CAPÍTULO
XIII
En los últimos días, le había seguido la huella al tiempo; necesitaba saber en qué día vivía porque el padre Ursus le había pedido que regresase antes de las fiestas patronales de la misión para echar una mano, y él le había prometido que lo haría. Después de los cincuenta latigazos, las cosas mejoraban lentamente entre ellos, y en gran parte se debía a que Aitor estaba feliz y con ánimo conciliador, aunque lo limitaba al padre Ursus, porque con sus enemigos ancestrales mantenía la actitud implacable de siempre.
Entró en el pueblo tres días antes del 31 de julio, fiesta de San Ignacio de Loyola, y enseguida percibió la efervescencia que dominaba a la gente. Se esmeraban en decorar las casas con guirnaldas de flores, hojas y frutos. Adornaban los arcos de tacuaras con hojas de palmeras y flores de la pasión para luego montarlos sobre la avenida principal, formando una especie de glorieta, por donde avanzarían los huéspedes de honor. Aitor creía haber entendido que se recibiría la visita del obispo del Paraguay y del provincial de la orden, además de la de los invitados de costumbre, los padres de las misiones vecinas. Si bien la gente esperaba con entusiasmo los festejos patronales, a él no podían importarle menos. Lo único que deseaba era ver a su Jasy. Estaba convirtiéndose en un suplicio pasar tanto tiempo lejos de ella. Tendría que buscar una solución, y pronto. Escapar, sí, pero ¿dónde la llevaría? No quería que le faltasen las comodidades a las que estaba habituada, ni que se deslomase trabajando o que pasase necesidades.
La descubrió avanzando por la plaza de armas con su canasta de potingues y electuarios calzada en la cadera, mientras conversaba animadamente con Miní, a quien llevaba de la mano. Timbé con Kuarahy en el lomo —ya prácticamente no se bajaba de allí— la seguía a unos pasos de distancia. Saite iba montado en su hombro, mientras que Libertad le revoloteaba en torno. Aitor soltó un silbido, y las aves rapaces volaron hacia él. Emanuela detuvo su conversación y levantó la vista. Aitor le sonrió desde la lejanía, en tanto le ofrecía el brazo a la macagua para que se apoyase en la muñequera; Saite lo saludó con vuelos rasantes en torno.
Un cosquilleo de anticipación le recorrió el cuerpo al ver que Emanuela depositaba la canasta en la plaza y corría hacia él. Agitó la muñeca para que el ave echase a volar y la esperó con el corazón desbocado en el pecho. Emanuela se arrojó en sus brazos y él la hizo dar vueltas en el aire, lo que le arrancó risas y exclamaciones. Pese a estar habituados al cariño que la niña santa le profesaba al luisón, las gentes se detenían y los observaban con muecas de asombro. Emanuela continuaba en sus brazos, ajena a los curiosos, y le bañaba el rostro con besos, aunque se cuidaba de no hacerlo en la boca. A él lo asombraba que ninguno sospechase que el vínculo que los unía iba mucho más allá del fraterno. Cierto que ella siempre había sido demostrativa con él, sin contar que evitaban tocarse o mirarse como cuando estaban en la intimidad. Olivia era la única que conocía el secreto, pero no abriría la boca si sabía lo que le convenía. Aitor, igualmente, sospechaba que Vaimaca y Ñezú lo sabían, y quizá también Malbalá, aunque su madre siempre había elegido lo que deseaba saber y lo que prefería dejar fuera de su gobierno. También se acordó de Laurencio nieto, a quien le había dicho que mantuviera lejos de «su mujer» las baratijas que realizaba en la ebanistería. De igual modo, su sobrino no constituía una amenaza: no le tenía miedo, sino pánico, y cada vez que Aitor regresaba al pueblo, el muy cobarde se mandaba mudar al pueblo de la Candelaria, a la casa de su primo Rafael. Laurencio nieto tampoco abriría la boca, o sabía que volvería a partírsela.
Aitor la depositó en el suelo y tomó distancia para estudiarla. Su Jasy sonreía, y la sonrisa, que le desvelaba por completo la dentadura, le alcanzaba los ojos y le iluminaba el semblante. El ejercicio le había puesto color a sus mejillas, un rubor adorable que lo hacía pensar en que estaba más cerca de ser niña que mujer. No obstante, la notó alta y estilizada; siempre le daba la impresión de que había crecido unas pulgadas, y rogó que no llegase el día en que lo sobrepasase.
—Estás hermosa —susurró.
—Tú estás hermoso —aseguró ella, de igual modo, en un susurro—. Tu barba… Me gusta mucho —declaró, y se refrenó de acariciarlo.
—¿Me ayudas a afeitármela? Comienza a fastidiarme.
—¡Sí, por supuesto!
Aitor la acompañó a recoger la canasta y caminaron hasta la casa sin darse la mano.
—Te amo —musitó ella, con la vista al piso.
—¿Hay alguien en la casa?
—No creo —contestó, desorientada—. Mi sy está trabajando en el avamba’e, y Bruno, en la alfarería. Mi ru todavía está en la herrería.
Aitor entró en la casa sin detenerse en la enramada. Emanuela, en cambio, se demoró un momento para colgar la canasta en una horqueta en la pared y para agregar agua limpia en el abrevadero de los animales. Cruzó el umbral, y una fuerza sorpresiva la succionó. Aterrizó en los brazos de Aitor, quien, con la espalda contra la pared, la pegó a su cuerpo. Los pechos agitados se chocaban, mientras ellos se contemplaban con sonrisas y ojos chispeantes.
—Dímelo de nuevo.
—¿Qué?
—Lo que me dijiste camino hacia acá.
—Te amo. —Se puso en puntas de pie, se colgó de su cuello y lo repitió—. Te amo. —Lo besó con ligereza sobre los labios—. Te amo, Aitor. —Otro beso suave—. Te amo tanto. Nadie te ama como te ama tu Jasy.
Esa última afirmación lo excitó y emocionó al mismo tiempo. La intensidad de las sensaciones lo aturdió, se le atiborraron las palabras y quedó todo alborotado. Emitió un jadeo ronco y la aferró por la nuca. Ajustó el brazo con que le envolvía la parte baja de la cintura, lo que obligó a Emanuela a elevarse un poco más sobre las puntas de sus pies, y cayó sobre sus labios. Ella, atrapada, estática, hechizada, se rindió a él y lo recibió dentro de la cavidad de su boca con una entrega que solo sirvió para acabar con la poca prudencia a la que Aitor se aferraba. El beso fue terrible, voraz, impiadoso, exigente, y los dejó perplejos y acezantes, él con la frente sobre la de ella, la mano todavía en la parte posterior de su cabeza, y el brazo en su cintura. Ella, agitada y temblorosa, le hundía los dedos en la carne de los hombros.
—Y a ti, nadie te ama como te ama tu Aitor.
—Nadie —acordó ella, en un jadeo y con los ojos cerrados. Y como sabía cuánto lo necesitaba su alma atribulada, le aseguró—: Eres y serás el único para mí.
Aitor emitió un gruñido de satisfacción al tiempo que deslizaba el brazo sobre las nalgas de Emanuela y la pegaba a su erección. Le mordió el lóbulo de la oreja, y ella rio.
—Me haces cosquilla con la barba. ¿Quieres que te la rasure ahora?
Aitor se detuvo y emergió del cuello de Emanuela con aire resignado. Asintió. Aunque deseaba continuar con esos juegos de amor, sabía que era riesgoso —cualquiera de su familia podía sorprenderlos— y que él terminaría con una calentura difícil de ocultar a plena luz del día. Por otro lado, le fascinaba que su Jasy lo rasurase. Tiempo atrás, le había pedido a Tarcisio que le enseñase, y había aprendido muy bien. A nadie le habría permitido colocar una navaja cerca de su cuello, solo a su adorada Jasy.
Emanuela le aferró las manos y le estudió las uñas.
—Mmmm… —musitó, con expresión y timbre de desaprobación—. También te cortaré y limpiaré las uñas. —Se apartó unos palmos y le estudió los pies desnudos—. Las de las manos y las de los pies. Y te curaré estos cortes. Siempre traes las manos llenas de cortes y astillas.
Incapaz de contenerse, Aitor la envolvió de nuevo entre sus brazos y le habló con la boca pegada en la garganta.
—¿Y me cortarías un poco las puntas del cabello?
—Sí, haré todo lo que me pidas.
—¿Todo? —repitió él, con acento seductor.
—Sabes que sí, que siempre hago todo lo que me pides.
—Y yo te amo tanto por eso.
Emanuela se ruborizó y bajó la vista para ocultar una sonrisa. Aitor no quería perderse el arrebol de sus mejillas, así que le colocó el índice bajo la barbilla y lo obligó a mirarlo.
—Te amo, Jasy. —Lo expresó con una seriedad que borró la sonrisa avergonzada de ella—. No creo que puedas entender hasta dónde llega mi amor por ti.
—Explícamelo —le pidió, con inocente avidez.
Le acunó el rostro con las manos.
—Siempre, desde que tengo memoria, has sido lo más importante para mí, desde que eras una pequeña que dormía en una vasija cubierta con plumas de pato y yo no podía apartar mis ojos de ti. —Ella sonrió con picardía, y él la besó en los labios—. Me levantaba por la mañana y lo primero que pensaba era en verte. Y durante el día, también quería verte, estar contigo, tomarte de la mano, hacerte jugar y reír.
—Me gustaba cuando, de noche, abandonabas tu hamaca y te metías en mi cama.
—Sí —dijo él, con nostalgia—, eso a mí también me gustaba. Me gustaba mucho. Algún día, cuando nos casemos, será mi derecho dormir contigo entre mis brazos.
—Sí.
—Jasy, mi amor por ti no tiene fin.
—¿Y darías tu vida por mí como yo lo haría por ti?
—Vendería mi alma a Añá si fuese necesario para preservarte de todo mal.
—¡No, eso no! —se escandalizó ella—. Tu alma no. Prométemelo, Aitor. Mi vida no vale tanto como tu alma.
—Tu vida es lo más precioso que tengo. Emanuela —que la llamase por su nombre en esas circunstancias le cortó el aliento—, no puedo vivir sin ti. No vivo sin ti —añadió con voz baja y forzada—. ¿De qué me sirve la vida si no estás tú en ella? ¡No la quiero!
—¡Siempre estaré! —le dijo, agitada y con los ojos arrasados.
—Sí, amor mío, siempre estarás junto a mí. Solo vivo por y para eso, para que estés siempre junto a mí. Y me aseguraré de que así sea.
—¡Te eché tanto de menos! —Le echó los brazos al cuello y buscó la cercanía de su cuerpo con actitud desesperada—. ¡Llevame contigo la próxima vez, Aitor!
Le acarició la frente y la contempló con devoción. Que se lo pidiese, aunque él no estuviese dispuesto a complacerla, bastaba para dotarlo de la fuerza que necesitaba para marcharse en unos días.
—Me llevarás contigo, ¿verdad?
—No, Jasy. Aquello es muy duro, y yo no quiero eso para ti.
—No me quejaré, te lo prometo.
Aitor rio por lo bajo y la apretó hasta que la escuchó emitir un gemido ahogado; entonces, aflojó su abrazo inclemente.
—No sé por qué Tupá me premió contigo si tengo el alma negra.
—Si en verdad tuvieses el alma negra, no me amarías. —Aitor aguzó los ojos en confusión—. Si tuvieses el alma negra —continuó ella—, no sabrías cómo amar. Y yo me siento muy amada por ti.
Aitor le pasó las manos por el rostro, despejándoselo de mechones inexistentes, y lo hizo con movimientos inmoderados, mientras luchaba por disolver la pelota en la garganta y por detener el temblor en los labios.
—¿Quieres que te rasure ahora? —Él asintió—. Ve a sentarte en la enramada. Voy a buscar los utensilios.
Lo rasuró con tanta delicadeza que se quedó dormido con la cabeza apoyada en su seno, y siguió dormido aun cuando le untó la piel con el bálsamo de romero, laurel y menta. Al terminar, se quedó de pie, sosteniéndole la cabeza y observándolo dormir, hasta que un aullido de Miní lo sobresaltó.
—Tranquilo —susurró ella en su oído—. Es Miní, que me pide su comida.
—Ve a dársela.
—No. Ahora estoy contigo.
—Me quedé dormido.
—Sí.
—¿Mucho tiempo?
—No, lo que duró la rasurada y un momento más. Ahora te cortaré las uñas.
Así los encontraron Laurencio abuelo y Laurencio nieto cuando se aproximaron a la enramada. El más joven, al ver que Aitor estaba de regreso, se apresuró a despedirse de su abuelo y de Manú, y se perdió de vista. El hombre saludó a Emanuela con un beso en la frente y caminó junto a Aitor sin mirarlo, como de costumbre.
—Manú, cébame unos mates, hija.
—Sí, ru. En un momento.
—Ahora.
Aitor se giró sobre el tocón y le clavó la mirada de ojos celados bajo las cejas diabólicas. Sabía cómo usarlos para atemorizar a sus enemigos.
—Laurencio —expresó en voz clara, y como hacía tanto tiempo que no se dirigía a su padrastro, más aún que no lo llamaba por su nombre, el herrero y la muchacha se conmocionaron—, Emanuela no es tu sierva. Si quieres mate, ve y sírvetelo tú mismo.
—Aitor… —musitó ella, y le apretó el brazo.
Laurencio se puso de pie y agitó el índice para vociferar:
—¡Ella tampoco es tu sierva y la encuentro a tus pies cortándote las uñas! ¡Manú, deja de hacer eso y tráeme el mate!
Aitor la aferró por la muñeca para impedir que se alejase.
—Emanuela se queda donde está y ya te dije que tú vayas por el mate. No lo diré otra vez, Laurencio.
—¿Quién eres tú para darme órdenes en mi propia casa? ¡Vete de aquí, engendro del demonio!
—¡Ru, por favor, no lo llames así! ¡Es tu hijo!
—¿Preguntas quién soy, Laurencio? Soy el que puede hacerte mucho daño, y tú no contarías con el poder para detenerme. Antes, cuando era un niño indefenso, me golpeabas y me insultabas hasta el cansancio. Ahora, las tornas se volvieron a mi favor, y la fuerza está de mi parte. ¿Cuánto piensas que me llevaría degollarte como a un cerdo? —Desplegó la navaja, obsequio del padre Ursus, con un sonido que pareció cortar el aire.
Emanuela sollozó, y Laurencio se quitó el cuchillo de la cintura y dio un paso adelante. Se frenó de golpe cuando Aitor abandonó el tocón y lo enfrentó. Le llevaba varias pulgadas, sin mencionar que pesaba unas cuantas libras más. La vida de aserrador y hachero lo había moldeado hasta convertirlo en un hombre de una fortaleza física que Laurencio reconoció de inmediato. Masculló un insulto, escupió sobre los ladrillos de la enramada y se alejó en dirección a la plaza.
Aitor devolvió la navaja al estuche y recibió a Emanuela en sus brazos cuando lo buscó con el semblante pálido y una expresión angustiada.
—Perdón por esto —le suplicó.
—No me pidas perdón. No es tu culpa. No es tu culpa. Lo siento tanto, Aitor.
—¿Crees que me importa que me odie? Hace tiempo que no me importa. No quiero que te angusties por esto, amor mío. Que tú me ames, Jasy, eso es todo lo que necesito para ser feliz.
—Entonces, eres el hombre más feliz del mundo.
* * *
Los festejos por el día de San Ignacio de Loyola se hallaban en su apogeo. Habían comenzado en la víspera, con la llegada del obispo del Paraguay y del provincial, el padre Emanuele Querini, al que todos llamaban padre Manuel. El pueblo fue a recibirlos al atracadero y los agasajó con música de la orquesta conducida por Juan Ñeenguirú y un cortejo de autoridades engalanadas con coronas y capas bellamente decoradas con plumas de todos colores.
Además de celebraciones religiosas y procesiones, se organizaron comilonas en la plaza de armas, para las cuales se carnearon treinta vacas y se asaron junto con mandiocas, papas, calabazas, batatas y cebollas. Se bebían infusiones y jugos de frutas, y pese a que el alcohol estaba prohibido en la misión, se introdujeron furtivamente algunas garrafas con chicha, que ocasionaron algunos altercados. Al terminar las celebraciones, las celdas de la cárcel estaban llenas.
Se representaron escenas de la vida de San Ignacio, se organizaron bailes, se interpretaron piezas sacras del padre Doménico Zipoli, de Pachelbel y de Händel, y se realizaron desfiles militares. El coro de niños, que cantó un melodioso Miserere, compuesto por el propio Juan Ñeenguirú, mereció las felicitaciones del obispo. El pueblo disfrutaba y participaba activamente. Como anfitriones, todos daban una mano, aun los más pequeños, que iban detrás de los invitados de honor sosteniendo largas hojas de palmeras o de güembé para hacerles sombra.
Aitor contemplaba con ojos aguzados y un aire aburrido que ocultaba un profundo desprecio. A él, esa mascarada lo atraía poco y nada; no obstante, se mantenía cerca para vigilar que nadie molestase a Emanuela. Durante ese tipo de festejos, la gente solía perder las inhibiciones y se volvían más atrevidos, lo que resultaba en un asedio a la niña santa para pedirle favores y para tocarla. Sobre todo, Aitor se mantenía atento a Laurencio nieto, que en esa oportunidad no había escapado a refugiarse a la Candelaria pues se habría reputado una gran falta de respeto no participar de las patronales. El chico guardaba distancia, aunque siempre la buscaba con los ojos. Cansado de que la mirase como si estuviese dispuesto a robársela, Aitor se encaminó hacia él, que, al verlo aproximarse, se caló el chapeo sobre la frente y echó a correr en dirección a su casa.
Del único número que Aitor participó fue del desfile militar, y lo hizo no porque estuviese obligado a marchar con su compañía de la caballería —a él, en realidad, nadie lo obligaba a nada—, sino porque a Emanuela se le iluminaban los ojos cada vez que lo veía montado y con su uniforme. Y fue en esa ocasión que, buscando a su Jasy entre el público, avistó al grupo de esclavos africanos que, desde hacía unas semanas, vivía en la misión. No era inusual que los negros, propiedad de la Compañía de Jesús, se desplazaran entre los pueblos para ayudar a recolectar la yerba, en las construcciones o en las sementeras. Sin embargo, nunca habían estado en San Ignacio Miní. Aitor recordó aquella oportunidad, más de catorce años atrás, cuando vio una negra por primera vez, en las calles de Asunción. Lo había impresionado en su mente de niño. Ahora, como adulto, lo atraían sus rasgos tan peculiares y su color tan oscuro, mucho más oscuro que el de los guaraníes, que tiraba al rojizo, como si buscasen mimetizarse con la tonalidad de la tierra.
El grupo de esclavos tenía prohibido participar de los festejos y relacionarse con la gente del pueblo. No obstante, se les permitía observar de lejos y comer las sobras del asado. En tanto su caballo se aproximaba al sector donde se hallaban los negros, Aitor descubrió que una de ellos lo miraba con una fijeza deliberada. Le sonrió con impudicia cuando sus ojos hicieron contacto. La estudió de arriba abajo, y la encontró muy atractiva con su pañuelo blanco envuelto en la cabeza y el vestido que se le ajustaba en la cintura delicada y que no le cubría por completo las pantorrillas, fuertes y bien torneadas. Apartó la vista y volvió a columbrar entre las gentes para ubicar a Emanuela.
* * *
El domingo 3 de agosto, último día de visita del obispo y del provincial, Aitor se puso de mal humor cuando el hermano Pedro fue a buscar a Emanuela por la tarde. Los huéspedes pedían conocerla. Durante su estadía, habían oído tanto acerca de la niña santa, que no se marcharían sin hablar con ella. Desde el milagro de la curación de Juana, la joven madre gravemente afectada de fiebres tercianas cuando Emanuela era apenas una recién nacida, pasando por la «resurrección» de Laurencio abuelo hasta su actual desempeño en el hospital, donde los enfermos sanaban más rápidamente —el padre van Suerk servía de testimonio—, todo había llegado a oídos de los prelados.
Emanuela entró en la casa de los padres escoltada por su padre Laurencio y sus hermanos Bruno y Aitor. Malbalá tenía vedado el acceso, como toda mujer mayor de catorce años, por lo que aguardó en el pórtico, con Miní de la mano y Timbé a sus pies, ya que el hermano Pedro no les había permitido el ingreso. Saite y Libertad la esperaban posadas en el alféizar de la ventana. La caburé lo hacía con tranquilidad; Saite, en cambio, golpeaba el vidrio con el pico.
—¿Y esas aves? —se interesó el provincial.
—Son de Manú, Excelencia —explicó Ursus—. Las ha criado desde que eran pequeñas y la siguen a todas partes.
—Son aves rapaces —comentó el obispo, que se había acercado a la ventana.
—Sí, lo son.
—¿No corréis riesgo de que se alimenten con vuestros animales de corral?
—Oh, no, Excelencia. Manú las ha educado muy bien. Saite y Libertad jamás lo harían.
—¿Estáis seguro, padre Ursus? —insistió el obispo—. La presencia de dos aves rapaces en la misión podría constituir la explicación de esos sucesos escalofriantes que me ha mencionado vuestro provincial, los de los animales descorazonados.
Ursus sintió que las mejillas se le coloreaban bajo la barba. La matanza de animales durante las noches de luna llena era una espina en su costado que nunca había conseguido arrancar.
—No, Excelencia. Le aseguro que las aves de Manú no tienen nada que ver en esos sucesos. En ellos se advierte claramente la mano del hombre.
—¿Y ese aullido? —se sobresaltaron al unísono los dos invitados.
—Es el carayá de Manú —explicó el hermano Pedro—. Está fuera con Malbalá. No le permití el acceso.
—¿Qué es un carayá?
—Un simio, Excelencia —volvió a explicar Ursus—. Él también está con Manú desde que era un recién nacido.
El obispo elevó las cejas en un gesto de asombro, y caminó hacia la que apodaban niña santa. Emanuela mantuvo la vista al suelo como le había indicado Malbalá, mientras el prelado la estudiaba con una sonrisa que Aitor le abría borrado de un trompazo. Dio un paso delante, la aferró por la muñeca y la alejó del alcance del clérigo cuando este intentó acariciarle la mejilla. El hombre, atónito, se lo quedó mirando.
—No la toque —le advirtió en guaraní.
—¿Qué ha dicho? —preguntó el obispo, mientras alternaba miradas confundidas entre el muchacho con el color de ojos más extraño que había visto y los sacerdotes ubicados detrás de él.
—Aitor —habló el padre Ursus, con timbre nervioso—, al igual que todos los hermanos de leche de Manú, es muy celoso de ella.
—¿Qué ha dicho? —insistió el clérigo.
—Ha pedido que no la toque.
El rostro del anciano se tiñó de un intenso rojo carmesí, que le trepó por la pelada y se le confundió con el escarlata del solideo.
Ursus se aproximó a Aitor con paso decidido y le ordenó:
—Retírate. Ahora.
—Pa’i…
—¡Retírate!
Un destello que no recordaba haber visto en los ojos oscuros de su pa’i Ursus, una furia que también parecía ser una súplica, lo llevaron a asentir en una inusual muestra de sumisión. Aitor se calzó el chapeo y se marchó. Malbalá se hizo a un lado para dejarlo pasar.
—Hijo… —lo llamó, pero Aitor echó a correr y no le prestó atención.
—Le pido disculpas por este altercado, Excelencia —se disculpó Ursus—. El muchacho no pretendía faltarle el respeto. Solo…
—¡Pero lo ha hecho, padre Ursus!
—Como le digo, sus hermanos de leche la protegerían con sus vidas, si fuese necesario —argumentó, en un intento por aplacar al prelado—. Han sido sus mejores guardianes, y yo estoy tranquilo pensando que la familia Ñeenguirú la atesora.
—Pero debería de saber ese impertinente que yo no le haría daño. ¡Soy el obispo del Paraguay! Espero que sea castigado como se merece por esta falta inaceptable de respeto.
—Lo será, Excelencia. Yo mismo me ocuparé de eso.
* * *
La rabia llenó de lágrimas los ojos de Aitor, y mientras se le escurrían por las sienes, corría sin tregua ni rumbo. Corrió hasta alcanzar la zona de las barracas donde dormían los esclavos. A medida que el rugido de la sangre que le pulsaba en los oídos fue mermando, el sonido de tambores y cantos en una lengua desconocida ganó preponderancia. Caminó, intrigado, hacia el sector del cual emergía una luz dorada que titilaba. Los esclavos, en torno a un gran fuego, bailaban, cantaban y golpeaban unas cajas peculiares, que marcaban el paso de la danza. Se acercó, atraído por el espectáculo de las mujeres sacudiendo las caderas y los senos como jamás había visto. Una, de curvas generosas y que bailaba con especial gracia, ejecutaba unos movimientos que semejaban al zigzagueo de una serpiente. La reconoció después de una atenta observación: era la que lo había mirado con actitud coqueta durante el desfile. La rabia se le iba mezclando con la excitación que le provocaba imaginarla a horcajadas sobre él, mientras la muchacha replicaba esos vaivenes con su pene dentro.
Los tambores fueron deteniéndose y los cánticos, acallándose. Lo habían visto. Los indios tenían prohibido acercarse a ese sector del pueblo mientras los esclavos permanecían en la misión, por lo que su presencia provocó miradas sorprendidas y comentarios mascullados. Aitor, ajeno a la curiosidad que suscitaba, clavaba la vista en la negra, que se la devolvía con igual descaro y aire desafiante. Le sonrió con malicia, un gesto en el que ladeó la comisura izquierda y entrecerró los ojos, y la negra replicó con una mueca parecida. Se giró para alejarse y, luego de dar dos pasos, se volvió y la miró con intención. Los esclavos rompieron el círculo para permitir que su bailarina favorita saliese. Nadie habló, ni trató de detenerla cuando la mujer marchó detrás del indio.
Aitor sabía que la negra lo seguía. Caminó hacia la barraca donde se encontraba con Olivia. Se detuvo a las puertas y esperó. Era noche de luna llena, por lo que, cuando la silueta emergió del sector sumido en sombras, la luz iluminó de lleno a la negra, que se aproximaba a paso lento. Aitor apreció el meneo de sus caderas y la sonrisa que le desvelaba unos dientes blanquísimos. Había oído hablar acerca de la naturaleza lasciva de las africanas; se afirmaba que eran insaciables y expertas. La impotencia vivida frente al obispo y la excitación lo volvieron intemperante, por lo que, cuando la tuvo a mano, la aferró por el cuello y la atrajo hacia él. Sus labios se aplastaron sobre los de ella, que abrió la boca para reír. Soltó un aliento agradable. Como Aitor no hablaba prácticamente el castellano y la negra no hablaba el guaraní, se comunicaron a través de la atracción y de la lujuria que los dominaba. La muchacha se dejó guiar, confiada, hacia la barraca, donde se desvistieron en silencio, mientras se miraban a los ojos.
Ensordecidos por sus propios gemidos y jadeos, no escucharon el chirrido de los goznes del portón. Olivia entró, con un fanal en alto, y buscó a Aitor entre las sombras, segura de que lo hallaría esperándola. Profirió un alarido al descubrirlo entre las ancas de la negra.
—¡Aitor!
La cabeza de este emergió de entre los senos de la esclava y giró hacia el sector del cual provenía la voz que conocía bien. Le destinó una sonrisa sórdida por lo perversa.
—¿Te gustaría unirte a nosotros, Olivia? Eres bienvenida.
La joven sofocó un grito de indignación.
—¡Dicen la verdad cuando te llaman Aña memby! ¡Eres el hijo del diablo!
Huyó cubriéndose la boca para esconder el llanto.
* * *
Emanuela se rebullía en la cama; no encontraba una posición cómoda, no lograba conciliar el sueño. La taquicardia que se había desatado en la casa de los padres, cuando su pa’i Ursus echó a Aitor, no se había aquietado con el pasar de las horas; por el contrario, se intensificaba en tanto la noche avanzaba, silenciosa, y Aitor no regresaba. Su hamaca permanecía vacía. ¿Adónde habría terminado? ¿Habría regresado al monte sin despedirse de ella? El pensamiento le provocó dolor de estómago. Se colocó de costado y pegó las rodillas al pecho. No lo haría, su Aitor no sería tan cruel de marcharse sin avisarle, aunque en ocasiones, caviló, solía serlo, cruel y despiadado, sobre todo cuando los celos lo turbaban al punto de convertirlo en un ser irracional. De seguro, estaba rabioso con ella porque no le había exigido al obispo que apartase la mano. Intentó espantar esa idea recordando que él le había prometido que no la culparía por las acciones de los demás. Se reprochó no haber corrido detrás de él. Un instante después se consoló reflexionando que su huida solo habría servido para empeorar las cosas. «No me abandones, Aitor», le suplicó en su mente, y alzó aún más las rodillas, hasta colocarlas bajo el mentón.
También la atormentaba la ansiedad por el castigo que le impondría su pa’i Ursus. Faltarle el respeto al obispo, ¡nada menos que al obispo!, le merecería varios azotes, no tenía duda al respecto, y tal vez unos días en prisión. Por fortuna, los invitados de honor se marcharían con las primeras luces del sol, y no se quedarían para sumarse a la humillación de su amado. Se echó a llorar, y lo hacía tan apocadamente que no tuvo dificultad en oír a Aitor cuando se tambaleó dentro de la casa. ¿Estaba ebrio? El alma se le precipitó, y con ella se llevó la sangre de su rostro, que se tornó frío en la noche de invierno. Se incorporó en la cama sobre un codo y aguzó la vista para observarlo en la penumbra. No, no estaba ebrio. Agotado, sí, pero no ebrio. Ella conocía bien el caminar de un hombre borracho. Lo vio quitarse la camisa por la cabeza, la de algodón blanquísimo de Castilla, la que ella le había confeccionado con tanto amor, y echarla al piso de ladrillos sin consideración. Dolida, se recostó de nuevo y aguardó a que se aproximase a su cama, como solía hacer. Esperó y esperó. Hacía rato que el silencio había vuelto a reinar en el interior de la casa. Se incorporó una vez más y descubrió que Aitor dormía en su hamaca. Ni siquiera se había molestado en comprobar si ella estaba bien. Se acomodó sobre la almohada, deprimida y con las ilusiones destrozadas, y se dijo que amarlo, en ocasiones, la hacía infeliz.
* * *
Al día siguiente, cerca del mediodía, Emanuela se encontraba en la enramada, ocupada en preparar una vulneraria con astillas de guayacán para tratar la tisis de una pobre viuda. Por fortuna, el obispo y el provincial se habían marchado al amanecer, y el pueblo, pasadas las fiestas patronales, recuperaba poco a poco la rutina y la disciplina marcada al son de las campanas. Detuvo el ir y venir de la cuchara de madera cuando escuchó ruidos dentro de la casa. Aitor, por fin, se despertaba. Aguardó con el aliento contenido hasta que lo vio detenerse bajo el dintel, con la misma camisa del día anterior, que ella se había molestado en recoger del piso y colgar en el horcón, y mientras se ataba malamente una coleta. Miraba hacia delante, hacia un punto indefinido, y no pestañeaba. Emanuela se preguntaba si sabía que ella estaba allí, a pocos palmos de él, junto al fogón. Tenía la cara hinchada de sueño y una mueca de mal humor. ¿Adónde había ido después de abandonar la casa de los padres? Esa mañana se había inclinado para besarlo en la frente, y el aroma poco familiar de su piel le había acicateado las fosas nasales, no por desagradable, sino por desconocido.
—Aitor —susurró, para no sobresaltarlo, y él se volvió súbitamente.
Se contemplaron en silencio a través del espacio de la enramada. Emanuela sonrió como una invitación para acercarse o permitirle ir a él. La mirada de Aitor se suavizó de inmediato. Estiró la mano.
—Ven —dijo, y Emanuela colocó la cuchara sobre el borde de la vasija, se limpió las palmas en el mandil y caminó hacia él.
Aitor la envolvió en sus brazos y le besó la coronilla. Emanuela le circundó la cintura y buscó fundirse en su pecho. La camisa emanó el mismo aroma extraño de su piel, y se retiró en un acto instintivo.
—Anoche estaba preocupada. ¿Dónde estabas?
—Por ahí, esperando a que se me pasase la rabia.
—Tenía miedo de que te hubieses ido sin despedirte.
—Sabes que no haría eso, Jasy.
Se miraron a los ojos. Él, con una gravedad que no conseguía suavizar; ella, con miedo.
—No volvió a tocarme —musitó.
Aitor asintió y devolvió la vista hacia delante.
—Tengo miedo.
—¿De qué? —preguntó él, sin mirarla.
—Del castigo que te impondrá mi pa’i Ursus por haber irrespetado al obispo.
—Yo no irrespeté a ese viejo. Solo le dije que no te tocase.
—Lo sé, pero mi pa’i y el obispo lo interpretaron como una insolencia. ¿Por qué no te vas al monte ahora? Tal vez, cuando regreses, se le haya pasado el enojo. Yo hablaré con él.
—Creo que es tarde para eso, Jasy. Ahí viene mi pa’i y toda una comitiva para impartirme el castigo.
—¡Oh, no! —Emanuela hundió los dedos en la cintura de Aitor.
Aitor frunció el entrecejo al distinguir al corregidor del pueblo, es decir, a su tío Palmiro, entre los que integraban el grupo que venía para comunicarle la condena. También estaban los alcaldes, el de primero y el de segundo voto, además del alguacil mayor y sus ayudantes. El Cabildo completo venía a tirarle de las orejas por haber faltado el respeto al obispo. Le pareció excesivo; solo se trataba de una falta menor.
La comitiva se detuvo frente a la enramada. El padre Ursus y el padre Santiago (¿qué diantres hacía ahí el padre Santiago, que jamás se inmiscuía en los asuntos de la misión?) se acomodaron a un costado, como si fueran meros espectadores. La gente se comenzó a reunir en torno.
—Aitor Francisco de Paula Ñeenguirú —habló el alguacil—, en nombre de la autoridad que me concede el Cabildo de San Ignacio Miní, te declaro en arresto.
—¿De qué se me acusa? —preguntó, y ladeó la boca en una sonrisa sardónica.
—Del asesinato de la esclava María de los Dolores García.
—¿De qué estás hablando, Dalmacio? —Aitor caminó hacia él, con Emanuela pegada a su cuerpo—. ¡De qué mierda estás hablando!
El alguacil retrocedió, y Palmiro Arapizandú se interpuso.
—Tranquilo, Aitor. —Su voz bastó para detenerlo. Aitor apartó la vista del oficial de justicia y la posó sobre su tío—. La esclava María de los Dolores García apareció muerta esta mañana dentro de la porqueriza. Degollada. En la mano, sujetaba esto. —Palmiro extendió el brazo y le mostró un objeto manchado con barro; no obstante, Aitor lo reconoció de inmediato: una de las muñequeras que le había confeccionado Emanuela. Con razón no la encontraba por ningún lado al despertar—. Muéstrame la que llevas puesta, Aitor.
—No es necesario. Esa muñequera es mía.
—También hallamos esto —se atrevió a intervenir el alguacil, y le enseñó la navaja, regalo del padre Ursus, también muy sucia, con sangre y barro, pero reconocible igualmente.
Aitor apretó a Emanuela al escucharla gimotear.
—Yo no asesiné a esa esclava.
—Tenemos un testigo que asegura que estuviste con ella anoche.
«Olivia», masculló Aitor para sí, y le dieron ganas de acogotarla. No quería que Emanuela fuese testigo de los trapos sucios que se ventilarían.
—Jasy —le susurró—, quiero que vayas a casa de mi jarýi y te quedes allá.
—No.
—Jasy, por favor.
—¡No! —Ajustó su abrazo—. ¡No te dejaré!
—Aitor —lo instó Palmiro Arapizandú—, ¿qué tienes para decir?
—Que haya estado con ella anoche no significa que la haya asesinado.
—La evidencia en tu contra es aplastante.
—¡Por favor, tío Palmiro! —se exasperó Aitor—. Es obvio que se trata de una celada que alguien me ha tendido para deshacerse de mí. ¿Crees que sería tan estúpido de asesinar a una mujer y regar el lugar con pruebas para inculparme?
—Puede ser, pero hasta tanto este caso se esclarezca, tendremos que arrestarte.
—¡Noooo! —El grito de Emanuela congeló a los ayudantes del alguacil que se aproximaban para engrillarlo—. ¡Aitor no la mató! ¡Él no es un asesino! ¡Por favor, tío Palmiro, tú sabes que él no asesinaría a nadie!
—Lo siento, querida Manú —se acongojó el hombre—, pero tendremos que arrestarlo.
Emanuela estaba acordándose de lo que le había referido Bruno, que a su vez le había contado Juan, de ese hombre en la doctrina del Yapeyú, que había asesinado a su esposa a cuchilladas y que se lo habían llevado al fuerte de Buenos Aires para juzgarlo. Allí había pasado varios meses, en las mazmorras, para después morir ahorcado en la Plaza Mayor. La imagen de su amado Aitor colgado, sin vida, la privó del aliento, del razonamiento, de la capacidad de moverse. Había perdido contacto con la realidad; el entorno se había cubierto de una luz incandescente que vibraba al ritmo de sus pulsaciones. Lo único que percibía era el calor del cuerpo de él que le subía por las yemas de los dedos. Reaccionó cuando alguien intentó apartarla de su amado. No se dio cuenta de que se trataba de Bruno, que había abandonado la alfarería cuando le advirtieron lo que estaba sucediendo en su casa.
—¡Noooo! —gritó—. ¡Aitoooor! ¡Noooo!
Sus alaridos, penetrantes, agudos y desquiciados, resultaban perturbadores. Emanuela luchaba para zafarse, y gritaba, y lloraba, y se ahogaba, y vociferaba el nombre de Aitor, una y otra vez, incansablemente. Tenía la impresión de que, si permitía que se lo llevasen, nunca volvería a verlo.
Sus mascotas —todas, aún el anciano Kuarahy y la perezosa Timbé—, en completo descontrol, aullaban y chillaban, lanzaban tarascones, manotazos y picotazos en torno a ella, y si no lastimaban a Bruno, que era quien la privaba de la libertad, era porque lo querían y respetaban tanto como a Manú.
Aitor, con las manos engrilladas en la espalda, comenzó a alejarse rodeado de sus carceleros, y los alaridos de Emanuela arreciaron, clamores agudos que horadaban el silencio en el que se había sumido el pueblo. La gente, que siempre la había conocido alegre, tranquila y juiciosa, la observaba con los ojos como platos. Ursus, con la vista nublada a causa de las lágrimas, pensaba: «Señor mío y Dios mío. Qué fuerte es el lazo de amor que se creó entre estos dos aquella noche, más de trece años atrás, en las orillas del Paraná. Es lo más fuerte y poderoso que he visto. Más fuerte y poderoso que mi fe en ti. Ayúdalos».
Aitor, a quien cada clamor y alarido de Emanuela lo alcanzaba como un puñetazo en el corazón, se detuvo al pasar junto a Ursus y, sin levantar la cabeza, le suplicó:
—Pa’i, ten compasión de mi Emanuela. Permíteme calmarla antes de irme. No puedo dejarla en ese estado. Temo que le haga mal.
—Sí, hijo —concedió el jesuita, y, con un gesto de cabeza, le ordenó a Bruno que la soltase.
Al sentirse libre, Emanuela se precipitó hacia Aitor, y la gente se abrió para darle paso. Tropezó a unas pulgadas de él y se aferró de sus brazos para no caer. Hundió el rostro en su pecho y lloró a gritos. Aitor agitaba las muñecas en una acción autómata, desesperado por abrazarla, mientras la besaba en la coronilla. Se exhortó a tranquilizarse y a no perder el juicio; lo único que contaba en ese momento era serenarla. Comenzó a sisearle al oído y a repetir el nombre con el que solo él la llamaba.
—Shhh… Mi Jasy… Shhh… Tranquila, amor mío. Tranquila. Shhh…
Le partían el corazón los esfuerzos de Emanuela por frenar el llanto, y la manera en que se le sacudía la cabeza a causa de los espasmos ocasionados por el llanto incontrolable. Aún no respiraba con normalidad, pero al menos se había apartado de su pecho y tomaba largas inspiraciones para regularizar las pulsaciones. No lo miraba, sino que fijaba la vista en un punto de su camisa. Volvió a inclinarse para hablarle al oído y la besó primero en la mejilla, caliente, empapada y enrojecida.
—Quiero que te quedes tranquila y me dejes ir.
—Nooo —gimoteó ella, y le hundió un poco más los dedos en la carne de los brazos.
—Sí, quiero que te quedes tranquila. Nada malo va a sucederme. Resolveré este malentendido. Confía en mí. ¿Confías en mí? —Emanuela asintió, sin mirarlo, y la pena que le causó ese simple gesto casi lo puso de rodillas—. Entonces, no quiero que te preocupes por esto. Nada malo me sucederá. Volveré a ti, amor mío.
—Tengo miedo. —A Aitor le costó entenderla, tan tomada y rasposa tenía la voz.
—Sé que tienes miedo, pero no quiero que lo tengas. Necesito que mi Jasy sea valiente por mí. Saldré de esta, amor mío, y podremos ser felices. Solo quiero que me jures una cosa.
Eso captó la atención de la niña, que levantó las pestañas para mirarlo. Tal vez, reflexionó, una visión tan detallada del rostro de su Jasy en ese momento no resultaba una buena idea. De nuevo, le vinieron ganas de permitirles al abatimiento y a la pena que se hicieran con los pocos arrestos que le quedaban y caer de rodillas y llorar a gritos. Los ojos enormes e inyectados de su Jasy, más azules que nunca en la maraña de pequeñas venas enrojecidas, colmados de un amor infinito que él no merecía, inocentes en su confianza, la que él había traicionado, serían una imagen que lo perseguiría para siempre, lo sabía.
—Quiero que me jures que crees en mi inocencia. —Emanuela ahogó un sollozo y volvió a hundir el rostro en su pecho—. Dímelo, Jasy. Solo necesito saber que tú crees en mi inocencia.
—Sí, creo en tu inocencia. Nadie me hará creer lo contrario.
—Óyeme bien, Jasy. En estos días te dirán cosas muy feas de mí. Tengo muchos enemigos que quieren desprestigiarme. Prométeme que tú no darás crédito a nada de lo que te digan.
—Te juro que no daré crédito a nada de lo que digan en tu contra.
—Si tú crees en mí, entonces tengo la fuerza para enfrentar lo que se me viene encima.
—Creo en ti, amor mío.
Era la primera vez que lo llamaba así, «amor mío», y por un instante Aitor se quedó sin habla. Tragó varias veces antes de pedirle:
—Dímelo de nuevo. Dime amor mío.
—Amor mío —susurró ella en su oído—, amor mío. Amor de mi vida. Te amo, Aitor.
—Espérame, Jasy. Volveré por ti.
—Te esperaré la vida entera, si es necesario.
—Suficiente —intervino el alguacil mayor, y, con la ayuda de sus ayudantes, lo condujo hasta la prisión.
Aitor se permitió volver la vista solo una vez, y experimentó alivio al ver que el padre Ursus consolaba a Emanuela y la mantenía segura entre sus brazos. A pocos les habría confiado la vida de su mujer. Su pa’i contaba entre ellos.
* * *
Comenzaba a ponerse el sol. Aitor lo sabía porque la poca luz que ingresaba por un ventanuco cerca del techo mermaba minuto a minuto. Lo habían mantenido en la celda todo el día. Nadie se presentó a verlo, solo Javier, el carcelero y verdugo del pueblo, que le había llevado un poco de caldo de gallina y pan. No cruzaron palabras; Javier, porque le temía; Aitor, porque lo detestaba; no olvidaba que le había latigueado el lomo a su Jasy, y lo tenía sin cuidado de que lo hubiese hecho sin querer. Al anochecer, cuando la celda se hallaba sumida en la oscuridad, el carcelero regresó y le entregó una lámpara de aceite, un plato con guiso de legumbres, carne de vaca y zapallo y una calabacita con mate. En esa ocasión, sin embargo, le comentó:
—Lo ha traído tu madre.
Aitor devoró el guiso todavía caliente y después se sentó en la litera para saborear el mate, más tranquilo después de haber saciado el hambre. Fijaba la vista en la llama del fanal y pensaba en Emanuela, en su entrega y devoción, que había expuesto ante todos sin preocuparse por las consecuencias. Nunca olvidaría los alaridos de terror que profirió al ver que se lo llevaban. Se le repetían en la mente, una y otra vez; estaban volviéndolo loco. Apretó los ojos y percibió el calor de las lágrimas bajo los párpados. De esa situación endiablada, lo que más lamentaba era haberle causado una pena tan honda a su Jasy. ¿Qué estaría haciendo en ese momento? ¿Lloraría? ¿Se habría dormido? Ya era muy tarde, calculó.
La puerta de la celda volvió a abrirse. Se pasó rápidamente el dorso de la mano por los ojos; no quería que el carcelero lo descubriese llorando. Se puso de pie de un salto cuando Ursus entró y cerró detrás de él. Él mismo acarreaba una silla que colocó cerca de la litera. Miró a Aitor a los ojos antes de suspirar y dejarse caer en la silla. Había sido una jornada larga y difícil. Aunque con el corazón destrozado y la mente en el caso de la negra María de los Dolores, había continuado con las actividades de la misión como cualquier otro día. Había meditado largamente lo que estaba a punto de llevar a cabo, incluso lo había consultado con las dos personas a quienes más respetaba por su juicio y prudencia: su amigo Santiago de Hinojosa y el corregidor Palmiro Arapizandú. Pocos minutos antes, habían terminado de deliberar y llegar a la misma conclusión: Aitor no podía ser culpable. Era demasiado hábil y escurridizo para haber cometido tantos errores que lo incriminasen. De todos modos, la Justicia no interpretaría las pruebas con los mismos ojos. La condena a muerte estaba prácticamente cantada. Quien había pergeñado el asesinato, quería inculpar a Aitor, de eso no cabía duda. Y él no estaba dispuesto a que se cometiese una injusticia de tal calibre. Ahí lo tenía, sano, magnífico, aguerrido, entero, sereno, un ejemplar de hombre como pocos. Imaginarlo colgado en la horca le provocaba dolor de estómago. Esa vitalidad y coraje no se perderían a causa de los amaños de algún perverso que lo odiaba.
—Siéntate, hijo. He venido para hablar contigo.
—¿Cómo está Emanuela?
Ursus hizo una mueca de preocupación y se sentó.
—¿Cómo está ella, pa’i?
—El padre van Suerk debió darle una tisana a la que agregó un poco de láudano.
—¿Láudano? ¿Qué es eso?
—Es el extracto del opio, una planta que contiene una sustancia muy fuerte que sume a las personas en un sueño muy profundo. —Levantó la mano para acallarlo—. Antes de que comiences a vociferar insensateces y a romper lo poco que hay aquí, he de decirte que tu abuelo Ñezú estuvo de acuerdo. No ha parado de llorar desde la mañana y de suplicarme que te deje ir. No ha querido comer, ni beber cosa alguna. Estaba macilenta, los labios resecos y al borde del quebranto. Era menester tranquilizarla.
Aitor apartó el rostro y se mordió el puño para sofrenar el llanto, más bien los rugidos que le agarrotaban la garganta. Destrozaría con sus dientes y sus manos al hijo de mala madre que le había urdido esta trampa, y no lo asesinaría por él, sino por hacer sufrir a su Jasy.
Ursus le puso una mano en el hombro y aplicó presión antes de decir:
—Coraje, hijo mío. Ella está dormida ahora. Tu madre vela su sueño.
No le mencionaría, porque lo volvería loco de la angustia, que de tanto llorar y suplicar, Emanuela había terminado con la garganta lastimada y escupiendo sangre. Fue en ese momento en que van Suerk y Ñezú intercambiaron una mirada. El paje asintió, y el médico holandés se marchó para preparar una infusión de ambay con miel silvestre, a la que adulteró con una buena medida de láudano.
—Toma, hija —le había ofrecido van Suerk—. Es una tisana de ambay. Te suavizará la garganta.
—Gracias, pa’i —dijo, con voz enronquecida—, pero no creo que pueda tragarla.
Ñezú tomó la taza de manos del médico y se sentó junto a ella.
—Mírame, Manú. —La niña obedeció—. Quiero que tomes un primer trago. Será difícil hacerlo pasar, lo sé. Pero lo necesitas. Una vez que pase el primero, con los demás será más fácil. Hazlo por Aitor, que enloquecería de dolor si supiera que estás escupiendo sangre.
—Está bien. —Dio un primer sorbo y apretó los párpados cuando el brebaje descendió por la garganta lastimada—. No abandonarán a Aitor a su suerte, ¿verdad, pa’i?
Ursus se acercó y le quitó de la frente un mechón empapado en sudor y lágrimas.
—No, Manú. ¿Cómo crees? Bebe un poco más de tu tisana. Te hará bien.
Sorbió unos tragos y alzó la vista de nuevo.
—Tú crees en su inocencia, ¿verdad, pa’i?
—Sí, hija, sí. Quédate tranquila, nada malo le ocurrirá. Sigue bebiendo. Tienes la garganta muy lastimada, Manú.
—Sí. —Bebió en silencio, con los ojos en el suelo, que luego levantó y fijó en el corregidor—. ¿Y tú, tío Palmiro? Tú crees en la inocencia de Aitor, ¿verdad?
—Sí, mi niña. Aitor es como un hijo para mí. Yo mismo lo convertí en el gran cazador y aserrador que es. Lo conozco como a la palma de mi mano. Sé que no sería capaz de una bajeza semejante.
Emanuela bebió los últimos tragos de la tisana de ambay, y poco después, los párpados comenzaron a pesarle.
—Tengo mucho sueño —protestó, y daba pena verla luchar para vencer el sopor.
—Ven, mi niña —dijo Ñezú—. Te acompañaré a tu casa. Debes descansar.
Ñezú abrió la puerta de la casa de los padres y se topó con Malbalá, cuyo rostro de ansiedad y angustia conmovió a los hombres.
—Llévala a casa, Malbalá —ordenó Ñezú—. Acuéstala apenas llegues. Tiene que dormir. Está agotada.
—Como mandes, ru —contestó la mujer, y pasó el brazo por los hombros delgados de Emanuela, que apoyó la cabeza sobre el regazo de su madre adoptiva; de pronto, le pesaba como si fuese de plomo.
Ursus conjuraba las escenas de esa tarde, mientras contemplaba el gesto amargado de Aitor.
—Anímate, hijo. Emanuela ha peleado por ti como una leona y en parte le debes a ella lo que estoy a punto de llevar a cabo. Pero antes, quiero escucharte en confesión. —Sacó la estola morada del bolsillo de su sotana negra y se la acomodó detrás del cuello y sobre el pecho—. Ave María Purísima.
—Sin pecado concebida, pa’i.
—Dime tus pecados, hijo.
—Pa’i, son tantos… No sabría por dónde empezar.
—Empieza por lo que sucedió anoche. ¿Estuviste con la esclava María de los Dolores?
—Sí.
—¿Fornicaste con ella?
—Sí, pa’i.
—¿Te arrepientes?
—Sí. —Aunque, meditó Aitor, no por lo que el pa’i pensaba, sino por lo que su momento de debilidad estaba causándole a él y, sobre todo, a Jasy. Tal vez, si no se hubiese acostado con la negra, el enemigo no la habría utilizado para inculparlo.
—¿Es la primera vez que cometes el pecado de fornicación?
—No, pa’i.
—Ya veo.
—Soy hombre, pa’i, y el deseo es fuerte.
—Y la carne, débil.
—Así es. Pero yo no maté a la esclava. La dejé viva cuando me fui. Sé que tengo muchos enemigos en este pueblo, y que a varios les gustaría verme muerto, así que supongo que alguno de ellos me tendió esta trampa.
—Es lo que sospechamos tu tío Palmiro, tu pa’i Santiago y yo. Y así como sé que me mentiste aquella vez, cuando me dijiste que tú no te habías disfrazado de lobisón y asustado a tu sobrino Laurencio, ahora sé que dices la verdad.
Aitor guardó silencio y se limitó a mirarlo a los ojos. Había tanta arrogancia y seguridad en él, que Ursus no pudo evitar admirarlo.
—En aquella oportunidad, cuando asustaste a Laurencio nieto, te ocupaste de crear una coartada para protegerte. Fuiste hábil y le pediste la llave de la torreta al padre Santiago. ¿Por qué, a esa temprana edad, harías algo tan inteligente, y ahora, con más de dieciocho años, regarías de pruebas en tu contra la escena del crimen?
—Además, no tenía motivos para matarla. ¿Por qué lo habría hecho? Mis enemigos supieron usarla. La pobre desgraciada murió a manos de alguien que en verdad me odia.
—¿De quién sospechas, hijo?
—Tú conoces tan bien como yo a mis enemigos, pa’i.
—¿Qué hay entre tú y Olivia?
—¿Por qué preguntas, pa’i?
—Aitor, responde a la pregunta.
—A veces me acuesto con ella. —El jesuita asintió con aire resignado—. Ella te fue con el cuento de que me encontró fornicando con la esclava, ¿verdad?
Como Olivia no se lo había dicho en confesión, el sacerdote asintió. «¡Mierda!», masculló Aitor para sí. Una hembra despechada era más peligrosa que una yarará.
—Pa’i, sé que soy una desilusión para ti. Y no lo niego, soy un gran pecador. Pero te aseguro que jamás asesinaría a nadie, a menos que tuviese que defender mi vida o la de aquello que amo.
—Sí, lo sé —concedió Ursus, y se acordó de la ocasión en que Aitor, con tan solo nueve años, transido de dolor y de rabia, no asestó el flechazo en el corazón de su padre, que tan mal lo trataba—. Sé que tienes un corazón noble, pero me temo que no he sabido educarte bien, hijo mío.
—Pa’i, tú has sido para mí el mejor de los padres, y a pocas personas respeto tanto como a ti. Pero soy lo que soy, y nada lo puede cambiar.
Ursus, emocionado, asintió.
—Lo sé, hijo, lo sé. —Carraspeó antes de apoyar la mano sobre la coronilla de Aitor y darle la absolución—. Ego te absolvo a peccatis tuis in nomine Patris, et Filii, et Spiritus Sancti.
—Gracias, pa’i.
—Ahora óyeme bien. Con la evidencia que hay en tu contra, dudo mucho de que puedas salir bien parado de esta. Vendrá una cuadrilla del ejército a buscarte y te llevará a Buenos Aires, donde serás juzgado y, probablemente, condenado a muerte. Y yo no permitiré que se cometa esa injusticia. Lo único que queda por hacer es permitirte que huyas, dejarte escapar. Esto que haré va en contra de todas las leyes religiosas y temporales que nos asisten, pero mi cariño por ti es superior a todo. Y, como te mencioné antes, no permitiré que se cometa una injusticia. He decidido protegerte, aunque arda en el infierno por eso.
—Pa’i, no arderás en el infierno porque yo no la maté.
—Más tarde, tu pa’i Santiago vendrá a verte. Deberás golpearlo y huir. Tu tío Palmiro ya está ensillándote tu caballo y otro de reserva, con algunas provisiones.
—¿Deberé golpear a mi pa’i Santiago?
—En un primer momento, pensamos en mí para esa parte de la charada, pero, al someter el asunto a un poco de reflexión, nos dimos cuenta de que no sería verosímil. Eres un hombre fuerte, pero no tanto como yo. Así que el pobre Santiago se ofreció como el cordero del sacrificio. Es imperativo que lo golpees para que las sospechas no recaigan sobre él. En el pueblo es sabido que te apaña y te consiente en todo.
—Está bien.
—Toma. —Ursus extrajo unas monedas de la faltriquera—. Son unos pocos pesos. No puedo darte más sin que el hermano Pedro, que lleva los libros contables, sospeche. Cuídalos con tu vida. Los necesitarás.
—Gracias, pa’i. —Aitor se quedó mirando las monedas de plata; era la primera vez que tenía dinero en las manos.
—Cada una de estas monedas vale un peso, y cada peso equivale a ocho reales. —De nuevo, metió la mano en la faltriquera y sacó otra moneda, distinta de las que le había dado a Aitor previamente—. Esto es un real. Llévatelo, para que no lo confundas. Por tanto, si tuvieses que pagar por algo que costase dos reales y entregases una moneda de un peso, tendrían que devolverte seis reales. Nunca pusiste mucha atención en tus lecciones de aritmética y álgebra. Espero que lo poco que aprendiste te sirva para no dejarte burlar. Allá fuera son todos muy pícaros, Aitor.
—Lo sé, pa’i.
—Ahora repite lo que te he dicho.
—Esta moneda vale un peso, que equivale a ocho de estas —dijo, y levantó el real que acababa de entregarle el jesuita.
—Muy bien. Sé juicioso al gastarlo. —Ursus se puso de pie y Aitor lo imitó—. Bueno, hijo, ha llegado el momento de despedirnos. En un rato, cuando Javier deje su puesto, se presentará Santiago, e interpretarán la puesta en escena.
—Pa’i, intenta descubrir quién fue el que degolló a la esclava porque no podré mantenerme mucho tiempo lejos de la misión. Algún día volveré.
—¿Lo prometes?
—Sí, pa’i. Y te haré saber que estoy cerca.
—Pero ahora quiero que huyas lo más lejos posible, hijo mío. La cuadrilla del ejército llegará pronto, apenas envíe aviso al presidio de San Antonio. —Ursus se refería al fuerte más cercano, que custodiaba la frontera del avance imparable de los portugueses—. Rastrearán la zona.
—Nadie podrá encontrarme, te lo aseguro.
—Sí, lo sé. —Lo aferró con torpeza por la nuca y lo envolvió en un abrazo—. ¡Cuídate, hijo mío! Y vuelve sano y salvo con tu pa’i. Yo haré lo imposible para descubrir al verdadero asesino y limpiar tu nombre.
—Gracias, pa’i. Solo quiero pedirte algo.
—Cualquier cosa. Anda, dime.
—Que protejas con tu vida a mi Emanuela. Dejarla es lo más duro para mí.
—Lo sé, hijo, lo sé.
—Prométeme que no permitirás que ese obispo se la lleve. Ayer, en tu casa, la miraba como si la quisiese para él.
Ursus no se atrevió a contradecirlo, pese a la gran insolencia de Aitor, en parte porque ese no era el momento, y también porque el muchacho tenía razón. Antes de partir esa mañana, el obispo le había comentado que meditaría la posibilidad de tomar a Emanuela bajo su ala protectora y de llevarla a vivir con él y con su hermana a Asunción, donde terminarían de pulirla para casarla con un hombre de bien.
—Lo prometo, hijo —expresó sin asidero, aunque incapaz de negarle esas palabras que le brindarían un poco de paz en un momento de tanta tribulación—. Nadie le hará daño a Manú, y nadie la apartará de mi lado. Te lo prometo —insistió.
—Gracias, pa’i. No sabes lo que tu promesa significa para mí.
Volvieron a abrazarse. Ursus, con lágrimas en los ojos, se retiró deprisa, ocultando el rostro.
* * *
—Anda, hijo —lo instó el padre Santiago dos horas más tarde, en plena noche—. Pégame fuerte que de eso depende tu libertad y la mía, porque si descubren que te he dejado escapar, el que terminará con grilletes seré yo.
Aitor le asestó dos golpes en la mandíbula y uno en el estómago, y el jesuita se desmoronó en el suelo. Se apresuró a abrir con la llave y a huir sin mirar atrás. Escuchó los quejidos del padre Santiago hasta alcanzar el ingreso de la cárcel. Allí se detuvo y registró los alrededores; en apariencia, el pueblo dormía y, salvo los sonidos de los batracios y de los insectos, el silencio era sepulcral. Salió a la noche invernal, y el frío lo alcanzó en el pecho. Se cerró la camisa y pensó en Jasy, en que sus manos la habían confeccionado para él. Se dijo que entraría un momento en la casa solo para besarla y susurrarle al oído cuánto la amaba, aunque ella se hallase sumida en ese sueño inducido por lo que fuese que le había dado el padre Bansué. Se le agarrotó el cuello tratando de contener el llanto. ¿En qué estado se habría encontrado su Jasy para que hubiesen decidido dormirla? «Anímate, hijo», le había dicho el padre Ursus. «Emanuela ha peleado por ti como una leona y en parte le debes a ella lo que estoy a punto de llevar a cabo». Su Jasy no lo había abandonado. De seguro había pedido verlo y no se lo habían permitido. Entonces, se había dedicado a pelear por él como un ángel vengador. El mismo pa’i Ursus había admitido que dejarlo huir, en parte, se debía a los ruegos de ella. «Amor mío», sollozó. ¿Cómo lograría transcurrir ese tiempo lejos de ella, con el miedo de que el obispo o cualquier otro se la arrebatase? ¿Qué pensaría de él cuando le fuesen con el chisme de sus deslices con Olivia y con la esclava? Le había prometido que haría oídos sordos a las calumnias, solo que no lo eran.
Desechó la idea de entrar en su casa. Por mucho que se desplazase con la ligereza de un felino, no correría riesgos. En esa habitación dormía su principal enemigo, tal vez el perpetrador de aquella trampa. Si lo pillaba, despertaría al pueblo con sus gritos y exclamaciones, y la huida se complicaría. Corrió hacia la entrada de la doctrina, y a unas varas, divisó tres siluetas, además de la de dos caballos; las reconoció enseguida: su tío Palmiro, Ñezú y Vaimaca.
Lo primero que hizo su abuela fue echarle un poncho sobre los hombros y un fular de lana.
—Átatelo al cuello —le ordenó, y el muchacho obedeció.
A continuación le sujetó el rostro con las manos arrugadas y sarmentosas y lo miró a los ojos para decirle en abipón:
—Busca a tu abuelo Icholay, y si él ya no viviese, a tus tíos, Añapiré y Payquín. Pídeles asilo y protección. Ellos te lo brindarán.
—¿Cómo sabrán que soy hijo de Malbalá?
—Lo sabrán, tú no te preocupes por eso. Pero no te acerques a ellos con la barba crecida, o pensarán que eres criollo o guarayú, y te matarán.
—¿Adónde los encuentro?
—Sigue el curso del río Paraguay hacia el norte, hasta dar con la desembocadura del Bermejo. Luego sigues el curso del Bermejo. Mi gente ha de estar a pocas leguas. En invierno, acampan cerca de la desembocadura. Así era en mis tiempos mozos.
Vaimaca abrazó a su nieto, y este le suplicó al oído:
—Te encargo lo más preciado que tengo en la vida, jarýi. Cuídamela.
—Ve tranquilo, Aitor. Cuando regreses, tu Emanuela estará aquí, esperándote. Tendrán que matarme para llevársela. Y eso no será fácil.
—Gracias, jarýi. Dile que la amo y que no me olvide. Dile que volveré por ella.
—Lo haré.
Se volvió hacia su tío Palmiro, que le entregó el escaupil, el carcaj, el arco, la honda y el cuchillo, que Aitor fue acomodando en su cuerpo.
—Ahí llevas provisiones de carne seca, mandiocas asadas, choclos y otras cosas. No pasarás hambre, sin mencionar que eres uno de los mejores cazadores que conozco. Estoy orgulloso de ti, hijo mío. También tienes un odre con agua y un pote de ungüento de urucú, pues tu jarýi asegura que los mosquitos de por aquellas zonas del Bermejo son tan endiablados como los nuestros. El yesquero llévalo siempre contigo. —Se lo entregó, y Aitor lo metió en el morral, que se echó al hombro—. Que Tupá te guíe y guarde, hijo mío.
—Gracias, tío. Te debo la vida.
—Atraparé al pícaro que te jugó esta mala pasada y así podrás volver con nosotros.
Aitor se limitó a asentir. Abrazó a Palmiro Arapizandú y a su abuelo Ñezú, se montó en el caballo y abandonó el pueblo a la luz de la luna llena.