CAPÍTULO
XI

Esa noche, antes de que terminase el natalicio de Emanuela, Aitor y ella se deslizaron fuera de la casa cuando los demás dormían. Había luna llena, que les iluminó el camino hacia la torreta del baptisterio. Aitor, que se había hecho con la llave mientras Emanuela curaba al padre Santiago, la cubrió con su cuerpo mientras abría. Tenía una excelente visión desde allí arriba, y echó un vistazo receloso antes de entrar; había presentido que los espiaban.

Emanuela corrió hacia el telescopio, se arrodilló y ajustó el visor sobre su ojo derecho. Enfocó hacia la luna. Aitor se arrodilló detrás de ella, con las piernas apartadas para encerrar las de ella. La sujetó por la cintura. La niña no se inmutó y siguió observando el cielo nocturno. Con la mano abierta, los dedos bien separados, le rozó el cabello que le caía hasta la mitad de la espalda. Le había pedido que no se lo recogiera. Le desveló la parte derecha del cuello y se inclinó para olerlo. Lo tenía sudado y caliente. En esa noche calurosa y húmeda, el manto de rizos le caía como una frazada sobre la espalda; él, al suyo, lo llevaba en una coleta por esa razón. Emanuela, en cambio, se lo había dejado suelto para complacerlo. El sentimiento lo abrumó, y, sin meditar, la besó justo en la base, donde se unía con el hombro. Ella emitió una risita inocente, y él bajó los párpados y arrastró los labios hacia arriba, hasta enterrar la nariz en la depresión detrás de la oreja.

—No me haces tanta cosquilla porque te rasuraste —comentó, sin apartarse del telescopio.

—Sí —dijo él, con la voz forzada, siempre pegado al cuello de la niña—, y me froté la cara con ese bálsamo que me diste.

—Lo hago con romero, laurel y menta. Es un buen descongestivo.

—¿Qué es un descongestivo?

—Algo que sirve para calmar la inflamación y la rojez.

Aitor dio un respingo cuando ella lo sorprendió dándose vuelta. Emanuela estiró la mano y le acarició el mentón con el índice y el mayor, y él cesó de respirar. Ella no seguía el recorrido de sus dedos, sino que lo miraba a él, y los deslizó por su mejilla izquierda antes de retirarlos.

—Está muy suave. —Se inclinó para olerlo, y, cuando la nariz de ella entró en contacto con su piel, el pene le creció bajo el pantalón—. Huele muy bien.

Regresó al telescopio de la misma manera intempestiva con que se había girado, y Aitor se preguntó si estaría nerviosa.

—¿Jasy?

—¿Cuándo vas a darme mi regalo?

Mostraba tan poco interés por los obsequios de los demás, que se asombró con la pregunta, o más bien con la ansiedad con que la formuló. Se puso de pie y fue a buscar el morral, que había desechado junto a la puerta. Sacó la pieza de tela, feliz de poder dársela; había padecido temiendo que esa blancura se ensuciase. Caminó hacia la ventana por la que asomaba el telescopio. La niña seguía mirando la luna.

—Jasy, ven aquí —dijo, después de esconder el regalo a sus espaldas.

Lo obedeció de inmediato y se ubicó delante de él, donde la luz de la luna le bañaba el rostro.

—Esto es para ti.

Emanuela recibió el retazo, y la sonrisa de Aitor fue expandiéndose en tanto los ojos de la niña se abrían desmesuradamente y su boca formaba una expresión de silencioso estupor. La vio pasar la mano sobre el género y quedarse admirándola.

—¿Te gusta?

—¿Esto es para mí?

—Sí, Jasy —contestó él, sin poder evitar un ligero acento de fastidio en la voz—. ¿Para quién compraría yo algo tan fino?

—¿Dónde lo compraste?

—¿Crees que lo robé? —Lo había ofendido el matiz receloso en la pregunta de ella.

—¡No! Claro que no.

—Se lo compré a un puestero del río. Él a veces los recibe a cambio de comida, alojamiento o caballos. ¿Te gusta?

Emanuela dio un salto y se aferró a su cuello. Él la abrazó con destemplanza y volvió a preguntarle al oído:

—¿Te gusta?

—Es lo más lindo que he visto.

—Lo mismo me dijiste cuando te traje la piedra violeta.

—La piedra y esta tela son lo más lindo que he visto en la vida. —Lo obligó a apartarse y lo miró a los ojos para decirle—: Gracias, Aitor. Es el mejor regalo que he recibido.

—¿De veras? —Había recibido tantos, sin mencionar el cartapacio y los libros, de los cuales había hablado el resto de la tarde, que Aitor temía que le mintiese—. Pero fueron mejores los obsequios de los pa’i, ¿verdad?

—No —dijo, sorprendida de que pusiese en duda su palabra—. Tu regalo es el mejor de todos. El mejor —repitió—. Es tan suave. Y tan blanca. —A la luz de la luna, parecía fosforecer.

—El puestero me dijo que se llama algodón de Castilla. —Por fin podía decírselo. Se lo había pasado repitiendo la famosa palabra, Castilla, para no olvidarla. Juzgó importante mencionársela a Jasy; el puestero había hablado del algodón «de Castilla» como si se tratase de una información imprescindible—. No sé qué es Castilla —admitió.

—Es una región de la España —explicó Emanuela, sin apartar la vista del paño—. En ella, hay una fábrica importante de algodón. Está en la ciudad de Ávila.

La admiraba por ser tan culta, cuando él a duras penas leía y escribía en guaraní. Su Jasy podría leer el libro en latín que le había regalado el padre Bansué.

—Quería que la tuvieras para que te confecciones una enagua como la de Ginebra. Sé que te gusta.

Ella levantó la vista, y Aitor se llenó de suspicacias. ¿La habría ofendido mencionando a Ginebra en esas circunstancias?

—La enagua… Veo cómo se la miras. Creí que…

—A mí me gustaría confeccionarte una camisa, Aitor.

—¿Qué? ¡No, Jasy! —dijo, y rio, henchido de felicidad—. No, Jasy. —Le acunó el rostro con las manos; apenas las apoyó sobre el filo de sus mandíbulas—. La tela es para ti.

—Pero yo quiero confeccionarte una camisa con ella, Aitor. Tienes solo dos. Y a esta —dijo, y apoyó la mano tibia sobre el torso de él, lo que le causó un respingo entre las piernas—, mi sy le ha hecho tantos remiendos que…

—No, Jasy, no —susurró, evidentemente conmovido.

Se miraron con fijeza, él todavía con las manos en el rostro de ella.

—Tú eres lo más lindo que yo he visto en mi vida. —Emanuela bajó las pestañas y se mordió el labio inferior en un gesto inocente y sensual a la vez—. ¿Qué sucede, Jasy?

—No soy linda. Ginebra es mucho más bonita que yo.

—Sabes que no. Al menos, no para mí.

—A veces me observo en el reflejo del arroyo, donde está tranquilo, y no me gusto. Mi nariz no es pequeña como la de Ginebra y tengo la boca muy grande. Ella la tiene delicada, y sus labios son delgados. Ella es muy bonita. Olivia, aún más.

La mención de ese nombre inquietó a Aitor, y dejó caer las manos a los costados del cuerpo.

—¿Qué tiene que ver Olivia en todo esto?

Emanuela levantó la vista y la fijó en la de él. Había un brillo provocador en esos ojos azules que él desconocía.

—Hace unos días, el padre van Suerk me envió al cotiguazu para que curase una llaga en la pierna de doña Elisa. Olivia estaba allí. La saludé y no me contestó. Me miró con antipatía. ¡Yo nunca le hice ningún mal, Aitor! —se apresuró a afirmar.

—Lo sé, lo sé —susurró él—. Continúa. ¿Qué sucedió después?

—Doña Elisa me dijo que no le hiciese caso. Que Olivia era una pícara, que siempre se escabullía del cotiguazu de noche para verse… Para verse contigo —dijo, sin mirarlo—. ¿Es verdad, Aitor?

—No —mintió, porque jamás le confesaría acerca de su relación con la india de Orembae. Ese asunto, que se relacionaba con su parte más sórdida y oscura, que le servía para aquietar al demonio hambriento que Emanuela, sin darse cuenta, despertaba en él, ni siquiera la rozaría. Ya estaba resultándole intolerable pronunciar ese nombre, el de Olivia, durante ese momento en la torreta, que, se suponía, era solo de ellos.

—¿No?

—No, Jasy, no.

—Pero doña Elisa afirmó que ella se escabulle del cotiguazu. ¿Para qué lo haría? ¿Por qué se escabulliría Olivia del cotiguazu de noche?

Era impensable hablarle con franqueza acerca de lo que un hombre y una mujer compartían por las noches, en primer lugar, porque, si empezaba a referirle acerca del tema y las imágenes de Jasy y él desnudos, amándose, le obnubilasen el pensamiento, no se creía capaz de sofrenar el deseo de poseerla allí, en la torreta del baptisterio, aunque todavía no fuese núbil; en segundo lugar, porque Emanuela no sabía nada del sexo y la escandalizaría. En esa nueva visita, su madre le había confirmado que aún era impúber y que el padre Ursus insistía en que se la preservase en la inocencia, pese a que las muchachas del pueblo, a los trece, ya sabían qué se esperaba de ellas como esposas. El jesuita, que mostraba un costado obsesivo cuando de la educación de Emanuela se trataba, se había plantado, inflexible, en esa cuestión.

—No lo sé, Jasy. ¿Qué nos importa a nosotros?

—¿Se escabullirá para encontrarse con alguien y conversar con él, así como hacemos nosotros?

Su mirada expectante y el tono que le imprimió a su voz lo colmaron de ternura. Le pasó el dorso del índice por la mejilla y sonrió.

—Tal vez.

—Doña Elisa lo dijo como si estuviese mal. ¿Está mal esto que hacemos, Aitor? —Él agitó la cabeza para negar, siempre con una sonrisa—. Amo venir aquí, contigo, para conversar y ver la luna. Y a ti, ¿te gusta?

Él carraspeó antes de contestarle.

—Cuando estoy solo en el monte, solo pienso en volver al pueblo, en volver a ti, para pasar un momento contigo, aquí, a solas. Solo pienso en eso, Jasy.

Emanuela le sonrió con aire tímido y volvió a bajar la vista.

—Creo… —vaciló, y a él lo entristeció que ella le tuviese vergüenza o tal vez miedo.

—Dime, Jasy. A mí puedes decirme lo que sea.

—Creo que le gustas. A Olivia. Hoy, en la misa de la mañana, vi cómo te miraba.

¡Maldita doña Elisa! ¡Y maldita Olivia! La habían atribulado con sus desplantes antipáticos y sus palabras malintencionadas. Su Jasy lucía apesadumbrada por culpa de dos harpías entrometidas. ¡Añá se las llevase!

Volvió a acunarle el rostro con las manos.

—No podría saber cómo me miraba, Jasy, porque yo solo te miraba a ti. Estabas hermosa con el cabello suelto y tu guirnalda de franchipanes. —Con la punta del índice, le recorrió la frente, donde había descansado la corona de flores—. Y olías tan bien.

Sus palabras no parecieron impresionarla. El ceño no se borraba de su expresión.

—No quiero que Olivia le diga a mi pa’i que quiere casarse contigo.

Ahogó una carcajada, sorprendido, halagado, confundido.

—No importa lo que Olivia haga, Jasy. Yo nunca aceptaría.

Emanuela levantó las cejas en señal de asombro. En la misión, la costumbre marcaba que las indias les confesaban a los padres su interés por tal o cual muchacho. Enseguida, el jesuita preguntaba al aludido si deseaba casarse con la joven, y nunca, hasta lo que Emanuela sabía, un muchacho se había negado. Invariablemente la respuesta era sí. Poco tiempo atrás, su hermano Teodoro había aceptado la propuesta de matrimonio de Emilia Caaguazú, quien, el propio Teodoro admitía, era altanera y poco industriosa.

—¿De veras? ¿No aceptarías?

—No, Jasy.

—¿Me lo prometes?

Aitor no contestó. Le quitó la pieza de tela y la colgó en el telescopio. La guió para que se arrodillasen, uno frente al otro. Le tomó las manos.

—Jasy, hace tiempo que quiero que hagamos algo, pero no te lo había pedido porque tú eras pequeña y no quería asustarte. —Dímelo ahora, Aitor. Tengo trece años. Soy grande y no me asusto fácilmente.

—¿No te asustas fácilmente? —repitió, sofocando la risa para no ofenderla.

—No. Dímelo.

—Sí, ahora te lo diré. Quiero que hagamos un pacto, tú y yo, un pacto que sea para toda la vida. Un pacto de sangre —añadió, e hizo una pausa para estudiar su reacción.

—¿De sangre?

—Sí. Quiero que mezclemos nuestras sangres, así yo estaré en ti y tú, en mí. Para siempre.

—Está bien.

—Gracias, Jasy —dijo él, aliviado, y le besó las manos—. No sabes cuánto significa para mí que hayas aceptado.

—¿Es muy importante para ti?

—Sí. Es lo más importante.

—Entonces, para mí también.

—¿Te acuerdas de ayer, de cuando me dijiste que temías que yo algún día no regresase? —Ella asintió—. Este pacto te servirá para saber que siempre regresaré a ti, no importa lo que ocurra, yo siempre volveré a buscarte. —La miró durante unos segundos antes de volver a hablar—. En este pacto de sangre que haremos en el día de tu natalicio quiero prometerte que siempre serás lo más importante para mí y que estaré a tu lado mi vida entera. Solo tú estás en mi corazón y nunca nadie ocupará tu lugar. Eres lo que más quiero en el mundo y siempre lo serás. Ahora tú —la instó, y como la niña no sabía qué decir, la ayudó—: ¿Siempre seré lo más importante para ti?

—Sí.

—Dímelo.

—Siempre serás lo más importante para mí.

—¿Estarás a mi lado la vida entera?

—Sí.

—Repítelo, Jasy, si en verdad es lo que quieres.

—Quiero estar a tu lado mi vida entera.

—¿Nunca me dejarás?

—Nunca te dejaré.

—¿Soy lo que más quieres en este mundo?

Emanuela dudó, porque también amaba al resto de su familia y a su pa’i Ursus, pero, al descubrir la desolación que su titubeo causaba en Aitor, asintió decididamente.

—Sí, eres a quien más quiero en este mundo. Te amo, Aitor —dijo en castellano, e impulsada por la sonrisa de él, que le había devuelto el brillo a su mirada de oro, y también conmovida por el pacto que estaban a punto de sellar, le echó los brazos al cuello y lo besó en la mejilla.

—Te amo, Jasy. Te amo más que a nada, ni a nadie en el mundo. —La obligó a separarse de él—. Y ahora, cerremos nuestro pacto de amor eterno.

—¿Es un pacto de amor eterno?

—Sí, Jasy, para mí lo es. ¿Y para ti?

Emanuela guardó silencio y, mientras sopesaba lo que acababa de vivir y meditaba su respuesta, jamás apartó la vista de los ojos demandantes de Aitor.

—Sí, porque sé que siempre te amaré.

—Y siempre estaremos juntos. Toda la vida, ¿verdad?

—Sí, toda la vida.

Emanuela se acobardó al ver que Aitor extraía la navaja del morral, la que el padre Ursus le había regalado tiempo atrás y que ella le había visto «suavizar» esa tarde.

—¿Me va a doler?

—No, mi Jasy. Confía en mí.

Aitor le aferró el pulgar de la mano izquierda y lo apretó hasta que la punta se cargó de sangre y se tornó roja.

—Cierra los ojos, Jasy. Te prometo que no sentirás nada. —La niña obedeció y él, sin dejar de presionar el dedo, hundió apenas el filo de la navaja en la carne—. Ya está. ¿Dolió?

—No —admitió ella, mientras veía brotar la sangre.

Aitor se cortó el suyo, también el de la mano izquierda, aplicando la misma técnica, y enseguida entrelazaron las manos y unieron los pulgares, haciéndolos coincidir en el corte.

—Así sellamos nuestro pacto de amor eterno, Jasy, mezclando nuestras sangres. Desde ahora, yo siempre estaré en ti, y tú, en mí. Nos amaremos la vida entera y nunca nos separaremos.

—Nunca —acordó ella.

Aitor se inclinó y la besó ligeramente en los labios. Ella se sobresaltó porque él nunca la había besado allí, pero no dijo nada. Sus ojos lo seguían sin pestañear, atentos al mínimo movimiento o señal. Aitor le devolvía la mirada con una intensidad que a otro habría atemorizado. Estaba muy afectado por el rito, y también por la sumisión de ella, por la confianza que depositaba en él, y por ese suave contacto de sus bocas que nunca imaginó que lo excitaría tanto. La presión en su pene era casi insoportable, y sentía pesados los testículos. Llevarse el dedo de Jasy a la boca no podía juzgarse como una buena idea en esas circunstancias; igualmente lo hizo para restañarle la herida. Ella no se alteró, ni pareció sorprenderse; se limitó a contemplarlo con una expresión que, como por ensalmo, la desposeyó de los últimos vestigios de niña. Entonces, lo imitó: se colocó el pulgar de él en la boca y lo chupó y lo acarició con la lengua sin dejar de mirarlo. Aitor eyaculó en sus pantalones. Se agitó apenas y ahogó un gemido, mientras luchaba por recobrarse y medir la reacción de ella, que abrió grandes los ojos y se quitó el dedo de la boca, sin soltarle la mano.

—¿Te hice doler, Aitor? —Él negó con la cabeza, incapaz de articular; le faltaba el aliento—. ¿Qué te ocurre?

—Estoy bien —susurró, con voz apretada.

La necesidad de estrecharla entre sus brazos se tornó incontrolable. Se cerró sobre ella y la aplastó contra su pecho. Hundió la cara en su cabello suelto e inspiró como si acabase de emerger después de varios minutos bajo el agua.

—Abrázame, Jasy —le suplicó.

Como de costumbre, ella obedeció. Aitor la besó en el cuello. Se juró que lo haría solo una vez, pero se permitió hacerlo de nuevo, y de nuevo, y de nuevo. Emanuela echaba la cabeza hacia atrás y sus manitas se le ajustaban en la espalda, y, aunque él era consciente de que lo hacía porque tenía miedo, o tal vez por eso mismo, porque le temía y lo hacía sentir poderoso, lo excitaba hasta la locura.

—Me siento muy rara —sollozó la niña, y su acento angustiado operó como un chorro de agua helada en Aitor.

—No, no, mi Jasy —murmuró, agitado, y la mantuvo apretada—. No pasa nada. Tranquila.

La besó en la mejilla y en la frente antes de apartarse. No la miró, no podía, estaba avergonzado.

—Ven. —Se puso de pie y le ofreció la mano—. Sentémonos contra la pared y conversemos un rato antes de volver a la casa.

La habría sentado entre sus piernas si no hubiese tenido el pantalón húmedo con su simiente —por fortuna, en la penumbra de la torreta, ella no lo advertiría— y si hubiese confiado en su juicio. Le indicó que se ubicase a su lado. Cayeron en un mutismo incómodo, mientras miraban hacia delante. Intentó no tocarla. Su determinación duró unos minutos. Al cabo, le buscó la mano derecha con la izquierda.

—¿Puedo tomarte de la mano, Jasy? —En silencio, lo que conmovió profundamente a Aitor, Emanuela entrelazó sus dedos con los de él—. ¿Te duele la herida?

—No. ¿Y a ti?

—No. ¿Jasy?

—¿Sí?

—Gracias por confiar en mí.

—Está bien.

—¿Qué piensas hacer con la tela que te regalé? —le preguntó, impostando un tono casual.

—No lo sé aún. Yo quiero hacerte una camisa —insistió, y Aitor descansó la cabeza contra la pared, cerró los ojos y sonrió.

—¿Nada de enaguas como la de Ginebra?

—¿Para qué? En el pueblo nadie las usa.

—Entonces, ¿por qué no te confeccionas un nuevo tipoy?

—Mi sy me ha confeccionado muchos. En cambio, tú solo tienes dos camisas.

—Tengo tres. Esta, la otra igual que esta y una con mangas, para el invierno. —Emanuela guardó silencio—. ¿Jasy?

—¿Sí?

—¿Estuviste hoy con Laurencio nieto? —La mano de ella se estremeció en la de él—. No tengas miedo, Jasy. No me enojaré si estuviste con él.

—Mientras estabas bañándote en el arroyo, fue a visitarme por mi natalicio.

«Maldito gusano. Aprovechó que me había ido para asediarla. Lo voy a descuartizar».

—¿Y?

—Me entregó un obsequio. —Emanuela se puso de rodillas con rapidez y le habló con urgencia y miedo—: Ya sé que me dijiste que solo puedo aceptar obsequios de tus manos, pero todos me habían entregado presentes y no podía decirle a él que no me lo diese porque…

—Entiendo. —Le acarició la mejilla y le sonrió para calmarla—. Tranquila. ¿Qué te regaló?

Emanuela volvió a sentarse contra la pared.

—Una cajita que hizo en la ebanistería.

—¿Te preguntó por qué no llevabas la cruz?

—Sí.

—¿Cómo te lo preguntó?

—Me dijo que siempre llevaba tu collar de conchillas y la bolsita con la piedra violeta, pero no su cruz.

—¿Tú qué le dijiste?

—Que tú no querías que la llevase. —Aitor rio entre dientes—. ¿Por qué ríes? —se ofendió la niña—. No me gustó lastimarlo.

—Pero no te molesta lastimarme a mí usando las cosas que otros te regalan, ¿verdad?

—No sabía que te lastimaba —se entristeció Emanuela—. Perdóname —añadió, y Aitor le descubrió el ceño que hacía cuando estaba confundida.

—¿A ti te gustaría que yo me pavonease por el pueblo con una camisa que me hubiese confeccionado Olivia?

—No, no me gustaría —confesó, con aire abatido.

—Bien, creo que ya entiendes lo que siento cuando veo que ese marica te obsequia sus tonterías y tú las usas.

—Pero no te importa si me las obsequia mi tío Palmiro u otro de la misión. ¿Por qué te molesta que lo haga Laurencio nieto?

Lo enfureció su acento provocador.

—Porque ese malnacido te quiere para él, ¡y tú eres solo mía, Emanuela! —La niña dio un respingo e intentó alejarse. Aitor se lo impidió y la ubicó sobre sus piernas; al carajo los pantalones húmedos y el buen juicio—. Jasy, Jasy —le susurró al oído, mientras sus brazos la envolvían como cinchas—. Eres mía, ¿acaso no lo entiendes? Solo mía. De nadie más. El pacto que acabamos de sellar nos une para siempre. Tú me perteneces solo a mí, y yo, solo a ti. ¿Entiendes?

—Sí —contestó, con miedo evidente.

* * *

Emanuela caminaba, en silencio y con la cabeza baja, junto a su abuelo Ñezú. En general, cuando partían hacia la selva para recolectar hojas, raíces, flores y savias, ella conversaba sin cesar. Esa mañana, sentía un peso en el corazón y no tenía nada que decir. Quería olvidar la mueca desolada con que Aitor la había contemplado la noche anterior, cuando, después de regresar de la torreta, ella le susurró que quería dormir sola, y él, después de asentir, se alejó, abatido, hacia su hamaca. Necesitaba estar sola y meditar acerca de lo que habían compartido. Amaba a Aitor, pero a veces la asustaba, y también la entristecía no comprenderlo, ni saber cómo consolarlo o hacerlo sentir mejor. Detestaba causarle pena.

La mañana no trajo la calma ni la claridad que ella había esperado, por el contrario, se sentía apesadumbrada. Repasaba una y otra vez las palabras intercambiadas durante el pacto de amor eterno, y el corazón se le desbocaba en el pecho. Aitor la había sorprendido con la propuesta, y ella había aceptado. ¿Por qué? ¿Para no causarle dolor o porque realmente quería intercambiar esos votos solemnes? Él se aproximó para darle los buenos días en ese instante de duda, cuando juzgaba que se había precipitado en prometerle amor eterno, porque de algo estaba segura: Aitor pretendía que solo lo amase a él, y ella amaba también a sus otros hermanos, a su ru, a su sy, a su taitaru. Miró a Ñezú de soslayo, silencioso junto a ella, sin inquirirla por su comportamiento extraño, ni presionarla para que le contase por qué no había dicho una palabra en todo el camino cuando, usualmente, no mantenía la boca cerrada ni el tiempo que se empleaba para dar dos pasos.

Apretó los puños y los párpados para cerrarse a la imagen de desconcierto de Aitor cuando, esa mañana, se acercó para saludarla y ella alejó el rostro. Había temido que volviese a besarla en los labios. El pánico de experimentar de nuevo esa cascada de cosquillas, que nacieron cuando su boca entró en contacto con la de él y que terminaron por aterrizar en su estómago, la condujo a apartar la mejilla y a lastimarlo. Habría sido mejor afrontar el pánico a un beso en los labios que el dolor que la laceraba en ese momento en el cual la expresión de Aitor se le fijaba con pertinacia en la mente. No importaba cuánto apretase los párpados; la mirada, primero sorprendida, luego herida de Aitor la asediaba como un depredador. Entonces, él había intentado revisarle el corte en el pulgar izquierdo, y ella había retirado la mano con un tirón y corrido fuera de la casa para no detenerse hasta alcanzar la de sus abuelos, sin importar que Aitor la llamase a gritos. No la había seguido, posiblemente porque Malbalá se lo había impedido.

¿Qué estaba sucediéndole? Ya nada era fácil; todo lucía complicado, e hiciera lo que hiciese, Aitor siempre se enfadaba y ella terminaba lastimándolo. Las lágrimas se agolparon en sus ojos. No quería llorar. Respiró profundamente e intentó calmarse. Buscó la mano de su taitaru, quien, sin hacer preguntas, sin siquiera mirarla, se la apretó con calidez. La paz de Ñezú fue calando en ella; el corazón se le aquietó, y el frío que le había entumecido el pecho se derritió.

¿Cuándo había comenzado a notar el color de los ojos de Aitor, ese amarillo que la atraía como la luz atrae a la mariposa? ¿Cuándo había empezado a envidiarle las pestañas, negrísimas y espesas, que constituían el marco ideal para sus ojos de oro? ¿Cuándo se había dado cuenta de que sus cejas poseían una forma muy peculiar? ¿Cuándo había empezado a compararlo con otros varones de la misión? Hacía poco se había fijado en que era más alto y mucho más corpulento que su ru. Todavía no lo alcanzaba al pa’i Ursus, que le llevaba quizá más de una cabeza, y tal vez nunca lo hiciera, pero sí había notado que destacaba entre los varones del pueblo. ¿Por qué le gustaba observarlo mientras se afeitaba en la enramada? Se le estremecía el estómago cuando él fruncía el entrecejo para rasurarse el cuello. Otro detalle de Aitor que la cautivaba era el vello, medio ralo y muy lacio, que le cubría la parte final de las pantorrillas y los antebrazos. No quería acordarse de que, en su visita anterior, lo había seguido al lugar secreto en el arroyo para espiarlo mientras se bañaba; le daba vergüenza; la memoria la hacía sentir culpable y sucia. Se había escondido tras un sarandí y lo había estudiado con ávido interés; no quería perder detalle. Los labios se le habían ido separando lenta y ligeramente, sin que ella lo notase. El corazón no le había latido rápidamente, por el contrario, lo hacía con golpes espaciados, pero tan contundentes que la ensordecían. Después, en la tranquilidad de la noche, se había acordado de las sensaciones nuevas que la habían asaltado mientras se dedicaba a grabar en su memoria los pormenores del cuerpo de Aitor. Cada movimiento que él ejecutaba —mientras se enjabonaba el pelo, mientras se lavaba entre las piernas, donde tenía mucho vello oscuro, mientras se agachaba para lavarse los pies y le mostraba el trasero— le había vuelto más profunda y difícil la respiración. El pulso se le aceleró cuando él se expuso en todo su esplendor bajo la cascada —la cascada que él llamaba «nuestra»— para quitarse el jabón del cabello larguísimo. Entonces, apreció con nitidez lo que le colgaba entre las piernas, el mismo apéndice que le había visto tantas veces a Bruno cuando eran pequeños o a algunos animales, a Miní, por ejemplo, solo que el de Aitor era más grande, mucho más grande, y estaba rodeado de pelo negro. El cosquilleo que le había dado fastidio en el estómago momentos atrás, le anidó entre las piernas cuando Aitor se lavó «eso». Se trató de una sensación desconcertante y dolorosa, a la que no destinó un pensamiento porque su atención se enfocaba en el cuerpo de él. Tenía vello en el pecho, aunque poco y solo en la parte del medio; a ella le hubiese gustado tocarlo.

Aitor se movió para salir, y Emanuela, que había ido incorporándose a medida que el deseo por descubrir más la volvía imprudente, se obligó a acurrucarse de nuevo detrás del sarandí. Si Aitor hubiese llegado a descubrirla, la vergüenza le habría impedido mirarlo a la cara. Ella nunca había sentido vergüenza de él. ¿Qué estaba sucediéndole? ¿Por qué estaba espiándolo? ¿Por qué había decidido seguirlo al oírlo decir que se marchaba a darse un baño? Interrumpió el cuestionamiento cuando él se sentó en una roca, la misma de siempre, y comenzó a secarse con el paño de algodón que le había dado su sy. Primero se frotó el cabello, tan largo, negro y lacio, y que solo a ella permitía cortar y trenzar. Le habría gustado tener el cabello como el de Aitor; el de ella, en cambio, era rizado e indomable. Aitor se secó el pecho, y, mientras lo hacía, perdía la mirada en un punto indefinido. ¿En qué estaría pensando? Anheló que en ella. Él siempre la hacía sentir especial, más que nadie. A pesar de que estaba habituada al cariño y a las muestras de afecto de la gente del pueblo, con Aitor era diferente. A él lo tenía sin cuidado si ella podía curarlo o ayudarlo a obtener un favor de Tupá; él solo deseaba su compañía, contarle de sus días en el monte y oírla mientras ella le contaba acerca de sus quehaceres en la misión. ¿Por qué prestaba atención a que los brazos se le tensaban y parecían inflarse cuando él aplicaba presión para secarse los muslos? Nunca antes lo había notado. Ambicionó sentirse libre para correr hacia él, caer de rodillas y besarle todo el cuerpo. El deseo la asustó tanto que abandonó su escondite y regresó corriendo a la misión. ¿Qué la había impulsado a seguirlo?, volvió a cuestionarse.

El aullido de un carayá rojo, tal vez un pariente de su adorado Miní, la trajo de nuevo a la realidad de la selva y a la de la mano de Ñezú en la suya. Unos pasos más tarde regresó al tema que la obsesionaba. Pensó en lo sucedido la noche anterior, mientras Aitor la abrazaba y le besaba el cuello, y ella había sabido que algo insólito estaba ocurriendo, algo nuevo y poderoso. ¡Qué extraña se había sentido entre sus brazos! Y, al mismo tiempo, qué maravillosamente bien. Tan bien que la sensación la había apabullado.

—Me sorprendió que hoy quisieses venir conmigo a la selva, Manú —expresó Ñezú en su voz baja y pausada.

—¿Por qué, taitaru?

—Porque nunca te alejas del pueblo cuando Aitor nos visita. A veces, para estar con él, ni siquiera asistes a tus clases para ser española.

La fastidiaba que llamasen de ese modo a sus clases de castellano y latín. Ella no era, ni quería ser española. Ella era guaraní.

—Hoy Aitor tiene sus ejercicios con la caballería y después irá al aserradero. No estará en casa en todo el día.

El hombre asintió con la cabeza baja y prosiguió la marcha en silencio, y Emanuela intuyó que no le había creído. La verdad era que estaba eludiendo a Aitor. Necesitaba distanciarse de él, de lo que le provocaba su cercanía, su mirada, su olor, sus manos cuando la tocaban. Necesitaba aclarar sus pensamientos y, en especial, sus sentimientos, porque de algo estaba dándose cuenta: por Aitor sentía distinto que por el resto de sus hermanos. Cuando él volvía del monte después de semanas de ausencia y ella lo avistaba desde lejos, el corazón le latía con tanto frenesí que le provocaba un agudo dolor en el cuello. Corría hacia él, desesperada por sus abrazos, sus besos y su risa. En cambio, cuando Juan, que viajaba a menudo —el año anterior había pasado varios meses en Lima—, regresaba al pueblo, ella se alegraba y corría a saludarlo, pero la emoción era completamente distinta. Cuando Bruno anunciaba que iría al arroyo a bañarse, a ella solo le causaba indiferencia. Le preparaba el trozo de jabón, el paño de algodón y la muda, se los entregaba y jamás pensaba en seguirlo para verlo desnudo. Con Aitor, en cambio, el anuncio le desataba una ansiedad y una inquietud, que, en su visita anterior, la habían doblegado, y terminó por seguirlo. ¿Por qué deseaba ver a Aitor y no a Bruno? ¿Quién podía explicarle dónde radicaba la diferencia? ¿Por qué le costaba decidir con quién hablar sobre esta cuestión que la martirizaba y que la avergonzaba? Juzgaba impropio lo que Aitor le inspiraba. ¿Acaso no eran hermanos? ¡Estaba tan confundida!

—Has estado muy callada todo el camino, Manú.

—Estoy pensando, taitaru.

—¿En Aitor?

La niña lo miró con un ceño.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque soy viejo y sé de las cuestiones del corazón. Y apuesto a que él está pensando en ti ahora.

—No creo, taitaru. Me parece que está muy enojado conmigo.

Esperó un comentario de su abuelo que no llegó. Devolvió la vista al camino y siguió avanzando en silencio.

Taitaru, ¿tú amas a mi jarýi?

—Más que a mi vida —respondió el hombre sin vacilar.

—¿Qué significa «más que a mi vida»?

—Que daría mi vida por ella si fuese necesario.

—¿De veras? ¿Preferirías morir tú en lugar de ella?

—Sí.

—¿Qué se siente cuando se ama a otro más que a la vida?

El anciano se acarició el mentón, mientras sometía la respuesta a cuestión. Se detuvo y arrancó una flor de la pasionaria que colgaba de un árbol. Se la mostró a la niña.

—Cuando ves una flor, Manú, lo primero que te atraen son su forma y sus colores. La hueles, la admiras y gozas con su visión. Te gusta y quieres que sea solo para ti. Después, pasado ese primer momento de admiración, la estudias con actitud reflexiva. Y es en ese momento en que descubres sus poderes, los que pueden ayudarte a curar o a matar. Entonces, decides si es buena o si debes desecharla. Con el amor entre un hombre y una mujer, Manú, sucede algo similar. En un primer momento, miras a esa persona y te gusta lo que ves. Te gustan sus ojos, el modo en que sonríen cuando sus labios lo hacen; te gustan sus maneras, los ademanes que utiliza para expresarse; te gustan su cuerpo, su olor. Te gusta que te mire con apreciación. Te gusta tocar su piel y que esa persona toque la tuya. Te gusta oírlo hablar y las cosas que te dice, porque te hacen sentir único. Los sentimientos son muy fuertes, a veces turbadores, y asustan. Pero siempre cedemos a ellos porque son más poderosos que nuestra voluntad. Es después que empezamos a conocer profundamente al otro, a descubrir sus virtudes y sus defectos. Entonces, nos preguntamos si queremos compartir nuestra vida con ese otro y si estaríamos dispuestos a dar la vida por él. Ten —le ofreció la pasionaria—, sé que te gusta especialmente la flor de mburukuja.

—Gracias, taitaru. Te quiero.

—Y yo a ti, mi niña.

Reiniciaron la marcha. Cada tanto, se detenían y cortaban hojas, despegaban cortezas o excavaban la tierra hasta dar con raíces codiciadas. Emanuela preguntaba y su abuelo le explicaba. Iban colocando la cosecha en la canasta que la niña llevaba sujeta a la frente.

—¿Taitaru?

—¿Sí, Manú?

—¿Por qué la gente dice que Aitor es el luisón? ¿Porque tiene pelo en las piernas y en los brazos? ¿Porque sus ojos son amarillos y sus colmillos, afilados? ¿Porque es más alto y corpulento que los demás?

—Lo que acabas de enumerar son las características físicas de Aitor que hacen que la gente confirme lo que pensaron de él desde el día en que nació, que es un luisón.

—Pero ¿por qué piensan que es un luisón desde el día en que nació?

—Porque hace muchas, pero muchas lunas, un espíritu maligno llamado Taú se enamoró de una joven muy bella, Keraná. Tanto la deseaba que entabló una lucha con el espíritu del bien, Angatupyry, que se negaba a la unión de esos dos. Por fin, Taú ganó la batalla y se llevó a Keraná. Pero no fueron afortunados en su unión, porque Angatupyry los condenó a una horrible maldición: todos sus hijos serían monstruos. Tuvieron siete: Teyu Yagua, Mbói Tu’i, Moñái, Jasy Jateré, Kurupí, Ao Ao y, por último, Luisón. Por eso, cuando un matrimonio tiene siete hijos, al séptimo se lo cree un luisón, una criatura maligna que en las noches de luna llena se transforma en un perro enorme y salvaje que destruye todo a su paso.

Emanuela contó con los dedos; movía la boca, pero no emitía sonido.

—Aitor es el séptimo hijo de mi ru y de mi sy —dijo, al cabo, y Ñezú asintió—. ¿Por eso mi ru no lo quiere, taitaru? ¿Porque Aitor es un luisón?

—No lo sé, mi niña.

—¿Crees que Aitor es el luisón? ¿Crees que se convierte en un perro salvaje?

—No. Pero sí creo que en él habita un demonio lleno de ira que, me temo, algún día lo llevará a hacer cosas muy malas. A pesar de todo, nuestro Aitor ha sido muy afortunado.

—¿De veras? ¿Por qué?

El anciano se detuvo y la miró a los ojos.

—Porque te encontró a ti, Manú. Aquella noche en que naciste, él estaba allí, en la jangada que te trajo hasta la misión. Esa noche de luna llena, él selló su destino. —La niña levantó las cejas y contuvo el aliento, abrumada por la revelación—. Tú eres lo único que Aitor tiene. Tú eres lo único que él quiere.

* * *

A media mañana, no quedaba alma en San Ignacio Miní que no se hubiese enterado de que, la noche anterior, noche de luna llena, en la que Aitor Ñeenguirú se hallaba de visita en el pueblo, se habían degollado varios animales, a los cuales se les había extraído el corazón. Después de tanto tiempo sin asesinatos, volvían a acontecer.

Aitor caminaba por la avenida principal en dirección a la plaza de armas, ajeno a las miradas furtivas que le lanzaban y a los cuchicheos que lo seguían. No se importunó cuando su compañía, la que lideraba su hermano mayor Bartolomé, lo recibió con un mutismo ominoso. Le importaba poco si habían asesinado a todas las aves de corral del pueblo, le importaba menos si la gente creía que era él. Su único problema lo constituía Jasy y la manera en que lo había tratado esa mañana antes de huir de él. La habría seguido si Malbalá no le hubiese ordenado que la dejase en paz. Tal vez Malbalá tenía razón, debía dejarla tranquila, al menos por ese día. Lo vivido la noche anterior la había afectado. Si lo había afectado a él, que sabía lo que estaba ocurriendo y sabía a qué se enfrentaba, ¿cómo no iba a afectarla a ella, tan pura e inocente? Su Jasy, que había aceptado el pacto de sangre sin cuestionarlo, ni recelar. «¿Me va a doler?», era todo lo que había preguntado, y él la había amado hasta la locura por entregarse y confiar en él. Su confianza y entrega lo colmaban de poder y de fuerza, a pesar del poder que ella ostentaba sobre él, si no, ¿cómo se explicaba que se hubiese desgraciado dentro de los pantalones? Ni en oportunidad de la primera vez con Olivia, cuando esta le tocó el tembo, padeció esa humillación. Había bastado que Jasy se llevase su pulgar a la boca, se lo chupase mientras lo miraba, para que él explotara sin contención. Por fortuna, ella no había entendido lo que había tenido lugar.

Igualmente, la había asustado. Su intensidad involuntaria la había abrumado. No debió de haberla abrazado y besado después. Imposible sofrenarse. «Me siento muy rara», había sollozado. Esas palabras se repetían en su mente una y otra vez, y lo torturaban y lo excitaban, las dos cosas al mismo tiempo. Estaba volviéndose loco. Quería volver a verla. Quería pedirle perdón por haberse enojado mientras hablaban del marica de Laurencio nieto cuando él le había prometido que no lo haría. Ella confiaba en él, y él violaba esa confianza que debería de tratar como al Santísimo Sacramento.

¡Maldito Laurencio nieto! A causa de él y de su insistencia con Jasy se había visto obligado a adelantar los planes, porque lo del pacto de sangre hacía tiempo que deseaba llevarlo a cabo; no obstante, había decidido dejarlo para cuando ella fuese núbil y Malbalá le hubiese explicado ciertas cuestiones. Se torturaba pensando que quizás ella no hubiese advertido la grandeza de lo que habían compartido, ni de los votos y promesas que habían intercambiado. La vio dudar en algunos momentos, lo que le había causado una profunda pena. Aunque había habido otros en que lo había hecho sentir especial. «No quiero que Olivia le diga a mi pa’i que quiere casarse contigo». ¿Por qué le diría algo tan hermoso si no estuviese celosa? ¿Por qué sacrificaría una prenda de algodón tan fina para confeccionarle una camisa a él? Porque no tenía duda de que en su próxima visita tendría una camisa nueva; era muy testaruda. ¿Por qué no la usaba para hacerle una camisa a Bruno, que tampoco contaba con tantas, o a Laurencio abuelo? ¿Por qué para él? ¿Porque él le había regalado el retazo de tela o porque lo amaba más que a los demás?

De algún modo, superó las prácticas militares sin necesidad de descargar el puño en la cara de nadie. Lo cierto era que mantenían la distancia, ni siquiera hacían contacto visual con él y se cuidaban de enfadarlo, aun su hermano mayor. Después de guardar la montura en la barraca, de cepillar el caballo y de soltarlo en el potrero de la estancia, regresó al pueblo y se dirigió a la ebanistería. Tenía cuentas que saldar con su sobrino Laurencio. Lo aguardó en la entrada, con el chapeo caído en la frente y apoyado sobre un tilo, cuyo aroma dulce y femenino le recordó a Jasy, porque ella solía entrelazar las flores como plumeritos en sus trenzas.

La espera se hizo larga, y temió que debiese posponer el ajuste de cuentas, porque después del ángelus del mediodía, tenía que presentarse en el aserradero, y la hora estaba aproximándose. Laurencio nieto salió de la ebanistería con aire relajado y una sonrisa. Por fortuna, estaba solo.

—Laurencio nieto —lo llamó Aitor, sin elevar el tono.

—¿Sí? —El muchacho se dio vuelta y, al ver de quién se trataba, perdió el buen talante.

Aitor se separó del tronco y se levantó un poco el ala del sombrero; igualmente, una sombra le ocultaba los ojos.

—No quiero esta basura cerca de mi mujer. —La cajita rodó por la calle hasta detenerse a los pies de Laurencio, que se inclinó para recogerla; dentro estaba la cruz.

—Son de Manú —expresó, con una mueca de confusión.

—Lo dicho: no quiero esta basura, ni ninguna otra, cerca de mi mujer.

—Manú no es tu mujer —se atrevió a desafiarlo, mientras retrocedía.

Aitor avanzaba.

—Lo es. ¿Cuántas veces te advertí que no te acercases a ella? Se acabaron las advertencias, Laurencio. Ahora quiero que vayas a buscar ese cuchillo que te regaló tu abuelo Ñeenguirú y pelees conmigo.

—No.

Aitor esbozó una sonrisa ladeada y sobradora al percibir el pánico en la voz de su sobrino. Poco menos de dos años menor que él, tenía buena contextura, fuerte y sólida. Además, sabía usar el cuchillo.

—Sí. Ve a buscarlo —lo instó, siempre con acento medido—. Vamos a acabar con esta mierda aquí y ahora. No volverás a acercarte a mi mujer. Nunca más.

—¡Me le acercaré si me da la gana! —Echó a correr en dirección a su casa, y Aitor lo siguió. No le tomó demasiado alcanzarlo y detenerlo. Lo obligó a volverse con un jalón que casi arrojó a Laurencio al suelo. Aitor lo sujetó por el hombro y lo propinó una trompada en el lado izquierdo de la cara. Esquivó el puño que su sobrino le lanzó a las costillas, y volvió a golpearlo en el rostro, mientras lo retenía por el cabello de la coronilla. Lo golpeó una y otra vez. Sabía que terminaría con los nudillos destrozados, y otro tanto le sucedería a la cara del muchacho, que ya estaba bañada en sangre. En su furia ciega, no advirtió que tres hombres se le aproximaban por detrás. Experimentó el brusco jalón, que le hizo perder el equilibrio. Cayó de espaldas, y cuando sus asaltantes intentaron caerle encima, lanzó un rugido que los paralizó. Saltó de pie y desenvainó el cuchillo que llevaba en la faja. Los hombres retrocedieron. Entonces, se dio cuenta de que una pequeña multitud lo rodeaba. Se alejó hacia atrás, el cuchillo en alto. Se formó un corro por el que emergió la figura ciclópea del padre Ursus. El jesuita miró a Laurencio nieto, al que sostenían dos hombres, y luego a él. Se contemplaron con fijeza.

—Suelta el cuchillo, Aitor. —Agitado, con un ceño muy profundo, Aitor siguió mirándolo; sus ojos amarillos destellaban a la luz del mediodía—. Dame el cuchillo. —Se aproximó hacia él, y la gente ahogó un grito de pánico. A menos de dos varas, Ursus se detuvo—. Hijo, dale el cuchillo a tu pa’i. No querrás lastimarme, ¿verdad? No a mí, Aitor. Piensa en Manú. Ella no querría que me lastimases. Lo sabes, ella no lo querría.

Aitor tomó el arma por el filo y se la extendió. El sacerdote la recibió y, con voz quebrantada, ordenó:

—Arréstenlo.

El alguacil del Cabildo y dos ayudantes se aproximaron y se detuvieron delante de él. Dudaron.

—Arréstenlo —repitió el jesuita, con un poco más de convicción, y los hombres lo sujetaron por los brazos, aunque eran conscientes de que el luisón estaba permitiéndoselo.

* * *

Emanuela regresó al pueblo por la tarde de mejor ánimo y con una buena cosecha a sus espaldas. Conversaba con su abuelo, mientras le preguntaba acerca de las propiedades del manduvi, como llamaban al maní, cuando se detuvo de golpe.

—Mira, taitaru —Se hizo sombra con la mano—. El pueblo está reunido en la plaza. ¿Nos hemos perdido algún festejo?

—No, están azotando a alguien.

Emanuela relajó el entrecejo, y su semblante se oscureció. Detestaba el castigo con azotes. Ocurría con poca frecuencia, pero, cuando tenía lugar, ella se encerraba en su casa. No comprendía el interés de la gente por ser testigo del dolor y de la humillación ajenos. A punto de retomar la marcha hacia su casa, volvió la vista hacia la plaza cuando alguien vociferó:

—¡Castigo al maldito luisón!

—¡Muerte al luisón!

—¡Ha vuelto a descorazonar a nuestros animales!

—¡Ha intentado asesinar a su sobrino!

Se arrancó la apisama de la frente, sin importarle que la tacuarembó, colmada de hierbas y de raíces, quedase olvidada en la calle, y corrió hacia la plaza. Su abuelo la siguió en silencio y a un trote ligero.

Emanuela mantenía una actitud determinada y sigilosa mientras se abría paso entre la multitud, que se apartaba y la contemplaba con expresiones de sorpresa y miedo. La espalda sanguinolenta y en carne viva de Aitor fue lo primero que Emanuela vio. En el mismo silencio con que había avanzado, corrió hacia rollo donde lo tenían sujeto por las muñecas y se interpuso entre él y el siguiente latigazo, que cayó sobre sus espaldas. La multitud soltó un alarido. Emanuela gimió, y lágrimas de dolor le nublaron la vista. Se aferró a la cintura de Aitor y entrelazó sus manos sobre el vientre de él para que no les resultase tan fácil apartarla. Lo protegería con su vida, nadie volvería a golpearlo.

—Jasy, Jasy —farfullaba Aitor, casi sin aliento—. Amor mío, sal de aquí.

—No. Nadie te hará daño. Nadie.

—¡Niña santa!

Emanuela, que apretaba los ojos y apoyaba la mejilla sobre las heridas de Aitor, no hizo caso del llamado, ni tampoco reparó en que el verdugo estaba arrodillado detrás de ella y que le besaba el ruedo del tipoy. El hombre lloriqueaba.

—¡Perdóname, niña santa! ¡No quise azotarte! ¡No quise! ¡Apareciste como un ángel del cielo! ¡No te vi!

—¡Manú!

El vozarrón de Ursus no la amedrentó. Ajustó los brazos en torno a Aitor y clavó los pies en la tierra. Tendrían que azotarla a ella, pues a él no volverían a tocarlo.

—¡Manú! ¡Sal de ahí!

—¡No, pa’i! ¡No permitiré que vuelvan a azotarlo!

—¡Está recibiendo su castigo!

—¡No me importa! ¡Ya recibió bastante! ¡Está sangrando! ¡Nunca hacen sangrar a nadie! ¿Por qué a él sí?

—¡Faltan cinco azotes, Manú!

—¡Pues que me los den a mí!

La multitud ahogó una exclamación. La dulce, alegre y bondadosa niña santa se había convertido en una tigresa para defender al demonio del pueblo. La situación carecía de sentido. ¿Por qué lo amaba tanto? ¿Por qué lo defendía, si era la maldad hecha carne?

Emanuela percibió que Saite y Libertad se posaban en sus hombros y cobró seguridad. Reconoció las manos de Miní sobre su cintura, que ya no era un monito pequeño, sino un carayá adulto; cuando se le daba por aullar, espantaba al más bravucón. Ellos no permitirían que la alejasen de Aitor; la defenderían como de la yarará tanto tiempo atrás.

—Javier. —El padre Ursus se dirigía al verdugo—. Levántate de ahí muchacho y deja de besar el vestido de Manú. Vamos, basta con eso.

—Pero, pa’i…

—¡He dicho basta! El castigo ha terminado. Puedes irte. —Después de un silencio, en el que solo se escuchaban los pasos arrastrados del verdugo, Ursus volvió a hablar—. Vamos, mi niña, apártate de él.

—No —sollozó—. Volverás a lastimarlo.

—No, Manú —intervino el padre Santiago, y su voz amigable reconfortó a Emanuela—. Ya has escuchado a tu pa’i Ursus, el castigo ha terminado. Permítenos desatarlo y llevarlo a un sitio donde puedas curarle la espalda.

—¿Adónde lo llevarán?

—A prisión —informó Ursus—. Se quedará allí dos días, a pan y agua.

Emanuela se apartó con cuidado para no intensificar el padecimiento de Aitor; el tejido de su tipoy había absorbido la sangre y se había adherido a los verdugones. La multitud contenía el aliento mientras ella observaba al luisón, que, con las rodillas flexionadas, seguía colgado del rollo por las muñecas, la frente apoyada en la piedra y la respiración agitada. La vieron inclinarse y besarlo en la sien con dulzura infinita. Se sobresaltaron cuando, con la mejilla derecha cubierta de sangre y los ojos cargados de ira, se giró hacia ellos, la expresión de dulzura transmutada en una de ira, y les vociferó:

—¡Desátenlo! ¡Ahora!

Dos ayudantes del alguacil rompieron filas, corrieron hacia el rollo y le quitaron los grilletes que le rodeaban las muñecas. Aitor cayó de rodillas y apoyó las manos en el pilar de piedra. Emanuela se inclinó para murmurarle:

—Allí estaré, en prisión, para curarte las heridas.

Saltó de pie y, sin mirar a nadie, sin prestar atención a Bruno, que la llamaba, se marchó a su casa.

* * *

Javier, el verdugo, que también era el responsable de la prisión, volvió a caer de rodillas cuando Emanuela entró seguida de su abuelo Ñezú. La niña santa había curado a su hija de las tercianas, pues por mucho que insistiese el padre Bansué de que habían remitido gracias a la quina y a la infusión de verbena, él sabía que habían sido las manos de la santa sobre la frente de su pequeña las que la habían librado del morbo, sin mencionar que no habían regresado como solían.

—Javier —dijo con acento duro; no le perdonaba que hubiese azotado a Aitor con tanta dureza, al punto de arrancarle la carne y hacerlo sangrar. En general, los latigazos solo dejaban rojeces e inflamaciones—. Ponte de pie y llévame con Aitor, por favor.

El hombre descolgó un anillo lleno de llaves enormes y ennegrecidas y los guió por un pasillo flanqueado por puertas de grueso lapacho. Abrió la última del lado derecho. La pestilencia, mezcla de sudor y orina, la acobardó bajo el dintel. Una lámpara de aceite ardía en una esquina y le permitió descubrir a Aitor echado de bruces sobre una litera con la cara vuelta hacia la pared. Entró con decisión, tomó el balde de madera donde los reos hacían sus necesidades y se lo entregó al carcelero.

—Por favor, Javier, vacíalo y enjuágalo. Y quiero que traigas una escoba para limpiar el piso. Está inmundo. —El hombre, con aire avergonzado, asintió—. Deja la puerta abierta para que se ventile. Apesta aquí dentro.

—Pero, Manú…

—Javier, juro por mi vida que Aitor no escapará.

Se habían demorado porque Ñezú había insistido en hervir más agua para limpiarle las heridas; necesitarían bastante. Emanuela, todavía con las mejillas y el tipoy ensangrentados, se arrodilló junto al camastro y apartó el cabello del rostro y de la espalda de Aitor. Estaba dormido o inconsciente, no sabía. Se inclinó y lo besó en la mejilla.

—Tiene fiebre, taitaru —se angustió.

El hombre se acercó, le tocó la frente y asintió.

—Lo primero que debes hacer es guardar la calma. Lo segundo será limpiarle las heridas. Hay que evitar que se pudran. ¿Cómo lo harías, Manú?

—Yo… —No quería que su abuelo la evaluase en esa instancia. Quería que le dijese qué hacer.

—Guarda la calma. Lo más importante es que te olvides de tus emociones.

—No puedo.

—Es difícil porque se trata de él, pero tienes que hacerlo. Tupá te ha concedido el don de la sanación. Debes aprender a usarlo. ¿Qué harías? —insistió.

—Lavarle las heridas con agua y jabón.

—Agua hervida, nunca lo olvides.

—No, taitaru. ¿Le dolerá?

—Sí.

Emanuela ahogó un sollozo y se puso manos a la obra. Empapó el trapo limpio en el agua y lo untó con el jabón de sosa que preparaba Malbalá. Con pasadas delicadas, fue limpiando las heridas y retirando los tejidos muertos. Aitor se rebulló y se quejó.

—Tranquilo —le susurró—. Aquí estoy, contigo. Sé que duele, pero tengo que curarte.

—¿Jasy?

—Sí, soy yo. No te muevas.

Aitor volvió la cabeza y descubrió a Emanuela de rodillas junto a él. Más allá, avistó a su abuelo, serio y sigiloso como de costumbre.

—Viniste.

—Sí, y no te dejaré. —La sonrisa de Aitor le provocó ganas de llorar—. Tengo que limpiarte las heridas. Dolerá.

—Está bien.

Aitor apretaba los párpados y los dientes. Su mano izquierda se cerraba en torno a la cadena que sostenía la litera, mientras la derecha se aferraba al borde de la tabla donde se hallaba recostado. Emanuela notó que tenía los nudillos pelados y sanguinolentos. Se los limpió también, con agua y jabón de sosa. Aitor no gritaba, ni siquiera emitía quejidos. Respiraba de modo acelerado y superficial.

Emanuela le enjuagó la espalda con agua hervida y fresca, lo mismo los nudillos, y Aitor suspiró, aliviado.

—¿Ahora qué hago, taitaru?

—¿Qué le pondrías para evitar la pudrición?

Emanuela se puso nerviosa.

—No lo sé. Dímelo, taitaru. Por favor.

—Aceite de tomillo es una opción. Pero lo mejor sería bálsamo de copaiba.

—¡Lo traje! —se exaltó, y lo buscó en su canasta. Extrajo el pote de barro y le quitó el tapón. Enseguida, el aroma vivo y penetrante de la copaiba inundó el sitio—. Espero que no te arda —susurró en el oído de Aitor, y aplicó el medicamento—. Lo siento —repetía, cuando él se retorcía en la litera.

—Está bien.

Al terminar, Emanuela guardó el bálsamo y se volvió hacia su abuelo.

—¿Vendamos las heridas, taitaru?

—No. Es mejor que queden así, protegidas por la copaiba y nada más. Cicatrizarán más rápidamente. Si la herida fuese más profunda, deberías vendarla. Pero estas no lo son. ¿Qué haces para bajar la calentura, Manú?

—¿Una infusión de ipecacuana?

—Podría ser, pero juzgo más apropiado darle un cocimiento de cañafístula, orozuz y culantrillo.

—¿Los tres juntos? —se sorprendió Emanuela, adoctrinada por su taitaru a no mezclar los componentes.

—Sí, pero los hierves por separado y luego, cuando entibian, los mezclas. La cañafístula le bajará la fiebre y también lo hará dormir. Necesita descansar. El orozuz y el culantrillo ayudarán en la cicatrización.

—¡Iré a preparar los cocimientos!

—¡Jasy, no me dejes!

Emanuela regresó a su lado y le tomó la mano.

—Enseguida vuelvo. —Lo besó en la sien—. Nunca te dejaría —le susurró sobre la piel—. Mi taitaru permanecerá contigo.

Javier esperaba en la puerta de la celda, con una escoba de biznaga y el balde limpio.

—¿Quieres que barra, Manú?

—No. —Estaba segura de que lo haría sin evitar que el polvo aterrizase en la herida de Aitor—. Déjala allí. Yo lo haré, más tarde.

—Pero, Manú…

—Déjala ahí, Javier —reiteró, antes de marcharse.

Se topó con el padre Ursus y el padre van Suerk en la entrada de la cárcel.

—¿Adónde vas, Manú?

—Ya vuelvo —contestó, sin detenerse.

Una sombra cruzó el semblante de Ursus, que se apartó para que la niña siguiese su camino.

—Javier, llévame a la celda de Aitor.

—Sí, pa’i. Por aquí. Verás, pa’i, tengo la puerta abierta de su celda. Es aquella.

—¿Por qué la tienes abierta, hombre?

—Así lo dispuso la niña santa. Para que se ventilase.

—¿Hedía, acaso?

—Sí, pa’i —admitió el hombre, y bajó la vista.

—Eso es porque no haces tu trabajo, Javier. Tu obligación es mantener limpias las celdas.

—Sí, pa’i.

—Volveré mañana para inspeccionar que las celdas estén limpias. Ahora, tráeme una silla.

Los sacerdotes entraron y saludaron a Ñezú con una inclinación de cabeza.

—¿Duerme?

—No creo, pa’i.

—¿Manú ya lo curó? —quiso saber van Suerk.

—Sí, pa’i.

—¿Qué es eso? —preguntó el holandés, y señaló el bálsamo de copaiba sobre las heridas.

—Tendrás que preguntarle a ella, pa’i.

Ursus se sentó en una banqueta que Javier ubicó cerca de la cabecera de la litera.

—¿Hijo?

Las pestañas de Aitor se agitaron.

Pa’i —dijo con voz ronca.

—¿Cómo te sientes? —Aitor cerró los ojos y no respondió—. Golpeaste muy duramente a tu sobrino. El padre van Suerk ha tenido que darle un cordial con láudano para que se durmiese y dejase de quejarse del dolor.

—Es un marica —masculló, con los ojos cerrados.

—¿Por qué lo golpeaste tan ferozmente? Él dice que no sabe. Yo creo que lo sabe pero no quiere decírmelo.

Bien, pensó Aitor, al menos el imbécil mostraba un poco de criterio y mantenía el pico cerrado. Le había enviado un mensaje con su hermano Juan, quien lo había visitado en la cárcel antes de que lo condujesen al rollo para castigarlo. Le había dicho:

—Ve y dile al marica de Laurencio nieto que si llega a abrir la boca, cuando salga de aquí, lo asesinaré.

—Dímelo, Aitor —insistió el jesuita—. ¿Por qué lo golpeaste con tanta alevosía?

Aitor suspiró antes de abrir los ojos y fijarlos en el sacerdote.

—Esa es una cuestión entre Laurencio nieto y yo, pa’i. Me condenaste por haberle roto el hocico a trompadas y no por el motivo que lo hice. De modo que no tengo por qué decirte por qué lo hice.

—¡Eres un necio! Te haces odiar aún más por todos golpeando a un niño.

—¡No es un niño! Tiene dieciséis años. Yo, a los dieciséis años, ya hacía tres que me pasaba semanas solo en el monte, aserrando y cazando para comer. ¡No es un niño! Es un cobarde, que es muy distinto. Y todos me odiarían igualmente, así me comportase como un ángel, porque no importa qué haga, siempre seré el luisón para ellos.

—Sería juicioso dejarlo descansar —aconsejó van Suerk—, así las heridas curarán más rápidamente.

—Sí —admitió el jesuita, y el desánimo se le evidenció en el tono de voz y en los hombros caídos—. Descansa, hijo. Dios te bendiga. —Le apoyó la mano sobre la cabeza.

Van Suerk y Ursus volvieron a encontrarse con Emanuela en la calle. Regresaba a la cárcel. Bruno y Juan le seguían el paso y acarreaban dos jergones y mantas.

—¿Qué llevas en esa vasija, Manú? —se interesó el médico holandés.

—Los ingredientes para preparar un cocimiento para Aitor, para que le baje la fiebre.

—¿Tiene fiebre? —La niña asintió—. ¿Qué llevan ahí tus hermanos?

—El jergón de mi cama. Es para Aitor. Aunque no lo admita, sé que está muy incómodo sobre la tabla desnuda de la litera.

—¿Y ese otro jergón? —se inquietó Ursus—. ¿De dónde lo tomaste?

—Mi pa’i Santiago me permitió tomarlo del sótano de la casa de ustedes, pa’i.

—¿Para qué lo necesitas?

—Es para mí. Pasaré la noche en la celda, con él.

—¡De ninguna manera!

—¡Lo haré, pa’i! Aitor tiene fiebre. Tengo que permanecer a su lado, asistirlo, cuidarlo. —Reinició su camino, con aire furioso.

—¡Emanuela! ¡Vuelve aquí!

La niña volvió sobre sus pasos y se plantó frente al jesuita.

—Nunca te perdonaré lo que le hiciste a Aitor, pa’i. —Lo expresó en castellano para evitar que los demás comprendiesen.

—Aitor cometió un delito —se inquietó Ursus—. Tenía que pagar, como cualquier otro.

—Jamás habías condenado a nadie a cincuenta latigazos. Mis hermanos acaban de decírmelo. ¡Cincuenta latigazos! Y permitiste que Javier se ensañara con él por esa absurda creencia de que Aitor es el luisón y que descorazona a los animales. Sabías muy bien que estaba siendo más cruel que de costumbre. ¡Lo sabías y no hiciste nada para protegerlo! Te quedaste allí, de pie, junto a la gente, mientras veías cómo el verdugo le arrancaba la carne. No hiciste nada. —Un sollozo le borbotó entre los labios—. ¿No ha recibido suficiente castigo durante su vida? ¿El desprecio y el odio de su propio pueblo no son suficientes? Nunca te perdonaré por esto. Y si piensas impedirme pasar la noche a su lado, pues tendrás que arrastrarme y atarme al rollo a mí también.

—Creo que será mejor que regresemos, Ursus —terció van Suerk.

Aún estupefacto, Ursus asintió.

—¿Pa’i? —dijo Emanuela, y miró al holandés.

—¿Sí, Manú?

—¿Podrías ocuparte de limpiarle la quemadura a mi pa’i Santiago? Yo no quiero volver a dejar a Aitor.

—Sí, por supuesto. Yo lo haré.

—Gracias, pa’i.

* * *

Los habían dejado solos. Primero se habían marchado Bruno y Juan, después de ayudar a Aitor a levantarse para acomodar el jergón sobre la litera y a recostarse nuevamente. Ñezú se fue después, una vez que Emanuela acabó de darle el cocimiento.

—Volveré al amanecer —anunció el paje—. Traeré agua hervida para limpiar la herida y le colocaremos una nueva capa del emplasto.

—Gracias, taitaru. —Emanuela lo abrazó y lo besó. El hombre le devolvió una palmada en la mejilla, sin mirarla a los ojos.

Aitor dormía gracias al brebaje de cañafístula, orozuz y culantrillo. Emanuela aprovechó para asperjar el agua jabonosa que había utilizado en las heridas de Aitor y barrió la celda. Hacía tiempo que nadie la limpiaba. Abrió la puerta, a la que Javier no se atrevía a echar llave con ella dentro, y depositó el montoncito de mugre y la escoba en el pasillo. Volvió a cerrar. Exhaló un suspiro y bajó los párpados. Estaba exhausta. Se echó en el jergón, sobre el piso, junto a la litera de Aitor, e intentó dormir. Al rato, abrió los ojos y los fijó en el techo. Si los cerraba, la asolaba la imagen de él colgado en el rollo y con la espalda en carne viva.

«Amor mío, sal de aquí». Se cubrió la boca y apretó los párpados cuando las palabras de Aitor se repitieron en su mente. Las ganas de llorar le calentaron los ojos y le agitaron el pecho. «Amor mío, sal de aquí». «Amor mío». «Amor mío». Era la segunda vez que la llamaba de ese modo. Dos noches atrás, después de la pelea por la cruz de Laurencio nieto, también le había dicho «amor mío». «Perdóname, amor mío». Ella era su amor. Las lágrimas se le escabulleron entre los párpados y se mezclaron con las risas que pugnaban por escapar de sus labios sonrientes. Aitor la amaba como su taitaru amaba a su jarýi. Y ella lo amaba a él. En ese instante comprendió que él era distinto para ella, que nadie le provocaba lo que él —las cosquillas, la curiosidad, el deseo, los celos, la urgencia, la nostalgia—. «Taitaru, ¿tú amas a mi jarýi?», le había preguntado a Ñezú esa mañana. «Más que a mi vida», había sido la respuesta, y cuando ella había querido saber qué significaba «más a que mi vida», el paje no dudó en contestar: «Que daría mi vida por ella si fuese necesario». No lo había comprendido entonces, no cabalmente. En ese momento, sin embargo, lo vivía como una certeza de la que no existía duda, como el sol que salía cada mañana, porque ella no había dudado en arrojarse sobre él para recibir los azotes en su lugar. «Y lo volvería a hacer», se dijo, orgullosa, dichosa, plena.

—Daría mi vida por ti, Aitor —necesitó murmurar en la oscuridad.

No conseguía calmarse. La revelación la había conmocionado. Repasar las escenas de la noche anterior, mientras sellaban el pacto de sangre y amor eterno, no la ayudaba a bajar el ritmo de las pulsaciones. No obstante, las revivía una y otra vez porque, a la luz de lo que acababa de descubrir, adquirían un valor trascendental y sagrado. Las revivía, además, porque la hacían feliz y le provocaban sensaciones que le convulsionaban el cuerpo. Se tocó los pezones. ¿Por qué los tenía duros si no hacía frío? ¿Por qué sentía una opresión en la parte baja del estómago? ¿Qué tenía entre las piernas que cosquilleaba de ese modo?

Aitor la amaba a ella, no a Olivia, ni a Ginebra, a ella, a pesar de que no era linda, que su boca era enorme, que su nariz no era delicada, que su cabello semejaba a un nido de pájaros, como solía lamentarse Malbalá, y que no poseía una figura agraciada. Pese a sus tantos defectos, el amor de Aitor la hacía sentirse hermosa. El llanto se le trababa en la garganta, y las lágrimas le bañaban las sienes y el cuero cabelludo. Necesitaba calmarse si quería acercar sus manos a la espalda de Aitor para ayudarlo a sanar. En ese estado, su don sanador, como lo llamaba Ñezú, no la asistiría. Aunque tal vez permanecer en ese estado de exaltación le conviniese: no quería dormirse. Sabía que si al despertar, Aitor la descubría descansando, con tal de no molestarla, soportaría cualquier incomodidad y necesidad.

Cansada de horadar el techo con la mirada, se incorporó en el jergón. La luz tenue del brasero, donde mantenía caliente la infusión de cañafístula y un poco de guiso que le había dado Malbalá, iluminaba apenas los rasgos de Aitor. Se lo notaba tenso en el sueño, con el entrecejo fruncido y las mandíbulas apretadas. Le contempló las manos de nudillos pelados, también rígidas; una colgaba fuera, echa un puño, y rozaba el jergón extendido en el suelo; la otra apretaba el filo de la litera. Tomó la que colgaba y le observó las heridas. Besó uno a uno los nudillos, y el puño fue cediendo. Le besó los callos de las palmas, duros y amarillentos, después de tantos años de empuñar el hacha y el serrucho. Eran las manos de un hombre trabajador. Sonrió, orgullosa de él. Nunca había sentido orgullo por él, eso también era nuevo, y bello, y desconcertante. Le estudió la forma de los dedos, largos y delgados, y las uñas, siempre quebradas y sucias y poco cuidadas. Las besó, y se dijo que le pediría al padre Santiago la tijerita para cortárselas. Se movió con sigilo hacia la cabecera y se inclinó para besarle los nudillos de la otra mano, la que apretaba el filo de la litera, que, poco a poco, fue aflojándose. La tomó con cuidado y le besó la punta de los dedos y, cuando llegó al pulgar, se demoró en el corte por donde había brotado la sangre para sellar el pacto de amor. Recordó que lo había chupado y pensó en la reacción repentina e insólita de él; se había sacudido y emitido un sollozo. ¿Le habría hecho doler?

La mano de Aitor se movió en la de ella, no con la torpeza de alguien que está despertando, sino con movimientos deliberados que buscaban entrelazar sus dedos con los de ella. Emanuela gateó hasta el costado de la litera y sonrió al encontrarlo despierto.

—Perdóname si te desperté —se apresuró a decir, con acento compungido—. Lucías tan tenso que pensé en relajarte un poco.

—Jasy —susurró él—, mi Jasy.

Emanuela fijó la vista en sus labios, en cómo se movían de costado, medio aplastados contra el jergón. Tragó con dificultad antes de responder.

—Sí, aquí estoy.

—No te fuiste.

—No, te dije que no me iría. Pasaré la noche contigo. —Le tocó la frente todavía afiebrada—. ¿Quieres agua fresca o un poco de la tisana con miel?

—Agua.

Ella se movió con diligencia y encendió la lámpara de aceite. Regresó con una calabacita, que depositó en el suelo para ayudarlo a incorporarse, mientras le sujetaba la larga trenza que ella misma le había hecho, para evitar que le tocase las heridas. Se le anudaba el estómago cada vez que él apretaba los ojos y soltaba el respiro por la boca con exhalaciones violentas. Cada movimiento de los músculos de la espalda le causaba espasmos de dolor. Le colocó la trenza sobre el costado izquierdo antes de ponerse de rodillas para darle de beber. Aitor lo hizo con fruición, y también aceptó un poco de la infusión de cañafístula, lo que alegró a Emanuela.

—Me gustaría que comieses un poco del guiso que te traje. Es de carne de cerdo y vaca. Mi sy le puso granos de choclo y duraznos, como a ti te gusta.

—Se supone que estaré aquí a pan y agua.

—Me importa muy poco lo que se supone.

Aitor elevó las cejas y reprimió una sonrisa. Ella no habría sido capaz de entender cuánto la amaba en ese momento.

—¿Tú ya comiste?

—No —admitió.

—Comeré si comes conmigo.

—Está bien —aceptó ella, sonriente, y se alejó deprisa para ir a buscar la vasija en el brasero.

—Dame de comer en la boca, Jasy.

—Te duele la espalda si mueves los brazos, ¿verdad?

Él asintió, pese a que no se lo había pedido por eso. Quería que lo alimentase. Quería que lo limpiase, que lo curase, que lo tocase, que lo besase, que lo chupase, que lo amase, que viviese solo para él y por él. No hablaron mientras comían. Aitor nunca apartó la mirada de Emanuela; ella, en cambio, le lanzaba vistazos furtivos y, cuando sus ojos coincidían, le sonreía con timidez y bajaba las pestañas. Aitor encontraba extraño el comportamiento de ella, e intentaba dilucidar a qué se debía, si al pacto sellado la noche anterior o a que él hubiese terminado preso.

Después de comer, Emanuela enjuagó la vasija y las cucharas en un balde con agua limpia que Javier le había llevado.

—¿Quieres un poco más de infusión? —le preguntó, sin mirarlo, haciéndose la que se empeñaba en acomodar los utensilios.

—No, gracias. Ven aquí, Jasy.

Ella lo miró de costado a través de la celda. La llama del fanal le echaba, de manera intermitente, luces y sombras a sus facciones, lo que le acentuaba el aspecto tenebroso. Podía comprender por qué los demás le temían; ella, en cambio, se sentía segura y protegida, aun si sus ojos habían adquirido una tonalidad inverosímil y la contemplaban con exigencia. Caminó hacia él y se puso de rodillas sobre el jergón con la actitud de una embrujada.

—Quiero que me muestres tu espalda. Quiero ver la mordida del látigo en tu piel. Date vuelta —ordenó.

Se quedó mirándolo, indecisa. Al cabo, le dio la espalda y se bajó los breteles, que le descansaron sobre los brazos, y después la pechera del tipoy, que se arrugó sobre su vientre. Aunque él no pudiese verlos, se cubrió los pequeños senos con las manos. Se puso rígida e inspiró con brusquedad al sentir la mano de él sobre el verdugón. Pasado el primer impacto, las caricias de Aitor le despertaron los cosquilleos que ya aceptaba con resignación, y también el dolor en los pezones endurecidos, y la puntada entre las piernas. Debía de haber algún problema con ella por responder de ese modo.

—Voy a matar a Javier por esto.

—No, por favor. Fue mi culpa, yo me interpuse. No lo lastimes. Me sentiría culpable. Y el remordimiento no me dejaría vivir. —Los dedos de Aitor continuaron acariciándola—. Me ha pedido disculpas muchas veces, pese a que lo hizo sin intención. Y se ha mostrado muy diligente y servicial. Me ha prestado la lámpara, y el brasero, y me trajo agua limpia. No lo lastimes por mi culpa, por favor.

—Está bien. Por ti, lo dejaré pasar.

Aguyje —le agradeció.

Aitor le depositó pequeños besos a lo largo de la marca roja e hinchada, y las sensaciones que le convertían el cuerpo en algo ajeno, extraño y sensible se intensificaron hasta alcanzar umbrales dolorosos. Se subió el tipoy y se colocó los breteles con rapidez. Intentó ponerse de pie para alejarse, pero Aitor la sujetó por el brazo y la obligó a volverse. Se miraron a los ojos, y, aunque la intensidad de los de él la asustó, no consiguió apartar los suyos; permaneció quieta bajo el influjo de su luz dorada.

—Nunca nadie había hecho algo así por mí.

—Lo volvería a hacer.

—¿Por qué?

«Porque te amo más que a mi vida». Desvió la mirada, avergonzada de su pensamiento, de lo que le provocaba la visión del torso desnudo de él.

—¿Por qué volverías a hacerlo, Jasy? Dímelo. Por favor.

La súplica de él la embargó de emociones que se mezclaron con las otras y que la dejaron atónita y hecha un lío. Nunca había experimentado sensaciones tan agudas.

—¿Por qué golpeaste a Laurencio nieto? —le preguntó, desesperada por poner distancia—. Bruno me contó que te encarcelaron y azotaron por eso, porque lo golpeaste.

—Porque te quiere para él y no entiende que tú eres mía —contestó al cabo, sin mirarla.

—Oh, Aitor.

—Maldito gusano marica —masculló, y golpeó el jergón con el puño—. Tantas veces le advertí que no se te acercara. ¡Eres mía, Emanuela! —La aferró por los brazos y la atrajo hacia él—. ¡Eres mía!

—Sí, tuya.

La respuesta lo desorientó; se había preparado para recibir su enojo y oposición. Jamás habría esperado que le respondiese con ese acento dulce y sumiso y, al mismo tiempo, tan decidido.

—Debes acostarte de nuevo. —Emanuela se puso de pie para asistirlo—. Vamos, Aitor. Ya estuviste demasiado tiempo sentado. Es mejor para la cicatrización si te recuestas.

Él obedeció, todavía sobrecogido por la admisión de ella. ¿O se lo habría dicho para calmarlo, para evitar que atormentase de nuevo a Laurencio nieto?

Emanuela lo ayudó a recostarse boca abajo y le acomodó la trenza de modo que no le tocase las heridas.

—¿Estás a gusto?

—¿Jasy? —dijo él, en cambio, y le buscó la mano.

—¿Qué?

—Perdóname.

—¿Por qué? —se extrañó ella, y ladeó la cabeza y frunció el entrecejo en ese ademán de confusión que a él desarmaba.

—Por lo que sea que te haya hecho enojar esta mañana. No me permitiste que te besara, ni que te viese el dedo donde te había hecho el corte.

—El dedo está bien. No te preocupes por eso.

—¿Por qué estabas enojada conmigo? ¿Por qué huiste de mí?

—No estaba enojada contigo, Aitor. Estaba confundida.

—¿A causa del pacto de sangre?

—Por eso y por esto que estoy sintiendo, que me asusta.

—¿Qué estás sintiendo? No me ocultes nada, Jasy. No a mí. ¿Qué te asusta?

—Lo que tú me haces sentir —admitió, y entrelazó las manos sobre su regazo. Como bajó la vista, no pudo ver la sonrisa de Aitor.

—¿Qué te hago sentir? —Intentó preguntarlo sin evidenciar su ansiedad, ni su dicha; no quería cantar victoria antes de tiempo; la desilusión podía destruirlo—. Dímelo, Jasy. —Ella se encaprichó en su mutismo—. Jasy, por…

—Cuando te veo a ti —lo interrumpió—, cuando tú vuelves al pueblo después de haberte pasado semanas en el monte, no siento lo mismo que cuando Juan vuelve de viaje. No es lo mismo. —Se estrujó las manos y mantuvo la vista baja al decir—: ¡Lo quiero mucho a Juan, Aitor! Es mi hermano y lo quiero. Pero cuando te veo a ti…

La mano de Aitor le acunó la mandíbula, y Emanuela ladeó la cabeza para besarla.

—Jasy, amor mío.

—Es la tercera vez que me llamas así, amor mío.

—¿La tercera vez? ¿Las vas contando?

Que asintiese con el mentón al pecho, sin mirarlo, envuelta en ese aire de niña, despertó en él algo más que la lujuria que solía dominarlo. Un rugido le estalló en el pecho, y pareció abrirle un hueco de ansiedad, de necesidad, la de protegerla, de llevarla consigo adonde fuese, de tenerla siempre dentro de su campo visual, de que nadie la amase, ni la desease, ni la admirase excepto él. El sentimiento era tan fuerte que lo impulsó a incorporarse, olvidado del padecimiento que le azotaría la espalda y que lo alcanzaría hasta los pies. Emanuela se sobresaltó y abrió grandes los ojos.

—¿Qué haces?

Aitor le apretó los hombros y se inclinó para hablarle de cerca.

—¿Es cierto lo que me dijiste hace un momento, que eres mía? ¡Júramelo!

—Te lo prometí anoche —le recordó ella, intimidada—, anoche te lo juré.

—Lo que compartimos anoche, Jasy… —Se la quedó mirando, desprovisto de las palabras para comunicar el tumulto que le agitaba las entrañas—. No sé si estabas preparada para lo de anoche. Eres pequeña aún. Y yo me apresuré. Por eso te asustaste y esta mañana me rechazaste.

—¿Quieres que deshagamos el pacto? —La desolación de su voz y de su gesto le dieron esperanzas.

—No, mi Jasy, claro que no, pero no quiero atarte a unos votos que son sagrados para mí, si tú no los comprendes en verdad. Eres tan joven. —Le acarició la mejilla y la contempló con ternura.

—Te amo, Aitor —dijo, en castellano—. También amo al resto de mi familia, los amo, pero a ti… No sé por qué tú me haces sentir cosas que no siento con los demás.

—¿Qué cosas?

Por mucho que rogase, ella no contestaría a su pregunta. No le confesaría que se le alborotaban ciertas partes del cuerpo cuando lo veía, ni que había sucumbido a la tentación de espiarlo desnudo mientras se bañaba, ni que la noche anterior, en sus brazos, acunada por sus besos en el cuello, había anhelado que la tocase en los sitios que se le alborotaban por su culpa. No le pediría que volviese a besarla sobre los labios.

—¿Qué cosas? —insistió él, y la obligó a mirarlo al levantarle el rostro por el mentón.

Ella se cubrió la cara y agitó la cabeza, y él se apresuró a recogerla contra su pecho.

—Está bien, está bien, no me lo digas. No digas nada, Jasy. Está bien. Shhh…

Emanuela levantó los brazos y enseguida los dejó caer. Ese gesto, el de acordarse de las heridas en su espalda, que no olvidase su padecimiento, aun en un momento de desconcierto y confusión, le habló del amor de ella, el que él necesitaba para vivir. La apretó un poco más y le pareció que Emanuela se perdía en su torso, tan pequeña y delgada era. ¿A qué estaba sometiéndola? ¿A ella, a su Jasy, a su niña adorada? ¿Acaso no se daba cuenta de la angustia que la asolaba? Ella se removió para separarse, y él se apresuró a aflojar el abrazo, solo un poco, para darle espacio. A pesar de todo, aún lo gobernaba su índole egoísta y no estaba preparado para permitirle que se apartase de él. Sus ojos se encadenaron a los enormes y azules de ella. Se le cortó el aliento y la sangre le explotó en las venas cuando ella le confesó:

—Daría mi vida por ti, Aitor.

Él habría querido decirle algo tan poderoso como lo que ella acababa de regalarle, porque sus palabras habían sido el obsequio que le había quitado el ardor de la espalda y el peso en el alma. Guardó silencio, mientras luchaba contra el llanto.

—¿Por qué lloras? —se preocupó ella al ver que sus ojos se anegaban—. Te duele mucho, ¿verdad? Te duele y no me lo dices.

Aitor negó con la cabeza y le dedicó una sonrisa de labios vacilantes, y Emanuela se quedó hechizada, admirando el efecto del brillo de las lágrimas sobre los iris amarillos.

—Vuelve a recostarte —le pidió—. Por favor. —Le tocó la frente—. Todavía tienes fiebre. Acuéstate.

Aitor le tomó el rostro entre las manos, con suavidad, como si recogiese agua, y, cuando Emanuela por fin levantó las pestañas y se atrevió a enfrentarlo, la obligó a permanecer unida a él a fuerza de mirarla con la voluntad que lo caracterizaba.

—No sé qué hacer contigo, Jasy —le confió—. Quiero contarte tantas cosas, quiero decirte lo que tengo aquí guardado para ti desde hace tanto tiempo, pero tengo miedo de asustarte. ¿Me temes, Jasy?

—A veces, cuando te enojas, me asustas y te temo.

—No quiero asustarte, ni que me temas. Cuando me enojo, no es contigo, ya te lo expliqué. Es porque me vuelven loco los celos, porque tengo un carácter endiablado, pero no me enojo contigo. Además, Jasy, jamás, jamás te haría daño. Antes prefiero quitarme la vida.

—¿Por qué dices que no sabes qué hacer conmigo? ¿Qué tienes que decirme que no pueda oír? Ya no soy pequeña, Aitor. Tengo trece años y estoy ayudando al padre van Suerk en el hospital. Soy una curusuya —declaró, en referencia al oficio de enfermero.

—¿Qué piensas que hicimos anoche en la torreta, Jasy?

—Un pacto de sangre, un pacto de amor eterno.

—¿Qué significa para ti un pacto de amor eterno?

—Te prometí que siempre te amaría, que nunca me separaría de ti, que eres lo más importante para mí. —Como él se quedó mirándola en la actitud de quien espera escuchar algo más, Emanuela se impacientó—. ¿Me olvidé de algo?

—No, solo que creo que el significado de los votos que intercambiamos no es el mismo para ti que para mí.

—¿Qué significan para ti? —De nuevo, él se quedó en silencio, mirándola—. Aitor, ¿qué significado tienen para ti?

—Quiero que seas mi esposa, Jasy. —Ella sofocó una exclamación y se envaró en el abrazo de él, que se inclinó y le hundió el rostro en el cuello, donde siguió hablándole con timbre desesperado—. No me rechaces, no te asustes, no me mires con temor. No quiero que seas mi esposa ahora, ni mañana, pero sí cuando estés lista. No quiero a ninguna otra, solo a ti. Yo te esperaré, Jasy, todo el tiempo que necesites. Solo quiero que me prometas que te preservarás para mí, que solo yo estoy en tu corazón y que me elegirás a mí por esposo cuando te sientas preparada. No puedo irme al monte, pasarme días y días allá, sabiendo que podría perderte a manos de otro. ¡Me vuelvo loco de solo imaginarlo! Por eso le rompí el hocico a Laurencio nieto, porque ese marica pretende mi lugar, y prefiero que…

—Aitor, tengo miedo —lo interrumpió.

—¿De qué, Jasy?

—De esto que siento por ti. No es lo mismo que siento cuando miro a Bruno, o a Bartolomé, o a Juan, o a cualquiera de mis otros hermanos. Cuando te miro a ti, siento… —Bajó la vista para ocultar el embarazo y para no descubrir la burla en la expresión de él.

—¿Qué sientes? Dímelo.

—Te reirás.

—Te juro que no. Ten confianza en mí.

—Cuando te miro, siento… cosquillas en el estómago, y la piel se me eriza. Y tú eres mi hermano, y creo que está mal —añadió deprisa para enmascarar la vergüenza que le había causado admitir lo de las cosquillas y el erizamiento; lo de los pezones duros y los latidos entre las piernas no se lo habría confiado ni a fuerza de azotes en el rollo. Se atrevió a espiarlo a través de las pestañas. La sonrisa de él, que le desvelaba los hermosos colmillos afilados, la desconcertó.

—No somos hermanos, Jasy. Y tú lo sabes bien. Tú no eres hija de mi madre. —E iba a agregar: «Ni de mi padre», pero calló. Los ojos azules de Jasy le recordaban los de Amaral y Medeiros. Pero, aunque fuese hija de él y, por tanto, su medio hermana, a él lo tenía sin cuidado. Emanuela sería su mujer, a como diera lugar. Le habló al oído.

—¿Así que cosquillas en el estómago?

—No te burles. Lo prometiste.

—No me burlo. Es lo más lindo que me han dicho en la vida, Jasy. Estoy feliz. Tú no sabes lo que provocas en mí, porque eres demasiado pequeña, pero si lo supieras, ahora mismo podrías sentirlo —aseguró, y hablaba de la erección que crecía debajo de ella.

—¿Sientes cosquillas en el estómago también?

—Sí, en el estómago y en otras partes.

—¿Sí? ¿De veras?

Aitor sonrió y asintió. Un mutismo hechizado por las miradas que los mantenían unidos cayó sobre ellos. Ni el silencio, ni los ojos de Aitor la intimidaban y, por primera vez en mucho tiempo, después de tantos desasosiegos y dudas, Emanuela se sintió cómoda en su presencia.

—No quiero que mates a Laurencio nieto —susurró, al cabo.

—Jasy —la voz de él se endureció, y ella le apoyó los dedos en los labios para acallarlo.

—Ni a Laurencio, ni a nadie, porque quiero ser tu esposa. Algún día. —La afectó la mirada de él, y a pesar de que la comodidad de segundos atrás se esfumó y de que él volvió a acobardarla, también deseó que la besase en los labios, como había hecho el día anterior, así, como al pasar, pero que para ella había significado tanto—. Te lo prometo —insistió, porque se imaginó que él no le creía—. Me guardaré para ti. No quiero que te preocupes por mí cuando estés en el monte. Siempre estaré aquí, esperándote. Siempre.

—¡Jasy! —La aplastó contra su pecho y apretó los párpados, embargado de una felicidad como no había experimentado en su vida—. ¡Jasy! Hace tanto que espero este momento, que me digas esto, que me lo prometas. —La apartó para estudiarla, y la expresión de perplejidad de ella le habló de la niña que aún la habitaba. A veces se revelaba como una mujer de agallas, como cuando lo salvó del látigo, o cuando le curaba las heridas al padre Santiago, con dominio y solvencia; y en otras, como en ese instante, en que sus ojos se abrían con desmesura ante la destemplanza de él, todavía era su pequeña Jasy, la que él no quería mancillar. La obligó a sentarse en el borde de la litera y la acunó en sus brazos.

—No me temas, Jasy, te lo suplico. —Ella guardó silencio, los ojos fijos en los de él—. ¿Qué pasa? ¿Por qué me miras así? Seré paciente contigo, Jasy. Te lo prometo. Pero no me mires de ese modo.

—¿Aitor?

—¿Qué?

—¿Los esposos se besan como tú me besaste anoche en la torreta?

Una sonrisa ladeada fue despuntando en la comisura izquierda de Aitor. La mirada se le volvió socarrona, y Emanuela percibió que los latidos en esos lugares ocultos de su cuerpo adquirían una fuerza renovada.

—¿Cómo? ¿De este modo?

Recostada sobre el regazo de Aitor, acunada entre sus brazos, vio que él cerraba los ojos y se inclinaba hacia ella. Sin pensarlo, bajó los párpados en el instante previo a sentir el roce de los labios. Aitor los demoró allí un momento antes de moverlos con delicadeza. Le acariciaba los labios con los labios, los deslizaba sobre los de ella de una comisura a la otra, hasta que le apretó el inferior y lo succionó, con suavidad; igualmente, ella se sobresaltó. Emitió un gemido cuando la puntada entre las piernas se tornó insoportable y apartó la cabeza.

—No te asustes —le imploró él sobre la frente, y su aliento tibio le intensificó la tirantez en los senos—. Estás conmigo, entre mis brazos, sana y salva. Nunca tengas miedo si estás conmigo, Jasy.

—Está bien.

Aitor le estudiaba cada detalle del rostro y lo consideraba un tesoro que le pertenecía solo a él. Se quedó prendado de las medias lunas negras que formaban sus pestañas sobre la piel untuosa. La había conmocionado; no importaba, sabía que, al principio, sería así; le tendría paciencia. En ese momento, no obstante, el problema lo tenía él con una erección que volvería a desgraciarlo si no conseguía someterla. Se puso a pensar en lo vivido esa tarde, en el rollo, en el dolor de cada azote, en la humillación, en la ira.

—¿Eso que acabamos de hacer hacen los esposos, Aitor? —La vocecita de Emanuela lo trajo de nuevo a la realidad de esa celda inmunda que, paradójicamente, guardaría el recuerdo del mejor momento de su vida, cuando su Jasy le había confesado que él le hacía sentir lo que ningún otro, «cosquillas en el estómago».

—Eso y mucho más, amor mío.

—¿Más? —Él asintió—. Cuéntame.

—No estás lista aún, Jasy. ¿Te gustó el beso?

—Sí —admitió, y bajó las pestañas de nuevo, avergonzada—. Me gustaría que volvieses a besarme, si es posible.

No, no era posible si quería guardar la compostura. ¿Cómo negarle algo a ella? ¿Cómo negarle un beso después de haber deseado devorar su boca durante tantos años?

—Sí, amor mío, es posible. Pero no te asustes.

—No lo haré. Te lo prometo.

Descendió sobre su boca con lentitud y de nuevo se posó sobre ella con la gentileza de una mariposa sobre una flor. La esponjosidad de sus labios volvió a sorprenderlo, pues si bien los había imaginado tantas veces en la selva, mientras se masturbaba, le resultaron mucho más suaves, suculentos, dulces, mórbidos, y se trató de una revelación impactante pensar que solo le pertenecían a él, de que nadie los había probado antes y que nadie jamás los probaría; ese derecho lo ostentaba solo él. Sin darse cuenta, dominado por la felicidad y el deseo, profundizó el beso; sus labios abandonaron el simple contacto y devoraron los de ella. Entonces, cometió el error de pensar que un día le rodearían el pene y lo succionarían. Detuvo el movimiento de la boca, que se tensó sobre la de ella, apretó los párpados, hundió los dedos en la carne delgada que sostenía entre sus brazos y respiró con dificultad. Domar su erección se volvió una empresa condenada al fracaso cuando los dedos de Emanuela le rozaron el cuello y se cerraron en torno a su nuca, donde lo presionaron para que continuase.

—No, amor mío, no —jadeó sobre su boca, cuyos labios se separaron para emitir un sollozo, mezcla de vergüenza y decepción, y con el aliento le acarició los de él, húmedos de saliva, y Aitor decidió que no seguiría con esa tortura o la poseería sobre la litera, a ella, a un niña impúber que no sabía nada de nada.

Le retiró la mano de la nuca y se puso de pie. Se alejó hacia el extremo opuesto de la celda, mientras se refregaba la cara e inspiraba para calmar el pulso. La erección se había tornado dolorosa. Necesitaba un momento a solas. Al volverse, la encontró todavía donde la había dejado, sus ojos enormes fijos en él, quieta, con las manos tomadas bajo el mentón y una expresión de desconsuelo. Se aproximó en dos zancadas y la cobijó en su abrazo.

—¿Te toqué las heridas de la espalda? —se angustió—. ¿Te hice daño?

—No, no, no me hiciste daño, al contrario, me hiciste feliz, muy feliz, pero, ¿sabes, Jasy? Te amo tanto que me cuesta controlar lo que me haces sentir. Te deseo como nunca he deseado a nadie, y querría que hiciéramos cosas para las que no estás preparada. Por eso me aparto, porque no quiero forzarte, no quiero hacer algo de lo cual me arrepienta, no quiero asustarte, amor mío.

—Está bien. Pero ¿me aseguras que no te hice daño?

—Te lo aseguro, Jasy.

Bajó la vista y se estrujó las manos antes de preguntar:

—Aitor, ¿beso bien?

Atajó la carcajada antes de que escapase. No habría reído para burlarse, sino movido por la infinita ternura que ella le inspiraba. Le inspiraba tantos sentimientos, opuestos a veces. Le costaba entender que estuviese padeciendo esa calentura, que solo ella era capaz de causarle y que le pesaba entre las piernas, y, al mismo tiempo, sentir dulzura y deseos de acunarla como a un bebé. Le sujetó el rostro con las manos y la obligó a levantarlo; ella, de todos modos, le mezquinó los ojos y los mantuvo ocultos tras las pestañas.

—Mírame, Jasy. —Le obedeció—. Tu beso ha sido hermoso para mí. ¿Lo ha sido para ti? —Ella asintió con agitaciones rápidas y gesto de fascinación—. Gracias por habérmelo dado, amor mío. —La sonrisa de ella lo impulsó a sonreír a él también—. Ahora necesito que salgas un momento. Tengo que… usar eso. —Señaló el balde que Javier había enjuagado por orden de Emanuela.

—Está bien.

—Quédate junto a la puerta. No tardaré. No te alejes de allí.

—Está bien.

Le llevó apenas unos segundos alcanzar el alivio. Con el antebrazo izquierdo apoyado en la pared y la frente sobre este, se sobó con fricciones veloces, mientras volvía a fantasear con la boca de Emanuela en torno a su miembro erecto. Se mordió la carne mientras su simiente saltaba en chorros intermitentes en el balde. Se limpió el exceso con un lienzo, el que habían usado para envolver la vasija del guiso, y echó agua limpia para diluir el semen. Abrió la puerta y la atrajo hacia él con un tirón brusco. Emanuela cayó sobre su pecho, donde él la aplastó sin misericordia.

—Jasy, Jasy —susurraba con ardor, los labios pegados a la columna de su cuello, justo debajo de la oreja. A pesar del hedor de la celda, el perfume de ella perseveraba en ese lugar secreto. ¿Cómo sería el aroma entre sus piernas?

—¿Estás bien? —Se rebulló y buscó distanciarse. Le tocó la frente con actitud experta—. No tienes fiebre —anunció, con una sonrisa.

—No, ya no. Tú eres mi mejor medicina.

—Me gustaría que te recostases. No entiendo cómo puedes estar de pie. ¿No te duele la espalda?

—No.

—Acuéstate igualmente, por favor. Necesitas descansar.

—Tú también.

Emanuela lo tomó de las manos y, con una mirada y una sonrisa que lo aturdieron, caminó hacia atrás para guiarlo a la litera.

—Acuéstate —le ordenó, y él la complació con actitud sumisa.

Emanuela se arrodilló sobre el jergón, a la altura de la espalda de Aitor, y no se movió, ni pronunció sonido durante largos minutos. Al cabo, él experimentó una sensación cálida entre los omóplatos, que se expandió hacia arriba, hacia abajo y hacia los costados. Soltó un suspiro y se relajó. Quería observarla, pero no se atrevía a moverse por temor a romper la armonía que lo acunaba como agua tibia y fragante. Jasy estaba con él, encerrada en esa celda, lo había protegido con su cuerpo de los latigazos y lo había defendido con la fiereza de un yaguareté, lo había curado, le había prometido que sería su esposa y ahora le regalaba su don, ese que poseía desde pequeña y que la convertía en una santa. Pues esa santa era de él, y solo él le hacía sentir cosquillas en el estómago, y solo él la besaba en los labios y ella disfrutaba. El amor que Jasy le profesaba, a él, al luisón del pueblo, a la criatura de alma negra, era su tesoro más preciado. El amor de Jasy era su orgullo.

Lo sorprendió cuando se inclinó sobre su mejilla y lo besó, no una vez, sino varias veces, pequeños besos depositados en su mejilla y en el filo de la mandíbula, y en la sien, y en el costado de la nariz. De modo mecánico, cerró los ojos y entreabrió los labios. La calma lograda al aliviarse era aniquilada por una simple ringlera de besos, y, cuando ella le besó la oreja y le susurró: «Te amo, Aitor. Te amo más que a mi vida», su pene se encabritó con bríos renovados. Por mucho que hubiese decidido apartarse de Olivia, tendría que recurrir a ella. Era insensato volver al monte con esa calentura. La aplacaba o terminaría por asestarse un hachazo en la pierna.