CAPÍTULO IV

Joe Roth estaba tumbado en el catre de su dormitorio, en el solitario edificio que se alzaba en los campos de Alconbury y se preguntaba una y otra vez qué podía hacer. Una misión que tan sólo seis semanas antes le había parecido una tarea fascinante y apropiada para impulsarle en su carrera a pasos agigantados se había convertido en una auténtica pesadilla.

Durante cuarenta años, desde su fundación en 1948, la CÍA había estado persiguiendo de manera obsesiva un objetivo prioritario: mantenerse a sí misma pura de cualquier infiltración de un posible topo soviético. Con el fin de garantizar este objetivo habían sido gastados miles de millones de dólares en tomar medidas preventivas de contraespionaje. Todo el personal reclutado era examinado una y otra vez, sometido con regularidad al detector de mentiras, interrogado, inspeccionado y vuelto a inspeccionar.

Y el método había funcionado. Mientras que los británicos se veían conmocionados hasta en sus cimientos, a principios de los años cincuenta, por la traición de Philby, Burgess y Maclean, la Agencia permanecía pura. Y mientras que aquel caso seguía repercutiendo y dañando la imagen del SIS británico, en tanto que aquel hombre expulsado de sus filas gozaba de libertad y continuaba haciendo de las suyas en Beirut hasta que se trasladó definitivamente a Moscú en 1963, la Agencia se había mantenido inmaculada.

Cuando Francia, a comienzos de los años sesenta se vio sacudida por el affair Georges Paques y Gran Bretaña se conmocionaba de nuevo con el de George Blake, la CÍA se mantenía impenetrable. Durante todo ese tiempo, el servicio de contraespionaje de la Agencia, la llamada Oficina de Seguridad, había estado dirigido por una persona notable, James Jesús Angleton, un hombre solitario, reservado y obsesivo que sólo vivía y respiraba para lograr una cosa: mantener a la Agencia libre de toda infiltración soviética.

Al final, Angleton fue víctima de su innata desconfianza. Empezó a creer que, pese a todos sus esfuerzos, un topo leal a Moscú se había introducido en el seno de la CÍA. A pesar de las pruebas a las que sometía a su gente y de todas las pesquisas emprendidas, acabó por convencerse de que en las filas de la CÍA se había introducido un traidor. Su razonamiento parecía ser el siguiente: si no hay un topo, podría haberlo. Así que tendría que haberlo; es decir, lo había. La caza desatada tras el supuesto Sacha empezó a consumir cada vez más tiempo y esfuerzos.

El paranoico desertor ruso Golitsin, que consideraba a la KGB responsable de todo lo malo que ocurría en el planeta, le dio la razón.

Las declaraciones de Golitsin sonaron como música celestial en los oídos de Angleton. La búsqueda de Sacha se incrementó.

Corrió el rumor de que su nombre empezaba por K. Aquellos agentes cuyos apellidos empezaban por K se vieron relegados de la noche a la mañana. Algunos presentaron la dimisión enfurecidos; otros fueron expulsados porque no pudieron probar su inocencia. Medidas todas que podrían ser calificadas de prudentes, pero que no contribuían en modo alguno a elevar la moral de los agentes de la CÍA. Durante diez años más, desde 1964 a 1974, la caza continuó. Hasta que, por último, el director William Colby perdió la paciencia. Obligó a Angleton a aceptar la jubilación.

La Oficina de Seguridad pasó entonces a otras manos. Mantuvo sus obligaciones de conservar a la Agencia libre de toda penetración rusa, pero con un estilo de trabajo más benévolo y menos agresivo.

Por ironías del destino, los británicos, tras haber pasado por aquel período de traidores por causas ideológicas pertenecientes a la vieja generación, no volvieron a sufrir ningún escándalo de espionaje más en el seno de la comunidad de Inteligencia internacional. Entonces, el péndulo pareció apuntar hacia otra parte.

Estados Unidos, tan libre de traidores desde los últimos años de la década de los cuarenta, empezó a producir una multitud de ellos, no de personas que quisieran traicionar a su patria por motivos ideológicos, sino de sinvergüenzas dispuestos a venderla por dinero: Boyce, Lee, Harper, Walker y, por último, Howard, el cual había estado dentro de la CÍA y había traicionado y denunciado a los agentes estadounidenses que trabajaban en su nativa Rusia. Denunciado por Urchenko, tras su rocambolesca deserción después de una anterior deserción, Howard logró escapar a Moscú antes de ser arrestado. Aquellos dos casos, el de la traición de Howard y el de la doble deserción de Urchenko, ambos ocurridos el año anterior, habían dejado a la Agencia muerta de vergüenza.

Pero todo aquello no había sido más que un juego de niños en comparación con las posibles consecuencias de la declaración de Orlov. Si lo que decía era verdad, la sistemática búsqueda del traidor podía desgarrar en pedazos a la Agencia. Si lo que el ruso decía era cierto, reparar los daños causados podía convertirse en una empresa de muchos años, pues tendrían que introducir de nuevo a millares de agentes, cambiar claves y códigos, transformar las redes en el extranjero y revisar todo el sistema de alianzas, lo que podría durar unos diez años y costar miles de millones de dólares. La reputación de la Agencia quedaría por los suelos y tendrían que pasar muchos años antes de que fuese restaurada.

La cuestión a la que Roth estuvo dándole vueltas en la cabeza durante toda la noche mientras se revolvía en su lecho era: «¿A quién demonios puedo dirigirme?» Poco antes del amanecer tomó una decisión. Se levantó de la cama, se vistió e hizo la maleta.

Antes de partir fue a echar un vistazo a Orlov, el cual se hallaba profundamente dormido, y dijo a Kroll:

–Vigílalo bien en mi lugar. Nadie puede entrar ni salir de aquí. Ese hombre ha adquirido de repente un valor incalculable.

Kroll no entendió el porqué, pero se apresuró a hacer un gesto de asentimiento con la cabeza. Era un hombre que siempre cumplía las órdenes y nunca las discutía. Para decirlo con las palabras del poeta, cumpliría con su deber o moriría.

Roth viajó hasta Londres en su automóvil. Evitó la Embajada de Estados Unidos como la peste, y fue directamente a su apartamento para coger un pasaporte en el que figuraba un nombre distinto al suyo. Se aseguró una de las últimas plazas que quedaban en el avión para Boston de una compañía aérea privada británica y en el aeropuerto de Logan logró hacer transbordo a un avión que partía para el Washington National. Aun habiendo ganado las cinco horas por la diferencia horaria, ya había anochecido cuando llegó a Georgetown en un coche de alquiler. Lo dejó estacionado junto a la acera y bajó caminando por la calle K hasta el final de la misma, en las inmediaciones del campus de la Universidad de Georgetown.

La casa que estaba buscando era un elegante edificio de rojos ladrillos y que sólo se distinguía de los otros que lo rodeaban por los amplios sistemas de seguridad que inspeccionaban la calle y cualquier objeto o persona que se aproximara a la casa. Le salieron al paso cuando cruzaba la calle en dirección al portal, y les mostró su identificación de la CÍA. En la puerta de entrada manifestó su deseo de ver al hombre por el que había ido hasta allí. Le dijeron que el caballero en cuestión se encontraba cenando, pero que podrían transmitirle su mensaje. Minutos después era introducido en la casa y conducido hasta una artesonada biblioteca en la que se aspiraba el aroma de los libros encuadernados en cuero y del humo de los cigarros puros. Se dejó caer en un sillón y se dispuso a esperar. Al poco rato, la puerta se abría y el director de la Agencia Central de Inteligencia entraba en el aposento.

Pese a que no tenía la costumbre de recibir en su casa a jóvenes agentes de la CÍA, a menos que él los hubiese invitado a comparecer, el director se acomodó en un mullido sillón de cuero, indicó con un gesto a Roth que se sentara frente a él y, con voz serena le preguntó cuál era el motivo de su vista. Roth, muy calmado, se lo explicó: El director de la Agencia tenía más de setenta años, edad poco habitual para ese cargo, pero también él era un hombre poco común. Había servido en la OSS durante la Segunda Guerra Mundial, introduciendo agentes en la Francia ocupada por los nazis y en Holanda. Una vez acabada la guerra, y habiendo sido desmantelada la OSS, el hombre volvió a la vida privada; se hizo cargo de la pequeña fabrica del padre, y logró convertirla en un complejo gigantesco. Cuando la CÍA fue creada como organización sucesora de la Oficina de Servicios Estratégicos, le ofrecieron la oportunidad de entrar en la organización a las órdenes del primer director de la misma, Alien Dulles, pero él no aceptó.

Años después, siendo ya un hombre adinerado y uno de los mayores colaboradores del Partido Republicano, se encontró de repente ligado a un antiguo actor de cine que se presentaba a las elecciones para gobernador de California. Y cuando Ronald Reagan alcanzó la presidencia del país y se instaló en la Casa Blanca, pidió a su amigo de confianza que se encargase de dirigir la CÍA.

El director de la CÍA era católico, viudo desde hacía tiempo, de una estricta moralidad puritana, y conocido en los pasillos de Langley como al «viejo rufián hijo de puta». No carecía de talento e inteligencia, pero su pasión era la lealtad. Había tenido buenos amigos que habían sido torturados en las mazmorras de la Gestapo porque alguien los había traicionado, y la traición era lo que no estaba dispuesto a tolerar bajo ninguna circunstancia. Hacia los traidores sólo sentía una repugnancia visceral. En la mente del director de la CÍA no podía existir el perdón para ellos.

Escuchó el relato de Roth con gran atención mientras mantenía la vista perdida en los leños artificiales del calentador de gas instalado en la chimenea, donde no ardía llama alguna en esa noche calurosa de verano. Nada había en su rostro que revelase lo que estaba pensando y sintiendo, salvo un ligero temblor en los músculos que rodeaban la papada.

–¿Ha venido usted directamente aquí? – preguntó cuando Roth terminó de hablar-. ¿No ha hablado con nadie más?

Roth le explicó de qué manera había llegado hasta él, como un ladrón introduciéndose de noche en su propio país, con pasaporte falso y dando un buen rodeo. El anciano asintió con la cabeza; también él, en otros tiempos, había entrado así en la Europa dominada por Hitler. Se levantó del sillón y fue a llenarse una copa en el barrilillo de caoba, lleno de coñac, que tenía en un antiguo anaquel, deteniéndose junto a Roth para darle unas amistosas palmaditas en el hombro.

–Lo has hecho muy bien, hijo mío -le dijo. Luego le ofreció una copa de coñac, pero Roth sacudió la cabeza-. Diecisiete años has dicho, ¿no?

–Según Orlov. Todos mis superiores hasta Frank Wright llevan al menos ese tiempo en la Agencia. No sabía, pues, a quién podía dirigirme.

–No, por supuesto que no.

El director de la CÍA regresó a su sillón y se quedó sumido en sus propios pensamientos. Roth no le interrumpió:

–De eso ha de encargarse la Oficina de Seguridad -dijo el anciano al fin-. Pero no el jefe de la misma. No dudo de su total lealtad; sin embargo, es un hombre que lleva veinticinco años en la Agencia. Lo enviaré de vacaciones. Hay un joven muy brillante que trabaja de ayudante suyo. Un antiguo abogado. No creo que lleve con nosotros más de quince años.

El director de la CÍA avisó a un ayudante y le ordenó hacer algunas llamadas telefónicas. Se confirmó entonces que el subdirector de la Oficina de Seguridad tenía cuarenta y un años y que había entrado en la Agencia al terminar la carrera de abogado, hacía unos quince años. Le telefonearon a su casa en Alexandria para que acudiera a Georgetown. Se llamaba Max Kellogg.

–Menos mal que no trabajaba en la época de Angleton – dijo el director de la CÍA-, su apellido empieza por K.

Max Kellogg, aturdido y receloso, llegó poco después de medianoche. Se encontraba a punto de irse a la cama cuando le llamaron por teléfono y se quedó sorprendido al oír la voz del director de la CÍA en persona.

–Cuéntaselo -ordenó el director.

Roth repitió su historia. El abogado judío escuchó todo el informe sin pestañear, no pasó nada por alto, hizo un par de preguntas suplementarias y no tomó nota.

–¿Y por qué se me elige a mí, señor? – preguntó al director-. Harry está en la ciudad.

–Tú llevas con nosotros sólo quince años -replicó el anciano.

–¡Ah!

–He decidido mantener a Orlov, Trovador o como quiera que le llamemos, en la base de Alconbury -dijo el director de la CÍA-. Es probable que allí estará a salvo, quizá más que si lo traemos aquí. Rehuye a los ingleses, Joe. Diles que Trovador nos ha sorprendido con más información y que ésta sólo incumbe a Estados Unidos. Asegúrales que volveremos a facilitarles el acceso a la fuente cuando hayamos verificado los últimos datos.

»Tú saldrás en avión por la mañana… -prosiguió el director, consultando su reloj de pulsera-, esta misma mañana, en un vuelo directo a Alconbury. No te andes con miramientos. Es demasiado tarde para eso. Los riesgos son enormes. Orlov lo entenderá. Cógelo aparte. Sácale todo. Quiero saber dos cosas, en seguida: si eso es verdad, y de ser así, ¿quién es?

»Y a partir de ahora, vosotros dos trabajaréis para mí, sólo para mí. Me informaréis directamente. Sin reservas. Sin objeciones. Todo me lo diréis a mí. Yo me ocuparé de organizar las cosas desde aquí.

En los ojos del anciano, las luces que preceden al combate destellaban de nuevo.

Roth y Kellogg trataron de dormir un poco en el avión «Grumman» que les condujo desde Andrews Field hasta Alconbury. Se sentían andrajosos y cansados cuando llegaron. El cruce del espacio aéreo de Oeste a Este es el peor. Por fortuna, los dos hombres evitaron el alcohol y bebieron sólo agua. Apenas se dieron un respiro para lavarse un poco y cepillarse la ropa antes de dirigirse a la habitación del coronel Orlov. Cuando entraban en el aposento, Roth escuchó los familiares acordes de una canción de Arthur Garfunkel que sonaba en el tocadiscos.

«Muy apropiado -pensó Roth, sombrío-, pues la verdad es que hemos venido para hablar de nuevo contigo, pero esta vez no habrá ni un momento de silencio.»

Sin embargo, Orlov era ahora la cooperación hecha persona. Parecía haberse resignado y hecho a la idea de que ya había divulgado hasta la última partícula de su precioso «seguro». Había entregado el precio de la novia en su totalidad. La única cuestión que quedaba por saber era si el pretendiente estaría conforme con la dote.

–Nunca supe su nombre -dijo Orlov en el cuarto de los interrogatorios.

Kellogg había decidido tener desconectados todos los micrófonos y los magnetófonos. Llevaba su propia grabadora portátil y la utilizaba junto con sus notas a mano. No quería que se hiciese una copia de la grabación ni que estuviese presente ningún otro miembro de la CÍA. Los técnicos habían sido despedidos; Kroll y otros dos agentes más custodiaban el pasillo ante la puerta de la habitación, que había sido insonorizada. La última misión que los técnicos tuvieron que cumplir fue la de eliminar los micrófonos ocultos y certificar que estaba «limpia». Todos se extrañaron mucho de las nuevas disposiciones.

–Puedo afirmarlo bajo juramento. Se le conocía sólo como el agente Halcón y el general Drozdov lo dirigía personalmente.

–¿Dónde y cuándo fue reclutado?

–Creo que en Vietnam, en el sesenta y ocho o en el sesenta y nueve.

–¿Cree?

–No, sé que fue en Vietnam. Yo trabajaba en Planificación y estábamos llevando a cabo una operación de gran envergadura en aquel país, en Saigón y en sus alrededores. Los auxiliares se reclutaban en la zona, eran vietnamitas, por supuesto, del Vietcong, pero también teníamos allí a nuestra propia gente. Uno de ellos informó que los del Vietcong le habían llevado a ver a un norteamericano que se sentía insatisfecho. Nuestro residente local cultivó el trato de aquel hombre y logró que cambiara de bando. A finales de 1969, el general Drozdov fue a Tokio a hablar con el norteamericano. Entonces le pusieron el nombre de Halcón.

–¿Cómo sabes eso?

–Había que arreglar ciertos detalles, establecer líneas de comunicación, transferir fondos… Yo era el responsable.

Los tres hombres estuvieron hablando durante una semana. Orlov recordó los nombres de los Bancos a los que se había estado enviando el dinero durante años, y hasta recordó los meses (aunque no los días exactos) en los que se habían hecho las transferencias. Las sumas se incrementaban con el paso del tiempo, quizás en atención a los ascensos y a la mejora de la mercancía.

–Cuando me trasladaron al Directorio de Ilegales y me pusieron bajo las órdenes de Drozdov, mi relación con el caso Halcón prosiguió. Pero, esta vez, mi colaboración no tenía nada que ver con las transferencias bancarias, era más de carácter operativo. Si Halcón nos comunicaba el nombre de un agente que operaba contra nosotros, yo me encargaba de informar al departamento apropiado, por lo general a los de Acción Ejecutiva, llamados también de «Asuntos Resbaladizos», y ellos se encargaban de liquidar al agente enemigo si se encontraba fuera de nuestro territorio, o de detenerlo, si estaba dentro. Ése fue el procedimiento que utilizamos con los cuatro anticastristas cubanos.

Max Kellogg anotaba todo cuanto se decía y lo controlaba con sus grabaciones durante la noche.

–Hay una sola explicación que permita hacer coincidir todas estas declaraciones -dijo a Roth-. No sé cuál es, pero las cintas nos darán la respuesta. Ahora es cuestión de entablar comparaciones. De pasarse horas y horas verificando y comprobando. Y esto sólo puedo hacerlo en Washington, en el Registro Central. Tengo que volver a Estados Unidos.

Al día siguiente cogió un avión de vuelta, pasó cinco horas con el director de la CÍA en su mansión en Georgetown y luego se encerró en su propio despacho con las grabaciones. Tenía carta blanca, por orden expresa del director de la CÍA en persona. Nadie podía negar nada a Kellogg. Pese al secreto con el que se había rodeado todo el asunto, los rumores empezaron a propalarse por Langley. Algo se estaba cociendo. Algún escándalo se había producido y ese escándalo debía de estar relacionado con la seguridad interna. Empezó a cundir el pánico. Esas cosas jamás pueden ser mantenidas en secreto.

En Goldens Hill, al norte de Londres, hay un parquecillo – una especie de apéndice al parque de Hampstead Heath, mucho más grande- que contiene un jardín zoológico en el que se exhiben ciervos, cabras, patos y otras aves. McCready se encontró con Recuerdo en ese lugar el mismo día que Max Kellogg regresaba en avión a Washington.

–Las cosas no andan muy bien en la Embajada -dijo Recuerdo -. El hombre de la rama interna de contraespionaje y seguridad, por orden de Moscú, ha comenzado a preguntar por algunos expedientes que se remontan a años atrás. Pienso que se trata de una investigación sobre la seguridad interna, probablemente de todas las Embajadas soviéticas en Europa Occidental. Tarde o temprano le tocará el turno a la de Londres.

–¿Hay algo que pueda hacer para ayudarte?

–Es posible.

–Dímelo -pidió McCready.

–Me ayudaría mucho si les pudiese pasar alguna información que fuese realmente de interés; algunas buenas noticias sobre Orlov, por ejemplo.

Cuando el agente que se tiene destacado en un país extranjero ha cambiado de bando, se vuelve sospechoso si deja de conseguir información valiosa año tras año. Por eso, sus nuevos jefes acostumbran revelarle auténticos secretos, con el fin de que los transmita a casita y así dé prueba fehaciente de lo buen chico que es.

Recuerdo había dado a McCready los nombres de todos los agentes soviéticos en Gran Bretaña de los que él tenía conocimiento, lo que representaba la mayoría de ellos. Por razones obvias, los ingleses no los habían detenido a todos, ya que de, hacerlo, el juego hubiese acabado. Algunos habían sido apartados del acceso al material confidencial, no de un modo manifiesto, sino poco a poco, dentro del contexto de los cambios «administrativos». Otros hasta habían sido promovidos a cargos más altos, pero en los que no estaban en contacto con material secreto. Y otros recibían la información que pasaba por sus escritorios después de que hubiera sido manipulado, por lo que ocasionarían a sus patronos más daños que beneficios.

Recuerdo había recibido el permiso de «reclutar» algunos nuevos agentes para probar su fidelidad a Moscú. Uno de ellos era un oficinista que trabajaba en el Registro Central del SIS, un hombre de una lealtad a toda prueba hacia Gran Bretaña, pero dispuesto a hacerse pasar por traidor. En Moscú quedaron encantados al enterarse del reclutamiento del agente Glotón. Y así se acordó que, dos días después, Glotón haría llegar a Recuerdo una copia del memorándum que obraba en poder de Denis Gaunt y en el que se decía que a Orlov lo tenían escondido en la base militar de Alconbury, donde los norteamericanos lo tenían guardado a cal y canto, habiendo llegado incluso a negar el acceso a los británicos.

–¿Cómo andan las cosas con Orlov? – inquirió Recuerdo.

–Todo se ha silenciado de repente -contestó McCready-. Pude entrevistarme con él medio día, y nada más. Creo que sembré ciertas dudas en la mente de Joe Roth, cuando estuve en la base y aquí, en Londres. Luego regresó a Alconbury, habló de nuevo con Orlov y de repente salió disparado hacia Estados Unidos con un pasaporte falso. Quizá pensó que no nos daríamos cuenta. Parecía tener mucha prisa. Y no ha vuelto desde entonces, al menos no lo ha hecho a través de un aeropuerto regular. Tal vez haya ido directamente a Alconbury en un vuelo militar.

Recuerdo dejó de tirar migas de pan a los patos y se volvió a mirar a McCready.

–¿Han hablado contigo desde entonces?, ¿te han invitado a volver a la base?

–No. Y ya ha transcurrido una semana. Silencio total.

–En ese caso, él ha dicho ya la Gran Mentira, que era a lo que venía. De ahí que la CÍA se encuentre ahora atareada consigo misma.

–¿Tienes alguna idea de lo que podría ser?

Recuerdo suspiró.

–Si yo fuese el general Drozdov, pensaría como un hombre de la KGB. Hay dos cosas que la KGB ha estado persiguiendo siempre. Una de ellas es conseguir que estalle una guerra cruenta entre la CÍA y el SIS británico. ¿Han comenzado ya a combatirse?

–No, han estado muy amables. Sólo que nada comunicativos.

–Pues entonces se trata de la segunda cosa. El otro sueño de la KGB consiste en desgarrar a la CÍA desde su interior. En destruir su moral. Enemistar a los compañeros entre sí. Orlov denunciará a alguien como agente de la KGB en el seno de la CÍA. Se llegará a una acusación formal. Te lo advierto, el «caso Potemkin» es un asunto planificado desde hace mucho tiempo.

–¿Pero cómo desenmascararlo si ellos no hablan con nosotros?

Recuerdo empezó a caminar de vuelta hacia su automóvil. De repente volvió la cabeza y dijo por encima del hombro:

–Busca al hombre al que la CÍA haga el vacío de pronto. Ese será el hombre, y ese hombre será inocente.

Edwards se horrorizó.

–¿Permitir que Moscú se entere de que ahora tienen escondido a Orlov en la base de Alconbury? Si en Langley se llegan a enterar de esto, se formará la de Dios es Cristo. ¿A santo de qué vamos a hacer eso?

–Es una prueba. Creo en lo que Recuerdo me dice. Es mi amigo. Confío en él. Así que creo igualmente que Orlov es un farsante. Si no hay ninguna reacción de Moscú, si no hacen nada para atentar contra la vida de Orlov, ésa será la prueba. Los mismos norteamericanos tendrán que rendirse ante la evidencia. Se enfadarán, por supuesto, pero se darán cuenta de la lógica que ese acto encerraba.

–Y si por casualidad atacan y matan a Orlov, ¿serás tú el que vaya a contárselo a Calvin Bailey?

–No lo harán -replicó McCready-. Tan cierto como que la noche sigue al día, no lo harán.

–Y hablando del rey de Roma, pronto vendrá a visitarnos. De vacaciones.

–¿Quién?

–Calvin. Con su mujer y su hija. Encontrarás una carpeta sobre tu escritorio. Quiero que la Firma se encargue de brindarle cierta hospitalidad. Hay que concertar una serie de cenas con personas a las que él desea ver. Ha sido un buen amigo de Gran Bretaña desde hace muchos años. Es lo mínimo que podemos hacer.

McCready bajó las escaleras con aire displicente, se dirigió a su despacho y abrió la carpeta. Denis Gaunt estaba sentado frente a él.

–Es un amante de la ópera -dijo McCready, leyendo el informe-. Imagino que podemos conseguirle entradas para el «Covent Garden», el «Glyndebourne» y toda esa clase de lugarcejos.

–¡Dios mío, y yo no puedo ir al «Glyndebourne»! – exclamó Gaunt con envidia-. Hay una lista de espera de por lo menos siete años.

El suntuoso palacio, en el corazón del condado de Sussex, rodeado de preciosas campiñas, y que es la sede de uno de los teatros de la ópera más distinguidos de toda la nación, ha sido, y sigue siéndolo, el sueño de cualquier amante de la ópera en

una noche de verano.

–¿Te gusta la ópera? – preguntó McCready.

–Por supuesto que sí.

–¡Estupendo! Puedes servir de nodriza a Calvin y a Mrs. Bailey mientras estén aquí. Consigue entradas para el «Covent Garden» y para el «Glyndebourne». Utiliza el nombre de Timothy. Que te den un buen palco, insiste en ello. Este maldito trabajo ha de tener también algunos alicientes, aunque el diablo me lleve si algún día me aprovecho de ellos.

McCready se levantó para irse a almorzar. Gaunt cogió la carpeta.

–¿Y para cuándo tiene que ser? – preguntó.

–Para dentro de una semana -contestó McCready desde el umbral de la puerta-. Llámale por teléfono. Infórmale de lo que hayas organizado. Pregúntale por sus obras favoritas. Ya puestos a hacer las cosas, hagámoslas bien.

Max Kellogg se encerró entre sus archivos y convivió con ellos durante diez días. Su mujer, en Alexandria, fue informada que su esposo se encontraba de viaje fuera de la ciudad, y ella lo creyó. Kellogg se hacía traer la comida a su despacho, aunque se mantenía casi exclusivamente con una dieta consistente en café y una gran cantidad de cigarrillos largos con filtro.

Dos archiveros habían sido puestos a su disposición personal. Nada sabían acerca de sus investigaciones, se limitaban a llevarle todos los expedientes que él iba solicitando, uno tras otro. De viejas carpetas, almacenadas en recónditos lugares desde hacia largo tiempo, ya que eran de poca importancia, sin apenas relevancia, surgían amarillentas fotografías. Al igual que todos los servicios de espionaje, la CÍA jamás tira nada a la basura, por muy insignificante y atrasado que parezca; uno nunca puede saber si llegará el día en que ese detalle minúsculo, ese recorte de periódico o esa foto podrán ser necesitados. Y muchos de esos detalles insignificantes se necesitaban ahora.

Cuando estaba a mitad de sus investigaciones, dos agentes fueron enviados a Europa. Uno de ellos visitó Viena y Francfort, el otro, Estocolmo y Helsinski. Ambos iban provistos de sendos documentos que los identificaban como agentes de la DEA y llevaban cartas del Secretario del Tesoro de Estados Unidos en las que se solicitaba a los Bancos su cooperación. Horrorizados ante la idea de haber sido utilizados como centro para el blanqueo de dinero negro proveniente de la droga.

Un Banco importante en cada una de las cuatro ciudades convocó una reunión de sus directores y decidió abrir sus archivos.

Los cajeros eran llamados a comparecer en los despachos de los directores, donde el agente les enseñaba una fotografía. Se anotaron las fechas de las transacciones y los movimientos de las cuentas bancarias. Uno de los cajeros no pudo recordar nada. Los otros tres asintieron con la cabeza. Los agentes recogieron fotocopias de las cuentas, de los justificantes de las sumas depositadas y de las transferencias efectuadas. También muestras de firmas de una variedad de nombres para su análisis grafológico posterior en Langley. Y una vez que recolectaron todo aquello que habían ido a buscar, regresaron a Washington y depositaron sus trofeos sobre la mesa de Max Kellogg.

De una primera selección compuesta por más de veinte agentes de la CÍA que habían prestado sus servicios en Vietnam durante el período significativo de tiempo -y Kellogg había ampliado ese período añadiendo dos años más por delante y otros dos por detrás al espacio de tiempo que había indicado Orlov-, pronto fue eliminada una primera docena de ellos. Del resto, uno tras otro pasó por el cedazo.

Ellos o no habían estado en la ciudad señalada en la fecha indicada, o no podían haber divulgado cierta clase de información porque jamás la habían conocido, o no habían realizado cierto tipo de cita por haberse encontrado en esos momentos en la otra parte del mundo. Todos, excepto uno.

Antes de que los agentes volviesen a Europa Kellogg sabía ya quién era su hombre. Las evidencias suministradas por los Bancos no hicieron más que confirmar sus sospechas. Cuando lo tuvo todo listo, una vez finalizado su trabajo, volvió a la casa del director de la CÍA en Georgetown.

Tres días antes de que Kellogg fuese a ver al director de la CÍA, Calvin y su esposa, en compañía de su hija Clara, volaron de Washington a Londres. Bailey adoraba Londres; en realidad, era un anglófilo empedernido. La historia de la ciudad le entusiasmaba.

Le agradaba visitar los viejos castillos y las majestuosas mansiones construidas en pasadas épocas; recorrer los frescos claustros de las viejas abadías y los centros de estudio. Se instaló con su familia en un apartamento en Mayfair, propiedad de la CÍA y reservado para los visitantes encumbrados; alquiló un automóvil y se dirigió a Oxford, evitando la autopista y metiéndose por serpenteantes carreteras comarcales, haciendo un alto por el camino en la localidad de Bisham, donde se detuvo a comer al aire libre, en la terraza de la hostería «El Toro», cuyas vigas habían sido colocadas mucho antes de que la reina Isabel I viniese al mundo.

En su segundo día en Inglaterra, Joe Roth fue por la noche a visitarlo, invitado a tomar una copa. Fue la primera vez que vio a la increíblemente sencilla Mrs. Bailey y a Clara, una desgarbada niña de ocho años a la que los dientes le sobresalían, tenía unas largas trenzas color jengibre y llevaba gafas. Nunca había visto antes a la familia de Bailey; su superior no era esa clase de personas que uno asociaría a las partidas de cartas hasta altas horas de la noche y a las comilonas campestres al aire libre con las chuletas asándose sobre las brasas. Sin embargo, la habitual frialdad de Calvin Bailey parecía haberse desvanecido, lo que quizá podía deberse al hecho de que estaba gozando de unos días de vacaciones durante los que asistiría a la ópera y a los conciertos y visitaría las galerías de arte que tanto admiraba, o quizá también a la perspectiva de un futuro ascenso; en todo caso, eso era algo que Roth no hubiese podido decir.

A sus treinta y nueve años, Roth era lo bastante joven como para desear abrir su pecho a otro ser humano. Le hubiera gustado hablar con Bailey del alboroto que Orlov había organizado con su noticia bomba, pero las órdenes del director de la CÍA eran terminantes. De momento, a nadie le estaba permitido conocer lo que pasaba, ni siquiera a Calvin Bailey, director de Operaciones Especiales, hombre leal y de confianza de la Agencia, con un largo y distinguido historial a sus espaldas, en el que no escaseaban los méritos. Cuando se hubiese demostrado con pruebas fehacientes que la denuncia de Orlov era falsa, o que era verdadera, el director de la CÍA en persona se encargaría de informar a ese hombre, que ocupaba uno de los cargos más altos entre los agentes de mayor graduación de la Agencia. Pero hasta entonces; silencio. Podía hacer preguntas, mas no dar respuestas, y, desde luego, no voluntariamente. Así que Roth mintió.

Contó a Bailey que los interrogatorios a los que Orlov era sometido iban por buen camino, pero a un ritmo mucho más lento. Por supuesto, todo lo que Orlov recordaba con claridad ya había sido comunicado. Ahora de lo que se trataba era de ir extrayendo de su memoria detalles cada vez más pequeños. Estaba cooperando mucho y los británicos se sentían francamente contentos con él. Ahora había que revisar de nuevo aquellos aspectos que ya habían sido tratados con anterioridad. Ésa era una tarea que requería mucho tiempo; pero cada vez que repasaban algo ya analizado, aparecían algunos detalles nuevos, a veces minúsculos, pero siempre valiosos.

Cuando Roth estaba apurando su copa, Sam McCready llamó a la puerta del apartamento. Denis Gaunt le acompañaba y hubo nuevas presentaciones. Roth tuvo que admirar la desenvoltura de su colega británico. McCready, haciendo gala de unos modales exquisitos, felicitó a Bailey por el éxito extraordinario con Orlov, y le presentó todo un menú de propuestas que el SIS había elaborado para hacer más placentera la estancia de Bailey en Gran Bretaña.

Bailey se mostró encantado con las entradas para la ópera en el «Covent Garden» y el «Glyndebourne». Esos acontecimientos significarían el punto culminante de la visita de doce días que la familia Bailey dispensaba a Londres.

–¿Y después de vuelta a los Estados Unidos? – preguntó McCready.

–No. Aún haremos una escapada a París, Salzburgo y Viena, y luego a casa -contestó Bailey.

McCready hizo un gesto de comprensión. Tanto en Salzburgo como en Viena, el arte de la Opera había alcanzado un grado de perfección apenas comparable con cualquier otro en el mundo.

La reunión se convirtió en una velada tranquila y agradable. La obesa Mrs. Bailey andaba pesadamente de un lado a otro sirviendo las bebidas. Clara se despidió de ellos antes de irse a la cama. Los tres visitantes se marcharon poco después de las nueve de la noche.

Ya en la acera, McCready preguntó a Roth en voz baja:

–¿Qué tal marchan las investigaciones, Joe?

–Te has obsesionado con una bobada -contestó Roth.

–Ten mucho cuidado -replicó McCready-, os estáis dejando embaucar de lo lindo. Os están tomando el pelo.

–Pues eso es lo que pensamos de vosotros, Sam.

–¿A quién ha engatusado él de nuevo, Joe?

–¡Déjame en paz! – replicó Roth irritado-. A partir de ahora, el Trovador es algo que incumbe sólo a la Compañía. Nada tiene que ver con vosotros.

Joe Roth dio media vuelta y se dirigió con rápidos pasos hacia Grosvenor Square.

Dos días después, Max Kellogg se reunía de noche con el director de la CÍA en la biblioteca de la mansión de éste, junto con expedientes, notas, copias de cuentas bancarias y fotografías. Entonces le contó lo que había averiguado.

Tenía un cansancio de muerte, se encontraba exhausto después de haber realizado una labor que, en condiciones normales, hubiera requerido un equipo de hombres y el doble de tiempo. Se le veía demacrado y con ojeras.

El director de la CÍA estaba sentado al otro lado de la vieja mesita de caoba, que había sido colocada entre los dos para disponer sobre ella todo el cúmulo de papeles que Kellogg había llevado consigo. El anciano parecía hundido dentro de la chaqueta de terciopelo de su esmoquin; mientras las luces de las lámparas sacaban extraños reflejos de su calva cabeza y de su rostro fruncido, por debajo de las oscuras cejas sus ojillos se movían nerviosos, posándose en Kellogg para, de inmediato, clavarse en los documentos testimoniales, eran como los de una vieja lagartija.

–¿No puede haber dudas? – preguntó cuando Kellogg acabó su exposición.

Kellogg denegó con la cabeza.

-El Trovador nos facilitó veintisiete indicios que pueden servir de pruebas. Veintiséis de ellos coinciden.

–¿Todos de carácter circunstancial?

–Inevitablemente. Si exceptuamos el testimonio de los tres

–Por supuesto que sí, señor. Hay muchos precedentes y es un caso ampliamente documentado. No siempre se necesita un cadáver para detener a alguien por asesinato.

–¿No se requiere una confesión?

–No es imprescindible. Y puede decirse con certeza que no directamente. Se trata, a fin de cuentas, de un agente muy astuto, muy hábil, muy duro y de gran experiencia.

El director de la CÍA suspiró.

–Ve a casa, Max. Vuelve a tu hogar con tu esposa. No digas nada. Te llamaré cuando te necesite de nuevo. No vuelvas a la oficina hasta que yo no te lo ordene. Tómate unas vacaciones. Descansa.

El anciano hizo un gesto de despedida con la mano y le señaló la puerta. Max Kellogg se levantó y salió de la biblioteca. El director llamó a un ayudante y le ordenó que enviase un telegrama en clave a Londres, a nombre de Joe Roth, clasificado «tan sólo para sus ojos». El texto rezaba, escueto:

Regresa de inmediato. Misma ruta. Preséntate a mí. Mismo sitio.

El mensaje estaba firmado con la palabra en clave que le diría a Roth que provenía del director de la CÍA en persona.

Las sombras sobre Georgetown se aumentaron en aquella noche de verano, al igual que, cada vez más, las sombras se extendían por los pensamientos del anciano. El director de la CÍA permaneció a solas en su biblioteca; meditaba sobre los viejos tiempos, recordando a amigos y a compañeros, a hombres y mujeres, todos ellos jóvenes brillantes, que él mismo había enviado al otro lado del Atlántico, y que habían muerto durante los interrogatorios por culpa de un soplón, de un traidor. No existían las excusas en aquellos tiempos, no había ningún Max Kellogg que se preocupase de buscar las pruebas contundentes después de un trabajo abrumador. Y tampoco existía el perdón en aquellos días; al menos, no para un denunciante. Se quedó mirando fijamente la fotografía que tenía delante.

–¡Hijo de puta! – exclamó, pronunciando con lentitud cada palabra-. ¡Hijo de perra, traidor!

Al día siguiente, un mensajero entró en el despacho de Sam McCready, en la Century House, y le dejó un mensaje del departamento de claves sobre el escritorio. McCready estaba muy ocupado, por lo que hizo un gesto a Gaunt, indicándole que lo abriera. Éste lo leyó, emitió un silbido y se lo pasó. Se trataba de una orden de la CÍA impartida desde Langley. Durante sus vacaciones en Europa, a Calvin Bailey le estaba prohibido el acceso a toda información de índole confidencial.

–¿Orlov? – preguntó Gaunt.

–Por supuesto -contestó McCready-. ¿Qué demonios habrá hecho para convencerlos?

En ese momento, McCready tomó su propia decisión al respecto. Utilizó un buzón falso para enviar un mensaje a Recuerdo, pidiéndole una entrevista lo antes posible.

A la hora del almuerzo, en uno de esos mensajes de rutina que enviaba la división de Vigilancia de Aeropuertos, perteneciente al MI-5, le informaron de que Joe Roth había salido de nuevo de Londres en dirección a Boston, utilizando el mismo pasaporte falso.

Esa misma noche, habiendo ganado cinco horas al cruzar el Atlántico, Joe Roth se encontraba sentado ante la mesita de la biblioteca, en la mansión del director de la CÍA. Éste se había sentado frente a él y tenía a Max Kellogg a su derecha. El anciano tenía una expresión siniestra, mientras que Kellogg se veía simplemente nervioso. Cuando llegó a su casa, en la ciudad de Alexandria, se metió en la cama y aún le dio tiempo de dormir veinticuatro horas hasta que recibió la llamada en la que se le ordenaba regresar a Georgetown. Había dejado todos sus documentos en la casa del director, pero los tenía de nuevo ante él.

–Comienza de nuevo, Max. Desde el principio. Explicándolo todo como me lo contaste a mí.

Kellogg echó una mirada a Roth, se ajustó las gafas y cogió un pliego de encima del montón de legajos.

–En mayo del sesenta y siete, Calvin Bailey fue enviado a Vietnam en calidad de jefe provincial, de G-12. Aquí está el nombramiento. Fue asignado, como puedes ver, al llamado «Programa Fénix». Ya habrás oído hablar de él, ¿no, Joe?

Roth asintió con la cabeza. Cuando la guerra del Vietnam estaba en todo su apogeo, los norteamericanos desencadenaron una operación de gran envergadura con la que pretendían contrarrestar los drásticos efectos que el Vietcong se había asegurado entre la población local mediante su política de sádicas ejecuciones públicas, de carácter selectivo. La idea era aplicar el terrorismo contra los norvietnamitas, identificando v eliminando a los activistas del Vietcong. En eso consistía el «Programa Fénix». El número de personas sospechosas de pertenecer al Vietcong que fueron enviadas a reunirse con su Creador, sin que pudieran acogerse al postulado de la presunción de inocencia o al derecho a tener un juicio justo, es algo que jamás ha llegado a establecerse con exactitud. Algunos han arrojado el cálculo de unas veinte mil personas, que la CÍA reduce a ocho mil.

Aún más problemática sigue siendo la cuestión de saber con certeza cuántos de aquellos sospechosos pertenecían realmente al Vietcong, ya que pronto se convirtió en práctica habitual entre los vietnamitas el denunciar a cualquier persona contra la que se sintiese alguna clase de rencor. La gente era denunciada por motivos que obedecían a las luchas irreconciliables entre familias o entre clanes, a las disputas sobre límites territoriales o, simplemente, a casos de deudas, que quedaban zanjadas si el acreedor moría.

Por regla general, la persona denunciada pasaba a manos de la Policía Secreta vietnamita o del Ejército, la ARVN. La forma de llevar los interrogatorios y los métodos utilizados en las ejecuciones eran una prueba evidente del ingenio oriental.

–Había allí jóvenes norteamericanos, recién llegados de Estados Unidos -prosiguió Kellogg-, los cuales tuvieron que presenciar actos que nadie debiera haber presenciado. Algunos desertaron, otros necesitaron ayuda psiquiátrica. Y hubo una persona que cambió de modo de pensar y abrazó precisamente la ideología de los hombres a los que había sido enviado a combatir. Calvin Bailey fue esa persona, al igual que George Blake cuando cambió su modo de pensar en Corea. No tenemos pruebas de que haya ocurrido realmente así, ya que no podemos saber qué ocurre dentro de una mente humana, pero la evidencia de lo que sigue nos permite suponer que nuestra hipótesis cae dentro de lo que podríamos calificar de «completamente razonable».

»En marzo de 1968 se produjo lo que, en mi opinión, fue la experiencia cumbre. Bailey se encontraba presente en la aldea de My Lai justamente cuatro horas después de la masacre- ¿Te acuerdas de My Lai?

Roth asintió de nuevo con la cabeza. Todo aquello formaba parte de la historia. Y Roth conocía la historia contemporánea de su nación. El 16 de marzo de 1968, una compañía de Infantería del Ejército estadounidense entró en una pequeña aldea llamada My Lai, donde se sospechaba que algunos miembros del Vietcong o simpatizantes de esa organización podían estar ocultos. Qué fue exactamente lo que les hizo perder el control y actuar como seres enloquecidos es algo que sólo pudo establecerse más tarde, y de modo inadecuado. Cuando no recibieron respuestas a sus preguntas, comenzaron a disparar, una vez que habían empezado no pudieron detenerse hasta que unos cuatrocientos cincuenta civiles desarmados, entre hombres, mujeres y niños, yacían acribillados en el suelo, formando montones de cadáveres mutilados. Tuvieron que transcurrir dieciocho meses antes de que la noticia se filtrase en la sociedad estadounidense, y tres años más hasta el día en que el teniente William Calley tuvo que comparecer ante un Consejo de Guerra. Pero Calvin Bailey lo había sabido a las cuatro horas, y lo había visto todo.

–Aquí está el informe que presentó en aquella época -dijo Kellogg, pasando por encima varias páginas-, escrito de su puño y letra. Como puedes ver, está redactado por un hombre sacudido por una tremenda conmoción. Por desgracia parece ser que esa experiencia convirtió a Bailey en un simpatizante del comunismo.

«Seis meses después, Bailey informó que había reclutado a dos primos vietnamitas, Nguyen Van Troc y Vo Nguyen Can, y que había logrado infiltrarlos en el mismo Servicio de Inteligencia del Vietcong. Fue un golpe maestro, el primero de muchos. De acuerdo con las declaraciones de Bailey, estuvo dirigiendo a esos hombres durante dos años. De acuerdo con las de Orlov, ocurrió todo lo contrario. Ellos le estuvieron dirigiendo a él. Mira esto.

Kellogg pasó dos fotografías a Roth. En una de ellas se veía a dos jóvenes vietnamitas, tomados en un primer plano y con la jungla de fondo. Uno de ellos estaba marcado con una cruz en el rostro, para indicar que ya había muerto. La otra fotografía, tomada mucho después en una terraza con sillas de mimbre, mostraba a un grupo de oficiales vietnamitas en un ambiente relajado, mientras les estaban sirviendo el té. El camarero miraba hacia la cámara y sonreía.

–La persona que servía el té acabó en un campo de refugiados en Hong Kong, tras haber huido en un barco. La fotografía era su posesión más preciada, pero los británicos se la quitaron porque estaban interesados en el grupo de oficiales. Fíjate en el hombre que está a la izquierda del camarero.

Roth lo miró. Aquel hombre era Nguyen Van Troc, diez años más viejo, pero la misma persona, sin duda alguna. En sus hombreras se veía el distintivo de un oficial de alta graduación.

–En la actualidad es subdirector del Servicio de Contraespionaje vietnamita -dijo Kellogg-. Y con esto hemos comprobado uno de los cargos.

»Y a continuación tenemos lo que afirmó el Trovador de que nuestro hombre pasó al servicio de la KGB precisamente en Saigón. El Trovador nombró a un hombre de negocios de nacionalidad sueca, ya muerto, que era el residente de la KGB en Saigón en el año de 1970. Desde 1980 sabemos que ese hombre de negocios no era lo que pretendía ser; por otra parte, el Servicio de Contraespionaje sueco descubrió hace ya tiempo la falsedad de su biografía ficticia. El hombre jamás vino de Suecia, así que lo más probable es que viniese de Moscú. Bailey pudo haberse entrevistado con él cada vez que hubiese querido.

»Y ahora pasemos a Tokio. El Trovador aseguró que Drozdov en persona estuvo en esa ciudad en ese mismo año, en 1970, cuando se encontró con nuestro hombre y le puso el nombre de Halcón. No podemos probar que Drozdov se hallara allí en esa fecha, pero el Trovador estaba muy seguro de esos datos. Y Bailey viajó a Tokio aquel año. Aquí tienes su orden de traslado en la «Air America», las líneas aéreas de la CÍA. Todo encaja. Regresó a Estados Unidos en 1971 convertido ya en agente de la KGB.

A partir de entonces, Calvin Bailey había ocupado dos cargos en América Central y en Sudamérica y tres en Europa, un continente este último que había visitado en muchas ocasiones conforme ascendía dentro de la jerarquía y tuvo que hacer viajes de inspección a las estaciones de la CÍA en el extranjero.

–Sírvete un trago tú mismo, Joe -refunfuñó el director de la CÍA-, que ahora se pone peor.

–El Trovador mencionó cuatro Bancos a los cuales su departamento en Moscú hizo transferencias en metálico para el traidor. Incluso nos dio las fechas de esas transferencias. Tenemos las cuatro cuentas, una en cada uno de los Bancos mencionados por el Trovador; en Francfort, Helsinski, Estocolmo y Viena. He aquí los comprobantes de los pagos, sumas elevadas y en metálico. Todos ellos fueron hechos al mes de haber sido abiertas las cuentas. A cuatro cajeros se les mostró una fotografía del sospechoso; tres de ellos lo identificaron como el hombre que había abierto las cuentas. Ésta es la fotografía.

Kellogg le pasó una fotografía de Calvin Bailey. Roth se quedó contemplando el rostro como si fuese el de un extraño. No podía creerlo. Había comido con ese hombre, bebido con él, reunido con su familia. El rostro de la fotografía le devolvía la mirada con absoluta inexpresividad.

-El Trovador nos mencionó cinco aspectos confidenciales que la KGB conocía y que no tenía por qué saber. Y nos indicó también las fechas en que esas informaciones llegaron a poder de los rusos. Cada una de esas cuestiones secretas era conocida exclusivamente por Calvin Bailey y por otras pocas personas.

»Incluso los éxitos de Bailey, esos golpes de mano que le aseguraron el ascenso en la Compañía, Moscú se los suministró, no fueron más que sacrificios auténticos de la KGB para fortalecer la posición de su agente en nuestra Organización. El Trovador mencionó cuatro operaciones que fueron dirigidas por Bailey con notable éxito. Y está en lo cierto. Pero también afirmó que todas esas operaciones fueron realizadas con el consentimiento de Moscú, y mucho me temo que sea cierto, Joe.

»Tenemos un total de veinticuatro elementos concretos que Orlov nos ha facilitado, y veintiuno de ellos coinciden con nuestro hombre. Tendríamos ahora otros tres, mucho más recientes. Joe, cuando Orlov te telefoneó aquel día en Londres, ¿qué nombre usó?

-Hayes -contestó Roth.

–Tu nombre en clave. ¿Cómo lo sabía?

Roth se encogió de hombros.

–Y, por último, llegamos a los recientes asesinatos de los agentes mencionados por Orlov. Bailey te dijo que le llevases a él antes que a nadie el material de Orlov, y que se lo entregases en mano, ¿no es así?

–Sí. Pero eso era algo de lo más normal. Se trataba de un proyecto de Operaciones Especiales, y el material sería estrictamente confidencial. Bailey quería ser el primero en verificarlo.

–Cuando Orlov denunció al inglés Milton-Rice, ¿no fue Bailey el primero en enterarse?

Roth asintió con la cabeza.

–¿Y los británicos, tres días después?

–Sí.

–Y Milton-Rice fue asesinado antes de que los ingleses pudiesen echarle el guante. Lo mismo que ocurrió con Remyants. Lo siento mucho, Joe. Está más claro que el agua. Hay demasiadas pruebas.

Kellogg cerró su última carpeta y dejó a Roth absorto en la contemplación del material que tenía frente a él; las fotografías, los recibos bancarios, los pasajes de avión, las órdenes de traslado. Todo aquello parecía un endemoniado rompecabezas que hubiese sido resuelto sin que quedase ninguna pieza por encajar. Incluso la motivación, esa tremenda experiencia en Vietnam, era lógica.

Kellogg recibió la orden de retirarse. El director de la CÍA miró a Roth fijamente desde el otro lado de la mesa.

–¿Qué estás pensando, Joe?

–¿Sabe que los ingleses piensan que el Trovador es un farsante? – contestó Roth-. La primera vez que vine le comuniqué cuál es el punto de vista de Londres,

El director de la CÍA, profundamente irritado, hizo un gesto de impaciencia, dando un manotazo como, si quisiera alejar algo de sí

–¡Pruebas, Joe! Les pediste pruebas concretas. ¿Te dieron alguna?

Roth hizo un gesto con la cabeza en señal de negación.

–¿Acaso te dijeron que tienen un agente que ocupa un alto cargo en Moscú y que ha denunciado al Trovador?

–No, señor. Sam McCready lo negó.

–¡Pues entonces no hablan más que mierda! – gritó el director de la CÍA-. Carecen de pruebas, Joe, sólo es el resentimiento por no ser ellos los que tienen al Trovador. Aquí sí hay pruebas, Joe. Páginas y páginas enteras de pruebas.

Roth se quedó mirando los papeles con expresión de incredulidad. Enterarse de repente que había estado colaborando con un hombre que llevaba ya muchos años abocado a la tarea de traicionar a su patria era como si le hubiesen asestado un duro golpe en el estómago.

Se sentía enfermo.

–¿Qué quiere que haga, señor? preguntó con voz serena.

El director de la CÍA se levantó del sillón y comenzó a pasear por su elegante biblioteca.

–Soy el director de la Agencia Central de Inteligencia. Nombrado por el propio Presidente. Y como tal tengo la misión de proteger a este país con todas mis fuerzas y lo mejor que pueda. De todos sus enemigos. Con el Presidente, pero también sin él. No puedo, y no quiero, ir ahora a verle y decirle que nos encontramos ante otro escándalo mayúsculo que hará aparecer a todas las traiciones anteriores como inocentes juegos de niños. Y mucho menos después de la reciente serie de fallos en nuestro sistema de seguridad.

»No lo expondré al escarnio de la Prensa y a la mofa de las demás naciones. No habrá detención, ni tampoco juicio, Joe. El juicio ha sido celebrado ya, aquí, y emitido el veredicto. La sentencia la he de dictar yo, ¡que Dios me ayude!

–¿Qué quiere que haga, señor? – repitió Roth.

–En un último análisis, Joe, podría obligarme a mí mismo a no preocuparme por la traición a la confianza depositada en él, los secretos divulgados, la pérdida de prestigio, el gran daño moral que nos inflige, el escarnio de los medios de comunicación y las burlas de los demás países. Pero no puedo expulsar de mi mente las imágenes de los agentes denunciados, sus viudas y sus huérfanos. Para el traidor, sólo puede dictarse una sentencia, Joe.

»No volverá aquí, jamás. No pondrá los pies en este país, nunca más. Será condenado a la oscuridad eterna. Volverás a Inglaterra y antes de que pueda llegar a Viena y atraviese la frontera con Hungría, que es seguramente lo que tendrá planeado desde que el Trovador se ha pasado a nosotros, harás lo que hay que hacer.

–No estoy muy seguro de que yo sea capaz de ello, señor.

El director de la CÍA se inclinó por encima de la mesa y extendió el brazo, cogió a Roth por la barbilla, le alzó el rostro y miró con expresión inquisidora los ojos de aquel hombre joven. Los suyos eran duros como la obsidiana.

–Lo harás, Joe. Lo harás porque yo te lo ordeno como director de la CÍA, porque a través de nuestro Presidente hablo en nombre de este país, y porque tienes que hacerlo por tu patria. Vuelve a Londres y haz lo que hay que hacer.

–Sí, señor -dijo Joe Roth.

CAPÍTULO V

La embarcación zarpó del muelle de Westminster a las tres en punto de la tarde y comenzó su perezosa travesía río abajo, dirección Greenwich. Una multitud de turistas japoneses se aglomeraba en cubierta, apretando los disparadores de sus cámaras fotográficas cual si de cerradas ráfagas de ametralladora se tratara con el fin de retener la huidiza imagen del edificio del Parlamento.

Cuando el barco se aproximó a la mitad del río, un hombre vestido con un ligero traje gris se levantó con calma de su asiento y se dirigió hacia popa, donde se quedó de pie, contemplando la agitada estela que la embarcación dejaba en las aguas del Támesis. Pocos minutos después, otro hombre, que llevaba un ligero impermeable de verano, se levantó de un banco diferente y se acodó a su lado.

–¿Qué tal andan las cosas por la Embajada? – preguntó Sam McCready en voz baja y serena.

–No demasiado bien -contestó Recuerdo -. Ya se ha confirmado el hecho de que una acción de contraespionaje a gran escala se halla en marcha. De momento, eso está afectando sólo a mis empleados jóvenes. Pero en forma intensiva. Cuando hayan acabado con ellos, el foco de búsqueda se dirigirá más hacia arriba…, a mí. Estoy ocultando pruebas lo mejor que puedo, pero hay algunos asuntos para los que tendría que hacer desaparecer carpetas enteras, y eso me ocasionaría más perjuicio que beneficio.

–¿Cuánto tiempo crees que puedes quedarte todavía?

–Unas pocas semanas todo lo más.

–Ten mucho cuidado, querido amigo. Nunca pecarás por exceso de prudencia. En modo alguno queremos otro Penkovsky.

A principios de los años sesenta, el coronel Oleg Penkovsky, del Servicio de Inteligencia militar soviético, trabajó para los británicos durante dos años y medio que bien pueden ser calificados de gloriosos. Hasta entonces, y durante muchos años después, fue el agente soviético más valioso jamás reclutado, y el que más daño hizo a la Unión Soviética. En aquel breve espacio de tiempo hizo llegar a los británicos más de cinco mil documentos calificados top secret, lo que culminó con el informe secreto vital acerca de la existencia de misiles soviéticos en Cuba en 1962, información que permitió al presidente Kennedy jugar magistralmente sus cartas contra Nikita Kruschev. Pero Penkovsky se quedó más tiempo de lo conveniente. Habiéndole apremiado para que huyera, insistió en permanecer allí unas cuantas semanas más. Fue descubierto, torturado e interrogado, sometido a juicio y fusilado. Recuerdo sonrió.

–No te preocupes, que no habrá otro affair Penkovsky. No se repetirá. ¿Y cómo te van las cosas?

–No muy bien. Creemos que Orlov ha denunciado a Calvin Bailey.

Recuerdo emitió un silbido de asombro.

–¿Tan alto? Bien, bien. ¿Conque el mismísimo Calvin Bailey? Así que él era el objetivo del «Proyecto Potemkin». Sam, tienes que convencerles de su equivocación, de que Orlov miente.

–No puedo -dijo McCready-. Ya lo he intentado. Pero se han desbocado.

–Tienes que intentarlo de nuevo. Ahora está en juego una vida humana.

–¿No pensarás realmente que…?

–¡Oh, sí, mi viejo amigo, claro que lo pienso! – replicó el ruso-. El director de la CÍA es un hombre apasionado. No creo que esté dispuesto a permitir que se produzca otro escándalo monumental, más grande que todos los escándalos juntos que hubo anteriormente, y mucho menos si perjudica la carrera de su Presidente. Optará por imponer silencio. Para siempre. Pero por supuesto, no se saldrá con la suya. Se imaginará que una vez perpetrado el hecho, el asunto nunca saldrá a relucir. Pero nosotros sabemos que se equivoca, ¿no es cierto? Los rumores empezarán a correr muy pronto, porque la KGB se preocupará de que proliferen. Son muy buenos en ese campo.

»Lo irónico de todo este asunto es que Orlov ha ganado ya. Si Bailey es detenido y llevado a juicio, con la gigantesca y dañina publicidad que eso implica, Orlov ha ganado. Si Bailey es silenciado y la noticia sale a relucir, la CÍA sufrirá un gran descalabro en su moral y en su imagen, con lo que Orlov ha ganado. Si Bailey es expulsado sin derecho a pensión, él proclamará su inocencia y la controversia durará años. Y, de nuevo, Orlov será el ganador. Tienes que disuadirlos.

–Ya lo he intentado. Pero siguen pensando que la mercancía de Orlov es inmensamente valiosa y pura. Creen en él.

El ruso se quedó mirando las espumosas aguas por debajo del castillo de popa mientras la embarcación pasaba por delante de la zona de reurbanización portuaria, en la que se veía un gran número de grúas y montones de escombros de las tiendas abandonadas y semidemolidas.

–¿Te he hablado alguna vez de mi teoría del cenicero?

–No -contestó McCready-, no creo que lo hayas hecho.

–Cuando daba clases en la escuela de entrenamiento de la KGB, les decía a mis alumnos que cogiesen un cenicero de cristal y lo rompiesen en tres pedazos. Si a continuación recogemos uno de ellos, sólo sabremos que tenemos un pedazo de vidrio. Si recogemos dos, sabremos que tenemos las dos terceras partes de un cenicero, pero no podremos echar dentro las colillas de nuestros cigarrillos. Para disponer del artículo entero y poder utilizarlo, necesitamos los tres pedazos del cenicero.

–¿Y entonces?

–Pues que entonces todo cuanto Orlov ha facilitado representa uno o dos pedazos de diversos ceniceros enteros. Hasta ahora no ha entregado ni un solo cenicero completo a los norteamericanos. Algo realmente secreto que la Unión Soviética venga ocultando desde hace años y que no desee que se sepa. Di a los estadounidenses que le sometan a una prueba definitiva. Fracasará. Pero cuando me vaya, traeré el cenicero completo. Entonces lo creerán.

McCready se quedó pensativo. Al cabo de un rato preguntó:

–¿Conocerá Orlov el nombre del quinto hombre?

Recuerdo se puso a pensar en lo que su amigo le había preguntado.

–Es probable que sí, aunque no puedo estar seguro – contestó al fin-. Orlov pasó muchos años en el Directorio de Ilegales. Yo, nunca. Siempre pertenecí al servicio de espionaje operativo de Embajadas. Los dos hemos estado en la Sala Conmemorativa; eso forma parte habitual del entrenamiento. Pero, de los dos, sólo él ha podido ver el Libro Negro. Oh, sí, tiene que saber el nombre.

En lo más profundo del corazón del edificio número dos de la plaza Yerzinsky, donde está el cuartel general de la KGB, se encuentra la llamada Sala Conmemorativa, una especie de santuario dentro de una edificación atea en el que se rinde culto a los grandes precursores de la presente generación de altos agentes de la KGB. Entre los retratos de personas reverenciadas que cuelgan de sus paredes se encuentran los de Arnold Deutsch, Teodor Maly, Anatoli Gorsky y Yuri Modin, quienes fueron sucesivamente agentes reclutadores y controladores y formaron parte de la red de espionaje más dañina que pudo ser reunida jamás por la KGB entre los británicos.

Los reclutamientos se llevaron a cabo sobre todo entre un grupo de jóvenes estudiantes de la Universidad de Cambridge a mediados y a finales de la década de los treinta. Todos habían estado coqueteando con el comunismo, como también hicieron muchos otros que después lo abandonaron. Pero cinco de ellos continuaron y se dedicaron a servir a Moscú de un modo tan brillante y eficaz, que han llegado a ser conocidos hasta el día de hoy como los Cinco Magníficos o las Cinco Estrellas.

Uno de ellos fue Donald Maclean, el cual dejó Cambridge para entrar en el Ministerio de Asuntos Exteriores. A finales de los años cuarenta se encontraba en la Embajada británica en Washington, donde desempeñó un papel fundamental en la entrega a Moscú de centenares de documentos en los que se consignaban los secretos de la nueva bomba atómica que Estados Unidos estaba fabricando en colaboración con Gran Bretaña.

Otro fue Guy Burgess, fumador y bebedor empedernido, y rabioso homosexual, que se las ingenió de algún modo para no ser expulsado del Foreign Office a causa de sus vicios. Servía de enlace y garantizaba la comunicación entre Donald Maclean y sus amos moscovitas.

Ambos fueron descubiertos al fin en 1951, pero pudieron evitar ser detenidos gracias a que alguien les avisó en secreto y huyeron a Moscú.

El tercero fue Anthony Blunt, también homosexual, hombre de una inteligencia extraordinaria y con un gran talento para el espionaje, que puso a disposición de Moscú. Se preocupó también por explotar su otro talento para la historia del arte y se convirtió en conservador de la colección de arte privada de la Reina y en caballero del reino. Él fue la persona que avisó a Burgess y a Maclean del arresto inminente, en 1951. Habiendo salido airoso de una serie de investigaciones, fue descubierto al fin, por lo que le despojaron de su título y cayó en desgracia, pero todo eso no sucedió hasta bien entrada la década de los ochenta.

De todos ellos, el que obtuvo mayor éxito fue Kim Philby, el cual entró en el Servicio Secreto de Inteligencia británico y llegó a dirigir el Departamento Soviético. La huida de Burgess y de Maclean en 1951 hizo que las sospechas también recayeran sobre él. Fue interrogado, no confesó nada, lo apartaron del servicio y, finalmente, huyó a Moscú desde Beirut, en 1963.

Los retratos de los cuatro colgaban de las paredes de la Sala Conmemorativa. Pero el grupo había estado compuesto por cinco personas, y el quinto retrato no era más que un recuadro en negro. La identidad real del quinto hombre sólo se podía encontrar en el Libro Negro. La razón era sencilla.

Confundir y desmoralizar al adversario es uno de los principales fines estratégicos de la guerra que se libra en el oculto mundo del espionaje, y la causa de la retardada creación del departamento de maniobras de diversión que dirigía McCready. Desde principios de los años cincuenta, los ingleses sabían que había existido un quinto hombre en aquella red de espionaje reclutada hacía ya tanto tiempo, pero nunca habían podido enterarse de quién se trataba. Moscú sacaba provecho de todo.

A lo largo de todos aquellos años, treinta y cinco en total, y para satisfacción de Moscú, el enigma estuvo atormentando al Servicio Secreto británico, acosado también por una Prensa ávida de sensacionalismos y por una larga serie de libros.

Las sospechas recayeron sobre una docena de agentes de comprobada lealtad y largos años de servicio, los cuales tuvieron que presenciar cómo sus carreras se frenaban en seco y sus vidas eran destrozadas. El principal sospechoso fue el último Sir Roger Hollis, que ascendió hasta el puesto de director general del MI-5, que se convirtió en el blanco de las manías persecutorias de otro hombre de carácter tan obsesivo como James Angleton, del funesto Peter Wright, el cual trató de hacer una fortuna con un libro terriblemente aburrido en el que sacaba a relucir de nuevo sus quejas egocentristas acerca de su pequeña pensión (lo mismo que hace cualquiera) y su convencimiento de que Roger Hollis había sido el Quinto Hombre.

Otras personas también fueron sospechosos, incluidos los dos lugartenientes de Hollis, e, incluso, personaje de tan profundo patriotismo como Lord Víctor Rothschild. Todo aquello no eran más que tonterías, pero el rompecabezas seguía. ¿Vivía el quinto hombre aún? ¿Quizá todavía en funciones? ¿Ocupando un alto cargo en el Gobierno? ¿Era un honrado funcionario público o pertenecía a algún Servicio Secreto? Y de ser así, sería desastroso. El asunto podría acallarse si se identificaba de una vez por todas a aquel quinto hombre que había sido reclutado hacía tanto tiempo. Como era lógico, la KGB había estado guardando celosamente ese secreto durante treinta y cinco años.

–Pide a los norteamericanos que pregunten a Orlov cómo se llamaba el quinto hombre. No lo revelará. Pero yo lo averiguaré, y lo traeré conmigo cuando me pase a vuestro lado.

–Nos enfrentamos a la cuestión del tiempo -dijo McCready-. ¿Cuánto puedes resistir aún?

–Unas cuantas semanas como mucho, quizá menos.

–Ellos no esperarán, si estás en lo cierto con respecto a la reacción del director de la CÍA.

–¿No tienes otra manera de convencerles de que se queden quietos? – preguntó el ruso.

–La hay. Pero tendrías que darme tu permiso.

Recuerdo le escuchó durante algunos minutos. Luego asintió con la cabeza.

–Si ese tal Roth te da su solemne palabra de honor de que no dirá nada, y si confías en que la mantendrá, entonces, sí.

Cuando a la mañana siguiente, Joe Roth abandonó la terminal del aeropuerto, habiendo volado toda la noche desde Washington, se encontraba atontado por el viaje en avión y no estaba del mejor humor.

Había bebido demasiado durante el viaje y no le divirtió en absoluto que una caricatura de voz con acento irlandés le hablara al oído.

–Muy buenos y santos días, Mr. Casey, y bien venido de nuevo entre nosotros.

Roth se volvió. Sam McCready se encontraba a su lado. Era evidente que el muy hijo de puta estaba enterado desde hacía mucho tiempo de lo del pasaporte a nombre de Casey, y que había ordenado comprobar las listas de pasajeros en la terminal de Washington para estar seguro de que lo encontraría en el vuelo indicado.

–Sube -dijo McCready cuando salieron a la calle-. Te llevaré hasta Mayfair.

Roth se encogió de hombros. «¿Por qué no?» Se preguntó qué demonios sabría el otro o qué se figuraría. El agente británico mantuvo la conversación a un nivel de charla insustancial hasta que llegaron a las afueras de Londres. Cuando abordó el tema con seriedad, lo hizo de pronto.

–¿Cuál ha sido la reacción del director de la CÍA? – le preguntó.

–No sé de qué me estás hablando.

–No. Venga, Joe. Orlov ha denunciado a Calvin Bailey. Eso es una gilipollada. ¿No os lo habréis tomado en serio?

–Estás muy equivocado, Sam.

–Hemos recibido una nota en Century House. Mantened apartado a Bailey de todo material confidencial. Eso significa que está bajo sospecha. ¿Y quieres hacerme creer que no es porque Orlov lo ha acusado de ser un agente soviético?

–Es sólo rutina, ¡por el amor de Dios! Algo relacionado con el mantenimiento de demasiadas amantes.

–Podría decirte que me lamieses el culo -replicó McCready-. Calvin puede ser muchas cosas, pero lo cierto es que no es ningún tenorio. Prueba con otra mentira.

–¡No me presiones, Sam! No abuses demasiado de nuestra amistad. Ya te lo dije en otra ocasión; se trata de un asunto interno de la Compañía. ¡Déjame en paz!

–¡Joe, por el amor de Dios! Las cosas han ido demasiado lejos. Se escapan de las manos. Orlov os ha mentido y temo que vayáis a hacer algo terrible.

Joe Roth perdió los estribos.

–¡Para el coche! – gritó-. ¡Para esta mierda de coche!

McCready frenó el «Jaguar» junto al bordillo de la acera. Roth cogió su equipaje del asiento de atrás asió el pestillo de la portezuela. McCready le agarró del brazo.

–Joe, mañana a las dos y media. Tengo algo que quiero mostrarte. Te recogeré a la puerta de tu casa a las dos y media.

–¡Piérdete! – exclamó el norteamericano.

–Tan sólo unos pocos minutos de tu tiempo. ¿Es demasiado pedir? Por los viejos tiempos, Joe, por todo lo que hemos hecho juntos.

Roth se desprendió de su amigo, descendió del coche y se alejó por la calle en busca de un taxi.

Pero allí se encontraba McCready al día siguiente, a las dos y media de la tarde, esperándole en la acera, delante del bloque de apartamentos en el que vivía. Permaneció sentado en el «Jaguar» hasta que Roth subió en él y se alejaron del lugar sin decir una palabra. Su amigo estaba todavía enojado y receloso. El trayecto que recorrieron no llegó a los ochocientos metros.

Roth pensó que le conducía a su propia Embajada, tan cerca habían llegado de la plaza Grosvenor, pero McCready detuvo el coche en Mount Street, una manzana más allá.

A la mitad de Mount Street se encuentra uno de los restaurantes de pescado más exquisitos de Londres, el «Scott's». A las tres en punto un distinguido caballero, que vestía un traje gris claro, salió por la puerta del restaurante y se quedó en el umbral de la entrada. De inmediato, una limusina negra de la Embajada soviética se acercó para recogerlo.

–Dos veces me preguntaste si teníamos un agente infiltrado en la KGB en Moscú -dijo McCready en tono sereno-. Te respondí que no. Y no te mentía. No del todo. Nuestro hombre no se encuentra en Moscú; está aquí, en Londres. Lo estás viendo en este momento.

–No creo lo que estoy viendo -susurró Roth-. Ése es Nikolai Gorodov. Es el director de toda la maldita rezidentura de la KGB en Gran Bretaña.

–En carne y hueso. Y trabaja para nosotros, desde hace cuatro años. Vosotros habéis recibido todo su material, con la fuente camuflada, pero puro. Y él afirma que Orlov está mintiendo.

–Pruébalo -dijo Roth-. Siempre estás diciendo que Orlov ha de probar lo que nos cuenta. Ahora pruébalo tú. Dame una prueba de que ese hombre es vuestro.

–Si Gorodov se rasca la oreja izquierda con la mano derecha antes de meterse en el coche, significará que trabaja para nosotros -dijo McCready.

La limusina negra se detuvo delante de la puerta del restaurante. Gorodov no miró ni por un instante hacia el «Jaguar». Pero alzó la mano derecha, la cruzó por delante del pecho, se rascó el lóbulo de la oreja izquierda y se metió en el coche. El vehículo de la Embajada se alejó.

Roth agachó la cabeza y hundió el rostro entre las manos. Respiró hondamente varias veces y luego levantó la cabeza.

–Tengo que decírselo al director de la Agencia -dijo-. Personalmente. Volaré a Washington.

–Ése no ha sido el trato -dijo McCready-. Di mi palabra a Gorodov, y tú me has dado la tuya hace diez minutos.

–Tengo que decírselo al director de la Agencia -repitió Roth-, o, de lo contrario, la suerte estará echada. Ahora ya no puedo retroceder.

–Entonces, retrásalo. Puedes decir que has conseguido otras pruebas, o inventarte algún pretexto para postergarlo. Quisiera hablarte de la teoría del cenicero.

Le habló entonces de la conversación que había mantenido con Recuerdo dos días antes, en la embarcación que surcaba el Támesis.

–Pregunta a Orlov por el nombre del quinto hombre. Lo sabe, mas no querrá decírtelo. Pero Recuerdo lo averiguará y nos lo dirá cuando se pase a nuestro lado.

–¿Cuándo será eso?

–Muy pronto. Dentro de unas pocas semanas, todo lo más. En Moscú andan con la mosca detrás de la oreja. El círculo se está cerrando.

–Una semana -dijo Roth-. Bailey saldrá para Salzburgo y Viena dentro de una semana. No tiene que llegar a Viena. El director se imagina que huirá por la frontera húngara.

–¿Y por qué no le llamáis con carácter de urgencia? Eso es, ordenadle que vuelva a Washington. Si obedece, eso bien merece un retraso. Si se niega, tiraré la toalla.

Roth consideró la proposición.

–Lo intentaré -dijo-. Ante todo iré a Alconbury. Y mañana, cuando regrese de la base, si Orlov se ha negado a decirme el nombre del quinto hombre, enviaré un cable al director comunicándole que los británicos nos han dado pruebas recientes de que Orlov puede estar mintiendo y le pediré que Bailey regrese a Langley de inmediato. A guisa de prueba. Estoy seguro de que el director acabará dando su consentimiento. Y con eso tendremos un retraso de algunas semanas.

–Suficiente, viejo amigo -dijo McCready-. Más que suficiente. Recuerdo se habrá pasado ya con nosotros para entonces y podremos arreglar todas las cosas con vuestro director. Confía en mí.

Roth se encontraba en Alconbury poco después de la puesta del sol. Encontró a Orlov en su habitación, tumbado en la cama, leyendo y escuchando música. Ya había agotado el tema de Simón y Garfunkel -Kroll le dijo que los hombres del equipo de vigilancia ya se sabían casi de memoria cada palabra de los veinte éxitos musicales- y se había pasado a los Seekers. Cuando Roth entró en la habitación, Orlov apagó el tocadiscos, en el que sonaba Mornigtown, y se sentó sobre la cama dirigiéndole una sonrisa.

–¿Cuándo regresaremos a Estados Unidos? – preguntó-. Aquí me aburro. Incluso en el rancho estaba mejor, pese a todos los riesgos.

Orlov había engordado de tanto permanecer tumbado y sin posibilidad de hacer ejercicio. Su alusión al rancho era una broma. Después de aquel simulacro de atentado, Roth, durante un tiempo, mantuvo la versión de que había sido obra de la KGB, que Moscú debía de haberse enterado de los detalles del rancho por Urchenko, el cual había sido interrogado en ese lugar antes de que cometiese la estupidez de volver con la KGB. Pero después reveló a Orlov que había sido una jugarreta de la CÍA para comprobar las reacciones del desertor ruso. Al principio, Orlov se enfureció («¡Hijos de puta, creí que iba a morir!», gritó.) Pero después se echó a reír al recordar el incidente.

–Muy pronto -contestó Roth-. Muy pronto habremos terminado aquí.

Esa noche cenó con Orlov le habló de la Sala Conmemorativa en Moscú. Orlov asintió.

–Por supuesto, ya lo creo que he estado en ella. Todos los agentes iniciados son llevados allí. Para ver a los héroes y admirarlos.

Roth encauzó la conversación hacia los retratos de las Cinco Estrellas. Masticando un trozo de solomillo, Orlov denegó con la cabeza.

–Cuatro -le corrigió-. Sólo hay cuatro retratos. Los de Burgess, Philby, Maclean y Blunt. Cuatro estrellas.

–¿Pero no hay acaso un quinto marco que no contiene más que un papel negro? – inquirió Roth.

Orlov había comenzado a masticar mucho más despacio.

–Sí -admitió tras tragar el trozo de carne-. Un marco pero sin retrato.

–¿Así que había un Quinto Hombre?

–Aparentemente.

Roth no cambió el tono de la conversación, mas se quedó vigilando a Orlov por encima del tenedor.

–Pero tú eras todo un comandante en el Directorio de Ilegales. Has tenido que leer el nombre impreso en el Libro Negro.

Algo extraño relampagueó en los ojos de Orlov.

–Nunca me mostraron ningún Libro Negro -replicó Orlov con toda calma.

–¡Peter! ¿Quién era el Quinto Hombre? ¡Su nombre, por favor!

–No lo sé, amigo mío. Te lo juro. – Sonrió de nuevo de ese modo tan caluroso y atractivo que le caracterizaba-. ¿Quieres interrogarme con el detector de mentiras?

Roth le devolvió la sonrisa, pero pensó: «¡No, Peter!, porque creo que puedes engañar a esa máquina cada vez que te lo propongas.» Decidió volver a Londres a la mañana siguiente y enviar un mensaje pidiendo un aplazamiento y que se llamase a Bailey a Washington para probarlo. Si había el más ínfimo elemento de duda -pese a la forma exhaustiva con que Kellogg creía haber comprobado el caso-, y ahora aparecía ese elemento de duda, él no cumpliría la orden, ni siquiera por obediencia al director de la CÍA ni pensando en su propia y brillante carrera. Algunos precios que había que pagar resultaban en realidad demasiado elevados.

A la mañana siguiente llegaron las limpiadoras. Eran señoras de Huntingdon, las mismas que se empleaban en el resto de la base. Cada una de esas mujeres había sido investigada por los Servicios de Seguridad y llevaba una tarjeta de identificación especial para entrar en el área acordonada. Roth y Orlov, sentados frente a frente, se encontraban tomando el desayuno en el comedor, mientras intentaban hablar por encima del ruido de una enceradora giratoria que alguien estaba manejando fuera en el pasillo. El insistente zumbido del aparato se acercaba y se alejaba conforme la mujer de la limpieza lo llevaba de un lado a otro.

Orlov se enjugó los restos de café de los labios, se excusó de que tenía que ir al servicio y salió de la sala. En lo que le quedaba de vida, Roth jamás volvería a burlarse de la creencia en un sexto sentido. Pocos segundos después de que Orlov hubiese salido, Roth advirtió un cambio en el ruido de la enceradora. Salió al corredor para ver la causa. La máquina estaba abandonada, con sus cepillos cepillando el suelo en el mismo sitio y el motor emitiendo un continuo y agudo alarido.

Había visto a la limpiadora cuando él se dirigía al comedor para desayunar con Orlov; se trataba de una señora delgada, con la bata de trabajo, rulos en el cabello y un pañuelo cubriéndole la cabeza. Para dejarlo pasar, la mujer se había echado a un lado y había continuado su faena sin levantar la mirada. Y ahora había desaparecido. Al final del pasillo, la puerta del servicio de caballeros se bamboleaba aún lentamente.

–¡Kroll! – gritó Roth con todas sus fuerzas mientras se precipitaba hacia el final del pasillo.

La mujer se encontraba de rodillas en el suelo, en el centro del servicio de caballeros, con el cubo de plástico junto a ella y las botellas de detergentes y bayetas esparcidas a su alrededor. En la mano derecha empuñaba una pistola «Sig Sauer» con silenciador, que las bayetas habían ocultado. En el extremo más alejado del recinto se abrió la puerta de uno de los cubículos y Orlov salió. La asesina, arrodillada alzó el arma y apuntó.

Roth no sabía ruso, pero conocía unas pocas palabras. Gritó «¡Stoi!» con todas sus fuerzas. La mujer giró sobre sus rodillas. Roth se lanzó al suelo. Oyó un «plop» y sintió la onda expansiva cerca de su cabeza. Todavía estaba tumbado sobre las baldosas cuando hubo un ruido atronador a sus espaldas y sintió los efectos de más ondas expansivas a su alrededor. Y es que los lavabos cerrados no son lugares para disparar un «Magnum» del cuarenta y cuatro.

Detrás de él se encontraba Kroll, en el umbral de la puerta, empuñando su revólver con ambas manos. No necesitaba efectuar un segundo disparo. La mujer yacía de espaldas sobre las baldosas, una mancha roja en su pecho hacía juego con las rosas de su bata de trabajo. Poco después descubrirían que la verdadera señora de la limpieza se encontraba en su casa en Huntingdon, atada y amordazada.

Orlov seguía aún ante la puerta del cubículo, con el rostro pálido como la cera.

–¿Más juegos? – vociferó-. ¡Ya está bien de juegos de la CÍA!

–Nada de juegos -replicó Roth, al tiempo que le levantaba del suelo-. Esto no ha sido un juego. Ha sido la KGB.

Orlov miró de nuevo y vio que el oscuro charco rojizo que se extendía ahora sobre las baldosas no era un efecto especial de Hollywood. No en esta ocasión.

Roth necesitó dos horas para conseguir un avión que trasladase de inmediato a Orlov y al resto del equipo de vuelta a Estados Unidos, y para asegurarse de que, una vez allí, serían llevados en seguida al rancho. Orlov abandonó la base muy contento, llevándose su magnífica colección de canciones. Cuando el avión de transporte militar estadounidense despegó hacia Estados Unidos, Roth se montó en su automóvil y se dirigió a Londres. Estaba profunda y amargamente enfadado.

En parte se culpaba a sí mismo. Habría debido saber que después de haber sido descubierto Bailey, la base de Alconbury no podía ser considerada por mucho tiempo como un lugar seguro para Orlov. Pero con la interferencia de los británicos había estado tan atareado que el asunto se le había ido de la mente. Nadie es infalible. Se preguntó extrañado por qué Bailey no habría avisado a Moscú para que organizasen el asesinato de Orlov, antes de que ese coronel de la KGB hubiese tenido la oportunidad de mencionar su nombre. Quizás había confiado en que Orlov jamás le nombraría, pues no tendría esa información. Ése fue el error de Bailey. Nadie es infalible.

Cuando llegó a la Embajada sabía muy bien lo que tenía que hacer. La pelota se encontraba ahora en el campo de McCready. Si éste quería sostener su teoría de que Gorodov era un desertor de verdad y Orlov sólo un farsante, y que, por lo tanto, Bailey estaba fuera de toda sospecha, ya que, siendo una persona inocente, había sido víctima de una pérfida maquinación, tan sólo había una cosa que el británico pudiese hacer. Tenía que organizar las cosas para que Gorodov se pasase ya, de modo que Langley hablara con él y aclarase las cosas de una vez por todas. Se dirigió a su despacho para llamar por teléfono a McCready a la Century House. En el corredor se tropezó con su jefe de departamento.

–¡Ah!, por cierto -dijo Bill Carver-, nos acaba de llegar algo, por cortesía de Century. Parece que nuestros amigos de Kensington Palace Gardens están moviendo las cosas. Su rezident, Gorodov, ha salido en avión para Moscú esta mañana. Lo tienes sobre tu escritorio.

Roth no hizo la llamada. Se sentó frente a su escritorio. Se sentía aturdido. Así que habían tenido razón, él y su director y su Agencia. Pero, en lo hondo de su corazón, sintió lástima de McCready. Haberse equivocado de tal modo, haber sido engañado de una manera tan miserable durante cuatro años tenía que representar un golpe terrible. Y en lo que respectaba a él mismo, lo cierto era que se sentía aliviado de un modo muy extraño, pese a lo que le quedaba por hacer. Ahora no tenia dudas, ni la más mínima. Los dos acontecimientos ocurridos en una sola mañana habían servido para disipar de su cabeza cualquier resto de duda. El director de la CÍA estaba en lo cierto. Lo que había que hacer tenía que ser hecho.

Pero todavía sentía lástima por McCready. «Seguro que en la Century House le estarán dando ahora una buena reprimenda», pensó.

Y se la estaban dando, o se la daba, mejor dicho, Timothy Edwards.

–Lamento mucho tener que decirte esto, Sam, pero estamos ante un fracaso total. Precisamente acabo de ver al Jefe y hemos intercambiado algunas palabras, y la conclusión a la que hemos llegado es que podemos plantearnos con toda seriedad la posibilidad de que Recuerdo haya sido un leal agente soviético durante todo este tiempo.

–No lo ha sido -replicó McCready categórico.

–Eso es lo que tú dices, pero las evidencias actuales parecen apuntar claramente a la posibilidad de que nuestros primos estadounidenses estén en lo cierto y nosotros hayamos sido embaucados. ¿Sabes cuáles serán las consecuencias de todo esto?

–Puedo imaginármelo.

–Tendremos que analizarlo todo de nuevo, y evaluar cada maldita cosa que Recuerdo nos haya dado durante estos cuatro años. Es una empresa endemoniada. Y, peor aún, nuestros primos han compartido toda nuestra información, así que tendremos que decírselo para que ellos, a su vez, revisen todo de nuevo. Reparar los daños será labor de muchos años. Y aparte de todo, se trata de una vergüenza mayúscula. El Jefe no está muy satisfecho que digamos.

Sam dio un suspiro. Siempre ocurría lo mismo. Cuando la mercancía de Recuerdo era la auténtica sal de la vida, dirigirlo era una operación propia del Servicio. Pero ahora se trataba de un error cometido única y exclusivamente por el Manipulador.

–¿Te hizo saber de algún modo que tuviese la intención de regresar a Moscú?

–No.

–¿Cuándo pensaba finiquitar sus cosas y venirse con nosotros?

–Dentro de dos o tres semanas -contestó McCready-. Pensaba comunicarme el momento en que su situación se volviese desesperada y entonces saltar la valla.

–Pues bien, no lo ha hecho. Ha vuelto a su casa. Y es de suponer que voluntariamente. Los del servicio de vigilancia de aeropuertos nos informan que pasó por Heathrow sin ninguna coacción. Ahora hemos de pensar que Moscú es su verdadera patria.

»Y para colmo tenemos ese maldito asunto de Alconbury. ¿Qué clase de espíritu maligno te ha poseído? Dijiste que se trataba de una prueba. Pues bien, ahí la tienes, Orlov la ha pasado con sobresaliente. Esos hijos de puta han intentado matarle. Hemos tenido mucha suerte de que tan sólo muriese la asesina. Y eso es algo que no podemos contar a nuestros primos. Jamás. ¡Ya puedes enterrarla!

–Sigo sin creer que Recuerdo nos haya mentido.

–¿Y por qué no? Ha vuelto a Moscú.

–Tal vez trate de conseguir un último maletín lleno de documentos para dárnoslo.

–Correría un peligro terrible. Tiene que estar loco. ¡Con el cargo que ocupa!

–Pues es la verdad. Quizá se trate de un equívoco. Pero él es así. Hace años prometió que nos traería un último paquete con un gran regalo antes de venirse con nosotros. Estoy convencido de que ha ido a buscarlo.

–¿Sustentas con alguna prueba ese notable exceso de confianza?

–Instinto.

–¿Instinto? – remedó Edwards en tono sarcástico-. No podemos llevar a cabo con éxito ninguna empresa basándonos en el instinto.

–Colón lo hizo -replicó McCready-. ¿Puedo hablar con el Jefe?

–Así que apelando al César, ¿eh? Serás bien recibido. Pero no creo que logres nada.

Sin embargo, McCready lo logró. Sir Christopher escuchó atentamente lo que le proponía.

–¿Y suponiendo que sea leal a Moscú después de todo? – preguntó.

–En ese caso, lo sabré en breves instantes.

–Pueden encarcelarte -dijo el Jefe.

–No lo creo. No parece que Gorbachov desee de momento una confrontación diplomática.

–Y tampoco la tendrá -aseguró el Jefe, categórico-. Si vas, lo harás por tu cuenta.

Así que Sam McCready se dispuso a viajar en esas condiciones. Lo único que deseaba era que Gorbachov no estuviese enterado de las mismas. Necesitó tres días para hacer sus planes.

Cuando McCready se encontraba en su segundo día de preparativos, Joe Roth llamó por teléfono a Calvin Bailey.

–Calvin, acabo de regresar de Alconbury. Creo que deberíamos de hablar.

–Por supuesto, Joe, ven a verme.

–Lo cierto es que de momento no corre mucha prisa. ¿Por qué no me invitas a cenar para mañana?

–Ah, muy bien, es una buena idea, Joe. De todos modos, Gwen y yo andamos muy mal de tiempo en estos días. Hoy, por ejemplo, hemos almorzado en la Cámara de los Lores.

–¿De verdad?

–Como lo oyes, Joe. Con el jefe del Alto Estado Mayor.

Roth no salía de su asombro. En Langley, Bailey era una persona fría y distante, con tendencia al escepticismo. No había más que dejarlo suelto en Londres y ya era como un niño en una tienda de juguetes. ¿Y por qué no? Dentro de seis días se encontraría a salvo en Budapest, tras haber cruzado la frontera.

–Calvin, conozco una hostería maravillosa subiendo por el Támesis, en la localidad de Eton. Sirven un exquisito menú de pescado. Se dice que el rey Enrique VIII solía enviar una embarcación a Ana Bolena para que la remontase río arriba cuando quería encontrarse con ella a escondidas en aquel lugar.

–¿En serio? ¿Es tan antigua? Bien, escucha, Joe, mañana por la noche vamos al «Covent Garden». Pero el jueves podría ser.

–De acuerdo. Quedamos para el jueves, Calvin. Como tú quieras. Estaré esperándote a las ocho a la puerta tu casa. Hasta el jueves entonces.

Al día siguiente, Sam McCready terminó sus preparativos y se dispuso a dormir en esa noche que quizá fuere la última que pasara en Londres.

Por la mañana, tres hombres aterrizaban en Moscú en vuelos diferentes. El primero fue el rabino Birnbaum. Llegaba de Zurich en un avión de la «Swissair». El policía que se ocupaba del control de pasaportes en Scheremetievo pertenecía al Directorio de Policías fronterizos de la KGB; era un joven de cabellos tan rubios como la mies, ojos azules y mirada fría. Inspeccionó al rabino de pies a cabeza y, a continuación, concentró toda su atención en el pasaporte. Se trataba de un estadounidense llamado Norman Birnbaum y tenía cincuenta y seis años.

Si el policía hubiese sido algo mayor, hubiera recordado cuando en Moscú, y prácticamente en toda Rusia, había muchos judíos ortodoxos que se parecían al rabino Birnbaum. Era un hombre fuerte que vestía traje negro y camisa blanca con corbata negra. Lucía una poblada barba canosa y bigote. Cubría su cabeza con un sombrero negro y llevaba unas gafas de cristales tan gruesos, que las pupilas se le dilataban y distorsionaban cuando se esforzaba por ver a través de aquellos lentes. A ambos lados del rostro, como si saliesen del ala del sombrero, le caían sendos bucles de cabellos ensortijados. El rostro que se veía en la fotografía del pasaporte era el mismo de aquel hombre, pero sin el sombrero.

El visado estaba en orden y había sido expedido por el Consulado General de la Unión Soviética en Nueva York. El policía le miró de nuevo.

–¿Cuál es el motivo de su visita a Moscú?

–Deseo visitar a mi hijo durante algunos días. Trabaja aquí, en la Embajada de Estados Unidos.

–Un momento, por favor -dijo el policía. Se levantó de su asiento y se retiró. Detrás de una puerta de cristal, el rabino pudo verlo mientras deliberaba con un oficial de más alta graduación, que se puso a examinar el pasaporte.

Los rabinos ortodoxos eran muy raros en un país en el que la última escuela rabina había sido abolida hacía ya algunas décadas. El joven oficial regresó.

–¡Espere un momento, por favor! – le ordenó, e hizo señas al siguiente en la cola para que se acercara.

Hubo algunas llamadas telefónicas. Alguien en Moscú consultó una lista en la que venía la relación del personal diplomático acreditado. El oficial de mayor graduación regresó poco después con el pasaporte y susurró algo al oído del joven. Al parecer existía un Roger Birnbaum, el cual aparecía como miembro del Departamento de Contabilidad de la Embajada de Estados Unidos. Lo que no se decía en la lista era que su auténtico padre vivía retirado en Florida, y que la última vez que había estado en una sinagoga había sido con motivo de la consagración religiosa de su hijo, cuando éste cumplió los trece años de edad, es decir, hacía unos veinte años. Por señas indicaron al rabino que podía pasar.

Luego le registraron la maleta en la aduana. Llevaba la muda habitual de camisas, calcetines y calzoncillos, otro traje negro, útiles de aseo y una edición del Siddur en hebreo. El policía de la aduana lo hojeó, sin entender ni una palabra. A continuación dejó pasar al rabino.

Birnbaum cogió el autobús de «Aeroflot», que lo condujo hasta el centro de Moscú mientras soportaba alguna que otra mirada de curiosidad o de burla. Desde el edificio de la terminal de autobuses anduvo hasta el «Hotel Nacional», en Manege, donde entró en el servicio de caballeros y usó el urinario hasta que el otro ocupante que había se fue. Entonces se ocultó en el cubículo de uno de los retretes.

El disolvente del pegamento lo llevaba en su frasco de colonia. Cuando salió de los lavabos, todavía llevaba la chaqueta negra, pero sus pantalones reversibles eran ahora de un color gris claro. El sombrero descansaba dentro de su maleta, junto con las pobladas cejas, los largos bigotes canosos y la cerrada barba, objetos a los que hacían compañía la camisa y la corbata. Sus cabellos, en vez de grises, eran ahora de un color castaño claro y vestía puesto un jersey de cuello alto, de un amarillo chillón, que antes llevaba debajo de la camisa. Salió del hotel, sin que nadie le prestara atención, cogió un taxi y se hizo conducir hasta la puerta de la Embajada británica, situada en el terraplén enfrente del Kremlin.

Dos jóvenes de las milicias rusas, que montaban guardia ante la puerta, en territorio soviético, le pidieron la identificación. Les mostró el pasaporte británico y sonrió con expresión afectada al joven que lo examinaba. Éste se sintió azorado y se lo devolvió rápidamente. Muy irritado, hizo señas al homosexual británico de que penetrase en el territorio de su Embajada y enarcó las cejas, echando a su compañero una expresiva mirada mientras el inglés obedecía sus órdenes. Instantes después, éste había cruzado la puerta y desaparecía tras los muros de la Embajada.

El rabino Birnbaum no era en realidad ni judío, ni estadounidense, ni homosexual. Su verdadero nombre era David Thornton y era uno de los mejores maquilladores de artistas de la cinematografía británica. La diferencia que existe entre el maquillaje para teatro y el que se necesita para el cine consiste en que en el teatro las luces son muy intensas y la distancia entre los actores y el público es considerable. En el cine también hay luces, pero puede ocurrir que el cámara necesite tomar primeros planos y acerque el objetivo hasta pocos centímetros del rostro. De ahí que el maquillaje para el cine tenga que ser más sutil, más realista. David Thornton había trabajado durante años para los estudios «Pinewood», donde seguía siendo uno de los maquilladores más solicitados. Pertenecía también a ese grupo de expertos al que el Servicio Secreto de Inteligencia británico podía recurrir en cualquier momento cada vez que necesitaba a alguno de ellos.

La segunda persona en llegar tenía vuelo directo desde Londres, y viajaba con la «British Airways». Se trataba de Denis Gaunt, exactamente igual a sí mismo, salvo en el hecho de que tenía el cabello canoso y se veía quince años más viejo de lo que era en realidad. Llevaba un estrecho maletín de cuero con cerradura de combinación, sujeto a la muñeca izquierda por unas esposas, y lucía una corbata azul en la que tenía estampada la figura de un galgo, el distintivo de uno de los cuerpos de Mensajeros de la Reina.

Todos los países disponen de correos diplomáticos que se pasan la vida acarreando documentos de una Embajada a otra y volviendo con más documentos a sus respectivas naciones. De acuerdo a lo establecido en el Tratado de Viena, se les considera personal diplomático y sus equipajes no son registrados. El pasaporte de Gaunt estaba expedido a otro nombre, pero era un documento británico perfectamente válido. Lo presentó y pasó por los distintos controles sin impedimento alguno.

A la entrada del aeropuerto, un funcionario de la Embajada lo estaba esperando en un «Jaguar» para conducirlo a la Embajada británica, a donde llegó una hora después de Thornton. Así que pudo entregar a éste todos los instrumentos necesarios para el ejercicio del arte del maquillaje, los cuales había transportado en su propia maleta.

La tercera persona en pisar suelo moscovita fue Sam McCready, que llegó desde Helsinki en un vuelo de la «Finnair». Él también llevaba un pasaporte británico válido expedido a un nombre falso, y él también se había maquillado. Pero debido al calor que hacía dentro del avión, algo había salido mal.

Su rubia peluca se había ladeado un poco y, por debajo de ella, asomaba un mechón de cabellos oscuros. La goma de pegar que sujetaba su rubio bigote parecía haberse derretido, y, en uno de los extremos, su bien recortado bigote se había levantado, y le caía un poco sobre el labio superior.

El policía del control de entrada se quedó mirando la fotografía en el pasaporte y luego escudriñó el rostro del hombre que tenía frente a él. Los rostros eran idénticos, cabellos, bigote, todo. Nada hay de ilegal en el hecho de llevar una peluca, ni siquiera en Rusia; es algo que muchos hombres calvos hacen. ¿Pero un bigote que se afloje de pronto? El policía del control de pasaportes, que no era el mismo que había visto al rabino Birnbaum, ya que Scheremetievo es un aeropuerto muy grande, también fue a consultar a un oficial superior, el cual contempló al pasajero a través de un espejo unidireccional.

Al otro lado de ese mismo espejo, un fotógrafo sacó varias fotografías del pasajero, se impartieron una serie de órdenes y algunas personas pasaron de hallarse en condición de espera a encontrarse en estado de alarma operativo. Cuando Sam McCready hubo terminado en el control de aduanas y salió del aeropuerto, dos automóviles «Moscovitch», sin distintivo oficial, lo estaban esperando. También él fue recogido por un coche de la Embajada -de no tan alta categoría como un «Jaguar»-, y conducido hasta el edificio de la Embajada británica, aunque, en esta ocasión, el automóvil de la Embajada fue seguido durante todo el trayecto por dos vehículos de la KGB, cuyos ocupantes se encargaron después de dar aviso a sus superiores del Segundo Directorio Principal.

A últimas horas de la tarde, las fotografías de aquel extraño pasajero llegaban a la localidad de Yazenevo, donde tiene su sede el cuartel general del aparato de contraespionaje de la KGB, el llamado Primer Directorio Principal. Acabaron su recorrido sobre el escritorio del subdirector, el general Vadim V. Kirpichenko. El general se las quedó mirando, leyó luego el informe sobre la peluca y el extremo del bigote suelto, cogió las fotos y bajó con ellas hasta el laboratorio fotográfico.

–A ver si podéis quitarle esa peluca y el bigote -ordenó el general.

Los técnicos se pusieron a trabajar con el aerógrafo. Cuando el general vio el resultado final, estalló en estruendosas carcajadas.

–¡Que me lleven todos los diablos si éste no es Sam McCready! – murmuró.

Informó al Segundo Directorio Principal de que sus propios hombres se encargarían de seguir al sospechoso e impartió las órdenes.

–Hay que vigilarle las veinticuatro horas del día. Si establece contacto con alguien, detened a los dos. Si recoge algo de un buzón falso, detenedlo. Si se tira un pedo apuntando hacia el mausoleo de Lenin, detenedlo.

El general colgó el auricular y leyó de nuevo los datos del pasaporte de McCready. Se suponía que el hombre, un especialista en electrónica, había volado desde Londres vía Helsinki, para limpiar la Embajada de micrófonos ocultos y aparatos de escucha, una labor rutinaria.

–¿Pero qué demonios estás haciendo realmente aquí? – preguntó el general al rostro de la fotografía que tenía sobre su escritorio.

En la Embajada británica, McCready, Gaunt y Thornton comían a solas. Al embajador no le hacía mucha gracia el tener a esos tres extraños invitados, pero la petición le había llegado del gabinete del Consejo de Ministros, asegurándole que esa molestia no duraría más de veinticuatro horas. En lo que atañía a Su Excelencia, cuanto antes se marcharan esos tres fantasmas indeseados, tanto mejor.

–Espero que resulte -dijo Gaunt mientras tomaban el café-.

Los rusos son extraordinariamente buenos jugando al ajedrez.

–Cierto -asintió McCready con toda calma-, pero mañana nos enteraremos de lo buenos que son con el truco de las tres cartas.

CAPÍTULO VI