CAPÍTULO
VIII

Sentado sobre un tocón en la enramada, Aitor cerraba los ojos y respiraba con inspiraciones serenas y regulares. Pocas veces se permitía relajar los músculos y bajar la guardia. Se esforzaba por oír la respiración de Emanuela, que, de rodillas detrás de él, le peinaba el cabello, que bien le podría haber servido de taparrabo, tan largo lo llevaba.

—¿Te animas a cortarme un poco el pelo, Jasy?

Emanuela le aferró los hombros e hizo presión para que se volviese. Aitor sonrió, divertido con su gesto de sorpresa.

—¿De veras?

Le besó la nariz, embargado de ternura y de amor. Si cuando volvía al pueblo se hospedaba en la casa de ese diablo de Laurencio abuelo solo era para estar cerca de ella; por Jasy, era capaz de cualquier sacrificio. El hombre le lanzaba una mirada torva, a la que Aitor respondía soltándole una risita sarcástica, que Malbalá enseguida le recriminaba con un bofetón en el brazo. Por lo general, el hombre se marchaba; a veces no volvía por la noche. De igual modo, Aitor dormía con su cuchillo a mano, uno magnífico, de hoja de fino acero de doce pulgadas y mango de madera, que le había regalado su tío Palmiro para que destripase los animales que cazaba mientras se hallaba solo en el monte. Desde hacía tiempo, Laurencio no lo enfrentaba, ni siquiera cuando estaba bebido, porque la preponderancia física de Aitor era ostensible, y le temía; sin embargo, este no descartaba que lo atacase a traición.

—Sí, de veras. Pero solo un poco, Jasy.

—Sí, sí, un poco. Iré a pedirle las tijeras a mi pa’i Ursus.

Se sentó en el piso de ladrillos y se calzó las sandalias para que el sacerdote no la sermonease. Corrió hacia la casa de los padres, y Aitor se giró sobre el tocón para observarla. Las trenzas le golpeaban la espalda, y el tipoy le trepaba un poco por las piernas delgadas. Libertad y Saite volaban a su lado; Kuarahy, como siempre, iba trepado en su hombro; la nueva adquisición, un monito carayá rojo muy pequeño que Aitor acababa de traerle de regalo de la selva, y Timbé, demasiado pesada y lenta para seguirla, se quedaron a la sombra de la enramada. La niña desapareció de la vista, y Aitor experimentó ese sentimiento extraño, el único que lo aterraba, como un presagio de que algún día ella desaparecería para siempre.

—No, no —susurró para darse ánimos.

Unos ruiditos atrajeron su atención y desvió la mirada hacia la canasta donde se hallaba el pequeño carayá envuelto en un lienzo que les había prestado su madre, mientras refunfuñaba por la nueva mascota. Lo había encontrado en uno de los sobrados en los que solía pasar la noche. El monito temblaba y lloraba profiriendo débiles aullidos, que se volverían ensordecedores cuando fuese adulto; eran famosos por eso. Estaba solo, a su madre no se la veía por las ramas, ni en las copas de los árboles vecinos. ¿Lo habría abandonado? ¿Lo habría rechazado el macho líder de la manada? Se apiadó del animal, una emoción que no experimentaba a menudo, y fue acercándose lentamente y hablándole con dulzura para ganarse su confianza. Pensó en Jasy, en cuánto le gustaría un monito como ese, tan gracioso con los pelos de la cabeza parados y los ojos enormes y despiertos. No se había equivocado, Emanuela soltó un grito de alegría cuando le entregó el regalo, uno parecido al que había proferido cuando lo vio llegar después de días de trabajar en el monte como aserrador, porque lo de ebanista no se le daba, así que su tío Palmiro había hablado con el pa’i Ursus pocas semanas después de tenerlo como aprendiz en el taller.

Pa’i, sabes que quiero a Aitor como si fuese mi hijo, por eso me entristece verlo desgraciado haciendo un oficio para el cual no nació. Es demasiado inquieto e impaciente. Le cuesta estar sentado y no es prolijo. A él lo que le gusta es la selva. Creo que lo mejor sería que se convirtiese en aserrador. Desde pequeño, desde que yo lo llevaba a cazar, le he enseñado a distinguir los árboles. Los conoce tanto como yo. Sabrá elegir aquellos que estén listos para ser cortados y dejará en paz a los que no les haya llegado su tiempo.

—Aserrar no es un juego de niños, Palmiro. ¿Quién le enseñará? —se preocupó Ursus, porque sabía que ni los aserradores ni los hacheros aceptarían adentrarse en la selva con él por miedo a que se convirtiese en el lobisón.

—Yo mismo, pa’i.

—¿No es muy niño, Palmiro? Solo tiene trece años para pasarse tanto tiempo en la selva. Los aserradores a veces no regresan a la doctrina durante días.

—¡No soy un niño, pa’i!

Pa’i, no enviaría a Aitor a la selva si supiese que no está preparado para ella. Yo mismo lo formé para que la conozca y la respete. No te olvides de que, cuando tenía apenas nueve años, durante dos días no supimos nada de él, y volvió sin un rasguño.

—Sí —farfulló el jesuita, y lanzó un vistazo severo en dirección a Aitor—, lo recuerdo bien, porque durante dos días me lo pasé con el corazón en la mano hasta verlo aparecer de nuevo. No te sonrías, pequeño granuja, que estuvimos en un sinvivir a causa tuya.

—Aitor será un gran aserrador, pa’i, ya lo verás.

Hacía dos años que se dedicaba a ese oficio, que, por un lado, le permitía pasar el tiempo en su lugar favorito, la selva, y que, por el otro, lo mantenía lejos de Jasy, en ocasiones, durante dos o tres semanas, cuando había que recorrer largas distancias para hallar el árbol correcto; los carpinteros y los ebanistas de la misión eran exigentes con la calidad de la madera pues de eso dependía en gran medida la factura de la pieza que terminaría en los salones de las casas de fuste de Asunción, Lima o Buenos Aires o en las iglesias. Lo mismo contaba para los astilleros de Corrientes, que en general compraban lapacho negro, por su dureza.

Los derribaba a hachazos o con la sierra, dependiendo del árbol, y los desroñaba para después cortarlos en trozos de fácil transporte, aunque, en realidad, nunca resultaba fácil transportarlos hasta el río, donde una jangada los llevaba al embarcadero de la misión. En general, los aserradores trabajaban en pareja, incluso a veces hasta los acompañaba un boyero si no eran diestros en el manejo de los bueyes que tiraban de la alzaprima cargada de troncos. En el caso de Aitor, lo hacía solo, y, salvo en ciertas ocasiones, cuando había aserrado árboles de gran envergadura, no se servía de los bueyes, sino que él mismo se colocaba el arnés y arrastraba la alzaprima hasta el puesto más cercano en el Paraná, donde aguardaba la balsa. Los demás aserradores, reunidos en torno al mate, se callaban cuando lo veían aparecer y lo seguían con ojos que no disimulaban la admiración que el despliegue de fortaleza física les inspiraba y que solo servía para acrecentar la leyenda en torno a él. Así como aparecía en silencio, luego de descargar los troncos, Aitor se perdía en la fragosidad del monte. No le molestaba la soledad; solo lamentaba no compartir a diario un momento con Jasy.

También se había convertido en un buen resinero, aunque esa tarea la emprendía para satisfacer los pedidos de su abuelo Ñezú, que preparaba medicinas y trementina con la savia de ciertos árboles y la de los pinos. Elegía aquellos que tuviesen la corteza pegada al tronco, les practicaba un corte, a veces dos, pero no más, en forma de punta de flecha y ataba una vasija con una fibra de güembé o de palmera. La controlaba cada dos o tres días, y a veces se encontraba con que la vasija desbordaba. Lo complacía la mirada y la media sonrisa que le destinaba su taitaru después de estudiar la resina y de olfatearla. Le palmeaba la mejilla antes de entrar en la casa para guardar la valiosa savia.

En la soledad de la selva, había vivido una experiencia fascinante y confusa, y le había sucedido una noche, después de haber visto copular a una pareja de monos. Se despertó con una sensación agradable y, enseguida, percibió una humedad entre las piernas. Se aflojó el jarete de los calzones e introdujo la mano. Se tanteó los genitales y notó que tenía el pene medio duro y que una sustancia espesa y viscosa le mojaba los dedos. Los resabios de un sueño en el que una mujer desnuda, a la cual no le veía el rostro, lo acariciaba entre las piernas, se tornaron más vívidos a medida que pasaban los segundos. Se acarició el pene de manera instintiva y fue aumentando las fricciones hasta alcanzar una sensación rápida, fuerte y placentera, que lo dejó agitado, sorprendido y con la mano pringada de la sustancia viscosa. Desde esa noche, lo practicaba a menudo. También le gustaba despertarse en medio de la noche con las imágenes de la mujer desnuda a la que no conseguía verle la cara.

* * *

Emanuela regresó, agitada y sonrosada, con las tijeras en la mano y un envoltorio bajo el brazo.

—¿Por qué tardaste tanto? —le reprochó con una severidad que enseguida lamentó. La celaba aun del padre Ursus, y también del padre Santiago, por quien sentía afecto, pero lo ponía de malas que fuese tan cariñoso con ella.

—Mi pa’i Ursus me hizo sentar a la mesa y comer dulce de batata con miel silvestre. Me dijo que mañana es mi natalicio. ¿Sabes cuántos años cumplo, Aitor?

—Once —masculló, todavía malhumorado.

—Sí, once. Las dos manos y un dedo más. Mi pa’i Santiago me dijo que soy tan menudita, que parezco de cinco. —La declaración no le había agradado, resultaba palmario—. ¿Parezco de cinco, Aitor? —Este negó con una sacudida de cabeza, y la niña le sonrió, una sonrisa que le hizo destellar el azul de los ojos—. Le pedí a Tarcisio un poco de dulce para ti. —Le extendió el envoltorio, y Aitor lo recibió con azoro.

—¿Sí? ¿Se lo pediste para mí?

—Sí, porque sé que te gusta.

Se la quedó mirando con una sonrisa inconsciente. Ella no podía adivinar qué feliz lo hacía. Que lo hubiese recordado en medio de tantas atenciones que recibía en la casa de los padres significaba todo para él.

—Gracias, Jasy. —Se inclinó y la besó en la mejilla.

La niña corrió hacia el interior de la casa, regresó con una cuchara de madera y se la entregó. Aitor quitó la tela que envolvía el pote de barro y probó el dulce, que le resultó un manjar. Fue saboreándolo, mientras Jasy le mondaba las puntas. Cada tanto, le ofrecía una cucharada, que ella chupaba con una avidez que lo hacía reír.

—¿Estás contenta con el regalo que te traje?

—Sí. ¿Cómo lo llamaremos? —preguntó, en tanto recogía los mechones caídos sobre el piso de la enramada—. ¿Está bien? —se preocupó, al ver que Aitor se observaba las puntas.

—Muy bien. Cortaste justo lo que quería.

Emanuela echó los recortes de pelo dentro del canasto, que vaciaban por las tardes en el pozo comunal donde se recolectaban los residuos; este se hallaba detrás de los talleres, en una zona poco concurrida. Se sacudió las manos con aire concentrado, mientras observaba al monito en la canasta.

—¿Te parece que lo llamemos Miní? Es tan pequeñito… —dijo, y lo levantó. Acercó la nariz al morro del animal y lo acarició varias veces con la punta. El carayá emitió un sonido lánguido y ajustó sus manos diminutas en el cabello que cubría las sienes de la niña, que rio y le plantó un beso en el hocico. El kinkajú, celoso, lo aferró por la oreja e intentó morderlo—. ¡Dejálo, Kuarahy! —Le soltó un golpe en la crisma y lo depositó en el suelo—. Ve al sobrado y no vuelvas hasta que te llame —ordenó, y el animal entró en la casa y montó las escaleras que conducían al altillo donde guardaban las reservas.

Aitor sacudió la cabeza y sonrió, mientras imaginaba al kinkajú como lo había visto tantas veces, asomado en la abertura del sobrado, con ojos expectantes, atento a los movimientos de su ama, a la espera de que esta se dignase a levantarle el castigo y le permitiera volver a su lado. Casi sintió pena por el animal.

—Pon al mono en la canasta y ven aquí —ordenó Aitor.

—Lo pondré junto a Timbé, que le dará calor. ¿No es cierto, mi adorada Timbé? —Se acuclilló junto a la cerda y la besó en el costado del lomo—. No permitas que nadie haga daño a Miní.

Aitor la aferró por el antebrazo y la obligó a sentarse sobre sus piernas. A la niña la atrajeron sus muñequeras de cuero. Las estudiaba en silencio y las acariciaba con la punta de los dedos, que a veces le rozaban la piel y se la erizaban. Su serenidad lo aplacó. Le gustaba tenerla cerca porque su aroma, el que manaba de su piel y de su cabello, le saturaba las fosas nasales, y él no tenía que estar persiguiéndola tras su estela. Le hundió la nariz detrás de la oreja, y a Emanuela le hizo cosquillas y se retrajo. Se contemplaron con fijeza y sonrieron, y Aitor cayó en la cuenta de que ella era la única persona a la que podía mirar a los ojos sin experimentar incomodidad, ni la necesidad de apartar la vista.

—Mi Jasy —dijo, y le despejó la frente de unos mechones rebeldes—. Mañana cumples once años.

—Cuéntame de nuevo de cuando me hallaron en el río.

—¿Otra vez? —La niña agitó la cabeza para asentir—. ¿Te dije que era una noche de luna llena? —La niña volvió a asentir—. ¿Y te dije que te parecías a Miní? —Emanuela se cubrió la boca y rio, como si encontrase absurda y divertida la imagen, y a Aitor lo embargó una emoción tan sobrecogedora, que la rodeó con los brazos y la apretó contra su cuerpo. La besó en la frente, y en la mejilla, y en la cabeza, y en el cuello, y, como a Emanuela le hizo cosquillas, soltó chillidos y carcajadas ahogadas, mientras se contorsionaba para escapar del abrazo.

Hubo un instante en el que Aitor percibió una puntada entre las piernas, que las fricciones del cuerpo de Emanuela, en tanto rehuía a sus besos y a las cosquillas, terminaron por convertir en una pesada erección. Se puso de pie de un salto, la depositó en el suelo y se cubrió la frente con la mano. Estaba agitado.

—¿Qué pasa, Aitor? —La vocecita de ella le provocó un efecto inesperado: le pronunció la erección hasta volverla dolorosa.

—Nada —masculló—. Regreso en un momento. —Sin mirarla, dio media vuelta para alejarse antes de que la niña notase el bulto bajo los calzones.

—¡Aitor! —Lo detuvo aferrándolo por la camisa.

—¡No me toques, Emanuela! —Apenas se volvió para deshacerse de sus manos, y la expresión desolada de la niña, que entrevió por el rabillo del ojo, casi lo pone de rodillas. Se alejó a paso rápido hacia el cementerio, donde los recuerdos de tantos entierros lo ayudarían a reprimir la excitación.

Volvió al cabo de media hora, sin la erección y con la mente embrollada. ¿Qué diantres había sido eso? La avistó a lo lejos, sentada en el suelo, junto al tocón vacío. Le bastaron unos segundos para darse cuenta, por la manera en que sacudía los hombros, de que lloraba. Corrió con el corazón desbocado y la levantó en brazos. Sus ojos la recorrieron con frenesí hasta comprobar que no estuviese herida.

—¡Jasy! ¡Qué sucede! ¡Por qué lloras!

Entre suspiros y sollozos, la niña tartamudeó:

—Porque te enojaste conmigo.

—¡No me enojé contigo, Jasy! ¡Nunca me enojo contigo! ¡Nunca!

—Sí, te enojaste. Me llamaste Emanuela. Y no sé por qué.

—Me enojé conmigo mismo, no contigo. Contigo, nunca, ¿me oyes? Nunca.

—¿Por qué te enojaste contigo? —preguntó, confundida, mientras se pasaba el dorso de las manos por los ojos.

—Porque sentí algo muy fuerte que no debí sentir, por eso.

—¿Qué sentiste?

—Ahora no puedo explicártelo, pero te prometo que lo haré cuando seas más grande. Mañana tengo una sorpresa para ti —anunció sin pausa—. Por tu natalicio. Te llevaré a un lugar secreto, al que solo mi sy y yo hemos ido. Hace tiempo que quiero mostrártelo.

—¿De veras?

—De veras.

—¿Podremos llevar a Bruno?

Aitor asintió, no porque le gustase la idea de arrastrar a su hermano menor, sino porque no era capaz de negarle nada, menos aún si sus mejillas estaban mojadas por las lágrimas que él le había causado. Pasado el susto y la fea impresión de verla llorar, Aitor razonó que la reacción de Jasy implicaba que él le importaba. Volvió a ocupar el tocón y a acomodarla sobre sus piernas.

Le encerró la carita y, durante unos instantes, se quedó callado, impresionado por lo pequeña y delicada que la sentía entre sus manos callosas y de uñas sucias. Le pasó los pulgares por los pómulos para barrer los vestigios de lágrimas.

—Jasy, ¿sabes que eres a quien más quiero en esta vida? —Emanuela levantó las cejas y abrió grandes los ojos, cuya increíble tonalidad azul había cobrado una nueva luminosidad después del llanto—. ¿Lo sabías? —La niña negó con la cabeza—. Pues lo eres, Jasy.

—¿Más que a mi sy?

—Más, mucho más. Más que a nadie, Jasy.

—¿Por qué?

—No hay un por qué. No importa por qué. ¿Tú me quieres, Jasy?

—Sí, muchísimo.

Aitor inspiró profundo para apaciguar la emoción provocada por la respuesta vehemente de la niña.

—Eso es lo único que importa —dijo al cabo, con voz vacilante—, que me quieras, que yo te quiera. Para siempre.

* * *

En el día del cumpleaños de la niña santa, las gentes de San Ignacio Miní daban rienda suelta a la devoción que les inspiraba justificados en la celebración de su natalicio, y, después de la misa de la mañana, la saludaban, le entregaban los presentes y le pedían favores, aunque a estos los susurraban al oído de la niña, porque si el padre Ursus, que no se apartaba de su lado, los pillaba, era capaz de atarlos al rollo y darles de azotes. Pocas cosas lo enfurecían tanto como que molestasen a Emanuela. ¿El pa’i podía culparlos por la adoración que sentían por ella? La habían visto obrar milagros, sin contar que desde hacía once años las cosechas eran prósperas y ninguna tragedia se abatía sobre la misión, en especial ninguna peste, a pesar de que el cólera había atacado a San Cosme y la viruela, a San Ignacio Guazú. Además, era la que mantenía a raya al luisón, pues, si bien cada tanto aparecía un animal muerto, sin el corazón, no había vuelto a cebarse con carne humana. Y la Gran Cédula, esa en la que el mburuvicha guazu Felipe —Dios lo tuviese en su gloria— los había llamado «la alhaja» de su reino, ¿no valía como otro portento operado por la niña santa?

Aitor se mantenía apartado en el atrio de la iglesia, donde se desarrollaba la peregrinación para saludar a Emanuela. A duras penas sofocaba la ira, y detestaba a su madre por someter a la niña a un espectáculo que, con evidencia abrumadora, la cansaba y aburría. Su paciencia languideció cuando una fina lluvia empezó a caer y nadie sugería colocar a Emanuela bajo techo o cubrirla con una aguadera. Alcanzó el límite al divisar a su sobrino Laurencio acariciando la mejilla de la niña con el dorso del índice. Cualquiera lo habría juzgado un gesto inocente y sin malicia. Él no; conocía bien a ese gusano y olfateaba sus intenciones perversas igual que olfateaba la bosta del tapir. Se quitó el arco del pecho en un acto mecánico y caminó a trancadas largas hacia el atrio. No necesitó abrirse camino entre la multitud; las personas se apartaron al ver de quién se trataba.

—¡Basta! —vociferó, y empujó a Laurencio nieto—. ¡Déjenla en paz!

—¡Aitor! —se impuso el vozarrón de Ursus.

—¡Me la llevo, pa’i, y trata de detenerme! —La tomó en brazos, y la niña le rodeó el cuello y descansó la cabeza en su hombro. Con la punta del arco apuntó al jesuita y después a su madre Malbalá—. Deberían avergonzarse por someterla a esto. Hace una hora que la tienen aquí, de pie —aseguró, y señaló en dirección al reloj de sol—. Todavía no ha comido nada desde que despertó esta mañana. ¿No se dan cuenta de que está pálida?

—Sí, sí —intervino el padre van Suerk—. Llévala, Aitor —y enseguida dirigió la mirada hacia el jefe de la misión y añadió, con acento nervioso—, si tú no te opones, padre Ursus.

—No me opongo —admitió, con voz tensa y la mirada fija en Aitor—. Llévala para que desayune y descanse.

Aitor se alejó con unas trancadas impulsadas por la ira y por la lluvia, con la niña calzada en un brazo y el arco en la otra mano. Su familia lo siguió de lejos. El desayuno se desarrolló en un silencio tenso en la enramada de los Ñeenguirú. Se escuchaban el repiqueteo de las gruesas gotas y, cada tanto, los comentarios triviales acerca del clima o de los manjares que Malbalá y Vaimaca habían elaborado para agasajar a la niña, que recuperó los colores después de tomar mate y de comer unos bocados de torta de mandioca. Lucía contenta mientras alimentaba a Miní con un potaje que había preparado Vaimaca. Las muecas del animal en tanto saboreaba la mezcla arrancaban risas cortas a los miembros de la familia Ñeenguirú.

Como era domingo además del natalicio de la niña santa y la lluvia había cesado, la orquesta y el coro se reunieron en la plaza, y el padre Ursus los dirigió para que interpretasen algunas piezas corales y litúrgicas. Más tarde, bajo la batuta de Juan Ñeenguirú, tocaron unos villancicos alegres y pegadizos, y, como se trataba de un pueblo muy dado a la música, en pocos minutos se congregaron las cuatro cuadrillas de ocho bailarines cada una, ataviados con libreas «al estilo español» de vistosos colores, y ejecutaron danzas europeas al ritmo de las chirimías, las tiorbas, los pífanos y los serpentones. Algunos sacudían maracas —calabazas con semillas secas—, símbolo de virilidad entre los guaraníes. El resto del pueblo los imitaba, los varones por un lado, las mujeres por otro, pues no se les permitía bailar juntos.

Aitor observaba el despliegue desde lejos, con cara de displicencia y fastidio, apoyado de costado en el rollo, la mirada siempre atenta a Emanuela; mientras su madre no le soltase la mano, la dejaría en paz. De igual modo, la paciencia estaba acabándosele y no veía la hora de arrancarla del pueblo, que la codiciaba como un objeto de oro, para llevarla al sitio secreto. Exhaló un suspiro de hartazgo. Todavía faltaba el despliegue de las tropas militares, en el cual él debería tomar parte.

Cada misión contaba con una milicia de varones que iban desde los quince años hasta los cincuenta, al mando de un maestre de campo, que solía ser el corregidor, y un sargento mayor. A las compañías de infantería las conformaban cien hombres armados con arcos, hondas, macanas y mazas; a las de caballería, cincuenta. También poseían armas de fuego —fusiles, trabucos, mosquetes y cañones fabricados con troncos de árboles o grandes tacuaras—, que los padres mantenían bajo llave y que solo entregaban a ciertos soldados y en caso de guerra. Cada compañía se encontraba al mando de un capitán, un alférez y dos sargentos, y tenía un estandarte y un tamborilero. Aitor pertenecía a la caballería, y lo habían enlistado en la compañía al mando de su hermano mayor, Bartolomé Ñeenguirú, que siempre le ponía chinas, sobre todo porque Aitor, que se lo pasaba en el monte, en general no asistía a la instrucción, ni a los ejercicios semanales. En una oportunidad, Aitor, hastiado del antagonismo de su hermano, lo desafió a dar en el blanco a un mburukuja en equilibrio sobre el gnomon a cien varas de distancia, mientras galopaba a alta velocidad. El desafío lo había lanzado el año anterior durante los primeros festejos por el natalicio del rey Fernando VI, y la competencia se convirtió en tradición, que Aitor no solo ganó en esa ocasión, sino durante los años sucesivos. También se incluyó una con la honda, y otra para comprobar quién disparaba más flechas en lo que un niño tardaba en rezar el credo. Que tampoco superasen a Aitor en estas pruebas, ni siquiera Palmiro Arapizandú, solo conseguía acrecentar el resentimiento y el temor de los varones hacia él.

Después del almuerzo, las compañías se reunieron, cada una en su barrio, y marcharon, al redoble de los tamboriles y en un ejercicio de disciplinada formación militar, hasta la plaza de armas, donde ocuparon sus puestos. Iban vestidos con sus uniformes rojos, que debían conservar en buen estado, al igual que sus arcos, flechas, macanas y hondas. Debajo de la chaqueta llevaban el escaupil, un chaleco acolchado con algodón para protegerse de las flechas, y en el brazo izquierdo sostenían la rodela.

La orquesta volvió a congregarse, esta vez a un costado de la plaza, para acompañar los ejercicios con el son de los tambores, las chirimías y las tiorbas, lo que dotaba de un cariz solemne al espectáculo, al que nadie quería faltar, en especial las mujeres y los niños.

Aitor, cada tanto, movía la vista en dirección de Emanuela y la descubría observándolo con una sonrisa. Le guiñaba un ojo, y la niña reía y daba saltitos, y a él lo acometía un calor en el pecho que lo impulsaba a esmerarse en las evoluciones y en los ejercicios con el único objetivo de que ella se sintiese orgullosa de él.

Al romper la formación, Aitor vio que Emanuela soltaba la mano de Malbalá y corría hacia él. Saltó del caballo para recibirla. Como era muy demostrativa, lo abrazó por la cintura y apretó la cara en su pecho, duro a causa del escaupil. Levantó la mirada y, con una mueca traviesa, le preguntó:

—¿Cuándo iremos a tu sitio secreto?

A pesar de que todos, incluidos los padres y el hermano Pedro, observaban el despliegue de cariño de la niña santa por el luisón, en ese momento, para Aitor, solo él y ella ocupaban la plaza de armas. Que no se hubiese olvidado de lo que le había prometido el día anterior y que se acercase a recordárselo, pese a estar apabullada por las muestras de afecto, sin mencionar la ingente cantidad de regalos, le provocó una emoción que se alojó en su garganta, donde adoptó la forma de una pelota. Como la miraba fijamente y no le contestaba, Emanuela frunció el entrecejo y repitió:

—¿Cuándo, Aitor?

Carraspeó antes de contestar:

—Desensillo el caballo, me quito el uniforme y te llevo. Espérame en la enramada de casa.

* * *

—Prométanme que nunca le hablarán a nadie de este lugar al que estoy llevándolos.

—Lo prometo —dijo Emanuela.

—¿Bruno?

—Lo prometo, Aitor. —El niño miró en torno con expresión insegura—. No sé dónde estamos. No conozco este camino. ¿Damián lo conoce? —Bruno se refería al jefe de los tapererepura, de quien se decía que, con los años, se había convertido en el mejor baquiano de las doctrinas.

—Nunca me lo he encontrado aquí, pero no sé si lo conoce. No se lo mencionen, de igual modo.

—No —respondieron a coro.

Avanzaban en fila debido a la angostura de la trocha. Como Timbé marcaba el paso, iba primero; Aitor cerraba la procesión. Faltando unas varas para llegar, todavía sumidos en la espesura de la vegetación, que se suspendía como una cúpula sobre sus cabezas, Aitor distinguió unos sonidos que no se correspondían con los usuales de la selva a esa hora.

—Deténganse —susurró, y aun Timbé le obedeció; Saite y Libertad se posaron sobre las ramas de un palo rosa.

—¿Qué sucede? —quiso saber Bruno, y Aitor se cruzó el índice sobre los labios.

Levantó con un brazo a Emanuela, que a su vez cargaba a Kuarahy y a Miní, y se la calzó en la cadera. Se posicionó al frente y avanzó con los sentidos aguzados y el cuchillo en la mano. Se detuvo tras la espesura de un helecho, volvió a pedir silencio a los niños y abrió una brecha con la hoja del cuchillo. Había dos personas, una joven y un joven, blancos, bien vestidos y calzados, de unos catorce, quince años, que conversaban mientras dibujaban con tacuaras sobre la marisma. Se aseguró de que no hubiese nadie más antes de abandonar el refugio. Los sobresaltó al preguntarles en guaraní:

—¿Qué hacen aquí?

Los mozalbetes retrocedieron en dirección al arroyo, en tanto Aitor, con Emanuela en brazos, avanzaba hacia ellos. Su expresión, severa en reposo, adquiría un cariz truculento si él elegía apretar el ceño, endurecer la mirada de oro y separar los labios para revelar las puntas afiladas de los caninos. Sus cejas triangulares se elevaban, remarcando las líneas extravagantes; la cicatriz en la izquierda adquiría un matiz blanquecino, fuera de sitio en un cutis tan oscuro. No era de extrañar que los muchachos lo contemplasen como si se tratase de un demonio, sin mencionar que blandía el cuchillo.

La expresión asesina de Aitor mutó ligeramente cuando el joven le contestó en perfecto guaraní, con voz temblorosa:

—So-so-lo pa-sábamos el rato, señor.

Le gustó que lo llamase karai, y que le temiese. Al muchacho se le había acentuado el aspecto descarnado de las mejillas, que parecían mimetizarse con el color pálido de su cabello rubio. Los ojos azules le resaltaban en medio de esa blancura, y a Aitor lo enojó que le recordasen a los de Emanuela. Notó que tenía el labio inferior hinchado, con un corte fresco. Era más alto que él, y de contextura delgada, con los hombros caídos, como si le costase cargar con ellos.

—¿Cómo descubrieron este sitio?

—Yo lo descubrí —contestó la muchacha, también en guaraní.

Aitor movió la cabeza y fijó la vista en ella. Su expresión impávida lo desconcertó, también la seguridad con la que acababa de responder. El cabello negro, recogido con un moño rosa en la coronilla, le caía en tirabuzones a los costados del rostro, de tez rozagante. La miró a los ojos, muy oscuros, y ella no los apartó. Aitor se fijó en sus finos labios cuando ella se los humedeció.

—¿Cómo te llamas? —preguntó Emanuela, y a Aitor le molestó que se dirigiese primero al joven.

—Lope de Amaral y Medeiros. ¿Y tú?

—Emanuela Ñeenguirú, pero todos me llaman Manú.

—Ella es Ginebra de Calatrava.

—Ellos son mis hermanos, Aitor y Bruno —dijo, y el mal humor de Aitor se profundizó; él no era hermano de Emanuela.

—¿Qué llevas ahí? —se interesó Ginebra, y se acercó, atraída por Miní y Kuarahy. Lope cobró confianza y se aproximó también.

—Bájame, Aitor, por favor.

La hizo deslizar por su cadera y su pierna y luego se calzó el cuchillo en la faja de los pantalones. Se ubicó detrás de ella y le colocó las manos sobre los hombros. Bruno y Timbé se unieron a la pequeña reunión, y al cabo, Saite y Libertad aterrizaron, el primero sobre el hombro de Aitor, y la segunda sobre el lomo de la cerda. Lope y Ginebra rieron, sorprendidos por la exótica comitiva.

—¡Tiene una pata de palo! —Ginebra apuntó a Timbé, que no se dignó a mirarla y continuó ronzando el caolín, que tanto le gustaba, con la lechuza a cuestas.

—Nació así —explicó Bruno—, y Manú la salvó, pues iban a sacrificarla.

En tanto los extraños ganaban confianza, y Bruno y Emanuela les sonreían y respondían a sus preguntas, Aitor cavilaba que la sorpresa se había arruinado. Desde que era pequeño deseaba mostrarle a Jasy ese sitio mágico y secreto. Casi le dio por soltar una carcajada irónica. «Sí, secreto», se burló, y echó un vistazo a la gazmoña que lo había descubierto. Aunque debía admitir que se trataba de una gazmoña muy hermosa.

—Vamos a nadar al arroyo, Emanuela —propuso Aitor.

—¿Quieren nadar con nosotros?

—No sabemos nadar —admitió Lope—. Nos sentaremos en esta roca y los miraremos a ustedes. ¿Puedo cargar a Miní mientras te bañas, Manú?

—¿Y yo a Kuarahy?

—Puedes cargar a Miní, Lope, pero no creo que Kuarahy quiera ir contigo, Ginebra. Es muy arisco. —Intentó entregárselo, y el animal mostró los dientes, lo que asustó a la joven.

—Me quedaré con Timbé —propuso.

Aitor se quitó las muñequeras de cuero y la camisa sin mangas que vestía durante la estación más calurosa y se echó de cabeza al arroyo con los pantalones puestos, que, al ser de un fino algodón, no lo dificultaban para nadar. Bruno imitó a su hermano mayor. Emanuela se despojó primero de la hombrera para Saite y luego del collar de conchillas con maniobras cuidadosas y los apoyó sobre la roca, junto a Lope.

—¡No, Emanuela! —vociferó Aitor desde el agua al ver que la niña se disponía a deshacerse del tipoy—. ¡Ven aquí! ¡Ahora!

Emanuela entró en el arroyo apretando los labios y agitando las paletas de la nariz, los ojos anegados. Bruno nadó hacia ella y la abrazó, y Emanuela se echó a llorar en su hombro. Aitor maldijo entre dientes; lloraba de nuevo y por su culpa, y en el día de su natalicio. Intentó aferrarla, pero Bruno le dio la espalda y la ocultó de su vista.

—Hazte a un lado, Bruno.

—Dejala en paz, Aitor.

Que su hermano menor lo enfrentase para defender a Emanuela lo dejó sin palabras y tardó en reaccionar.

—Apártate —lo empujó, y le quitó a Emanuela, que se acomodó entre sus brazos para seguir llorando con el rostro oculto en su cuello.

Se alejó hacia la otra orilla antes de susurrarle:

—Jasy. —Le besó la cabeza—. Perdóname, Jasy. No quise gritarte, de veras.

—No me gusta cuando me gritas.

Si le hablaba mientras lloraba, aspirando las palabras, tragando lágrimas y agitando la cabeza de manera incontrolable, le partía el corazón.

—Perdóname, Jasy. —Se mojó la mano y se la pasó por la frente—. Dime que me perdonas. —Le besó las mejillas, y la frente, y así, cada parte, a excepción de los labios, que ella mordía para detener el llanto.

—¿Por qué me gritaste?

—Porque ibas a desnudarte frente a dos extraños. Y yo no quiero que nadie te vea desnuda.

—¿Está mal? —Abrió muy grandes los ojos, y Aitor pensó que era adorable.

—Ahora que has cumplido once años, sí, Jasy, está mal.

—Mi taitaru nos contó a Bruno y a mí que antes nuestro pueblo andaba sin nada de ropa.

—Antes —remarcó Aitor—, cuando vivíamos según las reglas del ser antiguo. Después llegaron los pa’i y nos enseñaron el buen ser. Y el buen ser dice que no debes andar sin cubrirte el cuerpo. Puedes hacerlo solo si hay mujeres contigo, pero nunca más, ¿entiendes? Nunca más puedes hacerlo si hay hombres.

—¿Bruno sí?

—Ni Bruno, ni nadie.

—¿Ni siquiera tú?

La pregunta lo tomó desprevenido. El sentido de posesión que ella le inspiraba desde pequeño era tan fuerte, que estuvo a punto de contestarle que él era el único que podía verla desnuda. Se detuvo a tiempo porque no habría sabido explicarle por qué y solo habría logrado confundirla, y a él lo urgía que comprendiese lo que estaba ordenándole.

—Ni siquiera yo —afirmó, asombrado de cuánto le había costado pronunciar esas tres palabras—. ¿Me perdonas, entonces? Mírame, Jasy. —Ella elevó el mentón y lo contempló a los ojos—. No estuvo bien que te gritase, pero lo hice porque te quiero, porque eres lo que más quiero en esta vida, ya te lo dije ayer, y prefiero morir a ver que un mal cae sobre ti.

—Sí —musitó—, te perdono.

—Gracias, Jasy. ¿Te gusta el lugar? —La niña asintió—. Lamento que nos hayamos encontrados con esos dos.

—Lope y Ginebra me agradan.

—A mí no. Y no quiero que les des confianza, Jasy. Tienes que ser más cuidadosa con aquellos a los que no conoces. Podrían hacerte daño. ¿Quieres que te lleve al salto? —Le señaló la cascada a unas varas.

—¿No es peligroso? —se amilanó la niña.

—Si estás conmigo, no. Yo no soy el imbécil de Laurencio nieto, Jasy. ¿Crees que dejaría que algo malo te sucediese?

—¿Preferirías morir? —dijo, y sonrió con malicia, y el corazón de Aitor saltó en su pecho, pesado de amor y emoción.

—¿Te burlas de tu Aitor? ¿De cuánto te quiere? —Ella agitó la cabeza para negar antes de abrazarlo y plantarle un beso en la mejilla—. ¿Vamos al salto?

Se aproximó por el lado de la caída, donde el arroyo borboteaba y hacía espuma, y Emanuela encontró fascinante la experiencia de cruzar el chorro en brazos de Aitor y sentarse sobre las rocas para mirarlo caer desde adentro. A veces, metía la mano en la cascada y abría una ventana para ver hacia afuera. El salto provocaba un sonido ensordecedor, y sus voces adquirían un timbre extraño en ese capullo de agua y piedras. Aitor la tenía sentada delante de él, entre sus piernas, y la abrazaba y reía movido por la felicidad de ella.

—¿Te gusta, Jasy?

—¡Es mi lugar preferido en el mundo! —exclamó, con esa alegre vehemencia que la caracterizaba—. ¿Cuál es tu lugar preferido, Aitor?

«Tú». La respuesta lo asustó y la reprimió antes de que escapase de entre sus labios.

—La selva —dijo, sin fuerza, y la niña se giró con un ceño—. Este lugar también es mi preferido desde hoy.

Al notar que Emanuela castañeteaba y que la piel de los dedos se le había arrugado, decidió volver a la playa. Le friccionó los brazos desnudos y las piernas con un lienzo de algodón y la obligó a que se sentase sobre la roca para que el sol le secase el tipoy. Le deshizo las trenzas y le pasó los dedos entre el cabello para peinárselo. Le alcanzó el collar de conchillas, el que le había regalado seis años atrás, y la niña se lo puso. Le costaba creer que todavía lo usase. Había tenido que cambiarle el hilo en varias ocasiones porque se pudría y se cortaba, un trabajo endiablado, a decir verdad, que hacía con gusto solo para verla lucir su regalo al cuello.

Lope se aproximó con Miní en brazos.

—Está llorando —dijo, y se lo pasó a la niña.

—Tiene hambre. Te duele —declaró Emanuela y, antes de que Aitor atinase a impedírselo, posó la mano sobre la herida en el labio de Lope.

—No, ya no —contestó él, una vez que la niña retiró los dedos. La miró con el entrecejo fruncido, en claro desconcierto—. Hasta hace un momento, me dolía y me latía. Pero tú pusiste tu mano y… Siento como si ya no la tuviese ahí.

—Vamos, Emanuela. Hora de regresar.

—¿Cómo te lastimaste?

La respuesta de Lope detuvo, incluso, a Aitor.

—Me golpeó mi padre. Siempre lo hace.

—¿Por qué?

Aitor quería empujar a Lope, darle un puñetazo en la cara y borrar el gesto de adoración con el que contemplaba a Emanuela. El color de sus ojos era parecido al de ella, de ese azul que, dependiendo de la tonalidad del cielo, se pronunciaba o se volvía más claro. Jasy era blanca, como lo era ese imbécil de rizos rubios; ella pertenecía a la raza de Lope, no a la de él. Bullía de celos y de rabia, y no conseguía levantarse y ponerse en marcha para sacar a Emanuela de allí. Quería oír la respuesta.

—Porque de noche… mientras duermo, me ocurre algo, todas las noches, y eso enfurece a mi padre.

Aitor miró a Emanuela, que asentía con aire sereno como si la confesión hubiese sido de una claridad meridiana. Él no tenía idea de qué hablaba el bobalicón.

—Si dejas la ventana de tu casa abierta, le diré a Libertad que entre por allí y que te visite de noche y que te despierte para que no vuelvas a hacer eso que haces. ¿Le tendrás miedo a Libertad?

—No, no —contestó el joven deprisa—. ¿Qué ventana debo dejar abierta?

—La ventana.

—Hay muchísimas ventanas en mi casa.

—¿Muchísimas?

—Sí. ¿Crees que deba dejar abierta la de mi recámara, donde duermo? —Emanuela asintió—. ¿Cómo sabrá Libertad dónde vivo?

—Te seguirá ahora cuando regreses. ¿Dónde vives?

—Ginebra y yo vivimos en la hacienda de mi padre, en Orembae.

* * *

—Adelante —invitó Vespaciano de Amaral y Medeiros.

Florbela entró en el despacho de su esposo y carraspeó, nerviosa. Hacía años que no compartían la intimidad, lo que había abierto un abismo que la aterraba. Tenía la impresión que debía franquearlo cada vez que le dirigía la palabra, en especial, para abordar temas delicados.

El hombre detuvo la mano con la que escribía a un ritmo frenético y levantó la vista.

—¿Señora?

—¿A quién escribís, mi señor?

—De nuevo al virrey.

—¿Por el asunto del marquesado? —Amaral y Medeiros gruñó un sí—. ¿No creéis que sería hora de dar por terminado ese asunto? No necesitamos el título de marqueses para ser respetables.

—¡Señora! Por culpa de esos malditos jesuitas, me han privado de algo que me corresponde por derecho. Vos, por ser mujer, de entendimiento limitado, no comprendéis la extensión del daño que esos monjes de mala muerte nos han infligido.

—Estaba pensando… —dijo, y calló.

—Habla, Florbela. No tengo todo el día. Oliveira está al llegar para hablar de un asunto.

—¿Por qué no invitamos a almorzar al padre Ursus, como en el pasado?

—¡Qué! —Vespaciano se puso de pie y golpeó el escritorio con ambas manos.

—Escuchadme, por favor. Si volvieses a ganaros el favor del padre Ursus, demostrándole que lamentáis el conflicto limítrofe y que estáis dispuesto a restituirle los animales que le quitaste…

—¡Yo no le quité nada, mi señora!

—Solo para congraciaros, mi señor. Tal vez, con el tiempo y luego de cimentar una amistad con él, el padre Ursus escribiría al provincial en Asunción para referirle del cambio operado en vos. Este, a su vez, le escribiría al general en Roma, y de ese modo vuestra imagen en la Corona española cambiaría, pues la relación entre el general de la Compañía y el rey Fernando es muy estrecha, según comentan. —Amaral y Medeiros se acarició el mentón, mientras observaba a su mujer con un profundo ceño—. Resulta evidente que vuestros esfuerzos con el virrey no están dando frutos. Por otro lado, venía a deciros que, desde hace diez días, vuestro hijo no ha sufrido incontinencias de noche. Su colchón ha amanecido tan seco como una hoja en otoño.

La noticia lo sacó del trance.

—¿Diez días? ¿De corrido?

—De corrido, mi señor.

—Bueno… —Amaral y Medeiros reprimió la sonrisa que le amenazaba las comisuras y asestó golpeteos suaves al escritorio—. Sin duda… ¿A qué debemos el cambio, mi señora?

Florbela consideró que repetir la historia de Lope —la de la niña mágica que había conocido en el arroyo, que le había curado la herida del labio y que todas las noches le enviaba a su lechuza para que lo despertase y que de ese modo él utilizase el orinal en lugar de hacerse encima— era, al menos, poco juicioso. Su esposo dejaría de odiar a su único hijo por mojar la cama de noche para pasar a odiarlo por haber perdido el juicio.

—Estimo —dijo, en cambio— que está volviéndose un hombre, nuestro Lope.

—Sí, sí, puede ser. Gracias por referirme esta buena noticia, mi señora.

—De nada, mi señor. Ahora os dejo proseguir con vuestra carta.

—¿Florbela?

—¿Sí?

—Podéis invitar al jesuita a almorzar un día de estos.

—Gracias, Vespaciano —dijo, en un arranque de alegría—. Le pediré que nos confiese y que dé misa, si no os molesta. Nicolasa estará feliz con la noticia.

—Sí, supongo que a doña Nicolasa le agradará confesarse y comulgar.

Florbela percibió una nota sarcástica; no obstante, feliz con lo que acababa de conseguir, no le dio importancia. Abandonó el despacho de su esposo a paso rápido; deseaba compartir la noticia con su querida Nicolasa.

Al ver salir del estudio de su patrón a la mujer, Domingo Oliveira y Rasposo se retrajo tras el bargueño. No la saludaría como tanto deseaba porque últimamente encontraba difícil soportar su mirada de desprecio, la de la única mujer a la que amaba. Antes de Florbela de Amaral y Medeiros, las hembras lo divertían y en ellas desfogaba los demonios que lo dominaban de tanto en tanto, sobre todo cuando bebía, y que amenazaban con volverlo la bestia por la cual se había visto obligado a abandonar San Pablo entre gallos y medianoche. Él había creído que las mujeres eran todas como las que él conocía, las que lo satisfacían fugazmente para dejarlo luego hundido en el vacío, las que siempre sacaban provecho, las arteras como un yaguareté. Hasta que conoció a Florbela de Amaral y Medeiros, tan digna, tan bondadosa, tan íntegra, tan bella, y se dio cuenta de que había estado equivocado, o tal vez no, quizá Florbela era única en su especie. Resultaba incomprensible que el patrón le pusiese los cuernos con doña Nicolasa, una arpía con cara de ángel y modos de chupacirios.

* * *

Lope saltó de pie, y una sonrisa le iluminó el rostro. Después de varios domingos de presentarse en el sitio donde había conocido a Manú, por fin volvía a verla. Ginebra también se puso de pie, aunque con un movimiento medido y femenino, y sonrió en dirección a Aitor, que fijaba la vista en Lope. Si este le hubiese prestado atención, habría regresado a Orembae a la carrera. A Ginebra, esa mirada de ojos amarillos como los de un gato, cargados de ira, le provocaba un borboteo en el estómago. Desde que lo había conocido, por las noches se lo imaginaba haciéndole las cosas que el capataz Oliveira solía hacerle a las indias encomendadas cuando pensaba que nadie lo veía.

—¡Manú! ¡Bruno! —exclamó Lope, y corrió hacia ellos.

—¡Buenas tardes, Lope! ¡Buenas tardes, Ginebra! —saludaron los niños.

Lope y Ginebra se pusieron en cuclillas y acariciaron a Timbé. Lope enseguida tomó a Miní en brazos y comentó que había crecido.

—Manú —dijo a continuación, y Aitor apretó los puños para contener el deseo de echarlo a puntapiés—, gracias por haber enviado a Libertad todas las noches. Gracias a ella y a ti, mi padre no ha vuelto a pegarme. No ha tenido motivos. —La niña se limitó a contemplarlo, y su expresión serena aplacó incluso la ira de Aitor—. ¿Por qué no regresaron antes? Ginebra y yo hemos visitado este lugar todos los domingos, desde que nos conocimos.

—¿A qué han venido de nuevo aquí? —intervino Aitor.

—Pues… —balbuceó Lope.

—Queríamos volver a verlos —intervino Ginebra—. Deseábamos mucho volver a verlos —insistió, y le sonrió.

—Es Aitor quien conoce el camino hasta aquí —explicó Bruno— y solo hoy pudo traernos. Se lo pasa en el monte, aserrando, y falta mucho tiempo del pueblo.

—¿Eres aserrador, Aitor? —se interesó Ginebra, y él apenas movió la cabeza en señal de asentimiento—. Ahora entiendo por qué tienes brazos tan fuertes. —Sus ojos negros vagaron por los brazos desnudos de Aitor. Él notó que llevaba el cabello suelto sobre los hombros y que su vestido, muy distinto al tipoy de las mujeres de su pueblo, era de color celeste.

Emanuela entrelazó sus pequeños dedos con los de él, y Aitor la miró, sorprendido. Ella, en cambio, observaba a Ginebra con un gesto que le desconocía por lo duro, y eso lo sorprendió todavía más. ¿Estaba celosa? Lo sobrecogió una alegría que devastó su enojo; ya no le importaba haberse encontrado con esos dos en su lugar favorito. La levantó en brazos y le habló al oído:

—Vamos a nuestra cascada, Jasy.

Su respuesta, una risita traviesa, lo puso eufórico. La depositó en el suelo para despojarse de las muñequeras y de la camisa deprisa. Emanuela se quitó la hombrera de cuero y el collar de conchillas y los amontonó sobre las cosas de Aitor.

—Voy con ustedes —dijo Bruno.

—¡Sí! —exclamó Emanuela, y el buen humor de Aitor perdió brillo. Resignado, la recogió del suelo y la cargó hasta la cascada. La niña soltó chillidos de felicidad cuando cruzaron el chorro y siguió riendo después, mientras se acomodaban en la roca. La silueta de Bruno se perfiló tras la cortina de agua.

—Ayuda a Bruno a cruzar. Por favor, Aitor.

—Él es hombre, Jasy. Que lo haga solo.

—Tiene miedo.

—¿Cómo lo sabes?

Emanuela abrió una brecha en el agua y extendió la mano hacia su hermano de leche.

—Ven, Bruno. Yo te ayudaré.

Con un chasquido de lengua que el rumor de la cascada ahogó, Aitor aferró a su hermano por el antebrazo y lo ayudó a cruzar. Emanuela reía de dicha por tenerlo junto a ella. Amaba a Bruno, amaba a todos, y a él le costaba comprender por qué.

—¿Te gusta, Bruno?

El niño asintió con expresión azorada. Inclinó la cabeza hacia atrás y fijó la vista en el punto en donde el agua lamía el límite de la piedra antes de caer en el arroyo y formar el muro de agua que los protegía del exterior.

—Es nuestro lugar favorito en el mundo, mío y de Aitor. La selva también es el lugar favorito de Aitor, ¿verdad? —Se giró para obtener la confirmación y él le destinó una sonrisa apretada—. Pero, nuestra cascada te gusta más, ¿verdad?

—Más, sí. Mucho más.

—¿Puede ser mi lugar favorito en el mundo también?

—Sí, Bruno. Es el lugar favorito de los tres —contestó Emanuela.

A Bruno comenzó a molestarle la rigidez de la piedra; no encontraba posición, por lo que decidió volver a la playa con Lope y Ginebra. Emanuela hizo el ademán de seguirlo, pero Aitor la rodeó con los brazos y la obligó a volver a su sitio, delante de él.

—Quedémonos un rato más, Jasy, solos, tú y yo.

—Bueno.

—Te extrañé mucho todo este tiempo que estuve en el monte.

—Yo también. ¿Por qué tardaste tanto en volver?

—Había muchos árboles para aserrar.

—¿Te gusta aserrar?

—Sí. —El silencio de Emanuela lo llevó a preguntar—: ¿Habrías preferido que fuese ebanista y que te hiciera cosas bonitas?

—Mi tío Palmiro dice que no eras feliz siendo ebanista. ¿Es verdad?

—Sí, es verdad.

—Entonces, no quiero que seas ebanista. No quiero que estés triste.

—Pero, ¿sabes?, aunque me gusta ser aserrador, estoy triste porque no te veo todos los días.

—A mí me dan ganas de llorar cuando te vas al monte. A veces lloro —confesó, y bajó el rostro, avergonzada.

Aitor tragó varias veces para deshacer el nudo en la garganta. Le habría preguntado: «¿Quién te consuela, mi Jasy?», pero no se atrevía. Temía que le respondiese Bruno, o mi pa’i Ursus, o mi pa’i Santiago, o mi ru, o quien fuese. Detestaba que otros la amasen, la tocasen, la mirasen.

—No quiero que llores cuando me voy, Jasy.

—Las lágrimas me salen y ya.

Turbado a causa de ese sentimiento que le explotaba en el pecho y que le aceleraba la sangre en las venas, ajustó el abrazo y hundió la nariz en el cuello de la niña.

—No soporto que sufras. No me digas que sufres, es muy duro para mí.

Emanuela se rebulló hasta que Aitor aflojó los brazos y le permitió girarse para enfrentarlo.

—Te prometo que, cuando vuelvas al monte, no lloraré. Te lo prometo —le aseguró en un arranque y con expresión contrita.

Sus miradas se aferraron, ninguno podía romper el contacto. La imagen de Emanuela se tornó borrosa. Las lágrimas acabaron por bañar las mejillas de Aitor, y la niña no las confundió con gotas de agua. Las tocó, una a una, con la punta del índice, y siguió su curso desde el párpado inferior hasta el filo de la mandíbula; algunas morían en las comisuras de los labios. El dedo de Emanuela se atrevió a vagar sobre algo que despertaba su curiosidad desde hacía un tiempo, la pelusa abundante y oscura que se juntaba sobre el labio superior de Aitor. Había oído al padre Ursus ordenarle que la afeitase, que Tarcisio le enseñaría. A ella le gustaba, tanto como que llevase el cabello tan largo. Tomó los mechones próximos al rostro, los colocó hacia delante y los trenzó como le había enseñado su sy.

La erección de Aitor le palpitaba entre las piernas, contra la rodilla de Emanuela, que le trenzaba el cabello, inocente y ajena a los pensamientos oscuros que le despertaba. No tenía tiempo de experimentar turbación, ni remordimiento, ni de buscar explicaciones; tan solo se concentraba en reemplazar las imágenes que lo excitaban —la mano de ella sobre su bigote, los pequeños pezones bajo el vestido empapado, su preocupación por él— con otras desagradables, como la cara de Laurencio abuelo. Apremiaba disminuir el bulto que le levantaba el pantalón. Después de evocar varios episodios ingratos, se puso de pie.

—Salgamos. Tienes la piel arrugada como la cara de mi jarýi.

Emanuela rio y le rodeó el cuello con los bracitos delgados para que él la cargase.

—¿Aitor? —preguntó, después de que salieron de la cascada.

—¿Mmm?

—¿Por qué mi jarýi tiene dibujos en la cara?

—Se llaman tatuajes. Tú sabes que ella no es guaraní, sino abipona, que es otro pueblo. Los abipones se dibujan la cara.

—¿Por qué?

—Mi jarýi me dijo que los hombres lo hacen para asustar al enemigo, y las mujeres, para ser más bonitas.

—¿Ginebra te parece bonita?

Aitor prorrumpió en una carcajada que atrajo las miradas de Lope, Bruno y de la susodicha.

—¿Por qué ríes? —quiso saber, sin reproche en la voz, más bien con curiosidad.

«Porque estás celosa, y eso me gusta».

—Me río porque estoy feliz de estar aquí contigo. Y sí, Ginebra me parece bonita.

—¿Más que yo?

—Nadie es más bonita que tú, Jasy. Nadie. Tus ojos azules son los más hermosos que conozco.

Ginebra, que había escuchado la última frase, comentó:

—Y tú, Aitor, tienes los ojos más bellos que yo haya visto jamás, con el color de los de un gato.

—Tienen el color de los ojos del luisón —la corrigió él, con ganas de coquetear para sacarse de encima el regusto amargo con que se había quedado después de lo sucedido bajo la cascada—. ¿Sabes lo que es el luisón, Ginebra?

—Sí, lo sabemos —contestó Lope—. Adeltú, el mayordomo de mi casa, nos contó acerca de él. Dice que es un demonio convertido en perro salvaje, con ojos amarillos y colmillos enormes.

—Como estos. —Aitor se levantó el labio superior para desvelar sus afilados caninos.

Lope y Ginebra contuvieron una exclamación y se aproximaron para estudiarlos.

—Dicen que mi hermano Aitor es un luisón —explicó Bruno—. En el pueblo, todos le temen.

—¡Aitor no es un luisón, Bruno! —se enfureció Emanuela, y tanto su hermano de leche como Aitor la miraron, perplejos—. Mi pa’i Ursus dice que es pecado creer en el luisón. El luisón no existe.

—Si fueses un luisón —dijo Ginebra—, yo no te temería, Aitor.

—Pero deberías temerme, Ginebra. Cuando me convierto en luisón durante las noches de luna llena, soy malo, malísimo.

Ginebra rio. Lope lo miró con desconsuelo. Emanuela, con ira. Bruno, con terror.

—Creo que deberíamos irnos, Ginebra —propuso Lope, en castellano.

—¿Vosotros también habláis en castellano? —se asombró Emanuela.

—Sí, con nuestros padres solo podemos hablar en castellano —explicó el joven.

—¿Cómo aprendisteis el guaraní?

—Porque siempre estamos con los hijos de los indios encomendados de mi padre.

—¿Indios encomendados?

—¡Emanuela! —La niña dio un respingo ante el grito de Aitor—. Deja de hablar en la lengua del blanco. No entiendo qué estás diciéndole.

—Lo siento, Aitor. Lope dice…

—No me importa qué dice. Ya es hora de irnos.

—¿Cuándo volverás, Manú? —se apresuró a preguntar Lope.

—No…

—Emanuela volverá cuando yo pueda traerla —la interrumpió Aitor.

—Manú, ¿quieres que vaya a buscarte a tu pueblo para traerte?

Aitor lo aferró por el jubón y lo atrajo hacia su rostro. Lope era más alto y, sin embargo, se empequeñeció ante la mueca asesina del indio.

—¿Cómo te atreves a contradecirme, blanco miserable?

—Yo… Yo…

—Acércate a Emanuela y te aseguro que iré a buscarte para arrancarte el corazón.

—Aitor. —La niña apoyó la mano en su brazo.

—¿Me has entendido?

Lope asintió, y Aitor lo desasió. El muchacho trastabilló, mientras se colocaba fuera del alcance. Se acomodó la prenda antes de levantar la vista y fijarla en Emanuela.

—Lo siento, Manú.

—Adiós, Lope —dijo la niña, con acento triste—. Adiós, Ginebra.

—Adiós, Manú. Volveremos a vernos.

Como de costumbre, Timbé abría la marcha y Aitor la cerraba. Emanuela iba delante de él y, en lo que llevaban de camino, no se había vuelto para dirigirle la palabra, ni para sonreírle, como solía.

—¿Por qué le hablaste en castellano a ese marica?

—¿Qué es marica? —quiso saber Bruno.

—Uno que es poco hombre.

—¿Lope es marica? —se escandalizó el niño.

—¡Por supuesto! Ni siquiera sabe nadar y apuesto mi cuchillo a que no es capaz de cazar a una gallina en su gallinero. ¿Por qué le hablaste en castellano, Emanuela?

La niña giró de manera tan súbita, que Aitor soltó una exclamación y dio un paso atrás. Libertad y Saite echaron a volar entre graznidos.

—¡Ey!

—Y tú, ¿por qué le hiciste creer a Ginebra que eres el luisón?

La sonrisa de Aitor reveló su dentadura y le tocó los ojos, que chispearon en la penumbra de la selva. Por lo visto su dulce Jasy tenía uñas y se las mostraba solo a él.

—¿Celosa?

—¿Qué es celosa? —le preguntó, enfadada, con los brazos en jarra.

—Estás furiosa porque no quieres que sea amigo de Ginebra. Es muy bonita y tienes miedo de que la quiera más que a ti.

Emanuela aguzó la vista en el intento por entender las palabras de Aitor. Segundos más tarde, levantó las cejas y abrió grandes los ojos al caer en la cuenta de que él tenía razón, estaba celosa de Ginebra por esos motivos. La afligía el sentimiento, sospechaba que el padre Ursus le habría dicho que era pecado; sin embargo, no conseguía sacárselo de encima. Dio media vuelta y caminó a paso rápido, tanto que sorteó a Timbé y se adelantó varios palmos en la trocha. ¿Qué estaba sucediendo entre ella y Aitor? Últimamente peleaban de continuo, y ella lloraba por cualquier cosa. En tanto avanzaba, se secaba las lágrimas con ademán impaciente.

No lo escuchó, él sabía desplazarse con sigilo, por eso se asustó cuando la levantó en el aire, y su espalda terminó contra el torso de Aitor. Luchó porque estaba enojada. Él ajustó lo brazos en torno a ella y le hizo doler los senos que empezaban a despuntar.

—¡Jasy! —El aliento agitado y caliente de Aitor le golpeó la oreja, y se le erizó la piel, lo que le acentuó el malestar.

—¡Suéltame! Estás apretándome los pechos y me duelen.

Aitor maldijo entre dientes al percibir el tirón en los genitales. Aflojó la sujeción, y Emanuela se deslizó por su torso hasta tocar el suelo, maniobra que en nada ayudó a aplacarle la erección. Se arrodilló delante de ella y le aferró los antebrazos, tan delgados que los habría abarcado a los dos con una mano.

—¡Déjala, Aitor! —gritó Bruno por detrás.

—Vete, Bruno. Vuelve con Timbé. Ahora. —Esperó a que su hermano se alejase antes de volver a hablar—. Mírame, Jasy.

—No.

—¿Por qué?

—Estoy triste.

Aitor apretó los ojos y se mordió el labio.

—No, mi Jasy, no estés triste que me partes el corazón.

—¿Por qué peleamos tanto, Aitor? Antes nunca peleábamos. Nos queríamos.

Aitor la aplastó contra su pecho y apretó el abrazo.

—Nos queremos aún, Jasy. Nos querremos siempre. Te dije que eres lo que más quiero en la vida. —Le acunó el rostro entre las manos—. Tú me quieres aún, ¿verdad? —Intentó disimular la nota de desesperación y, cuando Emanuela asintió, aunque sin levantar los párpados, percibió que la opresión en su pecho cedía—. Mírame, Jasy. —La niña obedeció—. Quiero que me perdones por haberte gritado y dicho cosas que no mereces. Sé que tengo un carácter endiablado. Mi pa’i siempre me lo reprocha, pero no sé cómo cambiarlo. No sé cómo, Jasy, pero, aunque me veas enojado, aunque te grite, yo soy quien más te quiere en esta vida.

—¡Aitor!

Se abrazaron sin templanza. Aitor sofrenó el impulso para no lastimarla, pero la mantuvo contra su cuerpo. Inspiró y levantó los párpados. Sintió que se le congelaba el estómago al descubrir a una yarará cuzú detrás de Emanuela, a escasas pulgadas de su pierna. El lomo negro de rayas amarillas destacaba en la tierra roja del camino.

—Tranquila, mi Jasy —susurró—. No quiero que te muevas. No quiero siquiera que parpadees. No hables. No respires.

Por muy rápido que fuese, no existía ninguna posibilidad de acabar con la yarará desde esa posición tan desventajosa y con Emanuela interponiéndose entre él y los colmillos cargados de veneno de la maldita serpiente.

Sin apartar la vista del enemigo, Aitor hizo lo único que le vino a la mente, aunque implicase un gran riesgo: se concentró, inspiró profundamente y emitió el silbido con el que había adiestrado a Saite. La macagua se precipitó sobre la serpiente segundos después, y Aitor arrastró a Emanuela hacia atrás y la colocó detrás de él, mientras cargaba la honda. Libertad apareció enseguida, y se lanzó para picotear al reptil por la retaguardia.

Aitor se dio cuenta de que no podría disparar sin riesgo de golpear a las aves y dejó caer el brazo. Admiró a Saite, que luchaba con denuedo y utilizaba el ala derecha a modo de escudo. Soltaba picotazos a los ojos de la yarará y se servía de las garras para detenerla. Libertad seguía martirizándole la cola. Rogó que la serpiente no matase a ninguna de las aves que su Jasy tanto amaba. Se sentía culpable: se había distraído, y su distracción podría haberle costado la vida a Emanuela. No tenía perdón. Si algo llegaba a pasarle a su Jasy… El pensamiento le resultó intolerable. Apretó los puños y los dientes hasta sentir dolor en las encías. ¿Cuántas veces le había repetido su tío Palmiro que con la selva no se bromeaba, que ella fácilmente acababa con la vida de quienes no la respetaban? Su vida no le importaba, pero la de Jasy… Un malestar se le alojó en el estómago.

La yarará cuzú medía más de una vara. Saite y Libertad lucían pequeños en comparación, pero a su falta de tamaño se le oponía la decisión y la valentía con que luchaban, por lo que la serpiente comenzó a retraerse. La macagua le clavó ambas zarpas en la cabeza, y la yarará intentó golpearla con la cola, sin éxito, pues Libertad la mantenía sujeta. Segundos más tarde, la serpiente cesó de moverse, y Saite le arrancó el primer bocado con el pico.

Aitor silbó de nuevo, y las aves soltaron el botín de guerra. Libertad voló al hombro de Emanuela, y Saite se posó en su muñequera de cuero.

—Gracias, Saite —le susurró, cerca de la cabeza—. Te debo la vida de mi Jasy. Gracias, Libertad —dijo, y extendió el brazo para tocarle las plumas pardas del pecho.

—¡Saite! —Bruno, que desde lejos había presenciado la pelea, regresó corriendo—. ¡Libertad!

—¡Gracias, Libertad! —exclamó Emanuela—. ¡Gracias, Saite! —La macagua abandonó la muñequera de Aitor y se apoyó en la hombrera de Emanuela, que la acarició antes de besarla.

Aitor levantó a Emanuela en brazos, la sentó sobre sus hombros y la llevó en andas el resto del camino. No conjuraba la serenidad para apartarla de la protección de su cuerpo, y, mientras avanzaban hacia el pueblo, imágenes de Jasy agonizando y muerta amenazaban con enloquecerlo. Una vez en San Ignacio Miní, la niña quiso bajar, y él fingió que no la había escuchado. Volvió a pedírselo, y la depositó en el suelo, pero se mantuvo cerca de ella. Sabía que se trataba de un comportamiento insensato; él volvería al monte y ella se quedaría en la doctrina, a merced de cuanto peligro acechaba en la selva. ¿Se escaparían ella y Bruno para encontrarse con Lope y Ginebra? No encontrarían fácilmente el camino y terminarían por perderse.

Cenaron en silencio un guiso de legumbres y carne de cordero. Laurencio abuelo estaba sobrio y taciturno; no levantaba la vista mientras devoraba la comida con la mano. Teodoro, el único Ñeenguirú, aparte de Aitor y de Bruno, que no se había casado a pesar de tener más de dieciocho años, comía sentado en un tocón, con Emanuela a sus pies. Como todos, la adoraba, y se inclinaba para hablarle al oído y arrancarle risitas.

—Mientras se come, no se habla, ni se ríe —los reprendía Malbalá.

Teodoro se incorporaba con actitud comedida y le guiñaba un ojo, acción que la niña imitaba, y sus intentos infructuosos hacían reír a todos, aun a Laurencio, que rara vez reía, y a Aitor, consumido por los celos. «Tal vez», pensó, «debería pedirle a Teodoro que la protegiera mientras me ausento del pueblo». Nunca se habían llevado bien. Con Marcos y Teodoro, Aitor había aprendido a pelear, porque, en general, definían las disputas a puñetazos limpios. Al final de la cena, sucumbió a su índole egoísta y a los celos y no habló con Teodoro. No quería propiciar que pasaran tiempo juntos y que Emanuela se aficionase a su hermano más que a él. Se alejó en dirección del cementerio y siguió hasta más allá de los talleres, hasta la barraca donde los padres guardaban el armamento y las monturas; se trataba de un sitio tranquilo, al que pocos concurrían. Era una noche sin luna, por lo que no habría matanza de animales. Ojalá atrapase al malparido que les arrancaba el corazón con la intención de perjudicarlo. El muy ladino se movía con astucia y se cuidaba de asesinar solo cuando él estaba en el pueblo y durante las noches de luna llena. Las guardias nocturnas no habían dado resultado, y el padre Ursus las había eliminado tiempo atrás. Apoyó la espalda y el pie derecho contra la pared de la barraca, y encendió su pipa, un hábito adquirido desde que se había convertido en aserrador para matar las horas de soledad. Inspiró con ansias el sabor del tabaco negro, que cultivaban en el tupâmba’e de la misión, y relajó los músculos. Tal vez el asesino de animales no lo perjudicaba, por el contrario, seguía alimentando la leyenda de luisón por la cual el pueblo le temía y lo respetaba. Nadie se acercaría a Jasy por temor a él. Una sonrisa ladeada le despuntó en la comisura izquierda.

Regresó a su casa y halló a Malbalá todavía en la enramada, mientras terminaba de lavar los platos en una batea, con semillas de ybaro, o árbol del jabón.

—¿Sy?

—¿Qué, hijo?

—Cuando no estoy en la doctrina —le preguntó en abipón—, tú proteges a Emanuela, ¿verdad?

Malbalá se puso de pie y se secó las manos en el mandil que le cubría el tipoy. Era una mujer alta, más alta que su esposo, pero Aitor ya la había alcanzado. Se miraron de hito en hito. Como no había nadie a la vista, Malbalá se permitió acariciarle la mejilla donde una barba joven comenzaba a despojarlo de los últimos vestigios de la niñez.

—Sí, Aitor. A Manú la protejo con mi vida, lo sabes.

—¿Quién la cuida cuando trabajas en el tupâmba’e?

—Si no está en el catecismo, con los otros niños, está con mi pa’i Ursus, en sus clases para ser española, o con tu jarýi. ¿Qué te preocupa, hijo?

—Que algo malo le suceda. Yo… —Se calló, embargado por una emoción que lo fastidiaba porque lo hacía sentir débil.

—Aitor, hijo mío, sabes que nadie conoce cuál es el día en que Tupá ha decidido llevarnos a su lado. No tiene sentido angustiarse por eso. Ha de ser lo que tenga que ser, hijo. A Manú la hemos conservado a nuestro lado durante once años, Tupá sea loado, pero tal vez algún día, cuando se convierta en una mujer, los blancos la querrán y tendremos que dejarla ir.

—¡No! —Su grito rasgó la quietud de la noche.

Se escucharon unos insultos mascullados dentro de la casa, y enseguida apareció Laurencio bajo el dintel. Cruzaron miradas de profundo odio antes de que Aitor rompiese el contacto para volver a adentrarse en la oscuridad de la noche. Regresó más tarde, cuando su familia dormía. Él no consiguió pegar ojo. Tenía la cabeza aturullada y el dolor aún alojado en el estómago. Aunque añoraba deslizarse en el camastro de Emanuela y observarla dormir, permaneció en su hamaca a modo de castigo por haber puesto en peligro su vida. Sobre todo, se instó a mantenerse alejado porque ya no sabía qué hacer con lo que ella le provocaba y le hacía sentir. Se levantó antes de que cantase el gallo y se aprestó para partir al monte. Incapaz de irse sin verla, se arrodilló junto a la cabecera de su cuja y la contempló con las ansias de un hambriento frente a un banquete.

La niña cambió el ritmo de la respiración, se rebulló y agitó los ojos bajo los párpados antes de levantarlos. Le sonrió al encontrarlo inclinado sobre ella, algo a lo que estaba habituada. Aitor la besó en la mejilla y deslizó la punta de la nariz hasta dar con el punto detrás de su oreja donde se concentraba la aromática tibieza de su piel. El aroma de Jasy era único, como lo era el de la selva, y él los llevaba a los dos grabados en sus fosas nasales.

—¿Quieres acostarte a mi lado? —Aitor negó con la cabeza—. Perdóname.

—¿Por qué? —dijo, asombrado.

—Por haber hablado en español con Lope. No me di cuenta de que te molestaría. Perdóname.

—Perdóname tú a mí por haberte gritado.

—¿Quieres que te enseñe a hablar en español?

—¿Lo harías?

—Sí. ¿Empezamos hoy?

—Parto para el monte, Jasy.

Apretó la mano en torno a su arco cuando los labios de Emanuela temblaron y se le anegaron los ojos. Dos lágrimas le descendieron por las sienes, y ella las secó enseguida, tal vez porque acababa de recordar que le había prometido que no lloraría. Le sonrió con una mueca vacilante, y él casi prorrumpió en gritos de dolor.

—¿Me prometes que no saldrás sola del pueblo? —Emanuela asintió—. Sin mi pa’i, sin mi tío Palmiro o sin mi taitaru, Jasy, no puedes ir a ningún lado. Ya viste lo que pasó ayer con la yarará. ¡Júramelo, Jasy!

—Mi pa’i Ursus dice que es pecado jurar.

—En este caso, de vida o muerte, no es pecado. Júramelo por la vida de nuestra sy.

—Lo juro por la vida de nuestra sy.

—Bien —susurró, aliviado.

—Y a ti, ¿quién te cuida, Aitor?

La pregunta lo desorientó. Se había cuidado solo la mayor parte de su vida, y nunca había necesitado que nadie lo protegiese.

—Yo me cuido solo, Jasy.

—Yo rezo por ti, para que Tupá te cuide. Lo hago todas las mañanas y todas las noches. Y también cuando le rezamos el ángelus a Tupasy María, pienso en ti.

Aitor asintió, con la garganta pesada.

—Gracias —atinó a mascullar.

—Te quiero, Aitor. —La niña le echó los brazos al cuello y lo atrajo hacia la cama.

—Y tú no sabes cuánto te quiero yo a ti, Jasy.

La besó fugazmente en la frente. Se puso de pie y, sin volverse para mirarla, abandonó la casa y el pueblo a la carrera.