CAPÍTULO
XIX

Esa mañana y pese a todo, Emanuela estaba contenta. Habían transcurrido tres semanas desde la aparición de las primeras ronchas en la lengua de Juan, y las costras empezaban a desprenderse de su piel.

—Querida Manú —expresó van Suerk—, creo que podemos declarar a Juan libre de peligro.

Emanuela apoyó las manos unidas en la boca y dio saltitos de alegría.

—¡Qué magnífica noticia, pa’i! ¡Qué feliz estoy! Taitaru, ve a decírselo a mi sy. ¡Qué contenta se pondrá! Ojalá pudiese verle la cara cuando le des la noticia.

—Aún no es conveniente que ni tú ni yo nos aventuremos por el pueblo. Hemos sido los únicos que hemos estado en contacto directo con él.

—Sí, lo sé.

—Ha sido duro este confinamiento —admitió el médico holandés—, pero tendremos que soportarlo unos días más. Hasta que no caiga la última costra de Juan, sigue siendo contagioso.

—Sí, pa’i. Unos días más.

—Tal vez tú no sepas lo que hemos logrado aquí, Manú, porque, a Dios gracias, no te había tocado vivir el horror de una epidemia de viruela. Pero que, dejando aparte a Juan, solo tengamos cuatro casos y de pústulas tan leves y espaciadas, es un verdadero milagro.

—No es un milagro, pa’i, sino tu inoculación turca.

—No veo la hora de escribirle a mi colega inglés y contarle los magníficos resultados que hemos tenido aquí.

—¿Qué noticias llegan desde los otros pueblos?

La sonrisa de van Suerk desapareció como por ensalmo. Agitó la cabeza y apretó los labios.

—Muy malas. En Loreto ya se cuentan por cientos los muertos. El cuadro no varía mucho en la Candelaria. De los otros no hemos recibido noticias, pero dudo de que estén pasándolo mejor.

—Urge contarles acerca de la inoculación con la viruela bovina, pa’i. Deberían comenzar hoy mismo a inocular a los que no enfermaron para evitar que contraigan la enfermedad.

—Sí, hija. Tu pa’i Ursus le envió una larga carta al provincial refiriéndole con detalle lo que hicimos aquí y los resultados obtenidos.

Emanuela disimuló la inquietud que le causó la mención del provincial. No se había vuelto a tocar el tema de su alejamiento del pueblo. Tal vez ahora que Juan convalecía, que ninguno de los cuatro enfermos corría riesgo de muerte y que ella no había contraído la enfermedad, Ursus retomaría la cuestión. Después de todo, el provincial les había dado un mes para resolver su partida, y el tiempo corría rápidamente.

La alegría que había significado saber que Juan se hallaba en la vía de la recuperación se convirtió en un sentimiento amargo al recordar que hacía varios días que no veía a Aitor. Gracias a su taitaru, sabía que aún estaba en el pueblo, que se encontraba bien de salud y que, para matar el tiempo, daba una mano en el aserradero. Le había enviado varios mensajes con Ñezú —que lo amaba, que lo echaba de menos, que pronto volverían a estar juntos— sin recibir contestación. Su taitaru cumplía con repetir sus palabras, que Aitor oía sin emitir sonido.

Deprimida, caminó hacia el sector de la barraca donde se hallaba Juan, oculto tras un biombo. Lo encontró despierto.

—¿Cómo te sientes? —le preguntó, mientras forzaba una sonrisa.

—Bien, gracias a ti —dijo, sin fuerza, con voz apagada.

Emanuela se inclinó y le estudió las costras en los párpados y las conjuntivas, las que ella había cuidado con esmero para que no se infectasen; la ceguera se contaba entre las secuelas más graves de la viruela.

—Manú, ¿por qué estás triste?

—No lo estoy —dijo—, todo lo contrario. Estoy feliz porque mi pa’i van Suerk acaba de decirme que estás fuera de peligro.

—Gracias a ti —insistió el joven músico—, al sacrificio que hiciste por mí.

—No gracias a mí, Juan. Gracias a Tupá, que oyó nuestros ruegos.

—Tú eres el instrumento de Tupá, Manú. Sé que, por la noche, a riesgo de contagiarte, me tocabas con tus manos sanadoras. Yo percibía la calidez que manaba de ellas. No podía abrir los ojos a causa de la debilidad, tampoco hablarte, pero te sentía y sabía que estabas curándome. Gracias por salvarme la vida. Gracias por estas semanas de sacrificio. Sé que no ha sido fácil para ti recluirte entre estas cuatro paredes. Te quiero, Manú.

Emanuela se inclinó sobre su hermano de leche y le besó la frente. Dos lágrimas escaparon de sus ojos y se derramaron sobre el rostro de Juan.

—Yo también te quiero, Juan.

—Dime por qué estás triste. Dímelo, Manú. No soporto esa mirada que traes desde hace días. Es a causa de Aitor, ¿verdad? —Emanuela asintió con los ojos cerrados—. Lo conozco a ese hermano mío. Está celoso porque te dedicaste a cuidarnos, a mí y a los demás, y te expusiste al contagio. —Volvió a asentir—. Ah, Manú, tu tristeza es por mi culpa.

—Oh, no, Juan —dijo velozmente, y se secó los ojos con el mandil—. Tú no tienes culpa de nada. ¿De qué te culparías? ¿De haber contraído la viruela? No, olvídate. Aitor se obnubiló y me pidió que lo abandonase todo y me fuese con él cuando no sabíamos si yo había contraído la enfermedad. Habría sido un terrible error consentirlo.

—Lo amas mucho, ¿verdad?

—Más que a mi vida.

—Mi hermano es afortunado por ser el dueño de tu amor.

—Y yo, por tener el de él, aunque lo cierto es que no sé si todavía lo tengo. —Intentó que el comentario sonase divertido e irónico, y solo consiguió echarse a llorar porque le daba pánico enfrentar una vida en la que Aitor hubiese dejado de amarla. El pecho se le cerró y le costó respirar. Se excusó con su hermano y salió de la barraca. «A veces creo que eras el aire que necesito para vivir». Él, sin duda, lo era para ella. ¿Se habría olvidado de las palabras de amor susurradas en la intimidad, de las caricias que se habían prodigado y que les habían provocado ese gozo inefable, de las promesas, del futuro en el que jamás se separarían? ¿Habría olvidado el pacto de sangre? ¿Todo había quedado en la nada? ¡Qué impotente y atrapada se sentía!

«¡Aitooor!», clamó su alma. «¿Dónde estás, amor mío? ¿Por qué no puedes perdonarme y venir a verme, aunque sea desde lejos?»

* * *

Esa noche, como van Suerk se ocuparía del primer turno de guardia, Emanuela aprovecharía para darse un baño de palangana y quitarse de encima el olor a ácido carbólico y el sudor. Salió de la barraca, y el aire frío de la noche le golpeó el pecho. Anudó el chal de lana que le cubría los hombros y se aproximó al fogón para hervir agua. Esperaría a que se calentase allí afuera. Se le hacía imposible retornar dentro, al encierro, a los enfermos, a las tisanas y a los orinales. Estaba agobiada, cansada, harta. El frío de la noche la vigorizaba, y el espectáculo que componía el contraste entre el cielo nocturno, la luna llena y las estrellas le traía buenos recuerdos.

Necesitaba alejarse de la barraca que se había convertido en una prisión. Giró la cabeza y se quedó prendada del efecto que causaba la luz fría y blanca de la luna sobre las lápidas del cementerio. Decidió caminar hasta allí, dominada por una necesidad repentina de hablar con su madre Emanuela. Se arrebujó en el chal y echó a andar.

Las barracas se sucedían a un costado, lúgubres y silenciosas construcciones en las que se almacenaban los frutos del tupâmba’e, las herramientas y los trastos viejos. Se detuvo de golpe al advertir que la puerta de dos hojas de una de ellas se encontraba medio abierta y que, por el resquicio, se proyectaba una luz dorada y vacilante, como la que despide el pabilo de una vela. A medida que se aproximaba, la alcanzaban unos sonidos que no acertaba a definir; ¿eran palabras murmuradas o sollozos contenidos? Más que curiosidad, la impulsó la necesidad de cerciorarse de que nadie precisase ayuda o consuelo. Apoyó la mano en la jamba y la movió unas pulgadas. Se deslizó dentro y aguardó hasta que sus pupilas se acostumbrasen a la penumbra. Avanzó hacia la fuente de luz. Le tomó un momento discernir la escena que se desarrollaba frente a ella. ¿Por qué Aitor, completamente desnudo, sacudía con tanta rapidez y violencia la pelvis? Alguien estaba debajo de él. Olivia, la reconoció un instante después, también desnuda y con las piernas y los brazos en torno a las caderas y a la espalda de Aitor. Se aferraba a él como si la vida le fuese en ello. Ambos resollaban y gemían. Ni una visión del infierno la habría perturbado como la de aquellos dos haciendo el amor. «Y no vuelvas a decir hacer el amor. Solo contigo haré el amor. Lo demás sería fornicar». Comenzó a temblar de una manera incontrolable, y apretó los dientes para que no la delatase el castañeteo. Se conminaba a dar media vuelta y echar a correr, pero sus piernas no respondían. El corazón le batía contra el pecho, y temió que los amantes terminasen por escucharlo. Los sonidos se amortiguaron hasta desaparecer; entonces, cayó en la cuenta de que no habían desaparecido, sino que a ella la ensordecían sus pulsaciones.

Percibió un apretón sobre los hombros, y una energía la impulsó a darse vuelta. El padre van Suerk se llevó el índice a la boca y agitó la cabeza en el ademán de pedirle que guardase la compostura. Emanuela le permitió que la guiase fuera. Los pasos que dio o las palabras que pronunció, si es que pronunció alguna, hasta llegar a la barraca de los enfermos nunca los recordó. De pronto, se halló sentada en su camastro, donde temblaba como si afuera estuviese nevando y la temperatura hubiese descendido varios grados bajo cero. El padre van Suerk le echó dos mantas sobre los hombros y le acercó un brasero a los pies.

—Bebe —ordenó, y la ayudó a sujetar una calabacita con una infusión de valeriana endulzada con yerbabuena.

El hombre arrastró una banqueta, la colocó frente a Emanuela y se sentó.

—Cuando te vi salir —le explicó—, te noté muy pálida. Como no entraste de inmediato, salí a buscarte. Te vi caminar hacia la última barraca y decidí seguirte. Lo demás ya puedes imaginarlo.

Emanuela sorbía como una autómata y fijaba la vista en los rescoldos del brasero. No pensaba, no razonaba, no sufría, no sentía. Su mente repasaba una y otra vez la escena con la que acababa de tropezar. Elevó la vista y se dio cuenta de que el padre van Suerk se hallaba frente a ella y de que le hablaba.

Pa’i —sollozó, y se quedó callada, observando al jesuita con los ojos muy abiertos y húmedos. No tenía nada que decir. No sabía qué deseaba.

—Sé fuerte, mi niña. Bebe un poco más. Te hará bien.

Emanuela terminó la tisana y le entregó la calabacita al sacerdote, que luego de apoyarla en la banqueta que acababa de abandonar, la ayudó a recostarse y la tapó.

—¿Pa’i?

—¿Qué, Manú?

Agitó la cabeza y se mordió el labio para refrenar el grito de angustia que le laceraba el pecho.

—Sí, lo sé. La traición siempre es muy dolorosa.

—¿Por qué? —dijo en un susurro tembloroso.

—Si un poco lo conozco a Aitor, lo ha hecho porque estaba enojado, celoso, porque es impulsivo e iracundo, sin mencionar que es un muchacho lleno de bríos que a veces no sabe qué hacer con tanta energía.

«¡Yo me habría entregado a él!», exclamó para sí. «Me mintió, me engañó, me humilló».

—Intenta dormir, hija. Mañana, con la mente fresca, será más fácil pensar y tomar una decisión. Duerme. —El sacerdote la bendijo ejecutando la señal de la cruz en el aire y se retiró hacia el sector donde colgaban las hamacas con los enfermos.

No durmió en toda la noche. Se lo pasó dando vueltas en el camastro y nunca encontró una posición cómoda. No soportaba bajar los párpados, porque entonces la imagen de Aitor y Olivia se repetía en su mente con pertinacia macabra. Se dio cuenta de que el dolor padecido durante la huida de Aitor se había tratado de un juego de niños comparado con la desolación que sufría en ese momento. En aquella instancia, se aferraba a la esperanza de que él regresase. Ahora tenía la impresión de que la muerte le había caído encima y que la fatalidad de los hechos había convertido su destino en algo irreversible en el cual el dolor, la desesperación y la amargura se convertirían en sus eternas compañeras. ¿En qué chispa de tiempo las cosas habían dejado de ser maravillosas para transformarse en una pesadilla?

A eso de las cinco de la mañana, salió de la barraca envuelta en su chal y se quedó de pie en la oscuridad, con los ojos cerrados, oliendo la humedad del rocío. Se lavó la cara con el agua escarchada que se juntaba en un tonel cuando llovía. Se la enjuagó varias veces con fuerza, más bien con rabia. La noche anterior no se había bañado, y se sentía sucia, lo que no mejoraba su humor. Se rehízo las trenzas y se acomodó las prendas.

Relevó al padre van Suerk, que había hecho vigilia toda la noche para no molestarla. Se dedicó a sus enfermos con más devoción que de costumbre y mantuvo las manos ocupadas en la creencia de que engañaría a la mente, en vano. La noche anterior había presenciado una imagen brutal, y sabía que no la olvidaría mientras viviese. ¿Podría perdonarlo? Su desesperanza y tristeza alcanzaron un nivel intolerable cuando se dio cuenta de que había perdido algo que ella valoraba tanto como el amor en su relación con Aitor: la confianza. En esa instancia, en que todo le parecía negro, se dijo que sería imposible recuperarla.

El padre van Suerk apareció al mediodía y la ayudó a alimentar a los enfermos. Emanuela agradecía que el sacerdote no hiciese comentarios de lo ocurrido la noche anterior, ni que la contemplase con lástima. La trataba con la practicidad y la diligencia de costumbre, lo que le facilitaba seguir adelante con ese día, el peor que recordaba.

—¡Emanuela! ¡Sal un momento!

Van Suerk y su joven ayudante intercambiaron una mirada. Habían reconocido la voz de Aitor. Emanuela negó con la cabeza y siguió dándole la sopa a la enferma. El padre van Suerk apoyó el cuenco en una mesa y salió a lidiar con el muchacho.

¡Qué ironía!, pensó Emanuela. ¿Cuántas veces en esa última semana había deseado que él fuese a verla para intercambiar unas palabras y unas sonrisas a la distancia? En ese momento, no habría soportado mirarlo a los ojos. Lo habría recordado fornicando con Olivia. No obstante, que la contemplase como si nada hubiese ocurrido y que fuese capaz de fingir y de esconder algo tan perverso era lo que más la habría destrozado. Temía enfrentarlo y preguntarse: «¿Quién es este extraño?».

—Emanuela no puede verte ahora, Aitor —oyó decir al holandés—. Está ocupada.

—En una hora parto para Orembae. Volveré para despedirme.

Emanuela bajó los párpados y los brazos, de pronto agobiada por el desánimo.

—¿Te sientes bien, niña santa? —le preguntó la anciana a la que alimentaba.

—Sí, sí. —Impostó una sonrisa—. Es que anoche no dormí bien.

¡Se iba! ¡Partía de nuevo! Qué insensato. Aún no transcurría el tiempo en el que la viruela podía manifestarse. ¿Le permitirían salir del pueblo? ¿Y si se enfermaba lejos de ella y de la misión? ¿Quién lo cuidaría y asistiría? La fastidió preocuparse por él cuando resultaba palmario que a él, ella no le importaba.

Al cabo de una hora, van Suerk y Emanuela volvieron a mirarse cuando la voz de Aitor tronó en la barraca.

—Creo que deberías ir a despedirlo, Manú.

—No puedo, pa’i. No me lo pidas. Por favor. —Se cubrió la boca y la nariz para no llorar. El jesuita no tenía por qué soportar sus lloriqueos y penas de amor.

—¡Emanuela!

—¿Podrías…?

—Sí, hija, sí. Iré yo.

—Gracias, pa’i.

Emanuela se ocultó tras la puerta y aguardó con el aliento contenido las palabras del jesuita.

—Lo siento, Aitor. Emanuela dice que no puede verte ahora.

Pa’i, ¿le dijiste que estoy partiendo para Orembae?

—Por supuesto. Ella lo sabe.

Aitor no contestó y, después de un silencio, Emanuela escuchó sus fuertes pisadas sobre la tierra de la calle. Se mordió el puño mientras los pasos se alejaban. Segundos después, ya no se oían.

* * *

Por la tarde, cuando el sol comenzó su descenso, la inquietud que Emanuela experimentaba alcanzó un umbral insoportable. Se mezclaba con la extenuación. No hallaba paz. Le dolía el cuerpo y aún más el alma. Una taquicardia la acompañaba desde la noche anterior, desde que la verdad irrumpió con violencia y le quitó la venda de los ojos. Las manos le temblaban, y el llanto la acechaba a cada minuto. Se odiaba por haber sido tan ingenua y estúpida, por haberle creído cuando le juraba que ella era la única. ¡Cuánto se habría reído Olivia a su costa!

La barraca, los enfermos, los punzantes aromas, el calor, el tedio, ya nada toleraba. Dejó de lado el mortero donde machacaba semillas de urucú y se plantó detrás de van Suerk.

—¿Pa’i?

—¿Sí, Manú?

—Voy a salir.

El sacerdote se dio vuelta y la observó largamente antes de asentir con fatalismo. Sin más, Emanuela se quitó el mandil, lo colgó y salió a la calle. Acababa de llover, y el aroma a tierra húmeda, uno de sus favoritos, enseguida le levantó el ánimo. Caminó sin prisa, quería observar cada detalle del pueblo que había sido su hogar por más de catorce años. Gracias al padre van Suerk y su inoculación turca, la vida continuaba con normalidad en San Ignacio Miní, cuando en otras misiones la muerte se había desatado. La gente se sorprendía al verla fuera de la barraca, su prisión durante las últimas semanas. Una vez superado el asombro, se le acercaban y le besaban las manos, el ruedo del tipoy o las trenzas; algunos llegaban al extremo de besarle los pies, algo que ella impedía obligándolos a incorporarse. Hacía años que los pueblerinos no caían en esas profesiones de devoción y afecto. Ella, demasiado cansada y herida, les permitía hacer.

Llamó a la puerta de la casa de los padres y aguardó con nerviosismo. Como siempre, Tarcisio atendió el llamado, y sus ojos achinados se abrieron con desmesura y se movieron desde Emanuela hacia el gentío que la rodeaba.

—Buenas tardes, Tarcisio. ¿Se encuentra mi pa’i Ursus?

—Sí, sí. Pasa, Manú.

La puerta se cerró, y un grupo se acercó a la ventana para espiar. Emanuela se sentó en la misma silla que había ocupado a lo largo de los años para tomar sus clases «para ser española» y estudió el entorno que tan familiar le resultaba; era su segundo hogar.

—¡Manú, hija! —El padre Ursus, con Tarcisio a la zaga, se presentó con una expresión preocupada—. ¿Qué haces aquí, hija? ¿Ya puedes dejar la barraca?

Emanuela se puso de pie.

—Necesitaba verte, pa’i.

Ursus la observó en silencio, con un ceño.

—Déjanos solos, Tarcisio.

—Sí, pa’i.

El sirviente abandonó la casa y, antes de alejarse, echó a los curiosos que seguían con las narices pegadas en la ventana.

—Siéntate, hija. Luces muy cansada.

—No he dormido en toda la noche, pa’i.

—¿Qué ocurre, mi niña?

Emanuela sofocó el acceso de llanto, cuadró los hombros e inspiró profundamente.

Pa’i, cuando tú dispongas, estoy dispuesta a partir. —Como el jesuita se la quedó mirando con ojos desorientados, explicó—: Acataré la orden del provincial. Estoy dispuesta a irme de San Ignacio Miní.

—¿Cómo? ¿Así, sin más?

Emanuela bajó el rostro y se restregó las manos.

—Sí, pa’i —musitó—. Necesito irme.

—¿Cómo que necesitas irte?

—No puedo seguir viviendo en un sitio en el que no tengo derecho a estar, en el que siempre correré riesgo de que me echen. No quiero causarte problemas.

Ursus recibió esas palabras como un golpe. Se echó sobre el respaldo de la silla y cerró los ojos.

—Sí, comprendo. Pero ¿y tu familia? ¿Y tu sy? ¿Y tus hermanos?

—Siempre han sabido que este momento llegaría.

El jesuita intentaba convencerla para que se quedase cuando la autoridad máxima de su orden en esas tierras le ordenaba que la enviase lejos. ¿Qué estaba haciendo? La muchacha demostraba sensatez y entereza, y él se comportaba como un niño. Le cubrió las dos manitas echas un puño con la suya enorme, y le confesó:

—No soporto que te vayas, hija.

Emanuela levantó la vista colmada de lágrimas y sonrió.

Pa’i, no sabes lo que tus palabras significan para mí.

—¡Hija mía! —La atrajo hacia su pecho y la apretó con un exceso que no midió. La separó de pronto y la mantuvo aferrada por los brazos al preguntarle con ansiedad—: ¿Y Aitor? ¿Sabe él que has decidido irte?

Emanuela bajó las pestañas para esconder el dolor que, sin duda, se reflejaría en sus ojos. Negó con la cabeza.

—¡Manú! ¿Te irás sin despedirte, sin avisarle?

—Sí —susurró.

—¡No, hija, eso no! Mi muchacho enloquecerá de dolor.

—No creo, pa’i.

—Si estás resentida con él por cómo te trató el otro día en la barraca, no es que lo justifique, hija, pero lo entiendo por…

—No, pa’i, no es por eso. Otras cuestiones me obligan a tomar esta decisión. Por favor… —Rompió a llorar sin remedio—. Por favor, no me preguntes. Por favor.

—No, no.

El jesuita la envolvió de nuevo en su abrazo hasta que Emanuela superó el quebranto.

—¿Adónde iré, pa’i? No tengo a nadie en este mundo, excepto a ustedes.

Ursus le acunó el rostro, más enjuto que de costumbre, y la miró a los ojos con una sonrisa.

—Emanuela, tú eres como una hija para mí. ¿Crees que te abandonaría a tu suerte? La idea de apartarte de mi lado es casi insoportable, ¿crees que viviría en paz si no tuviese la certeza de que estás en buenas manos, de que eres feliz?

—Gracias, pa’i.

—Desde que recibí la carta del provincial, reflexiono acerca de una solución para ti. Medité mucho sobre una que me sugirió tu pa’i Santiago. ¿Qué me dirías de vivir con mis padres en Buenos Aires?

Por primera vez en mucho tiempo, una sonrisa sincera le avivó los ojos tristes.

—¿De veras, pa’i?

A lo largo de los años, Ursus le había contado a Emanuela todo sobre su familia, como a esta sobre Emanuela a través de la fluida relación epistolar que mantenían.

—Serías una alegría para mis padres y para mi hermana Ederra ahora que Crista ya no está. ¿Qué me dices?

—¿Crees que a ellos les agradará tenerme como huésped en su casa?

—Sí, lo creo. Nadie que te conozca puede evitar amarte, mi niña.

—Gracias, pa’i. Pero no puedo dejar de pensar que para ellos soy una extraña, aunque tú les hayas hablado de mí en tus cartas.

—Serás su alegría —vaticinó el jesuita, y Emanuela volvió a sonreír.

—Acepto, pa’i. —Con la confianza que caracterizaba a su vínculo, Emanuela le echó los brazos al cuello y lo abrazó.

—De ese modo, aunque estarás lejos de mí, vivirías con mi gente; entonces, estaré tranquilo y sabré de ti a menudo.

—¿Irás a visitarme?

—¡Hace tantos años que no voy a Buenos Aires, hija mía!

—Pero por mí lo harás, ¿verdad, pa’i?

—¿Qué no haría por ti, Manú? —Volvió a cubrirle las mejillas con las manos y la miró fijamente—. Temo que este distanciamiento será muy duro para todos, pero en especial para ti. ¿Por qué deseas irte sin despedirte de Aitor? ¿No lo amas, acaso?

—Más que a mi vida, pa’i, pero han sucedido cosas que me hirieron profundamente y necesito alejarme. La orden del provincial es solo la excusa que necesito.

Ursus se puso de pie y Emanuela lo imitó con presteza.

—Ahora mismo comenzaré a disponer todo para tu viaje. Te acompañará tu pa’i Santiago.

—¿Mi pa’i Santiago? —se sorprendió—. ¿Adónde?

—A Buenos Aires, pues. Tres días atrás, recibió una misiva del provincial en la que le ordenaba hacerse cargo de una cátedra en el Colegio de San Ignacio, el colegio de nuestra orden en esa ciudad —aclaró—. Ha estado muy deprimido desde ese día, con pocas ganas de dejarnos. Saber que también partirás con él lo alegrará. Pensar que llegó aquí exiliado a causa de una disputa con la Inquisición, tantos años atrás, tantos como tus años, querida Manú. La cosa parecía temporal, pero fue quedándose y haciéndose parte de nuestro pueblo. Pero esta es la vida de un cura. Estamos al servicio de Dios y de nuestra orden, y debemos hacer y decir lo que nos mandan.

—Es una alegría saber que mi pa’i Santiago vivirá en Buenos Aires. No me sentiré tan sola, al menos al principio —añadió—. ¿Cómo viajaremos?

—En unos días parte desde Asunción el barco de un amigo, el propietario de Orembae. Su hijo contrajo nupcias días atrás y emprenderá un viaje de bodas junto a su mujer.

Emanuela asentía sin pestañear. El corazón, que durante la charla con el sacerdote se le había aquietado, batió de nuevo con intemperancia.

—Enviaré una esquela a Orembae y le pediré a Vespaciano que disponga de un sitio en su barco para ti y para Santiago. Es una embarcación bastante nueva, según entiendo, y muy cómoda. Viajarás a gusto, Manú.

—Gracias, pa’i —susurró—, pero ¿no juzgas inoportuno que usemos la embarcación que transporta a dos recién casados?

—No, en absoluto —contestó el jesuita, con expresión confundida—. ¿De qué modo tú o Santiago perturbarían a Lope y a Ginebra?

Oír sus nombres la afectó más de lo que había esperado. Ellos estaban irremediablemente unidos a Aitor y al lugar secreto en el Yabebirí.

—¿Cuántos días durará el viaje, pa’i?

—A lo sumo veinte. Harán escala en Santa Fe, seguramente, para descargar los productos de la hacienda, y luego seguirán hasta Buenos Aires. Los productos, en cambio, serán transportados en carreta hasta allá.

—¿Por qué no en el barco?

—Así lo dispuso una Real Cédula en 1662, que declaró a Santa Fe como puerto preciso y dispuso que todos los barcos que venían desde Asunción tenían que parar allí y desembarcar sus mercancías que seguirían viaje por tierra, en carreta. Se pagan unos impuestos altísimos en ese puerto. Todo un gran desatino, si deseas conocer mi opinión, que encarece los productos y complica el transporte. Tardan muchas semanas en llegar a Buenos Aires, sin contar que en ocasiones los asaltantes de caminos se hacen con los productos y matan a los carreteros. El objetivo era desarrollar el puerto de Santa Fe, algo que no se ha logrado en casi un siglo. Sigue siendo un villorrio de mala muerte. Ya lo verás tú misma. —Emanuela asintió con poca seguridad, y el jesuita le palmeó la mejilla en un gesto paternal—. Ve ahora a hablar con tu sy. Ve y cuéntale las novedades. Temo que serán muy duras para ella.

Emanuela abandonó la casa de los padres, y Ursus se dejó caer en la silla. Apoyó el codo en la mesa y se sostuvo la cabeza. Le costaba creer que el momento al cual le había temido en los últimos catorce años hubiese llegado. Su Manú partiría en pocos días y tal vez no volvería a verla.

—No pude evitar oír la conversación que acabas de sostener con Manú. —Santiago caminó dentro de la sala y se sentó junto a su amigo—. Es un asunto delicado, este de la partida de la niña santa.

—Sí, lo es —admitió Ursus.

—Le temo a la reacción del pueblo. Están convencidos de que ella los salvó de la viruela. Es realmente un milagro que ni siquiera Juan, tan gravemente enfermo, haya muerto.

—Fue gracias a esa extraña inoculación de los herejes.

—Juan no fue inoculado —le recordó Hinojosa.

—¿Qué quieres que admita? ¿Que ella lo curó? ¡Pues que así sea!

—¿Cómo manejarás esta cuestión, Ursus? Necesitamos pensar bien cómo se lo dirás a los indios. No quiero que se arme una revuelta.

—Tú no estarás para lidiar con ella —adujo, con humor.

—Eso no significa que no me preocupe. La devoción que Manú siempre ha despertado, pero ahora más, puede llevarlos a cometer desmanes.

—Lo anunciaré mañana, durante la misa. Les leeré la parte de la carta del provincial donde me exige que la saque de San Ignacio. No es mucho más lo que puedo hacer. Veremos cómo reaccionan. Iremos actuando conforme se vayan dando los hechos.

—¿Y qué sucederá con Aitor? A él le temo más que a todo el pueblo junto.

—Yo también.

* * *

Si bien había salido más animada de la casa de los padres, en tanto se aproximaba a la de Ñeenguirú y la figura de Malbalá frente al telar se tornaba más nítida, los arrestos la abandonaban.

Sy —la llamó en voz baja para no asustarla.

La mujer giró sobre el tocón y exclamó y rio al verla. La abrazó, y Emanuela no reunió la voluntad para mantenerla alejada; el fantasma del contagio aún los amenazaba. Le permitió que la abrazase porque la necesitaba, necesitaba de su amor materno, de la calidez de su cuerpo, de su olor, del refugio que Malbalá siempre había significado para ella. Necesitaba de su madre.

—Hijita, ¿qué haces aquí? ¿Mi pa’i Bansué te permitió salir de la barraca de los enfermos? —Emanuela asintió, insegura de poder articular—. ¿Cómo estás, mi niña? Te noto muy pálida y ojerosa.

—No dormí anoche.

—¿Cómo está Juan?

—Muy bien, sy. Fuera de peligro.

—Sí, lo sé. Ayer tu taitaru vino a darme la noticia. ¡Qué feliz me sentí! Te debo la vida de mi hijo, Manú. Sé que tus manos lo curaron, hija. —Malbalá se las aferró y le prodigó besos y lágrimas—. Te debo la vida de mi hijo —repitió, con la voz quebrada.

A Emanuela se le formó un nudo en la garganta, y se quedó mirando a la mujer, que inclinada sobre sus manos, le rendía homenaje y devoción, la mujer que siempre la había hecho sentir amada y atesorada. ¿Cómo haría para apartarse de ella? ¿Y si se la llevaba a Buenos Aires?

Sy, ven, sentémonos. Debo hablarte de una cuestión seria e importante.

—De Aitor, ¿verdad? Sé que se ha comportado como un patán contigo, que te ha gritado y faltado el respeto en la barraca de los enfermos, pero lo hace por ese amor tan grande que te tiene, hija. No seas dura con él. Hoy partió desolado porque no quisiste despedirte de…

Sy —la interrumpió, porque no soportaba seguir oyendo hablar de cuánto sufría Aitor a causa de ella cuando la noche anterior se lo había pasado muy bien con Olivia—. No es de Aitor de quien quiero hablarte. Es acerca de otra cuestión.

—Oh. Dime, hija.

—Semanas atrás, poco antes de que comenzase lo de la viruela, mi pa’i Ursus recibió una carta del provincial. —Malbalá asintió y aguzó los ojos con desconfianza—. En ella, ordenaba que yo abandonase la misión.

—¡Oh, no! ¡No, no!

Emanuela le sujetó las manos y se las besó.

—Tranquila, sy, por favor. Te necesito entera y juiciosa más que nunca. Si tú no me ayudas a pasar este trago amargo, no podré hacerlo sola.

—¿Por qué debes dejar la misión? ¿Por qué ahora, con tanta prisa?

—Siempre supimos que este momento llegaría, sy, tarde o temprano. Tupá nos ha permitido estar juntas más de catorce años, y he sido feliz cada minuto compartido contigo. Te amo, sy. Tú eres mi madre.

Malbalá se cubrió el rostro y rompió a llorar desconsoladamente. Emanuela, impotente y destruida, observaba a la mujer tras un velo de lágrimas, que le empapaban las mejillas y acababan en sus manos unidas sobre las piernas.

Sy —le tembló la voz—, por favor, ayúdame. Te necesito.

La mujer se incorporó y se secó los ojos con las manos.

—Sí, hijita, sí. Perdóname. No he podido contenerme, pero aquí estoy, fuerte para ti, mi niña adorada.

—Gracias, sy.

—Te diré qué haremos. Esperaremos a que Aitor regrese de su viaje y entonces te irás con él.

—No, sy.

—¿No? ¿Cómo que no, Manú? ¿Piensas irte sin esperar a que él regrese? —Emanuela bajó el rostro antes de asentir—. ¡Ah, no, hija, no puedes hacerle eso! Se volverá loco de dolor y rabia.

Emanuela se echó a llorar quedamente. Sus hombros delgados y su cabeza se mecían al ritmo de un llanto mudo. Malbalá la atrajo hacia su pecho y le acarició la espalda. Se dio cuenta de que varios se detenían para observar a la niña santa, que lloraba.

—¿Por qué llora? —le preguntó una anciana—. ¿Acaso Juan ha muerto?

—¡No! ¡Y fuera de aquí!

Levantó a Emanuela y la guió dentro de la casa. Cerró la puerta y encendió una lámpara de aceite. Se sentaron en el borde del camastro. Malbalá le despejó el rostro de los mechones empapados que se le adherían a la frente y a las mejillas.

Sy, el dolor que Aitor me ha causado es tan profundo que…

—¿Qué, mi niña? —la instó a seguir.

—No sé cómo seguiré adelante sin él —admitió.

—¿Por qué sin él, Manú?

—Necesito alejarme, sy. Él me ha lastimado profundamente y no deseo volver a verlo.

—¡Manú! Si es por lo del otro día, en la barr…

—No, sy, no es por eso. Sabes que vengo soportando sus celos y sus gritos desde hace años. Sabes también que jamás lo he apartado de mí a causa de eso, aunque me lastimase que fuese de ese modo.

—Hija, Aitor piensa que eres de él. Se ha sentido tu dueño desde que tu taitaru te tenía dormida en una vasija cubierta por plumas de pato. No se apartaba de tu lado…

—¡Basta, sy! ¡Por piedad, basta! No trates de convencerme de que me ama cuando no es cierto.

—¡Manú! —se escandalizó la mujer—. ¿Cómo puedes dudar de que eres lo único para Aitor? No existe nada excepto su Emanuela.

La necesidad de compartir la pena con alguien, sobre todo con una mujer en la cual confiaba y en cuyo juicio siempre se había apoyado, desmoronó la intención de guardar el secreto.

—Aitor besa el suelo…

—Anoche lo descubrí con Olivia —dijo, rápidamente, sin mirar a Malbalá, que guardó silencio—. Me sentía agobiada dentro de la barraca y salí a tomar el aire de la noche. Caminé hacia el cementerio y descubrí que la última barraca tenía la puerta abierta y que había luz dentro. Entré y… —Apretó los párpados; la imagen, sin embargo, se formó en su mente con una precisión exasperante; hasta recordaba cómo se flexionaban los músculos de los brazos de Aitor mientras se impulsaba dentro de Olivia. Y también oía los sonidos. Esos sonidos… Eran, quizá, lo más crudo del cuadro.

—Entiendo —expresó, al cabo, Malbalá—. Debió de ser devastador para ti.

—No me vieron, ni él, ni ella. Estaban demasiado… Mi pa’i van Suerk me sacó de allí en silencio. No me vieron —insistió.

Malbalá la abrazó, y Emanuela rompió a llorar acicateada por la ira y el dolor que no se había permitido desfogar desde que la cruda escena se presentó delante de sus ojos. Lloró con largos y profundos clamores, que arrancaron sollozos a la abipona. El llanto languideció junto con sus fuerzas. Quedó laxa sobre el pecho de Malbalá, que la acomodó en la cama.

—Sé que esto que te diré no aligerará tu amargura, pero lo diré igualmente porque es verdad. Olivia no significa nada para Aitor.

Emanuela le dio la espalda y se ovilló.

—Tú eres su vida, su amor, su felicidad, su todo. Conozco a mi hijo, Manú, y sé lo que digo. No justifico su traición, pero sé cómo piensan los hombres. Son criaturas que distinguen muy bien entre la mujer que aman y la que usan para calmar los instintos.

—Yo habría podido calmar sus instintos. Él la prefirió a ella.

—Él te respeta demasiado, Manú. Aitor sabe que tú eres joven e inocente y que no estás lista para eso. No ha querido aprovecharse de ti. Él soñaba con llevarte virgen al altar.

«¿No le bastaba con el placer que nos prodigábamos? ¿Necesitaba recurrir a ella, cuando gozaba tanto con mis manos?» Le habría gustado preguntárselo a Malbalá; el pudor se lo impidió. De igual modo, no tenía importancia. Todo había acabado entre ellos.

Sintió la caricia de Malbalá en la espalda. Su contacto se repitió y tuvo un efecto sedativo, lo mismo cuando le deshizo las trenzas. Malbalá se inclinó y la besó en la sien.

—Duerme ahora, mi niña. Estás extenuada.

Intentó pedirle que la despertase en un par de horas; tenía que regresar a la barraca de los enfermos; el padre van Suerk la necesitaba. No dijo nada; ni siquiera contaba con la voluntad para articular.

* * *

Emanuela durmió toda la noche; nada interrumpió su sueño. Como de costumbre, la despertó el canto del gallo. Se sentó, confundida, en el borde del camastro, y le costó recordar que no se hallaba en la barraca, sino en su casa. Enseguida se agitó. Había abandonado al padre van Suerk con los enfermos.

—¡Sy! ¡Sy! —exclamó, mientras se trenzaba el cabello.

Malbalá, que encendía el fuego en la enramada, se asomó por la puerta.

—¿Qué sucede, Manú?

—¿Por qué no me despertaste? El padre van Suerk me necesitaba.

—Le mandé mensaje con Bruno. Le dije que estabas extenuada y que te habías quedado dormida. Tu taitaru le echó una mano con la cena de los enfermos. No quiero que te preocupes. Cálmate.

—Tengo que irme —dijo, mientras se cambiaba el tipoy y los calzones.

—No irás a ningún sitio. Anoche mi pa’i Santiago vino con un mensaje de mi pa’i Ursus. Quiere que asistas a la misa de la mañana. Como es domingo, todo el pueblo estará allí y anunciará lo de tu partida. —Con eso, salió de la casa y regresó a los quehaceres en la enramada.

Emanuela se acicaló especialmente para la misa y, aunque se engañaba diciendo que quería verse bien para el pueblo, sabía que lo hacía por Olivia, para no sentirse en desventaja. La muchacha siempre le había parecido hermosa. Después de la visión de sus piernas de piel lustrosa como el cobre y carnes firmes en torno a la espalda de Aitor, le parecía bellísima.

Se soltó el cabello y se lo decoró con flores de franchipán. Se volvió a cambiar el tipoy por uno azul con bordados verdes que le realzaba el color de los ojos. Apoyó la punta de los dedos en el polvo de cochinillas con que Malbalá teñía de rojo la lana, y, atenta a su reflejo en la superficie del agua de la batea, se lo aplicó en los pómulos para quitarse la palidez de muerta, y en los labios, que luego untó con grasa de yacaré. Se animó pensando que, si bien no era tan bonita como Olivia, esa mañana lucía agradable y colorida.

Ursus anunció la partida de la niña santa desde el púlpito apenas iniciado el sermón. Aclaró que se trataba de una decisión del provincial, el padre Manuel Querini, y leyó el párrafo de la carta donde se le daba la orden para sacarla de San Ignacio Miní dentro del mes. Un murmullo se elevó desde la multitud reunida en las tres naves del templo. Incontables pares de ojos buscaron a Emanuela entre los primeros lugares. Ella mantenía la vista elevada hacia el púlpito con una expresión serena y confiada. Sabía que la reacción de la gente a su partida, moderada o exacerbada, dependería en gran parte de su comportamiento.

El gentío la rodeó en el atrio, y Emanuela avanzó protegida por sus hermanos. Bartolomé y Andrés, los mayores, la abrazaban, mientras que Fernando, Marcos, Teodoro y Bruno formaban un círculo para contener la ansiedad de los pueblerinos por tocarla y pedirle favores. Emanuela sonreía y simulaba tranquilidad. Hasta que sus ojos dieron con los verdes de Olivia, y la máscara que con tanto empeño había fabricado esa mañana cayó para revelar la desazón y el odio que la carcomían. La muchacha le sonrió con altanería y sorna, y Emanuela miró hacia otro lado porque el orgullo le impedía seguir mostrándole cuánto dolía.

Los preparativos para su viaje se realizaron en el mayor de los secretismos y con mucha prudencia. Nadie sabía a ciencia cierta cuándo partiría, ni adónde. Sobre todo en este punto, el destino de su viaje, Emanuela fue clara: nadie debía conocer su destino, en especial Aitor, por lo que le arrancó la promesa a su pa’i Ursus de que jamás se lo diría.

—¿Por qué tengo que ocultar que vivirás en Buenos Aires, con los míos? ¿Ni siquiera puede saberlo tu sy?

—Ni siquiera, pa’i. Ella me entiende. Sabe que si le digo adónde iré, terminará por confesárselo a Aitor. No podrá evitarlo.

—¿Tanto daño te ha hecho mi muchacho que no quieres que sepa adónde vivirás?

—Sí, pa’i —contestó con la seguridad adquirida a lo largo de esos días en que su mente no paraba de pensar y de convencerse de que alejarse era lo mejor—. Mucho daño. No quiero volver a verlo.

—Y sabes que si yo o cualquiera le confesase tu destino, él iría a buscarte, ¿verdad?

Emanuela ya no estaba segura de nada, excepto de que tenía que irse. Le parecía que el Aitor que había admirado, amado y venerado durante más de catorce años era una ilusión, y que el verdadero, del cual ella había avistado un costado horrible esa noche en la barraca, era un desconocido en el cual no habría confiado. De lo malo vivido a partir de la noche en que lo descubrió con Olivia, a Emanuela la lastimaban especialmente dos cosas: haber perdido la confianza infinita que le inspiraba el Aitor de sus sueños y albergar la certeza de que Aitor la había considerado una niña y no una mujer.

La noche antes de la partida, Ursus mandó llamar a Emanuela, que se presentó de inmediato en la casa de los padres. Sin palabras, le señaló dos cajas de madera que se hallaban sobre la mesa del refectorio. Emanuela las recordaba bien, las cajas con las prendas y los botines de su madre. Acarició la superficie y quitó la tapa de la más grande. Un agradable perfume le recordó que Tarcisio, por orden de su pa’i Ursus, colocaba lavanda, clavos de olor y canela con frecuencia para mantener fresco el contenido. Se trataba de un vestido de brocado verde cardenillo, con bordados en hilos de plata y puntilla en el escote y en los puños. La ropa interior —la camisa y los calzones— eran de holanda, mientras que las medias parecían de seda. Los botines, de cuero blanco, se encontraban en excelente estado gracias a la grasa de capiguara con que Tarcisio los untaba.

—En Asunción, te cambiarás el tipoy por estas prendas y así viajarás a Buenos Aires.

—El vestido me irá grande, pa’i. No olvides que mi madre estaba encinta.

—Tienes razón —murmuró Ursus, sorprendido con el recordatorio.

—No te preocupes, pa’i. Ajustaré un poco los cordeles —resolvió, mientras acariciaba el frente encorsetado de la prenda— y no se notará.

—Mi familia te proveerá de todo lo que necesites —aseguró el jesuita—. Por el momento, quiero que lleves puesto el vestido que era de tu madre aunque te vaya grande.

—Como mandes, pa’i.

—¡Tarcisio! —llamó el sacerdote.

—Mande, pa’i.

—Acompaña a Manú a su casa y ayúdala a llevar estas cajas. Hasta mañana, hija.

—Hasta mañana, pa’i.

De regreso en lo de Ñeenguirú, se ocupó de armar el equipaje, cuidando de acomodar con esmero las finas ropas de su madre. No tenía mucho más. La canasta con regalos que Aitor le había traído de su viaje y que Malbalá le había entregado días atrás en su nombre seguía donde la mujer la había dejado, sobre el arcón de Aitor.

—¿Necesitas ayuda, Manú?

—No, sy. Casi he terminado.

Los ojos de Malbalá se detuvieron en los obsequios rechazados.

—Te has olvidado de empacar los regalos que Aitor te dejó.

—No los llevaré, sy —expresó, sin volverse, mientras doblaba las prendas interiores de Emanuela madre.

—Ni siquiera los viste, hija. Son muy bonitos, y se nota que son de mucha finura. Vaya a saber cómo se hizo con ellos para traértelos.

—Quédatelos, sy.

—Son para ti, Manú.

—¡Pues no los quiero! ¡Que se los dé a su mujer!

—Estás siendo injusta, Emanuela. Sabes bien que para él, eres su mujer.

—No, sy. Yo era su juguete, su niña, su hermana menor, pero no su mujer. Eso quedó claro para mí. Y no quiero seguir hablando del tema.

Esa noche, una vez que acabó de armar el equipaje, Emanuela se evadió de su casa y corrió hacia la torreta. Solo después de subir la escalera y hallarse frente a la puerta, se acobardó. «Tengo que ser valiente», se dijo, y colocó la llave en la cerradura como tantas veces había hecho, solo que en esa ocasión la giró con lentitud y el ánimo por el piso. El crujido de los goznes le causó una sensación irritante. Entró con los ojos cerrados. Fue abriéndolos poco a poco, temerosa del impacto que le causaría ese lugar que tanto había significado para ellos. «Debería decir “para mí”», se enfadó. «Para él no significaba nada».

Varias imágenes de ella y de Aitor pasaron frente a sus ojos, y cada una le arrancó distintas emociones: risas ahogadas, sollozos, sonrisas, excitación. Él siempre la había hecho sentir con intensidad. Él la había hecho sentir viva. El contraste entre aquella realidad en la que la visión de Aitor, el contacto de sus manos y el timbre de su voz le habían agitado la sangre en las venas, y la de ese momento, en la que tenía la impresión de haber muerto, resultaba intolerable. La conciencia entre lo que pudo haber sido —una vida de amor y felicidad junto al hombre amado— y lo que sería —una vida lejos de su familia y en una ciudad desconocida— estaba convirtiéndose en un peso que la hacía dudar de sus fuerzas.

«¡Basta!», se reprochó, y avanzó hacia el telescopio, a cuyo pie depositó un pedazo de papel escrito de puño y letra. Se quitó el collar de conchillas, viejo y deslucido, y el cordón de cuero con la piedra violeta y los colocó sobre el papel. Su mano se demoró sobre los objetos. Hubo un instante en el que acarició la posibilidad de retractarse, de correr a lo de su pa’i Ursus y rogarle que le permitiese quedarse, al menos hasta que Aitor regresase, para luego fugarse con él. No soportaría seguir adelante sin su amado. La vida se le presentaba como un destino aciago y triste sin él.

Los gemidos y los jadeos de Aitor y de Olivia mientras copulaban la envolvieron, y ella sabía, porque de esa manera se desarrollaba la macabra rutina y de nada valía que se tapase los oídos y apretase los párpados, que luego se materializaría la escena que los acompañaba, la de sus cuerpos oscuros y sudados, gozando, removiéndose, agitándose. Se sujetó del marco de la tronera, y agradeció la frialdad y la aspereza de la piedra porque la devolvió a la realidad. Apretó hasta hacerse daño en la palma de la mano. ¿Cómo había sido capaz de permitirle que lo aferrase con tanta pasión, con los brazos y con las piernas, cuando él era solo de ella? El pacto de amor en el que se habían jurado amor eterno, ¿había sido una mentira, un juego? ¿Se habría reído con Olivia a su costa? ¿Se habrían dedicado a enumerar sus defectos —su nariz poco agraciada, su boca demasiado grande, sus pechos demasiado pequeños—? Esa era otra consecuencia nefanda de ese asunto, que se hubiese vuelto vanidosa y consciente de que había mujeres bellas y mujeres mediocres, como ella. ¡Ella quería ser hermosa!

Salió de la torreta muy enojada, herida y triste, aunque segura de que debía irse. A propósito, no echó llave a la puerta. Al llegar a la base de la escalera, miró en torno. No deseaba regresar a su casa, donde las caras de Malbalá, de Bruno y de Juan, que ya convalecía en la casa, y el decaimiento de sus animales la deprimían. Caminó sin prisa hacia el cementerio y no temió entrar aunque fuese de noche. Se sentía acompañada, y pensó que se trataba del espíritu de su madre. Se arrodilló frente a su tumba y, como de costumbre, tocó la lápida y pasó el índice por las letras de su nombre.

—Madrecita —dijo en castellano—, mañana parto hacia Buenos Aires. No te dejo sola. Mi sy Malbalá prometió traerte flores a menudo, como hago yo. Y mi pa’i Ursus jamás se olvidará de decir una misa por ti en el día de mi natalicio. —Unió las manos como en oración e inclinó la cabeza—. Tengo miedo, madre —admitió por fin—, miedo de irme, de abandonar a mi familia, de lo que me espera en aquella ciudad tan lejana, pero sobre todo, tengo miedo de vivir sin él. ¿Podrías cuidármelo, por favor? ¿Velar que nunca nada malo caiga sobre él? No te preocupes, yo te lo recordaré todos los días, porque sé que todos los días, a cada minuto, estaré pensando en Aitor.

Se mordió la carne interna del labio para refrenar el llanto; estaba tan cansada de llorar. Se inclinó y besó el montículo bajo el cual yacía el cuerpo de la mujer que le había dado la vida a costa de la suya.

—Volveré, mamita, te lo prometo.

* * *

Al día siguiente, a las cuatro de la mañana, la carreta conducida por Tarcisio y que transportaba a Ursus, a Santiago de Hinojosa y a sus baúles con libros, se detuvo frente a la puerta de la casa de los Ñeenguirú. El pueblo aún dormía. Al oír el traqueteo de las ruedas que anunciaba la partida inminente, Emanuela se aproximó a la hamaca de Juan, al que encontró despierto. Todas las costras habían caído de su cuerpo, dejando la piel cubierta por orificios que lo habían desfigurado. Emanuela le acarició la frente y comprobó que la tenía fresca. Se inclinó y se la besó.

—Gracias por salvarme la vida, Manú. —Ella se limitó a sonreír—. Algún día espero poder pagarte los sacrificios que hiciste por mí.

—No hice ningún sacrificio. Te quiero, Juan, eres mi hermano. Haría cualquier cosa por ti.

—Quiero pedirte algo. Ven. Te lo diré al oído. —Emanuela acercó la oreja a los labios del músico y aguardó con el respiro contenido—. Sea lo que sea que Aitor haya hecho, quiero pedirte que algún día lo perdones. Mi hermano ha sufrido demasiado en esta vida. Perderte a ti para siempre sería demasiado duro para él.

Emanuela se incorporó y, mientras se quitaba las lágrimas con el dorso de la mano, sonreía y asentía. Volvió a besar a su hermano en la frente y le susurró:

—Gracias por quererlo, Juan.

—Adiós, Manú.

—Adiós, querido hermano.

Malbalá, Bruno y Emanuela salieron a la enramada, donde ya los esperaban Vaimaca y Ñezú. Bruno entregó la canasta de Emanuela a Tarcisio, que la acomodó en la parte trasera. Malbalá abrazaba a la muchacha y lloraba con gemidos contenidos.

—Me gustaría llevarte conmigo, sy —dijo Emanuela, retomando un diálogo que habían sostenido la noche anterior.

—No, hija, debo quedarme. Aquí están mis raíces. Además, si no estoy aquí para cuando Aitor regrese, ¿quién se hará cargo de él después de que se entere de que te has ido? ¿Quién lo consolará si no lo hace su madre?

—Te escribiré todas las semanas, sy —expresó rápidamente para no seguir adelante con el tema de Aitor.

—No nos olvides, hija.

—¡Cómo podría, sy! ¡Ustedes son mi familia! —Besó a su madre en la frente y le susurró—: Gracias por haberme amado.

—Te amaré hasta el fin de mis días, hija de mi alma. —La mujer la besó en las mejillas y entró llorando en la casa. Cerró detrás de ella para evitar que los animales —Saite, Libertad, Porã, Miní y Timbé— se escabulleran y siguiesen a Emanuela.

Bruno abrazó a su hermana de leche y la apartó para decirle unas palabras, que no consiguió emitir. Apretó el entrecejo y los labios y se echó a llorar.

—Te quiero, Bruno. Y te prometo de nuevo lo que te dije anoche: volveré.

Bruno asintió con una sonrisa vacilante y se marchó tras los pasos de su madre. Ñezú y Vaimaca demostraban más compostura mientras la abrazaban y la besaban en silencio. Emanuela se hizo pequeña en el seno cálido y familiar de su jarýi y le susurró:

—Cuídamelo, jarýi.

—Con mi vida, mi niña. Hasta que vuelvas.

Ñezú le aferró la cara con manos ásperas y sarmentosas y la miró directo a los ojos.

—Nunca olvides que te hemos amado como si fueras de nuestra sangre y que te amaremos siempre.

—Gracias, taitaru —consiguió pronunciar.

—Y nunca olvides que nadie te ama, ni te amará, como te ama Aitor.

Emanuela intentó agitar la cabeza para negar, pero el paje la obligó a estarse quieta.

—Nadie, Emanuela —repitió con autoridad—. Sé que cometió un error por el cual pagará muy caro, pero la verdad es la verdad, y ni siquiera tu orgullo herido puede negarla.

—¡Oh, taitaru! —exclamó, y le echó los brazos al cuello—. ¡Y yo lo amo más que al aire que respiro!

—Lo sé, mi niña, lo sé. Ahora ve. Enfrenta tu destino con templanza. Eres fuerte, Manú; tampoco te olvides de eso.

Ursus los acompañó en la carreta hasta el embarcadero de la misión. El recorrido se hizo en un mutismo tenso, con los sollozos de Emanuela y los trinos de las aves madrugadoras como únicos sonidos. Antes de subir a la jangada que los conduciría a Asunción, Ursus abrazó a su amigo de la juventud y le habló en voz baja.

—Te la encargo, Santiago. No me la dejes sola. Ve a visitarla seguido a lo de mis padres. Será muy duro para ella al principio con tantos cambios. Escríbeme y cuéntame todo, por muy duro que sea. No me ocultes nada.

—Así lo haré, amigo mío. Me ocuparé de Manú como si fuese mi hija.

—Gracias, Santiago. —Se pasó la manga de la sotana por la nariz y se dio vuelta con una sonrisa fingida—. Ven, hija mía. Ven a despedirte de tu pa’i que tanto sentirá tu ausencia.

Emanuela se aproximó con actitud vencida; ya no le quedaban arrestos para simular entereza.

—Gracias por haberme salvado de la muerte el día en que nací y por haberle dado cristiana sepultura a mi madre. Gracias por haberme dado la mejor vida que una persona pueda desear. ¡Te quiero, pa’i, con toda el alma!

Ursus asentía, mientras intentaba formular unas palabras que se le atascaron en la garganta y jamás brotaron de sus labios. Vencido y muy emocionado, se limitó a abrazarla y a besarla en la coronilla. El jesuita permaneció en el embarcadero, con Tarcisio a su lado, mientras la jangada se deslizaba por el Paraná. Emanuela los miraba fijamente de pie en el extremo de la embarcación. De pronto, todos se sobresaltaron, los hombres en la jangada y los que miraban desde el embarcadero, cuando dos aves pasaron en vuelo rasante y luego, al alcanzar la balsa, revolotearon en torno a Emanuela, que, riendo entre lágrimas, les estiró los brazos donde acabaron posándose.

—Al menos no se sentirá tan sola con Saite y Libertad a su lado —comentó Tarcisio, y Ursus asintió.

* * *

Aitor no conseguía deshacerse del mal presentimiento que lo angustiaba desde hacía unos días. No había habido un momento durante ese viaje en que se hubiese sentido bien o tranquilo; no obstante, la sensación de los últimos tiempos lo perturbaba. Y se relacionaba con Emanuela. En realidad, todo se relacionaba con ella. Cada maldito respiro que inhalaba se relacionaba con ella; cada pensamiento, cada proyecto, cada plan, cada idea, todo empezaba y terminaba con ella.

—¿Qué te sucede, Aitor? —se interesó Conan Marrak, el más joven de los tres mineros—. Desde hace días te noto muy preocupado.

Aitor continuó agitando las brasas sobre las cuales se asaba un pecarí que había cazado la noche anterior, mientras don Edilson y los expertos en estaño recorrían la orilla del arroyo Acaraguá. Habían avanzado hacia el este porque los mineros aseguraban que los hallazgos de casiterita de los arroyos Garupá y Pindapoy eran escasos para emprender una actividad de explotación. Probaban suerte en otras partes, sin éxito hasta el momento.

Conan formuló la pregunta y guardó silencio, acostumbrado al genio meditabundo del indio y a cuánto custodiaba sus pensamientos y sus cosas. Calculó que no le contestaría, por eso se sorprendió al escucharlo decir:

—Se trata de mi prometida.

—¿Pelearon?

—No la traté muy bien la última vez en que nos vimos. Cuando fui a despedirme, no quiso salir a verme.

—Para cuando regreses, se le habrá pasado.

Aitor agitó la cabeza, en tanto hacía girar el pecarí sobre el fuego.

—Ella conoce mejor que nadie mi carácter endemoniado y siempre me perdona. Esta vez no lo hizo.

—Una mujer no es siempre la misma, Aitor. Hay días en que son dulces y dóciles, y días en que es sensato mantenerse lejos de ellas. Mi madre siempre lo decía, que una mujer cambia varias veces durante el mes. Tal vez diste rienda suelta a tu carácter endemoniado en el día equivocado.

Aitor caviló acerca de las palabras de su amigo. En realidad, Emanuela siempre era la misma muchacha risueña, alegre y simpática a la que todos amaban y admiraban. Él no le conocía días en los que fuese necesario apartarse de ella. Conan debía de estar refiriéndose a las mujeres de su tierra, porque su Emanuela no encajaba en la descripción.

Ansiaba regresar a San Ignacio Miní y, de rodillas, pedirle perdón. Lamentaba haberle gritado en la barraca y, sobre todo, lamentaba haberla engañado con Olivia. Por supuesto, jamás se lo diría, y Emanuela jamás se enteraría de que, mientras le rogaba que lo perdonase, también le estaría pidiendo que lo absolviera por su traición.

* * *

Era la primera vez que Emanuela visitaba Asunción, y lo que llevaba visto hasta entrar en el Colegio Seminario no le había gustado. Le molestaron el barro y los baches de las calles, el olor y el ir y venir caótico de la gente y las carretas. ¿Así sería Buenos Aires? Ya echaba de menos el orden y la prolijidad de San Ignacio Miní.

El hermano Carmelo, el mismo al que Aitor, más de catorce años atrás, había acusado de heder a cabra, la condujo hasta su celda con mala cara, mientras echaba vistazos desconfiados a las aves que se encaramaban sobre los hombros de la muchacha.

—No puedes abandonar tu celda a menos que te autorizase a ello.

—Hermano, ¿podría traerme un poco de agua y de carne cruda para mis aves?

El hermano lego asintió con mala cara y regresó al rato con lo pedido.

—Nada de suciedades de ave, ni de carne por todas partes, muchacha, o las limpiarás tú.

—Sí, hermano.

Emanuela alimentó a Saite y a Libertad y dejó el cacharro con agua sobre la pequeña mesa. Abrió la ventana, y las aves cruzaron el enrejado, cuidando de no lastimarse las alas, y echaron a volar desde el alféizar.

Emanuela aprovechó para sacar las ropas de su madre de la canasta y extenderlas sobre el camastro y airearlas. Las estudió con detenimiento y se dio cuenta de que necesitaría ayuda para ponérselas. Abstraída en esos pensamientos, se sobresaltó cuando llamaron a la puerta. Era el padre Santiago.

—¿Cómo estás, Manú?

—Bien, pa’i, gracias.

—Tienes visitas.

—¿Yo, visitas?

—Sí. Lope de Amaral y Medeiros y su esposa te aguardan en el locutorio.

El corazón le saltó de dicha, e, instintivamente, se reacomodó las trenzas y se alisó la falda del tipoy.

—Llévame con ellos, pa’i.

La puerta del locutorio se abrió en silencio. Emanuela vio primero a Lope, elegante como siempre, con el sombrero de ala ancha entre las manos, al que hacía girar con actitud nerviosa. Ginebra, sentada y envuelta en un aire ausente y desapegado, acariciaba la primorosa escarcela de terciopelo que le descansaba sobre la falta del vestido amarillo pálido; estaba bellísima.

—Buenas tardes —saludó, y cerró la puerta.

—¡Manú! —La alegría de Lope, tan sincera y contagiosa, que le puso color a sus mejillas, la alcanzó como una brisa fresca y de agradable aroma. No se incomodó cuando la abrazó y la apretó en torno a la cintura con más ímpetu del debido. Emanuela, que solo vestía el tipoy y sus calzones, percibió el calor y temblor de los dedos de él en su carne, y se permitió gozar del afecto de su amigo. Aitor y sus exigencias ya no contaban, se recordó. También se abrazó con Ginebra, que se apartó enseguida para observarla con una mirada concienzuda sin soltarle las manos.

—Quiero felicitarlos por su boda y desearles mucha felicidad. Que Tupá los bendiga, a ustedes y a su descendencia.

—Gracias —contestó el matrimonio a coro, sin afectar alegría.

—Estás más delgada —dictaminó Ginebra.

—Sí. Y tengo cara de cansada —añadió.

—Sí, también.

—En el viaje en barco hasta Buenos Aires —intervino Lope—, podrás descansar y recuperar los colores.

—Gracias por permitirme viajar con ustedes. Espero no ser inoportuna.

—¡Nada de inoportuna, Manú! —exclamó Lope, y a Emanuela la avergonzó que desplegase un entusiasmo tan evidente delante de su esposa—. Cuando mi padre recibió la carta del pa’i Ursus en la que le solicitaba un sitio para ti y otro para el pa’i Hinojosa, Ginebra y yo nos pusimos muy contentos. ¿No es así? —dijo, y miró a la joven.

—Sí, Manú. Muy contentos. Será una alegría tenerte en el barco. No nos aburriremos contigo y tus historias.

—También viajarán con nosotros Saite y Libertad. No hubo modo de dejarlas en el pueblo. Me siguieron hasta la jangada.

—¡Saite y Libertad son más que bienvenidos en nuestro barco! No olvides cuánto le debo a esa pícara caburé —le recordó Lope, con un guiño—. Dispondré que coloquen unas perchas para ellos en cubierta y los mejores trozos de carne.

—Gracias, Lope.

—¿Miní, Timbé y Porã no viajarán contigo? —preguntó Ginebra.

Emanuela negó con la cabeza, mientras pugnaba por retener las lágrimas. Lope se adelantó y le tomó las manos.

—No te inquietes por ellos, Manú. Bruno los cuidará muy bien.

—Sí, lo sé.

—¿Por qué dejas el pueblo? —se interesó Ginebra, que mostraba un costado curioso que Emanuela no le conocía.

—Porque existen unas ordenanzas, de Alfaro se llaman, que prohíben que los españoles vivan en las misiones. Los pa’i fueron muy benevolentes conmigo y me permitieron permanecer todos estos años. Mientras fui una niña, resultó más fácil conseguir los permisos para quedarme. Ahora las cosas se han complicado, y ya no puedo permanecer allí sin causarle serios problemas a la orden. Se avecinan tiempos difíciles.

—¿Te refieres al Tratado de Permuta? —se interesó Lope.

—No lo sé. Mi pa’i Ursus no mencionó ningún acuerdo.

—¿Aitor sabe que te has ido?

Que fuese Ginebra quien trajese a colación su nombre la irritó; no obstante y dado el gran favor que los Amaral y Medeiros estaban haciéndole, disimuló su fastidio al negar.

—Se pondrá como loco cuando lo sepa —dedujo Lope, y Emanuela se limitó a contemplarlo con desolación.

Carraspeó antes de que el sentimiento se convirtiese en un quebranto y se volvió deprisa hacia Ginebra, que se había ubicado bajo la ventana, por donde se filtraba un rayo del sol dorado de la tarde que le avivaba los bucles negros.

—¿Podrías venir mañana un rato antes de embarcar y ayudarme con el vestido? No sabría cómo ponérmelo. He llevado tipoys toda mi vida.

—Por supuesto. El barco zarpa a las ocho. ¿Te parece que venga a las siete?

—Si no es mucha molestia…

—¡Ninguna molestia! —terció Lope, y no se percató de la mirada de soslayo que le lanzó su esposa.

—Ninguna molestia —repitió Ginebra, más comedida.

A la mañana siguiente, cuando abandonó la celda escoltada por Ginebra, Emanuela rio con el gesto exagerado que el padre Santiago le imprimió a su semblante.

—¿Quién es esta señorita? ¿Dónde está mi Manú?

Pa’i —intervino Ginebra—, Manú no me cree cuando le digo que el vestido le sienta de maravilla.

—Me baila en la cintura y en la pechera —se quejó—. Y los botines están matándome.

—Estás preciosa, hija —la alentó Hinojosa—. Vamos. No hagamos esperar al flamante esposo, que nos aguarda en el puerto.

No fue hasta que Lope le extendió la mano al final del tablón que la condujo dentro del barco y que ella advirtió el brillo en sus ojos azules mientras la estudiaban de pies a cabeza, que Emanuela tuvo la certeza de que el vestido de su madre le sentaba bien. Sujetó la mano ofrecida y pisó la cubierta de lustrosa madera.

—¿Estás lista para iniciar tu nueva vida, Manú?

—Sí, Lope. Estoy lista.

Una sonrisa le enmascaraba la amargura, mientras su alma clamaba por Aitor.

* * *

Pese a la invitación de Amaral y Medeiros de pasar la noche en Orembae antes de regresar a la misión, Aitor se empecinó en volver ese mismo día, aunque quedasen pocas horas de luz.

—¿Qué necesidad tienes de hacer el camino de regreso ahora? ¡Espérate hasta mañana!

—No.

—Eres terco.

—Lo sé.

Amaral y Medeiros sonrió con aire vencido y sacudió la cabeza.

—No sabría decir si lo heredaste de mí o de tu madre. Los dos somos testarudos.

—Entonces lo soy por partida doble.

—¡Y se nota!

—Me voy.

—¿Ya has terminado tus asuntos con mi cuñado?

—No lo sé. Él sigue necesitándome para guiarlo por la selva, pero yo tengo que arreglar una cuestión en San Ignacio antes de decidir si seguiré trabajando para él.

—Sea como sea, quiero que vengas con frecuencia a visitarme.

Aitor asintió con un movimiento seco.

—No es necesario que te repita que te quiero aquí, como capataz.

—¿Se supo algo de Oliveira?

—No, nada. Mis hombres lo buscaron a varias leguas a la redonda y nada. Desapareció.

—Se lo habrá comido un yaguareté en la selva. Habrá olido la sangre y se habrá hecho un festín con él.

—¡Ojalá!

—Sí. Ahora me marcho, don Vespaciano. Llevo prisa.

—Sí, sí, ve, hijo. —Le aferró un hombro y le colocó la mano sobre la mejilla con barba de varios días, gesto que siempre incomodaba a Aitor—. Si no vuelves en un tiempo, iré a buscarte a la misión.

—Volveré.

Aitor cubrió la distancia que lo separaba de su hogar a un paso imprudente dadas las características de los senderos de la selva. Una vez que entró en el circuito de caminos bien mantenidos que unía a las doctrinas, el paso imprudente se convirtió en un galope sin pausa. El ingreso del pueblo se encontraba despejado y no vio a los guardias que lo habían recibido la vez anterior. Ya era tarde, casi anochecía, por lo que no había gente en las calles. Frenó el caballo delante de la enramada de su casa y saltó de la montura con una ansiedad que le provocaba temblores en las manos.

Malbalá, alertada por los cascos, había abandonado el guiso sobre el fuego y lo aguardaba con el semblante impasible.

—¡Sy! —Aitor la abrazó con un gesto apresurado antes de soltarla para escudriñar dentro de la casa.

—¿Cómo estás, hijo?

—¿Dónde está Emanuela?

Malbalá lo observaba mientras Aitor estiraba el cuello y la buscaba a lo lejos. No reparaba en el silencio de su madre, ni en su expresión.

—¿Dónde está? —dijo, y, al volverse y descubrir la mirada de la mujer, la agitación se le aquietó y la expresión se le congeló—. Sy —dijo, con un timbre de súplica, y masculló una frase inentendible de la cual Malbalá solo acertó a entender la palabra viruela.

—No enfermó de viruela. No te angusties por eso. Ella está bien.

El alivio que le comunicaron los ojos desesperados de Aitor causó una profunda pena a Malbalá. Aún no le había asestado el golpe de gracia.

—Hijo, no tengo buenas noticias.

Aitor asintió, con una expresión desorientada. Malbalá se preguntó si su hijo era consciente de que la sujetaba por los brazos y de que le hacía daño.

Sy… ¿Dónde está mi Emanuela?

—Aitor, Emanuela se fue.

Atrajo a su madre con brusquedad y le habló cerca de la cara.

—¿De qué estás hablando? ¿Qué quieres decir?

La mujer se mordió el labio y bajó las pestañas para ocultar los ojos arrasados.

—¡Habla, sy!

—¡Manú se fue, Aitor! ¡El provincial le ordenó abandonar el pueblo y ella se fue!

—¡Qué! —La soltó como si Malbalá lo hubiese quemado y trastabilló hacia atrás—. ¡De qué estás hablando! —Se llevó las manos a la cabeza. La peor de sus pesadillas acababa de volverse realidad—. ¡Dime! ¡Explícate!

—¡Manú se fue! ¿Qué más debo explicarte? Sabíamos que, tarde o temprano, esto ocurriría.

Aitor sujetó a su madre por el cuello, y esta cerró las manos en torno a la muñeca de su hijo en un acto instintivo de supervivencia.

—¿Y tú la dejaste partir? ¡Y tú le permitiste que me abandonase!

—Aitor, por favor, estás lastimándome.

—¿Adónde se fue? —exigió saber, sin aflojar la mano—. ¡Adónde se fue!

—¡No lo sé! ¡Nadie lo sabe! ¡Solo tu pa’i! ¡Solo él!

Aitor se encaramó sobre la montura de un salto y no detuvo el caballo hasta que sus cascos retumbaron sobre las lajas del pórtico que rodeaba la casa de los padres, donde irrumpió sin llamar. Ursus, que escribía la carta anua, levantó la vista, soltó un suspiro y depositó la pluma en el tintero. Se puso de pie.

—¿Dónde está mi mujer, pa’i?

—Aitor, quiero que te calmes…

—¡No me vengas con esas, pa’i! Dime dónde está y te dejaré en paz.

—No puedo decírtelo.

Aitor desenvainó el cuchillo, y Tarcisio, que había corrido desde la cocina al escuchar el estruendo de la puerta, soltó un grito.

—Dímelo, pa’i, porque te aseguro que te destriparé si no lo haces.

—Ella me hizo prometer que no te lo diría —afirmó el jesuita, muy sereno.

La afirmación descolocó a Aitor, que mermó la sujeción en el mango del cuchillo y cambió el gesto rabioso por uno desconcertado. Enseguida se repuso.

—¡Mientes! ¡Ella jamás se iría del pueblo pidiéndote eso! ¡Ella jamás me abandonaría! ¡Ella…!

—¡Pues Emanuela se fue exigiéndome que te ocultase su destino! —tronó la voz del sacerdote—. Intenté…

Un clamor nacido del odio y del dolor hizo callar al jesuita, que se movió detrás de la mesa para poner distancia con el hombre que se lanzaba sobre él para ensartarlo con un cuchillo de proporciones y filo temibles.

—¡Detente, Aitor! ¡No cometas una estupidez! ¡Te desgraciarás para siempre!

—¡Dime dónde está mi mujer! ¡Dímelo! —Aitor había perdido todo rastro de cordura y de racionalidad. El gesto se le había convertido en una máscara diabólica y los iris amarillos destacaban con un brillo macabro en los ojos inyectados. Respiraba por la boca de manera rápida y congestionada, y lanzaba gotas de saliva.

—¡Cálmate! Hablaré contigo si te calmas.

—¡No me pidas que me calme! ¡Solo dime dónde está ella!

—¡No puedo, Aitor! ¡Se lo prometí!

—¿Por qué? —masculló con acento abatido—. ¡Por qué!

—Solo me dijo que la habías lastimado profundamente y que no quería volver a verte.

De nuevo, la declaración del jesuita lo turbó durante unos segundos.

—¡No! ¡Mientes! ¡Ella jamás te diría que no quiere volver a verme! ¡Jamás! ¡Dímelo! ¡Dime dónde está! —exigió con un grito desgarrador, mientras avanzaba con el cuchillo en una posición amenazadora.

—¡Aitor! —La voz de van Suerk lo distrajo, y Ursus aprovechó para patearle la mano y desarmarlo. Tarcisio se lanzó sobre el cuchillo y lo sacó del alcance de Aitor, que cayó de rodillas, mientras se sujetaba la mano golpeada con la otra.

—Dímelo, pa’i —imploró—. Dime dónde está mi Emanuela.

Ursus le colocó la mano en la parte posterior de la cabeza, que le colgaba sobre el pecho.

—Lo siento, hijo. Sé cuánto estás sufriendo, pero esa fue la disposición de Manú y no puedo faltar a mi palabra.

Aitor contrajo el gesto al oír las palabras del sacerdote.

—¿Por qué? —preguntó, en un hilo de voz.

—No lo sé. Me dijo que la habías herido profundamente.

—No, no. ¿Cómo podría, si la amo más que a mi vida?

—Aitor. —El padre van Suerk le aferró el brazo y lo instó a ponerse de pie—. Ven, muchacho. Acompáñame afuera. Tenemos que hablar.

Aitor se incorporó y se tomó unos segundos antes de alzar la mirada. Los ojos arrasados de su pa’i Ursus lo golpearon con dureza.

—Perdóname, pa’i. No te habría lastimado. Te lo juro.

—Lo sé, hijo, lo sé. Tarcisio, devuélvele el cuchillo.

—Pero, pa’i…

—Devuélveselo.

Tarcisio se aproximó con la cautela de quien rodea a un yaguareté. Tomó el cuchillo por el mango y lo extendió desde una distancia prudente. Aitor, ajeno a la desconfianza y miedo del sirviente, lo recibió y se lo calzó en la faja de los pantalones.

—Ven —volvió a instarlo van Suerk.

El médico holandés se alejó de la casa en silencio, con Aitor a la zaga. Se detuvo en medio del jardín, y Aitor lo imitó.

—¿Quieres saber por qué Emanuela le hizo prometer a tu pa’i que no te diría dónde vive ahora?

—Sí, pa’i.

—Dime a mí tú primero si, antes de irte del pueblo, hiciste algo que pudiese haberla ofendido.

—Sí, lo hice —contestó, con acento nervioso y palabras atropelladas—. El día en que llegué, fui a buscarla a la barraca donde se encontraban los enfermos de viruela y la traté mal.

—Sí, es cierto. Te comportaste como un energúmeno. Sin embargo, Manú te perdonó y le preguntaba a Ñezú por ti todos los días. Ella deseaba que fueses a verla y, aunque lo hiciesen desde una distancia prudente, quería hablar contigo.

—Entonces, ¿qué fue?

—¿No recuerdas haber hecho nada que pudiese lastimarla, Aitor?

—No, pa’i, excepto lo que te mencioné.

—Pero lo hiciste, hijo.

—¿Qué hice, pa’i? —preguntó con miedo.

—Ella te vio, Aitor. La noche antes de que partieses, ella te vio en la barraca fornicando con Olivia.

Pese a ser de noche y a que las antorchas que iluminaban el pórtico derramaban una luz pobre en ese sector del jardín, van Suerk advirtió la palidez que le demudó las facciones oscuras. Le dio pena la expresión turbada que le transformó el rostro. Sus ojos adquirieron una calidad vidriosa y sus labios, un tono grisáceo. Le temblaban las manos. El efecto de las palabras vertidas se había propagado en él con la rapidez del fuego. El jesuita se dio cuenta, también, de que lo habían privado de la capacidad para reaccionar.

—Ni tú ni Olivia la vieron, pero ella estaba allí, de pie, observándolos desde la penumbra. Yo la saqué de la barraca en silencio. Estaba muy conmocionada.

—Oh, Dios, no. Por favor, no. Por favor, no.

—¿Quieres hacer confesión, hijo?

Aitor agitó la cabeza y la mano, mientras retrocedía y seguía repitiendo «no, por favor, no» una y otra vez. Corrió hasta su caballo, lo montó con agilidad y abandonó la casa de los padres. Galopó por la avenida principal con la visión limitada a causa de las lágrimas y, cuando desembocó en la plaza de armas, espoleó al caballo, que la cruzó a gran velocidad. Aitor tiró de las riendas, y el animal se encabritó y relinchó. Al tocar el suelo con los cuartos delanteros, comenzó a girar sobre sí con inquietud, contagiado por el nerviosismo de su dueño. Aitor mantenía las riendas tirantes y, a medida que el caballo ejecutaba las circunvoluciones, observaba el pueblo que se desplegaba en torno a él: la iglesia, el Cabildo, la escuela, las casas erigidas frente a la plaza, el rollo, donde una vez lo habían azotado, el reloj de sol, que su pa’i le había enseñado a leer, la cárcel, donde Emanuela le había curado los latigazos. Cada edificio guardaba un recuerdo, que se desvanecía y perdía valor sin ella. El pueblo mismo carecía de valor si Emanuela no estaba en él. La vida nada significaba sin ella. Vivir sin Jasy no sería vivir. Un terror como jamás había experimentado se apoderó de él.

Su mirada desorbitada se detuvo en la torreta del baptisterio. Movió las riendas hacia la derecha, y el caballo inició una marcha más tranquila. Se detuvo al pie de la escalera que conducía a la entrada. No tenía la llave. Igualmente, desmontó, sacó del morral la garrafa de una bebida muy fuerte que le había regalado Melor Marrak y subió de dos en dos los escalones de piedra. Le tembló la mano al contacto con el hierro del picaporte. Contra toda posibilidad, tiró de él, y la puerta se abrió.

Permaneció unos segundos bajo el dintel, reuniendo coraje para entrar. Las lágrimas caían sin pausa y le enturbiaban la vista. No obstante, distinguió algo al pie del telescopio. Entró impulsado por la curiosidad. Dejó la puerta abierta por donde entraba la luz de la luna. Se acuclilló frente al objeto y aguzó la vista. Al comprender de qué se trataba, echó la cabeza hacia atrás y soltó un gemido prolongado que sus detractores habrían confundido con el aullido del lobisón.

—¡Oh, Jasy! —exclamó, mientras recogía del piso el collar de conchillas y la piedra violeta—. ¡Amor mío, perdóname! ¡Perdóname!

Lloró sobre los objetos, de rodillas, con el pecho recostado en las piernas. Varios minutos más tarde, elevó apenas la vista y descubrió el pedazo de papel, que tembló cuando lo recogió del suelo. Nervioso y torpe, se secó los ojos con la manga de la camisa. El corazón le dio un golpe en el pecho y cambió el ritmo de las pulsaciones a uno más pausado, pero también más violento, cuando se dio cuenta de que era la caligrafía de Emanuela. Besó el papel con reverencia, y sus lágrimas y su saliva diluyeron algunas letras. Insultó y aplicó presión sobre el papel con la manga para absorber la humedad que amenazaba con borrar las preciosas letras de su Jasy.

Inspiró varias veces. Descorchó la garrafa con los dientes y bebió un largo trago, que le provocó una quemazón en el esófago y le hizo arder la nariz y los ojos. Un instante después, percibió en el fondo de la garganta el sabor del brebaje y lo juzgó exquisito. Se sintió mejor, envalentonado para leer la carta. La comenzó dos veces. Estaba nervioso y aturdido y no comprendía lo que decía, sin mencionar que leer no contaba entre sus actividades frecuentes y que nunca había sido su fuerte. Se concentró y leyó. Lo reconoció enseguida, al soneto ciento dieciséis de Shakespeare. Emanuela lo había traducido al guaraní y se lo había dejado allí, para él. Se acomodó en el suelo, contra la pared, en el mismo sitio donde le había arrancado gemidos de placer, y, mientras leía, se quemaba la garganta con la bebida del minero.

No permitáis que la unión de unas almas fieles

admita impedimentos: No es amor el amor

que cambia cuando un cambio encuentra

o que se adapta a la distancia al distanciarse.

¡Oh, no! Es la marca indeleble

que contempla la tempestad y que nunca tiembla;

es la estrella de los barcos sin rumbo,

de valor desconocido aun considerando su altura.

El amor no se deja engañar por el tiempo, aunque los rosados labios y las mejillas

caigan bajo un golpe de guadaña.

El amor no cambia en pocas horas o en semanas,

sino que resiste aun en el día del Juicio Final.

Si es esto erróneo y puede ser probado,

nunca escribí nada, ni hombre alguno ha jamás amado.

Lo leyó tantas veces que por último, borracho, entre risas y llanto, lo recitaba de memoria. Cada tanto, se callaba y evocaba el atardecer en que Emanuela se lo había traducido del libro que le había regalado su pa’i Santiago.

Al acabar la lectura, él le había dicho: «Nuestro amor es amor porque nunca cambiará. Te he amado desde que tenía cuatro años, desde que te vi aquella noche en la jangada, recién nacida. Te he amado cada minuto de mi vida, te amo en este momento con locura y lo haré hasta…». Y ella lo había interrumpido para finalizar: «Hasta el día del Juicio Final».

—Sí, Jasy, sí, te amaré hasta el día del Juicio Final, para toda la eternidad. Jasy, amor mío, vuelve a mí.

Se quebró en un llanto devastador. Lloraba con la cara hundida entre las rodillas hasta que la potencia del sentimiento lo arrojó al piso, donde plegó las piernas contra el pecho y siguió llorando con clamores que traspasaron los gruesos muros y recorrieron el pueblo. Como era noche de luna llena, más de uno se acordó del luisón.

Así lo encontró Olivia, ovillado al pie del telescopio, borracho, sollozando ya sin fuerza. Le apartó el cabello del rostro y le acarició la mejilla. Los párpados de Aitor se elevaron con dificultad.

—¿Emanuela?

—No, Aitor. Soy yo, Olivia.

—Vete —dijo, con voz pastosa, alargando las sílabas.

—No te dejaré. Me quedaré contigo.

—Vete.

—No. Me necesitas.

Derrotado, Aitor volvió a apoyar la cabeza en el suelo y cerró los ojos. Soñó que Emanuela entraba en la torreta y echaba a Olivia a los gritos, propinándole puntapiés y cachetazos, lo cual le provocaba a él un acceso de risa que le dificultaba la respiración. A continuación, sentía las manos de ellas en la cara, en los brazos, en el torso, y las últimas carcajadas menguaban hasta desaparecer. Él se incorporaba con dificultad, instigado por una necesidad apremiante de olerle el cuello. Lo hacía, plantaba la nariz en el punto escondido tras la oreja, donde la calidez de la piel intensificaba el perfume que era solo de ella, ese aroma dulce y fresco a un tiempo, que olía a tierra recién mojada y a flores de naranjo. Como si se hubiese cansado de que él la oliese, Emanuela le aferraba la cara con las manos y lo apartaba. Se miraban a los ojos. A él lo desesperaba no ser capaz de desentrañar el significado de la expresión de ella.

—Perdóname —le suplicó, con voz forzada.

—Sí, te perdono. Hazme el amor.

La felicidad que explotó en el pecho de Aitor fue la más pura y sublime que recordaba haber experimentado en sus más de diecinueve años. La tumbó sobre el suelo de piedra con suavidad. Se quitó la camisa con impaciencia, la plegó cuatro veces y se la acomodó bajo la cabeza. Se colocó sobre ella, con los antebrazos en el suelo para evitar cargar el peso sobre su cuerpo delgado, todavía de niña.

—Te amo, amor mío —le susurraba, mientras le besaba la delgada columna del cuello y la acariciaba entre las piernas—. Te amo tanto que me asusta.

—¡Ámame, Aitor!

Olivia se sorprendió cuando Aitor eyaculó dentro de ella, acción en la que jamás caía, y no comprendió por qué, mientras lo hacía, sollozaba y clamaba por la luna.

Jasy, Jasy —gemía.

FIN DE LA PRIMERA PARTE