detenga e inculpe de un momento a otro a un gángster, y que Morenz vuelva según había anunciado, después de haber pasado un delicioso fin de semana con una amante en algún otro lugar que no sea la Selva Negra. Quiero decirle que su inmediata expulsión del cuerpo, con pérdida automática de la pensión, es algo que está fuera de toda duda. Pero lo único que quiero, de momento, es que lo busque y averigüe dónde está. Envíe a alguna mujer de nuestra organización a su casa, para que haga compañía a la esposa, por si acaso él llama. Puede utilizar la excusa que más le plazca. Intentaré informarme de cómo van las investigaciones policíacas. Y póngase en contacto conmigo si tiene noticias de él.

Sam McCready estaba sentado en el pescante del «Range Rover», sintiendo la caricia de los ardientes rayos del sol en lo alto de una montaña desde la que se divisaba, abajo, la corriente del río Saale, mientras saboreaba el café que llevaba en un termo. Johnson depositó su equipo portátil en el suelo. Había estado hablando con Cheltenham, la gigantesca estación de escucha situada al oeste de Inglaterra.

–Nada -dijo-, todo normal. No hay aumento de las comunicaciones radiofónicas en ninguno de los sectores, ni de los rusos, ni del Servicio de Seguridad del Estado, ni de la Policía Popular. Sólo rutina.

McCready echó un vistazo a su reloj. Las cuatro menos diez. En esos momentos aproximadamente Bruno se estaría dirigiendo hacia el área de estacionamiento al oeste de Weimar. Le había dicho que llegase cinco minutos antes, y que no esperase más de veinticinco si Smolensko no estaba allí. Eso sería considerado como un fallo. McCready se mantenía en calma frente a Johnson, pero detestaba las esperas. Lo peor de todo era tener que aguardar a un agente que había cruzado la frontera. La imaginación le juega a uno más de una mala pasada, creando todo un cúmulo de problemas que podrían haber surgido al otro lado, pero que probablemente no han surgido. Por centésima vez, McCready calculó el tiempo que podría durar la operación. Cinco minutos en el estacionamiento a un lado de la carretera; el ruso hacía la entrega; diez minutos más para permitir al ruso que se fuera. Partida a las cuatro y cuarto. Cinco minutos para pasar el manual desde el sobaco, tapado por la chaqueta, al compartimiento situado debajo de la batería; una hora y cuarenta y cinco minutos de viaje -tendría que aparecer por su campo visual a eso de las seis de la tarde…-, otra taza de café.

El director de la Policía de Colonia, Arnim von Starnberg, escuchaba con solemnidad el informe que el joven comisario le presentaba. A su derecha estaba sentado Hartwig, el director de la Brigada de Homicidios, y a su izquierda, Horst Fránkel, el director de toda la Brigada de Investigación Criminal. Esos dos altos oficiales habían llegado a la conclusión de que tenían que ir a verlo de inmediato. Ese asunto no sólo era algo más que un simple asesinato, sino que sobrepasaba también las competencias de Colonia. El director había decidido ya traspasar el caso a estamentos superiores antes de que el joven Schiller terminase de hablar.

–Guardará el más completo silencio sobre todo esto, Herr Schiller -dijo Von Starnberg-. Tanto usted como su colega, el subcomisario Wiechert. Sus carreras dependen de ello, ¿me ha comprendido? – Entonces se dirigió a Hartwig-: Y lo mismo reza para esos dos hombres de dactiloscopia que vieron el cuarto de la cámara de vídeo. – Despidió a Schiller y se dirigió a los otros detectives-: ¿Hasta dónde han llegado ustedes en sus pesquisas?

Fránkel hizo una señal a Hartwig, el cual mostró un montón de fotografías ampliadas de una gran calidad.

–Pues bien, señor director, ahora tenemos las balas que causaron la muerte de la prostituta y de su amante. Necesitamos encontrar la pistola que las disparó. – Hartwig señaló dos fotografías-. Son dos balas, una en cada cuerpo. También tenemos las huellas dactilares. Había tres grupos en el recinto de la cámara. Dos pertenecían a la prostituta y a su chulo. Creemos que el tercer grupo de huellas debe de pertenecer al asesino. Asimismo pensamos que él ha sido el ladrón de las veinte cajas que faltan.

Ninguno de los tres hombres podía saber que, en realidad, faltaban veintiuna cintas de vídeo. En la noche del viernes, Bruno Morenz había arrojado al Rin la vigésimo primera cinta, en la que aparecía él mismo, y que no estaba registrada en la libreta porque él jamás podía ser tomado como posible objeto de chantaje, sino de simple diversión.

–¿Dónde están las sesenta y una cintas restantes? – preguntó Von Starnberg.

–En mi caja fuerte personal -contestó Fránkel.

–Tráigalas a mi despacho en seguida, por favor. Nadie debe verlas.

Cuando Arnim von Starnberg se quedó solo en su despacho, se puso inmediatamente a telefonear. A lo largo de aquella tarde, la responsabilidad del asunto fue ascendiendo por la jerarquía oficial con más rapidez que un mono trepa por un árbol. Colonia traspasó el caso a la Brigada Provincial de Investigación Criminal de Dusseldorf, la capital del land, que a su vez se lo pasó a la Brigada Federal de Investigación Criminal, con sede en Wiesbaden. Limusinas fuertemente custodiadas, con las sesenta y una cintas y la libreta de notas, circularon de ciudad en ciudad. En Wiesbaden, el material quedó retenido durante un buen rato mientras las autoridades competentes se ponían de acuerdo en cómo comunicar la noticia al ministro de Justicia en Bonn, que era el siguiente peldaño en la escalera. Para entonces, los sesenta y un atletas sexuales habían sido identificados ya. Aproximadamente el cincuenta por ciento era gente acomodada; el resto estaba integrado por personas igualmente ricas; pero que, al mismo tiempo, eran parte integrante de las llamadas fuerzas vivas de la nación. Y lo que empeoraba el asunto, también estaban involucrados seis parlamentarios del partido en el Gobierno, más dos de la oposición, dos funcionarios públicos de alta jerarquía y un general del Ejército. Eso en lo que respectaba a los alemanes. También había dos diplomáticos extranjeros residentes en Bonn (uno de ellos de uno de los países aliados de la OTAN), dos políticos extranjeros que habían estado de visita en Alemania, y un miembro de la Casa Blanca, persona muy próxima a Ronald Reagan.

Pero incluso mucho peor era lo de la lista con los nombres, ahora por fin identificados, de las personas cuyas diversiones grabadas habían desaparecido. Entre ellas se contaban un respetable miembro de la junta directiva del partido en el poder en la República Federal Alemana, un ministro (federal), un diputado (federal), un juez (del Tribunal Supremo de Justicia), un oficial de alta graduación de las Fuerzas Armadas (esta vez del Aire), el magnate de la cerveza identificado por Hartwig y un joven ministro con una rápida carrera ascendente. Y esto aparte de otras personalidades, flor y nata del comercio y de la industria.

–Uno bien puede reírse de esos atolondrados hombres de negocios -comentó un alto funcionario de la Brigada Federal de Investigación Criminal en Wiesbaden-. Si se han arruinado por su frivolidad, ellos mismos tienen la culpa. Pero esa puta se había especializado en personalidades del Sistema.

A últimas horas de la tarde, y por una simple cuestión de procedimiento, el BFV, Servicio de Seguridad interna del país, fue informado de los hechos. No se le comunicaron todos los nombres, sólo un sucinto relato del curso de las investigaciones y los progresos realizados. Lo irónico del caso era que el BFV tiene su cuartel general en Colonia, ciudad en la que todo había comenzado. El memorándum interdepartamental acerca del caso fue a parar al escritorio de un alto agente del Servicio Secreto de Contraespionaje llamado Johann Prinz.

Bruno Morenz circulaba con lentitud en dirección oeste por la Autopista siete. Se encontraba a unos seis kilómetros al oeste de Weimar y a un kilómetro y medio de los barracones soviéticos de Nohra, que se distinguían a lo lejos por sus murallas blancas. Cogió una curva y, al salir de ella, se encontró con el área de estacionamiento a ese lado de la autopista, justo donde McCready le había dicho que tendría que estar. Comprobó la hora; faltaban ocho minutos para las cuatro. La carretera estaba vacía. Aminoró la velocidad y se metió en el área de estacionamiento.

Siguiendo las instrucciones recibidas, se apeó del coche, abrió el maletero y sacó la caja de las herramientas. La abrió y la depositó en el suelo, delante del vehículo, en el lado del volante, donde era bien visible para cualquiera que circulase por allí. Apretó el botón que abría el capó y lo levantó. Su estómago empezó a gruñir. Detrás del estacionamiento y a lo largo de la autopista había árboles y matorrales. En su imaginación vio a los agentes de la SSD agazapados, esperando para efectuar el doble arresto. Tenía la boca seca y el sudor le corría a raudales por la espalda. Tenía los nervios hechos polvo, y operaba sólo gracias a una reserva interior que también estaba a punto de partirse en dos como una cinta elástica estirada hasta el límite.

Cogió una llave dentada, justo la que necesitaba para realizar su trabajo, y metió la cabeza debajo del capó. McCready le había enseñado la manera de aflojar la tuerca que sujetaba el tubo del agua al radiador. Y eso fue lo que hizo. Al instante empezó a chorrear el agua. Cambió entonces la llave dentada por otra, en la que, evidentemente, la tuerca no encajaba, y trató en vano de asegurar el tubo de nuevo.

Los minutos pasaban con lentitud. Inclinado sobre el motor, Morenz continuaba afanándose inútilmente con su chapucería. Echó una mirada de reojo a su reloj de pulsera. Las cuatro y seis minutos. «¿Dónde demonios estás?», preguntó para sus adentros. Casi en ese mismo instante se escuchó el rechinar de guijarros bajo las ruedas al detenerse un vehículo. Morenz mantuvo la cabeza agachada. El ruso se le acercaría y le diría, en su alemán con acento extranjero: Si le ha surgido algún problema, es posible que yo tenga un mejor juego de herramientas, entonces le ofrecería la plana caja de madera de las herramientas del jeep. El manual titulado Orden soviético de batalla se encontraría debajo de las llaves dentadas, en un sobre rojo de plástico…

Los oblicuos rayos del sol se vieron ensombrecidos por el cuerpo de alguien que se acercaba. Pisadas de botas crujieron en la gravilla. El hombre estaba cerca de él, a su espalda. No le dijo nada. Morenz se enderezó. El coche de la Policía germano-oriental se había detenido a unos cinco metros de distancia. Un policía vestido de uniforme verde se había apostado ante la abierta portezuela del conductor. El otro se encontraba junto a Morenz, mirando el motor del sedán «BMW».

Morenz sintió ganas de vomitar. Las paredes de su estómago empezaron a irrigar ácidos dentro de su sistema digestivo. Sintió que le doblaban las rodillas y que las piernas no le sostenían. Trató de erguirse y faltó poco para que se desplomase al suelo. El policía le miró a los ojos.

–¿Le ocurre algo? – preguntó.

Por supuesto que se trataba de una farsa, esa endiablada cortesía para enmascarar el triunfo. La pregunta de si algo andaba mal no era más que el preludio de los gritos, las voces y la detención. A Morenz le pareció que la lengua se le había quedado pegada al paladar.

–Pensé que estaba perdiendo agua -dijo.

El policía metió la cabeza debajo del capó y examinó el radiador. Cogió la llave dentada que empuñaba Morenz, la probó, se agachó y eligió otra del suelo.

–Ésta encajará -aseguró, ofreciéndosela.

Morenz la utilizó y logró apretar la tuerca. El tubo dejó de chorrear agua.

–No era la llave adecuada -dijo el policía.

El hombre se quedó mirando el motor del «BMW». Parecía contemplar fijamente la batería.

–Hermoso coche -dijo al fin-. ¿Dónde se hospeda usted?

–En Jena -respondió Morenz-. Mañana por la mañana he de ver al director del Departamento de Ventas al extranjero de la «Zeiss». Tengo que comprar algunos artículos para mi compañía.

El policía hizo un gesto de aprobación.

–Producimos cosas estupendas en la República Democrática Alemana -comentó.

No era verdad. Alemania Oriental no poseía más que una sola fábrica que produjese artículos equiparables al nivel tecnológico occidental, y ésa era la «Zeiss».

–¿Qué está haciendo por aquí?

–Quería ver Weimar…, la casa de Goethe.

–Pues va en dirección contraria. Weimar queda por allí.

El policía señaló la carretera con el índice, apuntando hacia detrás de Morenz. Un jeep «GAZ» soviético, pintado de gris y verde, pasó por su lado en ese momento. El conductor, con la visera de la gorra calada hasta los ojos, se volvió hacia Morenz, se encontró con su mirada durante un segundo, se fijó en el vehículo de los vopos y pasó de largo. El encuentro había fallado. Smolensko no se acercaría.

–Sí, lo sé. Cogí un desvío equivocado al salir de la ciudad. Estaba tratando de ver dónde podía dar la vuelta cuando advertí que la presión del agua disminuía…

Los vopos le ayudaron a dar la vuelta y le siguieron hasta Weimar. Se separaron de él a la entrada de la ciudad. Morenz se dirigió a Jena y se hospedó en el hotel «Oso Negro».

El doctor Herrmann tenía un contacto en el BFV. Algunos años antes, al trabajar en el escándalo provocado por Günther Guillaume, cuando se descubrió que el secretario particular del canciller Willy Brandt era un espía de la Alemania Oriental, los dos hombres se habían conocido y colaborado. A las seis de la tarde, el doctor Herrmann llamó por teléfono al BFV en Colonia y pidió que le pusieran con la persona que deseaba ver.

–¿Johann? Soy Lothar Herrmann. No, no, estoy aquí, en Colonia. Oh, asuntos rutinarios, ¿sabes? Tenía la esperanza de poder invitarte a cenar. ¡Fantástico! Pues bien, mira, me hospedo en el hotel que hay frente a la catedral. ¿Qué te parece si nos encontramos en el bar? ¿Alrededor de las ocho? Te estaré esperando.

Johann Prinz colgó el auricular y se preguntó qué habría obligado a Herrmann a ir a Colonia. ¿Acaso visitar sus tropas? Tal vez…

A las ocho, en la cima de la montaña por encima del río Saale, Sam McCready se apartó los prismáticos de los ojos. La débil luz crepuscular le impedía ver el puesto fronterizo de Alemania Oriental y la carretera que se extendía detrás. Se sentía cansado, vacío. Algo había salido mal al otro lado de esos campos minados y de esas alambradas. No tenía por qué ser algo importante, quizá tan sólo se tratara del simple reventón de un neumático o de un atasco de tráfico… Pero eso sí que no era probable. Quizá su hombre se encontrase ya conduciendo en dirección Sur, hacia la frontera. A lo mejor Pankratin no se había presentado en el primer encuentro, por no haber conseguido un jeep o no haber tenido la oportunidad de escapar… La espera era siempre lo peor de todo, el tener que aguardar sin saber qué podía haber salido mal.

–Volvamos abajo, a la carretera -le dijo a Johnson-. De todos modos, ya no puedo ver nada desde aquí.

Dejó a Johnson instalado en el aparcamiento de la estación de servicio de Frankenwald, en el lado de la vía que se dirige hacia el Sur, pero con el morro del vehículo hacia el Norte, en dirección a la frontera. Johnson permanecería allí sentado durante toda la noche, vigilando por si el «BMW» aparecía. McCready abordó a un camionero que se dirigía hacia el Sur, le explicó que su coche se había averiado y se hizo llevar por él unos diez kilómetros, dirección sur. Se bajó en el cruce hacia Münchberg, recorrió el kilómetro y medio que le separaba de aquella pequeña aldea y se alojó en el «Braunschweiger Hof». En una bolsa llevaba su teléfono portátil por si Johnson quería comunicarse con él. Encargó que un taxi le recogiera a las seis de la mañana.

Herrmann y Prinz estaban sentados a una mesa en un rincón del restaurante y encargaron la cena. Hasta ese momento se habían comportado con exquisita cortesía. «¿Qué tal te van las cosas?» «Muy bien, gracias.» Cuando estaban saboreando el cóctel de gambas, Herrmann empezó a abordar el tema:

–¿Me imagino que ya os habrán informado sobre el caso de la prostituta…?

Prinz se quedó sorprendido. ¿Cuándo se habían enterado los del BND? Él mismo no había visto el expediente hasta las cinco de la tarde. Herrmann le había telefoneado a las seis, y a esa

hora ya se encontraba en Colonia.

–Sí -contestó-. Esta tarde nos ha llegado el expediente.

Herrmann fue entonces el sorprendido. ¿Por qué se informaba al Servicio de Contraespionaje de un doble crimen en Colonia? Había imaginado que tendría que explicárselo a Prinz antes de poder pedirle el favor.

–Asunto enojoso -murmuró Herrmann cuando les estaban sirviendo los solomillos.

–Y que está empeorando -asintió Prinz-. A Bonn no le hace ninguna gracia que esas cintas pornográficas estén dando vueltas por ahí.

Herrmann mantuvo el rostro impasible, pero se le revolvió el estómago. ¿Cintas pornográficas? ¡Dios Santo! ¿Qué clase de cintas? Fingió una leve sorpresa y bebió algo más de vino.

–Eso va un poco lejos, ¿no? Seguramente estaría fuera del despacho cuando los últimos detalles llegaron. ¿Puedes ponerme al corriente?

Y eso fue lo que Prinz hizo. Herrmann perdió definitivamente el apetito. El único olor que le llegaba a la nariz no era el de la carne y el del clarete, sino el de un escándalo de dimensiones apocalípticas.

–Y hasta ahora ninguna pista -murmuró Herrmann en tono de preocupación.

–No gran cosa -asintió Prinz-. Han dado orden a la Brigada de Investigación Criminal para que aparten a todos los hombres de otros casos y los dediquen exclusivamente a éste. La búsqueda, como es lógico, se centra en el arma y en el propietario de esas huellas dactilares.

Lothar Herrmann dio un suspiro.

–Me pregunto si el criminal no podía ser un extranjero – sugirió Herrmann.

Prinz terminó de comerse el helado y dejó la cucharilla sobre el plato. Se sonrió, con expresión maliciosa.

–¡Ajá!, ahora me doy cuenta. ¿Conque nuestro Servicio de Inteligencia exterior está interesado en el asunto?

Herrmann se encogió de hombros, como si quisiera restar importancia al caso.

–Mi querido amigo, ambos tenemos que cumplir en gran parte la misma misión. Proteger a nuestros dirigentes políticos…

Al igual que la inmensa mayoría de los altos funcionarios públicos, los dos hombres tenían una idea de sus dirigentes políticos que en modo alguno era compartida por éstos.

–Como es lógico, disponemos de nuestros propios archivos -dijo Herrmann-. Huellas dactilares de extranjeros que han llamado nuestra atención… Pero, por desgracia, no hemos recibido copias de las huellas dactilares que andan buscando nuestros amigos de la Brigada de Investigación Criminal…

–Podrías pedirlas por conducto oficial -apuntó Prinz.

–Sí, pero, en ese caso, ¿por qué armar tanto alboroto por algo que a lo mejor no conduce a ninguna parte? De la otra forma, de un modo no oficial…

–No me gusta eso de no oficial -le espetó Prinz.

–Tampoco a mí, amigo mío, pero…, insisto de nuevo…, en aras de nuestra vieja amistad. Te doy mi palabra de que si descubro algo, te lo comunicaré de inmediato. Un esfuerzo conjunto de los dos Servicios. Repito, te doy mi palabra de honor. Y si no resulta nada, tampoco se habrá hecho daño a nadie.

Prinz se levantó de la mesa.

–Está bien -dijo-, en aras de nuestra vieja amistad. Pero sólo por esta vez.

Y al salir del hotel se preguntó qué demonios sería lo que Herrmann sabía o de qué sospechaba, y de lo que él no tenía ni la menor idea.

En el «Braunschweiger Hof» de Münchberg, Sam McCready estaba sentado en el bar. Acompañaba su soledad con la bebida, mientras contemplaba fijamente el entarimado de las paredes. Estaba triste y profundamente atormentado. Una y otra vez se preguntaba si había hecho bien en enviar a Morenz al otro lado.

Algo le pasaba a aquel hombre. ¿Un constipado veraniego?

Aquello se parecía más a una gripe virulenta. Pero la gripe no pone nervioso. Y su viejo amigo se veía demasiado excitado. ¿Habría perdido los nervios? No, no el viejo Bruno. Ya había hecho eso varias veces. Y estaba limpio, al menos por lo que McCready sabía. Trató entonces de justificarse a sí mismo. No había tenido tiempo para encontrar a una persona más joven. Y Pankratin no se detendría a mirar un rostro extraño. También la vida de Pankratin estaba en peligro. Pero si él se hubiese negado a enviar a Morenz, hubieran perdido el manual de guerra soviético. No tenía elección, se había visto obligado a hacerlo… Pero no podía dejar de atormentarse.

A unos ciento doce kilómetros más al Norte, Bruno Morenz se encontraba en el bar del «Hotel Oso Negro», en Jena. También él bebía, y también lo hacía solo. Pero mientras McCready podía permitírselo, Morenz, no. Ya había dejado de aguantar el alcohol. Se engañó a sí mismo, convenciéndose de que la bebida era su sostén, que le daría fuerzas y le ayudaría a salir de ésa. Pero la verdad era que lo estaba conduciendo cada vez más cerca del abismo.

Al otro lado de la calle podía divisar la entrada principal de la secular Universidad Schiller. Afuera había un busto de Karl Marx. En una placa se comunicaba que Marx había estudiado ahí en 1841, en la Facultad de Filosofía. Morenz pensó que era una auténtica lástima que aquel filósofo barbudo no hubiese reventado en ese mismo sitio en su época de estudiante. Así jamás hubiera ido a Londres a escribir El capital, y él no se encontraría ahora en tamaña miseria y tan lejos de su casa.

Miércoles

A la una de la mañana, alguien entregaba en la recepción del hotel, enfrente de la catedral, un sobre pardo, lacrado y precintado, a nombre del doctor Herrmann. Éste se encontraba despierto todavía. En el sobre había tres grandes ampliaciones; dos eran las fotografías de dos balas de nueve milímetros, y en la tercera aparecía un grupo de huellas dactilares, en las que se apreciaban un pulgar, algunos dedos y parte de la palma de la mano. Decidió no transmitir por fax las fotografías a Pullach, sino llevarlas él mismo por la mañana. Si esos delgados rasguños a lo largo de los proyectiles y la filigrana de las huellas coincidían realmente, se vería enfrentado a un dilema mayúsculo. ¿A quién decírselo y cuánto revelar? Si al menos ese cerdo de Morenz apareciese de una vez… A las nueve de la mañana abordó el primer avión de regreso a Munich.

A las diez de la mañana, la comandante Ludmilla Vanavskaya comprobaba una vez más en Berlín los lugares en los que podría encontrarse el hombre al que estaba buscando. Le habían dicho que se hallaba con la guarnición acantonada en las afueras de Erfurt. A las seis de la tarde, él partiría para Potsdam; al día siguiente volaría de regreso a Moscú.

«Y yo iré contigo, hijo de puta», pensó.

A las once y media, Morenz se levantó de la mesa de la cafetería donde había estado haciendo tiempo y se encaminó hacia su automóvil. Se sentía a morir. Llevaba la corbata desarreglada y no había podido afeitarse esa mañana. Una incipiente barba canosa le cubría las mejillas y la barbilla. No se veía precisamente como un hombre de negocios que estuviese a punto de entablar una transacción sobre instrumentos ópticos de precisión en la sala de juntas de las empresas «Zeiss». Condujo cuidadosamente hasta salir de la ciudad y luego dobló hacia el Oeste, en dirección a Weimar. La zona de estacionamiento se hallaba a unos cinco kilómetros de distancia.

Era mucho más grande que la del día anterior, y recibía la sombra de frondosas hayas que se extendían por los dos bordes de la carretera. En el lado contrario al estacionamiento, rodeada de árboles, estaba la cafetería «Mühltalperle». Nadie parecía merodear por los alrededores. El local no debía de encontrarse abarrotado de gente. Metió el coche en el aparcamiento a las doce menos cinco, sacó la caja de las herramientas, levantó el capó y repitió el procedimiento habitual. A las doce y dos minutos, el jeep «GAZ» del día anterior entró a la zona cubierta de grava y se detuvo. El hombre que se apeó del vehículo llevaba un holgado uniforme de campaña, de algodón, y calzaba unas botas que le llegaban hasta las rodillas. Lucía las insignias de cabo del Ejécito soviético y se había calado la visera de la gorra hasta los ojos. Con paso resuelto se encaminó hacia el «BMW», llevando en la diestra una caja de madera aplanada.

–Si hay algún problema, es posible que yo tenga un mejor juego de herramientas -le dijo. Por debajo del capó metió la caja de madera en la que llevaba sus herramientas y la puso sobre el bloque de los cilindros. Con la sucia uña del dedo pulgar de la mano derecha empujó la aldabilla que abría la tapa. Dentro había un desordenado montón de llaves fijas.

–Conque nos vemos de nuevo, Duendecillo, ¿qué tal te va últimamente? – murmuró.

Bruno Morenz tenía de nuevo la boca completamente seca.

–Bastante bien -contestó Bruno en un susurro. Entonces apartó las llaves fijas. Debajo se encontraba el manual envuelto en un plástico rojo.

El ruso empuñó una llave y apretó la tuerca que había quedado suelta. Morenz cogió el libro, se lo metió por debajo de su fino impermeable, y, con la mano izquierda, se lo colocó en el sobaco. El ruso puso la llave en su lugar correspondiente y cerró la caja de las herramientas.

–Tengo que irme -musitó-. Dame diez minutos para desaparecer. Y muéstrame tu agradecimiento. Alguien puede estar observándonos.

Pankratin se enderezó, alzó una mano y regresó al jeep. El motor seguía encendido. Morenz se irguió y le saludó levantando el brazo.

–¡Muchas gracias! – le gritó.

El jeep se puso en marcha, de regreso a Erfurt. Morenz se sintió desfallecer. Le hubiese gustado encontrarse fuera de aquello. Necesitaba beber algo. Ya se detendría después y escondería el manual en el compartimiento secreto debajo de la batería. Pero en ese instante necesitaba un trago. Dejó caer el capó, metió las herramientas en el maletero, lo cerró y se sentó al volante. La petaca de licor estaba en la guantera. La sacó y bebió un buen trago; entonces se sintió satisfecho. Cinco minutos después, una vez recobrada la confianza en sí mismo, emprendió el camino de regreso a Jena. Se había fijado en que había una zona de aparcamiento similar más allá de Jena, justo antes del desvío que debía coger para entrar en la autopista en dirección a la frontera. Haría un alto en ese lugar para esconder el manual.

El accidente no fue culpa suya. Al sur de Jena, en el suburbio de Stadtroda, mientras avanzaba por la vía principal entre los enormes y espantosos bloques de apartamentos de esa ciudad-dormitorio, un «Trabant» salió disparado de una calle lateral. Morenz casi pudo frenar a tiempo, pero estaba lento de reflejos. El «BMW», mucho más fuerte que el otro coche, aplastó la parte trasera del mini germanooriental.

Y en ese mismo instante, el pánico se apoderó de Morenz. ¿Se trataba de una trampa? ¿No sería de la Seguridad del Estado el conductor de ese «Trabant»? El hombre se apeó del coche, contempló su parte de atrás aplastada y se lanzó contra el «BMW». Tenía el rostro congestionado por la ira y una expresión entre afligida y furiosa.

–¿Qué demonios se supone que está usted haciendo? – vociferó-. Malditos occidentales, ustedes se creen que pueden conducir como locos…

En la solapa de su chaqueta, el hombre llevaba el pequeño distintivo redondo del Partido Socialista Unificado (comunista). Miembro del Partido. Morenz se metió la mano izquierda por debajo de la chaqueta para colocar bien el manual en su lugar, se apeó del automóvil y sacó un buen fajo de billetes de la cartera. De marcos orientales, por supuesto; no hubiera podido ofrecerle marcos occidentales, pues eso hubiese sido cometer un segundo crimen. La gente empezó a acudir al lugar del encontronazo.

–Escúcheme -dijo Bruno-, siento mucho lo ocurrido. Le indemnizaré por los daños causados. Este dinero debe de ser más que suficiente. Pero es que voy muy retrasado.

El enfurecido alemán oriental contempló el dinero. Era en verdad un buen fajo de billetes.

–Ése no es el caso -replicó-. Tuve que esperar cuatro años para conseguir este coche.

–Podrán repararlo -dijo un hombre que se encontraba al lado.

–No lo harán hasta que les dé la gana -argumentó el afligido propietario-. Tendré que enviarlo de vuelta a la fábrica.

La multitud era más numerosa cada vez. Y es que la vida resultaba aburrida en la ciudad-dormitorio de un centro industrial. Y el sedán «BMW» era digno de ser admirado. En ese momento, fue cuando el coche de la Policía apareció por allí. Era el tipo de automóvil corriente que patrullaba las calles, pero Morenz se puso a temblar. Los policías se apearon. Uno de ellos se quedó mirando los daños causados.

–Esto tiene fácil arreglo -dijo el policía-. ¿Prefiere usted poner una denuncia?

El conductor del «Trabant» se estaba echando atrás.

–Bien, yo…

El otro policía se acercó a Morenz.

-Ausweis, bitte -dijo.

Morenz utilizó la mano derecha para sacarse el pasaporte. Y la mano le temblaba. El policía se fijó en ella, en los enrojecidos ojos y en el rostro sin afeitar.

–Usted ha estado bebiendo -dijo. Acto seguido se aproximó a Bruno, lo olió y al hacerlo, su sospecha se confirmó-. Acompáñenos a la Comisaría. Vamos, entre en el coche…

El policía empezó a empujar a Morenz hacia el vehículo policial, cuyo motor seguía encendido. La portezuela del asiento del conductor estaba abierta. Y fue entonces cuando Bruno perdió definitivamente los estribos. Todavía llevaba el manual debajo del brazo. En la Comisaría se lo encontrarían, sin lugar a dudas. Con el brazo que le quedaba libre dio un golpe violento hacia atrás, acertó al policía en el centro del rostro y lo tiró al suelo, inconsciente, con la nariz partida. Entonces entró en el coche de la Policía, metió una marcha y salió disparado. Circulaba por el camino equivocado, hacia el Norte, en dirección a Jena. El otro policía, aturdido por el asombro, pudo al fin sacar su arma y hacer cuatro disparos. Tres fallaron. El vehículo de los vopos se desvió bruscamente y desapareció al girar en una esquina. Iba perdiendo gasolina por el agujero que la cuarta bala había hecho en el depósito.