–¡Muy buenos días, Mr. Whittaker! Espero no haberle despertado.
–No, no del todo. ¿Quién es usted?
–Me llamo Milton. Milton a secas. Tengo entendido que posee algunas fotografías que le interesaría mostrarme.
–Eso depende de a quién he de mostrárselas -replicó Whittaker.
Del otro extremo de la línea le llegaron unas risitas apagadas.
–¿Por qué no nos encontramos en alguna parte? – inquirió Whittaker.
Milton le dio cita en una plaza pública, y los dos se reunieron una hora después. El estadounidense no tenía el aspecto de ser, como era, director de la delegación extranjera en Kingston de la DEA. Por su aire informal, más bien parecía un joven académico salido de alguna Universidad.
–Discúlpeme por lo que voy a preguntarle -dijo Whittaker-, pero ¿podría darme usted fe de la legitimidad de todo esto?
–Tenga la amabilidad de acompañarme en mi coche – replicó el norteamericano.
Se dirigieron entonces a la Embajada de Estados Unidos. Milton no tenía las oficinas de su cuartel general en la Embajada, pero también allí era persona grata. El hombre mostró su documento de identidad a un marine que estaba tras un escritorio dentro del edificio, y que condujo a Whittaker a un despacho auxiliar que había en la Embajada.
–Está bien -dijo Whittaker-, usted es diplomático estadounidense.
Milton no se molestó en corregirle. Le dirigió una sonrisa y le pidió que le mostrase las fotografías. Aunque las examinó todas, sólo una de ellas llamó poderosamente su atención.
–Bien, bien -dijo-, ¿conque esto es lo que se está fraguando?
Milton abrió su valija diplomática y sacó un grupo de carpetas de entre las que cogió una. La fotografía que estaba pegada en la primera página del expediente había sido tomada hacía algunos años, con teleobjetivo y, según parecía, a través de la rendija de una cortina. Pero no había duda de que el hombre era el mismo que se veía en la fotografía reciente que estaba sobre el escritorio.
–¿Quiere saber quién es? – preguntó a Whittaker.
Era una pregunta innecesaria por demás. El reportero británico comparó las dos fotografías e hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
–Pues bien, comencemos por el principio -dijo Milton, que comenzó a leerle a continuación el contenido del expediente; no el texto completo, por supuesto, pero sí lo suficiente como para hacer que Whittaker empezara a tomar notas con furiosa febrilidad.
El hombre de la DEA se mostró concienzudo. Le ofreció amplios detalles acerca de la carrera comercial del hombre fotografiado, reuniones mantenidas, cuentas bancarias abiertas, operaciones realizadas, seudónimos utilizados, mercancías que habían pasado por sus manos y las ganancias que había blanqueado. Cuando Milton terminó su informe, Whittaker se retrepó contra el respaldo de la silla.
–¡Caramba! – exclamó-. ¿Podría referirme a usted como mi fuente de información?
–En su lugar, yo no daría como fuente a un tal Mr. Milton – contestó el estadounidense-. Refiérase a altos cargos dentro de la DEA…, lo que sería más que suficiente.
Milton acompañó a Whittaker hasta la entrada principal. Al despedirse de él en la escalera le hizo una última sugerencia:
–¿Por qué no se acerca con el resto de las fotografías a la Comisaría de Kingston? A lo mejor resulta que lo están esperando.
Cuando llegó al edificio de la Policía, Sean Whittaker, que no salía de su asombro, fue conducido de inmediato al despacho del comisario Foster, el cual se encontraba solo en su inmensa oficina con aire acondicionado, desde la que disfrutaba de una impresionante vista panorámica de toda la ciudad. Después de saludar a Whittaker, el comisario apretó un botón de su interfono y rogó al capitán Gray que acudiera a su despacho. El director de la Brigada de Investigación Criminal se reunió con ellos pocos minutos después. Llevaba consigo un montón de carpetas.
Los dos jamaicanos examinaron detenidamente las fotografías que Whittaker les enseñó de los ocho guardaespaldas vestidos con camisas playeras de brillantes colorines. Pese a las gruesas y oscuras gafas de sol que utilizaban para cubrirse los ojos, el capitán Gray no titubeó un momento. Abrió una serie de carpetas y se puso a identificar a los hombres uno tras otro. Whittaker tomaba nota de todo.
–¿Puedo referirme a ustedes como mi fuente de información, caballeros? – preguntó.
–Por supuesto que sí -respondió el comisario-. Todas estas personas tienen una larga carrera de crímenes a sus espaldas. Sobre tres de ellos pesa aquí orden de búsqueda y captura. Puede dar mi nombre si lo desea. No tenemos nada que ocultar. Ésta es una reunión de carácter oficial.
Para el mediodía, Whittaker tenía ya listo el reportaje. Utilizó los canales habituales para enviar a Londres sus fotografías y el texto de su historia, y después mantuvo una larga conferencia telefónica con el redactor jefe del servicio de noticias en Londres, el cual le aseguró que su material gozaría de una buena difusión al día siguiente. No le pusieron objeción alguna por el monto de sus honorarios, al menos por esa vez.
En Miami, Sabrina Tennant se había alojado en el «Hotel Sonesta Beach», donde había reservado habitaciones la noche anterior. La mañana del sábado, poco antes de las ocho, la llamaron por teléfono y le dieron una cita en un bloque de oficinas situado en el centro de Miami. Allí no se encontraba precisamente el cuartel de la CÍA, pero se trataba de un edificio franco.
La condujeron a un despacho, donde se encontró con un hombre que la acompañó hasta una sala de proyecciones en la que había algunos aparatos de televisión. Allí pasaron por pantalla tres de sus cintas de vídeo, que también contemplaron otros dos hombres, sentados en la semipenumbra, que habían omitido el presentarse y que no dijeron ni una palabra.
Después de la proyección de las cintas, Miss Tennant fue conducida de nuevo al primer despacho, donde le sirvieron café y la dejaron sola durante un buen rato. Cuando el agente al que había conocido primero volvió, éste le dijo que podía llamarle Bill, y le pidió que le mostrase las instantáneas que habían tomado en los muelles del mitin político celebrado el día anterior.
En los vídeos, el cámara no había concentrado su atención en los guardaespaldas de Horatio Livingstone, por lo que éstos aparecían como figuras periféricas. Pero en las instantáneas, los rostros de los hombres ocupaban todo el recuadro del negativo. Bill abrió una serie de carpetas y le mostró otras fotografías de los mismos hombres.
–Ése de ahí -dijo-, el que está junto a la camioneta, ¿sabe usted cómo se llama?
–Brown -respondió la periodista.
Bill se echó a reír.
–¿Y sabe usted qué palabra española significa brown? – preguntó.
–No.
–«Moreno». En este caso: Hernán Moreno.
–La Televisión es un medio de comunicación eminentemente visual -dijo Sabrina-, así que las imágenes pueden narrar una historia mejor que las palabras. ¿Podría darme esas fotografías suyas para compararlas con las mías?
–Ya he mandado que le hagan las copias -dijo Bill-, y también las haremos de las de usted.
Su cámara, que había tenido que quedarse esperando en la calle, dentro del taxi, discretamente hizo algunas fotos del bloque de oficinas. Nadie se lo impidió. Él creyó haber fotografiado el Cuartel General de la CÍA en Miami. Pero no fue así.
Cuando regresaron al «Hotel Sonesta Beach», Sabrina Tennant cogió el taco de fotografías, tanto las propias como las que los de la CÍA le habían dado -haciendo una extraordinaria excepción y habiéndolas sacado de sus archivos secretos-, y las esparció encima de una mesa en un salón para banquetes que había alquilado al hotel, mientras que el cámara filmaba una película de todas ellas. Miss Tennant preparó una auténtica escenificación, utilizando como telón de fondo una de las paredes del salón para banquetes, en la que había colgado un gran retrato del presidente Bush, que le había sido prestado cortésmente por el director del hotel. Aquello sería más que suficiente para dar la impresión de que estaban filmando dentro de un sanctasanctórum de la CÍA.
Poco después, en el curso de esa misma mañana, la pareja encontró una cala desierta al bajar por un caminillo cercano a la autopista N.° 1 de Estados Unidos, y allí la periodista montó otra puesta en escena para que su cámara lo rodase, esta vez adornada con blancas y relucientes arenas, palmeras meciéndose y un espléndido mar azul, lo que pretendía ser una réplica exacta de una playa en Sunshine.
Al mediodía, utilizando la vía satélite con Londres, envió todo su material a la «British Satellite Broadcasting» en Londres. También ella mantuvo una larga conferencia telefónica con el redactor jefe de los servicios informativos mientras los de la sección de montaje habían comenzado ya a preparar el documental. Cuando los técnicos hubieron terminado, se disponía de un reportaje de quince minutos de duración que daba la impresión de haber sido rodado teniendo una sola idea en la cabeza: la intención de ofrecer de forma deliberada un auténtico ejemplo de lo que es el periodismo cuando se trata de poner al descubierto los entretelones de un gran escándalo.
El jefe de redacción ordenó que cambiasen el orden en la transmisión de noticias del informativo Cuenta Atrás, que era televisado los domingos a la hora del almuerzo, y después volvió a llamar por teléfono a Florida.
–Es un auténtico bombazo -dijo-. ¡Muy bien hecho, cariño!
McCready también había estado muy atareado. Se pasó buena parte de la mañana pegado a su teléfono portátil, haciendo llamadas a Londres, y también a Washington.
En Londres se puso en comunicación con el director del Regimiento del Servicio Especial de las Fuerzas Aéreas, a quien encontró en el cuartel del Duque de York, en King's Road, en Chelsea. El joven y estirado general escuchó lo que McCready le pedía.
–Bien, puedo decirte que lo haré -dijo el general-. En estos momentos tengo a dos de esos hombres dando unas conferencias en Fort Bragg. Pero necesitaré una autorización.
–No hay tiempo para eso -replicó McCready-. Dime una cosa, ¿no les deben algunas vacaciones?
–Supongo que sí -contestó el director.
–¡Estupendo! En ese caso les ofrezco a ambos tres días de descanso y recreación, tomando el sol en esta isla. En calidad de invitados míos, en plan privado. ¿Qué puede haber más honesto que lo que te propongo?
–Sam -dijo el general-, no eres más que un viejo bribón taimado. Ya veré qué puedo hacer. Pero estarán de vacaciones, ¿entendido? Para tomar el sol y nada más.
«¡No lo permita Dios!», se dijo McCready para sus adentros.
Cuando aún faltaban siete días para las Navidades, los ciudadanos de Port Plaisance se preparaban esa tarde para la inminente celebración de las fiestas.
Pese al calor que hacía, un gran número de escaparates estaba siendo decorado con figuras que representaban petirrojos y ramas de acebo, arbolillos de Navidad y copos de nieve artificial. Muy pocos de los isleños habían visto en el transcurso de sus vidas un petirrojo o un arbusto de acebo, por no hablar ya de los copos de nieve, pero la tradición victoriana británica había logrado inculcar en todas las mentes la idea de que el Niño Jesús había venido al mundo rodeado de aquellos aditamentos, por lo que los mismos tenían que formar parte, como Dios manda, de las decoraciones navideñas.
Junto a la fachada de la iglesia anglicana, Mr. Quince, asistido por un enjambre de impacientes y ansiosas niñas, estaba decorando un tablado sobre el que pendía un techo de paja. Un muñequito de plástico yacía en el pesebre, mientras que la chiquillería se dedicaba a colocar figuritas de bueyes, ovejas, burros y pastorcillos.
En las afueras de la ciudad, el reverendo Walter Drake dirigía un coro, en unos ensayos que culminarían en la ejecución del servicio divino cantado. Su profunda voz de bajo no era todo lo buena que cabía esperar. Por debajo de su negra camisa llevaba el torso completamente fajado con los vendajes que el doctor Jones le había puesto para aliviarle el dolor de las costillas rotas, y su voz se escuchaba jadeante y resollante, como si le faltara la respiración. Sus feligreses se miraban unos a otros de un modo harto significativo. Todos sabían lo que le había sucedido el jueves por la noche. Nada permanecía en secreto por mucho tiempo en Port Plaisance.
A las tres de la tarde, una furgoneta abollada llegó a la plaza del Parlamento y estacionó junto a la acera. Por la portezuela del asiento del conductor salió la descomunal figura de Firestone. El gigante se dirigió a la parte trasera del vehículo, abrió las puertas y sacó en vilo a Miss Coltrane sentada en la silla de ruedas. A paso lento, fue guiando su silla de inválida por la calle principal de la ciudad para que hiciera sus compras. No había ningún periodista por los alrededores. La mayoría de ellos, aburridos, se habían ido a nadar a la playa de Conch Point.
El avance de la anciana por la calle era lento, siendo interrumpida continuamente por aquellos que se acercaban a saludarla. La mujer devolvía todos los saludos, dirigiéndose a los dueños de las tiendas y a los paseantes por su nombre, sin que jamás se olvidase de uno.
–¡Buenos días, Miss Coltrane!
–¡Muy buenos días, Jasper!
–¡Buenos días, Simón!
–¡Buenos días, Emmanuel!
Y así seguía la retahíla, mientras la mujer iba preguntando a cada uno por su mujer y por sus hijos o felicitaba a un futuro padre por su buena fortuna o manifestaba su condolencia al enterarse de que alguien se había roto un brazo. Ella hacía sus compras habituales, y los tenderos acudían con sus mercancías a la puerta para que las examinara.
Cuando pagaba, sacaba el dinero de un pequeño monedero que llevaba sobre el regazo, mientras que de un gran bolso de mano iba repartiendo cantidades de caramelos que parecían inagotables a una gran multitud de chiquillos, que se ofrecían para llevarle las bolsas de la compra, en la esperanza de recibir una segunda ración de dulces.
Compró frutas y verduras frescas, queroseno para sus lámparas, cerillas, hierbas aromáticas, especias, carne y aceite. Su deambular por las calles la llevó a través de la zona de tiendas hasta los muelles, donde saludó a los pescadores y compró dos relucientes cuberas y una palpitante langosta, que en realidad había sido encargada por el «Hotel Quarter Deck». Pero si Miss Coltrane deseaba algo, lo conseguía. No había discusión posible. El cocinero del «Quarter Deck» tendría que conformarse con las gambas y los mejillones.
Cuando volvió a la plaza del Parlamento se encontró con el superintendente jefe de detectives Hannah, que descendía por las escaleras del hotel. Le acompañaba el inspector jefe Parker y un estadounidense llamado Favaro. Los tres hombres se disponían a partir hacia la pista de aterrizaje para esperar la llegada del avión de Nassau, que debería de aterrizar a las cuatro de la tarde.
Ella los saludó cariñosamente, aunque jamás había visto a dos de ellos. A continuación, Firestone alzó la silla con Miss Coltrane sentada en ella y la colocó entre las bolsas de las compras, en la parte de atrás de la furgoneta. Instantes
después, el vehículo se alejaba.
–¿Quién es? – preguntó Favaro.
–Una anciana dama que vive en lo alto de una montaña -le informó Hannah.
–¡Ah, sí!, ya he oído hablar de ella -dijo Parker-. Se supone que lo sabe todo acerca de esta isla.
Hannah frunció el entrecejo con expresión de disgusto. Desde que sus investigaciones habían tomado un nuevo giro, el detective comenzaba a sospechar, cada vez con más fuerza, que Miss Coltrane tenía que saber mucho más de lo que había dado a entender acerca de quién había podido efectuar aquellos disparos el martes por la tarde. De todas maneras, su sugerencia de que echara un vistazo a los entornos de los dos candidatos había sido francamente perspicaz. Después de haberlos visitado, su instinto de policía le decía que, en modo alguno, eran gente de fiar. Pero si al menos hubiesen tenido un motivo…
El avión correo isleño procedente de Nassau aterrizó algunos minutos después de las cuatro. El piloto traía un paquete del Departamento de Policía de Metro-Dade para Mr. Favaro. El detective de Miami le enseñó sus credenciales y recogió el paquete. Parker subió a bordo del avión, llevándose en un bolsillo de la chaqueta la botellita de muestras en la que guardaba aquella bala de tan vital importancia.
–Mañana por la mañana, un coche le estará esperando en el aeropuerto de Heathrow -dijo Hannah-. Vaya directamente a Lambeth. Quiero que la bala se encuentre en poder de Alan Mitchell lo antes posible.
Cuando el aparato despegó, Favaro mostró a Hannah las fotos de Francisco Méndez, alias Escorpión. El detective británico las examinó con detenimiento. Eran diez en total, en ellas se veía a un hombre enjuto y taciturno, de cabellos negros y lisos peinados hacia atrás y inexpresiva boca. Los ojos, que estaban mirando hacia la cámara, parecían vacíos.
–¡Cerdo hijo de puta! – exclamó Hannah-. Vayamos a ver al inspector jefe Jones.
El jefe de la Policía de las Barclay se encontraba en su despacho de la plaza del Parlamento. De las puertas abiertas de la iglesia anglicana les llegaba un sonido de cánticos; y de las puertas abiertas del bar del «Hotel Quarter Deck», un estruendo de risas. Los periodistas habían regresado. Jones denegó con la cabeza.
–Pues no, jamás había visto antes a ese hombre. No en estas islas.
–No creo que Julio se confundiera de hombre -dijo Favaro-. Estuvimos sentados frente a ese hombre durante cuatro días seguidos.
Hannah se sintió propenso a darle la razón. Y a lo mejor estaba buscando en el sitio que no era, en la misma casa del gobernador. Quizás el asesinato había sido perpetrado por encargo. Pero ¿por qué…?
–¿Podría hacer circular estas fotografías, Mr. Jones? ¿Mostrarlas por ahí? Se sospecha que fue visto en el bar del «Quarter Deck», el martes de la semana pasada. Es posible que alguien lo haya visto. El camarero que atendía la barra, alguno de los clientes de aquella noche. Alguien tuvo que ver a dónde se dirigía cuando salió del bar, o alguien lo vería en otro bar…, ya sabe cómo son esas cosas.
El inspector hizo un gesto de asentimiento. Sabía muy bien lo que tenía que hacer. Iría por ahí mostrando las fotografías.
Cuando se puso el sol, Hannah echó una ojeada a su reloj. Parker debía de haber llegado a Nassau hacía una hora. En esos momentos estaría embarcando en el vuelo nocturno para Londres. Ocho horas de viaje y cinco más por la diferencia horaria, aterrizaría poco después de las siete de la mañana, hora londinense.
Alan Mitchell, el brillante científico civil que dirigía el laboratorio de balística del Ministerio del Interior en Lambeth, había consentido en sacrificar el domingo para trabajar en la bala. Sometería el proyectil a todo tipo de pruebas y telefonearía a Hannah el domingo por la tarde para comunicarle sus hallazgos. Y Hannah sabría entonces con exactitud qué clase de arma tendría que buscar. De ese modo el cerco se estrecharía, y las posibilidades disminuirían. Alguien tenía que haber visto el arma que había sido utilizada. A fin de cuentas, aquél era un lugar tan pequeño…
Interrumpieron a Hannah durante la cena. Tenía una llamada de Nassau.
–Siento decirle que el avión ha sufrido una hora de retraso -le comunicó Parker-. Despegaremos dentro de diez minutos. Pensé que usted podría alertar a Londres.
Hannah comprobó la hora en su reloj. Eran las siete y media. Lanzó una maldición, colgó el teléfono y volvió a donde le estaba esperando su mero a la plancha. Ya estaba frío.
Se encontraba tomando la última copa de la noche antes de irse a la cama cuando el teléfono del bar sonó. Eran las diez.
–Siento mucho tener que decirle esto -balbuceó Parker.
–¿Dónde demonios está? – vociferó Hannah.
–En Nassau, jefe. Despegamos a las siete y cuarenta, tal como le dije, estuvimos volando unos cuarenta y cinco minutos sobre el mar, advirtieron un fallo en uno de los motores y regresamos. Los mecánicos están trabajando en estos momentos. No parece que vayan a tardar mucho.
–Llámeme cuando estén a punto de despegar -le ordenó Hannah-. Comunicaré a Londres la nueva hora de llegada.
Le despertaron a las tres de la mañana.
–Los mecánicos han reparado ya la avería -dijo Parker-. Se trataba de un cortocircuito en el solenoide de una señal luminosa de alarma en el motor exterior del ala de babor.
–Parker -replicó Hannah, hablando despacio y alargando cada palabra-, me importa un carajo si era debida a que el jefe de contabilidad de la compañía aérea se había meado en los depósitos de combustible. ¿Está arreglada?
–Sí, señor.
–¿Así que van a despegar de una vez?
–Bien, no exactamente. Tenga en cuenta que con las horas que aún necesitaríamos para llegar a Londres, la tripulación habría excedido el número de horas de trabajo permitidas sin tomarse un descanso. Así que no pueden volar.
–De acuerdo, ¿y qué ocurre con la tripulación de refresco? Los que trajeron el avión ayer por la tarde han tenido doce horas para descansar.
–Sí, claro, bueno, el caso es que ya han dado con ellos, jefe. Pero lo que ocurre es que ellos opinan que tienen derecho a un descanso temporal de treinta y seis horas. El primer oficial se fue a una fiesta para hombres solos, y no está en condiciones de volar.
Hannah hizo una observación acerca de esa línea aérea, una de las preferidas en el mundo entero, a la que su presidente, Lord King, tendría mucho que objetar si llegase a enterarse de lo ocurrido.
–¿Y bien, qué va a pasar ahora? – preguntó.
–Tenemos que esperar hasta que la tripulación haya descansado. Y luego volaremos -contestó la voz desde Nassau.
Hannah se levantó de la cama y salió del hotel. No había ningún taxi, tampoco ningún Osear. Así que caminó hasta el palacio de la gobernación, despertó a Jefferson y éste le abrió la puerta. Con la humedad y el calor de la noche estaba empapado en sudor. Hizo una llamada de larga distancia a Scotland Yard y obtuvo el número de teléfono particular de Mitchell. Entonces marcó para avisar al científico, pero éste hacía cinco minutos que había salido de su casa en dirección a Lambeth. Eran las cuatro de la madrugada en Sunshine; las nueve de la mañana en Londres. Esperó una hora hasta que pudo dar con Mitchell en el laboratorio y le comunicó que Parker no llegaría allí hasta primeras horas de la noche. Alan Mitchell no quedó particularmente encantado con la noticia. Tendría que conducir de vuelta a West Mailing, en Kent, en medio de un horroroso día de diciembre.
Parker llamó de nuevo el domingo al mediodía. Hannah se encontraba matando el tiempo en el bar del «Quarter Deck».
–¿Sí? – inquirió con acritud.
–Todo está OK, jefe, la tripulación ha descansado ya. Están preparados para volar.
–¡Grandioso! – replicó el detective, que comprobó la hora en su reloj. Ocho horas de vuelo y cinco de diferencia horaria… Si Alan Mitchell estuviese dispuesto a trabajar durante toda la noche, podría recibir su respuesta en Sunshine el lunes a la hora del desayuno.
–¿Así que ya están listos para despegar? – preguntó.
–Bien, no exactamente, jefe -contestó Parker-. Fíjese, si lo hiciésemos así, aterrizaríamos en Heathrow poco después de la una de la madrugada. Y eso es algo que no está permitido. Por la campaña contra el ruido, me temo.
–Bien, ¿y qué demonios piensan hacer?
–Bueno, la hora usual de partida es a las seis en punto de la tarde desde aquí, con llegada a Heathrow a las siete en punto de la mañana. Así que optarán por atenerse a ese otro horario.
–Pero eso significa que habrá dos «Jumbos» que despegarán al mismo tiempo -dijo Hannah.
–Sí, eso es lo que ocurrirá, jefe. Pero no se preocupe. Ambos aviones irán completamente llenos, por lo que la compañía aérea no tendrá pérdidas.
–¡Gracias a Dios por esa buena noticia! – masculló Hannah, y colgó el auricular. «Veinticuatro horas, veinticuatro malditas horas. Hay tres cosas en este mundo ante las que el ser humano se encuentra totalmente impotente: la muerte, los impuestos y las líneas aéreas.» Desde la ventana de su habitación vio a Dillon que subía por las escaleras del hotel en compañía de dos atléticos jóvenes. «Probablemente sean así como le gustan -se dijo Hannah mordaz-. ¡Maldito Ministerio de Asuntos Exteriores!» El detective no se encontraba de muy buen humor.
Cruzando la plaza se veía una muchedumbre integrada por los feligreses de Mr. Quince, que salían de la iglesia tras haber asistido al servicio religioso matutino. Los hombres, ataviados con pulcros trajes oscuros; las mujeres, suntuosamente emperifolladas como aves de plumajes brillantes, todos con manos enguantadas de blanco, en las que empuñaban el devocionario y agitaban su cirio de cera, mientras saludaban inclinando la cabeza, cubierta con sombrero de paja. Era lo habitual en un domingo (casi) normal en Sunshine.
Las cosas no se desarrollaban de un modo tan pacífico en Inglaterra, sobre todo en los Condados cercanos a Londres. En Chequers, la residencia rural del Primer Ministro de Gran Bretaña, emplazada en una finca de mil doscientos acres en el Condado de Buckinghamshire, Mrs. Thatcher se había levantado temprano, tal como tenía por costumbre, y había estado trabajando laboriosamente, enfrascada en la lectura de cuatro cajas rojas, repletas de documentos de Estado, antes de reunirse con Denis Thatcher para tomar el desayuno frente a una chimenea en la que unos leños chisporroteaban alegremente.
Aún no había terminado de desayunar cuando se oyeron unos golpecitos a la puerta, por la que apareció a continuación su secretario de Prensa, Mr. Bernard Ingham. Llevaba un ejemplar del Sunday Express en la mano.
–Aquí hay algo que en mi opinión podría interesarle, Primera Ministra.
–Bien, ¿quién me ha atacado esta vez? – preguntó Mrs. Thatcher con vivacidad.
–Nadie -contestó el ceñudo secretario, que era oriundo de Yorkshire-, esta vez se trata del Caribe.
Ella leyó el largo artículo que aparecía en la primera página, enarcó las cejas y frunció el ceño. Las fotografías que acompañaban el artículo eran las siguientes: de Marcus Johnson, subido en su tribuna en Port Plaisance, y otra más de él, tomada unos años antes, visto a través de una rendija entre un par de cortinas. Había también fotos de sus ocho guardaespaldas, todas tomadas el viernes en la plaza del Parlamento, y otras fotografías de esos mismos hombres, que se ponían a modo de comparación, indicando también su procedencia: los archivos de la Jefatura Superior de Policía de Kingston. En el texto del artículo se citaban largos párrafos de las declaraciones de «un alto funcionario de la American Drug Enforcement Administration en el Caribe» y del comisario Foster, de la Policía de Kingston.
–Pero esto es terrible -exclamó la Primera Ministra-. Tengo que hablar con Douglas. Y se encaminó a su despacho privado para telefonear a Douglas.
El primer secretario de Estado de Su Majestad para Asuntos Extranjeros, Mr. Douglas Hurd, se encontraba descansando con su familia en su residencia rural oficial, otra lujosa mansión, llamada Chevening y situada en el Condado de Kent. Había leído detenidamente el Sunday Times, el Observer y el Sunday Telegraph, pero aún no había llegado al Sunday Express.
–No, Margaret, aún no lo he visto -dijo-, pero lo tengo al alcance de mi mano.
–Pues cógelo entonces -dijo la Primera Ministra.
El secretario de Estado para Asuntos Extranjeros, un antiguo novelista de cierta fama, sabía apreciar una buena historia cuando se topaba con ella. Y ésa daba la impresión de estar extraordinariamente bien documentada.
–Sí, coincido contigo, es ignominioso, si lo que afirman es cierto. Sí, sí, Margaret, me ocuparé del asunto esta misma mañana y haré que los del Departamento del Caribe lo verifiquen.
Pero los funcionarios públicos también son seres humanos, un hecho éste que, por regla general, no parece ser reconocido por la opinión pública, y también ellos tienen mujer, hijos y hogar. A tan sólo cinco días de las Navidades, el Parlamento había suspendido sus sesiones, e incluso los Ministerios se mantenían con poco personal. De todas formas, alguien tendría que estar de servicio esa mañana y a esa persona sería posible endosarle todo lo relativo al nombramiento de un nuevo gobernador para el año nuevo.
Mrs. Thatcher y su familia fueron a Ellesborough para asistir al servicio divino de la mañana y regresaron a eso de las doce. A la una se sentaban a la mesa para almorzar en compañía de algunos amigos. Entre estos últimos se encontraba Mr. Bernard Ingham.
Fue su asesor político, Mr. Charles Powell, el que vio a la una el programa Cuenta Atrás de la «British Satellite Broadcasting». Le gustaba Cuenta Atrás. De vez en cuando daba algunas noticias excelentes del extranjero, y, en su calidad de antiguo diplomático, aquélla era su especialidad. Cuando vio los titulares, en los que se anunciaba un reportaje sobre un escándalo en la zona del Caribe, apretó el botón de grabación del vídeo que tenía debajo del televisor.
A las dos de la tarde, Mrs. Thatcher se levantó de la mesa – jamás consideraba necesario perder mucho tiempo en las tertulias de sobremesa, en las que se desperdiciaba buena parte de un día laborioso-, y cuando salía por la puerta del comedor, Charles Powell, que parecía algo ansioso, acudía a su encuentro. Ya en su despacho, colocó en su aparato de vídeo la cinta que Powell le había dado y la pasó por la pantalla del televisor. La vio en silencio. Luego telefoneó de nuevo a Chevening.
Mr. Hurd, un devoto padre de familia, que había llevado a su hijo y su hija pequeños a dar un paseo vigorizante a través de los campos, acababa de regresar en esos momentos, hambriento y con ganas de hincar el diente a su roast beef, cuando recibió la segunda llamada de la Primera Ministra.
–No, también me lo he perdido, Margaret -dijo.
–Tengo una cinta grabada del programa -le informó la Primera Ministra-. Es algo asombroso. Te la enviaré sin pérdida de tiempo. Mírala en cuanto la recibas y llámame luego, por favor.
Un mensajero motorizado se lanzó a los caminos entre la penumbra de aquella lúgubre tarde de diciembre, bordeó la ciudad de Londres por la carretera nacional M-25 y llegó a Chevening a eso de las cuatro y media. El secretario de Estado para Asuntos Exteriores telefoneó a Chequers a las cinco y cuarto y le pusieron directamente con la Primera Ministra.
–Tienes razón, Margaret, algo pasmoso -dijo Douglas Hurd.
–Sugiero que enviemos allí a un nuevo gobernador -dijo la Primera Ministra-, no para el año nuevo, sino ahora mismo. Tenemos que demostrar que somos activos, Douglas. ¿Sabes quién más puede haber estado viendo esas noticias?
El secretario de Estado para Asuntos Exteriores era muy consciente de que Su Majestad, aunque se encontraba en esos momentos en Sandringham en compañía de su familia, no estaba apartada de los acontecimientos mundiales. La soberana era una ávida lectora de periódicos y tenía por costumbre ver los informativos dados en televisión.
–Me pondré a trabajar en eso de inmediato -dijo el secretario de Estado.
Y lo hizo, en efecto. El subsecretario permanente de Estado tuvo que abandonar su cómodo sillón en su mansión de Sussex para ponerse a hacer llamadas telefónicas a diestro y siniestro. A las ocho de la noche, la elección había recaído en Sir Crispian Rattray, un viejo diplomático retirado que había sido alto comisario en Barbados, y que se mostró dispuesto a ir a aquella isla del Caribe.
Estuvo de acuerdo en presentarse a la mañana siguiente en el Ministerio de Asuntos Exteriores para recibir el nombramiento formal en ese cargo y para que le dieran un exhaustivo informe de la situación en las islas Barclay. Saldría del aeropuerto de Heathrow en el último vuelo de la mañana, y llegaría a Nassau el lunes por la tarde.
–Este asunto no me llevará mucho tiempo, querida -dijo a Lady Rattray mientras se preparaba la maleta-. Lástima que me hayan arruinado la cacería de faisanes, pero para eso estamos. Al parecer tengo que retirar las candidaturas de esos dos tunantes y preocuparme de que las elecciones se hagan con dos nuevos candidatos. Entonces conquistarán su gran independencia, arriaré el pabellón británico, Londres enviará un Alto Comisario, los isleños se encargarán de sus propios asuntos y yo regresaré a casa. Un mes o dos, sin duda alguna. Es una lástima lo de los faisanes.
A las nueve de la mañana de ese mismo día, en Sunshine, Sam McCready encontró a Hannah cuando éste desayunaba en la terraza del hotel.
–¿Le importaría que usase el nuevo teléfono del palacio de la gobernación para hacer una llamada a Londres? – preguntó-. Me gustaría hablar con mi gente acerca de mi regreso a Inglaterra.
–¡No faltaba más! – contestó Hannah.
El detective londinense se veía cansado y sin afeitar, como alguien que se ha pasado en vela casi toda la noche.
A las nueve y media, McCready lograba comunicarse con Denis Gaunt. Lo que su asistente pudo contarle sobre las noticias aparecidas en el Sunday Express, y ofrecidas en el programa Cuenta Atrás, le confirmó en su idea de que aquello que deseaba que ocurriera había ocurrido realmente.
Desde las primeras horas de la mañana, un gran número de jefes de redacción de los servicios informativos londinenses habían estado llamando sin parar, tratando de ponerse en comunicación con sus corresponsales en Port Plaisance para hablarles de las revelaciones que el Sunday Press había publicado en su primera página y para urgirles a que enviasen la continuación de aquella historia. Después del almuerzo, hora de Londres, las llamadas se multiplicaron; acababan de ver el programa Cuenta Atrás. Pero ninguno de ellos pudo localizar a sus corresponsales.
McCready había estado hablando con el operador de la centralita telefónica y le había dicho que todos los caballeros de los medios de comunicación se encontraban extraordinariamente cansados, por lo que no se les debía de molestar bajo ningún concepto. Entre todos le habían elegido para que atendiera las llamadas que recibieran, y él se encargaría de pasárselas. Un billete de cien dólares había sellado el trato. El operador de la centralita respondía a todos los que llamaban desde Londres diciéndoles que la persona que buscaban había salido, pero que el mensaje le sería transmitido de inmediato. Todos los mensajes pasaban entonces a McCready, el cual los ignoraba olímpicamente. Aún no había llegado el momento para que los medios de comunicación pudiesen dar noticias nuevas.
A las once de la mañana se fue al aeropuerto a esperar a los dos jóvenes sargentos de la SAS procedentes de Miami. Cuando les avisaron de que tenían que tomarse tres días de permiso y presentarse ante su anfitrión en la isla Sunshine se encontraban en Fort Bragg, en Carolina del Norte, donde se dedicaban a instruir a sus colegas estadounidenses, los llamados Boinas Verdes. Se habían desplazado en avión hasta Miami, donde habían cogido un avión de alquiler para Port Plaisance.
Su equipaje era harto exiguo, pero incluía un gran macuto en el que llevaban los instrumentos de trabajo, envueltos en toallas playeras. La CÍA había sido lo suficientemente amable como para garantizarles el paso franco por la Aduana en Miami, y McCready, mostrando su carta del Ministerio de Asuntos Exteriores, reclamó la inmunidad diplomática del equipaje en Port Plaisance.
El Manipulador los llevó al hotel y los instaló en una habitación contigua a la suya. Los hombres metieron sus macutos con los «confites» debajo de sus camas, cerraron la puerta con llave, y se fueron a dar un buen baño. McCready les había informado ya de para cuándo los necesitaría: a las diez de la mañana del día siguiente en el palacio de la gobernación.
Después de haber almorzado en la terraza del hotel, McCready fue a visitar al reverendo Walter Drake. Encontró al religioso baptista en su casa, ocupado en otorgar descanso a su cuerpo todavía dolorido. McCready se presentó y preguntó al pastor qué tal se sentía.
–¿Ha venido usted con Mr. Hannah? – preguntó Drake.
–Bueno, no es que haya venido exactamente con él – replicó McCready-, más bien…, digamos que me encargo de vigilar cómo andan las cosas mientras él se dedica a sus pesquisas en torno al asesinato. Mi interés se centra más en el aspecto político de las cosas.
–¿Es usted del Ministerio de Asuntos Exteriores? – porfió Drake.
–En cierto modo -contestó McCready-. ¿Por qué me lo pregunta?
–Pues porque no me gusta nada su Ministerio de Asuntos Exteriores -replicó el reverendo Drake-. Ustedes han traicionado a mi pueblo.
–¡Ah!, pero podría ser que eso cambiase ahora -dijo McCready.
El Manipulador reveló entonces al pastor lo que quería de él. El reverendo Drake hizo un gesto enérgico de protesta.
–Soy hombre al servicio de Dios -replicó-. Usted necesita personas muy distintas para esa clase de asuntos.
–Mr. Drake, ayer hice una llamada a Washington. Alguien de allí me contó que no ha habido más que siete jóvenes nacidos en las islas Barclay que hayan hecho el servicio militar en el Ejército de los Estados Unidos. Y en los archivos tan sólo uno de ellos respondía al nombre de Walter Drake.
–Pues será otra persona -gruñó el reverendo Drake.
–El funcionario que me facilitó esa información -prosiguió McCready en tono calmado- me dijo que ese tal Walter Drake aparecía en sus listas como sargento del cuerpo de Marina de Estados Unidos. Y que sirvió dos veces en Vietnam. Regresó con tres medallas, una Estrella de Bronce y dos Purple Heart. Me pregunto qué habrá sido de él.
–Pues se trata de otra persona -replicó el pastor en tono huraño-, de otra época distinta, de otros lugares. Ahora sólo me dedico al servicio de Dios.
–¿Y no le parece que usted podría estar muy bien cualificado para lo que le he dicho?
El fuerte hombrachón se quedó reflexionando unos instantes y luego asintió con la cabeza.
–Es posible -confesó.
–Yo también lo creo -dijo McCready-. Confío en verle allí. Necesito toda la ayuda que me sea posible recabar. A las diez en punto, mañana por la mañana, en el palacio de gobernación.
McCready se despidió y se encaminó por las callejas de la ciudad en dirección a los muelles. Encontró a Jimmy Dobbs atareado con la Gulf Lady. McCready se pasó media hora con él, y los dos acordaron hacer un viaje, al día siguiente en la Gulf Lady, con gastos pagados.
Hacía un calor sofocante cuando llegó al palacio de gobernación a eso de las cinco de la tarde. Jefferson le sirvió un té helado mientras esperaba que el teniente Jeremy Haverstock regresara. El joven oficial había estado jugando al tenis con algunos otros expatriados en una villa, en las montañas. La pregunta que McCready le hizo cuando volvió fue muy sencilla.
–¿Estará usted aquí mañana, a las diez? – Haverstock lo pensó un momento.
–Sí, claro, supongo que sí -contestó.
–Perfecto -dijo McCready-. ¿Tiene usted consigo el uniforme completo de gala que se usa en los trópicos?
–Por supuesto -contestó el oficial de Caballería-, tan sólo lo he usado una vez. En una fiesta oficial a la que asistí en Nassau, hace seis meses.
–¡Excelente! – exclamó McCready-. Diga a Jefferson que se lo planche y que saque brillo al cuero y a los bronces.
Un asombrado teniente Haverstock lo escoltó hasta el vestíbulo.
–Supongo que se habrá enterado de las buenas noticias – dijo el teniente-. Lo que logró el sabueso de Scotland Yard. Ayer encontró la bala en el jardín. Intacta. Parker se la ha llevado a Londres.
–¡Un buen golpe! Es una noticia alentadora.
A las ocho cenó en el hotel en compañía de Eddie Favaro. Cuando estaban tomando el café le preguntó:
–¿Qué piensa hacer mañana?
–Regresaré a casa -contestó Favaro-. Sólo pedí una semana de permiso. He de estar de vuelta en el trabajo el martes por la mañana.
–¡Vaya, vaya! ¿Y a qué hora sale su avión?
–He contratado un aerotaxi para el mediodía.
–¿Y no podría retrasar su partida hasta las cuatro de la tarde?, ¿qué le parece?
–Supongo que sí. ¿Por qué?
–Porque yo podría necesitar su ayuda. Digamos, ¿en el palacio de gobernación a las diez de la mañana? Se lo agradezco. Nos veremos mañana. No se retrase. El lunes será un día de mucho ajetreo.
El lunes, McCready se levantó a las seis de la mañana. El amanecer lo envolvía todo en sus tintes rosados, y anunciaba la llegada de otro día de sofocante modorra mientras arrancaba vivos destellos a las palmeras de la plaza del Parlamento. El frescor de la mañana era delicioso. Se dio una ducha, se afeitó y bajó a la plaza, donde el taxi que había encargado el día anterior le estaba esperando. Su primera obligación consistía en ir a despedirse de una vieja amistad.
Pasó una hora allí, desde las siete hasta las ocho, tomó café con bollitos recién salidos del horno y luego se despidió cariñosamente.
–Pues bien, no lo olvides -dijo cuando se levantaba de su asiento, dispuesto a marcharse.
–No te preocupes -repuso Miss Coltrane-, que no lo olvidaré, Sam. Siempre fuiste un muchachito de lo más encantador.
McCready se inclinó para darle un beso en la frente.
–Pasé las mejores vacaciones de mi vida aquí, en Sunshine, contigo y con tío Robert.
A las ocho y media estaba de vuelta en la plaza del Parlamento y se fue a ver al inspector jefe. Mostró al jefe de Policía la carta de recomendación extendida por el Ministerio de Asuntos Exteriores.
–Haga el favor de estar a las diez de la mañana en el palacio de gobernación -le dijo-. Hágase acompañar de dos sargentos, cuatro policías, su «Land Rover» personal y dos camionetas comunes y corrientes. ¿Tiene usted pistola de
reglamento?
–Sí, señor.
–Pues tenga la amabilidad de llevarla consigo también.
En esos momentos era la una y media en la ciudad de Londres, pero en el Departamento de Balística del laboratorio forense del Ministerio del Interior en Lambeth, Mr. Alan Mitchel no pensaba en que era la hora del almuerzo. Se encontraba inclinado sobre su microscopio.
Debajo del objetivo, fijada a la platina por dos sujetadores de rosca, tenía una bala de plomo. Mitchel contemplaba detenidamente las marcas estriadas que se extendían a todo lo largo del proyectil, formando curvas alrededor del metal. Eran las incisiones causadas por las estrías en espiral que tenía por dentro el cañón del arma que había disparado la bala. Por quinta vez en ese mismo día dio vueltas al proyectil debajo del objetivo del microscopio, mientras analizaba todos los rasguños, esas incisiones que son propias y exclusivas del cañón de un arma de fuego, como las huellas dactilares humanas. Por último alzó la cabeza, satisfecho. Emitió un silbido de sorpresa y se levantó para ir a consultar sus manuales. Tenía toda una biblioteca sobre el tema, y es que Alan Mitchel estaba considerado, sin duda alguna, el mejor especialista de Europa sobre balística merced a sus conocimientos de las armas de fuego.
Aún necesitaba realizar otras pruebas. Sabía que en alguna parte, a seis mil kilómetros de distancia, al otro lado del océano, un detective esperaba con impaciencia los resultados de sus investigaciones, pero no por eso pensaba trabajar con prisas. Tenía que estar seguro, completamente seguro.
Demasiados procesos se habían perdido ante el Tribunal de Justicia porque otros especialistas, contratados por la Defensa, habían echado por tierra las pruebas que los científicos forenses habían reunido para presentar en el juicio.
Todavía tenía que realizar una serie de ensayos con los minúsculos fragmentos de pólvora quemada que seguían adheridos a la roma punta de la bala. Las pruebas que había llevado a cabo sobre la manufactura y la composición del retorcido proyectil que le habían entregado dos días antes tendría que repetirlas ahora con la flamante bala que acababan de enviarle. El espectroscopio hundiría sus radiaciones dentro del mismo metal, con lo que sabría la estructura molecular del proyectil, su edad aproximada y, a veces, también dónde había sido fabricada. Alan Mitchel rebuscó en sus estanterías, cogió un manual, se sentó y comenzó a leer.
McCready despidió al taxista a la entrada del palacio de gobernación y pulsó el timbre de la puerta. Jefferson lo reconoció por la mirilla y le hizo pasar. McCready le explicó que necesitaba efectuar otra llamada telefónica, utilizando la línea internacional que Bannister había instalado, y que tenía el permiso de Mr. Hannah. Jefferson lo acompañó hasta el despacho privado del difunto gobernador y lo dejó a solas.
McCready pasó por alto el teléfono y se dirigió al escritorio. En los primeros momentos de la investigación, Mr. Hannah había registrado los cajones para lo cual empleó las llaves del fallecido gobernador, y, después de asegurarse que dentro no había pista alguna que pudiese ayudarle a esclarecer el asesinato, los había cerrado de nuevo. McCready no tenía las llaves, pero tampoco las necesitaba. El día anterior, forzando las cerraduras, había encontrado lo que deseaba. Estaba al fondo del cajón de la izquierda. Hasta por partida doble, pero sólo necesitaba uno.
El objeto en cuestión era un imponente pliego de papel, quebradizo al tacto y de una coloración crema, como la del pergamino. Centrado en la parte superior, grabado en relieve y estampado en oro, se veía el escudo de armas de la realeza británica, con el león y el unicornio sujetando entre sus patas delanteras el escudo acuartelado en cuatro cantones en los que aparecían los emblemas heráldicos de Inglaterra, Escocia, el País de Gales e Irlanda.
Por debajo, destacado en letras en negrita, se encontraba el siguiente texto:
YO, ISABEL SEGUNDA, SOBERANA DEL REINO UNIDO DE LA GRAN BRETAÑA Y DE IRLANDA DEL NORTE, ASÍ COMO DE TODOS SUS TERRITORIOS Y DEPENDENCIAS DE ULTRAMAR, REINA POR LA GRACIA DE DIOS, NOMBRO AQUÍ A… (seguía un espacio en blanco)… PARA QUE SEA NUESTRO… (otro espacio en blanco)… EN EL TERRITORIO DE… (un tercer espacio en blanco)…
Debajo del texto se veía una firma en facsímil que rezaba: Elizabeth R.
Era un nombramiento real. En blanco. McCready cogió una pluma de la escribanía que había pertenecido a Sir Marston Moberley y rellenó el documento, haciendo gala de sus mejores habilidades caligráficas. Cuando terminó de escribir, sopló a conciencia la tinta fresca para que se secase e hizo uso del sello gubernamental para refrendar el documento.
Afuera, en el salón de recepciones, ya se habían congregado sus huéspedes. Echó otro vistazo al documento y se encogió de hombros. Acababa de nombrarse a sí mismo gobernador de las islas Barclay. Por un día.
Los dos sargentos, Newson y Sinclair, estaban apostados contra una pared. Llevaban ropa deportiva de un pardo claro y calzaban zapatillas de deporte con suelas de cuero. Los dos tenían sendas bolsitas colgadas alrededor de la cintura, la misma clase de esos bolsitos preferidos por los turistas para guardar las cajetillas de tabaco y las lociones bronceaduras cuando van a la playa. Pero en esas bolsas no había botellitas de crema bronceadura precisamente.
El teniente Haverstock no se había puesto su uniforme de gala. Estaba sentado en una de las butacas tapizadas de brocado, con las piernas elegantemente cruzadas una sobre otra. El reverendo Drake se había acomodado en el sofá, al lado de Eddie Favaro. El inspector jefe Jones, con su casaca azul marino, en la que relucían sus botones y sus insignias plateadas, se encontraba al lado de la puerta, con pantalones cortos, calcetines y zapatos.
McCready empuñó el nombramiento y se lo ofreció al teniente Haverstock.
–Esto ha llegado de Londres al amanecer, así que léalo, tome nota de lo que ahí se dice, apréndaselo de memoria y asimílelo bien.
Haverstock leyó el nombramiento.
–Muy bien, todo está en orden -dijo el teniente, pasando el documento.
El inspector jefe lo leyó y se puso firme.
–¡A sus órdenes, señor! – Después pasó el documento a los sargentos.
–Me parece perfecto -dijo Newson.
Luego lo leyó Sinclair, el cual se apresuró a decir:
–No hay problema.
Sinclair se lo pasó a Favaro.
–¡Rediós! – exclamó éste susurrante al acabar de leerlo.
Por lo que el reverendo Drake le dirigió una mirada conminatoria; a continuación cogió el documento, lo leyó con atención y rezongó más que exclamó:
–¡Alabado sea el Señor!
–Mi primer acto oficial -anunció McCready- consistirá en otorgarles a todos ustedes, con excepción del inspector jefe Jones, por supuesto, la autoridad de las Fuerzas Especiales policíacas. Considérense nombrados en este momento. Y, en segundo lugar, será mejor que les explique lo que vamos a hacer.
El Manipulador habló durante una media hora. Nadie le llevó la contraria. Después ordenó al teniente Haverstock que lo acompañara y ambos salieron del salón para ir a cambiarse de ropa. Lady Moberley se encontraba todavía en su cama, degustando un desayuno líquido. No era cuestión que les importunara, ya que ella y sir Marston tenían dormitorios separados y la habitación en la que el difunto gobernador se vestía estaba vacía. Haverstock mostró a McCready dónde se hallaba el cuarto y se retiró. McCready encontró lo que buscaba al fondo del ropero: el uniforme de gala completo de un gobernador colonial británico.
Cuando McCready regresó al salón de recepciones, aquel turista desgarbado que se sentaba con su chaqueta arrugada en la terraza del bar del «Hotel Quarter Deck» había desaparecido como por encanto. Sus pies calzaban las altas botas de la Orden de san Jorge, con sus relucientes espuelas. Los ajustados pantalones eran blancos, igual que la casaca, que llevaba abotonada hasta la garganta. Los rayos del sol que entraban por las ventanas arrancaban brillantes destellos a sus botones dorados y a los entorchados de oro que adornaban el bolsillo izquierdo de la pechera. También relucían la cadenita inclinada y la punta de lanza en su casco de la época del cardenal Wolsey. El cinturón alrededor de su cintura era de un azul espléndido.
Haverstock también iba vestido de blanco, salvo su gorra de oficial, azul marino y con visera negra. Encima de la visera lucía el águila bicéfala, el distintivo del Regimiento de Dragones de la Reina. Sus entorchados también eran dorados, al igual que las charreteras que le cubrían los hombros. El pecho y la espalda aparecían cruzados por una brillante correa de cuero negro, de la que colgaba, a la espalda, la delgada bolsa para las municiones, también de cuero negro. En la pechera exhibía las dos medallas al mérito que había ganado durante su servicio.
–Pues bien, Mr. Jones, vámonos -dijo McCready-. Tenemos que defender los intereses de la Reina.
El inspector jefe Jones se hinchó de orgullo. Hasta entonces, nadie le había dicho en su vida que él debía defender los intereses de la Reina. Cuando la comitiva salió por el patio de entrada del palacio de gobernación, el cortejo iba precedido por el «Jaguar» oficial. Osear lo conducía, con un policía sentado a su lado. McCready y Haverstock iban en el asiento trasero, con los cascos puestos. Detrás, el «Land Rover», conducido por otro policía y con Jones sentado al lado. Eddie Favaro y el reverendo Drake viajaban en la parte de atrás. Antes de salir del palacio, el sargento Sinclair había entregado calladamente a Favaro un «Colt Cobra» cargado, el cual se encontraba ahora metido en la cintura del detective norteamericano, bien sujeto por el cinturón y oculto bajo la camisa, que llevaba suelta por fuera. El sargento también había ofrecido un revólver al reverendo Drake, pero éste lo había rechazado con un gesto enérgico.
Las dos camionetas iban conducidas por los otros dos policías. Newson y Sinclair se habían colocado de cuclillas junto a las abiertas portezuelas laterales. Los sargentos de la Policía viajaban en la última camioneta.
A velocidad moderada, el «Jaguar» entró, solemne, en Shantytown. A lo largo de la calle principal se detenían los curiosos a contemplar el paso de la comitiva. En el primer vehículo las dos figuras que viajaban en el asiento de atrás iban sentadas muy tiesas, sin quitar la vista del frente.
Cuando llegaron ante la puerta de entrada de la mansión de Mr. Horatio Livingstone, McCready ordenó a Osear que detuviese la limusina. A continuación se apeó. El teniente Haverstock hizo otro tanto. Una multitud compuesta por centenares de habitantes de las islas Barclay salió de las callejuelas adyacentes a contemplar la escena, todos boquiabiertos y sorprendidos. McCready no solicitó permiso para entrar; se limitó a quedarse de pie ante el portalón de doble hoja.
Los sargentos Newson y Sinclair salieron a la carrera de la camioneta y se dispusieron a salvar el obstáculo del muro. Newson entrelazó las manos, formando un cuenco en el que Sinclair se apoyó con el talón, y luego levantó a su compañero por los aires. El joven, que no pesaba mucho, pasó por encima de la valla sin siquiera rozar los cascos de botella incrustados en todo el filo superior. La puerta no estaba cerrada con llave por dentro. Sinclair se echó a un lado para dejar paso a McCready y al teniente Haverstock, que penetraron a la vez en el lugar. Los vehículos les siguieron lentamente.
Tres de los hombres vestidos con trajes de safari de color gris, corrieron desesperadamente hacia el portalón de entrada, pero sólo se encontraban a mitad de camino entre la casa y la valla cuando McCready hizo su aparición en el patio. Los hombres se detuvieron en seco y se quedaron contemplando las dos figuras uniformadas de blanco que se dirigían hacia la mansión con paso resuelto. Sinclair había desaparecido como por encanto. Newson entró al patio, corriendo como un gamo, e hizo lo mismo.
McCready subió la escalinata que conducía al pórtico y entró en la casa. Haverstock se quedó atrás, plantado en el pórtico, mirando con fijeza a los tres individuos vestidos con traje de safari color gris. Éstos mantuvieron una prudente distancia. Eddie Favaro y el reverendo Drake, el inspector jefe Jones, los dos sargentos de Policía y los tres agentes se apearon de sus respectivos vehículos y siguieron a McCready dentro de la casa. Un agente de policía se quedó custodiando los vehículos. Haverstock fue a reunirse entonces con los demás en el interior de la casa. Había ahora diez visitantes dentro y uno afuera.
En el amplio salón de recibimiento, los policías se apostaron junto a las puertas y las ventanas. En ese momento se abrió una puerta y por ella apareció Mr. Horatio Livingstone. Contempló a los invasores con expresión de rabia contenida.
–¡No pueden entrar aquí así como así! – vociferó-. ¿Qué significa todo esto?
McCready le alargó su nombramiento.
–¿Tendría la amabilidad de leer esto? – le espetó.
Livingstone lo leyó y lo tiró al suelo, sin contemplaciones. Jones lo recogió y se lo pasó a McCready, el cual volvió a guardárselo en el bolsillo.
–Me gustaría que llamase a todos sus acólitos de las Bahamas, a los siete, para que se presenten aquí con sus pasaportes, si tiene la amabilidad, Mr. Livingstone.
–¿En nombre de qué autoridad? – inquirió bruscamente Livingstone en tono irritado.
–Yo soy la autoridad suprema -replicó McCready.
–¡Imperialista! – gritó Livingstone-. Dentro de quince días, yo seré quien ejerza la autoridad suprema en estas islas, y le juro que entonces…
–Si se resiste -contestó McCready en tono sereno-, me veré obligado a pedir al inspector jefe Jones que lo detenga por tratar de impedir el cumplimiento de la justicia. Mr. Jones, ¿está usted dispuesto a cumplir con su deber?
–Sí, señor.
Livingstone los contempló a todos con el rostro congestionado por la cólera. Llamó a uno de sus ayudantes, que se encontraba en una habitación contigua, y le impartió la orden recibida de McCready. Uno tras otro, los hombres que vestían trajes de safari fueron apareciendo. Favaro se dirigió a cada uno de ellos y les cogió el pasaporte de las Bahamas. Luego se los entregó todos a McCready.
Éste los examinó uno a uno y se los fue pasando a Haverstock. El teniente iba haciendo gestos de desaprobación a medida que los veía.
–Todos esos pasaportes son falsos -dijo McCready-.
falsificados, sino obtenidos gracias a un soborno de una cuantía nada despreciable.
–No -sentenció McCready-. Estos hombres no son de las Bahamas. Así como tampoco usted es un socialista democrático, sino un comunista convencido, al servicio de Fidel Castro desde hace muchos años, y estos hombres que lo rodean son agentes cubanos. Ese tal Mr. Brown, que está ahí es, en realidad, el capitán Hernán Moreno, de la Dirección General de Información,
o la DGI, el organismo cubano equivalente al KGB ruso. Los demás, que ustedes han elegido por ser de pura raza negra y porque hablan fluidamente el inglés, también son cubanos y miembros de la DGI. Los arrestaré a todos por haber entrado de manera ilegal en las islas Barclay, y a usted por complicidad e instigación.
Moreno fue el primero en echar mano a su pistola. Llevaba el arma a la espalda, sujeta con el cinturón y cubierta por su chaqueta de safari, con la que todos escondían sus armas. El hombre hizo gala de una extraordinaria rapidez, y logró llevarse la mano a la espalda para empuñar su «Makarov» antes de que nadie en el salón de recepciones pudiera hacer un movimiento para impedírselo. Pero el cubano se detuvo cuando escuchó la áspera voz de alguien que le gritaba desde lo alto de la escalera que conducía al piso de arriba.
–¡Fuera la mano o serás fiambre!
Hernán Moreno captó el mensaje en el último momento. Dejó de mover la mano y se quedó rígido. Lo mismo hicieron los otros seis, que ya estaban dispuestos a seguir su ejemplo.
Sinclair hablaba un español muy fluido y hacía uso de muchos giros coloquiales. En ese contexto prefirió la palabra «fiambre» a la de «cadáver» o a decirle que le iba a matar o a pegarle un tiro.
Los dos sargentos se encontraban en lo alto de la escalera, codo con codo, tras haber entrado en la casa por las ventanas del primer piso. Sus bolsitas de turista estaban vacías, pero no así sus manos. Cada uno de ellos empuñaba un pequeño pero eficaz fusil ametrallador del tipo «Heckler and Koch» MP-5.
–Esos hombres -apuntó McCready en tono condescendiente- no están acostumbrados a errar el blanco. Y ahora tenga la amabilidad de ordenar a los suyos que pongan las manos detrás de la cabeza.
Livingstone permaneció en silencio. Favaro se le acercó y le metió el cañón de su revólver por la gran ventanilla izquierda de su nariz.
–Tres segundos -le susurró al oído-, y tendré un desgraciado accidente.
–¡Haced lo que os manda! – ordenó Livingstone con voz ronca.
Se alzaron entonces catorce manos, que permanecieron en alto. Los tres agentes de Policía fueron dando la vuelta, mientras incautaban las siete pistolas.
–¡Cacheadlos! – ordenó McCready.
Los sargentos de la Policía registraron a los cubanos. Descubrieron también dos navajas con fundas de cuero.
–¡Registrad la casa! – dijo McCready.
Los siete cubanos fueron alineados de cara a la pared, con las manos detrás de la nuca. Livingstone se había sentado en un sillón de mimbre y era vigilado por Favaro. Los miembros de las Fuerzas Especiales policíacas siguieron apostados en lo alto de la escalera, en previsión de alguna tentativa de fuga en masa. No se produjo. Los cinco agentes de la Policía local registraron la casa.
Descubrieron una gran cantidad de armas de fuego, una gran suma de dinero en dólares estadounidenses, más otra gran suma en libras de las Barclay y una potente radio de onda corta con decodificador incorporado.
–Mr. Livingstone -dijo McCready-, puedo pedir al inspector jefe Jones que acuse a sus colaboradores de haber violado numerosas leyes británicas; tenemos pasaportes falsos, entrada ilegal en territorio británico, tenencia ilícita de armas…, en fin, una larga lista. Pero en vez de eso voy a expulsarlos en calidad de extranjeros indeseables. Ahora, en este mismo momento. Si lo desea, puede quedarse aquí, solo. Usted es, a fin de cuentas, ciudadano de las Barclay por nacimiento. Sin embargo, deberá responder a los cargos de complicidad e incitación; así que, para serle franco, se encontrará mucho más seguro si vuelve allí donde tendría que estar, a Cuba.
–¡Apruebo eso! – rezongó el reverendo Drake.
Livingstone hizo un gesto de asentimiento.
En fila india los cubanos fueron conducidos hasta la segunda de las camionetas que les estaba esperando en el patio. Tan sólo uno de ellos trató de oponer resistencia. En su intento de fugarse, tiró al suelo a uno de los policías locales, que había tratado de interceptarlo. El inspector jefe Jones reaccionó con asombrosa rapidez. Se sacó del cinto la corta cachiporra de madera de acebo, conocida por dos generaciones de policías británicos como «el acebo», y un fuerte golpe seco se oyó cuando la porra se estrelló contra la cabeza del cubano. El hombre cayó de rodillas, completamente atolondrado.
–¡No haga eso! – le amonestó el inspector jefe Jones.
Los cubanos y Horatio Livingstone se amontonaban ahora, sentados sobre el piso de la camioneta, mientras el sargento Newson, inclinado sobre el respaldo del asiento delantero, les apuntaba con su fusil ametrallador. La comitiva formó de nuevo el cortejo y avanzó lentamente por la calle principal de Shantytown en dirección al puerto de pescadores de Port Plaisance. McCready dio orden de que mantuviesen una marcha lenta para que centenares de isleños de las Barklay pudieran ver lo que ocurría.
En los muelles de los pescadores ya la Gulf Lady esperaba con los motores encendidos. En popa llevaba una amarra a la que iba sujeta una chalana, de las que se usan para recoger la basura, a la que habían puesto dos pares de remos.
–Mr. Dobbs -dijo McCready-, tenga la amabilidad de remolcar a estos caballeros hasta los límites de las aguas jurisdiccionales cubanas o hasta que vea alguna patrullera cubana navegando en lontananza. Déjelos entonces a la deriva. Podrán ser llevados a tierra por sus compatriotas o alguna de las brisas que soplan hacia las costas los impulsará hasta su isla.
Jimmy Dobbs miró de reojo a los cubanos. Eran siete en total y había que sumar también a Livingstone.
–El teniente Haverstock le acompañará -le tranquilizó McCready-. Irá armado, como es lógico.
El sargento Sinclair dio a Haverstock el «Colt Cobra» que el reverendo Drake se había negado a usar. Haverstock subió a bordo de la Gulf Lady y se sentó sobre el techo de la cabina, desde donde podía vigilar a los deportados.
–No se preocupe, viejo amigo -le dijo a Dobbs-, si alguno se atreve a moverse, le saltaré, con toda tranquilidad, la tapa de los sesos.
–Mr. Livingstone -dijo McCready, mirando desde arriba a los ocho hombres amontonados en la chalana-, una última recomendación. Cuando llegue a Cuba dígale a Castro que el plan de incluir en su esfera de influencia a las islas Barclay mediante un candidato a las elecciones, que era espía y agente suyo, con la perspectiva, quizá, de anexionar estas islas a Cuba
o de convertirlas en un campo de entrenamiento para el movimiento revolucionario internacional, era una idea fantástica en verdad. Pero podría decirle también que ese plan jamás hubiese funcionado. Ni ahora, ni nunca. Tendrá que pensar en algún otro medio para salvar su carrera política. ¡Adiós, Mr. Livingstone! ¡Y no se le ocurra volver por aquí!
Más de un millar de isleños se apelotonaban en los muelles cuando la Gulf Lady dio la vuelta al espigón del rompeolas y puso rumbo hacia alta mar.
–Creo que aún nos queda por realizar una pequeña tarea más, caballeros -dijo McCready.
Entonces el Manipulador se encaminó por el rompeolas de regreso al «Jaguar», avanzando con su reluciente uniforme blanco entre una multitud de curiosos que se apartaban a un lado para dejarle paso.
El portalón de hierro labrado de la finca de Marcus Johnson estaba cerrado con llave. Newson y Sinclair saltaron por la portezuela lateral de la camioneta en que iban, se dirigieron directamente a la muralla y pasaron por encima sin rozar el borde superior del muro. Instantes después, dentro de la finca se oyó un ruido seco, producido por el duro canto de una mano cuando se estrella contra la estructura ósea de una cabeza humana. El motor eléctrico lanzó un zumbido y las dos hojas de la puerta se abrieron de par en par.
Al otro lado del muro, junto a la puerta, a la derecha, había una estrecha caseta con un cuadro de mandos y un teléfono en su interior. Tumbado en el suelo se encontraba un hombre que vestía una camisa playera de brillantes colorines; sus gruesas gafas de sol, hechas añicos, aparecían también en el suelo, junto a él. El hombre fue recogido y arrojado al fondo de la camioneta en la que iban los dos sargentos de policía. Newson y Sinclair se alejaron por el jardín y pronto desaparecieron entre los matorrales.
Marcus Johnson bajaba por la escalinata de baldosas de mármol que conducía a la terraza del pórtico cuando McCready salió a su encuentro. El hombre llevaba puesta una bata de seda.
–¿Podría preguntar qué diablos significa esto? – inquirió indignado.
–Por supuesto -replicó McCready-. Haga el favor de leer esto.
Johnson leyó el nombramiento y se lo devolvió.
–¿Y bien? ¿Acaso he cometido algún crimen? Allana mi domicilio… Londres se enterará de esto, Mr. Dillon. Lamentará su hazaña de esta mañana. Dispongo de abogados…
–¡Estupendo! – exclamó McCready-, pues va a necesitarlos. Y ahora, Mr. Johnson, quiero interrogar a su gente, a sus asesores electorales, a sus colaboradores. Uno de ellos ha tenido la amabilidad de acompañarnos hasta la puerta. ¡Traedlo, por favor!
Los dos sargentos de policía levantaron en vilo al portero, que habían estado sujetando entre los dos, y lo depositaron sobre un sofá.
–¡Los otros siete, si me hace el favor, Mr. Johnson, con sus respectivos pasaportes!
Johnson se encaminó hacia una mesita en la que había un teléfono de ónice y se llevó el auricular al oído. La línea estaba muerta. Colgó entonces el teléfono.
–Trataba de llamar a la Policía -dijo.
–Yo soy la Policía -dijo el inspector jefe Jones-. Tenga la amabilidad de hacer lo que el gobernador le pide.
Johnson se quedó reflexionando y luego llamó a alguien que debía de hallarse en el piso de arriba. Una cabeza apareció en lo alto de la escalera, por detrás de la barandilla. Johnson impartió una orden. Dos hombres que llevaban camisas de brillantes colores aparecieron por la terraza y se colocaron junto a su jefe. Cinco más bajaron desde las habitaciones de la primera planta. Se escucharon entonces varios gritos de mujeres alborotadas. Al parecer habían estado celebrando una francachela en la casa. El inspector jefe Jones fue acercándose a cada uno de los hombres para que le entregasen los pasaportes. El hombre que estaba en el sofá había sacado el suyo del bolsillo.
McCready examinó los pasaportes, uno por uno, sacudiendo la cabeza mientras los estudiaba.
–No son falsificados -dijo Johnson en tono sereno y seguro de sí mismo-, y como bien podrá apreciar, todos mis colaboradores han entrado legalmente en Sunshine. El hecho de que posean la nacionalidad jamaicana es irrelevante.
–No por completo -replicó McCready-, ya que todos se abstuvieron de declarar que tenían antecedentes criminales, lo que es contrario al apartado quinto de la sección cuarta, subsección B-1 de la Ley de Inmigración.
Johnson se le quedó mirando, perplejo, y lo cierto era que tenía razones para estarlo, acababa de inventarse todo el asunto.
De hecho -dijo McCready suave-, todos esos hombres son miembros de una organización criminal conocida como los Yard Birds.
Los Yard birds habían comenzado como bandas callejeras en los barrios bajos de Kingston, recibiendo su nombre de los patios traseros de las casas, donde se hacían los amos absolutos. Iniciaron su carrera exigiendo tributo a cambio de protección y se ganaron una bien merecida fama por su violencia malévola. Más tarde se convirtieron en proveedores de marihuana y del derivado de la cocaína conocido como crack, y, poco a poco, fueron adquiriendo relevancia internacional. De modo abreviado son conocidos también por los Yardies.
Uno de los jamaicanos se encontraba cerca de una pared contra la que alguien había dejado apoyado un bate de béisbol. Poco a poco fue deslizando una mano hacia el bate. El reverendo Drake advirtió el movimiento del brazo.
–¡Aleluya, hermano! – exclamó con voz serena, mientras le propinaba un golpe.
No le pegó más que una vez. Pero muy duro. Se enseñan muchas cosas en los seminarios baptistas, pero el golpe contundente como medio para convertir a los infieles no es precisamente una de ellas. Al jamaicano se le pusieron los ojos en blanco y cayó al suelo cuan largo era.
El incidente actuó como señal. Cuatro de los seis restantes yardies echaron mano a sus armas, que llevaban en fundas colgadas del cinto por debajo de las camisas playeras.
–¡Quietos! ¡Manos arriba!
Newson y Sinclair habían estado esperando hasta que se quedó vacía la primera planta, con excepción de las jóvenes, y a continuación entraron por las ventanas. Ahora se encontraban en el rellano superior de la escalera, con sus fusiles ametralladores apuntados hacia abajo. Las manos de los hombres de Johnson se inmovilizaron a mitad de camino hacia sus armas.
–No se atreverán a disparar -gruñó el candidato-. También les matarían a ustedes. Eddie Favaro se echó al suelo, rodó por las baldosas de mármol y se levantó de un salto, justo detrás de Marcus Johnson. Deslizó su mano izquierda hasta la garganta del hombre, se la apretó y le clavó en los riñones el cañón de su «Colt Cobra».
–Pudiera ser -le dijo-, pero tú serías el primero en morir.
–¡Las manos detrás de la nuca, si hacen el favor! – tronó McCready.
Johnson tragó saliva e hizo un gesto de resignación. Los seis yardies levantaron los brazos. Entonces les ordenaron colocarse de cara contra la pared, con las manos en alto. Los dos sargentos de la Policía les quitaron las armas.
–Supongo -gruñó Johnson irritado- que me tachará de yard bird, pero soy un ciudadano honorable de estas islas, un respetable hombre de negocios…
–No -replicó McCready-, falso. Usted es un traficante de cocaína. Así amasó su fortuna. Mediante la venta de narcóticos para el cártel de Medellín. Desde que se fue de estas islas, siendo un adolescente sumido en la miseria, pasó la mayor parte del tiempo en Colombia, o en compañía de gente de muy dudosa reputación, en Europa y Estados Unidos, dedicado al blanqueo del dinero proveniente de la cocaína. Y ahora, si tiene la amabilidad, me gustaría conocer a su director ejecutivo, al colombiano Méndez.
–Jamás he oído hablar de él. No conozco a ese hombre – replicó Johnson.
McCready sacó una fotografía y se la plantó delante de la nariz.
Los ojos de Johnson parpadearon, temblorosos.
–Éste es Mr. Méndez -le espetó McCready-, o como quiera que se llame ahora.
Johnson permaneció en silencio. McCready miró hacia arriba e hizo un gesto a Newson y a Sinclair. Los dos habían visto ya aquella foto. Los soldados desaparecieron del rellano de la escalera. Momentos después se oyeron en el piso de arriba dos detonaciones seguidas, producidas por un arma de fuego, y una serie de gritos de mujer.
Tres chicas, con aspecto de iberoamericanas, aparecieron en lo alto de la escalera y se precipitaron escalones abajo. McCready ordenó a dos de los agentes de Policía que se las llevasen al jardín y las custodiasen. Sinclair y Newson salieron a continuación al rellano, empujando por delante a un individuo de mala catadura. Era un hombre enjuto y de tez cetrina, con el cabello negro y lacio peinado hacia atrás. Los sargentos le dieron un empellón para que bajase por las escaleras, mientras ellos se quedaban arriba.
–Podría acusar a sus jamaicanos de una larga serie de delitos perpetrados en estas islas -dijo McCready, dirigiéndose a Johnson-, pero lo cierto es que ya he reservado nueve plazas en el vuelo de la tarde para Nassau. Me parece que la Policía de las Bahamas será más que feliz al tener el honor de proporcionarles escolta hasta el avión que parte para Kingston. En Kingston les estarán esperando. ¡Registrad la casa!
El resto de los policías locales procedió al registro de la mansión. Encontraron a dos prostitutas más escondidas debajo de una cama, amén de armas y una gran cantidad de dólares. Y en el dormitorio de Johnson, algunos gramos de un polvo blanco.
–Hay medio millón de dólares -susurró Johnson al oído de McCready cuando vio el maletín de diplomático que portaba uno de los policías-. Déjeme ir, y serán suyos.
McCready cogió el maletín y se lo entregó al reverendo Walter Drake.
–Reparta eso entre las instituciones de beneficencia de la isla -dijo McCready, entre los gestos de aprobación de Drake-. ¡Quemad la cocaína!
Uno de los policías cogió los paquetes y salió al jardín a preparar una hoguera.
–¡Vámonos! – ordenó McCready.
A las cuatro de la tarde, el avión de Nassau se encontraba en la pista de aterrizaje con los motores encendidos y las hélices girando. Los ocho yardies, todos debidamente esposados, fueron conducidos a bordo por dos sargentos de la Policía de las Bahamas que habían llegado a detenerlos. Marcus Johnson, con las manos esposadas a la espalda, estaba de pie en la pista, esperando el momento de subir a bordo del avión.
–Después de que Kingston le haya extraditado a Miami, usted podrá hacer llegar un mensaje a Mr. Ochoa, o a Mr. Escobar, o a quienquiera que sea la persona para la que usted trabaja -dijo McCready-. ¿No le parece?
»Dígale que el plan de apoderarse de las islas Barclay mediante un mandatario era una idea por demás brillante. La perspectiva de poseer aquí guardacostas propios, agentes de aduana y Policía de un Estado nuevo, de utilizar a capricho los pasaportes diplomáticos, de poder enviar a Estados Unidos lo que se les apeteciera en las valijas diplomáticas, de poder construir refinerías de droga y disponer de depósitos de almacenamiento en completa libertad, de fundar Bancos para el blanqueo de dinero con total impunidad…, dígale que todo eso era muy ingenioso. Al igual que los ingentes beneficios que darían para los peces gordos los casinos de juego, los burdeles, etcétera.
»De todos modos, si puede hacerle llegar un mensaje, dígale también de mi parte que la idea no le hubiese dado resultado. No en estas islas.
Cinco minutos después, la rechoncha caja del avión se levantaba por los aires, ladeaba un ala y ponía rumbo hacia las costas de Andros. McCready se encaminó hacia un «Cessna» de siete plazas que estaba estacionado detrás del hangar.
Los sargentos Newson y Sinclair ya estaban a bordo del aparato, acomodados en la última fila de asientos, con sus bolsas de golosinas escondidas detrás de sus piernas, dispuestos a regresar a Fort Bragg. Frente a ellos iba sentado Francisco Méndez, cuyo auténtico nombre colombiano se había convertido ahora en algo más concreto. Llevaba las muñecas esposadas al respaldo de su asiento. El hombre se inclinó hacia el hueco de la puerta y miró hacia abajo.
–No puede expulsarme -dijo en un inglés extraordinariamente correcto-. Puede detenerme y esperar a que Estados Unidos exija mi extradición. Eso es todo lo que puede hacer.
–Y lo que podría durar muchos meses -replicó McCready-. Fíjese, querido amigo, usted no ha sido detenido, simplemente se le expulsa de la isla. – McCready se volvió hacia Eddie Favaro y añadió-: Confío en que usted no tenga nada en contra de darle un puesto en el avión que le llevará a Miami. Podría ocurrir muy bien, claro está, que en el momento del aterrizaje reconociese súbitamente a ese individuo como a alguien buscado por la Policía de Metro-Dade. Si tal cosa ocurre, ya estará en las garras del tío Sam.
Se despidieron con un apretón de manos y el «Cessna» rodó hasta la pista de aterrizaje, dio la vuelta, se detuvo y se lanzó a toda marcha. Segundos después sobrevolaba el mar y ponía rumbo al Noroeste, en dirección a Florida.
McCready se dirigió a paso lento hacia el «Jaguar», donde le estaba esperando Osear. Ya era hora de volver al palacio de gobernación, cambiarse de ropa y colgar en el ropero del difunto gobernador su uniforme blanco.
Cuando McCready llegó al palacio, el superintendente jefe de detectives Hannah se encontraba en el despacho de Sir Marston Moberley, donde había recibido una llamada desde Londres. McCready se deslizó escaleras arriba y bajó al cabo del rato vistiendo su arrugado traje tropical. Hannah salió a toda prisa del despacho, llamando a gritos a Osear para que le tuviese preparado el «Jaguar».
Aquel lunes, Alan Mitchel había estado trabajando hasta las nueve de la noche antes de coger el teléfono y llamar a Sunshine, donde no eran más que las cuatro de la tarde. Hannah atendió la llamada con gran irritación. Se había pasado toda la tarde en el despacho, esperándole.
–Es francamente notable -dijo el especialista en balística-. Una de las balas más extraordinarias que he examinado en mi vida. Y en verdad que jamás había visto una bala parecida que haya sido utilizada para un asesinato.
–¿Y qué tiene de extraño esa bala? – inquirió Hannah.
–Pues bien, el plomo, para empezar por ahí. En fin, es extraordinariamente viejo. Con esa peculiar consistencia molecular, ese tipo de plomo dejó de producirse a comienzos de la década de los veinte. Lo mismo reza para la pólvora. Algunos pocos restos de la misma permanecían aún en el proyectil. Se trata de un compuesto químico que fue introducido en 1912 y que dejó de fabricarse a principios de 1920.
–¿Pero qué pasa con el arma? – insistió Hannah.
–Pues ése es el meollo de la cuestión -contestó el científico desde Londres-. El arma hace juego con la munición usada. El proyectil tiene una marca completamente inconfundible, como una firma autógrafa, como una huella dactilar. Es única. Tiene exactamente siete acanaladuras que giran en espiral en el sentido de las manecillas del reloj, producidas por el paso del proyectil al salir por el cañón del revólver. No hay ninguna otra arma de fuego que deje esas siete acanaladuras girando de esa forma. ¿No le parece asombroso?
–Maravilloso -replicó Hannah-. ¿Así que sólo un tipo de arma ha podido ser utilizada para efectuar esos disparos? Excelente. Y ahora, Alan, ¿qué tipo de arma es?
–¿Cómo dices? Pues la «Webley 4.55», claro está. No hay nada que se le parezca.
Hannah no era un experto en armas de fuego. A simple vista no hubiese distinguido una «Webley 4.55» de una «Colt 44 Magnum». Ni siquiera mirándolas de cerca, para decir la verdad.
–Todo eso está muy bien, Alan, pero ahora dime: ¿qué tiene la «Webley 4.55» que sea tan especial?
–Pues su antigüedad. Es más vieja que Matusalén. Fue fabricada por primera vez en 1912, y dejó de producirse en 1920. Se trata de un revólver con un cañón extraordinariamente largo, lo que es característica exclusiva de ese modelo. Nunca llegaron a ser muy populares, debido al estorbo que representaba ese cañón tan alargado. Aunque eran muy exactos y de fiar, por la misma razón. Fueron utilizados como armas de reglamento por los oficiales británicos que combatieron en las trincheras durante la Primera Guerra Mundial. ¿No has visto nunca uno de ésos?
Hannah le dio las gracias y colgó el auricular.
–¡Oh, sí! Desde luego que he visto uno -murmuró.
Cruzaba a grandes zancadas el vestíbulo cuando advirtió la presencia de aquel extraño hombrecillo del Ministerio de Asuntos Exteriores llamado Dillon.
–¡Use el teléfono si así lo desea! ¡Está libre! – le gritó.
Hannah se precipitó al patio y se montó en el «Jaguar».
Cuando le hicieron pasar, Miss Coltrane se encontraba sentada en su silla de ruedas, en el centro de la sala de estar. La anciana saludó al detective londinense, dándole la bienvenida con una amplia sonrisa.
–¿Qué hace usted por aquí, Mr. Hannah? ¡Qué alegría verle de nuevo! – dijo la anciana-. ¿No quiere sentarse y tomar una tacita de té?
–Se lo agradezco mucho, Lady Coltrane, pero creo que preferiría permanecer de pie. Me temo que tendré que hacerle algunas preguntas. ¿Ha visto alguna vez en su vida un revólver llamado «Webley 4.55»?
–¿Cómo me pregunta eso ahora? En fin, no creo haberlo visto -contestó la anciana con voz melosa.
–Me tomo la libertad de ponerlo en duda, señora. En realidad usted tiene un arma de ese tipo. El viejo revólver de reglamento de su difunto esposo. Lo tiene allí, en esa vitrina de los trofeos. Y me temo que habré de tomar posesión de esa prueba de importancia tan trascendental.
El detective giró sobre sus talones y se encaminó hacia el armario con puerta de cristal en el que se exhibían los recuerdos. Y allí estaban todos, en efecto: medallas, insignias, nombramientos, pertrechos guerreros. Pero dispuestos de forma distinta. Entre algunos de esos objetos podía apreciarse una mancha grasienta que indicaba el lugar donde había estado colgado otro de los trofeos. Hannah se volvió.
–¿Qué ha pasado aquí, Lady Coltrane? – inquirió el detective en un tono que denotaba tirantez.
–Mi querido Mr. Hannah, estoy segura de que ignoro de qué está usted hablando.
No había nada que Hannah odiase más en este mundo que perder un caso, y sentía que ése se le escapaba de entre las manos. El arma o un testigo ocular, él necesitaba una de las dos cosas. A través de las ventanas podía ver el mar azul oscureciéndose bajo la desvaneciente luz del atardecer. Allá lejos, en alguna parte, en las profundidades del inmenso océano, descansaría un «Webley 4.55». Era algo que sabía con certeza. Pero, con una mancha grasienta, no podría presentar el caso ante ninguna corte de justicia.
–Estaba aquí, Lady Coltrane. El jueves, cuando vine a visitarla. Estaba aquí, dentro de esa vitrina.
–Pues no, Mr. Hannah, tiene que haberse equivocado. Jamás he visto en mi vida ningún… ¿Wembley?
–Webley, Lady Coltrane. Wembley es el nombre de esa barriada londinense, famosa por su campo de fútbol.
Hannah tuvo el presentimiento de que había perdido esa partida por seis goles a cero.
–Dígame, Mr. Hannah, ¿qué es exactamente lo que sospecha de mí? – preguntó la anciana.
–No sospecho, señora, tengo la certeza. Sé todo lo ocurrido. El que pueda probarlo o no es harina de otro costal. El martes de la semana pasada, a esta hora aproximadamente, Firestone, con esos gigantescos brazos que tiene, la levantó a usted en vilo, sentada en su silla de ruedas, y la colocó en la parte trasera de la furgoneta, tal como hizo el sábado cuando usted fue de compras. Llegué a pensar que quizás usted no saldría nunca de esta casa; pero con la ayuda de Firestone, claro que puede hacerlo.
»Luego condujo la furgoneta hasta el sendero que pasa por detrás de la residencia del gobernador, la dejó a usted en el camino, y él, con sus propias manos, forzó el candado de la puerta de hierro. Pensé que para eso harían falta un jeep y una cadena, pero ese hombre es capaz de hacerlo, claro está. Debería de haberme dado cuenta la primera vez que lo vi. Pero lo pasé por alto. Mea culpa.
»Luego empujó la silla de ruedas por la puerta abierta y la dejó a usted en el jardín. Estoy convencido de que usted llevaba el «Webley» escondido en su regazo. Bien es verdad que era un arma muy antigua, pero había sido engrasada durante todos esos años y aún conservaba dentro las municiones. Con un cañón corto jamás hubiese acertado a Sir Moberley, ni siquiera empuñando el arma con las dos manos. Pero ese «Webley», tenía un cañón muy largo, de gran precisión en el tiro.
»Y usted no es precisamente una novata en el manejo de las armas. Me dijo que había conocido a su marido durante la guerra. Pero no me explicó que había sido en un hospital de los maquis, en la Francia ocupada por los nazis. Él era oficial de enlace de las Fuerzas Especiales británicas, y usted, según creo, pertenecía al Departamento de Servicios Estratégicos estadounidense.
»El primer disparo erró el blanco, y la bala fue a estrellarse contra el muro. El segundo realizó su trabajo, pero el proyectil quedó incrustado en una caja de alambre llena de mantillo. Allí fue donde lo encontré. En Londres han logrado identificarlo hoy mismo. La bala es inconfundible. Sólo ha podido ser disparada con una «Webley 4.55», como la que usted tenía en esa vitrina.
–¡Oh, mi querido y pobre Mr. Hannah! Se trata de una historia maravillosa; pero, dígame: ¿puede probarla?
–No, Lady Coltrane, no puedo. Necesito el arma, o el testimonio de un testigo. Podría jurar que al menos una docena de personas ha tenido que verlos, a usted y a Firestone, cuando iban por el camino, pero ninguna de ellas testificará jamás. No en contra de Miss Coltrane. No en Sunshine. Sin embargo, hay dos cosas que me tienen intrigado. ¿Por qué? ¿Por qué asesinar a aquel antipático gobernador? ¿Quería usted que viniese aquí la Policía?
La anciana sonrió y denegó con la cabeza.
–La Prensa, Mr. Hannah. Siempre husmeándolo todo, siempre haciendo preguntas, siempre investigando y descubriendo los entretelones. Siempre tan suspicaces de cualquiera que se dedique a la política…
–Sí, por supuesto, los hurones de los medios de comunicación.
–¿Y la otra cosa que le intriga, Mr. Hannah?
–¿Quién le dio el aviso, Lady Coltrane? El martes por la noche, usted volvió a poner el arma en la vitrina. Allí se encontraba el jueves. Y ahora ha desaparecido. ¿Quién le dio el aviso?
–Mr. Hannah, transmita mis cariñosos saludos a Londres cuando vuelva a esa ciudad, que no he visto desde los grandes bombardeos alemanes, entre 1940 y 1942, ¿sabe? Y que ya no volveré a ver más.
Desmond Hannah se hizo llevar por Osear de vuelta a la plaza del Parlamento, y lo despidió frente a la Jefatura de Policía; el chófer tendría que limpiar bien el «Jaguar» para tenerlo a punto cuando el nuevo gobernador llegase al día siguiente. «¡Ya era hora de que reaccionase el Gobierno de Su Majestad!» -se dijo. Comenzó a cruzar la plaza en dirección al hotel.
–¡Buenas tardes, Mr. Hannah!
El detective se volvió. Una persona que le era completamente desconocida le sonreía y le saludaba.
–¡Eh…, buenas tardes!
Dos jóvenes bailaban en medio de una gran polvareda delante del hotel. Uno de ellos llevaba un reproductor de cintas colgado del cuello. Tenía puesta una con una selección de calipsos. Hannah no reconoció la balada. Era La libertad viene, al igual que se va. Pero sí reconoció, sin embargo, El doming uito, cuyos sones salían del bar del hotel. Advirtió entonces que en los cinco días que llevaba en la isla no había visto tocar a ningún conjunto típico del Caribe ni había escuchado un calipso.
Las puertas de la iglesia anglicana estaban abiertas de par en par; el reverendo Drake ensayaba en su pequeño órgano. Interpretaba en esos momentos el Gaudeamus igitur. Cuando subía por la escalinata del hotel se dio cuenta de que por las calles imperaba una atmósfera de frivolidad. Pero no era ése precisamente el sentimiento que le embargaba en esos instantes. El detective tenía que redactar ciertos informes de gran seriedad. Después de una última llamada a Londres, a altas horas de la noche, decidió que emprendería el vuelo de regreso a Inglaterra por la mañana. Ya no había nada más que pudiera hacer allí. Odiaba perder un caso, pero sabía que ése se quedaría en los archivos. Viajaría a Nassau en el mismo avión en el que llegaría el nuevo gobernador y luego volaría a Londres.
Cruzó la terraza del bar para entrar al hotel y fue entonces cuando se topó de nuevo con ese hombre llamado Dillon, cómodamente sentado y saboreando una cerveza. «¡Qué tipo tan extraño! – se dijo mientras subía las escaleras-. Siempre haraganeando en todas partes, como si esperase a alguien. Pero nunca con la apariencia de no estar haciendo nada.»
El martes por la mañana, un «Havilland Devon», proveniente de Nassau, se acercó con ruido atronador a Sunshine, aterrizó y depositó en tierra al nuevo gobernador, a Sir Crispian Rattray. Desde la sombra que el hangar le brindaba, McCready observó al anciano diplomático, impecablemente vestido con un traje de lino color crema y la cabeza cubierta por un panamá blanco del que le colgaban flotantes mechones de plateados cabellos, cuando éste descendía del avión para ir a reunirse con el comité de recepción que le daba la bienvenida.
El teniente Haverstock, ya de vuelta de su odisea marinera, le presentaba a algunas de las personalidades de las islas, entre los que se contaban el doctor Caractacus Jones y su sobrino, el inspector jefe Jones. Osear también estaba allí con su «Jaguar» recién limpiado y, después de las presentaciones de rigor, la pequeña comitiva se dirigió a Port Plaisance.
Sir Rattray descubriría muy pronto que tenía bien poca cosa que hacer. Al parecer, los dos candidatos habían mandado al diablo sus candidaturas y se habían marchado de vacaciones. Haría un llamamiento para que se presentasen otros candidatos. Pero nadie se presentaría; el reverendo Drake se encargaría de que eso no ocurriera.
Con las elecciones de enero ya pospuestas, el Parlamento británico tendría que reconsiderar el caso, y, bajo la presión de la oposición, el Gobierno se vería obligado a reconocer que la celebración de un referéndum en el mes de marzo quizá sería lo apropiado. Pero todo eso pertenecía al futuro.
Desmond Hannah subió a bordo del vacío «Havilland Devon» que le llevaría a Nassau. Desde lo alto de la escalerilla echó una mirada a su alrededor. Y allí estaba aquel extraño individuo llamado Dillon, sentado a la sombra, con sus maletas y su maletín diplomático, esperando a alguien al parecer. Hannah no le saludó. Tenía la intención de mencionar a ese tal Mr. Dillon en cuanto llegase a Londres.
Diez minutos después de que despegara el «Havilland Devon» el aereotaxi de Miami que McCready había contratado aterrizaba. Tenía que devolver el teléfono portátil y dar las gracias a unos cuantos amigos en Florida antes de coger el avión para Londres. Estaría de vuelta justamente para las Navidades. Pasaría esas fiestas solo en su apartamento de Kensington. Quizá se diese una vuelta por el Club de las Fuerzas Especiales para tomarse una copa con algunos viejos camaradas.
El «Piper» emprendió vuelo y McCready pudo ver por última vez la amodorrada ciudad de Port Plaisance, que despertaba a sus quehaceres cotidianos bajo los rayos del sol naciente. Divisó también el monte Spyglass, cuando se alejaba con rapidez allá abajo, y vio en su cima una villa de color rosa.
El piloto dio un nuevo giro para poner rumbo hacia Miami. Un ala se inclinó y McCready miró hacia el interior de la isla. En un camino polvoriento, un chiquillo miró hacia arriba y agitó los brazos en señal de adiós. McCready saludó a su vez. Con suerte- pensó- ese niño crecería sin haber tenido que vivir bajo el yugo de la bandera roja, y sin haberse dedicado a esnifar cocaína por la nariz.
Denis Gaunt tuvo que levantarse para ir a devolver el expediente al secretario del Departamento de Archivos. Cuando regresaba a su silla, Sam McCready se había ido ya. El Manipulador se había marchado sigilosamente cuando Edwards terminaba su intervención. Gaunt se lo encontró diez minutos después en su despacho.
McCready estaba en mangas de camisa, había colocado su chaqueta de algodón en el respaldo de una silla y daba vueltas por la habitación sin ton ni son. En el suelo había dos cajas de cartón de las que se utilizan para embalar botellas de vino.
–¿Qué estás haciendo? – preguntó Gaunt.
–Recogiendo mis cuatro cosas.
No tenía más que dos fotografías enmarcadas, que guardaba en uno de sus cajones, sin que se le hubiese ocurrido nunca colocarlas encima del escritorio. Una de ellas era de May y la otra de su hijo, tomada el día de su graduación. Con una tímida sonrisa y envuelto en su negra toga académica. McCready las metió en una de las cajas.
–¡Estás loco! – dijo Gaunt-. Tengo la impresión de que les hemos doblegado. No a Edwards, claro está, pero sí a los dos superintendentes. Estoy convencido de que han cambiado de idea. Los dos sabemos perfectamente que te tienen cariño, que quieren que sigas en la Firma.
McCready cogió su reproductor de discos compactos y lo metió en la otra caja. De vez en cuando le gustaba poner alguna obra de música clásica, a un volumen muy bajo, y escucharla cuando estaba sumido en sus pensamientos. En realidad, apenas había suficientes cachivaches como para llenar las dos cajas. Y, por supuesto, no había ninguna fotografía de esas que se cuelgan en las paredes estrechando la mano de algún personaje famoso; el par de cuadros que adornaban el despacho, con reproducciones de pintores impresionistas, pertenecían al Servicio Secreto. McCready se incorporó y contempló las dos cajas.
–No es gran cosa, en realidad para treinta años de servicios -murmuró
–¡Sam, por el amor de Dios! Todavía no se ha acabado todo. Aún pueden cambiar de idea.
McCready giró sobre sus talones y cogió a Gaunt por ambos brazos.
–Denis, eres un gran tipo. Has realizado un buen trabajo aquí. Todo lo has hecho lo mejor que has podido. Y voy a pedir al Jefe que te deje a cargo de este Departamento. Pero todavía tienes que aprender a discernir cuál es la parte de cielo en la que brilla el sol. Esto se ha terminado. El veredicto y la sentencia habían sido dictados ya hace algunas semanas, en otras dependencias públicas, por otras personas.
Denis Gaunt se dejó caer en el sillón de su jefe, sintiéndose miserablemente mal.
–Pues entonces, ¿a qué demonios representar toda esa pantomima? ¿Para qué esa junta?
–¡Bah!, tan sólo para que esos hijos de puta se entretuviesen un poco. Lo siento, Denis, tendría que habértelo dicho. ¿Querrás cuando puedas enviarme estas cajas a mi apartamento?
–Podrías aceptar uno de los empleos que te han ofrecido. Aunque sólo sea para fastidiarlos -insistió Gaunt.
–Mira, Denis, como dijo el poeta: «Un instante placentero y desbordante de vida gloriosa vale más que toda una existencia en las sombras.» Y para mí, calentando un asiento allá abajo, en la biblioteca del archivo, o rellenando cuentas de gastos, sería como llevar una existencia en las sombras. Ya he tenido mis momentos de gloria, he dado cuanto he podido, ahora se ha acabado. Estoy fuera. Y allá afuera hay todo un mundo lleno de sol, Denis. Me iré a ese mundo, y te aseguro que pienso divertirme y disfrutarlo.
Denis Gaunt tenía todo el aspecto de estar asistiendo a un funeral.
–Te veré otra vez dando vueltas por aquí -dijo en tono porfiado.
–No, no me verás.
–El Jefe te dará una fiesta de despedida.
–No habrá fiesta que valga. No puedo soportar el barato vino espumoso. Tan sólo serviría para que se divirtieran a mi costa. Eso es lo que Edwards hace cuando se muestra afable conmigo. ¿Me acompañas abajo hasta la entrada principal?
La Century House es como una ciudad, como un condado en pequeño. Cuando atravesaban el pasillo en dirección al ascensor para bajar a la primera planta y, cuando cruzaron el enlosado vestíbulo, por doquier aparecían compañeros y secretarias que le decían a su paso:
–¡He…, Sam!
–¡Hola, Sam!
Ninguno decía «Adiós, adiós, Sam!», aunque era eso lo que pensaban. Algunas secretarias se detuvieron a su lado como si quisieran arreglarle la corbata por última vez. McCready inclinaba la cabeza en señal de saludo, sonreía y pasaba de largo.
La puerta principal se encontraba al fondo del vestíbulo. Al otro lado, la calle. McCready se preguntó si debería de utilizar la indemnización que le correspondía para comprarse una casita en el campo, donde se dedicaría a cultivar rosas y plantar calabacines, a ir a la iglesia los domingos por la mañana y a convertirse en uno de los pilares de una pequeña comunidad. Sin embargo, ¿cómo llenaría sus días?
Lamentó no haberse dedicado nunca a uno de esos pasatiempos absorbentes como los que muchos compañeros practicaban, la cría de peces tropicales o a coleccionar sellos de correos o a corretear por las montañas del País de Gales. ¿Y qué podría contar a sus vecinos? «¡Muy buenos días! Me llamo Sam. Y soy un ex funcionario del Ministerio de Asuntos Exteriores, ahora estoy jubilado, y no puedo revelarles maldita cosa de lo que hice en esas dependencias.» A los viejos soldados les está permitido que escriban sus memorias o que se dediquen a aburrir a los turistas en algún confortable bar. Pero no a aquellos que se han pasado sus vidas en lugares envueltos por las sombras. Ésos deben permanecer callados para siempre.
Miss Foy, del Departamento de Pasaportes, cruzaba en esos momentos el vestíbulo, chocando rítmicamente sus altos tacones contra las losas. Era una viuda de proporciones esculturales, que aún no habría cumplido los treinta años. Un gran número de residentes de la Century House había probado fortuna con Suzanne Foy, pero no en balde era conocida como
La fortaleza inexpugnable.
Los dos se cruzaron en el vestíbulo. La mujer se detuvo y dio media vuelta. De algún modo inexplicable, el nudo de la corbata de McCready había descendido hasta la mitad del pecho. La mujer le levantó el nudo, se lo arregló y se lo colocó a la altura del botón del cuello. Gaunt contemplaba la escena. Denis era demasiado joven como para acordarse de Jane Rusell, por lo que no pudo establecer la comparación que saltaba a la vista.
–Sam, deberías tener a alguien que fuese a tu casa para que te diese algún alimento espiritual -dijo ella.
Denis Gaunt siguió a la viuda con la mirada cuando ésta terminó de cruzar el vestíbulo en dirección al ascensor, contoneando sus caderas. Se preguntó, extrañado, qué sería lo que Miss Foy podría darle a uno en calidad de alimento espiritual, o viceversa.
Sam McCready abrió la puerta de cristal que daba a la calle. Sintió en pleno rostro el azote de una ola de calor veraniego. Se volvió, se llevó una mano al bolsillo interior de su chaqueta y sacó un sobre.
–Dales esto, Denis. Mañana por la mañana. A fin de cuentas, es justo lo que están deseando.
Denis cogió el sobre y se lo quedó mirando.
–¿Conque lo llevabas encima durante todo este tiempo? – dijo-. Lo escribiste hace ya días. Eres un maldito granuja, astuto y taimado.
Pero Denis estaba hablando a la bamboleante puerta.
McCready, con la chaqueta echada al hombro, giró a la derecha y se dirigió hacia el puente de Wetsminster, a unos ochocientos metros. Se aflojó el nudo de la corbata y se lo bajó hasta la altura del ombligo. Era una calurosa tarde de julio, una de esas tardes que tanto abundaron en la gran ola de calor que distinguió al verano de 1990. El tráfico de las primeras horas de la tarde pasaba por su lado en dirección a la Old Kent Road.
«Sería agradable encontrarse en esos momentos frente al mar -pensó-, con las aguas brillantes meciéndose en el Canal de la Mancha y las hermosas tonalidades azules reluciendo bajo el sol.» Quizá debería de comprarse una casita de campo en Devon, con su propia barca esperándole siempre en el puerto. Sería lo mejor, después de todo. Y podría invitar a Miss Foy para que fuese a visitarle allí, con el fin de que le llevara algún alimento espiritual.
La estructura del puente de Westminster se alzó frente a él. Al otro lado del gran edificio del Parlamento, cuyas libertades y estupideces ocasionales había tratado de proteger durante treinta años de su vida, alzaba sus torres hacia el cielo azul. La alta torre del Big Ben, recientemente restaurada, lanzaba destellos de oro bajo la luz del sol junto a las indolentes aguas del Támesis.
Al cruzar el puente se encontró a mitad de camino a un vendedor de periódicos, que estaba de pie junto a una pila de ejemplares del Evening Standard. Cuando miró hacia abajo, vio unos grandes titulares. Destacaba el mensaje:
BUSH-GORBY. TERMINA OFICIALMENTE LA GUERRA FRÍA
McCready se detuvo para comprar el periódico.
–¡Muchas gracias, jefe! – le dijo el vendedor de periódicos, quien señaló con un gesto los titulares y añadió-: Ya se ha terminado todo, ¿no?
–¿Terminado? – inquirió McCready.
–¡Pues claro! Toda la crisis internacional. Ya es cosa del pasado.
–¡Qué pensamiento tan dulce! – asintió McCready antes de proseguir su camino.
Cuatro semanas después Sadam Hussein invadía Kuwait. Sam McCready escuchó por la radio aquella noticia cuando se encontraba pescando mar adentro, a dos millas de distancia de las costas de Devon. Reflexionó sobre lo que acababa de oír y decidió que había llegado el momento de cambiar de cebo.
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03/11/2009
LRS to LRF parser v.0.9; Mikhail Sharonov, 2006; msh-tools.com/ebook/