El policía que no había sido agredido dejó a su compañero, con la nariz rota, en el lugar del suceso, mientras se dirigía a la Comisaría. No tenían aparato de comunicación portátil ya que estaban acostumbrados a utilizar la emisora de radio del coche para dar los partes. Los requerimientos a la gente para que alguien les dejase usar el teléfono fueron acogidos con gestos de indiferencia y encogimientos de hombros. La clase trabajadora no tiene teléfono en el paraíso de los obreros y los campesinos.
El miembro del Partido, con su aplastado «Trabant», preguntó si podía marcharse, y de inmediato fue retenido a punta de pistola por Nariz Rota, el cual empezaba a sospechar que cualquiera de los de allí presentes podía haber tomado parte en la conspiración.
Su compañero, que ascendía por la carretera en dirección a Jena, vio un «Wartburg» venir hacia él, así que le hizo señas (también a punta de pistola) y ordenó al conductor que lo condujera en seguida a la Comisaría central de Jena. Llevaban recorridos unos dos kilómetros cuando vieron acercarse un vehículo de la Policía. El vopo que iba en el «Wartburg» hizo señas amistosas a sus compañeros para que se detuviesen y les relató lo que había ocurrido. Haciendo uso de la radio del vehículo policial, dieron parte del caso, explicaron la naturaleza de los diversos crímenes que habían sido perpetrados y recibieron orden de comunicar los hechos de inmediato a la Jefatura Central de Policía. Mientras tanto, nuevos vehículos policiales eran enviados como refuerzos al lugar del accidente.
La llamada a la Jefatura Central de Policía de Jena fue registrada a las doce horas y treinta y cinco minutos. Pero también había sido tomada, a muchos kilómetros de distancia, en lo alto de las montañas de Harz -al otro lado de la frontera-, por un puesto de escucha británico, cuyo nombre cifrado era Arquímedes.
A las trece horas, el doctor Lothar Herrmann, ya de vuelta a su despacho de Pullach, descolgó el teléfono y recibió la ansiada llamada del laboratorio de balística que el BND tenía en un edificio contiguo. En el laboratorio, situado junto al depósito de armas y al campo de tiro, tenían la previsora costumbre, cuando entregaban un arma de fuego a algún agente, de no limitarse a anotar y registrar el número de serie de la pistola, por ejemplo, sino que efectuaban dos disparos en un recinto cerrado y luego recogían las balas y las guardaban.
El técnico, en un mundo perfecto, hubiera preferido disponer de las balas auténticas que habían sido extraídas de los cadáveres de Colonia, pero se las arregló con las fotografías. Todos los cañones de las armas de fuego son diferentes entre sí en lo que respecta a ciertas peculiaridades ínfimas, por lo que cada vez que se dispara un proyectil, el cañón deja en las balas que han salido por él unos rasguños diminutos, llamados surcos. Son algo similar a las huellas dactilares. El especialista en balística había comparado las dos balas de muestra que aún se conservaban en el laboratorio de aquella «Walther» entregada hacía diez años con las de las fotografías que le habían dado y de cuya procedencia no tenía ni la menor idea.
–¿Un parecido perfecto? Ya veo. Gracias -dijo el doctor Herrmann.
Llamó entonces al departamento de huellas dactilares -el BND conservaba también un juego completo de huellas de cada uno de sus propios empleados y agentes, además de las de otras personas que caían en su foco de atención-, y recibió la misma respuesta. El doctor Herrmann dio un hondo suspiro y descolgó de nuevo el auricular. Ya no podía hacer nada más; tendría que dirigirse al propio Director General.
Lo que siguió a continuación fue una de las reuniones más difíciles de toda su carrera. El Director General vivía obsesionado con la idea de la eficacia de su Agencia y de la imagen que ofrecía, no sólo en las antesalas del poder en Bonn sino también ante toda la comunidad de los Servicios de Inteligencia de los países occidentales. Las noticias que Herrmann le traía le sentaron como una patada en el estómago.
No dejó de acariciar la idea de que las balas de muestra y las huellas dactilares de Morenz podrían «perderse», pero la rechazó de inmediato. La Policía acabaría por capturar a Morenz tarde o temprano, los técnicos del laboratorio deberían declarar: el escándalo sería mucho peor.
El Servicio Secreto de Inteligencia de la República Federal Alemana ha de rendir cuentas sólo a la oficina del Canciller, y el director general del BND sabía que, más tarde o más temprano, y lo probable era que fuese más temprano, tendría que informar sobre las anomalías que se habían producido en sus dependencias. Le horrorizaba lo que se le venía encima.
–¡Encuéntralo! – ordenó a Herrmann-. Encuéntralo enseguida y recobra esas cintas.
Cuando el doctor Herrmann se disponía a salir del despacho del Director General, éste, que hablaba un inglés fluido, le hizo esta otra observación:
–Doctor Herrmann, los ingleses tienen un dicho que le recomiendo: Thou shalt not kill, yet need not strive officiously to keep alive.
El Director le había dado la frase rimada en inglés. El doctor Herrmann la había entendido, pero le faltaba el significado de la palabra officiously. De regreso a su despacho consultó un diccionario y decidió que la palabra alemana unnotig (innecesario) era, probablemente, la mejor traducción. Durante toda una vida dedicada al BND, ésa había sido la insinuación más elocuente que le habían hecho. Llamó entonces por teléfono al registro central del Departamento de Personal.
–Necesito de inmediato el curriculum vitae de uno de nuestros agentes -ordenó-; se llama Bruno Morenz.
A las dos de la tarde, Sam McCready se encontraba todavía en lo alto de la montaña donde había llegado con Johnson a las siete de la mañana. De todos modos sospechaba que el primer encuentro en las afueras de Weimar tenía que haber fallado, aunque nunca se estaba seguro de lo ocurrido; Morenz podría haber cruzado la frontera de madrugada, pero no lo había hecho. Y, una vez más, McCready pasó revista al posible horario; encuentro a las doce, partida a las doce y diez, una hora y tres cuartos de viaje… Morenz tendría que aparecer en cualquier momento. Se llevó de nuevo los prismáticos a los ojos y atisbó la lejana carretera al otro lado de la frontera.
Johnson estaba leyendo un periódico local, que había comprado en la estación de servicio de Frankenwald, cuando su teléfono sonó discretamente. Se lo llevó al oído, escuchó unos
instantes y se lo pasó a McCready.
–El Cuartel General -dijo-, quieren hablar contigo.
Era un amigo de McCready, que le llamaba desde la estación de Cheltenham.
–Mira, Sam -dijo la voz-, creo saber dónde os encontráis. De repente ha habido un inusitado aumento de las comunicaciones de radio no lejos de donde estás. Quizá deberías llamar a Arquímedes. Ellos tienen muchos más datos que nosotros.
En ese momento la comunicación se cortó.
–Ponme con Arquímedes -dijo McCready a Johnson-. Con el agente de servicios de la sección de Alemania Oriental.
Johnson comenzó a marcar los números de inmediato.
A mediados de los años cincuenta, el Gobierno británico, actuando a través del Ejército británico del Rin, compró un viejo castillo en ruinas, situado en lo alto de las montañas del Harz, no muy lejos de la bella y pequeña localidad histórica de Goslar. El Harz es un macizo montañoso, compuesto por cimas escalonadas, densamente pobladas de bosques, a través del cual pasaba la frontera entre las dos Alemanias, con un trazado sinuoso, que ora serpenteaba por cerradas revueltas, ora se deslizaba por las laderas de las montañas, ora corría a través de los rocosos barrancos. Era la región favorita para los posibles fugados de la Alemania Oriental que deseaban probar suerte por allí.
El castillo de Lówenstein fue restaurado por los ingleses, de un modo muy llamativo, como lugar de retiro para los músicos de las bandas militares, que podían practicar su arte; lo que sólo era un ardid mantenido con la ayuda de grabaciones y potentes altavoces. Cuando repararon los tejados, los ingenieros enviados de Cheltenham instalaron algunas antenas muy sofisticadas, que fueron perfeccionadas con los años a medida que los conocimientos científicos avanzaban. Pese a que los dignatarios alemanes de la localidad habían sido invitados algunas veces para asistir a auténticos conciertos de música de cámara y militar, ejecutadas por bandas militares contratadas para tales ocasiones. Lówenstein era en realidad una estación filial de la de Cheltenham con el nombre secreto de Arquímedes. Su misión consistía en escuchar los interminables parloteos que rusos y alemanes orientales mantenían al otro lado de la frontera. He ahí el valor de las montañas; garantizaban la recepción perfecta.
–Sí, acabamos de retransmitir a Cheltenham -dijo el agente de guardia cuando McCready le dio sus credenciales-, nos han dicho que puede usted llamarnos directamente.
Sam McCready habló durante varios minutos; al colgar el auricular estaba pálido.
–Por lo visto, los de la Policía de la Comisaría de Jena se han vuelto majaras -le dijo a Johnson-. Al parecer ha habido un accidente de tráfico a las afueras de Jena. Al Sur de la ciudad. Un coche de la República Federal Alemana, de marca desconocida, chocó contra un «Trabant». El alemán occidental golpeó a uno de los vopos que se ocupaban del accidente y salió huyendo… en el mismísimo coche de los vopos, para mayor sorpresa. Por supuesto, puede que no se trate de nuestro hombre.
Johnson hizo un gesto de asentimiento, aunque creía en esa posibilidad tanto como McCready.
–¿Y qué hacemos ahora? – preguntó.
McCready estaba sentado en el «Range Rover», con la cabeza entre las manos.
–Esperar -contestó-. No podemos hacer nada más. Arquímedes nos llamará si hay noticias nuevas.
A esas horas, el «BMW» negro ya había sido conducido al garaje del Cuartel General de la Policía de Jena. Nadie se había preocupado por el asunto de las huellas dactilares, sabían a quién querían arrestar. El vopo de la nariz rota había sido vendado y ahora estaba prestando una larga declaración, así como su compañero. El conductor del «Trabant» había sido detenido e interrogado, al igual que una docena de mirones más. Sobre el escritorio del comandante de la Comisaría se encontraba el pasaporte expedido a nombre de Hans Grauber, documento este que había sido recogido del pavimento de la calle, donde el vopo de la nariz partida lo había dejado caer. Un grupo de inspectores había registrado hasta el menor resquicio en el maletín y la maleta del prófugo. El director del Departamento de Ventas al extranjero de las empresas «Zeiss» había sido conducido a las dependencias policiales de Jena, pese a sus protestas de que jamás había oído hablar de ese Hans Grauber, aunque tuvo que reconocer que, en el pasado, había mantenido relaciones comerciales con la «BKI» de Würzburg; Al enseñarle su firma falsificada en las cartas de presentación, alegó que parecía la suya, pero que no lo era. Su pesadilla no había hecho más que comenzar.
Debido a que el pasaporte era de Alemania Occidental, el comandante de la Policía del Pueblo hizo una llamada rutinaria a la oficina local de la SSD. No habían pasado diez minutos cuando éstos le telefonearon a su despacho.
–Queremos que carguen el coche en un remolque y lo lleven a nuestro garaje principal en Erfurt -le dijeron-. Y que no sigan llenándolo de huellas dactilares. También queremos todo lo que haya encontrado en el automóvil. Copias de todas las declaraciones de testigos, etcétera. ¡Inmediatamente!
El comandante sabía muy bien quién tenía la sartén por el mango en el país. Cuando los de la Stasi daban una orden, no había más remedio que obedecer. El «BMW» negro llegó al garaje principal de la SSD en Erfurt, debidamente cargado en un remolque, a las cuatro y media de la tarde y los mecánicos de la Policía Secreta se pusieron a trabajar. El comandante tuvo que admitir que los de la Policía Secreta tenían razón. De momento, nada en aquel asunto tenía sentido. El alemán del Oeste se hubiera encontrado con tener que pagar una multa bastante alta por haber conducido en estado de embriaguez; Alemania Oriental siempre necesitaba divisas fuertes. Pero ahora se enfrentaba a muchos años de cárcel. ¿Por qué habría huido? De todos modos, con independencia de lo que los de la Stasi quisiesen hacer con el automóvil, su misión consistía en encontrar a ese hombre. Ordenó a todos los coches de policía y a todos los hombres que andaban patrullando a pie a mil leguas a la redonda que estuviesen muy atentos para ver si daban con el paradero de Grauber y del coche de policía robado. Las descripciones tanto del hombre como del coche, fueron comunicadas por radio a todas las unidades, hasta Apolda, al norte de Jena, y Weimar, al Oeste. No se hizo llamamiento a través de los medios de comunicación, requiriendo la colaboración ciudadana. La ayuda a la Policía en un Estado policiaco es un raro artículo de lujo. Pero el frenético incremento de las comunicaciones radiofónicas fue seguido muy de cerca por Arquímedes.
A las cuatro de la tarde, el doctor Herrmann telefoneaba a Colonia y hablaba con Dieter Aust. No le informó de los resultados del laboratorio, así como tampoco le puso al corriente de lo que había recibido de Johann Prinz la noche anterior. Aust no necesitaba saberlo.
–Quiero que interrogue personalmente a Fräu Morenz -le dijo-. ¿No tiene a una agente con ella? Pues bien, llámelas y que vayan a verle a usted. Si la Policía se presenta para interrogar a Fräu Morenz, no haga nada por impedirlo, pero comuníquemelo en seguida. Trate de sacarle alguna pista sobre adonde puede haber ido Morenz: una casa de veraneo, el apartamento de una amante, la vivienda de algún pariente, todo lo que pueda. Utilice al personal a su servicio al completo para seguir cualquier pista que ella le dé. Y hágame saber los progresos.
–En Alemania no tiene más parientes que su mujer, una hija y un hijo -contestó Aust, que también se había estado interesando por la vida pasada de Morenz, al menos en los datos que los expedientes personales le revelaron-. Creo que su hija es una hippie, vive en una comuna, en Dusseldorf. Tendré que hacerle una visita, por si acaso.
–Hágalo -dijo Herrmann, y colgó el teléfono. Y basándose en algo que acababa de leer en la carpeta de Morenz, el doctor Herrmann envió un mensaje cifrado, al que puso la categoría de «sumamente urgente», al agente que el BND tenía entre el personal de la Embajada alemana en la plaza Belgrave de Londres.
A las cinco de la tarde, el teléfono del equipo radiofónico que se encontraba en el portón del «Range Rover» comenzó a sonar. McCready atendió la llamada. Pensó que sería Londres o Arquímedes. La voz que escuchó era débil, ahogada, como si el que hablaba se estuviese asfixiando.
–¿Sam, eres tú, Sam?
McCready se puso rígido.
–Sí -respondió con brusquedad-, soy yo.
–Lo siento, Sam. Lo siento de veras. Lo he estropeado todo…
–¿Te encuentras bien? – preguntó McCready en tono apremiante.
Morenz estaba desperdiciando unos segundos de importancia vital.
-Kaput. Estoy acabado, Sam. Yo no quería matarla. La amaba, Sam. Yo la amaba…
McCready colgó rápidamente el teléfono, cortando la comunicación. Nadie podía realizar una llamada a Occidente desde una cabina telefónica de Alemania Oriental. Este país tenía rigurosamente prohibidas las comunicaciones con el exterior. Pero el SIS disponía de una casa de seguridad libre de toda sospecha, en la región de Leipzig, ocupaba por un «agente in situ», ciudadano de la Alemania Oriental, que trabajaba para Londres. Cualquier llamada a ese número, hecha desde dentro de Alemania Oriental, pasaba de inmediato por un equipo transmisor que enviaba el mensaje a un satélite, el cual lo transmitía a Occidente.
Pero las llamadas tenían que ser de cuatro segundos, ni uno más, con el fin de evitar que en Alemania Oriental pudiesen calcular la triangulación con respecto a la fuente del sonido y localizasen así la casa. Morenz había estado farfullando durante nueve segundos. Aun cuando McCready no podía saberlo, el escucha de guardia de la SSD había logrado detectar la región de Leipzig como fuente de la emisión cuando se cortó la comunicación. Otros seis segundos más y hubiesen dado con la casa y su ocupante. Le había dicho a Morenz que usase ese número de teléfono sólo en caso de extrema necesidad y durante un tiempo muy breve.
–Está destrozado -dijo Johnson-, hecho añicos.
–¡Por los clavos de Cristo! – exclamó McCready angustiado-. Gimoteaba como un chiquillo. Se encuentra bajo los efectos de un fuerte colapso nervioso. Me habla de algo que ignoro. ¿Qué demonios ha querido decir con eso de «yo no quería matarla»?
Johnson se quedó pensativo.
–Viene de Colonia, ¿no?
–Eso ya lo sabes.
En realidad Johnson no lo sabía. De lo único que estaba enterado era de que había ido a recoger a McCready al aeropuerto de Colonia y al hotel «Holiday Inn». Nunca había visto al Duendecillo. Ni había tenido necesidad de ello. Johnson cogió el periódico local y señaló con el dedo el segundo artículo editorial de la primera página; el que Günther Braun había publicado en el Kólnischer Stadt -Anzeiger, recogido y reproducido por el Nordbayrischer Kurier, el periódico bávaro editado en Bayreuth. El artículo, fechado en Colonia, llevaba los siguientes titulares:
Una prostituta y su chulo abatidos a tiros en su nido de amor
McCready lo leyó, dejó el periódico a un lado y escudriñó la lejanía, con la mirada clavada en el Norte.
–¡Ay, Bruno, mi pobre amigo! ¿Qué demonios has hecho?
Cinco minutos después, Arquímedes telefoneaba.
–Lo hemos oído -dijo el agente-. También, imagino, todo el mundo lo habrá escuchado. Lo siento. Está acabado, ¿no?
–¿Cuáles son las últimas noticias? – preguntó Sam.
–Están empleando el nombre de Hans Grauber en sus comunicados -dijo Arquímedes -, y han desplegado un gran cerco policiaco por todo el sur de Turingia. Embriaguez, asalto con agresión y robo de un coche de la Policía. El automóvil que él conducía era un «BMW» negro, ¿no es así? Ya se lo han llevado al garaje principal de la SSD en Erfurt. Según parece, todas sus demás pertenencias han sido debidamente requisadas y enviadas a los de la Stasi.
–¿Puede decirme con toda exactitud a qué hora tuvo lugar ese accidente? – preguntó Sam.
El agente consultó a alguien.
–La primera llamada a Jena se hizo desde un vehículo de la Policía, que estaba en movimiento. El que hablaba, parece ser el vopo al que habían golpeado, dijo, textualmente: «hace cinco minutos». Esta llamada fue registrada a las doce y treinta y cinco.
–Muchas gracias. – McCready cortó la comunicación.
A las veinte horas, uno de los mecánicos del garaje de Erfurt encontraba la cavidad secreta debajo de la batería. A su alrededor, otros dos mecánicos trabajaban en lo que había quedado del «BMW». Los asientos del sedán y toda la tapicería estaban esparcidos por el suelo; las ruedas habían sido desmontadas, así como los neumáticos y sus cámaras. Tan sólo el armazón permanecía en pie, y en él descubrieron la cavidad secreta. El mecánico llamó a un hombre que vestía ropas de civil, un comandante de la SSD. Ambos examinaron la cavidad y el comandante hizo un gesto de satisfacción.
–Un coche espía -dijo.
Siguieron trabajando con el vehículo hasta que apenas quedaba ya algo por desmontar. El comandante subió entonces a su despacho y llamó por teléfono al Cuartel General del Servicio de Seguridad del Estado, cuya sede era una inmensa y tétrica fortaleza, una vieja y lúgubre edificación de ladrillo situada en el número veintidós de Normannstrasse, en la barriada de Lichtenberg, en Berlín Oriental. El comandante sabía dónde tenía que emplazar esa llamada; pidió que le pusiesen directamente con el Abteilung II, el Spionage Abwehr o Departamento de Contraespionaje de la Stasi. Allí, el director del Departamento, el coronel Otto Voss, se encargó personalmente del caso. Su primera orden fue que cualquier cosa relacionada con el caso debería ser enviada a Berlín Oriental; la segunda era que todas aquellas personas que hubiesen visto el sedán «BMW» o a su ocupante desde la entrada de éste al país, empezando por los guardias del puesto fronterizo del río Saale, deberían ser trasladadas a Berlín para ser interrogadas exhaustivamente. Y en esta orden, más tarde, quedarían incluidos todo el personal de hotel «Oso Negro», los policías que patrullaban por la autopista -y que se habían quedado contemplando el «BMW»- en especial aquellos dos que habían provocado el fracaso del primer encuentro, y la pareja que se había dejado robar el vehículo oficial.
La tercera orden de Voss pretendía que acabara cualquier tipo de mención sobre el asunto por radio o por las líneas telefónicas no protegidas con medidas de seguridad. Una vez hecho esto, descolgó su teléfono interno y pidió que le comunicaran con el Abteilung VI, Departamento de puestos fronterizos y aeropuertos.
A las diez de la noche, Arquímedes telefoneaba a McCready por última vez.
–Me temo que todo se ha acabado -dijo el agente de servicio-. Aún no ha sido detenido, pero lo harán. Según parece, han descubierto algo en el garaje de Erfurt. Una asombrosa cantidad de comunicaciones radiofónicas, codificadas, entre Erfurt y Berlín Oriental. Un hermetismo total en sus canales de comunicación. ¡Ah!, y todos los puestos fronterizos están en estado de máxima alerta; las guardias han sido redobladas, las luces de los focos iluminan la frontera sin cesar. Han multiplicado todas las medidas de seguridad. Lo siento.
Incluso desde la cima de la montaña, McCready pudo darse cuenta de que desde hacía una hora la cantidad de luces de los coches que circulaban desde Alemania Oriental habían disminuido considerablemente, y que cada vez se hacían más distantes entre sí. Un par de kilómetros más allá deberían de estar deteniendo a los vehículos durante horas enteras, iluminándolos con sus lámparas de arco voltaico, registrándolos con tal minuciosidad que ni un ratón podría escapar a su examen.
A las diez y media de la noche, Timothy Edwards se encontraba al otro extremo de la línea.
–Escucha, Sam, todos aquí lo sentimos mucho, pero el asunto ha terminado -dijo-. Vuelve a Londres ahora mismo.
–Todavía no ha sido capturado, debería quedarme aquí. Tal vez pueda ayudarle. Aún no ha terminado todo.
–Aparte la gritería, sí ha concluido todo -insistió Edwards-. Hay algunos asuntos que hemos de discutir aquí. Y la pérdida del paquete no es el menos importante precisamente. Nuestros primos estadounidenses no son un grupo feliz, sólo por mencionar uno de los más importantes. Por favor, coge el primer avión que salga de Munich o de Francfort, el primer vuelo que encuentres para este próximo día.
La elección recayó otra vez sobre Francfort. Johnson lo llevó al aeropuerto a través de la noche y luego siguió con el «Range Rover» y el equipo hasta Bonn, donde el joven llegó agotado. McCready pudo dormir un par de horas en el aeropuerto y coger el primer avión que salía al día siguiente para Heathrow, donde aterrizó el jueves, poco después de las ocho de la mañana, habiendo ganado una hora con la diferencia horaria. Denis Gaunt fue a recibirlo y lo condujo directamente a la Century House.
Jueves
La comandante Ludmilla Vanavskaya se levantó esa mañana más temprano que de costumbre, y, a falta de un gimnasio, realizó sus ejercicios diarios en su propia habitación, en uno de los barracones de la KGB. Sabía que su avión no saldría hasta el mediodía, pero quería pasar por el Cuartel General de la KGB con el fin de hacer la última revisión al itinerario del hombre al que estaba persiguiendo.
Sabía que éste había vuelto de Erfurt con el convoy militar a última hora de la tarde del día anterior, y que había pasado la noche en Potsdam, alojado en la residencia de oficiales. Al mediodía, los dos cogerían el mismo avión en Potsdam para regresar a Moscú. El general iría en los asientos delanteros, que se reservaban, incluso en los aviones militares a los privilegiados, los vlasti. Ella se haría pasar por una humilde mecanógrafa de la gigantesca Embajada que la Unión Soviética tenía en la avenida Unter den Linden, sede (soviética) real del poder en Alemania Oriental. No se encontrarían, él ni siquiera advertiría su presencia; pero, tan pronto como entrasen en el espacio aéreo soviético, el hombre estaría bajo vigilancia.
A las ocho cruzaba la entrada del Cuartel General de la KGB, cuyo edificio se encontraba a unos ochocientos metros del de la Embajada soviética, y se dirigía al Departamento de Comunicaciones. Desde allí podrían llamar a Potsdam para confirmar si no había habido cambio en el horario de vuelo. Mientras esperaba que le diesen la información, pidió un café en la cantina y compartió una mesa con un joven teniente que estaba visiblemente cansado y que bostezaba con frecuencia.
–¿Despierto toda la noche? – le preguntó.
–Pues sí. Turno de noche. Los Krauts han estado muy excitados durante todo este tiempo.
El joven no se dirigió a la mujer por su grado porque ésta llevaba ropas de civil y él no tenía forma de saber que era comandante. También utilizó un calificativo despectivo para referirse a los alemanes orientales. Pero ésa era una costumbre compartida por todos los rusos.
–¿Y por qué? – preguntó ella.
–¡Oh, bueno!, han interceptado un coche de Alemania Occidental y han encontrado dentro una cavidad secreta. Piensan que ha sido utilizado por algún agente secreto del otro lado.
–¿Aquí, en Berlín?
–No, en Jena.
–¿Dónde queda Jena… exactamente?
–Mira, cariño, mi turno ha acabado. Estoy a punto de irme a dormir.
La mujer le sonrió con dulzura, abrió su bolso y le mostró la carterita roja con su documento de identidad del servicio de Inteligencia. El teniente dejó de bostezar y se puso pálido como la cera. La presencia de todo un comandante del Tercer Directorio era una mala noticia. Le señaló lo que quería en un gran mapa que colgaba de la pared, al final de la cantina. Ella le dejó ir, y se quedó contemplando el mapa. Zwickau, Gera, Jena, Weimar, Erfurt… todos en una misma línea: la línea seguida por el convoy del hombre al que ella perseguía. Ayer… Erfurt. Y Jena sólo a veinte kilómetros… Cerca, condenadamente cerca.
Diez minutos después, un comandante soviético le estaba explicando el modo que los alemanes orientales tenían de operar.
–En estos momentos estará su Abteilung II -le dijo-. Lo dirige el coronel Voss. Otto Voss. Él se habrá hecho cargo del asunto.
La mujer utilizó el teléfono del despacho del comandante soviético, dio como referencia los nombres de algunos oficiales de rango superior y se aseguró una entrevista con el coronel Otto Voss en el cuartel general de la SSD en Lichtenberg. A las diez de la mañana.
A las nueve, hora de Londres, McCready tomó asiento a la mesa de la sala de conferencias de Century House, situada en la penúltima planta, es decir; debajo del despacho del Jefe. Claudia Stuart, sentada frente a él, le miraba con aire de reproche. Chris Appleyard, que había volado a Londres para escoltar personalmente el manual de guerra soviético en su viaje de regreso a Langley, fumaba y contemplaba el techo. Su actitud parecía decir: «Éste es un asunto Limey. Quien meta la pata, que la saque.» Timothy Edwards estaba sentado a la cabecera de la mesa, como una especie de árbitro. Sólo había un orden del día tácito: evaluación de daños. La disminución de los daños, si había alguna, vendría después. No hacía falta informar a nadie de lo sucedido; todos habían leído ya el expediente con los mensajes interceptados y los análisis de la situación.
–Pues bien -dijo Edwards-, todo parece indicar que tu hombre, el Duendecillo, se ha desmoronado y ha hecho fracasar la misión. Vamos a ver si hay algo que podamos salvar de todo este lío…
–¿Por qué demonios lo enviaste, Sam? – preguntó Claudia, exasperada.
–Pues porque queríais que se realizase una misión -dijo McCready-. Porque vosotros mismos no podíais llevarla a cabo. Porque era una misión planeada de la noche a la mañana. Porque yo no podía ir. Porque Pankratin insistía en que fuese yo personalmente. Porque el Duendecillo era el único sustituto aceptable. Porque él aceptó hacerlo.
–Sin embargo, ahora se descubre que al parecer -dijo Appleyard, arrastrando con lentitud las palabras- acababa de asesinar a su amante prostituta y que estaba casi completamente agotado. ¿No advertiste nada?
–No. Parecía nervioso, pero controlado. El nerviosismo es algo normal…, hasta un cierto punto. Nada me contó de sus problemas personales, y yo no soy clarividente.
–Lo peor del caso es que ha visto a Pankratin -dijo Claudia-. Cuando los de la Stasi le cojan en sus manos y le «trabajen», hablará. Habremos perdido a Pankratin y sabe Dios cuántos daños más acarrearán los interrogatorios a los que le sometan en la Lubianka.
–¿Dónde está Pankratin ahora? – preguntó Edwards.
–De acuerdo con el horario previsto, en estos momentos debe de estar en el aeropuerto militar de Potsdam: desde allí volará a Moscú.
–¿No podéis acercaros a él y advertirle?
–¡No, maldita sea! Cuando llegue a Moscú, se tomará una semana de permiso. Junto con algunos amigos del Ejército, en el campo. No podemos enviarle un mensaje cifrado hasta que no esté de vuelta en Moscú… si es que vuelve alguna vez.
–¿Y qué ha pasado con el manual de guerra? – preguntó Edwards.
–Creo que lo tiene el Duendecillo -dijo McCready.
Todos se le quedaron mirando. Appleyard dejó el cigarrillo en el aire.
–¿Por qué? – inquirió.
–Un simple cálculo de tiempo -contestó McCready-. El segundo encuentro era a las doce. Supongamos que se fue de la zona de estacionamiento a eso de las doce y veinte. El accidente ocurrió a las doce y media. A los diez minutos, y a unos ocho kilómetros de distancia, al otro lado de Jena. Estoy convencido de que si hubiese tenido escondido el manual en el compartimiento secreto debajo de la batería, incluso en el estado en que estaba, hubiera aceptado ser detenido por embriaguez al volante, pasando la noche en el calabozo, y luego hubiese pagado su multa. Tenía grandes probabilidades de que los vopos no hubieran sometido nunca su automóvil a un registro meticuloso.
»Si el manual hubiese estado ya en el «BMW», me parece que hubiéramos encontrado algún tipo de pista al interceptar los comunicados de la Policía. Ellos habrían informado a la central de la SSD en un lapso de diez minutos, no de dos horas. Estoy convencido de que lo lleva consigo, debajo de su chaqueta, quizá. Por eso no podía ir a la Comisaría. Cuando le hicieran la prueba del alcohol, le hubiesen quitado la chaqueta. Por eso tuvo que huir.
Se produjo entonces un silencio que duró algunos minutos.
–Ahora todo vuelve a depender del Duendecillo -dijo Edwards, que prefería utilizar, al igual que los demás, el seudónimo operativo, aun cuando todos conocían ya el verdadero nombre del agente-. Pero ha de estar en algún sitio. ¿Adonde puede haber ido? ¿Tiene amigos por allí? ¿Algún refugio seguro? ¿Algo?
McCready denegó con la cabeza.
–Hay una casa franca en Berlín Oriental. La conoce de los viejos tiempos. Ya he tratado de averiguarlo, pero no se ha establecido contacto. En el Sur no conoce a nadie. Nunca había estado por esa zona.
–¿Puede esconderse en los bosques? – preguntó Claudia.
–No es el terreno apropiado. No son los montes del Harz, con sus bosques umbríos. Llanos campos de labranza, ciudades pequeñas, aldeas, villorrios, granjas…
–Vamos, que no es el lugar apropiado para un hombre fugitivo, ya entrado en años y que ha perdido la chaveta – comentó Appleyard.
–En ese caso lo hemos perdido -dijo Claudia-. A él, el manual de guerra y a Pankratin, gran negocio.
–Me temo que todo parece indicarlo así -dijo Edwards-. La Policía del Pueblo empleará tácticas de saturación. Bloqueará todas las carreteras, todas las calles y todos los caminos. Sin un refugio al que acudir, me temo que, para el mediodía, habrá sido capturado.
La reunión concluyó con esa desalentadora observación. Cuando los estadounidenses se marcharon, Edwards detuvo a McCready en el umbral de la puerta.
–Escucha, Sam, sé que no hay esperanza, pero sigue con el caso, ¿quieres? He hablado con los de Cheltenham, con el departamento de Alemania Oriental, y les he pedido que continúen con la vigilancia y se pongan en contacto contigo para informarte en el mismo instante en que logren escuchar alguna cosa. Cuando capturen al Duendecillo, y acabarán por capturarlo, quiero saberlo al instante. Y ahora tendremos que apaciguar a nuestros primos de algún modo, aunque sólo Dios sabe cómo.
De regreso en su despacho, McCready empezó a preguntarse qué pasaría por la cabeza de un hombre que había sufrido un colapso nervioso. Por su parte, nunca había contemplado ese fenómeno. ¿Qué sería de Bruno Morenz en esos momentos? ¿Cómo reaccionaría ante su situación?, ¿de un modo lógico?, ¿o absurdo? Descolgó el teléfono y pidió que le comunicaran con el psiquiatra asesor del Servicio Secreto, un eminente profesional, conocido irreverentemente como el Loquero. Localizó al doctor Alan Carr en su consultorio de la calle Wimpole. El doctor Carr le dijo que estaría muy ocupado toda la mañana, pero que le agradaría encontrarse con McCready para ir a almorzar y responder a sus preguntas. McCready se citó con el psiquiatra en el hotel «Montcalm» a la una de la tarde.
La comandante Ludmila Vanavskaya entraba, a las diez en punto, por la puerta principal del edificio del estado mayor del Servicio de Seguridad del Estado, en la calle Normannen, donde le indicaron que subiese a la cuarta planta, que era la ocupada por el Abteilung II, el departamento de Contraespionaje. El coronel Voss la estaba esperando. La condujo hasta su despacho privado y le indicó que tomase asiento en una silla enfrente de su escritorio. El hombre se sentó a su vez y pidió que les sirvieran café. Cuando el ayudante salía del despacho, el coronel preguntó con amabilidad:
–¿Qué puedo hacer por usted, camarada comandante?
El coronel sentía curiosidad por saber a qué se debería esa visita en un día que prometía ser enormemente agitado para él. Pero el requerimiento provenía del Comandante en Jefe del cuartel general de la KGB, y el coronel Voss era perfectamente consciente de quiénes llevaban la voz cantante en la República Democrática Alemana.
–Usted está al cargo de un caso de la región de Jena -le contestó Vanavskaya-. El de un agente de Alemania Occidental que huyó, después de un choque, abandonando su automóvil. ¿Podría ponerme al corriente de los últimos detalles?
Voss le expuso aquellos pormenores que no habían sido incluidos en el informe que ya conocían los rusos.
–Supongamos -dijo Vanavskaya cuando el otro hubo terminado- que ese agente, Grauber, haya venido para recoger
o entregar algo… ¿Alguna cosa de las que se encontraron en el automóvil o en la cavidad secreta podía ser lo que él trajo o lo que trataba de sacar?
–Nada en absoluto. Todos sus documentos no eran más que parte de su biografía ficticia. La cavidad estaba vacía. Si trajo alguna cosa, ya la había entregado; si pretendía llevarse algo, aún no lo había recogido…
–O todavía lo llevaba encima.
–Es posible. Sí. En todo caso, lo sabremos cuando lo interroguemos. ¿Podría preguntarle por qué se interesa tanto en este caso?
Antes de contestar, la comandante Ludmilla Vanavskaya sopesó sus palabras con sumo cuidado.
–Existe una posibilidad, tan sólo una remota posibilidad, de que el caso en el que yo estoy trabajando actualmente coincida con el suyo.
Pese a la absoluta inexpresividad de su rostro, el coronel Otto Voss se estaba divirtiendo de lo lindo. ¿Así que esa guapa hurona rusa sospechaba que el alemán occidental podía haber entrado en la Zona Este con el fin de ponerse en contacto con una fuente de información rusa, y no con un traidor de Alemania Oriental? ¡Qué interesante!
–¿Tiene alguna razón especial para creer, coronel, que Grauber vino a establecer algún contacto o que sólo tenía que depositar algo en un buzón falso?
–Estamos convencidos de que vino con el fin de establecer contacto con alguien -contestó Voss-. El accidente se produjo a las doce y media del mediodía de ayer, pero él había pasado por la frontera el martes a las once de la mañana. Si lo único que tenía que hacer era recoger un paquete de un buzón falso,
o depositarlo, no hubiese necesitado quedarse más de veinticuatro horas. Eso podría haberlo hecho el mismo martes, al anochecer. Pero lo cierto es que pasó la noche del martes al miércoles en el hotel «Oso Negro» de Jena. Por eso creemos que vino para establecer contacto con alguien.
A la comandante Ludmilla Vanavskaya el corazón le dio un vuelco en el pecho. Un contacto, en la zona de Jena y Weimar, en algún tramo de la carretera, probablemente en una por la que viajaba el hombre al que ella perseguía, y más o menos casi a la misma hora. «¡A ti vino a visitar, hijo de puta!»
–¿Han logrado identificar a Grauber? – preguntó la comandante-. Seguro que ése no es su verdadero nombre.
Disimulando su orgullo, Voss abrió una carpeta, sacó una lámina de ella y le tendió un retrato robot. Había sido dibujado con la ayuda de los dos policías de Jena, de los dos agentes que habían ayudado a Grauber a apretar la tuerca del coche y del personal del hotel «Oso Negro». El retrato era muy bueno. Sin decir ni una palabra, Voss le tendió una fotografía de gran formato. Los rostros de ésta y del retrato robot eran idénticos.
–Se llama Morenz -dijo Voss-. Bruno Morenz. Un agente que trabaja a tiempo completo para el BND, en su sede de Colonia.
Vanavskaya estaba atónita. ¿Así que se trataba de una operación de Alemania Occidental? Siempre había sospechado que su hombre trabajaba para la CÍA, o para los británicos.
–¿Y aún no lo han detenido?
–No, comandante. Confieso que estoy sorprendido por la tardanza. Pero lo cogeremos. Encontraron abandonado el coche de la Policía, anoche, ya muy tarde. Los informes señalan que el depósito de la gasolina había sido agujereado. Estaba en las inmediaciones de Apolda, justo al norte de Jena. Eso significa que nuestro hombre va a pie. Tenemos una descripción perfecta de él: alto, corpulento, de cabello gris, y lleva un impermeable arrugado. No tiene documentación, su acento es renano. En lo físico, no está muy en forma que digamos. Caerá como fruta madura.
–Quisiera estar presente durante los interrogatorios -dijo Vanavskaya que no tenía nada de melindrosa. Ya había asistido antes a algunos interrogatorios.
–Si se trata de una solicitud oficial de la KGB, daré mi consentimiento, por supuesto.
–Lo será -dijo Vanavskaya.
–En ese caso, no se aleje mucho, comandante. Lo cogeremos, lo probable es que lo consigamos antes del mediodía.
La comandante Ludmilla Vanavskaya volvió al edificio de la KGB, canceló su vuelo de Potsdam a Moscú y utilizó una línea de seguridad para ponerse en contacto con el general Chaliapin. Este se mostró de acuerdo.
A las doce del mediodía, un avión de transporte «Antonov 32» de las Fuerzas Aéreas soviéticas despegó del aeropuerto de Potsdam en dirección a Moscú. El general Pankratin y otros altos oficiales del Ejército y de las Fuerzas Aéreas se encontraban a bordo, de regreso a la capital soviética. Algunos oficiales jóvenes iban en la parte de atrás, junto con las sacas del correo. En ese vuelo de regreso al hogar no se encontraba ninguna secretaria de la Embajada soviética, vestida con un traje oscuro. De todas formas, nadie la echó en falta.
–Se encuentra en lo que solemos llamar estado de disociación, o crepuscular, o de huida -dijo el doctor Carr, mientras se inclinaba sobre los entremeses compuestos por rodajas de melón y aguacates.
El doctor Carr había escuchado atentamente la descripción que McCready le hacía de un hombre anónimo que había sufrido un grave colapso nervioso. Nada sabía, ni tampoco lo había preguntado, acerca de la misión que ese hombre estaba realizando, ni de dónde había ocurrido ese colapso nervioso, salvo que había sido en territorio hostil. Les retiraron los platos vacíos y les sirvieron los lenguados, limpios de espinas.
–¿Disociación de qué? – preguntó McCready.
–De la realidad, por supuesto -contestó el doctor Carr-. Es uno de los síntomas clásicos de esa clase de síndrome. Es muy posible que haya mostrado algunos signos de desilusión consigo mismo antes de que se produjese el derrumbamiento final.
«Ya lo creo que ha habido signos», pensó McCready. Haciéndose creer a sí mismo que una hermosa prostituta se había enamorado de él, que podía comenzar una nueva vida junto a ella, escapando de todo; cargando a sus espaldas con un doble crimen.
–El de huida -prosiguió el doctor Carr mientras hundía el tenedor en el exquisito lenguado a la meuniere – significa simplemente eso, huir. Escapar de la realidad, en especial de la realidad cruda y desagradable. Estoy convencido de que su hombre estará pasando ahora por unos momentos muy difíciles.
–¿Y qué hará? – le preguntó McCready-. ¿Adonde se dirigirá?
–Buscará refugio, un sitio en el que se sienta a salvo, donde pueda ocultarse; un lugar en que todos los problemas desaparezcan y la gente lo deje en paz. Puede regresar a un estado similar al de la infancia. En cierta ocasión tuve un paciente que atosigado por los problemas, se retiró a su dormitorio, se acostó, adoptó la posición fetal, se metió el dedo pulgar en la boca y se quedó allí. No quería levantarse. Vuelta a la infancia, como puede ver. Sentirse a salvo, en lugar seguro. Sin problemas. Éste es un lenguado excelente, por cierto. Sí, un poco más de ese Meursault borgoñón… Gracias.
«Todo eso estará muy bien -pensó McCready-, pero Bruno Morenz no tiene refugio alguno donde esconderse. Nacido y criado en Hamburgo, designado a Berlín, Munich y Colonia por razones de trabajo, no podía disponer de ningún lugar donde esconderse en las inmediaciones de Jena y Weimar.» Bebió unos sorbos más de vino y preguntó:
–¿Y suponiendo que no tenga refugio adonde pueda ir a esconderse?
–En ese caso, me temo que estará deambulando sumido en un estado de confusión, incapaz de ayudarse a sí mismo. Según mi experiencia, si tiene algún lugar de destino podría actuar de forma lógica para alcanzarlo. Pero sin ese lugar… -prosiguió el doctor, haciendo una pausa para encogerse de hombros-, lo cogerán. Quizá ya le hayan detenido. O será al atardecer, a más tardar.
Sin embargo, no lo cogieron. A lo largo de la tarde la ira y la frustración del coronel Voss fueron en aumento. Las veinticuatro horas se habían convertido en treinta; miembros de la Policía uniformada y de la Secreta estaban presentes en todas las esquinas de las calles y bloqueaban todas las carreteras en la región comprendida entre las ciudades de Apolda, Jena y Weimar; y ese alemán occidental, corpulento y grandullón, de paso lerdo, enfermo, confuso y desorientado, se había evaporado.
Voss anduvo dando vueltas toda la noche por su despacho de la calle Normannen; Vanavskaya estuvo esperando, sentada al borde de su catre, en los acuartelamientos para mujeres célibes de los barracones de la KGB; algunos hombres permanecieron inclinados sobre sus aparatos de radio en el castillo de Lowenstein y en Cheltenham; en todas las carreteras del sur de Turingia se hacían señales luminosas a los vehículos para que se detuvieran; McCready consumía litros y más litros de café solo en su despacho de la Century House. Y… no pasaba nada. Bruno Morenz había desaparecido.
A las tres de la madrugada se había convencido a sí misma de que algo tenía que haber sido pasado por alto, alguna minúscula pieza de ese rompecabezas de cómo un hombre medio chiflado que andaba por una pequeña zona barrida por la Policía del Pueblo podía escapar a su detención.
A las cuatro se levantó de la cama y volvió a las oficinas de la KGB, donde importunó al personal de guardia con su petición de una línea de seguridad con el cuartel general de la SSD. Cuando la obtuvo, habló con el coronel Voss. El hombre no había abandonado su despacho todavía.
–Esa fotografía de Morenz -inquirió la comandante-, ¿era reciente?
–De hace un año aproximadamente -respondió Voss, intrigado.
–¿Cómo la consiguieron ustedes?
–A través de la HVA -contestó Voss.
Vanaskaya le dio las gracias y colgó
Por supuesto, la HVA, la Hauptverwaltung Aufklarung, el Servicio Secreto de Inteligencia en el extranjero de Alemania Oriental, el cual, por obvias razones lingüísticas, se especializaba en tender redes de espionaje por todo el territorio de la República Federal Alemana. Era dirigido por el legendario general Marcus Wolf. Incluso la misma KGB, cuyo desprecio por los Servicios de Inteligencia de los países satélites era más que notorio, sentía por ese maestro de espías un respeto considerable. Marcus Mischa Wolf había perpetrado algunos brillantes golpes de mano contra los alemanes occidentales; uno de los más notables fue «colocar» un espía como secretario privado del canciller Willy Brandt.
La comandante llamó por teléfono y despertó al jefe del Tercer Directorio de la KGB en Berlín Oriental y le comunicó lo que quería, no sin dejar de mencionar el nombre del general Chaliapin. La estratagema le dio resultado. El coronel contestó que vería qué podía hacer. A la media hora, el coronel le devolvía la llamada.
–Parece ser que el general Wolf es ave madrugadora -le dijo-; tiene usted una cita con él en su despacho a las seis.
A las cinco de la mañana, los hombres del Departamento de Criptografía del cuartel general de comunicaciones del Gobierno británico de Cheltenham terminaban las tareas de decodificación del último paquete de mensajes de escasa importancia que se habían ido acumulando a lo largo de las últimas veinticuatro horas. Ahora, ya en forma de textos claros, serían transmitidos, a través de una serie de líneas de comunicación de alta seguridad, a diversos destinos: unos irían a parar a las oficinas del SIS, en la Century House; otros, a las del MI-5, en Curzon Street; algunos, al Ministerio de Defensa, en Whitehall. Muchos de esos mensajes serían «copiados» si se consideraba que podría resultar de interés a dos de esas instituciones o incluso a las tres a la vez. Los mensajes de Inteligencia urgentes se tramitaban con mucha más rapidez, pero las apacibles horas de la mañana eran un buen momento para enviar a Londres la información clasificada como de «bajo interés»; las líneas se encontraban mucho más desocupadas.
Entre ese material había un mensaje del miércoles por la noche, enviado desde Pullach al delegado del BND en la Embajada de la República Federal Alemana. Este país fue, y sigue siendo, por supuesto, un valioso y respetado aliado de Gran Bretaña. No hubo segunda intención por parte de Cheltenham cuando interceptó y descifró un mensaje confidencial de un país aliado a su propia Embajada. El código secreto había sido descubierto hacía ya algún tiempo. No se trataba de nada ofensivo, sino simplemente rutinario. Ese mensaje en particular fue a parar al MI-5 y al Departamento para asuntos de la OTAN de la Century House, donde se analizaban todas las relaciones de espionaje con los aliados de Gran Bretaña, excepto la CÍA, la cual tenía asignado su propio Departamento de enlace.
Había sido el director del Departamento para asuntos de la OTAN el primero en llamar la atención a Edwards sobre lo embarazoso que sería que McCready hubiera captado como su agente personal a un oficial de un Servicio Secreto aliado como era el BND. De todos modos, el jefe del Departamento para asuntos de la OTAN seguía siendo un amigo de McCready. Cuando leyó el mensaje de los alemanes a las diez de la mañana, decidió ponerlo en conocimiento de Sam. Por si se diese el caso… Pero no tuvo tiempo de hacerlo hasta el mediodía.
A las seis de la mañana la comandante Ludmilla Vanavskaya fue introducida en el despacho del general Marcus Wolf, dos plantas más arriba de donde el coronel Voss tenía su despacho. Al maestro de espías de Alemania Oriental le disgustaban los uniformes; llevaba puesto un traje oscuro, hecho a medida. También prefería el té al café, y le agradaba una clase de té particularmente aromática que recibía desde Londres de la casa «Fortnum and Masón». Ofreció una taza a la comandante soviética.
–Camarada general, esa fotografía reciente de Bruno Morenz proviene de su organización.
Mischa Wolf se la quedó mirando fijamente por encima del borde de su taza. Si tenía fuentes y contactos en el seno de las altas jerarquías de Alemania Occidental, como era en realidad, no estaba dispuesto a confirmárselo a aquella extranjera.
–¿Podría usted conseguir una copia del curriculum vitae de Morenz? – le preguntó la mujer.
Marcus Wolf se quedó pensando acerca de la solicitud que la joven le hacía.
–¿Para qué la quiere? – preguntó, afable.
La comandante le explicó lo que pensaba. Con todo detalle, violando incluso algunas normas.
–Sé que no es más que una simple sospecha -dijo ella-. Nada en concreto. La sensación de que aquí falta una pieza. Quizás algo perteneciente a su pasado.
Wolf hizo un gesto de asentimiento. Le agradaba ese modo de pensar. Muchos de sus mejores éxitos habían tenido su origen en una vaga idea, en la sospecha de que el enemigo debía de tener un talón de Aquiles y sólo hacía falta encontrarlo. El general se levantó, se dirigió a un archivador y sacó un fajo de ocho hojas. Se lo entregó sin decir ni una palabra. Allí estaba la biografía de Bruno Morenz. De los archivos de Pullach, el mismo expediente que Lothar Herrmann había estado estudiando el miércoles por la tarde. Vanavskaya exhaló un suspiro de admiración. Wolf sonrió.
Si Marcus Wolf había llegado a ese puesto en el mundo del espionaje no se debía tanto al hecho de sobornar o extorsionar a personalidades influyentes de Alemania occidental (cosa que también se podía hacer a veces, por supuesto), sino a su habilidad para introducir en los despachos de los peces gordos a mujeres solteras y de honradez a toda prueba, a personas de un estilo de vida intachable y con unos antecedentes libres de toda mácula. El general sabía muy bien que una secretaria que gozase de la confianza de su jefe veía tanto como éste, y, en ocasiones, mucho más.
A través de los años, la República Federal Alemana se había visto conmocionada por una serie de escándalos protagonizados por las secretarias particulares de personalidades de la política o de la defensa de la nación, cuando éstas o bien eran detenidas por el BFV o lograban huir a tiempo al Este. El general sabía que llegaría el día en que sacaría a Fräulein Erdmute Keppel de la oficina del BND en Colonia y la haría volver a su amada República Democrática Alemana. Pero hasta que ese momento llegase, Fräulein Keppel seguiría llegando a la oficina una hora antes que su jefe, Dieter Aust, y copiaría todo aquello que fuese de interés, incluyendo los expedientes personales de todos los empleados. Y durante el verano seguiría llevándose el almuerzo a un parque solitario, donde masticaría sus bocadillos vegetales con escrupulosa parsimonia, alimentaría a las palomas con pulcras migajas y, por último, tiraría la bolsa, en la que había llevado sus bocadillos, a la papelera más próxima al banco donde había estado sentada. La cual sería retirada pocos minutos después por el elegante caballero que había sacado a su perro a pasear. Durante el invierno, sin embargo, tomaría su almuerzo en una acogedora cafetería y tiraría su periódico en el cubo de la basura que se encontraba cerca de la puerta, de donde sería recogido por el barrendero.
Cuando volviese a Oriente, Fräulein Keppel se encontraría con una recepción estatal, además de la felicitación personal del ministro de Seguridad, Erich Mielke, o quizá del mismo jefe del partido, Erich Honecker, una medalla, una pensión estatal y un hogar confortable para descansar junto a los lagos de Fürstenwalde.
Pero, como es lógico, ni siquiera el propio Marcus Wolf podía ser clarividente. El hombre no podía saber que para 1990 la República Democrática Alemana habría dejado de existir, que Mielke y Honecker, destituidos de sus cargos, habrían caído en desgracia, que él habría sido jubilado y estaría escribiendo sus memorias por unos emolumentos sustanciosos, o que Fräulein Erdmute Keppel se encontraría pasando sus últimos años en Alemania occidental, en un lugar de reclusión mucho menos confortable que el piso que le había sido asignado en Fürstenwalde.
De pronto, la comandante Ludmilla Vanavskaya levantó la cabeza.
–Tiene una hermana -exclamó.
–Sí -dijo Wolf-. ¿Cree usted que esa mujer puede saber algo?
–No es más que una hipótesis -contestó la rusa-. Si pudiera ir a verla…
–Si le es posible obtener el permiso de sus superiores -le recordó Wolf, interrumpiéndola, afable-. Por desgracia, usted no trabaja para mí.
–Pero si pudiera ir, necesitaría cobertura. No rusa, ni de Alemania Oriental…
Wolf se encogió de hombros, aparentando modestia.
–Poseo ciertas historias listas para su uso. Por supuesto. Esto forma parte de nuestro comercio exterior…
A las diez de la mañana, un «LOT 104» de las líneas aéreas polacas despegaba del aeropuerto de Berlín Schónefeld. Había sido retenido durante diez minutos para que la comandante Ludmilla Vanavskaya pudiese subir a bordo. Como Wolf había apuntado, el alemán que hablaba la rusa era correcto y fluido, pero no tanto como para que pudiese hacerse pasar por alemana. Y la probabilidad de que se tropezase en Londres con alguien que hablase polaco era mínima. La comandante llevaba la documentación de una maestra de escuela polaca que iba a visitar a sus parientes. Situación creíble, ya que Polonia tenía un régimen de gobierno mucho más liberal.
El avión de línea polaco aterrizó a las once, habiendo ganado una hora debido a la diferencia horaria. La comandante Ludmilla Vanavskaya no necesitó más que treinta minutos para pasar por los controles de pasaporte y aduana, realizó dos llamadas telefónicas desde una cabina pública en el vestíbulo de la Terminal número dos, correspondiente a los vuelos internacionales, y cogió un taxi que la condujo a un barrio de Londres llamado Primrose Hill.
Al mediodía, el teléfono sonó en el despacho de Sam McCready. Acababa de colgar tras haber mantenido una conversación con los de Cheltenham. La respuesta: nada todavía. Habían pasado ya cuarenta y ocho horas, y Bruno Morenz seguía sin aparecer. La nueva llamada provenía del hombre del despacho para asuntos de la OTAN, situado en la planta de abajo.
–Aquí tengo una nota que llegó en la bolsa de la mañana – dijo-. Es posible que no signifique nada; en tal caso, tírala a la basura. De todos modos, te la envío en seguida con un mensajero.
El despacho llegó cinco minutos después. Cuando lo abrió y vio la hora de entrada, McCready blasfemó en voz alta.
La regla de no saber más que lo imprescindible funciona, por regla general, de un modo admirable en el mundo oculto del espionaje. Jamás se pasará una información concreta a aquellos que no necesitan saberla para el buen ejercicio de sus funciones. De ese modo, si hay una filtración, bien sea deliberada o debida a que alguien se va de la lengua por pura negligencia, el daño resultante se mantendrá siempre dentro de unos límites razonables. Sin embargo, a veces esta regla opera en sentido contrario. Una pieza de información que podría haber cambiado los acontecimientos no se transmite porque nadie lo cree necesario.
A la estación de las montañas del Harz que había detectado las comunicaciones sobre el Duendecillo y al departamento de escuchas de Cheltenham especializados en Alemania Oriental se les había transmitido la orden de comunicar a McCready, sin ninguna dilatación, cualquier información que pudiesen interceptar. Las palabras «Grauber» y «Morenz» actuaban como activadores del instantáneo procesamiento de la información. Pero a nadie se le había ocurrido alertar también a los centros de escucha que, dentro de las mismas estaciones, se especializaban en el registro de las comunicaciones diplomáticas y militares de los países aliados.
El mensaje que tenía sobre su escritorio estaba datado a las cuatro horas y veintidós minutos de la tarde del miércoles. Rezaba así:
De Herrmann a Fietzaul:
De suma urgencia. Contactar con Mrs. A. Farquarson, Morenz de soltera, con probable residencia en Londres stop Preguntar si en los ú ltimos cuatro días ha visto a su hermano o ha tenido noticias suyas fin
«Nunca me dijo que tuviese una hermana en Londres. Nunca me dijo que tuviese una hermana», pensó McCready. Empezó a preguntarse entonces si no habría muchas otras cosas más que su amigo Bruno habría dejado de contarle acerca de su pasado. Cogió de una repisa una guía telefónica y se puso a buscar entre las personas que llevaban el apellido de Farquarson.
Por fortuna, no se trataba de un apellido demasiado común. Con el de Smith, el asunto hubiese sido completamente diferente. Había catorce Farquarson, pero ninguna Mrs. A. Empezó a llamar a uno detrás de otro. De los siete primeros, cinco dijeron que no conocían a ninguna Mrs. Farquarson. Dos no contestaron. Con el octavo tuvo suerte; el número correspondía a Robert Farquarson. Contestó una mujer.
–Sí, yo soy Mrs. Farquarson.
–¿Pero es usted Mrs. A. Farquarson?
–Sí
La mujer parecía a la defensiva.
–Discúlpeme por molestarla, Mrs. Farquarson. Soy del departamento de Inmigración de Heathrow. ¿Tiene usted por casualidad un hermano llamado Bruno Morenz?
Un largo silencio.
–¿Se encuentra ahí, en Heathrow?
–No estoy autorizado para decírselo, señora. A menos de que usted sea su hermana.
–Sí. Yo soy Adelheid Farquarson. Bruno Morenz es mi hermano. ¿Puedo hablar con él?
–Me temo que de momento no será posible. ¿Seguirá usted en esa dirección, digamos…, dentro de un cuarto de hora? Se trata de un asunto importante.
–Sí, aquí estaré.
McCready pidió un coche con chófer a la central de vehículos y salió precipitadamente del despacho.
Era un gran apartamento tipo estudio en la última planta de una sólida mansión de estilo eduardiano detrás de la carretera de Regent's Park. McCready subió y pulsó el timbre. Mrs. Farquarson lo recibió ataviada con una bata corta, como las que usan los pintores, y le hizo pasar a un estudio en el que reinaba la mayor confusión, con cuadros en los caballetes y bocetos esparcidos por el suelo.
Era una mujer muy atractiva, de cabello canoso como su hermano. McCready, supuso que tendría algo menos de sesenta años, mayor que Bruno. La mujer hizo sitio para que se sentara y sostuvo su mirada con gesto campechano. McCready advirtió que en una mesita cercana había dos tazas de café. Ambas vacías. Y mientras Mrs. Farquarson tomaba asiento, McCready se las ingenió para rozar una de las tazas. Aún estaba caliente.
–¿En qué puedo servirle, Mr…?
–Jones. Me gustaría hacerle unas preguntas sobre su hermano, Herr Bruno Morenz.
–¿Por qué?
–Es algo relacionado con inmigración.
–Me está mintiendo, Mr. Jones.
–¿Yo?
–Sí, mi hermano no ha venido a Inglaterra. Y si quisiera hacerlo, no tendría ningún tipo de problemas con la inmigración británica. Mi hermano es ciudadano de la República Federal Alemana. ¿Es usted policía?
–No, Mrs. Farquarson. Pero sí soy un amigo de Bruno. Desde hace ya muchos años. Hemos recorrido un largo camino juntos. Le ruego que me crea lo que le estoy diciendo porque es la pura verdad.
–Se encuentra en dificultades, ¿no es cierto?
–Sí, me temo que sí. Estoy tratando de ayudarle, si puedo, pero no va a resultar fácil.
–¿Qué ha hecho?
–Todo parece indicar que ha asesinado a su amante en Colonia. Y que ha huido. Me hizo llegar un mensaje. Me decía en él que no había tenido la intención de hacerlo. Luego desapareció.
La mujer se levantó de su asiento, se dirigió a la ventana y se quedó contemplando los árboles del parque de Primrose Hill, con las tonalidades propias del follaje en las postrimerías del verano.
–¡Ay, Bruno! – exclamó melancólica-. ¡Siempre tan loco! Mi pobre y asustadizo Bruno.
La mujer dio media vuelta y se le quedó mirando.
–Estuvo aquí un hombre de la Embajada alemana -le explicó-. Ayer por la mañana. Había llamado antes por teléfono, el miércoles por la noche, cuando yo estaba fuera. No me explicó lo que usted me ha contado…, sólo me preguntó si había tenido noticias de Bruno. Le dije que no. Y tampoco puedo ayudarle a usted, Mr. Jones. Probablemente usted sabrá mucho más que yo, si mi hermano le ha dejado un mensaje. ¿Tiene usted idea de dónde ha ido?
–Ahí radica el problema. Creo que ha cruzado la frontera. Se ha marchado a la Alemania Oriental. En algún lugar cercano a la ciudad de Weimar. Quizá para refugiarse en casa de algunos amigos. Sin embargo, por lo mucho que sé, jamás en su vida había estado en las inmediaciones de Weimar.
Mrs. Farquarson le miró sorprendida.
–¿Por qué dice eso? – preguntó-. Vivió allí dos años.
McCready conservó el gesto impasible, pero estaba asombrado.
–Lo siento. No lo sabía. Nunca me lo contó.
–No, seguro que no lo hizo. Detestaba aquel lugar. Fueron los dos años más desdichados de su vida. Jamás hablaba de aquel período.
–Creía que su familia era de Hamburgo, que ustedes habían nacido y crecido en esa ciudad.
–Sí, allí nacimos y nos criamos. Hasta 1943. En esa fecha, Hamburgo fue destruida por la RAF, cuando desencadenaron el gran bombardeo llamado Tormenta de fuego. ¿Ha oído hablar de aquello?
McCready hizo un gesto de asentimiento. Él tenía cinco años entonces. Royal Air Forcé había bombardeado el centro de Hamburgo con tal intensidad, que provocaron incendios incontenibles. El fuego consumió el oxígeno de los suburbios hasta crear un infierno devastador en el que las temperaturas aumentaron de tal forma, que el acero se fundió y corrió como agua, mientras el hormigón explotaba como bombas. Aquel infierno se extendió por la ciudad, convirtiendo en vapor todo aquello que encontraba a su paso.
–Aquella noche, Bruno y yo nos quedamos huérfanos. Cuando todo hubo pasado, las autoridades se encargaron de nosotros y nos evacuaron. Yo tenía quince años y Bruno diez. Fuimos separados. A mí me enviaron con una familia que vivía en las afueras de Gotinga. Y a Bruno, a la casa de un granjero, en las inmediaciones de Weimar.
«Después de la guerra le busqué y la Cruz Roja me ayudó en mi empeño y pudimos volver a reunimos. Regresamos a Hamburgo. Cuidé de él. Recuerdo que apenas hablaba de los años que tuvo que pasar en Weimar. Empecé a trabajar en las cantinas de la NAAFI británica, para mantener a Bruno. Aquellos tiempos fueron muy duros.
McCready hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.
–Sí, lo siento- murmuró.
Ella se encogió de hombros.
–Era la guerra -prosiguió-. En fin, en 1947 conocí a un sargento británico. Robert Farquarson. Nos casamos y vinimos a vivir aquí. Murió hace ocho años. Cuando Robert y yo nos fuimos de Hamburgo, en 1948, Bruno tenía un puesto de aprendiz en una empresa que fabricaba instrumentos ópticos. Desde entonces no le habré visto más que tres o cuatro veces, y ni una sola vez en los últimos diez años.
–¿Le ha contado eso al hombre de la Embajada?
–¿A Herr Fietzau? No, no me preguntó por la infancia de Bruno. Pero se lo he contado a la mujer.
–¿A la mujer?
–Se fue de aquí hace tan sólo una hora. Era del Departamento de Pensiones.
–¿Pensiones?
–Sí. Me dijo que Bruno seguía trabajando en el ramo de la fabricación de instrumentos ópticos de precisión, para una empresa de Wurtzburgo llamada «BKI». Pero, según parece, la «BKI» ha sido adquirida por la firma británica «Pilkington Glass», y como ya se acerca la fecha de la jubilación de Bruno, necesitaba algunos datos sobre su vida para evaluar su cualificación. ¿No pertenecía a la empresa donde trabaja Bruno?
–Lo dudo. Es probable que sea de la Policía de Alemania Occidental. Me temo que ellos también están buscando a Bruno, pero no para ayudarle.
–Lo siento. Creo que me he comportado con gran insensatez.
–Usted no podía saberlo, Mrs. Farquarson. ¿Hablaba esa mujer bien el inglés?
–Sí, a la perfección, aunque con un ligero acento, polaco quizá.
McCready tenía muy pocas dudas acerca del país de procedencia de la dama. Había otros cazadores que iban persiguiendo a Bruno Morenz, muchos, pero sólo McCready y los de otro grupo sabían de la existencia de la «BKI» de Wurtzburgo. McCready se levantó.
–Haga un esfuerzo por recordar lo poco que usted le contó sobre aquellos años después de la guerra. ¿Hay alguien allí, aunque no sea más que una sola persona, a quien Bruno pueda dirigirse en estas horas de necesidad? ¿Para refugiarse?
La mujer se quedó reflexionando durante largo rato, haciendo un visible esfuerzo de concentración.
–Hay un nombre que él mencionó, el de una persona que había sido cariñosa con él. La maestra de la escuela primaria. La Fräulein…, ¡maldita sea…!, Fräulein Neuberg…, no…, ahora lo recuerdo: Fräulein Neumann. Ése era el apellido. Neumann. Pero lo más probable es que haya muerto. De eso hace cuarenta años.
–Una última pregunta. Mrs. Farquarson. ¿Le dijo esto a la dama de la empresa de instrumentos ópticos?
–No, de esto me acabo de acordar ahora mismo. Le dije únicamente que Bruno, al ser evacuado de niño, había pasado dos años en una granja situada a unos quince kilómetros de Weimar.
De vuelta en Century House, McCready pidió prestado al departamento de Alemania Oriental una guía telefónica de Weimar. Había varias personas con el apellido Neumann, pero tan sólo una precedida por Frl., abreviatura de Fräulein, «señorita». Tenía que ser una solterona sin duda alguna. Una jovencita no tendría su propio apartamento, y con teléfono, al menos no en Alemania Oriental. Debía de ser una mujer soltera y madura, con una profesión. Que esto fuese así no era más que una probabilidad muy remota, una conjetura harto arriesgada. Podría hacer que la llamase por teléfono alguno de los agentes in situ que tenía el Departamento de Alemania Oriental al otro lado del Muro. Pero los de la Stasi estaban por todas partes, husmeando cada cosa. Una única pregunta como: ¿Fue usted la maestra que, en la posguerra, dio clases a un niño pequeño llamado Morenz y ha estado él por su casa?, podía echarlo todo al traste. La siguiente visita de McCready fue a esa sección de la Century House cuya especialidad consiste en la preparación de documentos de identidad falsos.
Telefoneó a las oficinas de la «British Airways», pero no pudieron ayudarle. Sin embargo sí pudieron hacerlo los de la «Lufthansa». Tenían un vuelo a las cinco y cuarto de la tarde para Hannover. Pidió a Denis Gaunt que le llevase de nuevo a Heathrow.
Los proyectos mejor urdidos por ratones y por hombres, como el poeta escocés podría haber dicho, terminan a veces pareciéndose a la merienda de un perro chiflado. El vuelo de las líneas aéreas de regreso a Varsovia vía Berlín Oriental tenía prevista su salida para las tres y media. Pero cuando el piloto conectó los sistemas de control, una luz de alarma roja se encendió. Al final resultó ser un solenoide averiado, pero esto retrasó la hora del despegue hasta las seis. En la sala de espera de salida, la comandante Ludmilla Vanavskaya echó un vistazo al monitor en el que se transmitía la información televisada de los vuelos, advirtió que habría un retraso «por razones técnicas», blasfemó por lo bajo y volvió a ensimismarse en su libro.
McCready estaba a punto de salir de su despacho cuando sonó el teléfono. Durante unos segundos titubeó si contestaba o no, al fin decidió hacerlo. Podía ser algo importante. Era Edwards.
–Sam, alguien de Documentos Raros ha venido a verme. Y ahora escúchame, Sam: no tendrás mi permiso para ir a Alemania Oriental, no lo tendrás en absoluto. ¿Está claro?
–Perfectamente claro, Timothy, no podía estarlo más.
–Bien -replicó el asistente del Jefe, antes de colgar el teléfono.
Gaunt había escuchado la voz al otro extremo de la línea y lo que ésta había dicho.
A McCready empezaba a gustarle Gaunt. Sólo llevaba seis meses en su Departamento, pero ya había dado claras muestras de ser el poseedor de una mente brillante, así como una persona en la que uno podía confiar, además de muy capaz de guardar un secreto.
Sabía mantener la boca cerrada. Cuando dejaron atrás la plaza Hogarth, giraron por un montón de esquinas y se metieron en el denso tráfico de los viernes por la tarde en la carretera de Heathrow, Gaunt decidió abrir la boca.
–Sam, ya sé que te has metido en más sitios peligrosos que el brazo derecho de un pastor, pero has sido declarado proscrito en Alemania Oriental y el Jefe te ha prohibido que vuelvas allí.
–Una cosa es prohibir y otra es prevenir -dijo McCready.
Cuando Sam McCready atravesó el vestíbulo de salidas de la Terminal Dos para abordar el avión de la «Lufthansa» con destino Hannover, no se le ocurrió echar una mirada a la atractiva mujer de brillantes cabellos rubios y penetrantes ojos azules que estaba sentada, leyendo, a menos de dos metros de él. Y ella tampoco se fijó en aquel hombre de complexión mediana y finos cabellos castaños, que pasó por su lado envuelto en una gabardina gris y con aire desgarbado.
El avión de McCready mantuvo su horario previsto y aterrizó en Hannover a las ocho, hora local. La comandante Ludmilla Vanavskaya salió de Londres a las seis y aterrizó en el aeropuerto de Berlín-Schonefeld a las nueve. McCready alquiló un automóvil, y condujo más allá de Hildesheim y Salzgitter, hasta que llegó a su lugar de destino en los bosques de las afueras de Goslar. Vanavskaya fue recogida por un coche de la KGB, que la condujo al número veintidós de Normannenstrasse. Tuvo que esperar una hora para poder entrevistarse con el coronel Otto Voss, que estaba reunido con Erich Mielke, el ministro de la Seguridad del Estado.
McCready había llamado por teléfono desde Londres a su anfitrión, el cual le estaba esperando. El hombre salió a recibirle a la puerta de su sólida casa, un hermoso refugio de cazadores convertido en espléndida mansión situada en un claro de la ladera de una montaña, desde el que se divisaba, a la luz del día, un ancho valle poblado de coníferas. A sólo ocho kilómetros de distancia las luces de Goslar brillaban en la oscuridad. Si no hubiese caído ya la noche, McCready hubiera visto en la lejanía, hacia el Este, en la cima de un picacho de los montes del Harz, el tejado de una alta torre. Podía ser confundida con las torres que los cazadores utilizan, pero no lo era. Se trataba de una torre de vigilancia, y no había sido construida para dar caza al fiero jabalí, sino a mujeres y a hombres. El hombre al que McCready había ido a visitar había elegido ese cómodo hogar como lugar de retiro, aunque sin perder de vista la frontera que había hecho su fortuna.
Su anfitrión había cambiado mucho con los años, pensó McCready cuando el otro le hizo pasar a un saloncito de paredes recubiertas de madera, de las que colgaban cabezas disecadas de jabalíes y cornamentas de ciervos. Un brillante fuego chisporroteaba en la chimenea de piedra; a principios de septiembre, la noche ya era fría en la alta montaña.
El hombre que había salido a recibirle había engordado con los años; el que antes fuera enjuto era ahora obeso. Seguía siendo bajo, por supuesto, y su redondo y enrojecido rostro, con su cabellera blanca como el azúcar, le hacía parecer más inofensivo que nunca. Si no se le miraba a los ojos. Ojos astutos, taimados, que habían visto demasiado, y hecho muchos negocios en asuntos de vida o muerte, y que había vivido en el arroyo, logrando sobrevivir. Un perverso niño de la guerra fría, que en sus buenos tiempos había sido el rey indiscutible de los bajos fondos berlineses.
Durante veinte años, desde la construcción del Muro de Berlín en 1961 hasta su destrucción, Andre Kurzlinger había sido un Grenzganger; literalmente: «el que camina a través de la frontera», el que se gana la vida cruzándola clandestinamente. La construcción del muro echó los cimientos de su fortuna. Antes de que lo levantaran, el ciudadano de Alemania Oriental que quería fugarse a Occidente no tenía más que viajar hasta Berlín Oriental, y, desde allí, darse un paseo hasta Berlín Occidental. Después, el 21 de agosto de 1961, durante la noche, fueron colocados aquellos grandes bloques de hormigón armado que hicieron de Berlín la Ciudad Dividida. No faltaron los intentos por saltar el muro; algunos con éxito. Muchos fueron sorprendidos en el intento, retenidos por la fuerza y enviados a prisión durante mucho tiempo. Otros fueron abatidos con ráfagas de ametralladora en la misma alambrada, donde quedaron colgando como armiños hasta que retiraron sus cadáveres. Para la inmensa mayoría, cruzar la frontera era una hazaña única e irrepetible, en la que, por regla general, se dejaba la vida. Para Andre Kurzlinger, estraperlista y gángster berlinés hasta entonces, cruzarla se convirtió en su profesión.
Se dedicó a pasar gente… por dinero. Cruzaba la frontera disfrazado del modo más diverso, o enviaba emisarios, para negociar el precio. Algunos pagaban en marcos orientales, una gran suma de marcos orientales. Con ese dinero, Kurzlinger compraba las únicas tres cosas que eran de buena calidad en Berlín Oriental: maletas húngaras de piel de cerdo, discos checoslovacos de música clásica y habanos cubanos. Estos productos eran tan baratos, que incluso deduciendo los costos del contrabando permitían a Kurzlinger obtener pingües beneficios.
Otros refugiados acordaban pagarle en marcos occidentales una vez hubieran llegado a la parte occidental y hubiesen encontrado un trabajo. Muy pocos le fallaban. Kurzlinger era meticuloso en extremo para cobrar sus deudas; empleaba a varios socios para asegurarse de que los refugiados no le engañaban.
Se rumoreaba que trabajaba para los Servicios de Inteligencia Occidentales. No era cierto, aun cuando a veces sacaba a alguien por encargo de la CÍA o del SIS. También los rumores le acusaban de ser uña y carne con la gente de la SSD
o de la KGB. Tampoco esto era verdad, dado que Kurzlinger causaba un daño considerable a la Alemania Oriental. Lo que sí era cierto es que había sobornado a más guardias fronterizos y agentes comunistas de los que él mismo podía recordar. Se decía que era capaz de oler a un agente sobornable a un centenar de leguas de distancia.
Pese a que Berlín era su coto de caza, Kurzlinger también trazaba líneas a través de la frontera entre las dos Alemanias, con lo que abarcaba una zona de operaciones que iba desde el mar Báltico hasta Checoslovaquia. Cuando al fin se retiró con una considerable fortuna, eligió para asentarse la Alemania Occidental, y no Berlín Occidental. Pero aun así no pudo apartarse mucho de aquella frontera. Su casa, en lo alto de los montes del Harz, estaba situada a tan sólo ocho kilómetros de la línea fronteriza.
–Bien, Herr McCready, mi querido amigo Sam, esta vez sí ha transcurrido una gran cantidad de tiempo.
Kurzlinger se encontraba de pie, de espaldas al fuego. Un caballero retirado vistiendo una chaqueta de esmoquin de terciopelo. Un largo camino le separaba de aquel rapazuelo callejero de mirada animal, que se debatía por salir del fango y que empezó a conseguirlo en 1945 proporcionando chicas a los soldados estadounidenses a cambio de cajetillas de «Lucky Strike».
–¿Tú también estás jubilado?
–No, Andre, todavía tengo que seguir trabajando para ganarme las habichuelas. No soy tan inteligente como tú, como puedes ver.
A Kurzlinger le agradó la respuesta. Apretó un timbre y en seguida se presentó un criado llevándoles un exquisito vino de Mosela en copas de cristal.
–Y bien, ¿qué puede hacer un pobre anciano por el todopoderoso Servicio de Inteligencia de Su Majestad? – preguntó Kurzlinger, contemplando las llamas a través del vino.
McCready le dijo lo que quería. El hombre siguió contemplando el fuego, pero frunció los labios y sacudió la cabeza.
–Ya estoy fuera de todo eso, Sam. Retirado. Y ahora me dejan en paz. Ambas partes. Pero ya sabes, me han advertido, como supongo que te habrán advertido a ti, de que si empiezo de nuevo, vendrán por mí. Una operación rápida, en la que se pasa al otro lado de la frontera y se regresa antes del amanecer. Me cogerán aquí mismo, en mi propia casa. Lo dicen de veras. En mis buenos tiempos les hice mucho daño, como
bien sabes.
–Lo sé -respondió McCready.
–Y además, los tiempos cambian. Si estuviésemos en aquella época, en Berlín, claro que podría ayudarte a pasar al otro lado. En el campo tenía mis senderos de conejo. Pero todos han ido siendo descubiertos. Y clausurados. Las minas que yo desconecté fueron remplazadas. Los guardias a los que yo había sobornado han sido trasladados; ya sabes que nunca conservan durante mucho tiempo a los mismos guardias en esta frontera. Constantemente los están llevando de un lado para otro. Todos mis contactos han desaparecido. Ya es demasiado tarde.
–Necesito pasar al otro lado -dijo McCready con lentitud-, porque tenemos a un hombre allí. Está enfermo, muy enfermo. Pero si puedo traérmelo, es probable que eso arruinase la carrera de la persona que ahora dirige el Abteilung II, Otto Voss.
Kurzlinger no se movió, pero su mirada se tornó muy fría. Hacía muchos años, tal como McCready sabía, Kurzlinger había tenido un amigo. Un amigo muy íntimo en verdad, quizás el más íntimo que tuvo en su vida. El hombre fue sorprendido cuando intentaba cruzar la frontera. Después se supo que había levantado las manos. Pero Voss disparó contra él de todos modos. Primero le atravesó las rodillas, luego los codos y después los hombros. Por último le disparó al estómago. Con balas explosivas.
–Ven -dijo Kurzlinger-. Vamos a cenar. Te presentaré a mi hijo.
El apuesto joven, rubio y de unos treinta años, que se sentó con ellos en la mesa, no era hijo de Kurzlinger, por supuesto. Pero éste lo había adoptado formalmente como tal. De vez en cuando, el hombre mayor le sonreía y el hijo adoptivo le correspondía con una mirada de adoración.
–Saqué a Siegfried del Este -explicó Kurzlinger, como si tan sólo quisiera mantener la conversación-. No tenía a dónde ir, así que…, ahora vive aquí, conmigo.
McCready siguió comiendo. Sospechaba que había algo más.
–¿Oíste hablar alguna vez del Arbeitsgruppe Grenzen? – preguntó Kurzlinger mientras cogía un racimo de uvas.
McCready había oído hablar de esa organización. El Grupo Operativo de Frontera, con hondas raíces en la SSD, aunque apartado de todos los Abteilungen con sus designaciones en números romanos, era un grupo muy pequeño y que estaba especializado en un asunto realmente grotesco.
En casi todas las operaciones, si Marcus Wolf quería introducir un agente en el Oeste, podía hacerlo a través de un país neutral, con lo que el agente adoptaba su nueva «historia» durante esa estadía temporal. Pero, a veces, la SSD o la HVA querían poner a un hombre al otro lado de la frontera en una operación «negra». Para conseguirle, los alemanes orientales abrían una «ruta de conejo» a través de sus propias defensas de Este a Oeste. Aunque muchas de esas rutas eran abiertas en sentido contrario para sacar de Occidente a personas de las que se suponía que no deberían estar allí. Cuando los de la Stasi querían abrir una ruta de conejo para sus propios fines, usaban a los especialistas del Grupo Operativo de Fronteras, el AGG. Esos ingenieros zapadores, trabajando en el silencio de la noche (ya que el Servicio de Protección de Alemania Federal también vigilaba la zona fronteriza), escondiéndose prácticamente bajo el filo de una navaja, trazaban una delgada línea a través de los campos minados, sin dejar rastro alguno en los lugares por los que habían pasado.
Tras los campos de minas venía la franja roturada de doscientos metros de ancho, donde el prófugo sería atrapado entre los haces luminosos de los focos y las ráfagas de ametralladora. Y al final, en el lado occidental, se encontraba la valla. Los expertos del Grupo Operativo de Fronteras la dejarían intacta, ya que abrirían un hueco para que el agente pasase y luego lo repararían, entrelazando de nuevo los alambres que antes habían cortado. Los focos, que por las noches siempre estaban orientados hacia el Oeste, iluminarían un lugar distinto al utilizado por los expertos, y la franja roturada los ocultaría bajo la espesa hierba que solía crecer a todo su largo y ancho, en especial a finales de verano. Por la mañana, la hierba se habría enderezado por sí sola, cubriendo todas las huellas de las pisadas que la surcaron.
Cuando los alemanes orientales hacían esto, tenían la cooperación de sus propios guardias fronterizos. Pero forzar la frontera era harina de otro costal; en ese caso no se contaría con la cooperación de Alemania Oriental.
–Siegfried solía trabajar para el AGG -dijo Kurzlinger-. Hasta que decidió usar una de sus propias rutas de conejo. Como es lógico, los de la Stasi la clausuraron de inmediato. Siegfried, nuestro amigo necesita pasar al otro lado. ¿Podrías ayudarle?
McCready se preguntó si había juzgado a su hombre sin equivocarse. Pensó que había acertado. Kurzlinger odiaba a Voss por lo que había hecho, y los deseos de venganza de un homosexual que había padecido por la muerte de su amado no podían ser subestimados.
Siegfried se quedó meditando un buen rato.
–Por ahí tiene que haber una ruta -dijo el joven al fin-. Pensaba utilizarla yo mismo, por lo que no presenté el informe pertinente. Sin embargo, el caso es que después salí por otra ruta distinta.
–¿Dónde está? – preguntó McCready.
–No muy lejos de aquí -contestó Siegfried-. Entre Bad Sachsa y Ellrich.
El joven fue a buscar un mapa y señaló en él las dos pequeñas localidades al sur del Harz: Bad Sachsa, en Alemania Occidental, y Ellrich, en la Oriental.
–¿Me dejas ver los documentos que piensas utilizar? – preguntó Kurzlinger.
McCready le entregó su documentación. Y Kurzlinger se la pasó luego a Siegfried, que la examinó con sumo detenimiento.
–Son muy buenos -dijo el joven-, pero necesitará un pase para el ferrocarril. Yo tengo uno. Y todavía está en vigor.
–¿Cuál es la mejor hora para emprender la marcha? – preguntó McCready.
–Las cuatro. Antes de que amanezca. A esa hora es cuando más oscuridad hay y los guardias están cansados. Utilizan menos sus focos para barrer la franja roturada. Necesitaremos monos de camuflaje, por si nos atrapan con sus luces. El camuflaje puede salvarnos la vida.
Estuvieron discutiendo los detalles durante una hora.
–Tiene que entender una cosa, Herr McCready -dijo Siegfried-, de mi fuga hace ya cinco años. Tal vez no pueda recordar por dónde pasé. Dejé un hilo de pescar en el suelo cuando tracé el camino a través de la zona minada. Es posible que no lo encuentre. Si no puedo, tendremos que regresar. Meterse por el campo de minas sin conocer el camino que yo tracé es caminar a una muerte segura. O quizá mis antiguos compañeros lo hayan encontrado, cerrándolo entonces. En ese caso nos volveremos…, si aún estamos a tiempo.
–Entiendo -dijo McCready-. Le estoy muy agradecido.
A la una, Siegfried y McCready salieron de la casa dispuestos a emprender el viaje de dos horas que harían con lentitud conduciendo por las carreteras de montaña. Kurzlinger se quedó de pie, delante de la puerta.
–Cuida de mi muchacho -pidió-. Esto sólo lo hago por otro chico que Voss me quitó hace muchos años.
–Si logras cruzar la frontera -dijo Siegfried cuando iban en el coche-, haz a pie los diez kilómetros que te faltan hasta Nordhausen. Da un rodeo y evita la localidad de Ellrich, allí hay guardias, y los perros ladrarán. Coge el tren en Nordhausen hasta Erfurt y allí el autobús a Weimar. Los dos medios de transporte estarán llenos de obreros.
Condujeron muy despacio al cruzar la pequeña ciudad de Bad Sachsa, sumida en el sueño, y estacionaron en las afueras. Siegfried se internó en la oscuridad provisto de una brújula y de una linterna diminuta. Una vez que hubo encontrado su pista, se internó por el bosque de pinos en dirección Este. McCready lo siguió.
Cuatro horas antes, la comandante Ludmilla Vanavskaya se encontraba con el coronel Voss en su despacho.
–Según lo que su hermana me dijo, hay un lugar en el que puede esconderse en la zona de Weimar.
La comandante le relató a continuación lo que la hermana de Bruno Morenz le había contado acerca de la evacuación de éste durante la guerra.
–¿Una granja? – inquirió Voss-. ¿Y cuál de ellas? Las hay a centenares en esa zona.
–Ella no sabía el nombre. Lo único que me dijo fue que debería de encontrarse a unos quince kilómetros de Weimar, todo lo más. Tienda su cerco, coronel. Envíe tropas. Antes de que el día termine, lo habrá capturado.
El coronel Voss llamó por teléfono al Abteilung XIII, el Servicio de Inteligencia y Segundad del Ejército Nacional del Pueblo, NVA. Como quiera que la autorización para toda la operación provenía directamente del ministro Erich Mielke, en el Servicio de Inteligencia militar no hubo oposición. Unas cuantas llamadas telefónicas pusieron en estado de alerta al Cuartel General de la NVA en Karlshorst, y, antes de que empezase a amanecer, las tropas partían hacia el Sur, en dirección a Weimar.
–Ya está cerrado el círculo -dijo Voss a eso de la media noche-. Las tropas formarán un amplio círculo alrededor de Weimar, dividiéndose la zona por sectores, e irán avanzando hacia la ciudad barriendo todo a su paso. Registrarán cada granja cada establo, cuadras y cobertizos, todos los almacenes, las pocilgas, hasta que hayan completado un círculo con un radio de quince kilómetros. Sólo confío en que usted tenga razón comandante Vanavskaya. Ahora hay una gran cantidad de hombres involucrados en la operación.
Para aprovechar las pocas horas que le quedaban, el coronel Voss se dirigió hacia el Sur en su coche privado. La comandante Vanavskaya lo acompañó. El barrido de la zona comenzaría al rayar el alba.
Siegfried estaba tumbado boca abajo al borde de una hilera de árboles y estudiaba los oscuros contornos del bosque que se extendía a partir de unos trescientos metros de distancia del territorio de Alemania Oriental. McCready se encontraba a su lado.
Cinco años antes, también en la oscuridad, Siegfried había trazado su ruta de conejo a partir de la base de un pino particularmente alto, situado en la parte Este, y orientándose hacia un alto peñasco de reluciente blancura que había en la cima de una colina en la parte occidental. Y ahora tenía un problema: siempre había pensado que vería la roca desde el Este, cuando brillaba pálida bajo la mortecina luz que precede al amanecer; jamás había pensado que podría necesitar verla desde el otro. Y el peñasco estaba muy por encima de él, tapado por los árboles. El único modo de que le fuera visible sería desde una posición dentro de la «tierra de nadie». Estimó su línea imaginaria lo mejor que pudo, cruzó arrastrándose los últimos diez metros de Alemania Occidental y comenzó a cortar con suma cautela los gruesos alambres de la alta valla.
Cuando tuvo hecho su agujero, alzó la mano e hizo señas a McCready para que se acercara. Éste también se arrastró hasta la valla. Sam se había pasado los últimos cinco minutos vigilando las torretas de los guardias fronterizos de Alemania Oriental, y estudiando los movimientos de los focos cuando efectuaban el barrido de la zona. Siegfried había elegido muy bien su punto de partida, justo entre dos torres de vigilancia. A esto se añadía una circunstancia favorable: con el crecimiento de los árboles durante el verano, algunos pinos habían extendido sus ramas por encima del campo de minas algo más de un metro; lo suficiente como para que uno de los focos se viese bloqueado en parte por ese aumento de la vegetación. En el otoño, los podadores recortarían esas ramas, pero no ahora.
El otro foco abarcaba con su haz el camino que ellos pensaban seguir, pero el hombre que lo manejaba debía de estar cansado o aburrido, ya que empleaba algunos minutos en cada ciclo de iluminación. Cuando empezaba de nuevo, siempre apuntaba hacia otra dirección. Entonces efectuaba el barrido hacia el camino elegido por ellos, retrocedía y se apartaba. Si el guardia se mantenía fiel a ese patrón, tendrían unos cuantos segundos de aviso.
Siegfried agachó la cabeza y se deslizó a través del agujero, McCready lo siguió, llevando consigo su saco de yute. Luego el alemán se volvió y enderezó los alambres cortados, colocándolos de nuevo en su sitio. Nadie advertiría el desperfecto si no se acercaba mucho a ese lugar; en cuanto a los guardias, jamás cruzaban la frontera para inspeccionar la alambrada, a menos que se hubiesen dado cuenta de que alguien había abierto un hueco en la misma. A ellos, tampoco les gustaba el campo de minas.
Había que vencer la tentación para no cruzar a la carrera el centenar de metros de anchura que tendría la franja roturada, ahora completamente cubierta por una espesa capa de hierba con tallos de gran altura, cardos y ortigas que crecían a intervalos entre la hierba. Pero quizás hubiera alambres ocultos que activarían las alarmas. Era mucho más seguro arrastrarse. Así que siguieron avanzando de ese modo. Cuando ya estaban a mitad del trayecto, se encontraron con que las sombras de unos árboles les protegían del foco que tenían a su izquierda, pero el haz del de su derecha se les acercaba. Los dos hombres se quedaron rígidos en sus monos verdes, con el rostro pegado contra la tierra. Ambos se habían pintado de negro la cara y las manos; Siegfried, con crema para los zapatos, y McCready con corcho ahumado, que eliminaría con mayor facilidad cuando estuviera al otro lado.
La pálida luz se posó sobre ellos, titubeó, se apartó y se alejó de nuevo. Unos diez metros más adelante Siegfried encontró uno de los alambres de las trampas e hizo señas a McCready para que diese un rodeo. Otros cuarenta metros más y alcanzaron el campo de minas. Allí, los cardos y la hierba les llegaban hasta el pecho. Nadie intentaba segar el campo de minas.
El alemán miró hacia atrás. Por encima de las copas de los árboles, McCready pudo divisar el blanco peñasco, que proyectaba un pálido sendero entre las tinieblas del bosque de pinos. Siegfried volvió la cabeza y reconoció el árbol gigantesco situado al otro extremo del sendero proyectado por la roca. Se alzaba a unos diez metros a la derecha de su línea. Se arrastró de nuevo a lo largo del borde del campo de minas. Cuando se detuvo, se puso a palpar con sumo cuidado entre los altos tallos de hierba. Al cabo de dos minutos, McCready escuchó un resoplido de triunfo. Siegfried sostenía entre el índice y el pulgar un fino hilo de pesca. Tiró de él cuidadosamente. Si el otro extremo estaba suelto la misión habría terminado. El hilo se puso tirante y ofreció resistencia.
–Sigue este hilo -susurró Siegfried-. Te conducirá a través del campo de minas hasta el túnel que pasa por debajo de la alambrada. El sendero no tiene más de sesenta centímetros de ancho. ¿Cuándo estarás de vuelta?
–Dentro de veinticuatro horas -respondió McCready-. O de cuarenta y ocho. Después de ese plazo, olvídalo. No volveré. Te haré una señal con mi linterna desde la base del árbol grande antes de emprender el regreso. Mantenme la valla abierta.
McCready desapareció por el campo de minas, arrastrándose sobre el vientre, oculto entre las altas hierbas y la espesa maleza. Siegfried esperó a que la luz del foco pasase por encima de él una última vez y se arrastró de regreso al Oeste.
McCready avanzó a gatas por el campo de minas, siguiendo el camino que el hilo de nilón le marcaba. De vez en cuando tiraba de él para asegurarse de que aún estaba firme. Sabía que no vería ninguna mina. Las que allí había no eran las grandes tipo placa, que podían lanzar un camión por los aires, sino minas pequeñas, hechas de plástico y fabricadas contra las personas, invisibles a los detectores de metales, que algunos, en sus intentos de huida, habían tratado de utilizar sin éxito. Las minas estaban enterradas, y se activaban por la presión en la superficie. No explotarían si un conejo o un zorro pasaban por encima, pero eran lo suficiente sensibles como para detectar un cuerpo humano. Y lo bastante potentes como para arrancar una pierna de cuajo, esparcir los intestinos por el aire o vaciar la cavidad pectoral. Con frecuencia no mataban al instante, y dejaban al frustrado prófugo malherido, gritando inútilmente en la oscuridad, hasta que los guardias, acompañados de guías, acudían después de la salida del sol para retirar el cadáver.
McCready vio por encima de su cabeza las enmarañadas ondas de los alambres de espino que marcaban el final del campo de minas. El hilo de pescar lo condujo hasta una depresión plana por debajo de la alambrada. Se dio entonces la vuelta para quedar tumbado de espaldas, con el saco empujó los alambres hacia arriba, valiéndose de los hombros y presionando en el suelo con los talones. Palmo a palmo fue deslizándose por debajo de la alambrada. Por encima de su rostro podía ver las relucientes púas, que hacían esa clase de alambre más doloroso que la navaja de un barbero.
La alambrada tenía una anchura de diez metros, y una altura de dos y medio. Cuando al fin salió a la Zona Oriental, advirtió que el hilo de nilón estaba atado a una fina estaquilla que casi se había salido del suelo. Un tirón más y se hubiera desprendido del todo, haciendo fracasar toda la operación. Enterró bien la estaquilla, la cubrió con un montón de agujas de pino y se fijó en la posición que ocupaba, justo enfrente a la cara posterior del gran pino. Sacó la brújula, la mantuvo delante de él y prosiguió su avance.
Se arrastró siguiendo un ángulo de noventa grados, hasta que llegó a los límites de un sendero. Allí se despojó del mono, lo enrolló alrededor de la brújula y lo ocultó bajo una capa de agujas de pino unos doce metros en el interior del bosque. No podía dejarlo en el sendero abierto al descubierto porque si pasaba algún perro, olería la ropa, con toda seguridad. Partió una rama por encima de su cabeza y la dejó colgando de un saliente en la corteza. Nadie se daría cuenta, pero él, sí.
A su vuelta, sólo tendría que encontrar el sendero y la rama partida para recobrar el mono y la brújula. Un ángulo de doscientos setenta grados le llevaría de nuevo al pino gigante. Dio media vuelta y anduvo hacia el Este. Mientras caminaba, iba tomando nota mental de cada marca: árboles caídos, montones de troncos, revueltas y encrucijadas. Después de un kilómetro y medio salió a una carretera y algo más adelante vio la aguja de la iglesia luterana de Ellrich.
Tal como Siegfried le había advertido, rehuyó esa carretera y se internó por campos de trigo, ya segados, hasta que dio con la carretera que iba a Nordhausen, unos ocho kilómetros más arriba. Eran las cinco en punto de la madrugada. Caminó por el borde de la carretera, dispuesto a lanzarse a la cuneta si un vehículo aparecía en cualquier dirección. Más hacia el Sur confió en que el raído chaquetón, los pantalones de pana, las botas y la gorra con visera, indumentaria habitual de muchos obreros agrícolas alemanes, le harían pasar inadvertido. De todos modos, la población en aquella comarca era tan reducida, que todo el mundo se conocía. Tampoco tenían por qué preguntarle hacia dónde se dirigía, ni mucho menos de dónde venía. A sus espaldas no había ningún lugar del que pudiese venir, a excepción de la localidad de Ellrich o de la frontera.
En las afueras de Nordhausen tuvo un golpe de suerte. Detrás de la cerca medio derruida de una casa a oscuras había una bicicleta apoyada contra un árbol. Mohosa pero utilizable. Sopesó el riesgo que supondría apoderarse de ella con la ventaja de cubrir una cierta distancia más de prisa que sobre dos piernas. Si su pérdida permanecía sin descubrirse durante una media hora, habría merecido la pena. Así que cogió la bicicleta y caminó con ella un centenar de metros, después se montó y se dirigió hacia la estación de ferrocarril. Eran las seis menos cinco. El primer tren para Erfurt saldría en quince minutos.
En el andén de la estación, varias docenas de obreros esperaban para dirigirse hacia el Sur, a su trabajo. McCready colocó sobre la taquilla algo de dinero, compró un billete y se dirigió al tren, que llegaba arrastrado por una vieja locomotora, pero a su hora. Acostumbrado al servicio de cercanías de los ferrocarriles británicos, McCready agradeció esa puntualidad. Dejó su bicicleta en consigna, en el vagón de equipajes, y fue a sentarse en los bancos de madera. El tren se detuvo de nuevo en Sonderhausen, en Greussen y en Straussfurt antes de llegar a Erfurt a las seis horas y cuarenta y un minutos. McCready recogió la bicicleta y pedaleó por las calles que le conducirían hacia la parte oriental de la ciudad, de cuyas afueras partía la carretera nacional número siete en dirección a Weimar.
Poco después de las siete y media, a pocos kilómetros al este de la ciudad, un tractor le adelantó. Arrastraba un remolque plano y lo conducía un hombre algo mayor. Había llevado un cargamento de remolacha azucarera a Erfurt y regresaba a su granja. El anciano aminoró la marcha y se detuvo.
-¡Síeig mal rauf! – le gritó el campesino, tratando de hacerse oír por encima de los gruñidos del destartalado motor, que expulsaba densas nubes de humo negro.
McCready hizo un gesto de agradecimiento, subió la bicicleta al remolque y se montó en el tractor. El ruido del motor impedía toda conversación, algo que no podía menos que favorecer a McCready, pues, pese a que hablaba un alemán bastante fluido, no poseía ese fuerte acento de la Baja Turingia. En todo caso, el viejo granjero también se sentía feliz de poder chupetear a sus anchas su pipa apagada y conducir. A unos quince kilómetros de Weimar, McCready advirtió la muralla de soldados.
Estaban en la carretera, varias docenas de ellos, y también esparcidos por los campos, a derecha e izquierda. Pudo ver los cascos que protegían sus cabezas, deslizándose entre los maizales. A la derecha se abría un sendero que conducía a una granja. McCready miró hacia ellos. A unos diez metros, toda una fila de soldados avanzaba en dirección a Weimar. El tractor aminoró la marcha y se detuvo ante la barrera. Un sargento se puso a gritar al conductor, ordenándole que apagase el motor. El viejo le devolvió los gritos:
–Si lo hago, lo más probable es que no pueda volver a arrancar. ¿Me empujarán tus muchachos?
El sargento lo reconsideró, se encogió de hombros e hizo señas al viejo granjero para que le mostrase sus documentos. Los inspeccionó, se los devolvió y se acercó adonde estaba sentado McCready.
–Documentación -le dijo.
McCready le entregó su documento de identidad. En él decía que era Martin Kroll, trabajador del campo y empadronado en la circunscripción administrativa de Weimar. El sargento, que era un hombre de ciudad, nacido en Schwerin, al norte de Alemania, se puso a olfatear.
–¿Qué es eso? – preguntó.
–Remolacha azucarera -se apresuró a contestar McCready, el cual no pensaba confesar voluntariamente que era un invitado en el tractor, si nadie se lo preguntaba.
Tampoco le explicó que antes de transportar la remolacha azucarera el remolque había servido para llevar una carga mucho más olorosa. El sargento frunció la nariz, le devolvió la documentación y les hizo señas para que siguieran camino. De Weimar se acercaba un camión que prometía ser mucho más interesante; además, a él le habían ordenado que prestase atención a la gente que trataba de salir del cerco, en especial si se trataba de un hombre de cabello gris y acento renano, no que se ocupase de un maloliente tractor que entraba en el cerco. El tractor siguió por la carretera hasta llegar a un desvío, a unos cinco kilómetros de Weimar, donde se metió por un camino comarcal. McCready saltó a tierra, bajó la bicicleta, dio las gracias con gestos al viejo granjero y pedaleó hacia la ciudad.
Al llegar a las afueras de Weimar, Sam McCready tuvo que avanzar pegado a la cuneta para evitar los camiones cargados de tropas con los uniformes verde y gris del Ejército Nacional del Pueblo, el NVA. También se divisaban algunas salpicaduras de verde brillante, correspondiente a los agentes de la Policía del Pueblo, los vopos. Grupos de ciudadanos de Weimar se agolpaban en las esquinas, mirando con curiosidad. Alguien sugirió que era un ejercicio militar; nadie le llevó la contraria. A fin de cuentas, las maniobras son propias de los militares. Era normal, pero no usual en el centro de la ciudad.
A McCready le hubiese gustado llevar un plano de la ciudad, pero no podía permitirse el lujo de que le vieran estudiando uno. No era un turista. Había memorizado su ruta en el plano que había sacado prestado del departamento de Alemania Oriental en Londres, y que había estudiado en el avión durante su viaje a Hannover. Entró en la ciudad siguiendo la Erfurterstrasse, pedaleó todo recto en dirección al casco antiguo y vio, frente a él, el edificio del Teatro Nacional. El asfaltado pavimento se convirtió en adoquinado. Giró a la izquierda para meterse por la Heinrich Heine Strasse y continuó hasta la plaza Karl Marx. Allí desmontó y se puso a empujar la bicicleta, con la cabeza gacha, cuando unos coches de los vopos pasaron por su lado en ambas direcciones.
En la plaza Rathenau se puso a buscar la Brennerstrasse, y la encontró en el extremo más alejado de la plaza. Si la memoria no le fallaba, Bockstrasse tendría que estar a la derecha. Y, en efecto, así era. El número catorce correspondía a un viejo edificio que, desde hace muchísimo tiempo hubiese necesitado alguna que otra reparación, al igual que casi todas las casas en el paraíso de Herr Honecker. La pintura y el revocado de las paredes se caían a pedazos y los nombres escritos junto a los ocho timbres estaban borrosos. Pero logró descifrar con algún esfuerzo un único nombre, el del apartamento número tres: Neumann. Metió la bicicleta por el gran portalón de entrada, la dejó en el vestíbulo, de suelo enlosado, y subió las escaleras. Había dos apartamentos en cada planta. El número tres estaba un piso más arriba. Se quitó la gorra, se arregló un poco la chaqueta y pulsó el timbre. Eran las nueve menos diez.
Durante un buen rato nada sucedió. Pero pasados dos minutos, se escuchó el ruido de unos pies que se arrastraban y la puerta se abrió poco a poco. Fräulein Neumann era muy vieja, iba vestida de negro, tenía el cabello blanco y caminaba apoyándose en dos bastones. McCready calculó que le faltaría muy poco para cumplir los noventa. La mujer se le quedó mirando.
-¿Ja? – preguntó.
A McCready se le iluminó la cara con una sonrisa, como si la hubiese reconocido.
–¡Oh, sí, es usted, Fräulein! Ha cambiado, por supuesto. Pero no mucho más que yo. Ya no se acordará de mí. Soy Martin Kroll. Usted me dio clases en la escuela primaria, hace unos cuarenta años.
La anciana se limitó a mirarle con sus brillantes ojos azules detrás de unas gafas de montura de oro.
–Yo me encontraba en Weimar en aquellos años. Vengo de Berlín, ¿sabe usted? Vivo allí. Y me pregunté si usted seguiría aquí. En la guía telefónica encontré su nombre. Así que vine para ver qué tal le va. ¿Me permite entrar?
La anciana se apartó a un lado y McCready entró. Un recibidor sombrío y mohoso por los años. La anciana, arrastrando los pies debido a la artrosis de las rodillas y los tobillos, le condujo hasta su sala de estar, cuyas ventanas daban a la calle. McCready esperó a que la anciana se sentara para tomar asiento en una silla.
–¿Así que le di clases en aquella época, en la vieja escuela primaria de la Heinrich Heine Strasse? ¿Cuándo fue eso exactamente?
–Bien, tuvo que ser en los años cuarenta y tres y cuarenta y cuatro. Nuestra casa había sido bombardeada. En Berlín. Así que fui evacuado aquí junto con otros niños. Tuvo que ser en el verano del cuarenta y tres. Estaba en una clase con…, ¡ay, los nombres…!, bueno, me acuerdo de Bruno Morenz. Era mi compañero de juegos.
La anciana se le quedó mirando un buen rato, luego se puso de pie. McCready la imitó. La mujer se deslizó hasta la ventana y miró hacia la calle. Un camión lleno de vopos pasaba traqueteando. Todos iban sentados muy rígidos. Llevaban las cartucheras al cinto, en las que llevaban sus pistolas «AP9» de fabricación húngara.
–Siempre los uniformes -murmuró la anciana como si hablase consigo misma-. Primero los nazis, ahora los comunistas. Y siempre los uniformes y las pistolas. Primero la Gestapo y ahora la SSD. ¡Ay, Alemania!, ¿qué hemos hecho para merecernos ambas cosas?
La mujer se apartó de la ventana y se volvió hacia McCready.
–Usted es inglés, ¿verdad? Siéntese, haga el favor.
McCready se alegró de poder hacerlo. Se dio cuenta de que, pese a su avanzada edad, la dama conservaba aún una mente afilada como una navaja.
–¿Por qué dice una cosa así? – preguntó McCready con acento indignado.
La anciana no se inmutó ante aquella muestra de indignación.
–Por tres razones. Me acuerdo de todos los niños a los que di clases en aquella escuela durante la guerra y después de la guerra, y no había ningún Martin Kroll entre ellos. Y, en segundo lugar, la escuela no estaba en esa calle. Heine era judío, y los nazis se encargaron de hacer desaparecer su nombre de calles y monumentos.
McCready se hubiese dado de bofetadas. Tenía que haber sabido que el nombre de Heine, uno de los más grandes poetas de Alemania, no había sido rehabilitado hasta después de la guerra.
–Si usted grita o da la voz de alarma -dijo él, sereno-, yo no le haré daño. Pero ésos vendrán por mí, me llevarán y me fusilarán. La elección es suya.
La anciana anduvo cojeando hasta su sillón y se sentó.
–En 1934, yo era catedrática en la Universidad Humboldt, en Berlín. Más joven que el resto de los catedráticos, y la única mujer. Los nazis llegaron al poder. Yo los despreciaba. Y así lo manifesté. Me imagino que he de considerarme afortunada, pues podrían haberme enviado a un campo de concentración.
»Pero se mostraron indulgentes; me enviaron aquí, para que diese clases en la escuela primaria a los hijos de los trabajadores del campo.
»Después de la guerra no regresé a la Humboldt. En parte, porque me parecía que los niños de aquí tenían más derecho a las clases que yo pudiera darles que los espabilados jóvenes de Berlín, y, en parte, porque tampoco se me apetecía enseñar la versión comunista de las mentiras. ¿Responde esto a su pregunta?»
–¿Y si me llegan a detener de todos modos y les hablo de usted?
La anciana sonrió por primera vez.
–Mi querido joven, cuando una tiene ochenta y ocho años, no hay nada que le puedan hacer a una que Dios Nuestro Señor no vaya a hacer muy pronto. ¿Por qué ha venido a verme?
–Bruno Morenz. ¿Se acuerda de él?
–¡Oh, sí, claro que me acuerdo! ¿Tiene problemas?
–Sí, Fräulein Neumann, y muy graves. Se encuentra aquí, no muy lejos de esta casa. Vino con una misión…, mía. Cayó enfermo, de la cabeza. Ha perdido completamente los nervios, tiene que estar escondido por ahí afuera, en alguna parte. Necesita ayuda.
–La Policía y todos esos soldados, ¿están aquí por Bruno?
–Sí. Si le encuentro antes que ellos, quizá pueda ayudarle. Llevármelo a tiempo.
–¿Y por qué ha venido a verme?
–Hablé con la hermana de Bruno en Londres, me dijo que él le había contado muy pocas cosas de los dos años que pasó aquí durante la guerra. Sólo que había sido muy desdichado y que su único amigo había sido su maestra de escuela, Fräulein Neumann.
La anciana se balanceó hacia delante y hacia atrás durante un rato.
–Pobre Bruno -dijo al fin-, pobre niño asustadizo. Siempre tan atemorizado. De los gritos y de los castigos.
–¿Por qué tenía Bruno miedo, Fräulein Neumann?
–Provenía de una familia socialdemócrata de Hamburgo. El padre había muerto, durante un bombardeo; pero, antes de que eso ocurriera debió de haber hecho en su hogar algún comentario ofensivo sobre Hitler. Bruno estaba alojado en la casa de un granjero a las afueras de la ciudad, un hombre brutal que bebía mucho. Por añadidura, un nazi fanático. Un buen día, por la noche, Bruno tuvo que haber dicho algo que había aprendido de su padre porque el granjero se quitó la correa y le dio una paliza con ella. Le golpeó duramente. A partir de entonces, aquello se convirtió en una rutina. El pobre Bruno solía salir huyendo de la casa.
–¿Y en dónde se escondía, Fräulein Neumann? ¡Por favor, dígamelo!
–En el pajar. En una ocasión me lo enseñó. Cuando fui a la granja a recriminar al granjero. Había un pajar solitario, al otro lado de los campos de heno, lejos de la casa y de los demás pajares. Bruno hacía un agujero en las balas de heno colocadas en lo alto del pajar. Solía esconderse allí, donde permanecía hasta que el granjero caía sumido en su acostumbrado sueño de borracho.
–¿Dónde estaba situada la granja exactamente?
–La aldehuela se llamaba Marionhain. Creo que todavía existe. Eran unas cuatro granjas agrupadas. Ahora habrán sido colectivizadas. Se encuentra entre los pueblos de Ober Grünstedt y de Nieder Grünstedt. Salga por la carretera en dirección a Erfurt. A unos seis kilómetros gire a la izquierda por un camino de tierra. Tiene que haber un letrero. La granja se llamaba Finca de Müller, pero lo más probable es que la hayan cambiado de nombre. Quizás ahora tenga un número. Pero si todavía existe, busque un pajar que se encuentra a unos doscientos metros del grupo de casas, al final de los campos de heno. ¿Cree que podrá usted ayudarle?
McCready se levantó.
–Si Bruno está allí, Fräulein Neumann, trataré de ayudarle. Le juro que lo intentaré por todos los medios. Le doy las gracias por su ayuda.
Cuando llegaron a la puerta, McCready se volvió hacia la anciana.
–Usted me ha hablado de tres razones que la habían llevado a creer que yo era inglés, pero sólo ha mencionado dos.
–¡Ah, sí! Usted va vestido como un obrero del campo y sin embargo, afirma que viene de Berlín. Allí no hay granjas. Lo que significa que ha de ser un espía, o bien trabaja para ésos… – dijo la dama, volviendo la cabeza hacia la ventana, por donde entraba el ruido de otro camión que pasaba por la calle-, o para los del otro lado.
–Podía haber sido un agente de la Stasi.
La anciana sonrió de nuevo.
–No, míster inglés, me acuerdo muy bien de los oficiales británicos que estuvieron aquí en 1945, durante un breve tiempo, antes de que los rusos llegasen. Ustedes eran mucho más educados.
El camino de tierra que salía de la carretera principal se encontraba exactamente donde la anciana había dicho que debería de estar, a la izquierda, y llevaba hacia una zona de ricos campos de labranza situada entre la N-7 y la autopista E
40. En un pequeño cartel se podía leer Ober Grünstedt. Se metió con la bicicleta por aquel camino hasta llegar a un cruce, a un kilómetro y medio de distancia. El camino se bifurcaba. A su izquierda estaba Nieder Grünstedt. McCready pudo ver la muralla de uniformes verdes que rodeaban la aldea. A su derecha se extendían los campos de maíz, aún no cosechados, cargados de espigas y de metro y medio de alto. Se inclinó sobre el manillar y se metió por el camino de la derecha. Bordeó Ober Grünstedt y vio un camino de tierra aún más estrecho que el anterior. Entró por él y cuando llevaba recorridos unos ochocientos metros divisó los tejados de un grupo de casas, graneros y establos, del típico estilo de Turingia, con los tejados sumamente empinados, altísimas torres y altos y anchos portalones para permitir la entrada a las carretas de heno a los grandes patios interiores de forma cuadrada. Marionhain.
McCready no quiso pasar la aldehuela. Podría encontrarse con campesinos que lo identificarían al instante como a un extranjero. Dejó la bicicleta en los maizales y se subió a un montículo para poder observarlo todo mejor. A su derecha vio un pajar grande y solitario, construido con ladrillos y negras maderas embreadas, y se encontraba bastante apartado del grupo de graneros principal. Se agachó y, caminando casi en cuclillas, empezó a abrirse paso hacia el pajar, rodeando el lugar. En el horizonte, una oleada de uniformes verdes comenzó a moverse por los alrededores de Nieder Grünstedt.
El doctor Lothar Herrmann también estaba trabajando esa mañana. No solía hacerlo los sábados, por regla general, pero necesitaba estar ocupado en algo para distraerse y no darle vueltas a la situación tan embarazosa en la que se había metido. La noche anterior estuvo cenando con el Director General, la situación no resultó nada fácil.
Aún no se había efectuado detención alguna en relación con el caso del asesinato de Heimendorf. La Policía no había recibido todavía la información «requerida» acerca de una persona en particular a la que deseaban interrogar. Los agentes de la Brigada de Homicidios parecían encontrarse ante un muro impenetrable que se alzaba en torno a un juego de huellas dactilares y a dos balas disparadas por la misma pistola.
Se llevaron a cabo discretos interrogatorios a un cierto número de caballeros muy respetables, pertenecientes tanto al sector público como al privado, los cuales se vieron avergonzados por la situación en que se encontraban. No obstante, todos, sin excepción, cooperaron con la Policía en la medida de sus fuerzas. No pusieron objeción a dejarse tomar las huellas dactilares, ni a entregar armas para que fueran comprobadas, así mismo facilitaron los datos que permitieran verificar sus coartadas. Y el resultado de todo eso fue… nada.
El Director General se había mostrado comprensivo y pesaroso, pero inflexible. La falta de cooperación por parte del Servicio Secreto había ido ya demasiado lejos. El lunes por la mañana estaba dispuesto a ir él mismo en persona a las oficinas de la Cancillería Federal para entrevistarse con el Secretario de Estado, el cual tenía la responsabilidad en el aspecto político del BND. Sería una entrevista muy escabrosa, y él, el Director General, no estaba satisfecho. En absoluto.
El doctor Herrmann abrió la gruesa carpeta con las comunicaciones de radio mantenidas al otro lado de la frontera en el período comprendido del miércoles al viernes. Advirtió que parecía haber bastantes más que de costumbre. Algún tipo de alarma entre los vopos de la región de Jena. Cuando releía por encima los comunicados, la mirada del doctor Herrmann se detuvo en una frase que había sido utilizada en una conversación sostenida entre el vehículo de los vopos y la Central de Jena: «Grande, cabellos grises, acento renano…» El doctor Herrmann se quedó pensativo. Algo le vino a la memoria…
Su ayudante entró en ese momento en el despacho y dejó un telegrama sobre el escritorio, delante de su jefe. Si Herr Doktor insistía en trabajar el sábado por la mañana, bien podía ir procesando la información a medida que ésta llegaba. El telegrama se debía a la gentileza del Servicio de Contraespionaje, el BFV. En el despacho se comunicaba que un agente, particularmente observador, se había fijado en el rostro de un viajero que había llegado al aeropuerto de Hannover en un vuelo procedente de Londres, y que había entrado en Alemania bajo el nombre de Maitland. Como se trataba de un agente muy avispado, el hombre del Servicio de Contraespionaje buscó aquel rostro entre los de sus expedientes, y transmitió su identificación a la oficina central de Colonia. Desde allí fue transmitida a Pullach. El caballero Maitland era, en realidad Mr. Samuel McCready.
El doctor Herrmann se sintió muy ofendido. Era una gran descortesía por parte de un alto oficial del Servicio de Inteligencia de uno de los países de la OTAN el hecho de entrar en el país sin anunciarse. Y no tenía nada de usual. A menos que… Releyó las comunicaciones de Jena que habían sido interceptadas y el telegrama con la noticia de Hannover. «No se atrevería», pensó. Entonces otra parte de su cerebro le replicó: «Por supuesto que sí, el puñetero sería muy capaz de ello.» El doctor Herrmann descolgó el teléfono y empezó a tomar sus disposiciones.
McCready salió del abrigo que los campos de maíz le deparaban, atisbo a derecha e izquierda, y cruzó a la carrera los escasos metros de hierba que le separaban del viejo pajar. La puerta rechinó sobre sus oxidados goznes cuando la empujó para entrar. A través de algunas rendijas entre las tablas penetraban los rayos de sol, haciendo danzar las motas de polvo que revoloteaban por el aire y permitiendo ver en la penumbra el contorno confuso de viejos carretones, barriles, aperos de labranza, arreos de caballerías y artesas mohosas. McCready alzó la mirada. La parte de arriba, a la que se accedía por una escalera de mano, estaba repleta de fardos de heno apilados. McCready subió por la escalera y llamó con voz sofocada.
–Bruno.
No obtuvo respuesta. Entonces pasó por entre los fardos de heno apilados, tratando de encontrar algún indicio de que habían sido removidos. Al fondo del pajar advirtió, entre dos fardos, lo que le pareció ser el trozo de un tejido impermeable. Con gran cuidado separó los fardos.
Bruno Morenz yacía en su escondite, tumbado de lado, Tenía los ojos abiertos, pero no hacía el menor movimiento. Cuando la claridad penetró en su escondrijo, se estremeció, sobresaltado.
–Bruno, soy yo, Sam. Tu amigo. Mírame, Bruno.
Morenz volvió el rostro hacia él. Tenía la tez grisácea y estaba sin afeitar. Llevaba tres días sin comer y sólo había bebido agua estancada de un tonel. Su mirada parecía perdida. Cuando vio a McCready, trató de enfocarla.
–¿Sam?
–Sí, Sam. Sam McCready
–No les digas que estoy aquí, Sam. No me encontrarán si no les dices nada.
–No les diré nada, Bruno. Nunca.
A través de una grieta entre las tablas, McCready divisó la fila de uniformes verdes que avanzaba a través de los maizales, en dirección a Ober Grünstedt.
–Intenta sentarte, Bruno.
McCready le ayudó a ello y le recostó la espalda contra los fardos de heno.
–Tenemos que darnos prisa, Bruno. He venido a sacarte de aquí.
Morenz sacudió la cabeza con gesto torpe
–No, Sam, quédate conmigo. Aquí estaremos a salvo. Nadie podrá encontrarnos nunca.
«No -pensó McCready-, un granjero borracho jamás te encontraría. Pero quinientos soldados, sí.» Entonces intentó ayudar a Morenz a que se pusiese de pie, pero fue inútil, pesaba demasiado. Las piernas no le obedecerían. McCready le rodeó el pecho con sus brazos. Debajo del impermeable sintió un bulto. Le soltó, y Morenz se desplomó de nuevo sobre el manto de heno. Allí, se acostó otra vez, haciéndose un ovillo. McCready supo entonces que su amigo jamás conseguiría ir con él hasta la frontera en las inmediaciones de Ellrich, ni pasar por debajo de las alambradas de espino, ni atravesar el campo de minas. Estaba acabado.
A través de la rendija, más allá de los maizales con sus mazorcas brillando bajo los rayos del sol, divisó los verdes uniformes que ahora se extendían por entre las casas y los pajares de Ober Grünstedt. Marionhain será su siguiente objetivo.
–He estado visitando a Fräulein Neumann. ¿Te acuerdas de Fräulein Neumann? Es muy amable.
–Sí, muy amable. Ella puede saber que estoy aquí, pero no se lo dirá a nadie.
–Jamás lo dirá, Bruno. Jamás. Me dijo que tienes los deberes de casa para ella. Los necesita para corregirlos.
Entonces, Morenz sacó un grueso manual de tapas rojas de debajo del impermeable. En la cubierta de plástico estaban, estampadas en oro, la hoz y el martillo. Morenz tenía la corbata desanudada y la camisa abierta. De un cordel que llevaba alrededor del cuello le colgaba una llave. McCready cogió el manual.
–Tengo sed, Sam.
Del bolsillo trasero del pantalón McCready sacó una petaca de plata y se la dio. Morenz bebió el whisky con gran avidez. McCready miró a través de la rendija. Los soldados habían terminado en Ober Grünstedt. Algunos bajaban por el sendero, otros se acercaban a través de los campos.
–Pienso quedarme aquí, Sam -dijo Morenz.
–Está bien -contestó McCready-, te quedarás aquí. Adiós, viejo amigo. Que duermas bien. Nadie volverá a molestarte nunca más.
–Nunca más -repitió el hombre en un murmullo antes de quedarse dormido.
McCready le sacó del cuello el cordel con la llave y metió el manual en su saco de yute. Después bajó por la escalera de mano y salió a esconderse entre los maizales. Dos minutos después el cerco se cerraba. Era mediodía.
Necesitó doce horas para regresar hasta el lugar donde se alzaba el pino gigante, en la zona fronteriza cercana al pueblo de Ellrich. Se puso el mono de camuflaje y esperó, agazapado debajo de los árboles, hasta que fueron las tres y media. Entonces dirigió su linterna hacia la roca blanca que se alzaba al otro lado de la frontera y la encendió tres veces consecutivas; después se deslizó por debajo de la alambrada, cruzó arrastrándose el campo de minas y siguió a través de la franja roturada. Siegfried le estaba esperando al otro lado de la valla.
Mientras iban en el automóvil de vuelta a Goslar, McCready examinó la llave que había quitado a Bruno. Era de acero y en el reverso tenía grabadas las palabras Flughafen Koln, «aeropuerto de Colonia». Después de un opíparo desayuno se despidió de Kurzlinger y de Siegfried y condujo su coche hacia el Sudoeste en vez de dirigirse al Norte, a Hannover.
A las trece horas del sábado, los soldados entraban en contacto con el coronel Voss, el cual llegaba en un automóvil oficial acompañado de una dama que vestía ropa de civil. Los dos subieron a lo alto del pajar por la empinada escalera de mano y examinaron el cadáver tendido en el heno. Se había efectuado un registro a fondo, el pajar había sido prácticamente desmenuzado, pero no se encontró ni el menor rastro de material escrito, ni mucho menos de un grueso manual. Aunque lo cierto era que tampoco tenían ni la más remota idea de qué estaban buscando.
Un soldado cogió una botellita de plata de la mano del muerto y se la pasó al coronel Voss. Éste la olió y murmuró entre dientes:
–Cianuro.
La comandante Vanavskaya se apoderó de la botellita y le dio la vuelta. En el dorso podía leerse: Harrods, London. La comandante utilizó una expresión muy impropia en una dama. El coronel Voss pensó que había sonado a algo así como «¡Grandísimo hijo de puta!»
Domingo
Al mediodía, McCready entraba en el aeropuerto de Colonia con el tiempo suficiente para poder coger el vuelo de las trece horas para Inglaterra. Cambió su billete de avión de Hannover a Londres por otro de Colonia a Londres, se anunció como pasajero y se encaminó hacia los casilleros de la consigna automática, situados a un lado del vestíbulo. Sacó la llave de acero y la introdujo en la cerradura del compartimiento cuarenta y siete. Dentro había una bolsa de lona. McCready la cogió.
–Creo que yo me haré cargo de la bolsa, muchas gracias, Herr McCready.
Éste dio media vuelta. A unos cuantos pasos de él se encontraba el subdirector del Directorio Operacional del BND. Dos caballeros de gran envergadura rondaban algo más allá. Uno de ellos se examinaba con detenimiento las uñas de los dedos, mientras que el otro hacía lo mismo con el techo, como si estuviese buscando alguna gotera.
–¡Vaya, doctor Herrmann, qué alegría verle de nuevo! ¿Qué le trae por Colonia?
–La bolsa… si tiene la amabilidad. Mr. McCready.
–Sam se la entregó. Herrmann se la pasó a uno de los hombres de su escolta. Podía permitirse el lujo de mostrarse afable.
–Vamos, Mr. McCready, nosotros, los alemanes, somos gente hospitalaria. Permítame que le escolte hasta el avión. Imagino que no deseará perderlo.
Se encaminaron hacia el control de pasaportes.
–En cuanto a un cierto colega mío… -insinuó Herrmann.
–No regresará jamás, doctor Herrmann.
–¡Oh, pobre hombre! Pero quizás haya sido mejor así.
Llegaron ante la ventanilla de la inspección de pasaportes. El doctor Herrmann sacó un carnet de su bolsillo, se lo mostró a los oficiales del Departamento de Inmigración y pasaron de largo sin más preámbulos. Cuando la salida del vuelo fue anunciada, los hombres escoltaron a McCready hasta la puerta del corredor de embarque.
–¡Mr. McCready!
Éste se volvió en el umbral de la puerta. El doctor Herrmann le dirigió una sonrisa.
–También nosotros sabemos cómo escuchar las conversaciones radiofónicas al otro lado de la frontera. Le deseo un buen viaje, Mr. McCready. Mis saludos a Londres.
La noticia llegó a Langley una semana después. El general Pankratin había sido trasladado. En el futuro dirigiría un grupo de campos de concentración para prisioneros militares en la provincia de Kazajstán.
Claudia Stuart se enteró de la noticia a través de su hombre en la Embajada de Estados Unidos en Moscú. Todavía estaba meciéndose en los laureles que le llovían desde las altas esferas a medida que los analistas iban estudiando el programa completo del Orden soviético de batalla. Así que estaba preparada para adoptar una actitud filosófica ante lo que le había ocurrido a su general soviético. Como apuntó a Chris Appleyard en el economato militar:
–Conservó el pellejo y el rango. Eso es mejor que extraer plomo en las minas de Yakutsia. Y en cuanto a nosotros…, bien, nos resulta más barato que un bloque de apartamentos en Santa Bárbara
–Muchas gracias por recordarnos los acontecimientos de 1985 -dijo-, pero creo que alguien podría objetar que ese año constituye ahora, en términos de Inteligencia, una era diferente que ha dejado de existir.
Denis Gaunt no se dejó engañar por esas palabras. Sabía que tenía todo el derecho a rememorar cualquier episodio que desease de la carrera de su jefe inmediato con el fin de tratar de persuadir a la junta para que recomendase al Jefe un cambio en su decisión. Sabía también que era muy poco probable que Timothy Edwards se inclinase por hacer esa recomendación; pero se tomaría una resolución por mayoría cuando las deliberaciones terminasen, y era precisamente a los dos superintendentes a los que quería dirigirse para influir en su ánimo. Denis se levantó de su asiento, se dirigió al secretario del departamento de Archivo y le pidió otra carpeta.
Sam McCready sentía calor y aburrimiento. A diferencia de Gaunt, sabía que sus probabilidades de mantenerse en el puesto eran tan remotas como las que tenía un pastel de pasar inadvertido en la puerta de un colegio. Había insistido en que se celebrase esa junta sólo por puro espíritu de contradicción. Se recostó contra el respaldo de su asiento, desvió la atención y dio rienda suelta a su imaginación. A fin de cuentas, lo que Denis Gaunt fuese a decir sería algo que él ya sabía.
Hacía ya mucho tiempo, unos treinta años, que vivía dentro del pequeño mundo de la Century House y del Servicio Secreto de Inteligencia; en realidad, casi todo el tiempo que abarcaba su vida profesional. Se preguntó a dónde iría si le echaban. Se preguntó también, y no por primera vez en su vida, cómo demonios había ido a parar a ese extraño mundo de las sombras. Nada en su nacimiento, como hijo humilde de la clase trabajadora, hubiera indicado que llegaría el día en que sería un alto oficial del Servicio Secreto de Inteligencia británico.
Había nacido en la primavera de 1939, el año que estalló la Segunda Guerra Mundial, y era hijo de un lechero que vivía en uno de los barrios del sur de Londres. De su padre tenía un recuerdo muy vago, sólo un par de escenas borrosas que se conservaban como fogonazos en su memoria.
Cuando aún era un niño de pecho, había sido evacuado de Londres junto con su madre después de la caída de Francia en 1940, cuando las Fuerzas Aéreas alemanas iniciaron aquel largo y caluroso verano de incursiones aéreas sobre la capital británica. Pero McCready nada recordaba de aquello. Al parecer,
o eso fue al menos lo que su madre le contó después, regresaron a Londres en el otoño de 1942 para volver a vivir en la casita con terraza que tenían en la pobre pero limpia calle de Norbury; aunque, ya para entonces, el padre se había ido a la guerra.
Había en aquella casa una fotografía de sus padres tomada en el día de su boda; eso era algo que recordaba con toda claridad. La madre estaba vestida de blanco y llevaba un ramillete de florecillas, y el hombre grandullón que se hallaba a su lado aparecía muy estirado y con un aspecto muy digno, luciendo un traje oscuro y un clavel rojo en la solapa. La fotografía estaba sobre la repisa de la chimenea, tenía el marco de plata, y su madre la limpiaba todos los días. Algo después, otra fotografía vino a colocarse al otro extremo de la repisa, la de un hombre grandullón y sonriente, vestido de uniforme y luciendo los galones de sargento en sus mangas.
La madre salía de casa todos los días y cogía el autobús hasta Croydon, donde fregaba las escaleras y los corredores de la próspera clase media acomodada que vivía en aquella pequeña ciudad. También les lavaba la ropa. McCready todavía recordaba cómo la angosta cocina estaba siempre llena de vapor cuando su madre trabajaba durante toda la noche para tener la ropa a punto a la mañana siguiente.
En cierta ocasión, debió de ser en 1944, el hombre grandullón y sonriente llegó a casa, lo cogió, lo levantó en sus brazos y lo lanzó por los aires mientras él no paraba de gritar. Luego volvió a marcharse para reunirse con las fuerzas que participaron en el desembarco en las playas de Normandía, y para morir en el asalto a Caen. Sam recordaba a su madre llorando ese verano, y cómo él trataba de decirle algo, pero sin saber qué, por lo que también él se pasó los días llorando, aun cuando ignoraba exactamente por qué.
En enero del año siguiente comenzó a ir a una escuela pública en régimen de internado, con lo que su madre podía desplazarse a Croydon todos los días sin tener que dejar al niño al cuidado de la tía Vi. El pequeño Sam pensó que aquello era una auténtica lástima, ya que la tía Vi llevaba la tienda de dulces que estaba al final de la carretera y solía dejarle meter bien el dedo en el recipiente de los helados para que luego pudiese lamérselo a gusto. Aquello coincidió con el momento en que los cohetes «V-l» alemanes, las llamadas «bombas volantes», empezaron a llover sobre Londres, partiendo de sus rampas de lanzamiento en los Países Bajos.
Recordaba con gran claridad el día justo antes de su sexto cumpleaños, en que se presentó en la escuela un hombre que llevaba el uniforme de los encargados de la protección civil, con el casco de acero puesto y la máscara antigás colgando de su cintura.
Hubo un ataque aéreo y los niños pasaron la mañana en los sótanos de la escuela, lo que era mucho más divertido que asistir a clase. Cuando la sirena sonó dando la señal de que el peligro había pasado, los niños regresaron a sus aulas.
El hombre había estado hablando en voz muy baja con la directora de la escuela, y ésta le había sacado de la clase y le había conducido, llevándole de la mano, a su saloncito particular, detrás del aula, donde le ofreció pastas espolvoreadas con semillas de anís. Él se quedó allí, esperando, sintiéndose muy pequeño y confuso, hasta que el simpático hombre del «Doctor Barnardo's» se lo llevó al orfelinato. Después le dijeron que ya no había más fotografía con marco de plata ni más foto del hombre grandullón y sonriente con galones de sargento en las mangas.
Sam se portó bien en el Barnardo's, aprobó todos los exámenes, y salió de allí para enrolarse en el Ejército cuando todavía no era más que un niño. Cuando tenía dieciocho años fue trasladado a Malaya, donde había estallado ya en la jungla la guerra no declarada entre los británicos y los terroristas comunistas. Fue adscrito como escribiente al Cuerpo de Inteligencia Militar.
Un buen día pidió ver a su coronel y le hizo una sugerencia. El coronel, un oficial de carrera, le contestó de inmediato:
–¡Póngalo por escrito!
McCready lo hizo.
Los hombres del Servicio de Contraespionaje habían capturado a un cabecilla de los terroristas con la ayuda de algunos chinos malayos de la localidad. McCready había propuesto que se dejase filtrar una información entre la comunidad china acerca de que el hombre capturado había cantado como un canario y que sería trasladado desde Ipoh hasta Singapur en una fecha determinada.
Cuando los terroristas atacaron el convoy, el camión, que iba armado en su interior, estaba provisto de mirillas por las que asomaron los cañones de las ametralladoras emplazadas sobre trípodes. Cuando la emboscada acabó, los cadáveres de dieciséis comunistas chinos quedaron en la selva, otros doce habían recibido heridas de gravedad y los exploradores malayos se encargaron de eliminar al resto. Sam McCready permaneció un año más cumpliendo con su deber en Kuala Lumpur, luego abandonó el Ejército y regresó a Inglaterra. La propuesta que había escrito para su coronel fue archivada, por supuesto, pero alguien, en alguna parte, tuvo que leerla.
Se encontraba haciendo cola ante las oficinas de Cambio de Trabajo -en aquellos días todavía no se llamaba Oficina de Empleo- cuando sintió una palmadita en el hombro y un hombre de mediana edad, con chaqueta de tweed y sombrero pardo, le propuso ir a tomar algo a una taberna cercana. Dos semanas después, durante las que había habido tres entrevistas más, McCready fue reclutado por la Firma.
Desde entonces, hacía treinta años de ello, la Firma había sido para él su única familia. McCready oyó pronunciar su nombre y despertó de sus ensoñaciones. «Tienes que prestar atención -se recordó a sí mismo-, están hablando de tu carrera.»
Era Denis Gaunt quien lo hacía, empuñando en sus manos una gruesa carpeta.
–Caballeros, creo que deberíamos tener en cuenta una serie de acontecimientos que sucedieron en 1986, los cuales, por sí solos, justificarían que se reconsiderase el caso de la jubilación anticipada de Sam McCready. Acontecimientos que comenzaron, al menos en lo que a nosotros respecta, en una mañana primaveral en la meseta de Salisbury…
CAPÍTULO PRIMERO