Una vez terminado su trabajo, se largaron.

El camarero se acercó y le puso sobre la mesa un plato de pescado al horno y una jarra de cerveza.

–¿Quiénes eran ésos? – preguntó Favaro.

–Dos de los que ayudan a Mr. Livingstone en su campaña electoral -contestó el camarero, con rostro inexpresivo.

–Al parecer, la gente les tiene miedo.

–¡Oh, no, señor!

El camarero puso los ojos en blanco y se alejó. Favaro había contemplado ya esa expresión en las habitaciones donde se interrogaba a los detenidos en la Jefatura de Policía de Metro-Dade. Las celosías se cerraban detrás de los ojos. El mensaje era: no hay nadie en casa.

El «Jumbo» en el que el superintendente Hannah y el detective inspector Parker viajaban aterrizó en el aeropuerto de Nassau a las tres de la tarde, hora local. El primero en subir a bordo fue un policía de las Bahamas, el cual, al identificar a los dos enviados de Scotland Yard, se presentó a sí mismo y les dio la bienvenida a Nassau. Los acompañó hasta fuera del avión, antes de que los demás pasajeros bajaran, y luego hasta un «Land Rover» que les estaba esperando. La primera bocanada de aire caliente y balsámico se cerró sobre Hannah. De repente sintió que se asfixiaba en sus londinenses ropas.

El oficial de Policía les cogió los tiques del equipaje y se los pasó a un agente, que se encargaría de sacar sus maletas de entre el resto del equipaje. Luego llevaron en el vehículo a Hannah y a Parker a la sala de espera reservada para los VIP. Allí se reunieron con el Alto Comisionado adjunto británico, Mr. Longstreet, y otro funcionario mucho más joven, llamado Bannister.

–Les acompañaré a Sunshine -dijo Bannister-. Hay problemas con las comunicaciones. Según parece, no han podido abrir la caja fuerte del gobernador. Instalaré un nuevo equipo para que puedan comunicarse con la Alta Comisión de Nassau mediante una línea directa de radioteléfono. Una línea de alta seguridad, por supuesto. Y, como es lógico, tendremos que traernos el cadáver del gobernador en cuanto el juez instructor nos lo entregue.

La voz del hombre sonaba enérgica y parecía la de una persona eficiente. A Hannah le gustó. Luego le presentaron a los cuatro hombres que componían el equipo forense, facilitado por la Policía de las Bahamas como gesto de cortesía. La conferencia se prolongó durante una hora.

Hannah miró a través de los ventanales y contempló la explanada que se extendía frente a los hangares del aeropuerto. A unos treinta metros divisó un avión de alquiler de diez asientos, que estaba esperando a llevarle a él y a su nueva y ampliada escolta a la isla de Sunshine. Entre el edificio y el aparato dos equipos de televisión habían tomado ya posiciones para captar ese momento. El superintendente Hannah lanzó un suspiro de resignación.

Cuando terminaron de discutir los últimos detalles, el grupo abandonó el salón para personalidades y empezó a bajar las escaleras. Los micrófonos se dirigieron hacia su persona y las cámaras le enfocaron.

–Mr. Hannah, ¿confía usted en que puedan apresar pronto al asesino?

–¿Resultará que esto ha sido un asesinato de carácter político?

–¿Está relacionada la muerte de Sir Marston con la campaña electoral?

Hannah asintió con la cabeza, sonrió, pero no respondió. Escoltados por policías de las Bahamas, todos abandonaron el edificio para meterse en el horno del radiante sol, y se dirigieron hacia el avión. Las cámaras de televisión registraron el acontecimiento. Una vez el grupo oficial estuvo a bordo del avión, los periodistas se precipitaron en tropel hacia sus respectivos aparatos alquilados, que habían conseguido gracias a la entrega de grandes fajos de dólares o que habían sido contratados ya desde Londres. Los aviones y avionetas, cual desordenada horda, comenzaron a rodar, cogiendo velocidad para el despegue. Eran las cuatro y veinticinco de la tarde.

A las tres y media, un pequeño «Cessna» inclinaba sus alas sobre Sunshine, efectuaba un giro, se enderezaba de nuevo y se preparaba para aterrizar en la franja de hierba que servía de pista.

–Es un precioso lugar salvaje -gritó el piloto estadounidense al hombre que iba sentado a su lado-. Sitio hermoso pero de lo más atrasado. Quiero decir que carecen de todo en esta isla.

–Faltos de tecnología -asintió Sam McCready.

McCready miró hacia abajo y contempló la polvorienta pista que subía hacia ellos. A la izquierda había tres edificaciones: un hangar de planchas de hierro acanalado, un cobertizo bajo, con el techo de hojalata rojo (la terminal del aeropuerto) y un cubo blanco sobre el que ondeaba la bandera británica (la cabaña de la Policía). Frente al cobertizo que hacía las veces de terminal del aeropuerto divisó una figura pequeña, con camisa de manga corta playera, que estaba hablando con un hombre que vestía pantalones cortos y una camiseta de deporte. Cerca de ellos había un vehículo aparcado. Las palmeras empezaron a crecer peligrosamente a ambos costados del «Cessna» y el pequeño aeroplano golpeó pesadamente contra el suelo. Las edificaciones pasaron veloces al otro lado de la ventanilla cuando el piloto bajó la rueda delantera y levantó los alerones. Al final de la pista de aterrizaje giró en redondo y comenzó a aminorar la marcha.

–Por supuesto, claro que me acuerdo del avión. Fue horroroso cuando me enteré de que esa pobre gente había muerto.

Favaro había logrado encontrar al mozo de cuerda que cargó el equipaje en el «Navajo Chief» la mañana del viernes. Se llamaba Ben y se encargaba siempre de embarcar los equipajes en los aviones. Ése era su trabajo. Al igual que la mayoría de los isleños, se mostró abierto y franco, honesto y dispuesto siempre a hablar. Favaro le enseñó una fotografía.

–¿Vio a este hombre?

–Ya lo creo. Estaba preguntándole al propietario del avión si podía llevarle hasta Key West.

–¿Cómo lo sabe?

–Se encontraba junto a mí -contestó Ben.

–¿Parecía angustiado, ansioso, con prisa?

–Usted también la hubiese tenido, buen hombre. Explicó al dueño del avión que su mujer le había llamado por teléfono para decirle que su hijo estaba enfermo. La chica dijo que eso era algo terrible, que deberían ayudarle. Así que el dueño le contestó que le llevarían con ellos hasta Key West.

–¿Había alguien más rondando alrededor de ustedes?

Ben se quedó reflexionando un rato.

–Tan sólo el otro hombre que me ayudaba a embarcar las maletas -dijo-. Algún empleado del propietario del avión, me imagino.

–¿Y qué aspecto tenía ese otro mozo?

–Jamás lo había visto antes -contestó Ben-. Un hombre negro, no de Sunshine, con una camisa de brillantes colorines y gafas oscuras. No dijo nada.

El «Cessna» se aproximó, rugiendo, al cobertizo de la terminal del aeropuerto. Los dos hombres que estaban esperando tuvieron que taparse los ojos con las manos para protegerse de la enorme polvareda que levantó. Un hombre encorvado, de mediana estatura, salió del edificio, abrió el portaequipajes del avión, sacó una maleta y un maletín de diplomático, se quedó un momento parado, hizo señas al piloto y entró de nuevo en el cobertizo.

Favaro comenzó a pensar en aquellas palabras. Julio Gómez no solía decir mentiras. Y tampoco tenía mujer ni niño. Debería de encontrarse desesperado para rogar que le llevasen en ese avión y para querer volver a Miami. Y en cuanto a la bomba…, Favaro estaba convencido de que no iba destinada a Klinger. La habían puesto para Gómez. Dio las gracias a Ben y regresó al taxi, que le estaba esperando. Cuando iba a subir, una voz con acento inglés le dijo:

–Sé que es pedirle demasiado, pero ¿podría tener la amabilidad de llevarme hasta la ciudad? Parece ser que los taxis brillan por su ausencia.

El que hablaba era el hombre que había llegado en el «Cessna».

–¡No faltaba más! – respondió Favaro-. Sea usted mi invitado.

–Es muy cortés de su parte -dijo el caballero inglés mientras metía su equipaje en el maletero.

Durante el trayecto de cinco minutos hasta la ciudad, el forastero se presentó a sí mismo.

–Frank Dillon -dijo.

–Eddie Favaro -contestó el norteamericano-. ¿Viene a pescar?

–¡No, por desgracia! No es ésa mi afición favorita. Sólo vengo a pasar unos cuantos días de vacaciones, buscando algo de paz y tranquilidad.

–No tendrá oportunidad de encontrarlas -replicó Favaro-. De momento, la isla está sumida en una situación caótica, ya se ha anunciado la llegada de una legión de detectives londinenses, que vendrán en compañía de la Prensa. Anoche alguien mató a tiros al gobernador, cuando éste descansaba en el jardín de su casa.

–¡Dios santo! – exclamó el caballero inglés.

El forastero dio la impresión de haber sufrido una auténtica conmoción.

Favaro dejó al caballero inglés frente a la entrada del «Hotel Quarter Deck», despidió el taxi y, por las calles laterales, recorrió los escasos centenares de metros que le separaban de la pensión de Mrs. Macdonald. Al cruzar la plaza del Parlamento vio a un hombre muy alto que se dirigía a una alicaída multitud de ciudadanos, encaramado en la parte de atrás de una camioneta con plataforma plana. Era Mr. Livingstone en persona. Favaro captó algunos de los atronadores graznidos de aquella oratoria:

–Y yo os digo, hermanas y hermanos, que vosotros compartiréis las riquezas de estas islas; compartiréis cuantos peces se pesquen en los mares; compartiréis las opulentas casas del puñado de ricos que vive en lo alto de las colinas, compartiréis…

La multitud no parecía muy entusiasmada. La camioneta estaba escoltada por los dos gigantescos hombres que habían arrancado los carteles de Johnson en el «Hotel Quarter Deck» a la hora del almuerzo para colocar los suyos. Mezclados entre la multitud, había varios hombres de similares aspecto físico y catadura, dispuestos a comenzar los vítores y las aclamaciones en el momento oportuno. Pero nadie vitoreaba más que ellos. Favaro prosiguió su camino. Esa vez le tocaba el turno a Mrs. Macdonald.

El avión en el que Desmond Hannah viajaba aterrizó a las seis menos veinte. Era casi de noche. Otras cuatro aeronaves, de tipo más ligero, habían realizado ya su recorrido y emprendido el vuelo de regreso a Nassau mientras aún era de día. Los pasajeros que habían conducido hasta la isla eran los corresponsales de la «BBO, de la «ITV», del Sunday Times, que habían compartido un avión con el Sunday Telegraph, y Mrs. Sabrina Tennant con su equipo de reporteros, cámaras y fotógrafos de la «British Satellite Broadcasting Company», la «BSB».

Hannah, Parker, Bannister y los cuatro agentes de la Policía de las Bahamas se habían reunido con el teniente Haverstock y el inspector jefe Jones, el primero vestido con un traje tropical color crema, mientras que el segundo se había presentado con su uniforme inmaculadamente limpio. Ante la perspectiva de ganarse algunos dólares, los dos taxistas de Port Plaisance y otros dos isleños que conducían pequeñas furgonetas acudieron a la pista. Así que todos tuvieron medio de locomoción.

A esas horas, ya habían sido cumplimentadas todas las formalidades burocráticas y la caravana llegó al «Hotel Quarter Deck» cuando era de noche. Hannah decidió que sería inútil comenzar las investigaciones a la luz de las antorchas, pero insinuó que la guardia en el palacio de la gobernación debería de mantenerse durante toda la noche, así que el inspector jefe, que estaba hondamente impresionado ante la oportunidad de trabajar codo con codo junto a un superintendente jefe de detectives de Scotland Yard, vociferó las órdenes pertinentes a sus subordinados.

Hannah estaba cansado. En aquellas islas podrían ser algo más de las seis de la tarde, pero en el reloj interno de su cuerpo eran las once de la noche, y llevaba levantado desde las cuatro de la madrugada. Cenó a solas con Parker y el teniente Haverstock, cuya conversación le permitió hacerse una primera idea de lo que ocurrió la noche anterior. Luego se retiró a descansar.

Los periodistas no tardaron mucho en dar con el bar, haciendo gala en eso de un instinto tan hábil como infalible. Pedían ronda tras ronda, que eran consumidas de inmediato. Cada vez era mayor el escándalo de las jocosas chanzas que resultan habituales en los equipos de prensa cuando se encuentran realizando alguna misión en países extranjeros. Nadie se fijó en un hombre que vestía un ligero traje tropical muy arrugado y que permanecía sentado solo en el rincón más apartado del bar, bebiendo y escuchando el parloteo de los periodistas.

–¿A dónde fue cuando salió de aquí? – preguntó Eddie Favaro, que estaba sentado a la mesa de la cocina de Mrs. Macdonald, mientras la buena mujer le servía un plato de su exquisito guisado de almejas.

–Al «Quarter Deck», a tomar una cerveza -contestó ella.

–¿Se le veía alegre?

La melodiosa voz de Mrs. Macdonald, con su peculiar sonsonete, llenó el recinto.

–¡Que Dios me ampare, Mr. Favaro, pero si era un hombre feliz! Y le había preparado un pescado delicioso para cenar. Me dijo que estaría de vuelta a las ocho en punto. Le advertí que no se le ocurriese llegar tarde, pues, de lo contrario, el dorado se resecaría y se estropearía su sabor. Se echó a reír entonces y me aseguró que sería puntual.

–¿Y lo fue?

–¡Qué va, hombre! Se retrasó más de una hora. El pescado ya se había pasado. Y comenzó a decir insensateces.

–¿Qué fue lo que dijo? ¿Qué clase de… insensateces?

–Bueno, no es que hablase mucho. Parecía muy preocupado, como afligido. Luego me contó que había visto un escorpión. Bien, y ahora usted terminará de tomarse esa sopa. Está hecha con los bienes que el Señor nos depara.

Favaro se envaró, con la cuchara inmóvil a prudente distancia de sus labios.

–¿Dijo un escorpión o el escorpión?

Mrs. Macdonald frunció el entrecejo y se quedó pensativa.

–Creo que dijo un. Pero también pudo haber dicho el – admitió.

Eddie Favaro acabó su sopa, dio las gracias a la mujer y regresó al hotel. En el bar había un estruendo terrible. Encontró una silla libre en uno de los rincones más apartado, alejado de la multitud de periodistas. Una silla cercana la ocupaba el caballero inglés que había conocido en la pista de aterrizaje. El forastero levantó su vaso en señal de saludo, pero no le dijo nada.

«¡Gracias a Dios por este alivio!», pensó Favaro. Aquel inglés tan desgarbado parecía poseer al menos la virtud de saber guardar silencio.

Eddie Favaro necesitaba reflexionar en paz. Ya sabía cómo había muerto su amigo y compañero de trabajo; y creía saber también por qué. De algún modo misterioso, allí, en esa isla paradisíaca, Julio Gómez había visto, o había creído ver, al asesino más peligroso con el que los dos se habían tropezado a lo largo de su vida profesional

CAPITULO III

Desmond Hannah comenzó a trabajar a la mañana siguiente poco después de las siete, cuando el frescor del amanecer se extendía todavía por la isla. Su lugar de partida fue el palacio de la gobernación.

Mantuvo una larga entrevista con Jefferson, el mayordomo, el cual le habló de la inmutable costumbre del gobernador de retirarse todos los días, a eso de las cinco de la tarde, a su jardín vallado, donde se tomaba un whisky con soda antes de la puesta del sol. El detective londinense quiso saber el número de personas que estarían informadas de ese ritual. Jefferson frunció el entrecejo y se quedó reflexionando la pregunta del otro.

–Mucha gente, señor. Lady Moberley, el teniente Haverstock, yo mismo y también su secretaría, Miss Myrtle, pero la joven se encontraba fuera de la isla, en casa de sus padres, en Tórtola. Y además todos los visitantes que acudían a la casa y que lo habían visto en el jardín. Un gran numero de personas, señor.

Jefferson le describió con toda exactitud cómo encontró el cadáver, pero insistió en que no había oído el disparo. Poco después, el empleo de la palabra «disparo» convencería a Hannah de que el mayordomo le había contado la verdad. Sin embargo, de momento ignoraba cuántos disparos eran los efectuados.

El equipo de la Brigada Criminal de Nassau estaba trabajando con Penrose en el jardín, donde se dedicaban a inspeccionar el césped, en busca de los cartuchos usados que hubieran podido salir del arma del asesino. En su búsqueda removían la tierra a cierta profundidad, ya que cabía la posibilidad de que, por falta de cuidado, las personas que habían estado pisoteando el lugar hubiesen enterrado en el suelo un pequeño casquillo de bronce o incluso varios. Las pisadas del teniente Haverstock, del Inspector Jefe Jones y de su tío, el doctor Caractacus Jones, los cuales habían estado moviéndose por toda la hierba la noche del asesinato, habían eliminado cualquier posibilidad de obtener huellas de pies.

Hannah inspeccionó la puerta de hierro, en el muro del jardín, mientras el especialista en huellas dactilares enviado desde las Bahamas esparcía unos polvillos sobre el hierro, en la esperanza de encontrar posibles huellas. Pero no las había. Hannah estimaba que si el asesino había entrado por esa puerta, como parecía ser el caso, y había disparado de inmediato, el gobernador tenía que haberse encontrado, en posición erguida, entre la puerta y el muro de coral, al pie de las escaleras que conducían al salón de recepción. Si algún proyectil le había atravesado, la bala tenía que haber ido a estrellarse contra el muro. Hannah pidió a los policías que andaban a gatas por el césped que concentraran su atención en el sendero de conchas de moluscos trituradas que corría a todo lo largo de la base del muro. A continuación volvió a entrar a la casa para hablar con Lady Moberley.

La viuda del gobernador le esperaba en el salón de recepciones donde Sir Marston había recibido a la delegación de protesta de los Ciudadanos Consternados. Era una mujer delgada y pálida, con los cabellos grisáceos y la piel amarillenta a causa de los muchos años pasados en los trópicos.

Jefferson se presentó con una bandeja en la que llevaba una jarra de helada cerveza añeja. Hannah titubeó un momento, pero al fin decidió aceptarla. Después de todo, se trataba de una mañana en extremo calurosa. Lady Moberley estaba bebiendo un zumo de pomelo. La mujer contempló la cerveza con inusitada expresión de ansiedad. «¡Ay, querida!» se dijo Hannah para sus adentros.

En realidad, nada había en lo que ella pudiese servir de ayuda. Por cuanto sabía, su difunto marido no tenía enemigos. Los crímenes por razones políticas eran algo tan desconocido como insólito en esa isla. Sí, por supuesto que la campaña electoral había ocasionado algunas pequeñas controversias, pero todo quedaba en el ámbito de un proceso democrático normal. Al menos eso era lo que pensaba.

En cuanto a ella, mientras se producía el tiroteo, se encontraba a diez kilómetros de distancia, visitando un pequeño hospital, en la falda del monte Spyglars, regentado por un grupo de misioneros. El hospital había sido donado por Mr. Marcus Johnson, un caballero de modales distinguidos y gran filántropo, que realizaba obras de caridad desde que volvió, tras muchos años de ausencia, a sus natales islas Barclay, haría de eso unos seis meses. Lady Moberley había dado su consentimiento para que la nombrasen patrona de esa institución de beneficencia. Había ido hasta allí en el vehículo oficial del gobernador, la limusina «Jaguar», que el chófer de su difunto esposo, Mr. Stone, había conducido.

Hannah le dio las gracias y se retiró. Parker se encontraba fuera de la casa, dándole golpecitos a la ventana. Hannah salió a la terraza. Parker denotaba una gran excitación.

–¡Usted tenía razón, señor! ¡Aquí está!

Parker mantenía su mano derecha en alto. En la palma, completamente deformada, se encontraba, aplanada, lo que había sido una flamante bala de plomo. Hannah contempló el proyectil con expresión sombría.

–Muchas gracias por haberlo toqueteado -dijo-. Y para la próxima vez, ¿tendría quizá la amabilidad de utilizar unas pinzas y una bolsita de plástico?

Parker se puso pálido como la cera, luego se escabulló a toda prisa hacia el jardín, colocó de nuevo la bala donde la había encontrado, sobre la gravilla de conchas de moluscos, abrió su maletín de homicidios y sacó unas pinzas. Varios de los policías de las Bahamas sonrieron maliciosamente.

Con movimientos harto aparatosos, Parker cogió con las pinzas la bala retorcida y la introdujo con todo cuidado en una bolsita de plástico.

–Y ahora, envuelva esa bolsita en algodón y métala en una botella de vidrio con tapón de rosca -ordenó Hannah.

Parker hizo lo que el otro le pedía.

–¡Muchas gracias! Y ahora, meta eso en el maletín de homicidios hasta que podamos enviárselo a los de balística – dijo Hannah, que suspiró con aire de resignación. El asunto se estaba convirtiendo en una faena más pesada de lo que hubiera podido imaginar. Empezaba a creer que quizás hubiese sido mejor trabajar solo.

El doctor Caractacus Jones se presentó atendiendo a un llamamiento de Hannah. Éste se alegró de poder charlar con un hombre que era un profesional en su oficio. El doctor Jones le explicó que Jefferson, a instancias del teniente Haverstock, había ido a buscarlo sobre las seis de la tarde del día anterior, cuando se encontraba en la casa que le hacía las veces de hogar, consultorio y quirófano. Jefferson le dijo que debía presentarse en seguida en la casa del gobernador, ya que alguien le había disparado. El mayordomo no le mencionó el hecho de que el disparo era mortal, por lo que el doctor Jones había cogido el maletín con sus instrumentos y acudido allí en su coche para ver qué podía hacer. Al llegar obtuvo respuesta a su pregunta: como médico, nada podía hacer.

Hannah invitó al doctor Jones a pasar al despacho del difunto Sir Marston y le pidió que le extendiese un certificado para que el cadáver pudiera ser trasladado esa misma tarde a Nassau con el fin de que le practicaran la autopsia. El doctor Jones le facilitó lo que le pedía, en su condición de juez instructor y de primera instancia de la isla. Bannister, el delegado de la Alta Comisión de Nassau, redactó el certificado, utilizando una máquina de escribir que encontró en el despacho y un papel con el membrete oficial del palacio de la gobernación. Acababa de instalar el nuevo sistema de comunicaciones para Hannah.

En territorios de jurisdicción británica, la institución que encarna la autoridad suprema no es precisamente la Cámara de los Lores, sino el Tribunal de Justicia integrado por los jueces de Primera Instancia. Esa institución está por encima de cualquier otro tipo de tribunal. Para poder trasladar el cadáver desde Sunshine a las Bahamas se necesitaba un mandato judicial del juez de Primera Instancia. El doctor Jones lo firmó sin demora alguna y el documento adquirió validez jurídica. Hannah pidió al doctor Jones que le mostrara el cadáver.

Abajo, en el puerto, junto a los muelles, se abrieron las puertas de la fábrica de hielo y dos de los alguaciles del inspector jefe Jones sacaron el cadáver del gobernador, que ahora se había convertido en algo parecido a un sólido leño. Lo extrajeron hecho un bloque de hielo, junto con uno de los pescados, y lo condujeron a un lugar sombreado, en una tienda que había al lado, donde lo depositaron sobre una mesa improvisada con una puerta y dos caballetes.

Para los delegados de la Prensa, a los que ahora se había sumado un equipo enviado desde Miami por la «CNN», y que había estado siguiendo a Hannah durante toda la mañana, aquello era material de primera. Lo fotografiaron todo. Incluso el pez aguja, que había sido el compañero de cama del gobernador durante las pasadas treinta y seis horas, obtuvo unos primeros planos en las noticias que ofreció el telediario de la noche de la «CNN».

Hannah ordenó que fuesen cerradas las puertas de la tienda, para mantener alejados a los periodistas, y procedió a un examen del rígido cuerpo cubierto por capas de hielo y escarcha, que llevó a cabo lo más concienzudamente que pudo. El doctor Jones se mantuvo a su lado. Después de mirar con toda atención el helado hueco que el cuerpo del gobernador tenía en el pecho, advirtió una desgarradura circular y de bordes impecables en la manga de la camisa del brazo izquierdo.

Lentamente amasó entre el índice y el pulgar la parte en que estaba la tela, hasta que el calor de su mano hizo que el material se tornara más flexible. El hielo se derritió. Había dos agujeros similares en esa manga, uno de entrada y otro de salida. Pero la piel no había sido tocada. Hannah se volvió hacia Parker.

–Dos balas como mínimo -dijo en tono sereno-. Nos falta la segunda bala.

–Es probable que siga dentro del cuerpo -apuntó el doctor Jones.

–No cabe duda -confirmó Hannah-. De todos modos, Peter, quiero que se registre de nuevo toda el área donde el gobernador se encontraba. Una y otra vez. Por si la bala estuviese aún allí.

A continuación dio la orden de que el cadáver fuese llevado de nuevo a la fábrica de hielo. Las cámaras de televisión zumbaron a su alrededor. Le acribillaron a preguntas. Hannah asintió con la cabeza, sonrió y dijo:

–Todo a su debido tiempo, damas y caballeros. Todavía es muy pronto para aventurar conclusiones.

–¡Pero ya hemos recobrado la bala! – anunció Parker con orgullo manifiesto.

Los objetivos de todas las cámaras se volvieron hacia él. Hannah empezó a creer que el asesino se había equivocado de víctima. Aquello empezó a convertirse en una rueda de prensa. Hannah no deseaba en modo alguno que tal cosa ocurriera.

–Esta noche les ofreceremos una explicación exhaustiva – dijo-. Pero de momento debemos regresar al trabajo. ¡Muchas gracias!

Empujó a Parker hasta el «Land Rover» de la Policía y se dirigieron de vuelta al palacio de la gobernación. Hannah pidió a Bannister que telefoneara a Nassau y pidiera que enviasen esa misma tarde un avión con una camilla, un carrito, un saco para cadáveres y dos ayudantes. Luego acompañó al doctor Jones a donde éste había dejado su automóvil. Los dos hombres se encontraron a solas.

–Dígame una cosa, doctor, ¿hay alguien en esta isla que conozca realmente a cada uno de sus habitantes y que sepa todo cuanto ocurre aquí?

El doctor Cractacus Jones sonrió con picardía.

–Esa persona soy yo -respondió-; pero no, nunca me atrevería a hacer conjeturas sobre quién pudo haber hecho esto. A fin de cuentas, hace sólo diez años que volví de Barbados. Si desea enterarse de la verdadera historia de estas islas, tendría que visitar a Miss Coltrane. Ella es algo así como… la abuela de las islas Barclay. Si quiere averiguar quién podría ser considerado sospechoso en este caso, ella es la única que podría decírselo.

El doctor se despidió y se alejó en su abollado «Austin Mayflower». Hannah se encaminó hacia donde se encontraba el sobrino del médico, el Inspector Jefe Jones, el cual seguía de pie, junto a su «Land Rover».

–Quisiera pedirle un favor, señor inspector jefe -le dijo Hannah, con exquisita cortesía-. ¿Tendría la amabilidad de ir a la pista de aterrizaje y hacer algunas comprobaciones con el oficial encargado del control de pasaportes? ¿Quiénes han salido de la isla desde que se produjo el asesinato, si es que ha salido alguien? Exceptuando, por supuesto, a los pilotos de los aviones que hayan aterrizado, dado media vuelta y despegado de nuevo sin haberse salido de la pista de aterrizaje.

El Inspector Jefe se llevó la mano a la gorra para saludarlo y se dirigió hacia el aeropuerto. El «Jaguar» estaba aparcado delante del palacio de la gobernación. Osear, el chófer, se dedicaba a limpiarlo. Parker y el resto del equipo se encontraban en la parte posterior de la casa, buscando la bala perdida.

–¿Osear?

–Sí, diga -respondió el aludido, con una sonrisa de oreja a oreja.

–¿Conoce a Miss Coltrane?

–¡Por supuesto, señor! Una dama muy distinguida.

–¿Sabe dónde vive?

–Sí, señor. En Villa Flamingo, en lo alto del monte del Spyglass.

Hannah echó una mirada a su reloj de pulsera. Eran las once y media de la mañana y hacía un calor de mil demonios.

–¿Estará allí a estas horas?

Osear le miró con gesto sorprendido.

–Desde luego, señor.

–¿Quiere llevarme a verla?

El «Jaguar» serpenteó por las callejuelas de la ciudad hasta salir a las afueras; poco después comenzaba a subir por los angostos y empinados vericuetos del monte Spyglass, a unos diez kilómetros de Port Plaisance. Era un modelo antiguo, del tipo Mark IX, un clásico en su género, construido según las técnicas y los gustos de antaño y en el que se podía oler el fuerte perfume del cuero y el inconfundible aroma del nogal barnizado. Hannah iba en el asiento de atrás y contemplaba el paisaje que se deslizaba lentamente al otro lado de la ventanilla.

La apretada maleza de las tierras bajas cedió el lugar a una vegetación mucho más verde y exuberante en las altas laderas. Pasaron junto a pequeñas plantaciones de maíz, de mangos y de papayas; a ambos lados del camino se alzaban cabañas de madera, frente a cuyas puertas había corrales polvorientos en los que las gallinas picoteaban el suelo. Chiquillos de tez morena oyeron la llegada del automóvil y salieron a todo correr al borde del camino para saludar con gestos y ademanes frenéticos. Hannah les devolvió el saludo.

Pasaron por delante del blanco y limpio edificio de la clínica infantil que Marcus Johnson había donado. Hannah miró hacia atrás y divisó, a lo lejos, la ciudad de Port Plaisance, que dormitaba amodorrada por el calor. Pudo distinguir los rojos tejados de la tienda frente a los muelles y de la contigua fábrica de hielo donde el congelado gobernador dormía; también el arenoso descampado de la plaza del Parlamento, la torrecilla de la iglesia anglicana y el techo de tejas de madera del hotel «Quarter Deck». Y mas allá, al otro extremo de la ciudad, refulgiendo en la reverberante colina, se encontraba el recinto amurallado del palacio de la gobernación. «¿Pero a cuento de qué puede haber estado interesado alguien en pegarle un tiro al gobernador?», se dijo.

Pasaron por delante de una pulcra casita de campo que, en otros tiempos, había pertenecido al difunto Mr. Barney Klinger, tomaron después dos curvas y salieron a la cima de la montaña. Allí se alzaba una hermosa mansión de color rosa, Villa Flamingo.

Hannah tiró de una cadena de hierro forjado que pendía a su lado de la puerta, y, a continuación, dentro de la casa se escuchó un melodioso campanilleo. Una chica de unos quince años acudió a abrirles la puerta; llevaba una sencilla bata de

algodón, de la que sobresalían sus desnudas piernas negras.

–Quisiera ver a Miss Coltrane -dijo Hannah.

La chica asintió con la cabeza y le hizo pasar, acompañándole hasta un amplio salón, muy fresco y bien ventilado. Grandes puertas de doble hoja, abiertas de par en par, daban a un balcón desde el que se disfrutaba de una espectacular vista de la isla y del reluciente mar azul que se extendía hasta la Andros, en las Bahamas, ocultas al otro lado de la línea del horizonte.

Pese a no haber aire acondicionado, la temperatura en el aposento era realmente fresca. Hannah advirtió que la casa carecía de electricidad. Sobre tres mesitas había sendas lámparas de aceite de cobre pulcramente bruñido. La refrescante brisa entraba por el abierto balcón gracias a la corriente de aire que se establecía con las ventanas abiertas en la pared opuesta de la sala. El mobiliario indicaba a las claras que se trataba del cuarto de estar de una persona ya mayor. Hannah empezó a pasearse por la habitación mientras esperaba.

Había multitud de cuadros en las paredes, hileras de ellos, y todos de aves del Caribe, primorosamente pintadas a la acuarela en delicados colores. El único que no era el de un pájaro representaba a un hombre que exhibía de cuerpo entero el blanco uniforme de un gobernador colonial británico. La figura se encontraba gallardamente firme, abarcando con su mirada el aposento, con una cabeza en la que destacaban sus blancos cabellos y su bigote, igualmente blanco, en un rostro de tez bronceada, de líneas enérgicas y expresión infantil. Una fila de medallas diminutas cubría la pechera izquierda de su guerrera. Hannah se aproximó para leer el letrero colocado en la parte inferior de esa pintura al óleo. Rezaba: Sir Robert Coltrane, titular de la Orden de Caballero del Imperio Británico, gobernador de las islas Barclay, 1945 -1953. La figura mantenía su blanco yelmo, adornado con un penacho de blancas plumas de gallo, en la curvatura de su brazo derecho, mientras que su mano izquierda descansaba en la empuñadura de la espada.

Hannah sonrió con tristeza. «¿Así que la Miss Coltrane ha de ser en realidad Lady Coltrane, la viuda del que fuera gobernador de estas islas?» Siguió inspeccionando el aposento hasta toparse con un armario de acristaladas puertas, que hacía las veces de escaparate de muestras. Detrás de las vidrieras, colgando de la pared del fondo, se encontraban los trofeos militares del difunto gobernador, recolectados y exhibidos por su viuda. Allí estaba el cordón de color púrpura intenso del que pendía la Cruz de la Victoria, la más alta condecoración británica que se concede por el arrojo y el valor en los campos de batalla, y también se indicaba la fecha en que obtuvo tal galardón: 1917. A ambos lados de esa medalla se veían la Cruz de Servicios Distinguidos y la Cruz al Mérito Militar. Alrededor de esas condecoraciones estaban dispuestos algunos otros objetos que el guerrero habría llevado consigo en sus campañas.

–Fue un hombre muy valiente -dijo claramente una voz a espaldas de Hannah, el cual se dio media vuelta, visiblemente embarazado.

La dama había entrado en silencio; las ruedas de goma de su silla no habían producido ruido alguno sobre las baldosas. Era una mujer menuda y de aspecto delicado, de rizados cabellos blancos y brillantes ojos azules.

Detrás de ella se alzaba el sirviente que había conducido a la inválida en su silla de ruedas desde el jardín, un auténtico gigante cuyas dimensiones infundían pavor. La dama se volvió hacia el criado.

–Muchas gracias, Firestone, ya puedo arreglármelas sola.

El gigante saludó con una inclinación de cabeza y se retiró. La dama hizo rodar su silla de inválida hasta el centro de la sala e invitó a Hannah con un gesto de su mano a que tomara asiento, luego sonrió.

–¿Le extraña su nombre? Lo abandonaron casi recién nacido y lo encontraron en un estercolero, dentro de un neumático de la casa «Firestone». Bien, usted debe de ser el superintendente jefe de detectives Hannah, de Scotland Yard. Es un rango francamente muy alto para estas pobres islas. ¿En qué puedo servirle?

–Tengo que pedirle disculpas por haberla llamado Miss Coltrane cuando me dirigí a su doncella -dijo Hannah-. Nadie me explicó que usted es Lady Coltrane.

–Ya no lo soy -replicó la dama-. Aquí soy precisamente «la señorita». Es así como todos me llaman. Y la verdad es que prefiero ese tratamiento. Los viejos hábitos se resisten a morir. Como habrá podido advertir, no soy inglesa de nacimiento, sino oriunda de Carolina del Sur.

–Su difunto esposo… -dijo Hannah, mientras indicaba el retrato con la mirada- fue gobernador de estas islas en otros tiempos.

–Sí. Nos conocimos durante la guerra. Robert había combatido ya en la Primera Guerra Mundial. No pensaba que tendría que volver para recibir una segunda dosis. Pero así ocurrió. Lo hicieron de nuevo. Por entonces, yo era enfermera. Nos enamoramos y nos casamos en 1943. Pasamos diez maravillosos años hasta que él murió. Entre nosotros había una diferencia de edad de veinticinco años, pero eso era algo que nos importaba un comino. Una vez acabada la guerra, el Gobierno de Su Majestad le nombró gobernador de estas islas. Y cuando murió, decidí quedarme. Sólo contaba cincuenta y seis años cuando falleció a causa de una enfermedad contraída por las heridas, en la guerra.

Hannah hizo sus cálculos. Sir Robert tendría que haber nacido en 1897, así que debió de obtener la Cruz de la Victoria a los veinte años. Ella tendría unos sesenta y ocho años, demasiado joven para andar en una silla de ruedas. La dama pareció leer sus pensamientos, mientras lo miraba con sus brillantes ojos azules.

–Me resbalé y me caí -dijo-. Hará unos diez años. Me rompí la espina dorsal. Pero usted no habrá hecho un viaje de seis mil kilómetros para perder su tiempo charlando con una anciana que está en una silla de ruedas. ¿Qué puedo hacer por usted?

Hannah se lo explicó.

–El hecho es que soy incapaz de intuir el motivo. Quien quiera que haya disparado su arma contra Sir Marston ha tenido que odiarlo lo suficiente como para hacer tal cosa. Pero entre estos isleños no puedo descubrir motivo alguno. Usted conoce a esta gente. ¿Quién habría querido matarle? ¿Y por qué?

Lady Coltrane se deslizó en su silla de ruedas hasta acercarse a una de las ventanas abiertas y se quedó contemplando el paisaje durante un rato.

–Mr. Hannah, usted tiene razón. Conozco muy bien a esta gente. Hace cuarenta y cinco años que vivo aquí. Adoro estas islas, y adoro a sus habitantes. Espero tener motivos para creer que también ellos me adoran.

La dama hizo girar la silla en redondo y se le quedó mirando.

–En el esquema mundial de las cosas estas islas no pintan nada. Pero su gente parece haber descubierto algo que el mundo exterior ha eludido: la forma de ser felices. Exactamente eso es lo que han descubierto. No cómo enriquecerse, ni ser poderosos, pero sí felices.

»Y ahora Londres quiere darnos la independencia. Y, de repente, dos candidatos han aparecido para competir por el poder: Mr. Johnson, un hombre muy acaudalado y que ha donado grandes sumas de dinero a las islas, cualesquiera que puedan ser sus motivos; y Mr. Livingstone, el socialista, que pretende nacionalizar todo lo que se le ponga por delante para repartirlo entres los pobres. Ambición muy noble, por supuesto. Ahí tenemos, pues, a Mr. Johnson, con sus planes de desarrollo y prosperidad, y a Mr. Livinsgtone, con sus proyectos de igualdad.

»Conozco a los dos. Los conocí cuando eran unos niños. Los conocí cuando eran unos adolescentes. Después se marcharon de las islas para ir a hacer fortuna en otra parte. Y ahora han regresado.

–¿Sospecha de alguno de los dos? – inquirió Hannah.

–Mr. Hannah, se trata de los hombres que ellos han traído consigo. Fíjese en las personas que los rodean. Son tipos violentos. Mr. Hannah. Los isleños lo saben. Han sido amenazados y maltratados por ellos. Quizá debería echar un vistazo en el entorno de esos dos hombres, Mr. Hannah…

Durante el viaje de regreso, cuando bajaban por la falda de la montaña, Desmond Hannah estuvo reflexionando sobre las palabras de la anciana. ¿Un matón a sueldo? El asesinato de Sir Marston apuntaba claramente en esa dirección. Después del almuerzo pensó que debería de mantener una charla con ambos candidatos y echar un vistazo a la gente que los rodeaba.

A la entrada del palacio de la gobernación, una persona le salió al encuentro. Un inglés regordete, con una enorme papada que le sobresalía por encima de su cuello de clérigo, que le estaba esperando sentado en una silla en el vestíbulo, se levantó de un salto cuando le vio aparecer. Parker le hacía compañía.

–¡Hola, jefe! – le saludó su ayudante-. Le presento al reverendo Simón Prince, el pastor anglicano de la localidad. Desea darnos cierta información que puede interesarnos.

Hannah se preguntó de dónde demonios habría sacado Parker esa expresión de «jefe». La odiaba. «Señor» hubiese sido lo decoroso. «Desmond» mucho después, muchísimo tiempo después. Tal vez.

–¿Ha habido suerte con la segunda bala?

–Eh, no, todavía no.

–Pues mejor sería que fuese a ocuparse de ello -le espetó Hannah.

Parker salió a todo correr por la puerta vidriera. Hannah se apresuró a cerrarla.

–Y bien, Mr. Prince, ¿qué es eso que desea contarme?

–Puede llamarme Quince -dijo el vicario-. Quince. ¿Sabe?, todo esto resulta muy desagradable.

–Lo es, en efecto. Sobre todo para el gobernador.

–¡Oh, ah… si! Lo que yo quería decir en realidad es…, bueno, pues bien…, el motivo de mi visita es para comunicarle algo acerca de un compañero de hábitos. No sé si debiera hacerlo, pero tengo la sensación de que pueda resultar pertinente.

–¿Por qué no relega en mí la facultad de juzgar sobre ese asunto? – le sugirió Hannah en un tono meloso de voz.

El pastor se calmó y volvió a tomar asiento.

–Ocurrió el pasado viernes -dijo.

Entonces le habló de la delegación del Comité de Ciudadanos Consternados, y del rechazo que había obtenido por parte del gobernador. Cuando el otro terminó su relato, Hannah frunció el ceño.

–¿Cuáles fueron exactamente sus palabras? – preguntó.

–Dijo -repitió Quince- que «tendremos que desembarazarnos de ese gobernador y conseguir uno nuevo por nuestra cuenta».

Hannah se puso de pie.

–Muchísimas gracias por todo, Mr. Quince. ¿Podría sugerirle que no dijese nada más sobre esto, y que el asunto quedase entre nosotros?

El agradecido vicario aprovechó el momento para largarse a toda prisa. Hannah se quedó reflexionando sobre lo que le habían comunicado. No sentía ninguna simpatía en particular por los delatores, pero ahora no le quedaría más remedio que ir a comprobar lo que el exaltado baptista Walter Drake había querido decir. En ese momento Jefferson se presentó con una bandeja en la que traía una fuente de colas de langosta con salsa mahonesa. Hannah dio un suspiro de alivio. A fin de cuentas, también tenía que haber ciertas compensaciones en el hecho de ser enviado a seis mil kilómetros de distancia del hogar. Y si el ministerio de Asuntos Exteriores era el que pagaba… Se bebió de un trago un vaso de fresco vino de Chablis y se dedicó a rendir los honores a la langosta.

Aún no había terminado de comer cuando el Inspector Jefe Jones, que volvía del aeropuerto, entró.

–Nadie ha salido de la isla -le comunicó-, nadie en las últimas cuarenta horas.

–No legalmente, en todo caso -le corrigió Hannah-. Y ahora quisiera encargarle otra tarea rutinaria, Mr. Jones. ¿Lleva usted un registro de las armas de fuego?

–Por supuesto.

–Estupendo. ¿Podría revisarla por mí y visitar a todos aquellos que posean un arma de fuego registrada en las islas? Estamos detrás de una pistola de gran calibre. En particular algún tipo de arma de fuego que alguien mantenga oculta, o que haya sido limpiada recientemente, o a la que hayan dejado reluciente con grasa fresca.

–¿Grasa fresca?

–Tras haber sido usada -aclaró Hannah.

–¡Ah, sí!, por supuesto.

–Y una última cosa, Inspector Jefe, ¿ha registrado el reverendo Drake algún arma de fuego?

–No. De eso estoy seguro.

Cuando el inspector jefe se retiró, Hannah mandó llamar al teniente Haverstock.

–¿Tiene usted por casualidad un revólver de reglamento o una pistola automática? – le preguntó.

–¡Oh!, quiero decir…, bueno, fíjese, ¿no pensará usted realmente que yo…? – protestó el joven subalterno.

–Se me ocurrió que podían habérsela robado, o utilizado indebidamente, y luego colocado de vuelta en su sitio.

–¡Ah, claro!, ya veo cuál es su punto de vista. Pues no, en la actualidad, no. Ninguna arma de fuego. Nunca me traje una a la isla. Pensé que sería suficiente con mi espada para las ceremonias militares.

–En el caso de que Sir Marston hubiese muerto acuchillado, podría jugar con la idea de arrestarle -dijo Hannah en tono afable-. ¿Y no hay arma de fuego alguna en el palacio de la gobernación?

–No, que yo sepa. De todos modos, el asesino entró por la puerta de atrás, y no salía de la casa. ¿O acaso no es eso seguro? ¿Saltó quizá por el muro del jardín?

Con las primeras luces del alba, Hannah había examinado la forzada cerradura de la puerta de hierro en el muro del jardín. Teniendo en cuenta los ángulos que las dos armellas rotas formaban y la falleba arrancada del enorme candado, no cabía lugar a dudas de que alguien había tenido que utilizar un pie de cabra muy largo y resistente para forzar los viejos hierros y partirlos de aquella manera. Pero luego se le ocurrió que el hecho de haber forzado la puerta podría haber sido una simple estratagema. Aquello lo podían haber hecho muy bien con algunas horas de antelación o incluso algunos días antes. A nadie se le hubiera ocurrido inspeccionar aquella puerta por fuera, ya que todos creían que era extraordinariamente sólida, sobre todo por su herrumbre.

El asesino podía haber roto el candado y dejado la puerta como si estuviese cerrada, para penetrar más tarde en la casa, matar al gobernador y emprender la huida por el mismo sitio por el que había entrado. Lo que necesitaba ahora era la segunda bala, de la que abrigaba la esperanza de que se conservara intacta, y también el arma con la que había sido disparada. Se quedó contemplando a lo lejos el refulgente mar azul. Si el proyectil se hallaba en aquellas profundidades, jamás lo encontraría.

Hannah se puso de pie, se enjugó los labios con una servilleta y salió a ver si encontraba a Osear y el «Jaguar». Ya era hora de que mantuviese una pequeña charla con el reverendo Walter Drake.

Sam McCready también estaba almorzando. Cuando entró a la terraza al aire libre donde se hallaba el comedor del hotel «Quarter Deck», se encontró con que todas las mesas estaban ocupadas. Afuera, en la plaza del Parlamento, un grupo de hombres vestidos con chillonas camisas playeras, y que ocultaban sus ojos tras oscuras gafas de sol, estaban situando una camioneta con la parte trasera en forma de plataforma plana, y que había sido decorada con carteles pintarrajeados de muchos colores en los que se exhortaba a votar a Mr. Marcus Johnson. Se esperaba que el gran hombre pronunciara un discurso a las tres de la tarde.

Sam pasó la mirada por la terraza y descubrió una única silla libre. Se encontraba junto a una mesa ocupada por un único comensal.

–Parece ser que hoy andamos algo apretados. ¿Le importaría si me siento con usted? – preguntó.

Eddie Favaro le señaló gentilmente la silla.

–No hay problema -contestó.

–¿Ha venido a la isla a pescar? – preguntó McCready mientras estudiaba con atención la pequeña minuta.

–Pues sí.

–¡Que extraño! – comentó McCready después de haber encargado cebiche, un plato de pescado crudo y en un escabeche compuesto por zumo fresco de limón- De no habérmelo dicho usted, hubiese jurado que es un agente de policía.

Sam McCready se abstuvo de mencionar las atrevidas conjeturas que se había hecho la noche anterior tras haber estudiado a Favaro en el bar; así como tampoco habló de la llamada telefónica que a un amigo había hecho en las oficinas que el FBI tenía en Miami, ni la respuesta recibida por él esa misma mañana. Favaro colocó su jarra de cerveza sobre la mesa y se le quedó mirando fijamente.

–¿Quién demonios es usted? – preguntó- ¿Un policía británico?

McCready hizo un gesto despectivo.

–¡Oh, no, nada tan glamoroso! Sólo soy un funcionario público que pretende pasar unas pacíficas vacaciones lejos de su despacho.

–¿Entonces a qué viene eso de que soy un agente de policía?

–Por instinto. Usted se comporta como un policía. ¿Tendría la amabilidad de explicarme qué está haciendo realmente en esta isla?

–¿Y a cuento de qué debería hacerlo?

–Porque -insinuó McCready en tono afable- ha llegado precisamente antes de que el gobernador fuera asesinado. Y por esto también. – Y mostró a Favaro un pliego de papel. Era una hoja de papel encabezada por el membrete oficial del ministerio de Asuntos Exteriores británico. En ella se anunciaba que el Mr. Frank Dillon era un alto empleado de ese ministerio y se rogaba «a quien concerniera» que le prestase la mayor ayuda posible. Favaro le devolvió el documento y reflexionó sobre el asunto. A fin de cuentas, el teniente Broderick le había dejado claro que tendría que arreglárselas solo cuando pisara territorio británico, así que también podía decidir por su cuenta.

–Oficialmente me encuentro de vacaciones. No, no sé pescar. Extraoficialmente estoy tratando de averiguar por qué fue asesinado mi compañero la semana pasada y quién lo hizo.

–Hábleme de eso -le rogó McCready-. A lo mejor puedo ayudarle.

Favaro le contó cómo había muerto Julio Gómez. El caballero inglés masticaba su pescado crudo y escuchaba.

–Estoy convencido de que ha tenido que ver a un hombre en esta isla, y que él también fue visto. Un hombre a! que solíamos conocer en Metro-Dade como Francisco Méndez, alias el Escorpión.

Hacía unos ocho años que, en el sur de Florida, había estallado lo que se dio en llamar la «guerra de los corrales», sobre todo en el área metropolitana de Metro-Dade. Antes de aquello, los colombianos habían estado introduciendo cocaína en la región, pero la distribución había corrido a cargo de bandas de cubanos. Después, los colombianos llegaron a la conclusión de que les convenía prescindir de los intermediarios cubanos y vender ellos directamente a los consumidores. Entonces comenzaron a introducirse en el territorio de los cubanos, en su «corral». Los cubanos respondieron a esa intromisión, y la guerra de los corrales estalló. Desde aquello no habían cesado de producirse los asesinatos.

En el verano de 1984, un motorista vestido con ropas de cuero rojo y blanco, que conducía una «Kawasaki», se detuvo delante de una tienda de licores situada en pleno centro de Dadeland Malí, sacó una pistola ametralladora «Uzi» de una bolsa y la descargó a sangre fría, lanzando ráfaga tras ráfaga, dentro de la tienda llena de gente. Tres personas murieron y otras catorce resultaron heridas.

En condiciones normales, el motorista hubiera desaparecido sin más, pero a unos doscientos metros de distancia se encontraba un joven policía de tráfico motorizado, que estaba poniendo una multa por mal estacionamiento. Cuando el asesino tiró su descargada «Uzi» y se dio a la fuga, el policía se lanzó en su persecución y comunicó por radio la descripción del sospechoso y la dirección que había tomado. A mitad de camino de North Kendall, el conductor de la «Kawasaki» aminoró la marcha, se sacó del bolsillo interior de su cazadora una pistola «Sig Sauer» automática de nueve milímetros, apuntó y disparó contra el policía que le perseguía, alcanzándole de lleno en el pecho. Cuando el joven cayó al suelo, el asesino se alejó a toda velocidad, según explicó luego una viuda, que ofreció también una descripción muy exacta de la moto y de las ropas de cuero de su conductor. El casco, sin embargo, le ocultaba el rostro.

Aunque el hospital baptista se encontraba sólo a cuatro manzanas de distancia, y pese a que el policía fue conducido allí de inmediato y sometido a cuidados intensivos, el joven agente murió antes de la mañana siguiente. Tenía veintitrés años y dejaba viuda y una hijita de unos meses.

La llamada que había hecho por radio había alertado a dos coches de la Policía que se encontraban en las inmediaciones. Ya en la carretera, a unos dos kilómetros de distancia, uno de los coches patrulla divisó al motorista en fuga, lo adelantó y se le cruzó por delante hasta obligarlo a caer. Antes de que el hombre pudiera levantarse, tenía puestas las esposas.

Por su aspecto, parecía hispanoamericano. Gómez y Favaro fueron los encargados del caso. Durante cuatro días con sus noches estuvieron frente al asesino, tratando de sacarle aunque sólo fuese una palabra. Pero el hombre no dijo nada, nada en absoluto, ni en español, ni en inglés. No había rastro de pólvora en sus manos, ya que había llevado guantes. Pero los guantes habían desaparecido, y, pese a la intensa búsqueda emprendida en la zona por la Policía, jamás fueron encontrados. Los agentes supusieron que el asesino los había tirado dentro de la parte trasera de un descapotable que encontró a su paso. Los llamamientos a la población dieron como fruto la recuperación de la pistola «Sig Sauer», encontrada en el jardín de una de las casas de los alrededores. Era el arma que había sido utilizada para matar al policía, pero no había huellas dactilares en ella.

Gómez estaba convencido de que el asesino tenía que ser colombiano, ya que la tienda de licores pertenecía a unos cubanos que la utilizaban como centro de distribución de cocaína. Después de cuatro días de interrogatorios, él y Favaro pusieron al sospechoso el alias del Escorpión.

Al quinto día, un distinguido abogado, conocido por los elevadísimos honorarios que cobraba, se presentó en la Comisaría. Mostró un pasaporte mexicano, expedido a nombre de Francisco Méndez. Era nuevo y válido, pero no tenía el sello de entrada en Estados Unidos. El abogado reconoció que su cliente podía ser un inmigrante ilegal y solicitó su libertad bajo fianza. La Policía se opuso.

Cuando se presentó ante el juez, un notorio liberal, el abogado protestó contra la actuación de la Policía, alegando que sólo habían detenido a un hombre que vestía ropas de cuero rojo y blanco y que conducía una «Kawasaki», pero no al hombre que había conducido una «Kawasaki» y dado muerte al policía de tráfico y a las otras tres personas.

–Ese cretino de juez le otorgó la libertad bajo fianza – explicó Favaro-. Medio millón de dólares. En menos de veinticuatro horas, el Escorpión había desaparecido. El fiador había entregado el medio millón con una sonrisa. Para él, aquello era una bagatela.

–¿Y usted piensa…? – inquirió McCready.

–Aquel tipo no era sólo un vulgar asesino; sino uno de sus mejores pistoleros profesionales; de lo contrario, no se hubieran tomado tal cantidad de molestias ni hubiesen perdido tanto dinero para lograr su libertad. Tengo el convencimiento de que Julio lo vio en esta isla, y hasta es posible que descubriera dónde vive. Mi compañero estaría tratando de volver a Miami para solicitar de nuestro Gobierno que presentase un recurso de extradición.

–Que nosotros hubiéramos otorgado -dijo McCready-. Me parece que deberíamos de informar al hombre de Scotland Yard. Después de todo, el gobernador fue asesinado cuatro días después. Incluso en el supuesto de que ambos casos resulten no estar relacionados entre sí, hay suficientes sospechas como para registrar toda la isla en busca de ese sujeto. No es un lugar muy grande, que digamos.

–¿Y si lo encuentran? ¿Qué delito habrá cometido en territorio británico?

–Bien -contestó McCready-, para empezar, usted lo identificaría positivamente. Eso constituiría un cargo condenatorio de por sí. El superintendente jefe de detectives puede que pertenezca a una Organización distinta a las nuestras, pero no precisamente a una que sienta simpatía por los asesinos de policías. Y en el caso de que nos muestre un pasaporte válido, en mi calidad de alto funcionario del ministerio de Asuntos Exteriores podría denunciarlo como una falsificación. Y así tendríamos un segundo cargo condenatorio.

Favaro sonrió con picardía y le tendió la mano. – Mr. Frank Dillon, esto me encanta. Vamos a ver a su hombre de Scotland Yard.

Hannah se apeó del «Jaguar» y se encaminó hasta las abiertas puertas de un edificio construido con tablones de madera, donde se encontraba la iglesia baptista. De dentro salía el sonido de los cánticos. Atravesó el umbral y se detuvo unos instantes, mientras su vista se acostumbraba a la penumbra que reinaba en el interior del templo. Dirigiendo el cántico de los feligreses se oía la profunda voz de bajo del reverendo Drake.

Rocas milenarias, abríos a mi paso…

La música no tenía acompañamiento instrumental, se componía de canto llano. El pastor baptista se había bajado del pulpito y caminaba de un lado a otro por la nave de la iglesia, agitando los brazos, que parecían grandes y negras aspas de molino, con el fin de infundir ánimo a sus fieles para que entonasen sus cánticos de alabanza al Señor.

Permíteme que me refugie en tu sen o…

Concédenos el agua y la sangre…

El reverendo Drake advirtió la presencia de Hannah en el umbral de la puerta, dejó de cantar e hizo gestos con los brazos para imponer silencio. Las trémulas voces fueron apagándose poco a poco.

–Hermanos y hermanas -vociferó el ministro del Señor-, hoy nos ha sido deparado un privilegio, Mr. Hannah, el enviado de Scotland Yard ha venido a reunirse con nosotros.

La congregación de fieles se había vuelto en sus bancos y contemplaba fijamente al hombre que estaba junto a la puerta. La mayoría de ellos eran hombres y mujeres ancianos, pero también había un puñado de jóvenes matronas acompañadas de una manada de chiquillos pequeños de ojos grandes como platos.

–¡Reúnete con nosotros, hermano! ¡Canta con nosotros! ¡Hacedle sitio para que pueda sentarse!

Cerca del policía, una voluminosa matrona con un vestido de flores estampado dirigió una amplia sonrisa a Hannah, se movió en el banco para hacerle sitio y le ofreció su misal. Hannah lo necesitaba. Ya había olvidado los textos. Había pasado demasiado tiempo desde que rezara por última vez. Todos juntos cantaron la vehemente antífona. Cuando el servicio religioso hubo terminado, los fieles fueron saliendo del templo, mientras eran despedidos uno a uno por el sudoroso reverendo Drake, que se había apostado junto a la puerta.

Cuando el último de los feligreses salió, el reverendo Drake rogó a Hannah que lo acompañase hasta su sacristía, una pequeña habitación situada a uno de los lados del altar.

–No puedo ofrecerle cerveza, Mr. Hannah. Pero me regocijaría compartir mi limonada fría con usted.

Drake destapó un termo y llenó dos vasos. La limonada, perfumada con lima agria, estaba deliciosa.

–¿Y que puedo hacer yo por el enviado de Scotland Yard? – inquirió el pastor.

–Dígame dónde se encontraba el martes a las cinco de la tarde.

–Aquí. Entonando alegres cánticos al Señor frente a cincuenta buenos feligreses -contestó el reverendo Drake-. ¿Por qué?

Hannah le echó en cara las palabras que había pronunciado la mañana del viernes de la semana anterior cuando bajaba por las escaleras del palacio de la gobernación. Drake sonrió a Hannah desde arriba. El detective londinense no era un hombre de baja estatura precisamente, pero el predicador le sobrepasaba en más de cinco centímetros.

–¡Ya veo! ¿Así que ha estado hablando con Mr. Quince? – El reverendo Drake pronunció ese nombre como si estuviese chupando una rodaja de limón.

–No he dicho eso -replicó Hannah.

–No me hacía falta que lo hiciera. Pues sí, pronuncié esas palabras. ¿Cree usted que asesiné al gobernador Moberley? No, señor, soy una persona pacífica. No suelo utilizar armas. No quito la vida a nadie.

–¿Entonces, qué quiso usted decir, Mr. Drake?

–Quise decir que no creía que el gobernador transmitiera nuestra demanda a Londres. Quise decir que tendríamos que echar mano de nuestros escasos fondos y enviar a Londres una persona que exigiese el nombramiento de un nuevo gobernador, de alguien que pudiera entendernos y que propusiera lo que nosotros exigíamos.

–¿Que consiste en…?

–En un referéndum, Mr. Hannah. Aquí están ocurriendo cosas muy malas. Ciertos forasteros han venido a mezclarse entre nosotros, gente ambiciosa, que pretende dirigir nuestros asuntos. Éramos felices. No teníamos riquezas, pero estábamos contentos. Si pudiésemos votar en un referéndum, la inmensa mayoría de nosotros se pronunciaría por seguir siendo británicos. ¿Acaso es esto que le digo algo tan errado?

–No, en mi opinión -admitió Hannah-, pero yo no me dedico a la política.

–Tampoco lo hacía el gobernador. Pero ese hombre se hubiera preocupado por impedirlo, en aras de su carrera aunque supiera que se trataba de un error grave.

–Él no tenía elección -replicó Hannah-. Cumplía órdenes.

Drake asintió con la cabeza como si se estuviese dirigiendo a su limonada.

–Eso mismo fue lo que dijeron los hombres que clavaron a Cristo en su cruz, Mr. Hannah.

Hannah no deseaba verse metido en una discusión sobre política o teología. Tenía que resolver un caso de asesinato.

–Usted no apreciaba a Sir Marston, ¿no es así?

–No, en verdad, y que Dios me perdone.

–¿Alguna razón en particular, aparte de esas obligaciones que tenia que cumplir aquí?

–Era un hipócrita redomado, y un gran fornicador. Pero no le maté. El Señor nos da la vida y el Señor nos la quita, Mr. Hannah. Él lo ve todo. El martes por la tarde, el Señor llamó a Sir Marston Moberley.

–Rara vez el Señor usa una pistola de gran calibre en sus llamadas -replicó Hannah, el cual unos instantes creyó percibir un destello de aprecio en la mirada del reverendo Drake-. Ha dicho fornicador. ¿Qué ha querido decir con eso?

El reverendo Drake se le quedó mirando con expresión inquisidora.

–¿No lo sabe acaso?

–No.

–Miss Myrtle, la secretaria que está… de vacaciones. ¿No la ha visto?

–No.

–Es una chica grandullona, robusta, lozana y muy alegre.

–No lo dudo. Ahora está con sus padres en Tórtola -dijo Hannah.

–Pues no -le corrigió Drake en tono afable-, ahora se encuentra en el Hospital General de Antigua, dando a luz a un nene.

«¡Oh, Dios mío!», pensó Hanna. Hasta ese momento sólo había oído hablar de la chica con la exclusiva referencia a su nombre. Después de todo, en Tórtola también vivían padres que eran de raza blanca, ¿o no?

–¿Es la joven…, cómo decirlo…?

–¿Negra? – vociferó Drake-. ¡Pues sí, por supuesto, es negra! Grandullona y rolliza. Tal como le gustaban a Sir Marston.

«Y Lady Moberley también lo sabría- pensó Hannah-. La pobre y desmoralizada Lady Moberley, empujada a la bebida por todos esos años pasados en los trópicos y por todas esas chicas nativas. Resignada, sin duda alguna. O tal vez no, quizá viendo que las cosas iban demasiado lejos, al menos en esta ocasión…»

–Tiene usted cierto acento estadounidense -apuntó Hannah cuando se despedía-. ¿Me puede decir por qué?

–En Estados Unidos hay muchos colegas teólogos de la religión baptista -replicó el reverendo Drake-. Allí cursé mis estudios como ministro del Señor.

Hannah regresó en el «Jaguar» al palacio de la gobernación. Durante el trayecto se entretuvo en elaborar una lista de posibles sospechosos.

El teniente Jeremy Haverstock sabía, indudablemente, cómo utilizar un arma de fuego, en el caso de que se hubiese hecho con una; pero en apariencia, no tenía motivos. A menos que fuese el padre del nene de Myrtle y el gobernador le hubiese amenazado con arruinar su carrera.

Lady Moberley, para quien las cosas habían ido demasiado lejos. Llena de motivos, pero que hubiera necesitado un cómplice para forzar el candado de la puerta de hierro. A no ser que lo hubiera roto utilizando una cadena sujeta al «Land Rover».

El reverendo Drake, pese a sus protestas de ser una persona pacífica. Incluso las personas pacíficas pueden verse acorraladas y advertir que las cosas van demasiado lejos.

Recordó entonces el aviso que Lady Coltrane le dio al recomendarle que echase un vistazo al en torno de los dos candidatos electorales. Sí, eso es lo que haría, echar un buen vistazo a esos ayudantes en la campaña electoral. ¿Pero dónde estaba el motivo en ese ámbito? Sir Marston les estaba abriendo el camino, les hacía el juego al llevar la isla a la independencia, con uno de los dos candidatos como Primer Ministro. A menos que uno de los grupos hubiera pensado que el gobernador estaba favoreciendo al otro…

Cuando regresó al palacio de la gobernación, se encontró con un torrente de noticias esperándole.

El Inspector Jefe Jones había comprobado su registro de armas de fuego. En toda la isla no había más que seis armas de ese tipo que pudieran ser utilizadas. Tres, propiedad de unos expatriados, caballeros ya jubilados, dos británicos y un canadiense. Eran escopetas de caza, que ellos utilizaban para el tiro al plato. También había un rifle, cuyo propietario, llamado Jimmy Dobbs, era el patrón de un pesquero que lo tenía con el fin de emplearlo contra los tiburones, si daba la casualidad que algún día uno de esos monstruos atacaba su barca. Y una pistola de colección, que jamás había sido usada, propiedad de otro expatriado, un estadounidense que había fijado su residencia en Sunshine. El arma se encontraba en su caja con tapa de cristal, todavía precintada tal como había salido de fábrica. Y existía también su propia arma, guardada bajo llave en la Comisaría.

–¡Maldita sea! – refunfuñó Hannah-. Cualquiera que sea el arma utilizada por el asesino, no estaba registrada legalmente.

El detective inspector Parker le tenía preparado un informe sobre las pesquisas en el jardín. El lugar había sido registrado palmo a palmo, de un extremo a otro, y hasta la tierra había sido removida. No encontraron una segunda bala. O bien se desvió en su trayectoria al rozar algún hueso del gobernador, saliendo así del cuerpo con un ángulo distinto al calculado y saltando por encima del muro del jardín, para perderse irremisiblemente; o, lo que era más probable, aún se encontraba dentro del cuerpo del gobernador.

Bannister le tenía noticias de Nassau. Un avión aterrizaría en la isla a las cuatro de la tarde, al cabo de una hora, para trasladar el cadáver a las Bahamas, donde se le practicaría la autopsia. Se esperaba que el doctor West llegase en unos minutos y se trasladase inmediatamente al depósito de cadáveres de Nassau, donde esperaría que le llevasen el cadáver.

Además había dos hombres que querían verle, y que le estaban esperando en el salón de recepciones. Hannah ordenó que tuvieran preparada una camioneta para llevar el cuerpo a las cuatro de la tarde a la pista de aterrizaje. Bannister, que volvería a Nassau para reintegrarse a la Alta Comisión y que por tanto, acompañaría al cadáver, se fue con el Inspector Jefe para supervisar los preparativos. Hannah se dirigió adonde sus nuevos huéspedes le estaban esperando.

El hombre llamado Frank Dillon se presentó a sí mismo. Le explicó por qué coincidencias se encontraba de vacaciones en la isla y cómo, también por mera coincidencia, se había encontrado con aquel caballero estadounidense a la hora del almuerzo. Mostró su carta de presentación, que Hannah examinó con escaso placer. Una cosa era ese Bannister, de la Alta Comisión oficial de Nassau, y otra muy distinta un funcionario de Londres, que daba la casualidad de que hacía un pequeño cambio en su itinerario de vacaciones y se encontraba metido de sopetón en medio de la cacería que se organizaba contra un asesino, lo que era, sobre poco más o menos, como encontrarse con un tigre vegetariano. Luego le presentó al caballero estadounidense, el cual admitió ser otro detective.

De todos modos, la actitud de Hannah cambió, cuando Dillon le habló de la historia que Favaro le había contado.

–¿Tiene alguna foto de ese tal Méndez? – preguntó Hannah.

–No, no la llevo encima.

–¿Podría obtenerla de los archivos de la Policía de Miami?

–Sí, señor. Podría pedir que la enviasen por fax a su gente de Nassau.

–Hágalo -dijo Hannah, mientras echaba un vistazo a su reloj de pulsera-. Ordenaré que comprueben las listas de registros de todos los pasaportes de la gente que ha pasado por aquí desde hace tres meses. Buscaremos por Méndez, o por cualquier otro apellido de origen español de las personas que hayan entrado a la isla. Y ahora, tienen que perdonarme. Debo supervisar el traslado del cadáver hasta el avión que lo llevará a Nassau.

–¿Ha pensado por casualidad en charlar con los dos candidatos? – preguntó McCready cuando se despedían.

–Sí -contestó Hannah-, es lo primero que pienso hacer mañana cuando me levante de la cama. Mientras tanto esperaré a que me llegue el informe con los resultados de la autopsia.

–¿Tendría algún inconveniente en que yo le acompañara? – inquirió McCready-. Le prometo que no abriré la boca. De todos modos, hay que reconocer que ambos son… políticos. ¿No lo cree así?

–Está bien -contestó Hannah, aunque lo hizo a regañadientes.

El detective se preguntó para sus adentros para quién estaría trabajando realmente ese Frank Dillon.

De camino al aeropuerto, Hannah advirtió que ya habían pegado los carteles encargados por él, aprovechando los escasos espacios libres que habían podido encontrar en los muros entre los que llamaban a votar por uno u otro candidato. En Port Plaisance había tal cantidad de carteles por doquier que el lugar estaba amenazado con quedar literalmente empapelado.

En los carteles oficiales, que habían sido realizados por el impresor de la localidad, bajo los auspicios del Inspector Jefe Jones y abonado con el dinero del palacio de la gobernación, se ofrecía una recompensa de mil dólares estadounidenses a la persona que hubiera visto a alguien merodeando por el camino que había detrás del muro del jardín del palacio de la gobernación, a eso de las cinco de la tarde del martes, y pudiera dar una descripción del sospechoso.

Mil dólares estadounidenses representaban una suma descomunal para el común de los habitantes de Port Plaisance. La recompensa prometida haría que alguien se presentase; alguien que hubiese visto algo, o a alguna persona. Y en Sunshine, cada cual conocía a cada cual…

En la pista de aterrizaje, Hannah estuvo observando cómo cargaban en el avión el cuerpo congelado del gobernador, al que Bannister y los cuatro agentes del equipo forense de las Bahamas acompañarían. Bannister se encargaría de facturar para Londres, en el vuelo nocturno, todo el material de raspaduras y muestras, que un coche patrulla de Scotland Yard recogería al amanecer, y las llevaría al laboratorio forense que el ministerio del Interior tenía en Lambeth. No esperaba demasiado de todo aquello; la segunda bala era lo que deseaba tener cuanto antes, y el doctor West la extraería esa misma noche en Nassau cuando hiciese la autopsia al cadáver. Precisamente por encontrarse en el aeropuerto, se perdió el mitin que Johnson dio en la plaza del Parlamento. Lo mismo les ocurrió a los periodistas, los cuales habiendo presenciado ya el comienzo del mitin electoral, cuando vieron pasar el convoy de la Policía, abandonaron la plaza y lo siguieron hasta la pista de aterrizaje.

McCready no se lo perdió. En aquellos momentos se encontraba en la terraza del hotel «Quarter Deck».

Una inconexa multitud, compuesta de unas doscientas personas, se había reunido allí para oír lo que su filantrópico benefactor tenía que decirles. McCready se fijó en una media docena de hombres, con camisas playeras de brillantes colorines y oscuras gafas de sol, que se habían diseminado entre la multitud, repartiendo trocitos de papel y banderas con sus respectivas astas. Las banderas eran blancas y azules, los colores del candidato. Los trocitos de papel eran dólares en billetes de curso legal.

A las tres y diez, un «Ford Fairlane» blanco, evidentemente el automóvil más grande que había en la isla, penetró en la plaza y se acercó a la plataforma reservada para el orador. Mr. Marcus Johnson se apeó del coche y subió por la escalerilla que le tenían preparada. Alzó los brazos en alto, agitando las manos como un boxeador que celebrara su victoria. Iniciada por los que iban vestidos con camisas de colorines, se produjo una salva de aplausos. Ondearon algunas banderas. A los pocos minutos, Mr. Marcos Johnson estaba pronunciando su discurso.

–Y yo os prometo, amigos míos, y todos sois mis amigos… -proclamó Mr. Marcus Johnson, en cuyo rostro de bronce brillaba ese tipo de sonrisa al que los anuncios de dentífricos nos tienen acostumbrados-, que cuando al fin seamos libres, una ola de prosperidad inundará todas estas islas. Tendréis trabajo en abundancia porque habrá hoteles, una nueva flota, bares, cafeterías, y nuevas industrias en las que se manufacturarán las riquezas del mar, que serán vendidas en los países del continente americano. De todo ello brotará la prosperidad. Y esa prosperidad irá a parar a vuestros bolsillos, amigos míos, no a las manos de personas que se encuentran muy lejos de nosotros, allá en Londres…

Estaba utilizando un megáfono para hacerse oír por todos los que estaban en la plaza. La interrupción llegó de un hombre que no necesitó megáfono alguno. La profunda voz de bajo resonó al lado opuesto de la plaza, pero acalló los gritos del político.

–¡Johnson, no te queremos aquí! – vociferó el reverendo Walter Drake-. ¿Por qué no te vuelves al lugar del que has venido y te llevas contigo a todos tus matones?

De repente, el silencio se hizo en la plaza. La multitud, asombrada, se quedó esperando que la tierra se abriera bajo los pies del pastor. Nadie había osado hasta entonces interrumpir a Marcus Johnson. Pero la tierra no se abrió. Sin decir una palabra, Johnson dejó el megáfono y se metió rápidamente en su automóvil. A una palabra suya, el coche se alejó a toda velocidad, seguido por un segundo automóvil en el que iba el grupo de sus ayudantes.

–¿Quién es ése? – preguntó McCready al camarero que atendía en la terraza.

–El reverendo Drake, señor.

El hombre parecía más despavorido que asustado. McCready se quedó pensativo. Él había escuchado una voz similar a ésa antes, en alguna parte, y estaba tratando de recordar dónde había sido. Al fin pudo localizarla en su memoria: durante su servicio militar, hacía unos treinta años, en Catterick Camp, en YorkShire. En la celebración de una parada militar. Se retiró a su habitación y realizó una llamada de seguridad a Miami.

El reverendo Walter Drake aceptó en silencio la paliza que le propinaron. Eran cuatro de los hombres que habían estado en la plaza; fueron a buscarlo esa misma noche, cuando salió de la iglesia para dirigirse a su casa. Los hombres usaron bates de béisbol y los pies. Le golpearon con rudeza, descargando sus palos contra el hombre tendido en el suelo. Cuando se cansaron de golpearle, se alejaron. A lo mejor estaba muerto. Era algo que no les preocupaba. Pero el reverendo Drake seguía vivo.

Media hora después recobró el conocimiento y se arrastró hasta la casa más próxima. La asustada familia llamó al doctor Caractacus Jones; éste tuvo que conducir al predicador a su clínica valiéndose de una carretilla de mano; luego se pasó el resto de la noche curando y vendando sus heridas.

Desmond Hannah recibió una llamada telefónica durante la cena. Tuvo que dejar el hotel e ir al palacio de la gobernación para atender la llamada. Era del doctor West, que le hablaba desde Nassau.

–Escúcheme -dijo el especialista en patología forense-, ya sé que lo único que pretendían era conservar el cadáver, pero lo que tengo aquí parece un bloque de cemento. Está helado y sólido como una roca.

–Las autoridades locales hicieron lo mejor que pudieron – dijo Hannah.

–Y eso es también lo que yo quiero hacer -replicó el médico-, pero pasarán unas veinticuatro horas hasta que se me descongele ese tipo.

–Practique la autopsia lo antes que pueda, por favor -pidió Hannah-. Necesito esa maldita bala.

CAPÍTULO IV

El Superintendente jefe de detectives Hannah decidió entrevistarse primero con Mr. Horatio Livingstone. Poco después de la caída del sol le telefoneó a su casa de Shantytown. El político atendió a su llamada al cabo de unos minutos. Le dijo que estaría encantado de recibir al delegado de Scotland Yard dentro de una hora.

Osear condujo el «Jaguar», llevando al inspector jefe Parker sentado a su lado. Hannah iba en el asiento de atrás, junto a Mr. Dillon, del Ministerio de Asuntos Exteriores. En su ruta no necesitaban pasar por las calles céntricas de Port Plaisance, ya que Shantytown se encontraba a unos cinco kilómetros de distancia, junto a la carretera de la costa, a la misma altura en que el palacio de la gobernación estaba emplazado.

–¿Ha hecho algunos progresos en sus pesquisas, Mr. Hannah, o quizás ésta es una pregunta indiscreta y poco profesional? – inquirió Dillon en tono cortés.

Si había algo que no le gustaba a Hannah era comentar la marcha de sus investigaciones con personas que no pertenecieran a su propio grupo. Y jamás lo hacía. De todos modos, ese tal Dillon parecía ser tan sólo del Ministerio de Asuntos Exteriores.

–El gobernador fue asesinado por un disparo realizado con un arma de fuego de gran calibre cuya bala le atravesó el corazón -explicó-. Al parecer, fueron efectuados dos disparos. Uno erró en el blanco y fue a estrellarse contra la pared que había al fondo, detrás del gobernador. He recuperado el proyectil y lo he enviado a Londres.

–¿Muy destrozado? – preguntó Dillon.

–Me temo que sí. La otra bala se encuentra todavía alojada dentro del cuerpo, según creemos. Sabré algo más al respecto cuando reciba el resultado de la autopsia que se está practicando en Nassau, pero no será hasta esta noche.

–¿Y en cuanto al asesino?

–Según parece entró por la puerta del muro del jardín, que había sido forzada. Le dispararon a unos tres metros de distancia, y, a continuación, el asesino se fugó por allí.

Aparentemente.

–¿Aparentemente?

Hannah le expuso su idea de que el hecho de forzar la puerta podía ser una simple estratagema para distraer la atención de que en realidad el asesino procediera de la misma casa. Mr. Dillon dio muestras de encontrarse hondamente sorprendido.

–Nunca se me hubiese ocurrido pensar en algo así -dijo.

El automóvil entraba en esos momentos en Shantytown. Como su nombre indicaba, era un lugarejo de unos cinco mil habitantes, compuesto por una multitud de casas arracimadas, construidas con tablones de madera como paredes, con planchas de hierro galvanizado como tejados.

Una gran profusión de pequeñas tiendas, en las que se vendían toda clase de frutas y verduras, amén de camisetas, forcejeaban por hacerse sitio entre las viviendas y las tabernas. Era, muy a las claras, el territorio particular de Livingstone; allí no se veía ni un solo cartel de propaganda de Mr. Marcus Johnson, pero los de Livingstone aparecían por todas partes.

En el centro de Shantytown, al que se accedía por la calle más ancha de la villa (también la única), se alzaba una gran mansión protegida por una valla. Los muros de ésta eran bloques de coral, y permitían la entrada por una única puerta lo bastante amplia como para que cupiese un coche por ella. Al otro lado de la valla se divisaba el tejado de la casa, el único edificio de dos plantas en toda Shantytown. Se rumoreaba que Mr. Livingstone era el propietario de un gran número de tabernas y que cobraba tributo a los bares que no le pertenecían.

El «Jaguar» se detuvo delante de la entrada, y Stone tocó el claxon. A lo largo de toda la calle se aglomeraban los isleños que habían acudido a contemplar la flamante limusina con su banderita ondeando en un pequeño mástil colocado en la parte delantera del coche, en la aleta derecha. El automóvil del gobernador jamás había entrado antes en Shantytown.

Una pequeña ventanilla se abrió en el portalón de entrada, un ojo inspeccionó el vehículo y se abrió la puerta. El «Jaguar» penetró en un polvoriento patio y se detuvo frente a la terraza de la mansión. Había dos hombres en el patio, uno junto a la puerta y el otro en la terraza. Ambos vestían idénticos trajes, tipo safari, gris claro. Un tercer hombre, con idéntica indumentaria, se asomó por una ventana de la planta alta. Se metió cuando el automóvil se detuvo.

El hombre de la terraza les acompañó, a Hannah, Parker y Dillon, hasta un amplio salón, que parecía ser el aposento principal de la casa; el mobiliario era barato, pero funcional. Pocos instantes después, Mr. Horatio Livingstone hacía su aparición. Era un hombre alto y gordo, cuyo rechoncho rostro se retorcía en muecas al desvivirse por repartir sonrisas. Irradiaba afabilidad.

–¡Caballeros, caballeros, qué gran honor! ¡Tomen asiento, por favor!

Hizo un gesto para que les sirvieran café. Él mismo se acomodó en una amplia butaca, mientras sus redondos ojillos iban posando su mirada por los tres rostros blancos que tenía ante él. Otros dos hombres entraron en el aposento y se sentaron detrás del candidato. Livingstone los señaló con un ademán de su mano.

–Son dos de mis colaboradores: Mr. Smith y Mr. Brown.

Los dos saludaron con una inclinación de cabeza, pero no dijeron nada.

–Y bien, Mr. Hannah, ¿en qué puedo servirle?

–Ya sabrá, Mr. Livingstone, que estoy aquí para investigar el asesinato del gobernador, sir Marston Moberley, perpetrado hace cuatro días.

La sonrisa desapareció del rostro de Livingstone, que sacudió la cabeza apesadumbrado.

–Algo terrible -asintió en tono grave-, todos nos sentimos hondamente angustiados. Era una persona encantadora, realmente encantadora.

–Me temo que he de preguntarle dónde se encontraba usted el martes a las cinco de la tarde, y qué estaba haciendo.

–Aquí, Mr. Hannah, me encontraba aquí, con mis amigos; ellos le corroborarán lo que digo. Estaba preparando el discurso que pensaba pronunciar al día siguiente ante la Asociación de Pequeños Arrendatarios.

–¿Y también se encontraban aquí sus colaboradores?

¿Todos?

–Y cada uno de ellos. Estaba a punto de anochecer. Nos habíamos retirado ya, habiendo cumplido las labores del día. Aquí nos hallábamos, entre estos muros.

–Y respecto a sus colaboradores, ¿son nativos de las islas Barclay? – pregunto Dillon.

Hannah le dirigió una mirada de irritación; aquel hombre le había prometido que no abriría la boca. Livingstone sonrió, con una radiante expresión de alegría.

–¡Oh, no, me temo que no! Tanto yo como mis compatriotas de las Barclay carecemos de toda experiencia sobre cómo organizar una campaña electoral. Me di cuenta de que necesitaba ayuda administrativa… -prosiguió, gesticulando y sonriendo de nuevo con expresión de radiante alegría- para preparar mítines, carteles, folletos, discursos… Mis colaboradores son de las Bahamas, ¿Desea ver sus pasaportes? Toda su documentación fue examinada cuando llegaron a la isla.

Hannah le indicó con un gesto que ése no era su deseo. Detrás de Mr. Livingstone, Mr. Brown se había encendido un largo cigarro puro.

–Dígame una cosa, Mr. Livingstone, ¿tiene usted alguna idea de quién querría asesinar al gobernador? – preguntó Hannah.

Del regordete rostro desapareció la sonrisa. Mr. Livingstone adoptó una expresión de circunstancias y habló con gravedad.

–Mr. Hannah, el gobernador nos estaba ayudando a todos en nuestro camino hacia la independencia, hacia la libertad definitiva y a la separación del Imperio británico. De conformidad con la política practicada por Londres. Ni yo ni mis colaboradores teníamos el más mínimo motivo para desear que le ocurriese algo al gobernador.

Detrás del candidato, Mr. Brown mantuvo el cigarro a un lado y con la uña extremadamente larga de su dedo meñique separó unos dos centímetros de ceniza de la punta del cigarro, de tal modo que ésta cayó al suelo, pero sin que el extremo incandescente le quemara la yema del dedo. McCready pensó que había visto realizar esa operación en alguna parte.

–¿Piensa celebrar hoy algún mitin público? – inquirió Mr. Dillon en tono afable.

–Los negros ojillos de Mr. Livingstone se clavaron en él.

–Sí, a las doce me dirigiré a mis hermanos y hermanas de la comunidad de pescadores, en los muelles -contestó Livingstone.

–Ayer se produjo un incidente mientras Mr. Johnson se dirigía al pueblo en la plaza del Parlamento -apuntó amablemente Dillon.

Livingstone no dio muestras de que le hubiera agradado la forma en que habían echado a perder el mitin de su rival.

–Un único provocador -refunfuñó.

–La provocación también forma parte del proceso democrático -apuntó Dillon.

Livingstone volvió a fijar su mirada en él, pero esta vez, inexpresiva. Tras la jovial máscara de su regordete rostro se notaba su enfado. McCready pensó que había visto esa expresión en otra parte; entonces cayó en ello, en la cara del general Idi Amin, de Uganda, cada vez que alguien le contradecía. Hannah lo fulminó con la mirada y se levantó.

–No quiero robarle más tiempo, Mr. Livingstone -dijo.

El político, irradiando de nuevo jovialidad, los acompañó hasta la puerta. Otros dos hombres vestidos con trajes de safari los observaban desde lejos. Eran distintos a los anteriores. Eso hacía siete en total, incluyendo al que se encontraba apostado en la ventana de la planta superior. Todos ellos negros de pura cepa, exceptuando a Mr. Brown, cuya piel se veía mucho más clara, un auténtico mulato; el único hombre que se atrevía a fumar sin solicitar permiso para hacerlo, el hombre que estaba al mando de los otros seis.

–Le quedaría muy agradecido si me dejara plantear las preguntas a mí -dijo Hannah en el automóvil.

–Lo siento -dijo Dillon-. Y por cierto, ¡qué hombre tan extraño! ¿No le parece? ¿Me pregunto adonde habrá pasado todos esos años que van desde el momento en que dejó esta isla, siendo aún un adolescente, hasta su regreso, hace tan sólo seis meses?

–No tengo ni idea -replicó Hannah.

No fue sino hasta mucho después, ya en Londres, mientras reflexionaba sobre aquellos asuntos, cuando Hannah se preguntó, extrañado, cómo había hecho aquella observación el hombre del ministerio acerca de que Livingstone se había ido de Sunshine cuando era aún un adolescente, si Miss Coltrane se lo había contado personalmente a él, a Desmond Hannah. A las ocho y media se detuvieron ante la entrada de la mansión de Marcus Johnson, en la ladera septentrional del monte Sawbones.

El estilo de vida de Johnson era distinto por completo. A Johnson se le veía persona acaudalada. Un asistente, que vestía una camisa playera de colores psicodélicos y que ocultaba sus ojos con unas gruesas gafas de sol, abrió las dos hojas de hierro forjado del portalón y dejó entrar el «Jaguar» al patio pavimentado de grava que había frente a la fachada principal.

Dos jardineros se encontraban atareados en el jardín, en el que se veían superficies cubiertas de césped, bancales rebosantes de flores y grandes macetas en las que crecían espléndidos geranios.

La casa era espaciosa, una edificación de dos plantas con un tejado pintado de un verde brillante; todos los materiales con los que había sido construida, desde los ladrillos hasta las vigas, eran de importación. Los tres caballeros ingleses se apearon del coche frente a un pórtico de columnas de estilo colonial y alguien acudió a hacerlos pasar. Siguieron a su guía, un nuevo «asistente» vestido también con una camisa playera de brillantes colores, y cruzaron un salón de recibo, con el suelo de baldosas de mármol y amueblado con un gran número de antigüedades europeas e hispanoamericanas. Preciosas alfombras de Bujasra y Kazan cubrían parte del mármol color crema.

Marcus Johnson los recibió en una terraza de mármol amueblada con blancos sillones de mimbre de Bengala. Por debajo de la terraza se extendía el jardín, donde el bien cortado césped llegaba hasta una valla de dos metros y medio de altura. Al otro lado de la valla pasaba la carretera de la costa; y ésa era una de las cosas que Mr. Johnson no había podido comprar con dinero; darse a sí mismo un acceso directo al mar. En las aguas de la bahía de Teach, al otro lado del muro, se encontraba el pequeño puerto de piedra que había mandado construir; junto al muelle, protegida por el rompeolas, se mecía una lancha rápida «Riva 40». Con sus tanques de gran capacidad, la «Riva» alcanzaría las costas de las Bahamas en poco tiempo.

Mientras que Horatio Livingstone era gordo, fofo y desgarbado, Mr. Marcus Johnson era esbelto y elegante. Llevaba un impecable traje de seda color crema. Su aspecto y los rasgos de su rostro indicaban que era medio blanco por lo menos, y McCready se preguntó si habría llegado a conocer a su padre. Era probable que no. Había nacido entre la pobreza, en las islas Barclay, y su madre lo había abandonado en un estercolero. Sus oscuros cabellos castaños habían sido alisados de una forma artificial, por lo que en lugar de crespos los tenía ondulados. Cuatro pesados anillos de oro macizo adornaban los dedos de sus manos y la dentadura que su radiante sonrisa exhibía era perfecta. Dio a sus huéspedes a elegir entre un «Dom Pérignon»

o un café marca «Blue Mountain». Los tres ingleses optaron por el café y tomaron asiento.

Desmond Hannah le hizo la misma pregunta de dónde se encontraba el martes a las cinco de la tarde. La respuesta fue idéntica.

–Dirigiéndome a una multitud entusiasmada, compuesta por más de un centenar de personas, frente a la iglesia anglicana en la plaza del Parlamento, Mr. Hannah. Desde allí me vine directamente a mi casa.

–¿Y los de su… entorno? – preguntó Hannah, haciendo uso de la expresión utilizada por Miss Coltrane para describir a los del equipo de la campaña electoral, con sus brillantes camisas playeras.

–Todos estaban conmigo, sin que faltara ni uno solo – contestó Johnson.

El candidato hizo un gesto con la mano y uno de los hombres de camisa brillante les sirvió el café. McCready se preguntó extrañado, por qué no tendría sirvientes nativos en la casa, mientras que utilizaba a gente de las Barclay como jardineros. Pese a que en la terraza estaban a la sombra, los de las camisas brillantes no se quitaban ni por un momento sus gruesas y oscuras gafas de sol.

Desde el punto de vista de Hannah, la conversación resultaba placentera, pero nada fructífera. El inspector jefe Jones le había contado ya que el candidato del Partido de la Prosperidad se encontraba en la plaza del Parlamento cuando fueron efectuados los disparos en el palacio de la gobernación. El inspector en persona se encontraba en aquellos momentos en las escaleras de la Comisaría, en la misma plaza, vigilando la escena. Hannah se levantó para despedirse.

–¿Tiene alguna otra obligación pública para hoy? – inquirió Dillon.

–Sí, en efecto. A las dos, en la plaza del Parlamento.

–Ayer estuvieron ustedes en ese mismo lugar a las tres de la tarde y, según tengo entendido se produjo una perturbación -apuntó Dillon.

Marcus Johnson era una persona mucho más educada que Livingstone. No dio muestra alguna de exaltarse. Se limitó a encogerse de hombros.

–El reverendo Drake vociferó y pronunció algunas palabras. No tuvo importancia. Ya había terminado mi discurso. Pobre Drake, bienintencionado, sin duda alguna, pero algo tonto. De todas formas, el progreso tiene que venir a estas islas Mr. Dillon, y la prosperidad con él. Tengo en mente grandes proyectos de desarrollo para sus queridas Barclay.

McCready asintió con una inclinación de cabeza. «Turismo, juego, industria, contaminación, un poco de prostitución…, ¿y qué más…?», pensó.

–Y ahora, si tienen la amabilidad de disculparme, debo preparar mi discurso…

Les acompañaron hasta la salida y volvieron en el «Jaguar» al palacio de la gobernación.

–Muchas gracias por su hospitalidad -dijo Dillon al bajarse del automóvil-. Reunirse con los dos candidatos ha resultado muy instructivo. Me pregunto de dónde habrá sacado Johnson todo ese dinero durante los años en que estuvo fuera de las islas.

–No tengo ni idea -dijo Hannah-. Está considerado como un hombre de negocios. ¿Desea que Osear le lleve de vuelta al «Quarter Deck?»

–No, se lo agradezco. Iré dando un paseo.

En el bar del hotel, los miembros de la Prensa continuaban afanados en su empeño por acabar con las provisiones de cerveza. Eran las once de la mañana. Se aburrían. Ya habían transcurrido dos días completos desde que les avisaron para que se dirigieran al aeropuerto de Heathrow con la misión de partir para el Caribe, donde tendrían que cubrir la información de las pesquisas sobre un asesinato. Durante todo el día anterior, un jueves, habían filmado todo lo que habían podido y entrevistado también a todo el que se le puso por delante. Los frutos eran francamente escasos; unas simpáticas tomas del instante en que sacaban al gobernador de la fábrica de hielo en su lecho junto a un pescado; algunas escenas, tomadas con teleobjetivo, de Parker agachado y caminando a gatas por el jardín del gobernador; el cadáver del gobernador partiendo para Nassau en una bolsa de plástico y la diminuta piedra preciosa que Parker les ofreció cuando se puso a hablar de que habían encontrado una bala. Pero nada que pudiera parecerse ni remotamente a una buena noticia capaz de causar impacto.

McCready se unió a los periodistas por primera vez. Nadie le preguntó quién era.

–Horatio Livingstone hablará a las doce en el puerto – comentó-. Puede ser interesante.

De repente, todos se pusieron en estado de alerta.

–¿Por qué? – preguntó alguien.

McCready se encogió de hombros.

–Aquí, en esta misma plaza, se produjo una provocación bastante fuerte ayer -dijo-. Ustedes estaban en la pista de aterrizaje.

Los rostros de cuantos le rodeaban se iluminaron. Un bonito disturbio animaría las cosas; lo que faltaba ahora era una provocación en toda regla. Por las mentes de los periodistas empezaron a desfilar algunos titulares imaginarios. LA VIOLENCIA ELECTORAL HUNDE SUNSHINE EN EL CAOS; con sólo un par de puñetazos, esta clase de titulares estaría justificada. O bien en el caso de que Livingstone fuese recibido con hostilidad: EL PARAÍSO INTERPONE SU VETO AL SOCIALISMO. El problema consistía en que la población no parecía mostrar el más mínimo interés ante la perspectiva de independizarse del Imperio británico. Los equipos de noticias que habían tratado de ensamblar un documental sobre la reacción popular ante la independencia no habían sido capaces de hacer ni una sola entrevista que fuese presentable. Los isleños pasaban de largo cuando veían las cámaras, los micrófonos y a los periodistas con sus cuadernos de notas. Así que recogieron sus equipos y se lanzaron hacia los muelles.

McCready se tomó algo de tiempo para hacer una llamada al Consulado británico en Miami, utilizando el teléfono portátil que guardaba en el maletín diplomático que tenía escondido debajo de su cama. Pidió un avión de alquiler de siete asientos, que debería de aterrizar en Sunshine a las cuatro de la tarde. No se trataba más que de una corazonada, pero confiaba en no equivocarse.

El séquito de Livingstone llegó de Shantytown a las doce menos cuarto. Un ayudante vociferaba por el megáfono:

–¡Vengan a oír a Horatio Livingstone, el candidato del pueblo.

Otros ayudantes colocaron una sólida plancha de madera sobre dos caballetes para que el «candidato del pueblo» pudiera elevarse por encima de ese pueblo. Al mediodía, Mr. Horatio Livingstone, contoneándose con toda la magnificencia de su cuerpo, subía los escalones de esa plataforma improvisada. Habló a través de un megáfono atado a una pértiga que uno de los vestidos con traje de safari mantenía delante de él. Los de la televisión habían logrado poner cuatro cámaras en posiciones elevadas alrededor del lugar donde se celebraría el mitin, con el fin de enfocar bien al candidato o, algo que deseaban más aún, filmar a los provocadores y las peleas a puñetazos que éstos suscitaran.

El cámara de la «British Satellite Broadcasting» se había instalado sobre el techo de la cabina de la Gulf Lady. Como refuerzo para su trabajo se había colgado en bandolera un aparato de fotografía provisto de un teleobjetivo de largo alcance. La reportera, Sabrina Tennant, se encontraba a su lado. McCready subió al techo de la cabina para reunirse con la pareja.

–¡Hola! – les saludó.

–¡Hola! – contestó distraída Sabrina Tennant, que no le hizo caso alguno.

–Díganme una cosa -insistió McCready en tono afable-, ¿no les gustaría enterarse de una buena historia y hacer que todos sus colegas se muriesen de rabia?

Ahora la joven sí prestó atención. El cámara le miró inquisitivo.

–¿Podría utilizar esa «Nikon» para fotografiar a cada una de las personas que componen esa multitud, haciéndoles un buen retrato del rostro, que ocupe todo el negativo?

–Por supuesto -contestó el cámara-. Incluso las amígdalas, si abren bien la boca.

–¿Por qué no hace unos buenos primeros planos de los rostros de todos esos hombres vestidos con traje de safari que asisten al candidato? – sugirió McCready.

El cámara miró a Sabrina. La joven asintió con un gesto. «Y por qué no», se dijo su compañero, empuñando la «Nikon» y enfocando.

–Empiece por ese negro de rostro descolorido que está solo junto a la camioneta -dijo McCready-, por ese al que llaman Mr. Brown.

–¿Qué tiene usted en mente? – preguntó Sabrina.

–Baje de la cabina y se lo contaré.

La joven hizo lo que McCready le pedía y éste le habló durante unos minutos.

–Usted bromea -dijo la chica cuando él acabó.

–No, en absoluto; y creo que puedo probarlo. Pero no aquí. Las respuestas están en Miami.

McCready siguió hablando durante un rato. Cuando hubo terminado, Sabrina Tennant subió de nuevo al techo de la cabina.

–¿Va todo bien? – preguntó.

El londinense asintió con la cabeza.

–Una docena de retratos de cada uno, desde todos los ángulos. Son siete tipos.

–Estupendo, y ahora a filmar el mitin entero. Haz algunas tomas para el fondo y los montajes.

Sabrina sabía que disponía ya de ocho cartuchos de cinta rodada, en los que se incluían primeros planos de ambos candidatos, vistas de la capital de la isla, las playas, las palmeras y la pista de aterrizaje; ese material era más que suficiente, si se montaba con habilidad, para lograr un gran documental de quince minutos de duración. Lo que necesitaba ahora era un hilo conductor que diese coherencia a la historia, y si ese hombre desgarbado y amable llevaba razón, ya lo tenía.

Su único problema era el tiempo. Quería colocar su reportaje en el programa de noticias principal, en el espacio llamado Cuenta Atrás, el buque insignia de los informativos de la «BSB», que sería retransmitido el mediodía del domingo en Londres. Necesitaba enviar su material vía satélite el sábado a las cuatro de la tarde a más tardar, o sea, al día siguiente, desde Miami. Así que tenía que estar en Miami esa misma noche. Era casi la una, por lo que apenas disponía de tiempo para regresar al hotel y pedir a Miami un vuelo chárter que aterrizase en Sunshine antes de la puesta del sol.

–Por cierto, señorita -dijo McCready-, da la casualidad que pienso irme de esta isla a las cuatro de la tarde. Así que tengo encargado mi avión de Miami. Me agradaría mucho poder ofrecerle un asiento.

–¿Pero quién demonios es usted? – preguntó la periodista.

–Sólo un turista de vacaciones. Pero conozco las islas. Y a los isleños. Confíe en mí.

«No me queda más remedio -pensó Sabrina-. Si lo que dice es verdad, resulta demasiado bueno para desperdiciarlo.» Se volvió entonces al cámara para indicarle lo que necesitaba. El gran lente de la cámara de televisión se dirigió hacia la multitud, deteniéndose allí, allí y allí. Mr. Brown, que estaba recostado contra la camioneta, advirtió que la cámara le enfocaba y se metió en el vehículo. También eso lo captó la cámara.

El inspector jefe Jones dio su informe a Desmond Hannah a la hora de la comida. Había revisado las listas del aeropuerto y comprobado los pasaportes de las personas que habían llegado de visita a la isla durante los últimos tres meses. No aparecía ninguno extendido a nombre de Francisco Méndez, ni que correspondiese tampoco a la descripción de un hispanoamericano. Hannah suspiró.

Si el difunto estadounidense Julio Gómez no se había equivocado, y cabía la posibilidad de que eso hubiese ocurrido, el furtivo Méndez podría haber abandonado la isla por muy diversos caminos. El carguero que llegaba cada semana transportaba a veces pasajeros de «las otras islas», y el control oficial en el puerto era bastante esporádico. Por la isla pasaban muchos yates que atracaban en bahías y ensenadas, tanto a todo lo largo de la costa de Sunshine como de las otras islas; pasajeros y tripulantes se divertían nadando en las cristalinas aguas entre los arrecifes de coral hasta que largaban velas para dirigirse a otros lugares. Cualquiera podía introducirse con facilidad en la isla, o salir de ella, sin que las autoridades lo advirtieran. Hannah sospechaba que ese tal Méndez, al ser visto y haberse dado cuenta de ello, se habría dado a la fuga. Si es que había estado alguna vez en esa isla.

Llamó por teléfono a Nassau, pero el doctor West le comunicó que no podría empezar con la autopsia hasta las cuatro de la tarde, cuando el cuerpo del gobernador hubiera recobrado su consistencia normal.

–¡Llámeme tan pronto haya extraído la bala! – insistió Hannah.

A las dos de la tarde, los representantes de los medios de comunicación, que cada vez estaban más disgustados, se reunieron en la plaza del Parlamento. Desde el punto de vista de lo que se suponía que debería ser una buena noticia sensacionalista, el mitin de la mañana había resultado un auténtico fracaso.

El discurso había consistido en las habituales necedades sobre la necesidad de nacionalizarlo todo, ese tipo de paparruchas que los británicos habían descartado hacía décadas. Los futuros votantes se habían mostrados apáticos. Como noticia de interés mundial, todo el material rodado no servía más que para tirarlo a la papelera. Si Hannah no detenía a nadie lo antes posible, ya podrían ir haciendo las maletas y regresar a casa; todos pensaban lo mismo.

A las dos y diez, Marcus Jonhson se presentó en su alargado descapotable blanco. Llevaba un traje tropical azul claro y una camisa playera de cuello abierto y cuando subió a la plataforma de la camioneta que le serviría de pulpito, mucho más refinado que Mr. Livingstone, disponía de un micrófono con dos altavoces que colgaban de sendas palmeras.

Cuando comenzó a hablar, McCready se aproximó a Sean Whittaker, el corresponsal que cubría por cuenta propia toda la zona del Caribe desde su base en Kingston, Jamaica, y que colaboraba con el Sunday Express de Londres.

–¿Aburrido? – le preguntó McCready en voz baja.

Whittaker le dirigió una sonrisa.

–Hastiado -asintió-. Creo que me iré de aquí mañana mismo.

Whittaker era un corresponsal que redactaba sus propias historias y tomaba también sus propias fotos. Del cuello le colgaba una «Yashica» con teleobjetivo.

–¿Le gustaría informarse de algo que hará morir de rabia a todos sus rivales? – preguntó McCready.

Whittaker se volvió y enarcó una ceja.

–¿Qué sabe usted que todos ignoren?

–Ya que el discurso es tan aburrido, ¿por qué no me acompaña y se entera?

Los dos hombres cruzaron la plaza, entraron en el hotel y subieron a la habitación de McCready en el primer piso. Desde el balcón se abarcaba toda la plaza a sus pies.

–Fíjese en los guardianes, esos tipos con camisas playeras de colorines y gafas de sol oscuras -dijo McCready-. ¿Podría usted fotografiarles desde aquí?

–Por supuesto -contestó Whittaker-. ¿Pero por qué?

–Hágalo y se lo contaré.

Whittaker se encogió de hombros. Era perro viejo; siempre había conseguido sus noticias de las fuentes más inverosímiles. Algunas servían de algo, otras, no. Enfocó su teleobjetivo y gastó dos carretes de película en color y dos en blanco y negro. McCready le rogó que bajase con él al bar, le pidió una cerveza y estuvo hablándole durante una media hora. Whittaker emitió un silbido de asombro.

–¿Es cierto lo que me cuenta? – preguntó.

–Sí.

–¿Puede probarlo?

Para colocar esa clase de historia necesitaría algunas pruebas fehacientes o, de lo contrario, Robin Esser, su jefe de redacción en Londres, no se la aceptaría.

–Aquí, no -contestó McCready-, las pruebas están en Kingston. Puede regresar esta misma noche, terminar su historia mañana por la mañana y haberla enviado ya antes de

las cuatro de la tarde. Las nueve en Londres. Justo a tiempo.

Whittaker sacudió la cabeza con aire de resignación.

–Demasiado tarde. El último vuelo de Miami a Kingston es a las siete y media. Tendría que estar en Miami a las seis. Pasando por Nassau. Jamás lo lograré.

–Por cierto, quisiera decirle una cosa; tengo un avión alquilado que saldrá para Miami a las cuatro, dentro de setenta minutos. Me siento feliz de poder ofrecerle un asiento.

Whittaker se puso de pie para subir a su habitación a hacer las maletas.

–¿Quién demonios es usted, Mr. Dillon? – preguntó al despedirse.

–¡Oh!, sólo una persona que conoce estas islas, y esta parte del mundo. Casi tan bien como usted.

–¡Mucho mejor! – rezongó Whittaker, mientras se alejaba.

A las cuatro de la tarde, Sabrina Tennant llegaba a la pista de aterrizaje, en compañía del cámara. McCready y Whittaker se encontraban ya allí. El avión de alquiler procedente de Miami aterrizó con un retraso de diez minutos. Cuando el aparato estaba a punto de despegar, McCready explicó:

–Lo siento mucho, pero no puedo ir con ustedes. En el último minuto he recibido una llamada telefónica en el hotel. Es una lástima, pero el hecho es que el avión está pagado ya. No me rembolsarán el importe. Demasiado tarde. Así que acepten mi invitación. ¡Adiós y buena suerte!

Durante todo el trayecto, Whittaker y Sabrina Tennant se miraron con suspicacia. Ninguno de los dos mencionó al otro lo que se traía entre manos o a dónde se dirigía. En Miami, el pequeño equipo de la televisión se dirigió al centro de la ciudad; Whittaker hizo trasbordo, y tomó el último avión del día para Kingston.

McCready, que ya había regresado a su habitación en el «Hotel Quarter Deck», sacó el teléfono portátil del maletín, lo programó para que operase a nivel de alta seguridad y realizó una serie de llamadas. Una fue a la Alta Comisión Británica en Kingston, donde habló con un compañero de profesión, el cual le prometió hacer uso de sus contactos para asegurarse de que tuvieran lugar las entrevistas apropiadas para el caso. Otra, al cuartel general de la American Drug Enforcement Administration, la DEA, en Miami, donde pudo ponerse en contacto con un viejo amigo, ya que el tráfico internacional de narcóticos estaba ahora ligado al terrorismo internacional. Su tercera llamada fue para el jefe de la delegación de la CÍA en Miami. Una vez que hubo finalizado McCready tuvo buenas razones para confiar en que sus nuevos amigos de los medios de comunicación se encontrarían con todo tipo de facilidades para llevar a cabo sus investigaciones.

Justo cuando estaban a punto de dar las seis de la tarde, el círculo anaranjado del sol se escondió por Occidente, detrás de las Dry Tortugas, y las tinieblas, como ocurre siempre en los trópicos, se extendieron con increíble rapidez. El verdadero ocaso no dura más de quince minutos. A las seis en punto, el doctor West llamaba por teléfono desde Nassau. Desmond Hannah atendió la llamada en el despacho privado del gobernador, donde Bannister había instalado la línea de seguridad con la Alta Comisión, al otro lado de las aguas.

–¿Ya ha conseguido la bala? – preguntó Hannah, malhumorado.

Sin respaldo forense, sus pesquisas habían llegado a un punto muerto. Tenía a varios posibles sospechosos, pero ningún testigo ocular, nadie que fuese claramente culpable, ninguna confesión.

–No hay bala -dijo la distante voz que le llegaba desde Nassau.

–¿Cómo?

–Le atravesó de parte a parte, limpiamente -aclaró el especialista en patología forense.

Hacía media hora que había terminado su trabajo en el depósito judicial de cadáveres y se había ido directamente a las dependencias de la Alta Comisión para hacer la llamada.

–¿Quiere que se lo explique con la jerga médica o le basta con el lenguaje común y corriente? – le preguntó el médico.

–El lenguaje común será más que suficiente -respondió Hannah-. ¿Qué ha ocurrido?

–Fue herido por una única bala. El proyectil le penetró en el cuerpo entre la segunda y tercera costilla del lado derecho, se abrió camino por músculos y tejidos, perforó el ventrículo superior izquierdo del corazón, lo que le causó la muerte instantánea, y salió por la espalda, entre las costillas. La buena noticia es que no rozó hueso alguno en su paso a través del cuerpo. Una verdadera casualidad, pero así sucedió. Si puede encontrarla, la bala debe de conservarse intacta, sin ningún tipo de deformación.

–¿No hubo desviación al chocar con algún hueso?

–Ninguna.

–¡Pero eso es imposible! – protestó Hannah-. El hombre se encontraba de espaldas al muro. Hemos revisado ese muro centímetro a centímetro. No hay ninguna marca de bala, con excepción de la hendidura, visiblemente clara, que produjo el impacto de la otra bala, la que le atravesó la manga. Hemos registrado el sendero de grava que corre paralelo al muro. Lo hemos excavado, removido a fondo. No hay más que una bala, esa otra bala, completamente destrozada por el impacto.

–Bien, pero la bala salió intacta del cuerpo -insistió el médico-. La bala que le mató, quiero decir. Alguien tiene que haberla robado.

–¿Cabe la posibilidad de que experimentara una considerable disminución de su velocidad en el momento de caer al jardín, en el espacio comprendido entre el gobernador y el muro? – preguntó Hannah.

–¿A qué distancia se hallaba el hombre del muro?

–A no más de cinco metros -contestó Hannah.

–Pues bien, aunque éste no es mi campo -dijo el patólogo forense-, ya que mi especialidad no es la balística, estoy convencido de que el arma utilizada fue una pistola de gran calibre, disparada a una distancia de más de un metro y medio del pecho, no hay restos de pólvora en la camisa, y probablemente a una distancia no mayor de seis metros. La herida es pulcra y limpia, el proyectil ha tenido que atravesar el cuerpo a gran velocidad. En su paso a través de músculos y tejido ha tenido que reducir su velocidad; pero, de todos modos, recorrería unos cinco metros antes de caer al suelo. Ha tenido que estrellarse contra el muro.

–¡Pues no lo hizo! – protestó Hannah-. A menos que alguien la haya robado, claro está. En cuyo caso, ese alguien ha tenido que salir de la casa misma. ¿Hay algo más?

–No gran cosa. El hombre se encontraba de pie cuando le dispararon y estaba de frente a su asesino. No se volvió ni le dio la espalda.

«O bien era una persona muy valiente -reflexionó Hannah- o, lo que es mucho más probable, no podía dar crédito a lo que estaba viendo en ese momento.»

–Un último detalle -dijo el médico-. La bala siguió una trayectoria ascendente. El asesino tuvo que agacharse o ponerse de rodillas. Si las distancias son correctas, el arma fue disparada a unos setenta centímetros del suelo.

«¡Maldita sea! – se dijo Hannah-. Tuvo que pasar limpiamente por encima del muro. O quizá fue a chocar contra la casa, pero a una altura mucho mayor, cerca del canalón del tejado. Por la mañana, Parker tendrá que comenzar de nuevo todo el trabajo. Pero esta vez subiéndose a una escalera.» Hannah dio las gracias al médico y colgó el teléfono. El informe completo por escrito no le llegaría hasta el día siguiente, en el avión de vuelo regular.

Parker había perdido su equipo forense, integrado por los cuatro funcionarios de las Bahamas, así que tuvo que ponerse a trabajar solo. Jefferson, el mayordomo, secundado por el jardinero, sujetaba la escalera, mientras que el desventurado Parker miraba por la pared de la casa situada encima del jardín, en busca de la segunda bala. Llegó hasta la altura de los canalones, pero no encontró nada.

Hannah estaba tomando el desayuno que Jefferson le había servido en la sala de estar. Lady Moberley no hacía más que dar vueltas de un lado a otro, arreglaba las flores, sonreía vagamente y comenzaba de nuevo a dar vueltas sin ton ni son. Daba la impresión de encontrarse alegremente despreocupada, sin que pareciera importarle mucho lo que le ocurriera al cadáver de su difunto esposo, o lo que hubiese quedado de él, sin interesarse por saber si lo traerían de vuelta a Sunshine para enterrarlo en la isla o se lo llevarían a Inglaterra. Hannah tenía la impresión de que no había nadie a quien pareciese importar gran cosa la suerte de Sir Marston Moberley, empezando por su propia esposa. De repente se dio cuenta de por qué la mujer parecía tan alegremente despreocupada. De la bandeja de plata en la que se servían las bebidas faltaba la botella de vodka. Lady Moberley era feliz por primera vez desde hacía muchos años.

Pero Desmond Hannah, no. Estaba intrigado. Cuanto más inútil resultaba la búsqueda de la bala perdida, tanto más le parecía que su instinto no le había engañado. Se trataba de un asunto casero; el candado forzado en la puerta de hierro no era más que una estratagema. Alguien tuvo que bajar por las escaleras, saliendo del cuarto de estar en el que ahora se encontraba, y acercarse al gobernador, el cual, al advertir el arma, se puso de pie. Después de haber disparado, el asesino encontró una de las balas en la grava y la recogió. Entonces, renunciando a buscar la otra bala en la oscuridad, corrió hacia la casa para esconder la pistola antes de que alguien fuese a molestar.

Hannah terminó su desayuno, salió a la terraza y contempló a Peter Parker encaramado en lo alto de la escalera, a poca distancia del tejado.

–¿Ha habido suerte? – preguntó.

–Ni la más remota -le gritó Parker desde arriba.

Hannah se dirigió al muro del jardín y se detuvo de espaldas a la puerta de hierro. La tarde anterior, subido a un caballete, había estado contemplando por encima de la puerta el camino que pasaba por detrás. Entre las cinco y las seis, el sendero había sido constantemente transitado. Lo usaban las personas que querían tomar un atajo para ir de Port Plaisance a Shantytown; los pequeños campesinos que volvían de la ciudad a sus cabañas repartidas por la arboleda también lo utilizaban. En menos de una hora habrían pasado por allí, en una u otra dirección, unas treinta personas. En ningún momento el sendero se quedó completamente solitario; incluso, en una ocasión, vio a siete personas que pasaban por él, de ida o de vuelta. Era imposible que el asesino hubiera utilizado ese camino sin ser visto. ¿Y a cuento de qué la tarde del martes debía de haber sido diferente a las demás tardes? Alguien tenía que haber advertido algo.

Pero lo cierto era que nadie se había presentado en respuesta al llamamiento hecho a través de los carteles. ¿Qué isleño renunciaría a mil dólares estadounidenses? Se trataba de una fortuna. Así que… el asesino tenía que haber salido de la casa, tal como él había sospechado desde un principio.

La puerta de entrada al palacio de la gobernación, una verja de hierro labrado, se encontraba cerrada aquella tarde, cuando se perpetraba el crimen. La puerta se cerraba sola desde dentro. Jefferson hubiera acudido de inmediato si alguien hubiese tocado el timbre. Pero nadie pudo haber pasado tranquilamente por aquella puerta, cruzar luego el patio de grava, a continuación el vestíbulo, pasar por el salón de estar y bajar por las escaleras hasta llegar al jardín. No podía haber sido ningún intruso casual, la puerta de entrada le hubiera cortado el paso. Las ventanas de la planta baja estaban protegidas por enrejados de estilo español. No había otro camino para llegar al jardín. A menos que un atleta hubiera saltado por encima de la valla del jardín y hubiese caído al césped… ¡Todo era posible!

No obstante, ¿cómo demonios salió después? ¿Cruzando toda la casa? Una excelente oportunidad de ser visto. ¿Saltando el muro de nuevo? Lo habían inspeccionado palmo a palmo buscando huellas de alguien que hubiera escalado la valla, sin resultado alguno. Y además, estaban los vidrios empotrados en el borde superior, a todo lo largo del muro. ¿O a través de la puerta de hierro, previamente abierta? Otra excelente oportunidad de ser visto. No, todo parecía indicar que se trataba de un asunto casero. Osear, el chófer, había atestiguado a favor de Lady Moberley, al asegurar que ésta se encontraba en la clínica infantil. Eso dejaba al viejo Jefferson, a ese desgarbado inocenton, como sospechoso. ¿O al joven Haverstock, del Regimiento de Dragones de la Reina?

¿Se avecinaba un nuevo escándalo como el del caso Kenyan de antes de la guerra, o como el del asesinato de Sir Harry Oakes? ¿Era un caso en el que había un único asesino, o estarían todos implicados en el crimen? ¿Cuál sería el motivo? ¿Odio, codicia, lujuria, sed de venganza, terrorismo político o el miedo ante la amenaza de que otro arruinase su carrera? ¿Y qué pintaba en todo eso el difunto Gómez? ¿Habría visto realmente a ese asesino a sueldo sudamericano en Sunshine? Y de ser así, ¿por qué demonios se había tomado Méndez el trabajo de liquidarlo?

Hannah, que seguía de espaldas a la puerta de hierro, dio dos pasos hacia delante y se puso de rodillas. Demasiado alto aún. Se echó de bruces al suelo, sobre el estómago, y apoyó codos para levantar el torso, manteniendo los ojos a unos setenta centímetros de la hierba. Se quedó mirando hacia el punto imaginario en el que debería de haber estado Sir Marston, de pie, tras haberse levantado de la hamaca y dado un paso hacia delante. De repente, Hannah se levantó de un salto y salió corriendo hacia la casa.

–¡Parker baje de la escalera y venga aquí! – vociferó acaloradamente.

El pobre Parker casi se cae desde lo alto de la escalera, sobresaltado por los gritos del otro. Nunca había visto tan excitado al flemático Hannah. Descendió a la terraza y se precipitó por las escaleras hacía el jardín.

–¡Quédese ahí! – le ordenó Hannah, señalando un punto imaginario sobre el césped-. ¿Cuánto mide usted?

–Un metro sesenta y ocho, señor.

–No es suficiente. Vaya a la biblioteca y tráigase un par de libros. El gobernador medía uno ochenta y nueve. Jefferson, consígame una escoba.

Jefferson se encogió de hombros. Si ese policía blanco deseaba ponerse a barrer el patio, era asunto suyo. El mayordomo se fue por una escoba.

Hannah hizo que Parker se subiese sobre cuatro libros apilados en el lugar donde el gobernador había estado de pie. Arrastrándose por la hierba, y con la escoba empuñada como si fuese un rifle, apuntó al pecho de Parker. La escoba se elevaba formando un ángulo de veinte grados con respecto a la superficie del suelo.

–Dé un paso a un lado.

Parker hizo lo que el otro le pedía y se cayó desde su montículo de libros. Hannah se incorporó y se encaminó hacia las escaleras que conducían a la terraza, y cuyos peldaños iban subiendo por el muro de izquierda a derecha. Aún seguía colgada allí, en su repisa de hierro forjado, en el mismo lugar donde había estado tres días antes, y mucho más tiempo también. Era la caja de malla de alambre, llena de tierra negra, que contenía unos hermosos geranios. Las plantas estaban tan juntas y floridas, que sólo a duras penas se advertía la caja de alambre, en la que crecían. Cuando los del equipo forense estuvieron trabajando en aquel muro, pasaron por alto aquel conjunto de flores.

–Traiga aquí esa caja de geranios -ordenó Hannah al jardinero-. Y usted Parker, venga con el maletín de homicidios; y usted Jefferson, vaya a buscar una sábana.

El jardinero gimió de dolor cuando vio el fruto de su trabajo esparcido sobre la sábana. Una tras otra, Hannah fue arrancando las flores y limpiando de tierra las raíces de las plantas antes de ponerlas a un lado. Cuando ya no le quedaba nada más que la tierra en la sábana, la fue separando en terrones, que luego desmenuzaba con una espátula hasta deshacerlo por completo. Y, en efecto, allí estaba.

La bala no sólo había atravesado el cuerpo del gobernador, manteniéndose intacta, sino que se había hundido en la tierra sin siquiera rozar los alambres del enrejado. Se había introducido entre los hilos de alambre deteniéndose al fin entre la fértil tierra. Se encontraba en perfectas condiciones. Hannah la cogió con unas pinzas y la metió en una bolsita de plástico, que luego cerró e introdujo dentro de un frasco con tapa de rosca. Se meció entonces sobre sus tobillos y se levantó.

–Esta misma noche, querido amigo -dijo a Parker-, regresará a Londres. Con esto. Alan Mitchell tendrá que trabajar el domingo para mí. Ya tengo la bala. Pronto tendré el arma. Y luego cazaré al asesino.

Ya no había nada más que pudiera hacer de momento en el palacio de la gobernación. Mandó llamar a Osear para que le llevase en el «Jaguar» al hotel. Mientras esperaba la llegada del chófer, permaneció de pie frente a las ventanas del cuarto de estar, contemplando el paisaje que se extendía por encima de la valla del jardín, con las casuchas de Port Plaisance, las inclinadas palmeras y el reluciente mar al fondo. La isla dormitaba bajo el calor del mediodía. ¿Dormitaba o rumiaba?

–Esto no es ningún paraíso -murmuró-, en un maldito polvorín a punto de estallar.