CAPÍTULO III

Al principio no parecía haber problema alguno. Rowse hizo el viaje en clase turista y fue uno de los últimos en salir del avión. Siguió a los demás pasajeros por la escalerilla para ir a caer en las garras del sol abrasador de una mañana libia. Desde la terraza de observación del moderno y blanco edificio de aeropuerto, un par de ojos impasibles se fijaron en él y unos prismáticos se recrearon literalmente en su persona mientras cruzaba la asfaltada pista de aterrizaje en dirección a la puerta de «Llegadas». Pasados unos segundos, los prismáticos fueron dejados a un lado, y murmuradas unas cuantas palabras en árabe. Rowse se sumergió en el frescor del aire acondicionado de la sala de llegadas y se colocó al final de la cola de los que esperaban su turno para mostrar el pasaporte. Los policías de emigración, con sus ojos negros como el azabache, se tomaban la tarea con toda calma, hojeaban cada página de cada pasaporte, contemplaban con gran atención el rostro de cada pasajero, comparándolo detenidamente con la fotografía del pasaporte y consultando en todo momento un manual que mantenían fuera de la vista, debajo de sus escritorios. Los poseedores de pasaporte libio se alineaban en una cola aparte. Dos ingenieros petroleros estadounidenses, que habían viajado en la zona de fumadores sentados detrás de Rowse, eran los últimos de la cola. Rowse tuvo que esperar veinte minutos hasta llegar ante el escritorio del policía que controlaba los pasaportes. Éste, con uniforme verde, le cogió el pasaporte, lo abrió y echó una mirada a una nota que tenía debajo del escritorio. Sin la más mínima expresión en su rostro, alzó la mirada e hizo una seña a alguien que estaba detrás de Rowse. El excombatiente de la SAS sintió un golpecito en el hombro. Se volvió. Se encontró de cara con otro policía vestido de uniforme verde, algo más joven, cuya actitud era cortés, pero firme. Dos soldados armados lo escoltaban a prudente distancia.

–Tendría la amabilidad de acompañarme -le dijo el joven en un inglés bastante aceptable.

–¿Hay algo que no esté en orden? – preguntó Rowse.

Los dos ingenieros estadounidenses habían enmudecido. En una dictadura, el hecho de sacar a un pasajero de la cola del control de pasaportes hace enmudecer a la gente.

El policía que se le había acercado alargó la mano y retiró del escritorio el pasaporte de Rowse.

–Por aquí, si tiene la amabilidad -dijo.

Los dos soldados armados se adelantaron y se colocaron junto a él, uno a cada lado. El policía echó a andar, seguido por Rowse y los soldados que le escoltaban. Cruzaron el vestíbulo de pasajeros y se adentraron por un largo pasillo. Al final del mismo, el policía abrió una puerta a la izquierda e hizo un ademán indicativo a Rowse de que debía entrar. Los soldados se apostaron a cada lado de la puerta.

El oficial de Policía siguió a Rowse dentro de la habitación y cerró la puerta. Era un aposento pintado de blanco, con ventanas protegidas por barrotes. Una mesa y dos sillas, una frente a la otra, se encontraban en el centro de la habitación y no había nada más allí. De una de las paredes colgaba un gran retrato de Muammar el-Gaddafi. Rowse se sentó en una de las sillas; el policía lo hizo enfrente y se puso a estudiar su pasaporte.

–No entiendo qué ocurre -protestó Rowse-. Mi visado me fue concedido ayer por su Oficina del Pueblo en La Valetta. ¿Seguro que está en regla?

El policía se limitó a hacer un gesto lánguido con la mano, dándole a entender que debía permanecer tranquilo. El excombatiente de las Fuerzas Aéreas Especiales lo estaba. Una mosca zumbó. Transcurrieron cinco minutos.

Rowse escuchó el chirriar de la puerta al abrirse a sus espaldas. El joven policía alzó la mirada, se puso de pie de un salto, chocó los tacones de sus botas e hizo el saludo militar. Acto seguido, y sin pronunciar ni una palabra, salió de la habitación.

–Bien, Mr. Rowse, ¿así que por fin ha llegado?

La voz era cálida y bien modulada y su inglés tenía el acento y la corrección que sólo pueden ser adquiridos en alguno de los mejores colegios británicos. Rowse volvió la cabeza. No hizo el menor gesto que pudiese indicar que había reconocido ese rostro, aunque se había pasado horas enteras estudiando las fotografías de aquel hombre durante las sesiones de entrenamiento que McCready le había impartido.

«Es una persona cortés, de cultura urbana y de una exquisita educación… adquirida en nuestro país -le había dicho McCready-. También se distingue por una crueldad sin límites, y es letal de pies a cabeza. Cuídate mucho de Hakim al-Mansur.»

El jefe del servicio de contraespionaje libio era mucho más joven de lo que las fotografías daban a entender, apenas algo mayor que el mismo Rowse. Tenía treinta y tres años, se decía en el expediente.

En 1969, Hakim al-Mansur, que tenía a la sazón quince años de edad, era un escolar que asistía a un internado privado en Harrow en las afueras de Londres, también el hijo y heredero de un cortesano de cuantiosa fortuna, confidente del rey libio Idris, con quien le unía además una íntima amistad.

Aquel año, un grupo de oficiales jóvenes y de espíritu radical, acaudillados por un coronel desconocido, de origen beduino, llamado Gaddafi, llevaron a cabo un golpe de Estado mientras el Rey se encontraba de viaje por el extranjero y lo derrocaron. Los oficiales rebeldes proclamaron de inmediato la formación de la Jamahariyah del Pueblo, la República Socialista. El Rey y su corte se refugiaron en Génova, adonde llevaron sus considerables riquezas, e hicieron un llamamiento a Occidente para que los ayudase en la restauración del viejo régimen. Nadie acudió.

Sin saberlo su padre, el joven Hakim se encontraba embelesado con el curso tomado por los acontecimientos en su patria. Ya había repudiado a su padre y todos sus políticos tan sólo un año antes, cuando su exaltada imaginación juvenil se vio enardecida por los disturbios callejeros y la situación prerrevolucionaria creada en París por los estudiantes radicales y los obreros de la izquierda. No es un fenómeno desconocido el hecho de que la juventud apasionada se lance en los brazos de los políticos radicales, y el joven escolar de Harrow en particular, había abrazado esa causa en cuerpo y alma. Sin perder ni un momento, se puso a bombardear la Embajada libia en Londres con peticiones encendidas para que le permitieran abandonar el internado de Harrow y regresar a su patria, donde pensaba unirse a la revolución socialista.

Sus cartas fueron estudiadas y sus peticiones rechazadas. Pero uno de los diplomáticos, un simpatizante del viejo régimen, escribió a Ginebra para informar al padre de Hakim al-Mansur de las veleidades de su hijo. Se produjo entonces una rabiosa disputa entre padre e hijo. El chico se negó a retractarse. Viéndose despojado de sus ingresos a los diecisiete años de edad, el joven Hakim al-Mansur tuvo que abandonar Harrow antes de acabar sus estudios. Durante un año anduvo dando vueltas por Europa, mientras intentaba convencer a Trípoli de su lealtad y buenas intenciones, pero era rechazado una y otra vez. En 1972 aparentó que había cambiado de modo de pensar, hizo las paces con su padre y se integró a la corte en el exilio, en Ginebra.

Durante ese tiempo tuvo la oportunidad de enterarse de los planes de una conjura, en la que estaba implicado un gran número de oficiales formados en la SAS británica, contratados por el canciller de Finanzas del rey Idris, con el fin de organizar un golpe de Estado en contra del coronel Gaddafi, que llevarían a cabo unos comandos en las zonas costeras de Libia, y que partirían de Génova en un buque llamado Leonardo da Vinci. El objetivo de la operación era tomar por asalto la cárcel principal de Trípoli, la llamada «Trípoli Hilton», y liberar a todos los jefes de clan de los nómadas del desierto, los cuales eran partidarios del rey Idris y odiaban a muerte al coronel Muammar el-Gaddafi. Los jefes nómadas se darían a la fuga, alzarían a sus tribus y derrocarían al usurpador. De inmediato, Hakim al-Mansur reveló todo el plan a la Embajada libia en París.

De hecho, el plan ya había sido descubierto (por la CÍA, que más tarde se lamentó de ello) y desmantelado, a petición de los estadounidenses, por las Fuerzas de Seguridad italianas. Pero aquel gesto de Hakim al-Mansur le valió una larga y prolongada entrevista con un funcionario de la Embajada libia en París.

El joven se había aprendido de memoria casi todos los farragosos discursos del coronel Gaddafi y hecho suyas las estrafalarias ideas del caudillo libio; sus conocimientos y entusiasmo lograron impresionar lo suficiente al oficial que lo interrogó como para que el joven y ardoroso revolucionario obtuviese el permiso para regresar a su país. Dos años después se había incorporado al Servicio Secreto de Inteligencia, al Mukhabarat.

El coronel Gaddafi en persona se entrevistó con él, supervisó su carrera y le prestó apoyo durante aquellos años. Entre 1974 y 1984, el joven al-Mansur llevó a cabo una serie de «asuntos delicados» en el extranjero para el coronel Gaddafi, moviéndose sin dificultad por el Reino Unido, Estados Unidos y Francia – donde la elocuencia y cortesía de que hizo gala fueron muy apreciadas-, así como por los nidos terroristas de Oriente Medio, en los que se convirtió en un árabe de los pies a la cabeza. Dirigió en persona el asesinato de tres enemigos políticos de Gaddafi que vivían en el extranjero, y entabló lazos de profunda alianza con la OLP, convirtiéndose además en un amigo íntimo y admirador de los cabecillas y de las eminencias grises del movimiento Septiembre Negro, en especial de Abu Hassan Salameh, a quien se parecía mucho.

Tan sólo un fuerte catarro le impidió reunirse con Salameh en el squash celebrado aquel día de 1979 cuando el Mossad logró arrinconar al fin al hombre que había planificado la matanza de los atletas judíos en las olimpíadas celebradas en Munich y le hizo volar en pedazos. El comando enviado por Tel Aviv jamás llegó a saber cuan cerca habían estado de matar a dos pájaros similares con una sola bomba.

En 1984 el coronel Gaddafi lo había ascendido a jefe de todas las operaciones terroristas en el extranjero y dos años después el mismo caudillo libio se veía reducido a un simple manojo de nervios a causa de las bombas y misiles estadounidenses. Por ello ardía en deseos de venganza, y la misión de al-Mansur consistía en proporcionársela… rápidamente. En relación con los británicos, no había problemas; los hombres del IRA (a los que en privado veía como a bestias feroces) se encargarían de dejar un reguero de sangre y muerte por todo el Reino Unido si se les suministraban los medios apropiados. El problema era encontrar un grupo similar dentro de Estados Unidos. Y allí estaba ese joven inglés, que podría ser un renegado…, o no serlo.

–Mi visado, le repito, está en regla -insistió Rowse, indignado-, así que ¿puedo preguntarle qué demonios está pasando?

–Por supuesto, Mr. Rowse, y la respuesta es muy simple. La entrada a Libia le ha sido denegada.

Al-Mansur cruzó el aposento y se quedó contemplando a través de una ventana los hangares del servicio de mantenimiento del aeropuerto que se veían al fondo.

–¿Pero por qué? – preguntó Rowse-. Mi visado fue expedido ayer mismo en La Valetta. Está en regla. Todo lo que quiero hacer es recoger algunos datos para unos pasajes de mi próxima novela.

–Por favor, Mr. Rowse, ahórreme usted esas protestas de inocencia. Usted es un antiguo oficial de las Fuerzas Aéreas Especiales británicas, – convertido en novelista, al parecer. Y ahora se presenta aquí y quiere convencernos de que desea describir nuestro país en su próximo libro. Con franqueza, dudo mucho de que la descripción que usted haga de mi país sea lisonjera; además, el pueblo libio no comparte, por desgracia, su británico sentido del humor. No, Mr. Rowse, usted no puede permanecer aquí. Venga, le acompañaré hasta el avión a Malta.

Al-Mansur pronunció una orden en árabe y la puerta se abrió de inmediato. Los dos soldados entraron en la habitación. Uno de ellos se apoderó del maletín de Rowse. Al-Mansur recogió el pasaporte de la mesa. Los dos soldados se echaron a un lado para ceder el paso a ambos civiles.

Al-Mansur condujo a Rowse por diversos pasillos y salieron a los ardorosos rayos del sol. El avión de las líneas aéreas libias se encontraba listo para el despegue.

–Mi equipaje -dijo Rowse.

–Ya se encuentra a bordo, Mr. Rowse -le informó al-Mansur.

–¿Puedo saber con quién he estado hablando? – preguntó Rowse.

–De momento no, querido amigo -contestó al-Mansur-. Llámeme… Mr. Aziz. Bien, ¿dónde piensa dirigirse ahora para proseguir sus investigaciones?

–No tengo ni idea -dijo Rowse-. Según parece, mis investigaciones han llegado al punto de partida.

–En ese caso, descanse -le aconsejó al-Mansur-. Disfrute de unas cortas y merecidas vacaciones. ¿Por qué no viajar a Chipre? Es una isla encantadora. Personalmente, siempre me inclino por los aires frescos de los montes Troodos en esta época del año. Justo en las afueras de Pedhoulas, en el valle de Marathassa, hay una vieja y acogedora hostería, «Apolonia». Se la recomiendo. Suelen pasar por allí personas de lo más interesantes. Que tenga un buen viaje, Mr. Rowse.

Se debió a una feliz coincidencia el que uno de los sargentos de la SAS advirtiese su llegada al aeropuerto de La Valetta. No lo esperaban tan pronto. Los dos hombres compartían una habitación en el hotel de aeropuerto y vigilaban el vestíbulo de la terminal de pasajeros en turnos de cuatro horas. El hombre de servicio se encontraba leyendo una revista deportiva cuando vio entrar a Rowse a la sala de espera, con un maletín en una mano y una maleta en la otra. Sin levantar la cabeza, siguió a Rowse con la mirada cuando se dirigía hacia la taquilla de las líneas aéreas chipriotas. Entonces llamó desde un teléfono público para alertar a su compañero, que se encontraba en el hotel. Ése comunicó de inmediato la noticia a McCready, el cual se hospedaba en otro hotel situado en la zona céntrica de La Valetta.

–¡Cojones! – maldijo McCready-. ¿Qué demonios ha hecho para regresar tan pronto?

–Ni idea, jefe -contestó el sargento-; pero, según Danny, se está informando en la taquilla de las líneas aéreas chipriotas.

Furioso, McCready se puso a reflexionar. Había esperado que Rowse permanecería en Trípoli unos cuantos días, y que su cobertura de que andaba haciendo averiguaciones sobre armas de alta tecnología para un puñado de terroristas americanos de ficción acabase con su detención y un interrogatorio efectuado por al-Mansur en persona. Y todo parecía indicar que había sido expulsado del país. ¿Pero por qué Chipre? ¿Acaso Rowse había perdido los nervios? Tenía que verle y enterarse de lo que había ocurrido en Trípoli. Pero Rowse no se había ido a hospedar a un hotel donde sería fácil acercarse a el con disimulo para obtener un informe de la situación. Rowse continuaba viaje. Quizá pensara que aún seguía siendo vigilado por los agentes del terrorismo libio… Entonces llamó por teléfono.

–Bill dile a Danny que se mantenga junto a él. Cuando no haya moros en la costa, acércate a la taquilla de las líneas aéreas chipriotas y trata de enterarte cuál es la ciudad de destino. Que Danny embarque en ese mismo vuelo; nosotros lo haremos en el siguiente. Estaré allí lo antes posible.

El tráfico en la zona céntrica de La Valetta es muy intenso al atardecer, por eso cuando McCready llegó al aeropuerto, el avión del vuelo nocturno para Nicosia había despegado ya… con Rowse y Danny a bordo. No había otro antes del día siguiente. Así que McCready se hospedó también en el hotel del aeropuerto. A eso de la medianoche recibía la llamada de Danny.

–¡Hola, tío! Estoy en el hotel del aeropuerto de Nicosia. La tía se ha acostado ya.

–La pobre debe de estar muy cansada -dijo McCready-. ¿Es bonito el hotel?

–¡Oh sí! Encantador. Tenemos una habitación fabulosa. La seiscientos diez.

–Me alegro mucho. Es probable que yo también me hospede allí a mi llegada. ¿Y qué tal las vacaciones hasta ahora?

–Formidables. La tía ha alquilado un automóvil para mañana. Creo que haremos una excursión por las montañas.

–Todo eso es magnífico -dijo McCready con jovialidad a su «sobrino», que estaba de vacaciones con su «tía» por el Mediterráneo Oriental-. ¿Por qué no reservas una habitación para mí en el mismo hotel? Me reuniré con tu tía y contigo tan pronto como me sea posible. ¡Que pases una feliz noche, muchacho querido!

McCready colgó el teléfono.

–Ese bribón se va mañana a las montañas -apuntó pensativo-. ¿De qué demonios se habrá enterado en esa escala relámpago en Trípoli?

–Mañana lo sabremos, jefe -comentó Bill-. Danny nos dejará un mensaje en el lugar habitual.

Como nunca veía el momento de poder desperdiciar algo de tiempo durmiendo a sus anchas, Bill se dio media vuelta en la cama y a los treinta segundos se encontraba sumido en un profundo sueño. En su profesión nadie sabía cuándo podría disfrutar del próximo sueño.

El avión que McCready tomó en La Valetta aterrizó en el aeropuerto de la capital chipriota poco después de las once, con una hora perdida por el cambio de horario. Había hecho el viaje en un asiento alejado del de Bill, aunque cuando salieron del avión tomaron el mismo autobús de enlace hasta el hotel del aeropuerto. McCready se quedó en el bar del vestíbulo mientras Bill subía a la habitación seiscientos diez.

Una doncella estaba arreglándola. Bill le hizo un gesto de saludo, acompañado de una encantadora sonrisa, y le explicó que se había olvidado la navaja de afeitar en el cuarto de baño y entró en él. Danny les había dejado allí su mensaje, pegado con una cinta adhesiva debajo del depósito de agua del retrete. Cuando salió del cuarto de baño, saludó de nuevo con un gesto a la doncella, mientras mantenía a la vista la navaja de afeitar que se había sacado de un bolsillo, fue correspondido con otra sonrisa y se encaminó hacia las escaleras para volver abajo.

Bill le pasó el mensaje a McCready en el servicio de caballeros del vestíbulo del hotel. McCready se metió en uno de los cubículos de los retretes y lo leyó.

En él se explicaban las razones por las que Rowse no había tratado de ponerse en contacto. Según Danny, cuando Rowse salió de la Aduana del aeropuerto de La Valetta, también lo hizo su «seguidor», un joven pálido, de tez cetrina, que vestía un traje de gamuza. El agente libio había estado vigilando a Rowse desde Trípoli hasta el momento en que el avión de las líneas chipriotas despegó del aeropuerto de La Valetta con destino a Nicosia, pero no viajó en ese vuelo. Otro «seguidor», enviado seguramente por la Oficina del Pueblo Libio en Nicosia, lo había estado esperando en el aeropuerto de esa ciudad y le siguió hasta el hotel, donde pasó la noche apostado en el vestíbulo. Quizá Rowse hubiera detectado a sus seguidores, pero sin dar muestras de ello. Danny se había convertido en la sombra de los dos agentes, aunque siempre a prudente distancia.

Rowse había encomendado a la recepción del hotel que le tuvieran un coche alquilado para las siete de la mañana. Mucho después, Danny había hecho lo mismo. Rowse también había pedido un mapa de la isla y consultado al jefe de recepción sobre la mejor ruta hacia los montes Troodos.

En los últimos párrafos del mensaje, Danny decía que saldría del hotel a las cinco de la madrugada, estacionaría donde pudiera vigilar la única salida del aparcamiento del hotel y esperaría allí hasta que Rowse apareciera. No podía saber si el residente libio se dedicaría a perseguir a Rowse durante todo su recorrido por las montañas o si se conformaría simplemente con verlo partir, Danny, por su parte, se mantendría lo más cerca de Rowse que pudiera y telefonearía a la recepción del hotel cuando lo hubiera seguido hasta su destino y lograse dar con un teléfono público. Preguntaría por Mr. Meldrum.

McCready volvió al vestíbulo y utilizó uno de los teléfonos públicos para realizar una breve llamada a la Embajada británica. Minutos después se encontraba charlando con el jefe de la delegación del SIS británico en la isla, un cargo importante si se piensa en las bases que el Reino Unido mantiene en Chipre y en su proximidad con el Líbano, Siria, Israel y las fortalezas que los palestinos tienen diseminadas por esa parte del Mediterráneo. McCready, que conocía a su colega desde los días en que habían trabajado juntos en Londres, muy pronto consiguió lo que deseaba: un automóvil que no estuviera fichado y con un conductor que hablase un griego fluido. Al cabo de una hora lo tenía.

La llamada para Mr. Meldrum fue recibida en el hotel a las dos y diez de la tarde. McCready cogió el auricular de manos del jefe de recepción. Una vez más, se reprodujo la conversación habitual entre tío y sobrino.

–Hola, sobrino querido, ¿cómo estás? ¡Qué alegría escuchar tu voz de nuevo!

–¡Hola tío! La tía y yo nos hemos detenido a comer en un precioso hotel en lo alto de las montañas, a las afueras de Pedhoulas. Se llama «Apolonia». Creo que tu mujer quiere quedarse aquí, pues es un sitio encantador. El coche nos produjo algunos quebraderos de cabeza, así que lo llevé a un garaje en Pedhoulas, propiedad de un tal Demetriou.

–No tiene importancia. ¿Qué tal los olivos?

–Por aquí no hay olivos, tío. Sólo manzanos y plantaciones de cerezos. Los olivos se dan en la planicie.

McCready colgó el teléfono y se dirigió al servicio de caballeros. Bill lo siguió. Esperaron a que saliese el único ocupante, inspeccionaron los cubículos de los retretes y entonces se pusieron a hablar.

–¿Se encuentra bien Danny, jefe?

–Por supuesto. Ha estado siguiendo a Rowse hasta un hotel situado en lo alto de los montes Troodos. Al parecer, Rowse ya ha advertido su presencia. Danny se encuentra en la aldea, cerca de un garaje llamado «Demetriou». Allí nos estará esperando. El agente libio, un hombre de piel aceitunada, se ha quedado aquí abajo, satisfecho al parecer de que Rowse haya partido para donde se suponía que debía de partir. El coche llegará aquí de un momento a otro. Quiero que recojas tu equipaje y nos esperes en la carretera, a un kilómetro del hotel.

Media hora después, el automóvil del Mr. Meldrum había llegado al fin, un «Ford Orion» lleno de abolladuras, el único signo auténtico de un coche «no fichado» en Chipre. El conductor, un joven despierto, pertenecía al cuerpo de agentes del Cuartel General del SIS en Nicosia. Se llamaba Bertie Marks y hablaba el griego con gran fluidez. Encontraron a Bill descansando bajo la sombra de un árbol, a un lado de la carretera, lo recogieron y se dirigieron hacia el Sudoeste, en dirección a las montañas. Fue un viaje largo. Ya había oscurecido cuando llegaron a la pintoresca localidad de Pedhoulas, en el corazón de la zona productora de cerezas de los montes Troodos.

Danny los estaba esperando en un café enfrente del garaje. El pobre Mr. Demetriou no había podido reparar aún el automóvil alquilado; Danny se había asegurado muy bien cuando lo estropeó de que los trabajos de reparación durasen medio día al menos.

Les indicó dónde se encontraba el hotel «Apolonia» y luego, él y Bill inspeccionaron los alrededores con sus agudas miradas de profesional, que todo lo descubrían, incluso entre aquellas tinieblas. Se fijaron en la falda de una montaña al otro lado del valle, desde la que se dominaba la espléndida terraza donde estaba el comedor del hotel, cogieron sus equipajes y desaparecieron en silencio entre los cerezos. Uno de ellos llevaba el transmisor portátil que Marks había traído de Nicosia. El otro se lo quedaría McCready. En el pueblo, los hombres del SIS británico encontraron una taberna más pequeña y menos pretenciosa, que hacía las veces de hostal, y se registraron en ella.

Rowse había llegado a esa localidad a la hora del almuerzo, después de un agradable y apacible viaje desde el hotel del aeropuerto. Daba por supuesto que había sido seguido por su «ángel» de la SAS desde luego, deseaba que hubiese sido así.

La noche anterior, en Malta, se había hecho el remolón para pasar el último por el control de pasaportes por la Aduana. Todos los demás pasajeros menos uno habían cumplido con esas formalidades antes que él. Tan sólo el joven de tez cetrina del Mukhabarat iba rezagado. Entonces fue cuando se dio cuenta de que Hakim al-Mansur había enviado a un agente para que lo vigilase. Se cuidó mucho de mirar a su alrededor para ver si descubría a los sargentos de las Fuerzas Aéreas Especiales, en la esperanza de que ellos no trataran de acercarse a él.

Sabía que su «seguidor» de Trípoli no había embarcado en el vuelo para Nicosia, de lo que dedujo que otro agente le estaría esperando en el aeropuerto de esa ciudad. Y así fue, en efecto. Rowse se comportó con toda naturalidad y luego durmió a sus anchas. Vio al libio cuando éste abandonaba su persecución en la carretera que partía del aeropuerto de Nicosia, y confió en que alguno de los hombres de la SAS fuese detrás de él. Se tomó todo con calma, pero no volvió la cabeza. Y por supuesto, tampoco se ocultó ni trató de establecer contacto. Algún otro libio podría estar apostado en las colinas.

En el «Apolonia» había una habitación libre, así que la reservó. Quizás al-Mansur se hubiera encargado de que estuviera disponible, o quizá no. Era una habitación muy agradable con una vista maravillosa sobre el valle y la falda de una montaña poblada de cerezos, que poco tiempo antes habían estado en flor.

Tomó un almuerzo ligero pero sabroso, compuesto por un guisado de cordero, criado en la región, que acompañó con una botella de un suave vino tinto de Omhodos, seguido de un postre de frutas frescas. El hotel era una vieja taberna, restaurada y modernizada, a la que se habían añadido algunas innovaciones, tales como la terraza del comedor, construida sobre pilares y desde la que se dominaba el valle; las mesas aparecían dispuestas con generosos espacios entre ellas y protegidas por toldos a franjas. Pero por muchas personas que estuvieran hospedadas en el hotel, lo cierto era que muy pocas de ellas se habían presentado a la hora de comer. Vio allí un hombre, ya entrado en años, de cabello negro azabache, sentado solo a una mesa apartada, que se dirigía al camarero en un inglés con acento gutural, también había algunas parejas, claramente chipriotas y que habían ido simplemente a almorzar. En el momento que entraba en la terraza, una mujer, joven y muy guapa, salía de ella. Rowse se volvió para verla mejor; su cuerpo parecía el de una modelo, su melena de cabellos rubios como el trigo no le daba aspecto de chipriota. Rowse miró a los tres camareros que, embelesados, no quitaron la vista de la joven hasta que ésta salió del restaurante. Él siguió contemplándolos hasta que al fin uno de ellos advirtió su presencia y lo acompañó a una mesa.

Después de almorzar fue a su habitación y se permitió el lujo de echarse una siesta. Si al-Mansur, con aquella insinuación que tantos trabajos le había dado, pretendió decir que participaba ahora en «el juego», nada habría que él pudiera hacer más que mantenerse vigilante y esperar. Había hecho precisamente lo que el otro le había sugerido que hiciera. El siguiente movimiento, si es que se producía alguno, tendría que partir de los libios. En lo único que confiaba ahora era en contar con alguna clase de ayuda si las cosas se ponían mal.

Cuando se despertó de su siesta, la ayuda había llegado al lugar y ocupado sus posiciones. Los dos sargentos de la SAS habían encontrado una pequeña cabaña de piedra, emplazada entre los cerezos en el lado de la montaña frente a la terraza del hotel. Tras haber quitado con sumo cuidado una de las piedras de la pared que daba al valle, se encontraron con un simpático agujero desde el que podían divisar el hotel con toda comodidad a unos setecientos metros. Sus poderosos prismáticos de campaña les acercaban la terraza del comedor a una distancia que apenas parecía ser de cinco metros.

Las tinieblas ya se habían extendido por el valle cuando avisaron a McCready y le dieron las instrucciones oportunas para que se reuniera con ellos en su escondrijo al otro lado de la montaña. De acuerdo con las indicaciones, Marks condujo el coche hasta las afueras de Pedhoulas y bajó dos senderos de montaña hasta que se encontraron con Danny, que les esperaba al borde de un camino.

McCready se bajó del automóvil y siguió a Danny bordeando la montaña hasta que desaparecieron entre los cerezos y alcanzaron la cabaña sin ser vistos desde el otro lado del valle. Bill pasó a McCready sus prismáticos de visión nocturna con intensificación de imagen.

En la terraza del comedor se habían encendido las luces, un círculo de bombillas de colores se extendía sobre el perímetro de la zona del comedor, con candelabros en cada una de las mesas.

–Para mañana necesitaremos ropas de campesinos chipriotas, jefe -murmuró Danny-. No podremos andar mucho tiempo por la ladera de esta montaña vestidos de esta manera.

McCready tomó nota mental de que debería enviar a Marks por la mañana a alguna aldea situada a bastantes kilómetros de allí para que comprara esos estilos de batas cortas de lona y de pantalones que llevaban los campesinos que había visto durante el viaje, tumbados a la sombra de algún árbol al borde del camino. Con algo de suerte, nadie iría a molestarles a la cabaña; en mayo era demasiado tarde para fumigar los capullos, y muy pronto para la recolección. La cabaña estaba abandonada, con el techo semiderruido. El polvo reinaba por doquier y, apoyados contra las paredes, se veían unos cuantos azadones y un par de picos mohosos con los mangos rotos. Para los sargentos de la SAS, que habían permanecido durante semanas enteras, calados hasta los huesos, en las abruptas faldas de las montañas de Ulster, la cabaña era como un hotel de cuatro estrellas.

–¡Mi madre, vaya bombón! – murmuró Bill, que se había puesto a mirar de nuevo con los prismáticos. Entonces se los pasó a McCready.

Una joven había salido a la terraza. Un radiante camarero la acompañó hasta una mesa. Llevaba un sencillo pero elegante vestido blanco, que hacía resaltar el dorado bronceado de su piel. Los rubios cabellos le caían sobre los hombros. La joven tomó asiento y, al parecer, encargó una bebida.

–¡Concentraos en vuestro trabajo! – refunfuñó McCready-. ¿Dónde está Rowse?

El sargento hizo una mueca de dolor.

–¡Ay, sí, Rowse! En la primera fila de ventanas por encima de la terraza. La tercera, por la derecha.

McCready se llevó los prismáticos a los ojos. Todas las cortinas estaban descorridas. En algunas ventanas había luz. McCready divisó la figura de un hombre, desnudo y con una toalla atada a la cintura, en el momento en que salía del cuarto de baño y se movía por la habitación. Era Rowse. Hasta ese momento las cosas marchaban bien. Pero aún no se había presentado ningún terrorista libio. Otros dos comensales salieron a sentarse a la terraza para cenar: un grosero hombre de negocios levantino, que llevaba relucientes anillos en los dedos de ambas manos, y un hombre ya mayor, que ocupó una mesa, solo, en un rincón de la terraza y se puso a estudiar con detenimiento la minuta. McCready suspiró. Su vida se había convertido en una penosa sucesión de esperas y ya estaba harto de ello. Se apartó los prismáticos del rostro y echó una ojeada a su reloj de pulsera. Las siete y cuarto. Aún permanecería allí dos horas más antes de regresar con Marks a la aldea para cenar. Los sargentos se encargarían de la vigilancia durante toda la noche. Eso era lo que hacían mejor, aparte las acciones que requiriesen la violencia física.

Rowse se puso el reloj de pulsera y comprobó la hora. Las siete y veinte. Salió de su habitación, cuya puerta cerró con llave, y bajó a la terraza para tomar una copa antes de cenar. El sol se había ocultado ya detrás de las montañas, dejando la cuenca del valle en la penumbra, mientras que las siluetas de las montañas se destacaban recortadas contra la brillante luz de fondo. En la costa, la ciudad de Pafos disfrutaría aún con otra hora más de sol en esa calurosa tarde primaveral.

Había tres personas en la terraza: un hombre gordo de aspecto mediterráneo, el viejo sujeto de inverosímiles cabellos negros y la joven. Ésta, sentada de espaldas a la puerta de la terraza, contemplaba el valle que se extendía a sus pies. Cuando Rowse entró, un camarero se acercó a él. Rowse le hizo una seña, indicándole que deseaba la mesa contigua a la de la mujer, junto a la barandilla de la terraza. El camarero le sonrió con picardía y se apresuró a cumplir sus deseos. Rowse pidió una copa de ouzo y una jarra con agua de manantial de la localidad.

Mientras tomaba asiento, volvió la cabeza para mirar hacia la mesa de al lado. Entonces hizo un gesto de saludo.

–Buenas noches -murmuró.

La joven correspondió al saludo con una inclinación de cabeza y siguió contemplando el panorama del valle que se iba sumergiendo en la penumbra. El camarero le sirvió el ouzo. Rowse también miró hacia el valle.

–¿Puedo proponerle un brindis? – preguntó al cabo de rato.

La joven se mostró sorprendida.

–¿Un brindis?

Con la copa, Rowse señaló la silueta de las montañas que los rodeaban como centinelas protegidos por las sombras, y la destellante franja anaranjada que el sol dibujaba tras ellas.

–Por la tranquilidad…, y por esa espectacular belleza.

La joven esbozó una sonrisa.

–Por la tranquilidad -repitió ella y bebió un sorbo de su vino blanco.

El camarero se acercó con las minutas. En mesas separadas, ambos se dedicaron a estudiar atentamente el menú. La joven pidió trucha de montaña.

–No puedo mejorar eso. Lo mismo para mí, por favor – ordenó Rowse.

El camarero se retiró.

–¿Va a cenar sola? – preguntó Rowse con amabilidad.

–Sí -respondió la joven, con voz dulce.

–También yo -replicó Rowse-. Y eso me entristece, porque soy un hombre temeroso de Dios.

Ella frunció el entrecejo con expresión de asombro.

–¿Qué tiene Dios que ver con esto?

Rowse advirtió que no tenía acento británico. Había cierto sonido nasal en él. ¿Acaso estadounidense? Él señaló más allá de la terraza.

–La vista, la paz, las montañas, el sol que se oculta dando paso a la noche… Dios ha creado todo eso, pero seguro que no lo hizo para que uno cenase solo.

La mujer se echó a reír. Un destello de blancos dientes en su rostro bronceado por el sol. «Procura hacerlas reír -le había dicho su padre-, les gusta que alguien las haga reír.»

–¿Puedo sentarme a su mesa? ¿Sólo para cenar?

–¿Por qué no? Sólo para cenar.

Rowse cogió su copa y fue a sentarse frente a ella.

–Tom Rowse -se presentó a sí mismo.

–Monica Browne -respondió la joven.

Comenzaron a hablar de cosas insustanciales, como es habitual. Luego, Rowse le explicó que era un escritor de novelas con moderado éxito y que se encontraba allí en busca de datos para el libro que pensaba escribir en el que aparecerían algunos aspectos políticos de esa zona de Levante y de Oriente Medio. Había decidido terminar su gira por el Mediterráneo Oriental con un breve descanso en ese hotel, que un amigo le había recomendado por su comida y su tranquilidad.

–¿Y usted? – preguntó Rowse.

–Nada tan emocionante. Crío caballos. He estado en esta zona adquiriendo tres sementales purasangre. Lleva bastante tiempo conseguir los papeles de embarque; así que, bien… – prosiguió la mujer, encogiéndose de hombros-, ahora me dedico a esperar. Me pareció que sería más agradable hacerlo en este lugar que consumirme de impaciencia en los muelles.

–¿Sementales?, ¿en Chipre? – preguntó Rowse.

–No, en Siria. La feria anual de Hama. Caballos árabes. Los más puros. ¿Sabía que todas las razas de caballos que hay en Gran Bretaña descienden en última instancia de tres caballos árabes?

–¿De tres precisamente? Pues no, no lo sabía.

La mujer estaba entusiasmada con sus caballos. Rowse pudo enterarse de que era la esposa de un comandante retirado del Ejército, Erich Browne, un hombre mayor que ella, y tenían una granja en Ashford, que llevaban entre los dos, en la que se dedicaban a la cría de caballos. Ella era oriunda de Kentucky, donde había adquirido sus conocimientos sobre la cría de caballos y las razas equinas. Rowse conocía Ashford muy vagamente; una pequeña ciudad del Condado de Kent, junto a la carretera que comunica Londres con Dover.

El camarero les sirvió las truchas, deliciosamente asadas a la parrilla sobre brasas de carbón vegetal, acompañadas con vino blanco, del valle de Marathassa. Dentro del hotel, al otro lado de las puertas que daban al patio anterior a la terraza, un grupo de tres hombres se dirigió al bar.

–¿Cuánto tiempo tendrá que esperar aún? – preguntó Rowse-. ¿Por los sementales?

–Algunos días más, espero. Estoy preocupada por ellos. Tendría que haberme quedado en Siria con ellos. Son terriblemente fogosos. Se ponen muy nerviosos con el transporte. Pero el agente que tengo aquí encargado de su transporte es muy bueno. Me telefoneará cuando lleguen, entonces me encargaré personalmente de su embarque.

Los hombres que estaban en el bar ya se habían terminado su whisky y habían salido a la terraza para sentarse a una de las mesas. Rowse logró captar algo de su acento. Con mano firme se llevó a la boca el tenedor con un trozo de trucha.

–Pide al camarero que nos sirva una ronda de lo mismo – dijo uno de los hombres.

Al otro lado del valle, Danny susurró:

–Jefe.

McCready se puso de cuclillas y acercó el rostro al pequeño agujero que los sargentos habían hecho en la pared. Danny le pasó los prismáticos y se echó a un lado. McCready ajustó el foco y emitió un largo suspiro de alivio.

–¡Bingo! – exclamó, y apartó los prismáticos-. No los perdáis de vista, regresaré con Marks para vigilar la fachada del hotel. Bill, acompáñame.

Reinaba tal oscuridad en esa parte de la montaña, que pudieron regresar tranquilamente al sitio donde Marks les estaba esperando con el automóvil, sin correr el riesgo de ser vistos desde el otro lado del valle.

En la terraza, Rowse fijó su atención exclusivamente en Monica Browne. Una sola mirada de reojo le había bastado para enterarse de todo cuanto necesitaba saber. A dos de los irlandeses jamás los había visto. El tercero, y claro cabecilla del grupo, era Kevin Mahoney.

Rowse y Monica Browne renunciaron a los postres y pidieron café. Junto con éste les fueron servidos unos dulces de aspecto empalagoso. Monica denegó con la cabeza.

–Eso no es bueno para la figura -dijo-, en realidad, no es bueno para nada.

–Y la suya no se vería perjudicada en modo alguno, porque es asombrosa -apuntó Rowse.

Ella rió como quitando importancia al cumplido, pero lo hizo con satisfacción. Entonces se inclinó hacia delante. A la luz de las velas, Rowse advirtió un breve pero excitante destello en la hondonada entre sus turgentes senos.

–¿Conoce a esos hombres? – preguntó la joven con seriedad.

–No los he visto en mi vida -contestó Rowse.

–Pues uno de ellos no le quita la vista de encima.

Rowse no quería volver la cabeza para mirarlos. Sin embargo, después de esa observación hubiera resultado muy sospechoso no hacerlo. Por el rabillo del ojo vio el rostro de tez morena y de agraciados rasgos de Kevin Mahoney, con la mirada puesta en él. Cuando Rowse volvió la cabeza, Mahoney no se molestó en mover los ojos en otra dirección. Sus miradas se encontraron. Rowse conocía muy bien aquélla, reflejando la extrañeza y el desasosiego de alguien que cree haber visto antes a una persona en alguna parte, pero que no puede situarla. Rowse volvió a su primitiva posición.

–No. Son unos completos extraños para mí.

–Pues en ese caso son unos extraños muy maleducados.

–¿Qué acento tienen? – preguntó Rowse.

–Irlandés -contestó la joven-. De Irlanda del Norte.

–¿Dónde aprendió a distinguir los acentos irlandeses? – se interesó Rowse.

–Criando caballos, por supuesto. Tom, ha sido una velada encantadora, pero si me disculpa, voy a retirarme.

La mujer se levantó. Rowse hizo otro tanto.

–Coincido con usted -dijo Rowse- en que ha sido una maravillosa velada. Espero que tengamos la oportunidad de volver a cenar juntos.

Rowse se quedó esperando a que ella le hiciese algún gesto indicándole que podía acompañarla, pero no lo hizo. Era una mujer de unos treinta años, segura de sí misma y nada estúpida. Si hubiese querido, ella se hubiera encargado de hacerle alguna insinuación. Pero al no ser así, tratar de forzar las cosas hubiera sido tonto. La joven le dirigió una radiante sonrisa y abandonó la terraza. Rowse encargó otro café, dio de nuevo la espalda al trío de irlandeses para contemplar las oscuras montañas. Al poco rato escuchó a los hombres regresar al bar, y a sus whiskies.

–Ya le dije que era un lugar encantador -dijo una voz profunda y educada a su espalda.

Hakim al-Mansur, vestido con la elegancia de costumbre, tomó asiento en la silla de enfrente e hizo una seña al camarero para que le sirviera un café. Al otro lado del valle, Danny dejó los prismáticos en el suelo y llamó con toda urgencia por su radio transmisor. En el «Orion» que estaba aparcado en la calle frente a la entrada principal del «Apolonia», McCready recibió el mensaje. No había visto entrar al libio en el hotel, pero éste podría estar allí desde hacía horas.

–Mantenme informado -pidió a Danny.

–Eso fue lo que dijo, en efecto, Mr. Aziz -asintió Rowse con calma-.Y lo es, sin lugar a dudas. Pero, si usted quería hablarme, ¿por qué me expulsó de Libia?

–¡Oh, por favor!, no fue expulsado, sólo no admitido -se defendió al-Mansur-. Pues bien, el motivo ha sido que deseaba charlar con usted en completa intimidad. Incluso en mi patria existen formalidades, informes que redactar, curiosidad de los superiores que satisfacer… Y en este lugar no hay más que paz y tranquilidad.

«Y grandes facilidades -pensó Rowse-, para liquidar a alguien con toda tranquilidad y dejar a las autoridades chipriotas con el cadáver de un ciudadano británico.»

–Pues bien -dijo Rowse-, tengo que darle las gracias por su cortesía al ayudarme en mis pesquisas.

Hakim al-Mansur esbozó una ligera sonrisa.

–Me parece que ha llegado el momento de que se acaben sus chiquilladas, Mr. Rowse. Fíjese bien: antes de que ciertas… bestias… lo liberasen de sus sufrimientos, su difunto amigo, Mr. Kleist, se mostró en extremo comunicativo.

Rowse sintió que todo le daba vueltas y una ola de amarga furia se movió en su interior.

–Los periódicos decían que había sido asesinado por traficantes en drogas -replicó-, como venganza por lo que les había hecho.

–Por desgracia, no. Los que hicieron eso están implicados en el tráfico de drogas, pero su principal entusiasmo consiste en poner bombas en los lugares públicos, sobre todo en el Reino Unido.

–¿Pero por qué? ¿Por qué habrían de estar interesados en Ulrich esos irlandeses sanguinarios?

–No lo estaban, mi querido Mr. Rowse. Les interesaba descubrir qué hacía usted realmente en Hamburgo, entonces pensaron que su amigo podría estar informado de ello. Y resultó que su amigo lo estaba. Parecía convencido de que detrás de las «mentiras» que usted le había contado sobre ciertos terroristas americanos «de ficción» se ocultaban unas intenciones de índole bien distinta. Esa información, cimentada con otros mensajes que recibimos de Viena, me hizo llegar a la conclusión de que usted puede resultar una persona interesante para sostener una amigable charla. Y confío en que lo sea, Mr. Rowse, por su bien, confío sinceramente en que lo sea. Y ahora ha llegado el momento de hablar. Pero no aquí.

Dos hombres habían aparecido de repente a espaldas de Rowse. Eran altos y fuertes y de tez aceitunada.

–Me parece que deberíamos dar un pequeño paseo -dijo al-Mansur.

–¿Se trata de ese tipo de paseos de los que uno suele volver sano y salvo? – preguntó Rowse.

Hakim al-Mansur se puso de pie.

–Eso depende de si usted es capaz de contestar un par de sencillas preguntas a mi entera satisfacción -replicó al-Mansur.

McCready, alertado por Danny desde el otro lado del valle, estaba esperando el automóvil cuando éste salió a la calle por el pórtico del «Apolonia». Vio alejarse el coche de los libios, con Rowse en el asiento trasero, entre dos corpulentos matones.

–¿Los seguimos, jefe? – preguntó Bill desde el asiento trasero del «Orion».

–No -contestó McCready-. Intentarlo sin luces por esas condenadas curvas sería suicida. Si encendemos los faros, acabaríamos con el juego. Al-Mansur ha sabido elegir muy bien su terreno. Si Rowse vuelve vivo, ya nos contará lo que ha ocurrido. Y si no… Bien, al menos habrá desempeñado su papel hasta el final. El cebo está siendo examinado. Mañana sabremos si ha sido aceptado o rechazado. Por cierto, Bill, ¿puedes entrar al hotel sin ser visto?

Bill lanzó una mirada a su jefe como si le hubiese ofendido gravemente.

–Introduce esto por debajo de la puerta de su habitación – ordenó McCready mientras entregaba un folleto turístico al sargento.

El viaje por las montañas se prolongó durante una hora. Rowse tuvo que hacer verdaderos esfuerzos para no volver la cabeza. No obstante, en dos ocasiones, mientras el conductor libio se afanaba por tomar unas curvas muy cerradas, Rowse pudo observar el camino por donde habían pasado. Y en dos ocasiones, el conductor se detuvo a un lado de la carretera, apagó las luces y se quedó esperando durante más de cinco minutos. Ningún coche pasó por su lado. Poco antes de la medianoche llegaron a una espléndida villa y el coche se detuvo ante una puerta de hierro forjado. Rowse salió del vehículo y penetró en la casa, cuya puerta había abierto otro libio corpulento. Contando al-Mansur, ya eran cinco. El asunto se complicaba.

Otro hombre los esperaba en el gran salón al que habían conducido a Rowse. Era un auténtico peso pesado, fornido, alto, de unos cuarenta y ocho años, aspecto brutal, rostro de facineroso y manos grandes y rojizas. Se advertía claramente que no era libio. En realidad, Rowse lo reconoció en seguida, pero no dio signos de ello. Aquel rostro había sido uno de los que aparecían en la «Galería de Tunantes» de McCready, que éste le había mostrado por si se topaba con él en el caso de que aceptara introducirse en el mundo del terrorismo y del Oriente Medio.

Frank Terpil era un renegado de la CÍA, expulsado de la Agencia en 1971. De inmediato se había entregado en cuerpo y alma a lo que era la auténtica y por demás lucrativa vocación de su vida, asesorando al dictador de Uganda, Idi Amin, en todo lo concerniente a los más refinados métodos e instrumentos de tortura y a los trucos y tácticas que el buen terrorista ha de dominar. Cuando el monstruo de Uganda fue derrocado y su sanguinaria Dirección Estatal de Investigaciones, disuelta, el dictador había presentado ya al estadounidense al coronel Muammar el-Gaddafi. Desde entonces, Terpil, asociándose a veces con otro renegado llamado Ed Wilson, se había especializado en el suministro de un amplio espectro de material y tecnología terroristas a las bandas más extremistas de todo Oriente Medio, mientras continuó siendo el fiel servidor del dictador libio.

Aunque había pasado unos quince años alejado de los círculos de Inteligencia del mundo occidental, Frank Terpil seguía siendo considerado en Libia como el experto «norteamericano». Esto era algo que le venía muy bien para ocultar el hecho de que desde los últimos años de la década de los ochenta se hallaba totalmente fuera de juego.

Dijeron a Rowse que se sentara en una silla colocada en el centro de la habitación. Todo el mobiliario estaba cubierto por fundas para protegerlo del polvo. Se advertía claramente que la villa era el lugar de vacaciones de alguna familia pudiente y que había permanecido cerrada durante todo el invierno. Los libios debían de haberla ocupado sólo esa noche, de ahí que no hubieran tomado la precaución de vendarle los ojos durante el trayecto.

Hakim al-Mansur quitó una funda y se sentó con expresión de fastidio en una silla de alto respaldo y tapizada de brocado.

Una única bombilla desnuda pendía por encima de la cabeza de Rowse. Terpil advirtió la seña que al-Mansur le hizo y avanzó pesadamente hasta situarse frente a Rowse.

–Bien, muchacho, charlemos. Ha estado dando vueltas por toda Europa en busca de armas. De un armamento muy particular. ¿Qué demonios busca en realidad?

–Datos para una nueva novela. Ya he intentado explicar eso una docena de veces. Se trata de una novela. Ése es mi oficio, eso es lo que hago. Escribo novelas de suspense. Sobre mercenarios, espías, terroristas, terroristas de ficción.

Terpil le dio una bofetada, en una mejilla, no muy fuerte, aunque sí lo suficiente como para que entendiera que recibiría más golpes si era necesario, una buena cantidad de golpes.

–¡Acabe con esa mierda! – le dijo sin animosidad-. De un modo u otro estoy dispuesto a enterarme de la verdad, y utilizaré cualquier medio para conseguirlo. Podríamos lograrlo sin dolor; a mí me da lo mismo. ¿Para quién trabaja usted en realidad?

Rowse fue revelando su historia poco a poco, como le habían indicado, recordando a veces las cosas con toda exactitud, pero titubeando otras, como si hurgara en su memoria.

–¿En qué revista?

-Soldier of Fortune.

–¿Qué número?

–El de abril… o mayo, del año pasado. Un momento, en el de mayo, en el de abril, no.

–¿Qué decía el anuncio?

–Se requieren especialistas en armamento, del área europea, para una misión interesante… O algo parecido. Y el número de un apartado postal.

–¡Gilipolladas! Compro esa revista cada mes. No apareció tal anuncio.

–Pues apareció. Puede comprobarlo.

–Lo haremos -murmuró al-Mansur desde un rincón de la habitación. Estaba tomando notas con una fina pluma de oro en un cuadernito «Gucci».

Rowse sabía que Terpil mentía. Había aparecido un anuncio así en una de las páginas de Soldier of Fortune. McCready lo había encontrado, y unas cuantas llamadas telefónicas a sus amigos de la CÍA y del FBI habían bastado para asegurarse de que el anunciante pudiera ser localizado para que no tuviese la oportunidad de desmentir que había recibido una respuesta de un tal Mr. Thomas Rowse, de Inglaterra.

–Entonces, conteste.

–Pues sí. Con una simple carta. Di otra dirección. En ella puse mis antecedentes y experiencia. Por último les di instrucciones acerca de cómo hacerme llegar la contestación, si es que había alguna.

–¿Cuáles eran?

–Un pequeño anuncio. En el Londón D aily Telegraph.

Rowse lo citó textualmente. Se lo había aprendido de memoria.

–Cuando apareció el anuncio ¿se pusieron en contacto?

–Ya lo creo.

–¿En qué fecha?

Rowse le dio la fecha. Había sido en octubre del año anterior. McCready se había topado con el anuncio. Lo había elegido al azar, era un anuncio breve y auténtico, insertado por un inocente ciudadano británico, pero con un texto que podría encajar. El Daily Telegraph se había mostrado conforme en alterar sus archivos para que quedase constancia de que el anuncio había sido puesto por alguien que vivía en Estados Unidos y que lo había pagado al contado.

El interrogatorio prosiguió. Hablaron de la llamada telefónica que había recibido desde Estados Unidos después de que pusiera un nuevo anuncio en el New York Times. (Esto también había logrado descubrirse tras horas de investigación: un anuncio verdadero en el que aparecía un número telefónico de Inglaterra. Entonces cambiaron el número del teléfono particular de Rowse para hacerlo coincidir con el del anuncio.)

–¿Y por qué tantos rodeos para establecer contacto?

–Me imaginé que yo necesitaba toda esa discreción por si el anuncio original no era más que una trampa. Y pensé también en que esos misterios impresionarían a la persona que puso el anuncio.

–¿Y le impresionaron?

–Por lo visto, sí. El hombre que me llamó me dijo que le gustaba mi forma de actuar. Me dio una cita.

–¿Para cuándo?

–Para noviembre del pasado año.

–¿Dónde?

–En el «Georges Cinq», en París.

–¿Qué aspecto tenía?

–Juvenil, bien vestido, hablaba correctamente. No se registró en el hotel. Lo comprobé. Se hacía llamar Galvin Pollard. Nombre a todas luces falso. Con aspecto de yuppie.

Terpil puso cara de asombro.

–¿De qué?

–Un hombre joven, activo y enérgico, un profesional que está haciendo carrera vertiginosamente -intervino al-Mansur-. La verdad es que te estás quedando atrás.

Terpil enrojeció.

–¿Qué le dijo?

–Que representaba a una agrupación de ultrarradicales que ya estaban cansados y enfermos de soportar la Administración Reagan, de su hostilidad para con la Unión Soviética y el Tercer Mundo y, en particular, del uso de los aviones y del dinero de los contribuyentes estadounidenses para bombardear a mujeres y niños en Trípoli, el pasado mes de abril.

–¿Y le dio una lista con las cosas que ellos necesitaban?

–Sí.

–¿Fue esta misma lista?

Rowse se quedó mirando el papel que el otro le tendía. Era una copia de la lista que había mostrado a Kariagin en Viena. El hombre debía de poseer una memoria soberbia.

–Sí.

–Minas «Claymore», ¡por el amor de Dios! Semtex-H. Maletines con trampas explosivas. Estamos hablando de armas de alta tecnología. ¿Para qué diablos quería todo eso?

–Dijo que sus gentes pensaban dar un golpe. Un gran golpe. Mencionó la Casa Blanca. Y el Senado. Parecía particularmente obsesionado con el Senado.

«Consintió en que el aspecto monetario de la operación fuese realizado sin intervención personal suya. Mediante una cuenta de medio millón de dólares en el «Kreditanstalt» de Aquisgrán.

(Gracias a McCready, esa cuenta existía realmente, datada a posteriori en la fecha adecuada, ya que el secreto bancario no es siempre tan seguro como debería ser. Los libios podrían confirmar la operación si lo deseaban.)

–Bien, ¿por qué se metió en eso?

–Había una comisión del veinte por ciento. Cien mil dólares.

–¡Calderilla!

–No para mí.

–Escribe novelas de acción, ¡recuérdelo!

–Que no se venden del todo bien. Pese a que mis editores las anuncian a bombo y platillo. Quería ganarme algunos bobs.

–¿Bobs?

Chelines -murmuró al-Mansur-. Es el equivalente británico de unos billetes, o algo de calderilla, como te plazca.

A las cuatro de la madrugada, Terpil y al-Mansur se retiraron a deliberar. Hablaron largo y tendido en una habitación contigua.

–¿Puede ser verdad eso de que exista un grupo radical en Estados Unidos dispuesto a cometer un atentado contra la Casa Blanca y el Senado? – preguntó al-Mansur.

–Seguro -contestó el fornido estadounidense, que odiaba su país-. En una nación de esas dimensiones puedes encontrar todo tipo de cosas, hasta las más estrafalarias. ¡Dios mío, una mina «Claymore» colocada dentro de un buzón en los patios de la Casa Blanca! ¿Te lo imaginas?

Al-Mansur podía imaginárselo. La mina «Claymore» es una de las armas antipersonales más devastadoras que haya sido inventada. En forma de disco, se alza por los aires en el momento de su detonación, entonces, desde todo el perímetro del disco, arroja miles de bolitas a presión, que se esparcen a la altura de la cintura. Un disco de ésos, arrojando proyectiles, es capaz de segar la vida de centenares de seres humanos. Colocada en una estación de ferrocarril concurrida, una mina «Claymore» dejará a muy poca gente con vida en un espacio ocupado por miles de personas. Por ese motivo, Estados Unidos interponen con tanta vehemencia su veto al uso de las minas «Claymore». Pero por doquier se han construido copias de ese modelo de armas…

A las cuatro y media los dos hombres regresaron. Aun cuando Rowse no lo sabía, los dioses inmortales se habían mostrado clementes con él esa noche. Al-Mansur necesitaba llevar algo concreto a su caudillo sin dilación alguna para que satisficiera sus deseos de venganza contra Estados Unidos; Terpil tenía que probar ante sus anfitriones que seguía siendo la persona que ellos necesitaban para mantenerse informados sobre Estados Unidos y el mundo occidental. Finalmente, ambos hombres creyeron lo que Rowse les decía por la misma razón que anima a la mayoría de los hombres a creer: porque quieren creer en ellas.

–Puede irse, Mr. Rowse -dijo al-Mansur, afable-. Comprobaremos lo que nos ha dicho, por supuesto, y me mantendré en contacto con usted. Quédese en el «Apolonia» hasta que yo le avise o lo haga alguien enviado por mí.

Los dos pesos pesados que le habían llevado hasta allí le condujeron de vuelta hasta la misma puerta del hotel antes de desaparecer en su automóvil. Cuando entró en su habitación, encendió las luces, ya que la claridad del amanecer no era lo bastante intensa para iluminar ese aposento orientado a Occidente. Al otro lado del valle, Bill, que hacía guardia en ese momento despertó a McCready, que dormía en Pedhoulas, con el radiotransmisor.

Rowse se agachó para recoger algo que vio caído en la alfombra. Era un folleto que invitaba al turista a visitar el histórico monasterio de Kykko y a admirar el icono de oro con la imagen de la Virgen. Junto al texto podía verse una pequeña anotación escrita con bolígrafo, que rezaba: 10 a.m.

Rowse puso la alarma de su despertador a las nueve de la mañana. Podría dormir tres horas.

–¡Maldito McCready! – refunfuñó antes de apagar la luz.

CAPITULO IV

Kykko, el mayor monasterio de Chipre, fue fundado en el siglo XII por los emperadores bizantinos, los cuales supieron elegir muy bien su emplazamiento, teniendo en cuenta que la vida de los monjes, según se supone, ha de transcurrir en un ambiente de aislamiento, meditación y soledad.

Esa vasta edificación está situada en lo alto de un pico que se alza al oeste del valle de Marathassa, en un lugar tan remoto que tan sólo hay dos carreteras que conducen hasta él, una a cada lado de la montaña, las cuales, por debajo del monasterio, confluyen en un solo sendero por el que asciende hasta la entrada del monasterio.

Al igual que los emperadores bizantinos, McCready también había sabido elegir muy bien el lugar de su cita con Rowse. Danny se había quedado detrás, en la cabaña, al otro lado del valle, frente al hotel, vigilando las ventanas, con las cortinas echadas, de la habitación donde Rowse dormía; mientras, Bill, utilizando una motocicleta adquirida para él en una aldea cercana por aquel Marks, que tan fluidamente hablaba el griego, se había adelantado hasta Kykko. Al amanecer, el sargento de la SAS se encontraba bien oculto entre los pinos, en un lugar alto desde el que se dominaba el único sendero que conducía al monasterio.

Vio a McCready cuando se acercaba en el automóvil conducido por Marks, y se quedó observando si subía alguien más. De haberse presentado alguno de los irlandeses del trío, o el coche de los libios (habían anotado el número de la matrícula), McCready hubiera sido alertado de inmediato con tres pitidos de alarma en el radio transmisor y se hubiese evaporado. Pero en esa mañana de mayo, tan sólo se veía subir por la carretera la habitual corriente de turistas, la mayoría de los cuales eran griegos o chipriotas.

Durante la noche, el jefe de la delegación del SIS en Nicosia había enviado a Pedhoulas a uno de los agentes jóvenes de su equipo con varios mensajes llegados de Londres y un tercer radio transmisor. Ahora, cada sargento dispondría de uno, además de McCready.

A las nueve y cinco de la mañana, Danny informó que Rowse había salido a la terraza, donde estaba tomando un desayuno ligero, compuesto de café y bollitos. No había ni rastro de Mahoney y sus dos amigos, ni del «pequeño lío de faldas» en el que se había metido la noche anterior, ni de ningún otro huésped del hotel.

–Se le ve cansado -dijo Danny.

–Nadie ha dicho que esto serían unas vacaciones para cualquiera de nosotros -le espetó tajante McCready desde su puesto de observación en los jardines del monasterio, a unos treinta kilómetros de distancia.

A las nueve y veinte, Rowse salió del hotel. Danny pasó el informe. Rowse condujo su coche hasta las afueras de Pedhoulas, pasó por delante de la pintada fachada de la iglesia del Arcángel San Miguel, que dominaba esa aldea de montaña, y enfiló hacia el Noroeste, metiéndose por la carretera a Kykko. Danny continuó vigilando el hotel. A las nueve y media, la camarera de la limpieza entró en la habitación de Rowse y descorrió las cortinas. Eso facilitó la labor de Danny. Otras ventanas de la fachada del hotel que daba al valle también tenían descorridas las cortinas. Pese al cegador sol que le castigaba los ojos, el sargento se vio recompensado en su vigilancia por la presencia de Monica Browne, que realizaba sus diez minutos de ejercicios de respiración profunda frente a la ventana de su habitación, completamente desnuda.

–¡Viva el rey y muerte al enemigo! – susurró el agradecido veterano.

A las diez y diez, Bill informaba de que Rowse había entrado en su campo de visión y estaba subiendo por el empinado y tortuoso sendero que conducía hasta el monasterio de Kykko.

McCready se puso de pie y entró al edificio, admirando el trabajo de aquellos que habían subido los pesados bloques de piedra maciza hasta esas alturas en la cima de la montaña, así como la gran habilidad de los maestros que habían pintado aquellos frescos de tonalidades doradas, escarlatas y azules que decoraban el interior, lleno del dulzón aroma del incienso.

Rowse encontró a McCready cuando éste se hallaba sumido en la contemplación del famoso icono de oro de la Virgen. Afuera, Bill se aseguró de que Rowse no había sido seguido, aviso a McCready, enviando dos cortas señales repetidas al radio transmisor que el agente del SIS británico llevaba en el bolsillo interior de su chaqueta.

–Parece ser que nadie te vigila -murmuró McCready cuando Rowse se puso a su lado.

No había nada sospechoso en que hablaran en voz baja, ya que todos los demás turistas conversaban en susurros a su alrededor, como si temieran perturbar la paz de ese lugar sagrado.

–Bien, empecemos ahora por el principio -dijo McCready-. Creo recordar haberte visto por última vez en el aeropuerto de La Valetta, durante tu visita relámpago a Trípoli. Y desde aquel momento, si tienes la amabilidad, quiero hasta el más mínimo detalle.

Rowse comenzó su relato por el principio.

–Aja, ¿así que te reuniste con el famoso Hakim al-Mansur? – dijo McCready a los pocos minutos-. Apenas me hubiese atrevido a imaginar que se presentaría en persona en el aeropuerto. El mensaje que Kariagin le envió desde Viena tiene que haberle picado la curiosidad y haberle hecho volar la fantasía. Muy bien, prosigue.

McCready podía confirmar parte del informe de Rowse gracias a las observaciones de los sargentos y a las suyas propias: lo del joven agente de tez cetrina que había seguido a Rowse en su viaje de regreso a La Valetta y que no le había perdido de vista hasta que lo vio entrar en el avión para Chipre, así como lo del segundo agente de Nicosia que le había estado vigilando hasta que se cercioró de que su hombre partía en dirección a las montañas.

–¿Viste a mis dos sargentos, a tus viejos camaradas?

–No, en ningún momento. Siempre tuve el convencimiento de que estarían por aquí, en cualquier parte -contestó Rowse.

Juntos alzaron la vista para ensimismarse en la contemplación de la Madonna, que los miraba desde lo alto con ojos serenos y piadosos.

–¡Oh, sí!, están por aquí, y se encuentran bien -confirmó McCready-. Precisamente uno está afuera en estos momentos, para comprobar que nadie nos haya seguido, a ti o a mí. Ah, por cierto, se lo están pasando de lo lindo con tus aventuras amorosas. Cuando todo esto haya terminado, podréis tomar una copa juntos. Pero no ahora. Así que…, después de tu llegada al hotel…

Rowse continuó su informe hasta el momento en que había visto a Mahoney y a sus dos compinches por primera vez.

–Espera un momento, y la chica, ¿quién es?

–Sólo un «ligue» de vacaciones. Una criadora de caballos que está esperando la llegada de los tres sementales árabes que compró la semana pasada en la feria anual de Hama, en Siria. Estadounidense de nacimiento. Se llama Monica Browne. Con

«e» al final. Sin problemas, no es más que una agradable compañía a la hora de la cena. – Bien, lo tendremos en cuenta -susurró McCready-. Continúa.

Rowse le habló de la aparición de Mahoney y de las miradas recelosas que su compañera de mesa había interceptado a través de la terraza.

–¿Crees que él te ha reconocido?, ¿de aquella vez en la gasolinera?

–Es imposible -contestó Rowse-. Yo llevaba un gorro de lana que me cubría hasta los ojos, una barba de cuatro días y estaba medio oculto tras los surtidores de gasolina. No, en el momento que escuchó mi acento, me miró como hubiese mirado a cualquier inglés. Ya sabes cuánto nos odia a todos.

–Es posible. Continúa.

La repentina aparición de Hakim al-Mansur la noche que Frank Terpil interrogó a Rowse fue lo que despertó realmente el interés de McCready. Hizo que Rowse cortase su relato una docena de veces para aclarar algunos puntos y clarificar varios detalles. El Manipulador llevaba consigo un libro de tapas duras acerca de los templos y monasterios bizantinos chipriotas. Mientras Rowse hablaba, iba tomando copiosas notas en él, escribiendo sobre el texto griego. Bajo la punta de su lápiz no aparecía letra alguna; eso vendría después, cuando aplicase las sustancias químicas apropiadas. Para cualquier observador casual, él no era más que un turista que estaba tomando nota de todo cuanto veía a su alrededor.

–Hasta ahora vamos bien -musitó McCready-. Su operación de embarque de las armas parece que está a la espera de cualquier orden de partida. El hecho de que tanto Mahoney como al-Mansur se hayan presentado en el mismo hotel en Chipre es demasiada coincidencia para que pudiésemos imaginar alguna otra cosa. Lo que ahora necesitamos saber es dónde, cuándo y cómo. ¿Tierra, aire o mar? ¿De dónde y hasta dónde? Y el transporte. ¿Camión, mercancía aerotransportada o carguero?

–¿Todavía estás seguro de que llevarán adelante la operación? ¿No pensarán renunciar a todo ese asunto?

–Estoy seguro.

No era necesario dar más detalles a Rowse. Éste no tenía por qué saber más de la cuenta. Habían recibido un nuevo mensaje del médico libio que atendía a Muammar el-Gaddafi. El envío se haría por barco, en cargas separadas. Algunas armas serían para los separatistas vascos españoles, la ETA. Una carga algo mayor para los grupos ultrarradicales de izquierda franceses, la «Action Directe». Otro envío sería para los CCC, la pequeña pero letal agrupación terrorista belga. Habría también un espléndido regalo para la facción del Ejército Rojo alemana, que acabaría por utilizarlo, sin ningún género de dudas, en los bares frecuentados por miembros de las Fuerzas Armadas estadounidenses. Pero más de la mitad de la carga marítima sería para el IRA.

Ya habían sido informados que uno de los objetivos prioritarios del IRA consistiría en asesinar al embajador de Estados Unidos en Londres. McCready suponía que los del IRA, teniendo en cuenta sus operaciones de recaudación de fondos en Estados Unidos, preferirían delegar esa misión en manos de terceros, tal vez en las de los alemanes de la facción del Ejército Rojo, el grupo sucesor de la banda Baader-Meinhof, que si bien habían sufrido una notable disminución en el número de miembros, seguían siendo un grupo mortífero y muy bien preparado para hacer trabajos por encargo a cambio de armas.

–¿Te preguntaron dónde querías hacer el embarque para el grupo terrorista norteamericano, en el caso de que se mostrasen dispuestos a vender?

–Sí.

–¿Y qué les contestaste?

–Que desde cualquier puerto de la Europa Occidental.

–¿Y cuáles son los planes para hacerlo llegar a Estados Unidos?

–Les conté lo que me habías dicho. Que me encargaría personalmente de ir a recoger la carga, cuyo volumen resulta bastante pequeño en realidad, a cualquier lugar que ellos hubieran elegido como destino y que luego me la llevaría a un garaje alquilado, del que solamente yo tendría conocimiento. Más tarde volvería por ella, utilizando un automóvil con remolque o una furgoneta tipo caravana, con compartimientos secretos en las paredes. Me iría luego con la caravana hacia el Norte, cruzaría Dinamarca, cogería el trasbordador hasta Suecia, seguiría hacia Noruega y allí me embarcaría en uno de los numerosos buques de carga que hacen la travesía al Canadá. No sería más que uno de esos turistas que pasan sus

vacaciones acampando al aire libre.

–¿Les gustó la idea?

–A Terpil, sí. Dijo que era bonita y pulcra. Al-Mansur objetó que eso significaría tener que cruzar muchas fronteras estatales. Le hice ver que durante la época de vacaciones las caravanas pululan por toda Europa y que iría diciendo por todas partes que pensaba recoger a mi mujer y a mis hijos en el aeropuerto de la próxima capital, adonde llegarían en avión. Al-Mansur asintió repetidas veces con la cabeza.

–Está bien. Ya hemos tendido nuestras redes. Ahora tan sólo nos queda esperar a ver si has logrado convencerles. O si sus deseos de venganza contra la Casa Blanca les hacen olvidar sus precauciones habituales. Ya lo sabremos.

–¿Y cuál será el siguiente paso? – preguntó Rowse.

–Regresarás al hotel. Si se tragan el cuento de los terroristas estadounidenses y facturan tu carga junto con la de los otros, al-Mansur se pondrá en contacto contigo, en persona

o por medio de algún mensajero. Sigue sus instrucciones al pie de la letra. Sólo me acercaré a ti si vemos que no hay moros en la costa para que me informes de la situación.

–¿Y en el caso de que no se pongan en contacto? ¿Si no se lo tragan?

–Entonces intentarán silenciarte. Lo más probable es que pidan a Mahoney y a sus muchachos que se encarguen de realizar ese trabajo, como un gesto de buena voluntad. Eso te brindará la oportunidad de arreglar cuentas con Mahoney. Los dos sargentos estarán cerca de ti. Ellos intervendrán para sacarte con vida del asunto.

«¡Y un carajo van a intervenir! – pensó Rowse-. De ese modo, la intervención de Londres en la conjura quedaría al descubierto. Los irlandeses tomarían sus medidas y toda la carga llegaría a su destino siguiendo otra ruta, en fechas y lugares distintos.»

Si al-Mansur decidía liquidarlo, directa o indirectamente, él tendría que arreglárselas por su propia cuenta.

–¿Quieres llevarte un transmisor? ¿Cualquier aparato para alertarnos?

–No -contestó Rowse seco. En modo alguno quería llevar uno de esos dispositivos encima. Estaba convencido de que nadie acudiría a hacerle una visita inesperada.

–Entonces vuelve al hotel y espera -dijo McCready-. Y procura no cansarte hasta la extenuación con esa guapa Mrs.

Browne. Con «e» al final. Puedes necesitar tus fuerzas más adelante.

Con estas palabras, el Manipulador se perdió entre la multitud. En su fuero interno, McCready sabía, al igual que Rowse, que no podría intervenir si los libios o los irlandeses iban por Rowse. Pero, a fin de cuentas, nadie había dicho que esa operación tuviera que convertirse en unas vacaciones. Lo que él había decidido hacer, si el zorro libio no se tragaba la versión de Rowse, era desplegar un buen equipo de vigilancia y no perder de vista a Mahoney. Adonde quiera que él fuese, iría también el cargamento de armas y explosivos. Ahora que habían encontrado a Mahoney, gracias a Rowse, ese miembro del IRA era la mejor apuesta que podían hacer para dar con el cargamento.

Rowse terminó su recorrido turístico por el monasterio y salió a la brillante luz del sol para ir a buscar su automóvil. Bill, desde su puesto de observación bajo la sombra de los pinos, en la parte de la montaña donde se hallaba la tumba del presidente Makarios, vigiló sus pasos e informó a Danny que su hombre había emprendido el viaje de regreso. Diez minutos después, McCready se iba en el coche conducido por Marks. Cuando bajaban por la carretera de la colina recogieron a un campesino chipriota que estaba haciendo autostop en la cuneta, así, Bill pudo regresar también a la localidad de Pedhoulas.

A los quince minutos de haber emprendido ese viaje de tres cuartos de hora de duración, el radio transmisor de McCready dio señales de vida. Era Danny.

–Mahoney y sus hombres acaban de entrar en la habitación de nuestro hombre. Ahora la están registrando a fondo. Lo están poniendo todo patas arriba. ¿Quiere que me acerque a la carretera y avise a Rowse?

–No -replicó McCready-, quédate donde estás y mantente en contacto.

–Si aprieto a fondo el acelerador, todavía podríamos alcanzarlo -sugirió Marks.

McCready titubeó y echó una ojeada a su reloj de pulsera. Era un gesto por demás inútil. No había calculado la distancia que les separaba de Pedhoulas ni la velocidad que necesitarían llevar para llegar hasta allí.

–Demasiado tarde -contestó McCready-, nunca lo alcanzaríamos.

–¡Pobre amigo Tom! – exclamó Bill desde el asiento trasero.

Algo poco usual en él con sus subordinados, Sam McCready perdió su habitual compostura.

–Si fallamos, si ese cargamento de mierda llega a su destino, lástima de los pobrecillos que estén de compras en «Harrods», lástima de los pobrecillos turistas que se paseen por Hyde Park, lástima de las pobrecillas mujeres y de los pobrecillos niños que andan repartidos por nuestro ensangrentado país -dijo McCready en un estallido de cólera.

Hubo un profundo silencio durante todo el viaje a Pedhoulas.

La llave de la habitación de Rowse seguía colgada de su gancho correspondiente en la recepción del hotel. Él mismo la cogió, pues no había nadie detrás del mostrador, y subió las escaleras. La cerradura estaba intacta; Mahoney había utilizado la llave y la había dejado de nuevo en recepción. Pero la puerta no estaba cerrada con llave. Rowse pensó que la camarera de la limpieza estaría arreglándole todavía el cuarto y entró.

Nada más poner un pie en la habitación, el hombre que estaba apostado detrás de la puerta lo agarró con fuerza y le hizo salir disparado hacia el centro del aposento. La puerta golpeó a sus espaldas, y un fornido matón le cortó la retirada. Antes del amanecer, el correo había enviado a Nicosia las fotografías que Danny había hecho de aquellos hombres, fotos que fueron transmitidas por fax a Londres para su identificación. El fornido matón era Tim O'Herlihy, uno de los asesinos del llamado «Comando Derry». El que estaba apostado junto a la chimenea, un fornido hombrachón de cabello rubio, Eamonn Kane, era uno de los hombres del servicio de orden de West Belfast. Mahoney estaba sentado en la única butaca que había en el cuarto, de espaldas a las ventanas, cuyas cortinas habían sido corridas para atenuar la brillante luz diurna.

Sin decir ni una palabra, Kane asió al tambaleante inglés, le hizo dar unas cuantas vueltas por el cuarto y lo estrelló contra la pared. Con la destreza que concede la práctica le palpó pecho y espalda, pasó sus manos por la camisa de manga corta, para registrarle luego cada pernera del pantalón. Si hubiese llevado encima el transmisor que McCready le había ofrecido, en esos momentos hubiera sido descubierto y el juego finalizado de una vez por todas.

La habitación era un caos, todos los cajones habían sido abiertos y vaciados, el contenido del ropero aparecía esparcido por el suelo. El único consuelo de Rowse era que no tenía nada allí que no hubiera llevado cualquier novelista que estuviera haciendo un viaje de estudios: libretas de apuntes, notas sobre el argumento, mapas turísticos, folletos, máquina de escribir portátil, ropa y artículos de aseo. El pasaporte lo llevaba en el bolsillo trasero de los pantalones. Kane se apoderó de él y se lo pasó a Mahoney, el cual lo examinó con gran atención, pero no encontró nada que no supiera.

–Bien, insolente hombrecillo, ahora quizá me digas qué coño estás haciendo por aquí. – El rostro de Mahoney exhibía su habitual sonrisa encantadora, pero no así su mirada.

–No sé de qué demonios estás hablando -replicó Rowse indignado.

Kane le asestó un puñetazo en el plexo solar. Rowse podría haberlo evitado, pero O'Herlihy se encontraba a sus espaldas y Kane a un lado. La desigualdad de condiciones era manifiesta, incluso sin contar con Mahoney. Esos hombres no eran hermanitas de la caridad precisamente. Rowse gimió, se dobló sobre sí mismo y se apoyó contra la pared mientras respiraba con dificultad.

–¿No lo sabes ahora?, dime, ¿no lo sabes ahora? – preguntó Mahoney, sin levantarse-. Pues bien, por regla general utilizo métodos que no son el de explicar mis palabras, pero por ser quien eres, insolente de mierda, haré una excepción contigo. Un amigo mío, que vive en Hamburgo, te reconoció hace un par de semanas. Tom Rowse, antiguo capitán de un destacamento de las Fuerzas Aéreas Especiales, amigo acérrimo y bien conocido del pueblo irlandés, dedicándose a hacer algunas preguntas de lo más divertidas. Con dos giras turísticas por la Isla Esmeralda a sus espaldas y que se nos presenta en el corazón de Chipre justo cuando mis amigos y yo tratamos de pasar unas vacaciones agradables y tranquilas. Pues bien, una vez más, ¿qué demonios estás haciendo aquí?

–Escucha -replicó Rowse-, de acuerdo, estuve en la SAS, pero las he dejado ya. No podía seguir en ellas por más tiempo. Denuncié a todos esos hijos de puta. Ya han pasado tres años desde aquello. Estoy fuera, por completo. La sociedad británica no derramará ni una sola lágrima por mí si me asesinan. Ahora me dedico a escribir novelas para ganarme la vida. Novelas de acción. Eso es todo.

Mahoney hizo una seña a O'Herlihy, el cual golpeó a Rowse en los riñones. Éste gritó y cayó de rodillas. Pese a la gran desigualdad de condiciones, el antiguo capitán de la SAS podría haber devuelto el golpe y acabado con uno de ellos al menos, acaso con dos, antes de que ellos terminasen con él. Pero había aceptado el dolor con estoicismo y se había doblado sobre sus rodillas. Pese a la arrogancia que Mahoney manifestaba, Rowse sospechó que el jefe de los terroristas estaba desconcertado. Debía de haber advertido la presencia de Hakim al-Mansur y Rowse conversando en la terraza la noche anterior, antes de que los dos emprendieran su paseo nocturno. Y que Rowse había regresado de aquella aventura. Además, Mahoney estaba a punto de recibir un favor inmenso de al-Mansur. No, el hombre del IRA no era mortífero… aún. Quizá sólo quisiera divertirse un rato.

–Me estás mintiendo, entrometido de mierda, y eso es algo que no me gusta. Ya he oído en otras ocasiones esa historia de estar realizando investigaciones. Ten en cuenta que nosotros, los irlandeses, somos un pueblo muy letrado. Y algunas de las preguntas que has estado haciendo no tienen mucho que ver en realidad con las letras. Y bien, ¿qué demonios estás haciendo aquí?

–Las novelas de acción… -resolló Rowse-, las obras de acción modernas no pueden ser inventadas del todo. Es imposible despachar al lector con generalizaciones vagas. Hacen falta detalles. Piensa en Le Carré, en Clancy…, ¿acaso crees que no investigaron hasta el último detalle? Ésa es la única manera de escribir en nuestra época.

–Así que en nuestra época, ¿eh?, y ¿qué me dices de cierto caballero del otro lado del mar con el que estuviste charlando anoche?, ¿quizás es uno de tus colaboradores?

–Eso es algo que se quedará entre él y yo. Si quieres saber algo, pregúntaselo.

–¡Claro que sí, entrometido de mierda! Eso es justamente lo que he hecho. Esta misma mañana, por teléfono. Y me ha pedido que te vigile. Si de mí dependiera, ya les habría dicho a mis muchachos que te enterraran en lo alto de una montaña. Pero, como te he dicho, mi amigo me ha pedido que no te quitara el ojo de encima. Cosa que pienso hacer, día y noche, hasta que te largues. Por desgracia, eso ha sido todo lo que me ha dicho. Y ahora, entre nosotros, un poquitín de juerga para recordar los viejos tiempos.

Kane y O'Herlihy se le echaron encima. Mahoney contemplaba la escena. Cuando le fallaron las piernas a Rowse, cayó al suelo, se hizo un ovillo y trató de protegerse el vientre y los genitales. Como Rowse se encontraba demasiado bajo para que pudiesen darle puñetazos, emplearon los pies. Se protegió la cabeza con los brazos para evitar una lesión cerebral sintiendo los puntapiés en espalda, hombros, pecho y costillas. Se vio envuelto en una ola de pánico, hasta que la piadosa oscuridad se apoderó de su persona después de recibir una fuerte patada en la nuca.

Recobró el conocimiento como suelen hacerlo las personas que han sufrido un accidente de tráfico; primero, sintiendo que no estaba muerto, luego con la consciencia del propio dolor. Cubierto con la camisa y los pantalones, su cuerpo era una gran llaga dolorida.

Se quedó tumbado de bruces contra el suelo, y, durante un buen rato, se dedicó a examinar el dibujo de la alfombra. Luego se dio media vuelta y se puso boca arriba; aquello fue un error. Se llevó una mano al rostro. Sintió un bulto en la mejilla, debajo del ojo izquierdo, por lo demás, se trataba sobre poco más o menos del mismo rostro que venía afeitando desde hacia años. Trató de sentarse y lanzó un gemido de dolor. Un brazo le rodeó los hombros y le ayudó a sentarse.

–¿Pero qué diablos ha ocurrido aquí? – preguntó ella.

Monica Browne estaba arrodillada a su lado y le pasaba un brazo por los hombros. Los frescos dedos de su mano derecha le palparon el bulto bajo el ojo izquierdo.

–Pasaba por aquí, vi la puerta entreabierta y…

–He debido de perder el conocimiento y, al caer… -explicó Rowse.

–¿Ocurrió eso antes o después de que se decidiera a poner patas arriba la habitación?

Rowse miró a su alrededor. Se había olvidado de los cajones tirados por el suelo y de las ropas esparcidas por la habitación. La joven comenzó a desabrocharle la camisa.

–¡Dios mío, vaya caída! – fue todo cuanto dijo. Entonces le ayudó a levantarse y le acompañó hasta la cama. Rowse se sentó al borde. La joven le empujó suavemente hacia atrás, le levantó las piernas y le obligó a tumbarse sobre el colchón.

–No se le ocurra marcharse -dijo la joven, cuya advertencia era a todas luces innecesaria-. Tengo un poco de linimento en mi habitación.

Monica regresó a los pocos minutos, cerró la puerta tras de sí y echó la llave rápidamente. Terminó de desabotonarle la camisa de algodón de las Sea Islands y se la quitó cuidadosamente por los hombros, emitiendo una exclamación de asombro al contemplar las magulladuras, ahora convertidas en deslumbrantes hematomas morados, que adornaban su torso y sus costillas.

Rowse se sintió desvalido, pero la joven parecía saber qué se debía hacer en tales casos. Destapó una botellita, y, con suavidad, le aplicó una generosa capa de linimento por todas las zonas afectadas. Aquello escocía.

–¡Ay! – gritó. – Esto le hará bien, sirve para bajar la inflamación y cura los moratones. Dése la vuelta. Le extendió más linimento por los hematomas que tenía en los hombros y en la espalda. – ¿Cómo es que lleva linimento a todas partes? – masculló Rowse-. ¿Acaso terminan así todos sus compañeros de cena? – Es para los caballos -replicó ella. – ¡Oh, muchas gracias! – ¡Déjese de tonterías! Esto produce el mismo efecto en los hombres estúpidos. Vuélvase.

Rowse hizo lo que ella le ordenó. La joven estaba ahora encima de él, con aquella espléndida melena rubia cayéndole sobre los hombros.

–¿Le han atizado también en las piernas?

–Por todas partes.

Entonces, le desabrochó el botón de los pantalones, le bajó la cremallera de la bragueta y le quitó los pantalones sin el más mínimo rubor. En realidad, no era una operación muy extraña para una joven esposa cuyo marido solía beber demasiado. Además de una hinchazón en una de las espinillas, había otra media docena de zonas tumefactas repartidas por los muslos. Ella le aplicó linimento en aquellas magulladuras. Pasados los primeros instantes de escozor, la sensación fue de inefable placer. El olor que el medicamento desprendía le recordaba sus días de rugby en la escuela. La joven hizo una pausa y dejó la botella en el suelo.

–¿Tiene otra hinchazón aquí? – preguntó.

Rowse se miró los calzoncillos. En absoluto, no era una hinchazón, explicó.

–¡Gracias a Dios! – murmuró la joven. Entonces giró sobre la cintura y logró alcanzar la cremallera que le cerraba la espalda de su vestido de shantung color crema. La luz que se filtraba por las cortinas envolvía la habitación en una atmósfera fresca y de suaves resplandores.

–¿Dónde aprendiste a tratar las magulladuras? – preguntó Rowse.

La paliza que le habían propinado y el masaje recibido a continuación le habían dado sueño. En todo caso, la somnolencia se había apoderado de su cabeza.

–En Kentucky, el bromista de mi hermano era muy aficionado al jockey -contestó la joven-. Tuve que ponerle parches más de una vez.

Cuando su vestido color crema se deslizó blandamente al suelo, dejó al descubierto unas finas bragas de seda. No llevaba sostén. A pesar de la plenitud de sus senos, no lo necesitaba. La joven se volvió hacia él. Rowse tragó saliva.

–Pero esto no lo aprendí de ninguno de mis hermanos – añadió.

Durante unos instantes, Rowse pensó en Nikki y la recordó en la casita de Gloucestershire. Eso era algo que nunca había hecho hasta entonces desde que estaba casado con Nikki. No obstante, razonó para sus adentros, un guerrero tiene a veces necesidad de algo de esparcimiento, y si éste le es ofrecido, no sería de humanos rechazarlo.

Rowse trató de incorporarse y de abrazarla cuando la joven se puso a horcajadas sobre él, pero ella le cogió por las muñecas e hizo que se recostarse de nuevo.

–Descansa -susurró-. Estás demasiado enfermo para participar activamente.

Sin embargo, durante las horas que siguieron, pareció estar muy contenta de haberse equivocado.

Poco después de las cuatro de la tarde, la joven se levantó de la cama, cruzó la habitación y descorrió las cortinas. El sol había pasado ya su azimut y se movía hacia las montañas. Al otro lado del valle, el sargento Danny ajustaba sus prismáticos y exclamaba indignado:

–¡Coño, Tom, qué guarro hijo de puta eres!

La aventura amorosa se prolongó durante tres días. Los sementales no llegaban de Siria, y tampoco Rowse recibió ningún mensaje de Hakim al-Mansur. La joven llamaba por teléfono con regularidad a su agente en la costa para que la mantuviese informada, pero siempre obtenía la misma respuesta.

–Mañana.

Hicieron excursiones por las montañas, se llevaron la merienda a las alturas que se alzaban por encima de los huertos de cerezos, allí donde las coníferas crecían, e hicieron el amor sobre mantos de pinocha.

Desayunaban y cenaban en la terraza, mientras Danny y Bill vigilaban silenciosos desde el otro lado del valle y Mahoney y sus compinches los contemplaban encolerizados desde la barra del bar.

McCready y Marks continuaron hospedados en la pensión de Pedhoulas, y el primero aprovechó para desplegar más hombres, que hizo acudir de la estación de Chipre y de Malta. Mientras Hakim al-Mansur no se pusiera en contacto con Rowse, y pudieran saber si su bien preparada historia había sido aceptada o no, la clave del problema radicaba en Mahoney y en sus dos acompañantes. Ellos eran, a fin de cuentas, los que deberían llevar a buen término esa empresa del IRA, así que mientras permaneciesen en la aldea, la operación no entraría en su fase de transporte marítimo. Los dos sargentos de la SAS se encargarían de cubrir las espaldas a Rowse, en tanto que el resto de los hombres se dedicarían a vigilar a los terroristas durante todo el tiempo.

Al segundo día después de que Rowse y Monica hubieran dormido juntos, ya había tomado posiciones el equipo de McCready, cuyos efectivos se desplegaron por los montes y, desde sus puestos de observación en las cimas y en las laderas de las montañas que rodeaban la aldea, mantenían bajo vigilancia todos los caminos de acceso a la zona.

El teléfono del hotel había sido interceptado y todas sus llamadas, grabadas. Los escuchas que operaban los aparatos se encontraban en un hotel cercano al «Apolonia». Tan sólo algunos pocos de los recién llegados hablaban el griego; pero, por fortuna, los turistas abundaban por lo que una docena más de ellos no levantaban sospechas.

Mahoney y sus hombres no salían nunca del hotel. También ellos estaban esperando algo: una visita o una llamada telefónica o un mensaje entregado en mano.

Al tercer día, Rowse se levantó poco después del amanecer, tal como tenía por costumbre. Monica seguía durmiendo y Rowse fue el encargado de abrir la puerta al camarero para recibir de él la bandeja con el café de la mañana. Cuando levantó la cafetera para servirse la primera taza, advirtió que debajo había un papelito cuidadosamente doblado. Metió el mensaje entre la taza y el platillo, bebió un trago de café y se dirigió al cuarto de baño.

El mensaje decía simplemente: «Club Rosalina», Pafos, 11 p.m., Aziz.

«Esto me plantea un problema», se dijo mientras tiraba de la cadena del retrete para hacer desaparecer los trozos de papel.

Y es que no resultaría fácil dejar sola a Monica durante las horas que necesitaría para ir a Pafos y regresar a mitad de la noche.

El problema quedó resuelto al mediodía, cuando el destino intervino haciendo que el agente de Monica llamase por teléfono para comunicarle que sus tres sementales llegarían de Latakia esa misma noche al puerto de Limassol, por lo que le pedía, por favor, que estuviera presente para verlos y firmar los documentos requeridos para el caso y por si quería supervisar su traslado a unos establos en las inmediaciones del puerto.

Cuado Monica partió para la costa, a las cuatro de la tarde, Rowse procuró facilitar las cosas a los muchachos encargados de su protección, y salió a dar una vuelta por la localidad de Pedhoulas deteniéndose en un teléfono público, desde donde llamó al gerente del hotel «Apolonia». Le comunicó que debía ir a Pafos a cenar esa misma noche y le pidió que tuviera la gentileza de indicarle la mejor ruta para llegar a esa ciudad. El mensaje fue interceptado por los escuchas, los cuales lo transmitieron a McCready.

El «Club Rosalina» resultó ser un casino de juego emplazado en el corazón de la ciudad vieja. Rowse entró en él antes de las once y en seguida divisó la delgada y elegante figura de Hakim al-Mansur, sentado a la mesa de una de las ruletas. A su lado había una silla libre. Rowse la ocupó.

–¡Buenas noches, Mr. Aziz, qué agradable sorpresa!

Al-Mansur hizo una ligera inclinación de cabeza.

-¡Faites vos jeux! – gritó el crupier.

El libio colocó varias fichas de gran valor en una combinación de los números más altos. La rueda empezó a girar vertiginosamente y la bailarina bolita decidió introducirse en el hueco del número cuatro. El libio no dio muestra alguna de desagrado cuando sus fichas le fueron retiradas del tapete. Esa única apuesta hubiera bastado para mantener a un labrador libio y a su familia durante un mes entero.

–Me alegro que haya venido -dijo al-Mansur en tono serio-. Tengo noticias para usted. Buenas noticias, que le encantará oír. Siempre resulta muy agradable dar buenas noticias.

Rowse se sintió aliviado. El hecho de que el libio le hubiera enviado un mensaje, en vez de ordenar a Mahoney que «perdiera» para siempre al inglés en las montañas, había sido algo esperanzador. Pero ahora el asunto se volvía incluso más prometedor.

Rowse contempló el juego mientras el libio perdía otro montón de fichas. Jamás hubiera caído en la tentación de apostar, ya que consideraba la rueda de la ruleta como el artefacto más estúpido y aburrido nunca inventado. Pero en lo que respecta a la pasión por el juego, sólo los árabes pueden ser comparados con los chinos, por lo que incluso el frío al-Mansur parecía en trance por el movimiento de la ruleta.

–Me complace poder comunicarle -dijo al-Mansur, mientras colocaba más fichas sobre el tapete- que nuestro glorioso caudillo ha accedido a sus deseos. El suministro que usted añora le será concedido… en su totalidad. ¿Y bien?, ¿cuál es su reacción?

–Estoy encantado -contestó Rowse-. Y también convencido de que mis clientes harán… buen uso de él.

–Ésa es nuestra más ferviente esperanza. Pues como ustedes, los soldados británicos, suelen decir, es el objeto de la operación.

–¿Cómo querría usted recibir el pago? – preguntó Rowse.

El libio hizo un gesto displicente con la mano.

–Acéptelo como un presente de la Jamahariya del Pueblo, Mr. Rowse.

–Estoy muy agradecido. Y puedo asegurarle que mis clientes también lo estarán.

–Lo dudo mucho, ya que usted sería un imbécil si se lo dijese. Y usted no tiene nada de imbécil. De mercenario, quizá, pero no de imbécil. Pues bien, como quiera que usted no recibirá una comisión de cien mil dólares, sino de medio millón, tal vez la compartiría conmigo, digamos…, ¿el cincuenta por ciento?

–Para los fondos revolucionarios, por supuesto.

–Por supuesto.

«Más bien para fondos de jubilación», pensó Rowse.

–Pues bien, Mr. Aziz, trato hecho. Cuando reciba el dinero de mis clientes, la mitad será para usted.

–Así lo espero -murmuró al-Mansur, que había ganado y, pese a sus educadas maneras, contemplaba con embeleso el montón de fichas que el crupier colocaba ante él-. Mi brazo es

muy largo.

–Confíe en mí -replicó Rowse.

–Eso, mi querido amigo, sería como si lo insultara… en el mundo en que vivimos.

–Necesito saber cómo se hará el embarque. Dónde he de recoger el material. Cuándo.

–Y lo sabrá. Pronto. Usted me habló de algún puerto europeo. Me parece que eso se puede arreglar. Regrese al «Apolonia» y muy pronto recibirá noticias mías.

Al-Mansur se levantó de la mesa y pasó a Rowse el montón de fichas que le quedaban.

–No abandone el casino antes de un cuarto de hora -le ordenó-. ¡Tenga, diviértase un rato!

Rowse aguardó el tiempo exigido y fue a canjear las fichas por dinero. Prefería hacer a Nikki algún regalo bonito.

Salió del casino y se encaminó hacia donde tenía el coche estacionado. Debido a la estrechez de las calles en la ciudad vieja, conseguir un lugar para dejar el automóvil era algo así como ganar en la lotería, incluso a esas altas horas de la noche. Su coche se encontraba dos manzanas más arriba. No vio a Danny ni a Bill, que se paseaban de un extremo a otro de la calle frente a la entrada del casino. Cuando se acercaba a su vehículo vio que un anciano, con mono azul y gorra de visera, estaba limpiando de basura la calzada con una escoba de caña.

-¡Kali spera! – graznó el viejo barrendero.

-Kali spera! – contestó Rowse. Entonces se detuvo en seco. Ese pobre anciano era uno de esos desheredados de la fortuna, al igual que muchos que se ven condenados de por vida a realizar los trabajos más penosos en cualquier parte del mundo. Se acordó del fajo de dinero que al-Mansur le había proporcionado, se sacó un billete de los grandes y se lo metió al anciano en uno de los bolsillos del mono.

–Mi querido Tom -dijo el barrendero-, siempre supe que tenías buen corazón,

–¿Pero qué diablos estás haciendo aquí, McCready?

–Saca las llaves del coche, y haz como si te costara trabajo abrir la puerta, y, mientras, cuéntame qué ha sucedido -dijo McCready, sin dejar de barrer la calzada.

Rowse le informó de la conversación sostenida con al-Mansur.

–Muy bien -asintió McCready-. Todo parece indicar que se hará por barco. Y eso significa, probablemente, que tu pequeña remesa irá incluida en el gran cargamento destinado al IRA. Confiemos en que ocurra así. Si tu mercancía es enviada aparte, por una ruta diferente y en un medio distinto de transporte, nos encontraremos como al principio. Sólo con Mahoney. Pero ya que tu carga cabrá en una furgoneta, quizá se decidan por hacer un envío conjunto. ¿Alguna idea de qué puerto se trata?

–Ninguna, sólo sé que estará en algún lugar de Europa.

–Vuelve al hotel y haz lo que ese hombre te diga -le ordenó McCready.

Rowse se alejó en el coche. Danny lo siguió en una motocicleta. Marks llegó con Bill en el automóvil para recoger a McCready. Durante el viaje de regreso, el Manipulador estuvo meditando en el asiento trasero del coche.

El barco, si lo era, no estaría registrado en Libia. Resultaría demasiado ostentoso. Probablemente utilizarían algún buque de carga con una tripulación y un capitán que no hicieran muchas preguntas. Había gran cantidad de barcos de ese tipo que se podían encontrar por todo el Mediterráneo Oriental, y Chipre era uno de los países preferidos para registrarse.

En caso de que se decidiesen a contratar el barco en esa isla, el buque tendría que ir luego a un puerto libio a cargar las armas, las cuales ocultarían probablemente debajo de algún cargamento que no despertara sospechas, como sacos de aceitunas o cajas de dátiles. Y lo más seguro sería que el grupo del IRA hiciera el viaje en el mismo barco. Cuando los terroristas abandonasen el hotel, era de vital importancia seguirlos hasta el muelle de carga, con el fin de enterarse del nombre del barco para poder interceptarlo después.

Una vez localizada, la embarcación sería vigilada por un submarino, que se mantendría a profundidad de periscopio. El submarino en cuestión se encontraba listo para zarpar bajo las aguas jurisdiccionales de Malta. Un cazabombardero «Nimrod» de la base aérea británica de Akrotiri, en Chipre, guiaría al submarino hasta el carguero de vapor, y luego se esfumaría. A partir de ese momento, el submarino se encargaría del resto de la operación, hasta que unas lanchas rápidas de la Real Armada británica pudiesen interceptar al buque en el canal de la Mancha.

Tenía que enterarse del nombre del barco, o incluso del puerto de destino. Sabiendo el nombre del puerto, podría pedir a sus amigos de Inteligencia de la «Lloyds Shipping Intelligence» que se informasen de qué barcos habían solicitado anclaje en un puerto determinado y para cuántos días. Esto le permitiría estrechar el lazo. No necesitaría a Mahoney por más tiempo si los libios informaban de esto a Rowse.

El mensaje para Rowse llegó por teléfono veinticuatro horas más tarde. No era la voz de al-Mansur, sino la de otro hombre. Poco después, los ingenieros de McCready localizaron la llamada, que procedía de la Oficina del Pueblo Libio en Nicosia.

El mensaje rezaba:

–Vuelva a casa, Mr. Rowse. Una vez allí, alguien se pondrá en contacto con usted a la mayor brevedad posible. Su cargamento de aceitunas llegará por barco a un puerto europeo. Se le informará personalmente de la llegada de la mercancía y de los pormenores de su descarga y entrega.

En la habitación de su hotel, McCready analizó el mensaje interceptado. ¿Habría sospechado al-Mansur algo? ¿Habría logrado «calar» a Rowse y habría decidido, sin embargo, seguir un doble juego? Si se imaginaba quiénes podían ser los verdaderos clientes de Rowse, también sabría que Mahoney y su grupo eran vigilados. ¿Así, enviaría a Rowse a Inglaterra tan sólo para alejar a los vigilantes de Mahoney? Todo era posible.

Pero por si acaso no sólo resultaba posible, sino también verdadero, McCready optó por jugar en los dos extremos. Volvería a Londres con Rowse, pero dejaría a sus hombres vigilando a Mahoney.

Rowse decidió contárselo a Monica por la mañana temprano. Él había vuelto de Pafos al hotel antes de que ella regresara. Monica llegó de Limassol entusiasmada y excitada. Sus sementales se encontraban en muy buenas condiciones, ahora bien atendidos en unas caballerizas en las afueras de Limassol. Ya sólo le faltaba que fuesen cumplimentados los requisitos de tránsito para llevárselos a Inglaterra.

Rowse madrugó mucho la mañana siguiente al día en que recibiera aquella llamada, pero la joven no se encontraba a su lado. Se quedó contemplando aquel espacio vacío en su cama y luego salió por el pasillo para mirar en la habitación de la joven. En recepción le dieron el mensaje, una breve nota, metida en uno de los sobres del hotel.

Mi querido Tom:

Todo fue maravilloso, pero ya ha pasado. Me voy, vuelvo con mi marido, mi vida y mis caballos. Recuérdame con cariño, como yo de ti.

MONICA

Rowse suspiró. Ella tenía razón, por supuesto. Los dos llevaban vidas separadas; él con su casa de campo, su carrera de escritor y su Nikki. De repente sintió unos deseos inmensos de ver a Nikki.

Mientras conducía hacia el aeropuerto de Nicosia, se imaginó que los dos sargentos andarían por alguna parte, detrás de él. Y así era, en efecto. Pero McCready no los acompañaba. Por mediación del jefe de la delegación del SIS en Nicosia, había encontrado un avión de comunicaciones de las Fuerzas Aéreas británicas que lo llevaría hasta la base de Lyneham, en Wiltshire, ahorrándole las molestias de verse inmerso en el flujo de pasajeros de la «British Airways», por lo que no había dudado un momento en tomarlo.

Poco después del mediodía, Rowse se asomaba a una de las ventanillas del avión y contemplaba la verde masa de los montes Troodos, cuando estos se iban alejando por debajo del ala. Pensó en Monica, en Mahoney, que aún estaría encaramado en su taburete del bar, y también en al-Mansur, y se alegró de poder regresar a casa. Al menos, las verdes campiñas de Gloucestershire serían mucho más seguras que el horno de Levante.

CAPÍTULO V

Rowse aterrizó poco después del almuerzo, habiendo ganado tiempo al volar hacia el Oeste desde Chipre. McCready se le había adelantado una hora, aunque Rowse no lo sabía. Cuando salió del avión y penetró en el túnel de comunicación que lo conduciría hasta la terminal de pasajeros, vio a una azafata con uniforme de la «British Airways» agitando una tarjeta en la mano que llamaba a un tal «Mr. Rowse».

Rowse se identificó.

–Hay un mensaje para usted en el mostrador de información del aeropuerto, justo a la salida de Aduanas -le dijo.

Rowse le dio las gracias, intrigado, y se encaminó hacia el control de pasaportes. No había anunciado su llegada a Nikki, ya que deseaba darle una sorpresa. El mensaje rezaba:

Scott's. A las ocho p.m. Langostas por cuenta de la Firma.

Rowse lanzó una maldición. Eso significaba que no podría llegar a su casa hasta la mañana del día siguiente. Su coche seguía en el estacionamiento para los vehículos que se quedan por tiempo indefinido. No había dudas de que si no hubiese regresado de su viaje, la siempre eficiente Firma se hubiera encargado de recogerlo para devolvérselo a su viuda.

Tomó el autobús gratuito de enlace, retiró su automóvil del estacionamiento y alquiló una habitación en uno de los hoteles del aeropuerto. Tenía tiempo de darse un baño, dormir algo y cambiarse de ropa. Porque tenía intención de beber esa noche como un cosaco botellas y botellas de algún vino exquisito, siempre que el gasto corriese a cargo de la Firma. Razón esta que le inclinó a utilizar taxis, tanto a la ida como a la vuelta, para su desplazamiento al West End londinense.

Lo primero que hizo fue llamar a Nikki. Ésta se quedó anonadada, su voz fue una mezcla de consuelo y embeleso.

–¿Te encuentras bien, cariño?

–Sí, muy bien.

–¿Y ya ha acabado todo?

–Sí, mi recogida de datos ha terminado, sólo me faltan un par de detalles que podré buscar aquí, en Inglaterra. ¿Qué tal te ha ido todo?

–¡Oh, formidable! Ha sido fantástico. ¿A que no adivinas lo que ha ocurrido?

–Dame la sorpresa.

–Después de que te fuiste, vino un hombre. Me dijo que estaba amueblando un apartamento muy grande en Londres, propiedad de una compañía, y que buscaba alfombras y tapices. Nos compró un montón de alfombras, todas nuestras existencias. Pagó al contado. Dieciséis mil libras. Cariño, estamos a flote.

Rowse sujetó con fuerza el auricular y se quedó contemplando la imitación de un cuadro de Degas que colgaba de la pared.

–Y ese comprador, ¿de dónde era?

–¿Mr. Da Costa? De Portugal. ¿Por qué?

–¿Cabello negro, tez aceitunada?

–Sí, creo que sí.

«Árabe -pensó Rowse-. Libio.» Y eso significa que mientras Nikki estaba en el granero donde almacenaban el surtido de alfombras y tapices que vendían para procurarse unos ingresos extras, alguien se había introducido en la casa para colocar un micrófono en el teléfono. Desde luego, a Mr. al-Mansur no le gustaba dejar ningún cabo suelto.

–Bien -dijo Rowse cariñosamente-, en realidad no me importa de dónde fuera. Si pagó al contado, es un hombre maravilloso.

–¿Cuándo llegarás a casa? – preguntó Nikki, excitada.

–Mañana por la mañana. Estaré ahí a eso de las nueve.

A las ocho y diez, Rowse entró en el exquisito restaurante de Mount Street, cuya especialidad eran los platos de pescado, dijo su nombre al jefe de camareros y fue conducido hasta McCready, que había tomado asiento a una mesa situada en un rincón. A McCready le gustaban las mesas en los rincones. Ya que permitían a los dos comensales acomodarse de espaldas a la pared, manteniendo entre ellos un ángulo de noventa grados, mucho más cómodo para conversar que sentados uno al lado del otro, y desde donde podían contemplar lo que ocurría en el comedor del restaurante. «Nunca se te ocurra dar la espalda a los demás», le había dicho uno de sus agentes de entrenamiento hacía ya muchos años. Aquel hombre fue traicionado después por George Blake, y tuvo que sentarse «de frente» en una de las celdas de interrogatorios de la KGB. McCready se había pasado buena parte de su vida de espaldas a la pared.

Rowse encargó langosta y una botella de vino blanco. McCready también pidió langosta fría con mayonesa. Rowse esperó hasta que los dos hubieron apurado sus vasos de «Meursault» y el camarero encargado de servir los vinos se hubo retirado, entonces comentó a su compañero lo de la misteriosa compra de las alfombras. McCready siguió masticando el trozo de langosta que se había llevado a la boca, se lo tragó y dijo:

–¡Maldición! ¿Llamaste con frecuencia a Nikki desde Chipre? – preguntó luego.

Lo que quería decir en realidad: «antes de que yo interviniese el teléfono del hotel», pero no lo hizo. Tampoco necesitaba hacerlo.

–En modo alguno -contestó Rowse-. Mi primera llamada fue desde el «Post House Hotel», hace unas pocas horas.

–Bien. Bien y mal. Bien que no haya habido contratiempos imprevistos. Mal que al-Mansur tenga un brazo tan largo.

–Y ya que hablamos de eso -dijo Rowse-, en realidad, no puedo estar seguro, pero tengo la impresión de haber visto una moto por alguna parte. En el estacionamiento donde había dejado mi coche y luego frente al «Post House». No la vi desde el taxi que me trajo a Londres, pero el tráfico era muy denso.

–¡Maldita sea! – exclamó McCready, preocupado-. Me parece que tienes razón. Hay una pareja al final de la barra del bar que está mirando de reojo a través de un hueco entre la gente. Y no nos quitan la vista de encima. No te vuelvas, sigue comiendo.

–¿Hombre y mujer, jóvenes?

–Sí.

–¿Has reconocido a alguno de ellos?

–Me parece que sí. Al hombre, creo. Vuelve la cabeza y llama al camarero. Intenta verlos, sobre todo a él. De cabello lacio y bigote caído sobre el labio.

Rowse se volvió para hacer señas al camarero. La pareja se encontraba al final de la barra del bar, el cual se hallaba separado por un biombo del salón del comedor. Rowse había recibido un intensivo entrenamiento antiterrorista. Durante el mismo había tenido que estudiar centenares de álbumes de fotografías, no todas del IRA. Tras echar una rápida ojeada, volvió a su posición normal.

–Le he reconocido. Se trata de un abogado alemán. Un extremista radical. Defendía a los de la banda Baader-Meinhof, más tarde se convirtió en uno de ellos.

–¡Eso es! Wolfgang Reuter. ¿Y a la chica?

–No. Pero la facción del Ejército Rojo utiliza a muchos grupos.

–¿Más espías de Mr. al-Mansur?

–Me inclino más por la hipótesis de que tu gran amigo Mahoney los ha contratado. Existe una cooperación muy estrecha entre la facción y el IRA. Me temo que no podremos disfrutar de nuestra encantadora cena. Me han visto contigo. Si esto trasciende, la operación habrá terminado, y tú, también.

–¿No puedes ser acaso mi agente, o mi editor?

McCready denegó con la cabeza.

–No resultaría -contestó-. Si salgo por la puerta trasera, será todo cuanto necesitan. Si salgo por la puerta principal, como cualquier huésped normal, puedes tener la seguridad de que me harán más de una fotografía. Y en alguna parte de la Europa Oriental identificarán esos retratos. Sigue hablando con toda naturalidad, pero presta mucha atención a lo que voy a decirte. Esto es lo que quiero que hagas.

Mientras tomaban el café, Rowse llamó al camarero y le preguntó por el servicio de caballeros. Se encontraban donde McCready sospechaba que estarían. La propina que el camarero recibió por la atención fue mucho más que generosa… Fue casi ultrajante.

–¿Tan sólo por una llamada telefónica? Haré como usted diga, caballero.

La llamada a la Brigada Especial, una llamada de carácter personal a un amigo de McCready, se hizo mientras éste firmaba el recibo de su tarjeta de crédito. La chica había salido del restaurante nada más advertir que McCready pedía la cuenta.

Cuando Rowse y McCready salían por la iluminada entrada del restaurante, la muchacha se encontraba semioculta tras la esquina de una callejuela, junto a una tienda de pollos justo al otro lado de la calle. Enfocó su cámara al rostro de McCready y le hizo dos rápidas fotografías. No utilizaba flash, las luces de la entrada del restaurante eran más que suficientes. McCready advirtió sus movimientos, pero no se dio por enterado.

Rowse y McCready se encaminaron despacio hacia donde este último había dejado aparcado su «Jaguar». Reuter salió por la puerta principal del restaurante, cruzó la calle y se dirigió a donde tenía la moto. Cogió el casco, que colgaba del manillar, se lo puso y se bajó la visera. La chica salió de su escondite y se montó a horcajadas en la moto, detrás de Reuter.

–Ya tienen lo que querían -comentó McCready-. Quizá nos espíen aún durante un rato. Confiemos en que su curiosidad les haga seguirnos un poco más de tiempo.

El teléfono sonó en el automóvil de McCready. Éste contestó.

–Terroristas, armados probablemente… En el Battersea Park, cerca de la pagoda. – Colgó el teléfono y miró por el espejo retrovisor-. Doscientos metros más, y estarán con nosotros.

Aparte la tensión propia de esos momentos, el hecho de que se dirigieran en coche al recinto del Battersea Park resultaba insólito, ya que el parque, por regla general, se vaciaba y cerraba sus puertas al atardecer. Cuando se aproximaban a la pagoda, McCready echó una ojeada a todo lo largo y ancho del camino. Nada. Tampoco habría sorpresas, el parque había abierto de nuevo sus puertas tras la llamada que el camarero había hecho por encargo de Rowse.

–Entrenamiento de protección a diplomáticos. ¿Te acuerdas?

–Ya lo creo -contestó Rowse, mientras empuñaba el freno de mano.

–¡Vamos!

Rowse tiró con fuerza de la palanca del freno, mientras McCready imprimía un giro brusco al volante del «Jaguar». El coche patinó sobre el asfalto, entre aullidos de protesta de los neumáticos. En menos de dos segundos, el sedán había girado sobre sí mismo y enfilaba el morro en dirección contraria. McCready lo lanzó de frente, hacia el foco de luz de la moto que los iba persiguiendo. En los automóviles que se encontraban discretamente estacionados en las inmediaciones, todos sin ningún distintivo oficial, se encendieron en seguida las luces de los faros y sus motores se pusieron en marcha.

Reuter trató de esquivar el «Jaguar» que se le echaba encima y tuvo éxito en su intento. La potente «Honda» se salió de la calzada, cogió una curva cerrada y se dirigió hacia los terrenos del parque. El abogado alemán casi logró evitar el choque contra un banco de piedra, pero no lo consiguió del todo. Rowse, desde su asiento de pasajero junto al conductor, tuvo la fugaz visión de una moto que saltaba por los aires y dos personas que salían despedidas para ir a estrellarse contra el césped. Los otros automóviles se detuvieron y de ellos salieron tres hombres.

Reuter rodaba por los suelos, pero no se encontraba herido. Se sentó y buscó en el bolsillo interior de su chaqueta.

–¡Policía! ¡Estamos armados! ¡Manos arriba! – gritó una voz a su lado.

Reuter volvió la cabeza y se encontró con el cañón de la pistola de reglamento «Webley» del treinta y ocho. En el rostro que lo contemplaba se dibujaba una sonrisa. Reuter también había visto la película Harry el sucio. Decidió no tentar al destino y alzó las manos. Un sargento de la Brigada Especial se había apostado a la espalda del terrorista alemán y le apuntaba directamente a la nuca, manteniendo su «Webley» empuñada con ambas manos. Un compañero metió la mano en el bolsillo interior de la chaqueta de cuero del motorista y sacó una «Walther» P.38 Parabellum.

La chica estaba inconsciente. Un hombre de alta estatura, que llevaba una gabardina gris ligera, salió de uno de los coches y se dirigió hacia McCready.

–¿Qué has pescado, Sam?

–Facción del Ejército Rojo. Van armados. Son muy peligrosos.

–La chica no está armada -dijo Reuter, en un inglés muy claro-. Esto es un atropello.

El comandante de la Brigada Especial se sacó del bolsillo una pistola pequeña, se acercó a la joven, le puso la automática en la mano derecha y oprimió los dedos de la muchacha contra el arma, que metió en una bolsa de plástico.

–Ahora lo está -replicó en tono afable.

–¡Protesto! – exclamó Reuter-. Esto es una violación flagrante de nuestros derechos ciudadanos.

–¡Cuánta razón tiene! – replicó, sarcástico, el comandante-. ¿Qué más quieres, Sam?

–Me han hecho un par de fotos, y hasta es posible que sepan mi nombre. Para colmo, me han visto con él -dijo McCready, señalando con la cabeza hacia Rowse-. Si esto llega a saberse, no podremos impedir que haya algunas matanzas en las calles de Londres. Quiero que los pongáis a buen recaudo, incomunicados. Que no dejen rastro, sin despertar sospechas. Seguro que después de este accidente han tenido que quedar muy mal heridos. ¿Un hospital de alta seguridad?

–No me extrañaría nada que necesitasen un buen pabellón de aislamiento. ¿Qué te parece si los pobres angelitos se mantienen en estado de coma, sin ningún documento encima, y necesito un par de semanas para identificarlos?

–Me llamo Wolfgang Reuter -dijo el alemán-. Soy abogado, ejerzo en la ciudad de Francfort y exijo ver de inmediato a mi embajador.

–Resulta divertido lo estúpido que puedes volverte a tus años -repuso el comandante con aire apenado-. ¡Al coche con los granujas! Tan pronto como yo pueda identificarlos, los pondré a disposición judicial, por supuesto. Pero eso puede tardar bastante tiempo. Mantenme informado, Sam.

Por regla general, incluso un individuo armado al que se haya podido identificar como perteneciente a una banda terrorista, cuando es arrestado en Gran Bretaña, no puede ser mantenido incomunicado por más de siete días, sin que dentro de ese plazo sea llevado a comparecer ante un juez, tal como se estipula en la Ley para la Prevención del Terrorismo. Pero, a veces, todas las leyes tienen sus excepciones, aun en las democracias.

A la mañana siguiente, Rowse regresó a Gloucestershire en su automóvil, para reanudar la rutina diaria mientras esperaba el contacto prometido por Hakim al-Mansur. Tal como él veía las cosas, en cuanto recibiese la información acerca del nombre del barco en el que transportarían las armas, la fecha y el puerto de llegada, se pondría en comunicación con McCready y le pasaría los datos. Los del SIS británico los utilizarían para dar con la pista del barco, lo identificarían en aguas del Mediterráneo y lo abordarían y tomarían por asalto en el océano Atlántico, frente a las costas portuguesas, o en el canal de la Mancha, con Mahoney y sus compinches a bordo. Todo era tan simple como eso.

El contacto se produjo siete días después. Un «Porsche» negro penetró muy despacio en el jardín de la casa de Rowse y un joven se apeó. El hombre miró a su alrededor, contemplando la verde hierba y los bancales de flores iluminados por el ardiente sol primaveral. De cabello negro, y expresión melancólica, tenía el aspecto de haber nacido en un país más árido y áspero que ése.

–Tom -llamó Nikki-, alguien desea verte.

Tom apareció caminando desde el fondo del jardín. Su rostro no manifestó sorpresa alguna, ya que supo ocultar sus sentimientos tras una máscara de cortesía y curiosidad, pero reconoció al hombre. Era el mismo que le había seguido desde Trípoli a La Valetta y que no le había quitado el ojo de encima hasta no ver cómo abordaba el avión con destino a Chipre, hacía ya dos semanas.

–¿Sí? – dijo.

–¿Mr. Rowse?

–El mismo.

–Le traigo un mensaje de Mr. Aziz.

El hombre hablaba un inglés bastante aceptable, pero elegía las palabras con demasiado cuidado como para que resultara fluido. Recitó el mensaje de memoria tal como se lo había aprendido.

–Su mercancía llegará al puerto de Bremerhaven. En tres embalajes de tablas, marcados como maquinaria de oficina. La recibirá tras estampar su firma habitual. Muelle cero nueve. Almacenes «Neuberg». Rossmannstrasse. Una vez que el envío haya sido desembarcado, dispondrá de un plazo de veinticuatro horas para hacerse cargo del mismo. En caso contrario, desaparecerá. ¿Está claro?

Rowse repitió para sus adentros la dirección exacta, archivándola así en su memoria. El joven volvió a meterse en el coche.

–¡Y una cosa! ¿Cuándo? ¿Qué día?

–¡Ah, sí! El veinticuatro. Llegará a las doce del mediodía del veinticuatro de este mes.

El forastero se alejó en su automóvil, dejando a Rowse con la palabra en la boca. Minutos después, Rowse salía corriendo hacia la aldea para llamar desde un teléfono público. El suyo seguía intervenido, eso era algo que los expertos le habían confirmado; de todos modos, tendría que seguir así durante bastante tiempo.

–¿Qué demonios están pensando al fijar como fecha el veinticuatro de este mes? – preguntó furioso McCready por décima vez-. ¡Eso será dentro de tres días! ¡De tres malditos días!

–Y Mahoney, ¿sigue aún en el mismo sitio? – preguntó Rowse.

A petición de McCready, Rowse había ido a Londres en su coche y se había instalado en uno de los pisos francos de la Firma, un apartamento en Chelsea. Todavía no era nada seguro llevar a Rowse a la Century House; entre otras cosas, porque, oficialmente, se le suponía persona non grata.

–Pues sí, aún está afincado en la barra del bar «Apolonia», y sigue rodeado de sus hombres, a la espera de que le llegue un mensaje de al-Mansur, y todavía rodeado por mis vigilantes.

McCready llegó a una conclusión: no había más que dos posibilidades. O los libios estaban mintiendo acerca del veinticuatro, y sólo era otra prueba para Rowse, con el fin de cerciorarse de si la Policía rodeaba los almacenes «Neuberg», en cuyo caso al-Mansur tendría tiempo de alertar a los de su barco, dondequiera que éste se encontrara, o le habían engañado como a un chino, a él, a McCready, por lo que Mahoney y sus secuaces no serían más que un anzuelo en el que había picado, y lo más probable era que ni ellos mismos lo supieran.

De una cosa sí estaba seguro: ningún barco podía hacer en tres días la travesía de Chipre a Bremerhaven, pasando por Trípoli o Sirte. Mientras Rowse se dirigía hacia Londres en su coche, McCready había consultado a su amigo de Dibben Place, en Colchester, donde estaba la sede del Servicio de Inteligencia de la «Lloyds Shipping». El hombre se había mostrado inflexible en sus convicciones. El barco necesitaría un día para hacer la travesía desde Pafos hasta Trípoli o hasta Sirte. Habría que concederle un día más para cargar las bodegas, o más bien una noche. Dos días para llegar a Gibraltar y otros cuatro o cinco más para alcanzar las costas del norte de Alemania. Siete días como mínimo, aunque deberían de calcular ocho para estar seguros.

Así que, o era una prueba para Rowse, o el buque cargado de armas se encontraba ya en alta mar. De acuerdo con el hombre de la «Lloyds», en esos momentos el barco estaría al oeste de Lisboa rumbo al cabo Finisterre, para así poder atracar en Bremerhaven el día veinticuatro de ese mes.

Los de la «Lloyds» habían comprobado los nombres de los barcos que se esperaban el día veinticuatro en el puerto de Bremerhaven, y que habían zarpado del algún lugar del Mediterráneo.

El teléfono sonó en esos momentos. Les llamaba el experto de la «Lloyds» en rutas navieras.

–No hay ninguno -dijo-. El día veinticuatro no se espera ningún barco procedente del Mediterráneo. Tienes que haber sido mal informado.

«Y con creces», se dijo McCready. En la persona de Hakim al-Mansur se había topado con un auténtico maestro del juego. McCready se volvió hacia Rowse.

–¿No habría alguien más en el hotel que pudiese ser del IRA?

Rowse denegó con la cabeza.

–Me temo que tendremos que volver a los álbumes de fotografías. Revísalos de nuevo, una y otra vez. Si te encuentras con algún rostro, con cualquier cosa que te haya llamado la atención mientras te encontrabas en Trípoli, en Malta o en Chipre, házmelo saber de inmediato. Aquí te los dejo. He de hacer unas diligencias.

McCready no consultó primero con la Century House para recurrir a la ayuda de los norteamericanos. El tiempo apremiaba demasiado como para desperdiciarlo en canales burocráticos. Fue a ver al jefe de la delegación de la CÍA, en Grosvenor Place. Todavía seguía siendo Bill Carver.

–¡Pues bien, caramba, la verdad es que no lo sé, Sam! No es nada fácil desviar un satélite. ¿No podrías utilizar un Nimrod?

Los Nimrods de las Fuerzas Aéreas británicas pueden tomar fotografías de alta definición de los barcos que se encuentren en alta mar, pero tienden a volar demasiado bajo y pueden ser vistos. Al no rastrear la zona desde grandes alturas, han de sobrevolar varias veces para poder cubrir una gran extensión de océano.

McCready le explicó lo del plan para asesinar al embajador estadounidense en Londres. Ambos hombres sabían que Charles y Carol Price habían demostrado ser la pareja de emisarios más popular enviada por Estados Unidos desde hacía muchas décadas. Mrs. Thatcher no olvidaría con facilidad a una organización que hubiera permitido que le ocurriera algo a Charlie Price. Carver hizo un gesto de asentimiento.

–Eso pone las cosas más fáciles… para mí.

A eso de la medianoche, Rowse, somnoliento y fatigado, volvió a enfrascarse en la revisión del álbum número uno, el correspondiente a los primeros tiempos. Estaba sentado junto a un especialista en fotografías de la Century House. En el salón del apartamento habían colocado un proyector y una pantalla, de modo que los retratos podían ser proyectados en ella para efectuar los cambios necesarios en los rostros.

Poco antes de la una, Rowse hizo una pausa.

–Ésta -dijo-, ¿puedes proyectármela en la pantalla?

El rostro ocupó casi toda la pared.

–No seas necio -intervino McCready-, ése está fuera de la organización desde hace muchos años. Se trata de agua pasada, no viene a cuento.

El rostro en la pared les miraba fijamente, con ojos cansados, ocultos tras unas gafas de montura gruesa; tenía el cabello gris, con mechones que le caían sobre las oscuras cejas.

–Quítale las gafas -ordenó Rowse-. Ponle lentes de contacto pardas.

El técnico realizó los cambios que Rowse le pedía. Las gafas desaparecieron, los ojos dejaron de ser azules y se volvieron pardos.

–¿Cuánto tiempo tiene esta fotografía?

–Unos diez años -contestó el técnico.

–Envejécela diez años. Quítale algo de cabello, más arrugas, papada bajo el mentón.

El técnico hizo lo que Rowse quería. Ahora, el hombre aparentaba unos setenta años.

–Ponle ahora cabellos negros. Tíñeselos.

Los grises cabellos del hombre se volvieron negros. Rowse emitió un silbido.

–Sentado solo en un rincón de la terraza -dijo-, en el «Hotel Apolonia». No hablaba con nadie, él mismo se hacía compañía.

–Stephen Johnson fue el jefe del estado mayor del IRA, del viejo IRA, hará de eso unos veinte años -informó McCready-. Abandonó la organización hace diez años, después de una fuerte disputa con la nueva generación por asuntos políticos. Ahora tiene sesenta y cinco años. Se dedica a vender maquinaria agrícola en County Clare. ¡Por el amor de Dios!

–Puede ser uno de esos ases de reserva de la banda terrorista. Aparenta tener una disputa, y se retira disgustado; entonces hacen correr la voz de que ya no tiene nada que ver con la organización y se convierte en persona inofensiva para la sociedad. Ya nadie le molesta. ¿No te recuerda eso a alguien a quien conoces? – inquirió Rowse.

–La verdad es que, a veces, mi joven maestro Rowse, te puedes distinguir por ciertos destellos de sagacidad -admitió McCready.

Entonces llamó por teléfono a un amigo de la Policía irlandesa, la Garda Siochana. Desde un punto de vista oficial, se suponía que los contactos entre la Garda irlandesa y sus homólogos británicos en la lucha contra el terrorismo tenían un carácter más bien formal, pero las ramificaciones se alargaban por todas partes. En la práctica, al menos entre profesionales, ese tipo de contactos es más íntimo y caluroso de lo que algunos políticos partidarios de la línea dura desearían.

Esta vez fue uno de los miembros de la Brigada Especial irlandesa, al que McCready despertó en su casa de Ranelagh, el que tuvo que saltar de la cama antes de la hora del desayuno.

–Nuestro hombre está de vacaciones -informó luego McCready-. Según los informes de la Policía local, se ha aficionado al golf y suele tomarse unas vacaciones de vez en cuando para practicar ese deporte, por lo general en España.

–¿En el sur de España? – inquirió Rowse.

–Es posible. ¿Por qué?

–¿Recuerdas aquel asunto de Gibraltar?

Los dos lo recordaban muy bien. Tres asesinos del IRA, que tenían la intención de colocar una poderosa bomba en el peñón. Fueron «puestos fuera de combate» por un comando de la SAS, de una forma prematura pero permanente. La Policía española y los servicios de contraespionaje de ese país habían prestado una ayuda extraordinariamente provechosa cuando los terroristas se introdujeron en el peñón tras haberse hecho pasar por turistas de la Costa del Sol.

–Persistió el rumor de que había un cuarto hombre en el juego, uno que se había quedado en España -recordó Rowse-. Y Marbella es una ciudad en la que abundan los campos de golf.

–¡El muy mierda! – masculló McCready-. ¡Esa vieja mierda! De nuevo ha vuelto a la acción.

A media mañana McCready recibió una llamada de Bill Carver, y, a continuación, fue con Rowse a la Embajada de Estados Unidos. Carver los estaba esperando en el vestíbulo principal, firmó por ellos en el libro de registro y los acompañó hasta su despacho, en la planta baja, donde disponía también de una sala de proyección.

El satélite había efectuado un buen trabajo, deslizándose a gran altura en el espacio por encima del Atlántico Oriental, desde donde enfocó los objetivos de sus cámaras «Long Tom» hasta cubrir, en una sola pasada, una gran franja de agua que se extendía desde las costas portuguesa, española y francesa hasta más de un centenar de millas adentro del océano.

Atendiendo a una sugestión que le hizo su hombre de contacto en la «Lloyds», McCready había pedido que le facilitaran un estudio sobre el rectángulo de agua que se extendía desde el norte de Lisboa hasta el golfo de Vizcaya. El continuo aluvión de fotografías que fue llegando a la estación de recepción de la Oficina Nacional de Reconocimiento, en las afueras de Washington, fue analizado, clasificado y seleccionado en ampliaciones individuales de cada uno de los barcos que navegaban dentro de los límites de ese rectángulo.

–Nuestra ave puede fotografiar todo aquello que sea algo mayor que una botella de «Coca-Cola» -observó Carver, orgulloso-. ¿Queréis empezar?

Había más de ciento veinte barcos en aquel rectángulo de agua. Casi la mitad de ellos eran pesqueros. McCready los desechó, aunque no descartó la posibilidad de volver luego a ellos. En Bremerhaven había también un muelle destinado a esas embarcaciones, pero todas ellas faenarían bajo bandera alemana, y cualquier pesquero extranjero, que, para colmo, descargara algo que no fuese pescado, sería contemplado con gran suspicacia. McCready concentró su atención en los buques de carga y en unos cuantos yates de lujo grandes, descartando, de momento, los cuatro transatlánticos que transportaban pasajeros.

Uno tras otro, fue pidiendo que le ampliaran los diminutos reflejos metálicos que se observaban en aquella gran extensión de agua, hasta que cada manchita ocupaba toda la pantalla. Detalle tras detalle, los hombres que estaban en la sala de proyección fueron examinándolas. Algunas embarcaciones mantenían un rumbo distinto al de la nave que estaban buscando, pero había un grupo de ellas que se encaminaba hacia el Norte y que pasaría por el canal de la Mancha. Treinta y una.

A las dos y media, McCready ordenó que detuviesen la proyección.

–Ese hombre -dijo al técnico de Bill Carver-, el que se apoya contra la barandilla del puente, ¿puede ampliarlo?

–Eso está hecho -contestó el norteamericano.

El buque de carga navegaba por aguas del cabo de Finisterre; la fotografía había sido tomada el día anterior, poco antes del anochecer. Uno de los hombres de la tripulación realizaba una tarea rutinaria en la cubierta de proa, en tanto que otro, apoyado contra la barandilla del puente, lo contemplaba. Mientras McCready y Rowse observaban la pantalla, el barco se fue haciendo cada vez más grande, sin que la calidad de la imagen empeorase. La proa y la popa del carguero desaparecieron a ambos lados de la pantalla y la figura del hombre que estaba solo y apoyado en la barandilla empezó

a aumentar.

–¿A qué altura vuela ese pájaro? – preguntó Rowse.

–A ciento ochenta y siete mil kilómetros -contestó el técnico.

–¡Eso es tecnología, chico! – exclamó Rowse.

–Puede registrar la matrícula de un coche, y el número se lee con toda claridad -informó el estadounidense, con un deje de satisfacción.

Disponían de más de veinte fotografías de ese carguero en particular. Cuando el hombre apoyado contra la barandilla ocupaba toda la pantalla, Rowse pidió que proyectasen las demás fotografías con la misma ampliación. Al proyectar las imágenes en sucesión continua, el hombre pareció moverse por la pantalla como una de esas figuras rígidas de una biografía victoriana. Dejó de observar al marinero y se quedó contemplando el mar. A continuación se quitó su puntiagudo gorro y se pasó una mano por los finos cabellos. Quizás alguna ave marina había cantado por encima de su cabeza. Comoquiera que fuese, el caso es que alzó el rostro.

–¡Congela esta imagen! – pidió Rowse-. ¡Acércala!

El técnico amplió el rostro del hombre hasta que la imagen empezó a hacerse borrosa.

–¡Bingo! – susurró McCready por encima del hombro de Rowse-. Ya lo tenemos. Es Johnson.

Los viejos ojos cansados los contemplaban desde la pantalla, con sus mechones de cabello, ahora negro, cayéndole sobre la frente. Era el mismo anciano que se sentaba en un rincón de la terraza del «Apolonia», ocupando una mesa, solo. El presunto antiguo militante del IRA.

–El nombre del barco -dijo McCready-, necesitamos saber el nombre del barco.

Éste aparecía en uno de los costados de proa, y pudo ser registrado por el satélite, que siguió filmando cuando la embarcación desaparecía por el horizonte en dirección norte. Había sido una sola fotografía, tomada en ángulo agudo, la que permitió captar el nombre junto al ancla. Regina IV.

McCready cogió el teléfono y llamó a su hombre de Inteligencia de la «Lloyds Shipping».

–No puede ser -dijo el hombre de Colchester cuando habló media hora después con McCready, que había estado esperando su llamada-. El Regina IV desplaza más de diez mil toneladas, y en estos momentos se encuentra frente a las costas de Venezuela. Tienes que haberte equivocado.

–No hay error posible -replicó McCready-. Será un buque de unas dos mil toneladas y navega hacia el Norte, ahora estará a la altura de Burdeos.

–No te muevas de ahí -pidió la jovial voz del hombre de Colchester-. ¿Acaso piensa hacer alguna diablura?

–Con toda certeza -respondió McCready.

–Te llamaré de nuevo -dijo el hombre de la «Lloyds».

Y eso fue lo que hizo casi una hora después. McCready había estado empleando la mayor parte de ese tiempo en telefonear a algunas personas que estaban en la base de Poole, en Dorset.

-Regina -le dijo el hombre de la «Lloyds»- es un nombre muy común, como el de Stella Maris; por eso hay que ponerles números romanos detrás del nombre. Pues bien, se da la coincidencia de que por aquí tenemos a un Regina VI, registrado en Limassol, y del que creemos que ha estado anclado en el puerto de Pafos. De unas dos mil toneladas. El capitán es alemán; la tripulación, grecochipriota. Con nuevos propietarios, ahora pertenece a una compañía naviera con sede en Luxemburgo.

«Del Gobierno libio», se dijo McCready. Se trataría de una estratagema de lo más simple. Salir de aguas del Mediterráneo como el Regina VI, borrar la I en medio del Atlántico para pintarla delante de la V y seguir navegando como el Regina IV. Con idéntica facilidad se cambiaban el nombre en los documentos del barco. Los agentes de aduanas recibirían en Bremerhaven al, desde todo punto de vista, respetable Regina IV con un cargamento de maquinaria de oficina y una carga global de mercancías procedente de Canadá. ¿Y quién se molestaría en comprobar que el Regina IV se encontraba realmente frente a las costas de Venezuela?

Al amanecer del tercer día, el capitán Holst miró a través de los cristales de las ventanas frontales del puente de mando y se quedó contemplando el mar débilmente iluminado. No cabía lugar a dudas, frente a él había visto el fuerte resplandor de una llamarada que se elevó del cielo, pareció flotar durante unos instantes en el aire y cayó al agua de nuevo. Rojo oscuro. Una bengala de señales. Entrecerró les ojos, trató de atisbar en la semipenumbra y pudo distinguir algo que se movía frente a proa, a una milla de distancia o dos; eran los fulgores rojizos y amarillentos de las llamas. Ordenó a la sala de máquinas que redujesen la velocidad, cogió el microteléfono y llamó a uno de sus pasajeros, a quien hizo saltar de su litera. No pasó ni siquiera un minuto antes de que el hombre se presentase ante él.

El capitán Holst se limitó a señalar en silencio hacia la parte de proa. Enfrente de ellos, por las tranquilas aguas, navegaba un pesquero a motor, de cuarenta pies de eslora, dando bandazos y haciendo eses como un borracho. Estaba claro que había sufrido una explosión en la sala de máquinas. Una columna de humo negro se alzaba de su cubierta, iluminada por la refulgente danza de las rojizas llamaradas. La borda se veía calcinada y ennegrecida.

–¿Dónde estamos? – preguntó Stephen Johnson.

–En el mar del Norte, entre Yorkshire y la costa alemana – contestó Holst.

Johnson cogió los prismáticos del capitán y enfocó la pequeña embarcación pesquera. Leyó el nombre que llevaba en la proa: Fair Maid.

–Tenemos que detenernos y socorrerlos -dijo Holst en inglés-. Es la ley del mar.

El capitán no sabía con exactitud en qué consistía la carga que transportaban, y tampoco quería saberlo. Sus contratistas le habían impartido las órdenes, acompañándolas de una gratificación tan elevada que casi rayaba en la extravagancia. También se habían preocupado de atender a su tripulación… económicamente. El cargamento de aceitunas chipriotas fue embarcado en el puerto de Pafos, con todos los documentos en orden. Luego atracaron durante dos días en Sirte, en la costa libia, y, durante aquella escala, descargaron parte de la mercancía y la cargaron de nuevo. Parecía la misma. Pero sospechaba que, a partir de ese momento, llevaba un cargamento ilegal a bordo; sin embargo, no pudo enterarse de qué era, ni tampoco lo intentó. La prueba de que ese cargamento debía de ser extremadamente peligroso se la daban los seis extraños pasajeros que lo acompañaban: dos de ellos habían embarcado en Chipre, los cuatro restantes, en Sirte. Así como también lo probaba el hecho de que hubieran cambiado el número del barco en cuanto dejaron atrás las Columnas de Hércules. Esperaba haberse desembarazado ya de todo eso al cabo de doce horas. Entonces volvería a hacer la travesía por el mar del Norte, esta vez de regreso, convertiría de nuevo su barco en el Regina VI, cuando alcanzase las aguas del océano, y regresaría a su puerto de partida, a Limassol, convertido en un hombre mucho más rico.

Y se retiraría. Esos años de ir de un lado a otro, transportando hombres y mercancías a las costas occidentales del continente africano, soportando las extrañas órdenes que ahora le daban sus nuevos amos, los de la compañía naviera de Luxemburgo, se convertirían en cosa del pasado. Se jubilaría a sus cincuenta años de edad y tendría el dinero suficiente para que él y su esposa griega María pudieran abrir un pequeño restaurante en alguna de las islas del mar Egeo, donde vivirían en paz el resto de sus días.

Johnson le miró con expresión de duda.

–No podemos detenernos -dijo.

–Tenemos que hacerlo.

La luz aumentaba en intensidad. Ahora pudieron ver la figura de un hombre, con el rostro tiznado y ennegrecido, que salía del puente de mando del pesquero. El hombre se acercó hasta el castillo de proa, se tambaleó, en un intento de hacerles señas, pero se desplomó sobre cubierta donde quedó tendido de bruces.

Otro oficial del IRA se había situado detrás de Holst.

Éste sintió el cañón de una pistola contra sus costillas.

–Pasa de largo -le ordenó, terminante, una voz.

El capitán Holst no pasó por alto la pistola, pero se volvió para mirar a Johnson.

–Si hacemos eso, y luego son rescatados por otro barco, algo que ocurrirá tarde o temprano, nos denunciarán. Entonces nos detendrán para preguntarnos por las razones de nuestro peculiar comportamiento.

Johnson asintió con la cabeza.

–En ese caso pásales por encima -ordenó el hombre que empuñaba la pistola-. No vamos a detenernos.

–También podemos socorrerles y alertar a los guardacostas alemanes -replicó Holst-. Nadie subirá a bordo. Cuando las lanchas alemanas aparezcan, nos iremos. Nos darán las gracias y no pensarán más en el asunto.

Johnson había quedado persuadido. Hizo un gesto de asentimiento.

–Retira esa pistola -dijo.

El capitán Holst accionó la palanca de velocidades, y metió la marcha atrás de inmediato; el Regina aminoró su avance poco a poco. Tras impartir algunas órdenes en griego a su timonel, Holst salió del puente de mando y bajó a cubierta antes de dirigirse al castillo de proa. Desde arriba contempló el pesquero que se aproximaba y luego hizo una señal con la mano al timonel. Éste puso el navío a media máquina y la proa del Regina se acercó lentamente al pesquero accidentado.

–¡Ah del barco! – llamó Holst, observando desde lo alto cómo se les iba acercando el Fair Maid.

El hombre que yacía sobre cubierta trató de incorporarse, pero se desplomó de nuevo. El pesquero se deslizó a todo lo largo de uno de los costados del Regina hasta que quedó junto a la parte de la borda en que la cubierta está más cerca de la superficie del agua. Holst se dirigió hacia allí y vociferó una orden en griego a uno de sus marineros para que lanzase un cable a la cubierta del Fair Maid. No hubo necesidad de hacerlo.

En el momento que el pesquero quedó situado al costado del Regina, el hombre que yacía sobre cubierta se levantó de un brinco y, con una agilidad sorprendente en alguien que estaba tan gravemente herido, lanzó un gancho atado a una soga por encima de la barandilla del Regina y sujetó luego el extremo libre, sujetándolo a toda prisa a una cornamusa de la proa del Fair Maid. Un segundo hombre salió corriendo de la cabina y lanzó un cable a popa. El Fair Maid había comenzado el abordaje.

Cuatro hombres más salieron disparados de la cabina, se encaramaron de un salto al techo de la misma y, desde allí, alcanzaron el Regina, saltando por encima de la barandilla. Todo sucedió a tal velocidad y con tan endiablada coordinación, que al capitán Holst tan sólo le dio tiempo de gritar:

-¿Was zum Teufel ist denn das?

Todos los hombres llevaban ropas idénticas: mono negro, botas con suela de goma y gorro de lana negro. Negros también eran sus rostros, pero no a causa del hollín, sino porque se habían pintarrajeado las caras con betún. Un puño de hierro se hundió en el plexo solar del capitán Holst, el cual cayó de rodillas al suelo. Más tarde diría que jamás había visto antes en acción a los hombres del Escuadrón Especial de la Marina, el equivalente en la mar de las Fuerzas Aéreas Especiales, la SAS, y que no quería volverlos a ver en acción nunca.

En esos momentos, sobre cubierta había cuatro marineros chipriotas. Uno de los hombres de negro les gritó una orden en griego, y los cuatro se apresuraron a obedecer. Se tiraron cuan largos eran sobre cubierta, de bruces, y en esa postura permanecieron inmóviles. No ocurrió lo mismo con los cuatro terroristas del IRA, que salieron en esos instantes corriendo por una de las puertas laterales de la superestructura de la nave. Todos llevaban pistola.

Dos tuvieron el suficiente sentido común como para darse cuenta de que un arma como las que llevaban ellos representa una garantía muy pobre cuando uno se enfrenta a un fusil automático ametrallador «Heckler and Koch MP-5», así que arrojaron sus armas y levantaron las manos. Dos trataron de usar sus pistolas. Uno de ellos tuvo suerte, recibió el impacto de la corta ráfaga en las piernas, logró salvarse y se pasó el resto de su vida en una silla de ruedas. El cuarto no le ocurrió lo mismo y se encontró con cuatro proyectiles en el pecho.

Seis hombres vestidos de negro se movían por la cubierta del Regina. El tercero en abordar el barco había sido Rowse. Subió corriendo por la escalerilla hasta el puente de mando. Cuando llegó a la cabina del timón, Stephen Johnson salía de ella. Al ver a Rowse, alzó las manos.

–¡No dispares, loco de mierda! ¡Me rindo! – gritó.

Rowse se colocó a su lado con el cañón de su fusil ametrallador, le señaló hacia la escalerilla.

–¡Abajo! – le ordenó.

El anciano militante del IRA comenzó a descender hacia la cubierta principal. Hubo un movimiento detrás de Rowse, alguien que salía por la puerta de la cabina del timón. Rowse, que lo había advertido, se volvió y percibió el chasquido de un disparo. La bala le rasgó la tela del mono a la altura de! hombro. No tenía tiempo para detenerse o para gritar. Disparó a bocajarro, tal como le habían enseñado, una doble ráfaga rápida, y, luego, otras dos ráfagas de proyectiles de nueve milímetros en menos de medio segundo.

Tuvo la fugaz imagen de una figura, en el umbral de la puerta, que recibía las descargas del arma en pleno pecho, era arrojada hacia atrás contra la pared de la cabina, para ser despedida de nuevo hacia delante precipitándose al suelo, y advirtió les rápidos destellos de una cabellera tan rubia como el trigo. Luego la contempló tendida sobre las tablas, ya muerta, con un hilillo de sangre brotándole por la comisura de esos labios que él tanto había besado.

–Bien, bien -dijo una voz a sus espaldas-. Monica Browne. Con «e» al final.

Rowse se dio media vuelta.

–¡Hijo de puta! – dijo, pronunciando las palabras lentamente-. Lo sabías, ¿no es cierto?

–No lo sabía, pero lo sospechaba -replicó McCready.

Con ropa de civil y caminando con mayor compostura que los demás, el Manipulador había pasado del pesquero al Regina una vez terminado el tiroteo.

–Has de comprender, Tom, que necesitábamos comprobar su identidad tras haberse puesto en contacto contigo. Es, en efecto…, bueno, era Monica Browne, pero nacida y criada en Dublín. Su primer marido, cuando ella tenía veinte años, la llevó a Kentucky, hace unos ocho años. Después de divorciarse se casó con el comandante Eric Browne, mucho mayor que ella, pero hombre rico y cuya gran devoción por el alcohol contribuyó, sin duda alguna, a que no abrigase ni la menor sospecha sobre la fanática entrega de su joven esposa a la causa del IRA. Y, sí, era cierto que se dedicaba a la cría de caballos en una finca, pero no en Ashford, localidad del Condado de Kent, en Inglaterra, sino en la villa de Ashford en el Condado de Wicklow, en Irlanda.

El comando se dedicó durante dos horas a «barrer la zona». El capitán Holst se desvivió por colaborar en todo lo que pudo. Les reveló que se había efectuado un trasbordo de mercancía en alta mar, unos embalajes de madera que fueron a parar a un pesquero procedente del cabo Finisterre. Les dio el nombre de la embarcación, y McCready pasó esa información a Londres para que ellos se la trasmitieran a las autoridades españolas. Estas no tardarían mucho en apoderarse de las armas destinadas a ETA mientras todavía se encontraban a bordo de la trainera; lo que para el SIS británico, era una forma de agradecer a sus colegas españoles la ayuda que les habían prestado en el asunto de Gibraltar.

El capitán Holst también se mostró dispuesto a admitir que su embarcación navegaba por aguas jurisdiccionales británicas en el momento del abordaje. Después de esto, el asunto pasaría a manos de abogados ingleses, ya que era de la incumbencia de Gran Bretaña. McCready no tenía ningunas ganas de enviar a Bélgica a los terroristas del IRA, para que allí fuesen liberados, como había ocurrido en el caso del padre Ryan.

Los dos cadáveres fueron trasladados a la cubierta principal, donde los colocaron uno al lado del otro, cubiertos por sábanas sacadas de los camarotes. Ayudados por la tripulación chipriota, sacaron los fardos de la bodega y procedieron al registro de la mercancía. Los hombres del comando del Escuadrón Especial de la Armada se encargaron de ese trabajo. Después de dos horas, el teniente que estaba al mando de la operación se presentaba ante McCready para rendirle informe.

–Nada, señor.

–¿Qué quiere decir con nada?

–Una gran cantidad de aceitunas, señor.

–¿Sólo aceitunas?

–Y unos embalajes marcados como maquinaria de oficina.

–¿Y qué contienen?

–Maquinaria de oficina, señor. Y además hay tres sementales. Están de lo más trastornados, señor.

–No creo que esos caballos estén más confusos que yo – replicó McCready enfurecido-. ¡Enséñemelo!

El teniente lo acompañó en una vuelta de inspección por las cuatro bodegas del barco. En una de ellas, copiadoras y máquinas de escribir japonesas se veían a través de los huecos dejados por las tablas arrancadas. En otras dos, montones de aceitunas chipriotas salían por los agujeros de los fardos abiertos. Los hombres del comando especial no habían dejado ni un solo fardo incólume. En la cuarta bodega iban tres sólidos furgones para el transporte de caballos. En cada uno de ellos, un semental relinchaba y se espantaba de miedo.

McCready percibió una sensación extraña en la boca de su estómago, la angustiosa sensación que le martiriza a uno cuando advierte que ha sido engañado al elegir un modo de actuar erróneo, por lo que, sin quererlo, se armará la de San Quintín. Un joven del Escuadrón Especial de la Marina se encontraba con ellos en la bodega donde iban los caballos. Parecía saber mucho de animales; les habló con voz serena y logró calmarlos.

–¿Señor? – preguntó.

–¿Sí?

–¿Por qué han sido embarcados?

–¡Oh! Son caballos árabes. De purasangre, destinados a sementales en una granja.

–Se equivoca señor -replicó el joven soldado-. Éstos son caballos de silla, quizá de una escuela de equitación. Sementales, pero de silla.

La búsqueda terminó cuando las primeras planchas fueron arrancadas de las paredes interiores del primer furgón que se desmanteló. Entre las planchas interiores y exteriores de aquéllos, construidos con gran habilidad, quedaba un espacio de algo más de treinta centímetros de ancho. Cuando las planchas fueron arrancadas, los hombres que supervisaban la operación pudieron ver los bultos apilados del explosivo «Semtex-H», las filas apretadas de los lanzacohetes del tipo «RPG-7» y las hileras de misiles portátiles tierra-aire. En los otros furgones de los caballos irían los fusiles automáticos de tipo pesado junto con municiones, granadas, minas y morteros.

–Me parece que ya podemos dar aviso a la Armada – comentó McCready.

Abandonaron las bodegas y subieron a cubierta, sintiendo el calor de los rayos solares mañaneros. La Armada se haría cargo del Regina y lo remolcaría hasta Harwich. Allí lo desmantelarían pieza por pieza, y sus tripulantes y pasajeros serían conducidos a prisión.

El Fair Maid tuvo que ser bombeado para reparar los destrozos causados por los trucos de efectos especiales. Las granadas de humo, que le habían dado la apariencia de estarse consumiendo por el fuego, habían sido arrojadas al mar.

El hombre del IRA con las rodillas destrozadas, a quien los soldados del comando habían aplicado un par de torniquetes para cortarle la hemorragia, apretándoselos de forma algo ruda, pero no por ello menos hábil, estaba sentado en el suelo, con el rostro ceniciento y la espalda apoyada contra un mamparo, esperando que le socorriera el comandante cirujano de la Armada, que acudía en la fragata que se encontraba a sólo media milla de distancia. Los otros dos habían sido esposados a un candelero en uno de los extremos de la cubierta principal, y McCready se había guardado las llaves de las esposas en un bolsillo.

El capitán Holst y los hombres de su tripulación habían descendido a toda prisa a una de las bodegas del barco -no a la que contenía las armas- y allí iban sentados entre los fardos de aceitunas, esperando a que los efectivos de las fuerzas navales viniesen a echarles una escalerilla.

Stephen Johnson había sido encerrado con llave en su camarote, debajo de la cubierta principal.

Una vez que hubieron terminado sus diligencias, los cinco hombres del Escuadrón Especial de la Armada saltaron al techo de la cabina del Fair Maid y desaparecieron en el interior del pesquero. Los motores se pusieron en marcha. Dos miembros del comando aparecieron de nuevo en cubierta y soltaron amarras. El teniente agitó la mano, despidiéndose de McCready, y el pesquero reanudó su travesía. En él se iban los guerreros ocultos; ya habían realizado su misión; no tenían ninguna necesidad de quedarse esperando.

Tom Rowse permaneció sentado, con la cabeza gacha y la espalda apoyada contra la brazola de la escotilla de una de las bodegas, junto al yacente cuerpo de Monica Browne. Por el otro lado del Regina se acercaba ya la fragata de guerra, mientras unos marineros echaban las amarras y los primeros infantes encargados del abordaje saltaban a bordo. Los hombres conferenciaron con McCready.

Un soplo de viento levantó por un extremo la parte de la sábana que cubría el rostro del cadáver. Rowse se quedó mirando con fijeza las bellas facciones de aquel rostro que tanta paz irradiaba en la muerte. La brisa desparramó sobre la cubierta algunos mechones de su dorada cabellera. Rowse los recogió para colocarlos a su sitio. Alguien se sentó a su lado y le pasó un brazo por los hombros.

–Ya ha terminado, Tom. No podías saberlo. No debes martirizarte. Ella lo quería así.

–Si yo hubiese sabido que era ella, no la hubiera matado – dijo Rowse compungido.

–En ese caso, ella te habría matado. Pertenecía a esa clase de personas que no retroceden ante nada.

Dos infantes de Marina rodearon a los hombres del IRA y los condujeron a la fragata. Dos ordenanzas, bajo la supervisión del cirujano, levantaron al herido, lo colocaron sobre una camilla y se lo llevaron.

–¿Y qué sucederá ahora? – preguntó Rowse.

McCready contempló el mar y el cielo y lanzó un suspiro.

–Pues ahora, Tom, los hombres de leyes se encargarán de todo. Los abogados y los jueces siempre acaban por hacerse cargo de estos asuntos, reduciendo todo lo que suponga vida y muerte, pasión y codicia, valor y cobardía, placer y gloria, a los fríos términos de la jerga vernácula de su oficio.

–¿Y tú?

–¿Yo? Volveré a la Century House y reanudaré mis tareas. Y por las tardes regresaré a mi pequeño apartamento para escuchar música y comer mis judías cocidas. Y tú regresarás con Nikki, querido amigo, y le darás un abrazo muy fuerte. Después te dedicarás a escribir tus libros y te olvidarás de todo esto. Hamburgo, Viena, Malta, Trípoli, Chipre… olvídalo todo. Ya ha pasado.

–¿Vendrán por mí?

–No lo creo. Nuestros muchachos se encargarán de «limpiar» tu teléfono y de registrar tu casa por si hay más micrófonos ocultos. Pero no olvides que al-Mansur es un profesional. Hará lo que yo mismo haría en su caso: olvidarme del asunto, borrón y cuenta nueva. Una operación más que estuvo a punto de salirle bien. Emprenderá otra. Y quizá la próxima vez logre sus propósitos y tengamos por toda Inglaterra un montón de bombas colocadas por los del IRA. Pero, a ti, no te pondrán ninguna. Tú estás ya fuera de todo esto.

En esos momentos, dos infantes de Marina pasaron por su lado conduciendo a Stephen Johnson. El anciano se detuvo para mirar a los dos británicos. Su acento fue tan áspero como el brezo silvestre que crece en las costas occidentales de Irlanda.

–Nuestro día llegará -dijo.

Era el lema del IRA Provisional.

McCready se le quedó mirando y sacudió la cabeza con un gesto de duda.

–Pues no, Mr. Johnson, hace tiempo que sus días han pasado ya.

Dos ordenanzas recogieron el cadáver del terrorista del IRA, lo pusieron en una camilla y se lo llevaron.

–¿Por qué lo hizo, Sam? ¿Por qué demonios tenía ella que hacer eso? – preguntó Rowse.

McCready se inclinó sobre el cadáver de Monica Browne y volvió a cubrirle el rostro con la sábana. Los ordenanzas regresaban para llevársela.

–Porque creía en algo, Tom. En algo falso, por supuesto. Pero ella creía en algo.

McCready se puso de pie y ayudó a Rowse a levantarse.

–Ven, viejo amigo, volvamos a casa. Deja ya las cosas como están, Tom. Déjalas como están. La chica siguió su camino, Tom, el que ella quería seguir, por voluntad propia. Y ahora no es más que otro de los tantos desastres de la guerra. Al igual que tú, Tom; al igual que todos nosotros.

INTERLUDIO

Fue un jueves cuando la junta reanudó su cuarto día de sesiones, precisamente el día que Timothy Edwards había elegido para que fuese el último. Antes de que Denis Gaunt pudiera hacer uso de la palabra, Edwards decidió adelantársele.

Se había percatado de que sus dos compañeros, los que compartían con él la mesa que presidía, el superintendente de Operaciones Locales y el superintendente para Asuntos del Hemisferio Occidental, habían dado muestras de una cierta blandura en sus actitudes, y parecían dispuestos a hacer una excepción en el caso de McCready y a conservarlo en su puesto aunque necesitaran apelar a cualquier ardid.

Pero eso precisamente no entraba en los planes de Edwards. A diferencia de los demás, él sabía que detrás de la decisión de sentar un precedente ejemplar con la jubilación anticipada del Manipulador estaba la instigación del secretario permanente del Ministerio de Asuntos Exteriores, un hombre que un buen día se reuniría en conclave junto con otros cuatro más y decidiría la identidad del próximo jefe del Servicio Secreto de Inteligencia británico. Sería de idiotas querer oponerse a un hombre así.

–Denis, todos hemos estado siguiendo con gran interés tus rememoraciones de los grandes y muchos servicios prestados por Sam, y lo cierto es que ahora tenemos que prepararnos para afrontar los cambios que se están produciendo en la década de los noventa, un período en el cual ciertas…, ¿cómo podría expresar…?, ciertas medidas activas, con las que se violaban a toda costa los procedimientos aceptados a nivel universal, ya no tendrán lugar en nuestro mundo. ¿Tengo que recordarte acaso la gran trifulca que nuestro querido Sam ocasionó con su forma de actuar cuando estuvo en el Caribe durante el pasado invierno?

–En lo más mínimo, Timothy -replicó Gaunt-. Precisamente estaba pensando en recordar yo mismo aquel episodio, como mi alegato de última instancia en defensa de los valiosos y continuados servicios que Sam ha prestado, y presta, a la Firma.

–Pues hazlo entonces -le animó Edwards, consciente de que ése sería el último alegato que debería escuchar antes de proceder a comunicar su irrevocable sentencia sobre el caso.

Además, se decía para sus adentros, eso, sin duda alguna, contribuiría a que sus dos colegas acabaran por aceptar su punto de vista de que las acciones de McCready habían sido más propias de un cowboy que de un representante de la voluntad de su Graciosa Majestad. Había sido algo muy divertido para los muchachos el poder recibir a Sam con una explosión de aplausos cuando éste hizo su aparición en la cantina de la Century House, a su regreso del Caribe justo la víspera del día de Año Nuevo. Pero tuvo que recaer en él, en Edwards, que se había visto obligado a interrumpir sus fiestas, la delicada misión de aplacar los exaltados ánimos de Scotland Yard, del Ministerio del Interior y del Ministerio de Asuntos Exteriores.

Denis Gaunt se levantó de mala gana, se dirigió a regañadientes hasta la mesa del secretario del Departamento de Archivos y cogió la carpeta correspondiente al caso mencionado por Edwards. Pese a lo que había dicho, aquel asunto del Caribe era uno de los casos que más le hubiera gustado evitar. A pesar de la profunda admiración que sentía por el jefe de su departamento, era consciente de que Sam había actuado por su cuenta en aquella oportunidad.

Aún recordaba demasiado bien los memorandos que llegaron sin cesar a la Century House, ya en los primeros días del año, y aquella larga reunión a puerta cerrada que McCready hubo de mantener con el Jefe, cuando éste le convocó a toda prisa a mediados de enero.

El nuevo jefe del SIS británico se había hecho cargo de sus funciones tan sólo dos semanas antes, y el regalo de Año Nuevo que había recibido fue un montón de documentos que se acumularon sobre su escritorio, en los que se daban pormenores de las proezas realizadas en el Caribe por Sam. Por fortuna, Sir Mark y el Manipulador tenían a sus espaldas un largo camino recorrido en común, por lo que, después de la exhibición oficial de fuegos artificiales y de los aspavientos de rigor, el Jefe ordenó traer una caja de cervezas, de la marca preferida por McCready, brindó con él por el nuevo año y le prometió que no se tomaría ninguna medida disciplinaria.

Gaunt había creído, erróneamente, que el Jefe se había estado reservando su venganza, en espera de la llegada del verano para despedirlo. No tenía ni idea acerca de las altas instancias en las que la orden se había fraguado.

McCready sí lo sabía. No había tenido necesidad alguna de que se lo contaran, como tampoco había necesitado pruebas para llegar a esa conclusión. Sin embargo, conocía muy bien a su jefe. Al igual que cualquier buen alto oficial de mando, Sir Mark no tendría pelos en la lengua para decir a la cara lo que alguien había hecho mal, censurarlo si sentía que el otro se lo merecía o incluso para expulsarlo del cuerpo si las cosas habían ido demasiados lejos. Pero todo eso lo haría personalmente. En caso contrario, lucharía como un gato panza arriba para defender a sus hombres contra cualquier injerencia de extraños. Así que aquel asunto tenía que provenir de esferas más altas, que habrían pasado incluso por encima del propio Jefe.

Cuando Denis Gaunt regresaba a su asiento con la carpeta en las manos, Timothy Edwards, cuya mirada se había cruzado con la de McCready, dirigió una sonrisa al Manipulador.

«Representas una maldita amenaza real, Sam -pensó-. Eres brillante y tienes talento, pero ya no sirves para nada. Es una lástima, la verdad. Si hubieses dado muestras de arrepentimiento y te hubieras sometido a las reglas establecidas, aún podría haber un puesto para ti en esta casa. Pero ya no. No después de haber logrado irritar a personas como Robert Inglis, y tú lo has hecho. El mundo de la década de los noventa será bien distinto del actual, será mi mundo; un mundo para gente como yo. Dentro de tres años, quizá cuatro, me habré convertido en el jefe de la Firma, y en ella no habrá sitio para personas como tú, bajo ningún concepto. Es mejor que te vayas ahora, Sam, hombre del pasado. Así dispondremos de un grupo completamente nuevo de oficiales, de jóvenes agentes con talento, que harán lo que se les ordene, serán respetuosos con las leyes y no se dedicarán a irritar a sus superiores.»

Sam McCready le devolvió la sonrisa.

«Eres un mierdoso hijo de puta, Timothy, un pobre cretino -dijo McCready para sí-. Piensas que hacer acopio de información secreta consiste en celebrar reuniones para analizar los datos de los ordenadores y en lamerle el culo a los de Langley para que te pasen unas cuantas migajas de la información que obtienen con sus satélites espías. Todo es perfecto. Todo está muy bien, el sistema de Inteligencia de señales estadounidense y su non plus ultra, la Inteligencia electrónica. La mejor del mundo, pues ellos poseen la tecnología, con sus satélites y sus aparatos de escucha. Pero todo eso también puede conducir a engaño, mi querido Timothy, pobre iluso.

»Hay una cosa llamada maskirovka, de la que no creo que hayas oído hablar. Es un invento ruso, Timothy; se trata del arte de construir aeropuertos falsos, hangares y puentes que no existen, divisiones enteras de tanques, construidos con delgadas láminas y planchas de madera prensada, y todo eso puede engañar a los grandes pájaros de Estados Unidos. Por eso, en muchas ocasiones no hay más remedio que poner los pies en el suelo y rastrear el terreno, más de una vez se hace necesario introducir un agente dentro de las filas enemigas, reclutar a los descontentos, emplear a los renegados in situ… Nunca has sido un agente de campo, no sirves para eso, pese a tus corbatas con los distintivos de clubes exquisitos y a la aristócrata de tu mujer. En menos de dos semanas, los de la KGB utilizarían tus cojones en vez de aceitunas para ponérselos en el combinado.»

Gaunt había comenzado su última defensa. Trató de justificar lo ocurrido en el Caribe, empeñado en no perderse las simpatías de los dos superintendentes, los cuales parecían haberse mostrado inclinados la noche anterior a cambiar de opinión y a recomendar un aplazamiento del caso. McCready miraba a través de la ventana.

Las cosas habían cambiado, desde luego, pero no en la forma en que Timothy Edwards se pensaba. El mundo, a consecuencia de la guerra fría, se había vuelto loco; los gritos vendrían después.

En Rusia, la abundante cosecha que había podido tener ese año seguía secándose en los campos por falta de maquinaria, y en otoño se habría podrido en los vagones por falta de locomotoras para moverlos. El hambre haría estragos en diciembre, quizás en enero, empujando de nuevo a Gorbachov a los brazos de la KGB y del alto mando militar, los cuales le pasarían la factura, imponiéndole su precio exacto, por las herejías cometidas durante ese verano de 1990. El año 1991 no tendría en modo alguno nada de gracioso.

El Oriente Medio no era más que un polvorín a punto de estallar, y el Servicio de Inteligencia mejor informado de toda esa región, el Mossad israelí, estaba siendo tratado como un paria por Washington, con el beneplácito de personas como Timothy Edwards. McCready dio un suspiro. A fin de cuentas, quizá la solución a esos problemas estuviera en una barquita de pesca, en las costas de Devon.

–Todo aquello comenzó, en realidad -dijo Gaunt, mientras abría la carpeta que tenía ante él-, en una pequeña isla al norte del Caribe en los primeros días de diciembre.

McCready se vio inmerso de nuevo en las realidades de la Century House. «Ay, sí, el Caribe -pensó-, ese maldito Caribe.»