CAPÍTULO
XVI
Lope de Amaral y Medeiros se detuvo en el borde de la roca que se suspendía sobre el despeñadero. Le resultó una burla que, en esa instancia final de su vida, por primera vez no le temiese a la altura, ni al agua que corría debajo. Se trataba de una sensación magnífica, liberadora, que lo hacía sentir vivo. Sonrió con aire sarcástico. Lo hacía sentir vivo en el instante en que estaba por morir. La paradoja lo distrajo unos momentos, aunque enseguida regresaron para atormentarlo los pensamientos que lo habían conducido hasta ese sitio, al que, desde niño, evitaba acercarse por temor. Su madre le había repetido que no trepase a la roca, y él había obedecido, no por respetar el mandato, sino porque sentía pánico.
El miedo había sido su compañero a lo largo de dieciocho años. Pensar en otros dieciocho años con él a su lado le resultaba intolerable. Solo con Manú habría reunido el coraje para transcurrirlos. Ella, que lo había ayudado a acabar con el problema de la orina nocturna, habría sido capaz de ayudarlo con cualquier problema. Era tan delicada y fuerte al mismo tiempo; femenina y valiente; comprensiva y firme. La admiraba, la amaba, la respetaba. No sentía por nadie lo que por ella, y le estaba agradecido por haberle hecho conocer un sentimiento tan profundo y vivificador. Emanuela, sin embargo, le había asegurado que no lo amaba. «No te amo, Lope, no como tú pretendes». Lo quería y atesoraba su amistad, pero a él no le bastaba. Quería que lo amase. Sin embargo, en ella no existía una gota del amor apasionado que a él estaba ahogándolo.
Igualmente y en nombre del amor de Emanuela, había enfrentado a su padre el día anterior para comunicarle su decisión de cancelar la boda con Ginebra. Estaba al tanto de que habían gastado más de cinco mil pesos en Buenos Aires, y que el vestido de su futura esposa se confeccionaría con el mejor raso y el más fino encaje, y que el ajuar era de los más completos que podían reunirse, con sábanas de lino bordadas, piezas del mejor algodón de Castilla, camisones de delicada holanda, un conjunto de peine, cepillo y espejo en plata labrada, un recado de escribir con tintero en alabastro, sello con las iniciales G, A y M, por Ginebra de Amaral y Medeiros, y papel con el escudo de los Calatrava, hasta una tina enorme de latón, esmaltada de blanco, donde Ginebra tomaba sus baños desde que había regresado de la ciudad. No obstante, el objeto más costoso que su tío Edilson había conseguido —fruto del contrabando, no cabía duda— y que su padre había pagado sin inmutarse, lo constituía un aderezo de collar, arracadas, imperdible, pulsera y rascamoño de topacios, que, admitía, le iba muy bien a Ginebra, sobre todo en el conjunto de su piel blanca y sus cabellos tan oscuros.
Sí, don Vespaciano había invertido una pequeña fortuna para llevar adelante ese matrimonio. No sería fácil convencerlo de abandonar la farsa cuando, para su padre, lo más importante era el dinero. Durante todo un día estuvo reflexionando sobre la posibilidad de pedirle ayuda a Ginebra, que no demostraba por su futuro suegro el mismo pánico que él. Enfrentarlo con ella a su lado le facilitaría el trago amargo. Estaba seguro de que ella no lo amaba y de que rechazaba esa unión tanto como él. Sin embargo, esa noche, mientras cenaban en silencio, Lope la observaba, bellísima en uno de los trajes que su madre Florbela le había confeccionado con la sarga azul adquirida en Buenos Aires, y desistió. A pesar de que habían pasado la mayor parte de su vida juntos, se daba cuenta de que no la conocía, y de que sería difícil lograrlo. Era medida, reservada y misteriosa. Jamás perdía los estribos, ni se enojaba, ni se alteraba. Tampoco la asaltaban las ganas de reír, ni de corretear, ni de hacerle cosquillas o gastarle bromas. Había una firmeza y determinación en su índole que lo asustaba, como aquel domingo que, con ardides, lo condujo hasta el arroyo, sabiendo que tenían prohibido alejarse del perímetro del casco de la estancia. Le estaba agradecido; por ella, había conocido a Manú. No obstante, su futura esposa constituía un misterio que lo intimidaba.
Ginebra jamás habría colaborado para acabar con su boda, no solo porque para ella, una recogida, hija de un traidor que desde hacía quince años se pudría en una cárcel de Lima, unirse a la fortuna de los Amaral y Medeiros le otorgaba la seguridad que se le había negado desde pequeña, sino porque no habría contradicho la voluntad de doña Nicolasa así hubiese tenido que morir para satisfacerla. La relación de esa madre y de esa hija se había transformado en otro misterio para él. Resultaba contradictorio que una joven tan decidida e inteligente como Ginebra cumpliese a rajatabla los designios de doña Nicolasa cuando, muchas veces, contrariaban los de ella. No obstante, resolver el enigma que encarnaban no le interesaba.
Ginebra quedaba fuera; no encontraría en ella la aliada que necesitaba. ¿Y su madre? Florbela lo amaba con un cariño tierno que se había convertido en el lenitivo para calmar el dolor causado por el desamor y la incomprensión de su padre. Con todo, ¿cómo lo ayudaría una mujer que, día a día, se apagaba frente a sus ojos? Años atrás, cuando todavía contaba con la energía para plantarse frente a su marido, Lope habría albergado una esperanza. En ese momento, involucrarla en un conflicto como el que se avecinaba sería cruel.
Por fin, decidido a enfrentar a Vespaciano de Amaral y Medeiros, le había pedido que lo recibiese en su despacho después de la cena. Bebió a escondidas unos sorbos del brandy que su tío Edilson les había traído de regalo, se acomodó la chupa y el lazo de su camisa y llamó a la puerta. Solo bastó que la voz de su padre tronase «¡Adelante!» para que un temblor lo recorriese, ese temblor que luego se le alojaba en la lengua y lo avergonzaba haciéndolo tartamudear.
—¿Qué deseas, Lope? —quiso saber Amaral y Medeiros, sin invitarlo a sentarse, ni levantar la vista del documento que leía.
—Hablar con vos, padre —dijo en castellano, el idioma que empleaba para dirigirse a sus mayores.
—Habla. Deprisa —añadió—. Estoy ocupado.
Lope inspiró profundamente y carraspeó.
—Yo-yo…
—No empieces con tu tartamudeo que no seré capaz de digerir la cena.
—No-no pue-do evitarlo.
—¡Trata de evitarlo porque me fastidia! ¿Qué quieres? —insistió.
—Quie-ro can-can-ce-lar la boda.
Amaral y Medeiros se puso de pie y la butaca tambaleó detrás de él.
—¡Qué diantres has dicho! Con toda esa temblequera no sé si he comprendido bien. ¿Has dicho que quieres cancelar la boda?
Lope ni siquiera asintió. Paralizado por el miedo, se quedó mirando a su padre con el aliento contenido y sin pestañear.
—¿Has dicho que quieres cancelar la boda?
—Sí.
—¿Has perdido la cordura?
—No.
—¿Por qué diantres quieres cancelar la boda?
—Por-porque no-no a-a-mo a Gi-gi-ne-bra.
Amaral y Medeiros lo observó con una mueca que delataba su confusión.
—¿Que no amas a Ginebra? ¡Y qué mierda importa si la amas o no la amas! —estalló el hombre, y Lope dio un paso atrás cuando su padre rodeó el escritorio y se detuvo frente a él—. ¡Qué mierda importa! —reiteró—. Tú te casarás con quien yo diga porque solo yo sé lo que te conviene. Eres un niño todavía, sin las pelotas ni el discernimiento para decidir con sensatez. Has tenido suerte, pues Ginebra es una hembra bellísima, además de callada y prudente. No será un inconveniente vivir con ella. ¿Y tú me dices que cancelarás la boda? ¡Exijo saber por qué! ¡Dime por qué!
Lope se mordía el labio inferior y apretaba los puños para sofrenar los espasmos que lo recorrían de pies a cabeza. No habría podido hablar; le faltaba el aire y la lengua se le había vuelto de piedra.
—¿Acaso mis sospechas son ciertas y eres un manflorón?
«¿Un manflorón? ¿Qué es eso?»
—¿Se trata de eso, Lope? ¿Te calientan los hombres?
«¡Qué!» Al pánico se le sumó la sorpresa, y esto no lo ayudó para controlar el caos en que se convirtió su cuerpo. Amaral y Medeiros lo observaba con desprecio y disgusto, y él no acertaba a mover los labios para sacarlo de su error.
—¡Eres la desgracia más grande que pudo haberme caído encima! —A la declaración le siguió una bofetada de revés que volvió negra la realidad en torno a Lope. El anillo de su padre le había mordido la carne del labio, que sangraba profusamente. Él no lo notaba. Permanecía allí, de pie, con la cara aún de costado y la mano apoyada donde el calor y el dolor le señalaban el centro del golpe.
—¡Qué has hecho, Vespaciano! —Escuchó la voz alterada de su madre, y un taconeo le advirtió que se aproximaba. Siguió congelado, incapaz de mover un dedo. No levantó los párpados, ni se quitó la mano del rostro al sentir las de ella en sus brazos. Se dejó conducir fuera.
En el borde del despeñadero, Lope evocaba el doloroso encuentro de la noche anterior y sollozaba. La vista del río algunas varas más abajo se había enturbiado a causa de las lágrimas que le acariciaban las mejillas y morían en su boca. El escozor que le causaban las que terminaban tocándole la herida del labio le recordaba que la decisión que había tomado era justa. Aunque su alma se condenase para la eternidad y su cuerpo jamás descansase en un camposanto, debía partir. La idea de retornar a su casa, al desprecio de su padre, a la mirada triste y lánguida de su madre, al reproche en los ojos de Ginebra y de doña Nicolasa, resultaba intolerable. Tal vez, se planteó con un espíritu desafiante, todo ese cuento del infierno no era más que eso, un cuento. Tal vez del otro lado no había nada, solo silencio y oscuridad. ¿Quién podía afirmarlo? ¿Quién había ido y regresado para contarlo? De igual modo, prefería irse a quedarse, fuera como fuese lo que lo aguardaba después de la muerte. En ese mundo solo habría miedo, tristeza y soledad.
Inspiró profundamente y saltó.
* * *
Aitor se acuclilló en la orilla y se observó en la superficie mansa del agua. Se rascó la barba crecida y se estudió los tatuajes del rostro; los de los brazos lo tenían sin cuidado. A medida que se aproximaba a San Ignacio Miní, a la inquietud de no saber con qué se encontraría y cuál sería la reacción de Emanuela se le sumaba las ansias por tenerla entre sus brazos. Soliviantaba los caballos para acelerar el paso, y al cabo los sofrenaba. Así había sido durante las últimas leguas.
Al despedirse de su familia abipona poco más de un mes atrás, había deseado poseer alas para llegar en pocas horas junto a su Jasy. Una vez tomada la decisión de regresar y después de haberse asegurado de que la amiga de su prima no esperaba un hijo suyo, nada ni nadie lo habría detenido. Su abuelo, por ejemplo, intentó hacerle razonar que implicaba un gran riesgo volver cuando había transcurrido poco tiempo —de hecho, solo seis meses— desde el asesinato de la esclava. De seguro, la milicia todavía lo buscaba y se mantenía alerta. Entre los abipones, aislado del mundo de los blancos, nadie le haría daño, nadie iría a buscarlo hasta allí porque los militares sabían que, para penetrar en su territorio, primero tenían que negociar con el cacique Icholay. Aitor, no obstante, se mantuvo firme. Un mecanismo se había disparado dentro de él y resultaba imposible detenerlo. Era como si se hubiese despertado de un sueño, más bien de una pesadilla, y pretendiese seguir con su vida como antes de dormirse. Le costaba entender cómo había superado esos meses lejos de ella, sin noticias, arriesgándose a que se la quitaran, el obispo de Asunción, el provincial de los jesuitas, o quien diantre fuese. Cierto que, en esa madrugada del 5 de agosto, huir se había presentado como la única opción para salvar el pescuezo. En ese momento, sin embargo, volver era lo único que contaba.
Igualmente, despedirse de su abuelo, de sus tíos y primos no resultó fácil porque el lazo de afecto que los unía era genuino. Se respetaban, admiraban y querían. Jamás olvidaría que, sin conocerlo, lo habían acogido con afecto y lo habían hecho sentir parte de la familia, una experiencia nueva para él.
—Regresa cuando lo desees, Aitor —le había expresado Icholay—. Siempre serás bienvenido por el pueblo de tu madre.
—Gracias, abuelo.
—Y trae a tu mujer —lo instó su tío Payquín—. Ella también será bienvenida. Y la trataremos como a una de las nuestras.
—Gracias, tío.
—Hijo, me saludas a mi madre y a mis hermanas —le pidió su tío Añapiré—, y les dices que las echamos de menos, que cuándo se vendrán para visitarnos.
—Lo haré, tío.
Se dio un fuerte abrazo con sus primos favoritos, Quebadín, Navedañac y Nedlanigrín, saludó al resto del pueblo desde su montura y partió.
Un sonido sobre su cabeza lo sacó de las reminiscencias. Levantó la vista y descubrió a un hombre en una roca. Enseguida, sin abandonar su postura en cuclillas, se retrajo con sigilo y se ocultó tras un sarandí espeso de hojas y flores. Desde allí, se abrió un resquicio entre el follaje y observó. ¿Lope? ¿En verdad se trataba de Lope? ¿Qué hacía al borde de la roca? Desde esa distancia resultaba difícil ver en detalle su gesto, aunque daba la impresión de que un ceño profundo le volvía seria la expresión, que Aitor recordaba sonriente y amigable. ¿Por qué se detenía tan cerca del despeñadero? ¿Y si resbalaba? El muy marica no sabía nadar, sin mencionar que esa parte del Yabebirí era poco profunda y ocultaba piedras filosas.
Soltó una exclamación al verlo saltar. Abandonó su escondite y corrió hacia la orilla. El arroyo aún vibraba con el impacto, pero Lope no emergía. Aitor se quitó la camisa y se arrojó al agua. Nadó con brazadas rápidas hasta el sitio donde lo había visto caer y se sumergió. El agua, enturbiada por el movimiento, le dificultaba la búsqueda. Agitaba los brazos, que golpeaban con las rocas puntiagudas. No desistiría, él debía de estar por allí. La corriente, suave en ese recodo, no podía haberlo arrastrado muy lejos. Emergió, inspiró profundamente y volvió a sumergirse. Se movió en dirección al curso del agua, mientras tanteaba a ciegas. Sus dedos se enredaron en algo. En un primer momento creyó que eran las raíces de un camalote; enseguida se dio cuenta de que eran los rizos largos de Lope. Tiró con fuerza y lo sacó a flote. Le cruzó el brazo por el pecho, le calzó la mano en la axila y nadó hacia la orilla. Si bien era alto, Lope tenía una contextura delgada; igualmente, arrastrarlo a la orilla no fue fácil pues se había convertido en un peso muerto. Lo recostó sobre su estómago y le golpeó la espalda para que escupiese el agua que había tragado. Con cada puñetazo que asestaba, lo llamaba con voz de comando.
—¡Lope! ¡Vamos! ¡Lope!
El muchacho tosió, y vomitó agua, que se mezcló con la sangre que le manaba de la frente, donde se había golpeado con una roca bajo el agua. Aitor lo giró después de asegurarse de que no escupiese más agua. Lope aleteó las pestañas y le llevó unos segundos enfocar la vista.
—¿Aitor? —murmuró antes de que los ojos se le pusiesen en blanco y volviese a perder la conciencia.
—¡Mierda!
No podía abandonarlo. Moriría si no lo asistían y se convertiría en el manjar de un yaguareté o de algún otro felino, un margay tal vez. Aunque Lope no le caía en gracia, sobre todo por el modo en que miraba a su Jasy, lo ayudaría. Después de todo, era su medio hermano.
Lo arrastró hasta su caballo de reserva, al que obligó a arrodillarse sobre los cuartos delanteros para facilitarle la tarea de cruzarlo en el lomo. Guió al animal con lentitud para que se levantase. Saltó sobre su montura y tiró de la reata. No se atrevía a acelerar el paso por temor a que el cuerpo resbalase y cayese. No podían estar muy lejos de Orembae. Lope había llegado a ese sector del arroyo caminando, puesto que él no había visto un caballo en las cercanías. En tanto columbraba el camino en busca de la dirección correcta, Aitor se preguntaba si el muchacho habría saltado para quitarse la vida. ¿O tal vez para aprender a nadar? Le resultó un método demasiado drástico para una personalidad apocada como la del muchacho de Orembae.
A lo lejos avistó una cúpula con una veleta y supo que su orientación no le había fallado. A riesgo de perder su carga, apresuró el paso. Quería entregar a Lope al primer peón con que se cruzase y abandonar Orembae lo más rápido posible. No quería toparse con el capataz, ni con el patrón. Con su padre, pensó. Otro padre que lo odiaba y que lo despreciaba y que lo habría entregado a los milicianos con gusto.
—¡Carajo! —masculló, porque ese contratiempo con Lope implicaba un gran riesgo, y él solo deseaba aproximarse a San Ignacio Miní y hallar la forma de entrar en contacto con Jasy.
Se detuvo en los lindes del casco de la hacienda y columbró en torno. Eran las primeras horas de la tarde. Tal vez la familia dormía la siesta. Soliviantó los caballos, que avanzaron a un trote veloz. Aitor echaba vistazos hacia atrás y se preocupaba por los saltos que daba el cuerpo inerte de Lope sobre la montura. Se frenó al avistar a un indio joven, un muchachito más bien, y silbó para atraer su atención. El chico frenó en seco, se hizo sombra con la mano y luego corrió hacia él.
—¿Quién eres? —preguntó, y, al reconocer el cuerpo en el otro caballo, vociferó—: ¡Patroncito Lope! ¿Qué le has hecho al patroncito?
—Nada le he hecho. Y deja de gritar como una mujercita. Lo saqué medio muerto del agua. Cayó de cabeza y se golpeó con una piedra.
—¡Oh, Dios mío! ¿Está muerto?
—No lo sé —admitió, con impaciencia—. Vamos, ayúdame a bajarlo. Tengo prisa.
Se deslizó de la montura y caminó con rapidez hasta el caballo de reserva. El indio, de unos trece, catorce años, resultó más un estorbo que una ayuda, por lo que Aitor, luego de insultar entre dientes, le dijo que mantuviese quietas las manos.
El grupo de jinetes que se aproximó al galope lo pescó justo en medio de la maniobra para bajar al malherido. Lo habría soltado y montado en su caballo para huir como alma que lleva el diablo si, al hacerlo, no hubiese existido el riesgo de que el «patroncito» se quebrase el cuello. Ya lo culpaban de un asesinato que no había cometido; no le endilgarían un segundo. Conservó la calma y se concentró en lo que estaba haciendo. Luego lidiaría con los hombres que se aproximaban.
—¿Qué está sucediendo aquí? —La voz de Amaral y Medeiros era inconfundible, profunda, tronadora, amenazante; a él, sin embargo, no le causó miedo.
—¡El patroncito Lope ha tenido un accidente! —informó el muchachito—. Este hombre acaba de traerlo, patrón.
—¡Ayúdenlo! —ordenó Vespaciano, y varios jinetes desmontaron y se hicieron cargo del cuerpo de Lope—. ¡Llévenlo a la casa! ¡De inmediato!
Vespaciano de Amaral y Medeiros dio media vuelta para interrogar al desconocido y se quedó de piedra. ¿Era él? Estaba muy cambiado, tenía un aspecto salvaje y descuidado, con tatuajes en el rostro que le volvían fiera la expresión. Lucía más fornido, más maduro, más hombre. Sus ojos, esos de los iris amarillos que tanto lo habían impresionado, seguían siendo los mismos. El corazón le saltó en el pecho, como reacción a la alegría y al orgullo que experimentó al verlo.
—¿Aitor? ¿Eres tú?
Sin responder, Aitor se trepó sobre su montura para escapar. Amaral y Medeiros atinó a sujetar las riendas. El animal se encabritó, y Aitor casi perdió el equilibrio.
—¡Déjeme ir!
—¡Aitor, escúchame!
—¡Suelte las riendas! —exigió, y lo amenazó con el cuchillo.
—Aitor, escúchame.
Una nota inusual en el timbre de la voz de ese hombre lo hizo detener el forcejeo.
—Sé que estás pasando por un mal momento. Tu pa’i Ursus me lo confió. Quiero ayudarte. Por favor, permíteme ayudarte. ¿Me recuerdas? ¿Sabes quién soy?
Aitor lo fulminó con un vistazo y asintió rápidamente antes de preguntar:
—¿Por qué querría ayudarme después de lo que le hice?
—No importa lo que hiciste. Eso quedó en el pasado. Además, fue justo que salvaras a esa joven india de la lujuria de mi capataz.
—Eso no explica por qué quiere ayudarme. Estoy seguro de que es una trampa para entregarme a la milicia.
—¡No! No, Aitor —repitió, con menos vehemencia—. Te juro por la vida de mi hijo, el que acabas de devolverme malherido, que jamás te haría daño.
—¿Por qué quiere ayudarme?
Amaral y Medeiros guardó silencio durante unos segundos. Se observaron fijamente, como entregados a un duelo de voluntades.
—Porque me considero un buen juez en materia de hombres, y sé que tú eres uno de valía, de esos que trabajan duro y que no le temen a nada. Te quiero aquí, en Orembae. Quiero que trabajes para mí.
Aitor no confiaba en ese hombre, por eso le costaba rendirse a la sinceridad que trasuntaban sus ojos azules, esos que semejaban tanto a los de su Jasy. Asintió con una expresión severa y de ceño muy apretado, y se deslizó fuera del caballo.
—¡Bravo, muchacho! —Amaral y Medeiros exclamó en castellano y lo palmeó en el hombro. Él se apartó; no quería que lo tocase.
—Oiré lo que tiene para ofrecer. Es lo único que prometo.
—Me parece justo. ¡Morales! —llamó sin apartar la mirada sonriente de Aitor—. Ocúpate de los caballos de nuestro visitante. Pásales la almohaza como se debe y les das de comer y beber.
—Sí, patrón.
—¿Qué le ha dicho? —desconfió Aitor, pues Amaral y Medeiros se había expresado en castellano.
—Que cepille bien a tus caballos y que les dé de beber y de comer.
—Dígale que no se los lleve lejos. Mi conversación con usted podría durar muy poco.
Amaral y Medeiros rio por lo bajo y con sarcasmo antes de indicar a Morales lo que le había pedido Aitor, que se apresuró a desatar los morrales y echárselos al hombro. Caminó detrás de su anfitrión con el arco cruzado en el pecho y el cuchillo en la faja de sus calzones. Después de trasponer un portón de cedro empotrado en una pared enjalbegada de más de un vara de ancho y más de cinco de altura, entraron en un perímetro muy cuidado en el que se avistaba la casa de una planta, de paredes blanqueadas a la cal, enrojecidas cerca del suelo, y con tejas en el techo. La cúpula que había avistado a lo lejos pertenecía a la capilla, erigida a un costado de la propiedad. A la casa, la circundaba una galería con recios horcones de lapacho a modo de columnas para sostener la saliente, y piso de lajas rojas. Varias contraventanas, con rejas de hierro forjado y colocadas a tramos en el extenso muro, conducían al interior de la casa. Aitor admiró las grandes placas de vidrio que cubrían esas extrañas puertas que parecían ventanas; en la misión, el vidrio solo cubría las ventanas de las casas de los padres, que eran pocas y de un tamaño mucho menor que el de esas. También lo impresionó el piso de madera que tocaron sus pies al entrar. Nunca había visto algo así. Observó en torno, pasmado e incapaz de absorber en tan poco tiempo cada elemento y cada detalle: los muebles, los adornos de plata, los cuadros, las alfombras, las lámparas. Amaral y Medeiros se alejaba a paso enérgico, indiferente al boato que lo circundaba. Sin duda, para él, ese sitio era cosa de todos los días.
Había un agradable aroma, no a humo ni a comida, como en su casa de la misión o en la choza de su abuelo Icholay, sino a cera de abejas y a flores. Quería brindarle algo similar a su Jasy. Ella debía convertirse en la reina de un palacio tan magnífico como ese. Quería dárselo, ponerlo a sus pies, verla abrir grandes los ojos azules, quería asombrarla, causarle admiración y respeto, quería merecerla, a su princesa blanca con el alma guaraní. El deseo lo sorprendió, y se detuvo al percibir como si un puño se hubiese cerrado en torno a su corazón.
—Aitor —escuchó decir a Amaral y Medeiros—, pasa, muchacho.
El hombre, de pie bajo el dintel de una puerta de madera oscura, lo aguardaba con mirada anhelante. Lo incomodaba un poco que lo contemplase de ese modo; se sentía más a gusto con el prepotente hacendado que había marchado por la avenida principal de San Ignacio Miní. Caminó hacia él y entró en una habitación que no lo impresionó menos que la anterior. Los muebles no lo sorprendían tanto, porque se parecían a los que su tío Palmiro confeccionaba en la ebanistería; en realidad, lo que le quitaba el aliento era verlos en ese contexto, sobre esos pisos de largos tablones de madera encerada y con tantos adornos. Al girar y descubrir la biblioteca, más alta y más ancha que la de la misión, colmada de libros, estuvo seguro de que esa habría sido la habitación favorita de su Jasy. Al recordar el pequeño estante que su tío Palmiro le había confeccionado y colgado sobre la cabecera de su cama, en el que Jasy había acomodado sus pocos libros, Aitor percibió que se le formaba un nudo en la garganta.
—¿Te interesan los libros, Aitor?
—No —dijo, con voz enronquecida.
—A mí tampoco —admitió el hacendado, con tono risueño—. Pero a juzgar por el modo en que los miras, se diría que sí. —Aitor le clavó la vista y no comentó—. La mayoría de estos libros pertenecen a Lope y a mi mujer. Ellos son los que leen en esta casa, no yo.
Se escuchó un taconeo, y la puerta del despacho se abrió de golpe.
—¡Vuesa merced! —exclamó Florbela—. ¡Han traído malherido a mi pequeño Lope! ¡Ha caído al…! —La mujer se detuvo al descubrir a Aitor detrás de ella y retrocedió en un acto reflejo, acobardada por el aspecto brutal de su gesto. Con todo, no conseguía apartar la vista de esos ojos de una tonalidad que no terminaba de discernir en la penumbra del despacho.
Aitor la estudió sin recato y lo primero que pensó fue que la mujer estaba a punto de desvanecerse. El pecho se le agitaba con una respiración rápida e irregular, y las mejillas sumidas y los círculos violeta en torno a los ojos le pronunciaban el aspecto enfermizo.
—Este valeroso muchacho trajo a nuestro Lope a casa, mi señora.
—¡Oh! ¿Dónde lo encontró…, señor?
—No habla el castellano, Florbela. Solo guaraní.
La mujer, que, con los años y la ayuda de su hijo, había aprendido los rudimentos del idioma autóctono, reformuló la pregunta.
—Lo vi en una roca, una que asomaba a un despeñadero bastante alto. Yo me encontraba en el arroyo, desde allí lo vi. Resbaló y cayó al agua.
—¡Oh, qué desgracia! ¡Mi pobre niño!
—Lope no sabe nadar —apuntó Amaral y Medeiros, con el semblante de pronto sombrío.
—Lo saqué desmayado del agua. Se había herido en la frente con una piedra.
—¡Gracias! —Florbela se olvidó de su pánico inicial y estiró las manos en un acto reflejo para tocar las de Aitor, pero las retiró antes de rozarlo, en parte al darse cuenta de su exabrupto, también a causa de la mirada endurecida que el muchacho le dirigió—. ¡Gracias! —repitió, casi sin aliento, y se quedó mirándolo—. ¿Cómo podemos pagarle por lo que ha hecho por nuestro único hijo?
—Con nada, señora.
—¡Pero usted le ha salvado la vida!
—¿Cómo se encuentra Lope, mi señora? —intervino Amaral y Medeiros, en un tono que no disfrazaba el fastidio que le ocasionaba la agitación de su mujer.
—Ya despertó y la herida no sangra. Le duele mucho la cabeza y está un poco confundido. Me gustaría ir por el padre Johann a la misión. Podríamos traerlo y pedirle que pase la noche aquí, para controlar a Lope.
Aitor se tensó al oír el nombre del padre Bansué. No estaba preparado para enfrentar a los de la misión. Al meditar que, cuando el médico holandés llegase, él se habría ido, se relajó.
—¿Para qué molestar al padre Johann? —se ofuscó Amaral y Medeiros—. El viaje desde la misión es de varias horas. Si Lope recuperó la conciencia y solo tiene un dolor de cabeza, no será necesario.
—Pero…
—Basta, Florbela —masculló en castellano—. Ve con tu hijo y dale de beber una de tus tisanas. Ahora, si me permites, me gustaría seguir hablando con el muchacho.
—Como ordenéis, mi señor. —Se giró hacia el héroe de la jornada y, con una sonrisa que no se le reflejó en la mirada, le preguntó—: ¿Cuál es su nombre, señor?
—Aitor —dijo simplemente.
—Aitor, le debo la vida de mi hijo. Mi reconocimiento hacia usted será eterno. Gracias.
Siempre severo, con el entrecejo fruncido y con los labios apretados, inclinó la cabeza en silencio. La observó retirarse, y aunque en un primero momento lo había golpeado su aspecto enfermizo, durante la conversación había admirado sus modos refinados y su educada gentileza. No habría sabido describirla, ni a los costosos ropajes que la cubrían, ni a las joyas que le proporcionaban brillo, ni al peinado de complicada manufactura, pero deseó prodigar a su Jasy con esa riqueza para convertirla en una dama distinguida como doña Florbela.
—Aitor —habló Amaral y Medeiros—, por favor, toma asiento. Te pido disculpas por la interrupción de mi esposa.
Aitor estudió la butaca de cuero mullido. Se quitó el arco que le cruzaba el pecho y el carcaj a sus espaldas y los apoyó contra el escritorio, al alcance de la mano. Se sentó con movimientos cautos. La silla, con brazos y respaldo, era cómoda, muy cómoda, debió admitir. Un asiento como ese podía volver flojo al más sacrificado.
—Dices que mi hijo resbaló de la roca.
—Sí. —Mentía, y sospechaba que Amaral y Medeiros lo olfateaba; era pícaro ese criollo. No obstante, el instinto, ese que él respetaba desde pequeño, le indicaba que no revelase que había visto saltar a Lope a una muerte segura.
—Qué muchacho tan idiota. Aproximarse a un peñasco…
—Necesito que me diga cómo pretende ayudarme. Llevo prisa.
—Sí, sí, por supuesto. Te ofrezco mi protección.
—Yo no necesito la protección de nadie. Desde que me acuerdo, me protejo solo.
«Y a ti, ¿quién te cuida, Aitor?» La pregunta de Jasy, la que le había formulado tiempo atrás, cuando aún era una niña, lo sorprendió en esas extrañas circunstancias. «Yo me cuido solo, Jasy». «Yo rezo por ti, para que Tupá te cuide. Lo hago todas las mañanas y todas las noches. Y también cuando le rezamos el ángelus a Tupasy María, pienso en ti».
—¿Aitor, me oyes? —Enfocó la vista en su anfitrión y asintió—. Sé que te proteges solo desde tu infancia —reiteró Vespaciano—. No tengo duda de ello. Pero también sé que la milicia te persigue…
—Yo no asesiné a nadie.
—Lo sé y te creo, pero Ursus me refirió que las pruebas en tu contra son aplastantes y, en tanto se descubra al culpable, tú necesitas esconderte. Yo te ofrezco un sitio donde esconderte. Y también te ofrezco trabajo con una buena paga, casa y comida.
—No.
Se puso de pie, y Amaral y Medeiros reflexionó que si bien no era tan alto como él, desde esa posición, lucía poderoso gracias a sus hombros anchos, sus fuertes brazos, el pelo largo y los tatuajes en el rostro.
—¿No aceptas? —Se puso de pie a su vez.
—Le agradezco, pero no. Tal vez en usted podría confiar, pero jamás confiaría en su capataz. Él me la tiene jurada y, a la primera, me entregará a la milicia.
—Domingo Oliveira hará lo que yo le ordene. De hecho, él y un grupo de mis hombres hace semanas que rastrillan diversas zonas, buscándote.
Aitor levantó las cejas, incapaz de disimular la sorpresa.
—¿Por qué?
—Porque desde que Ursus me dijo que estabas en aprietos, fue mi deseo ayudarte.
—¿Por qué?
—Ya te lo dije —expresó Amaral y Medeiros, con aire impaciente—. No me gusta que un buen ejemplar de macho se desperdicie. Aquí necesito hombres fuertes y valientes para el trabajo. Y te aseguro, no es fácil conseguirlos. Desde que los jesuitas los redujeron a ustedes, los guaraníes, la mano de obra se ha vuelto más escasa que el oro. Y sin hombres que recolecten la yerba, el tabaco y la caña, o que asistan el rodeo, yo acabaría en bancarrota.
Aitor se preguntó si algún día ese hombre se avendría a confesarle que era su padre. No, nunca lo haría. Amaral y Medeiros no se arriesgaría. Él constituía la prueba viviente de su traición. Si su mujer, esa distinguida señora, se enteraba del desliz que su esposo se había permitido con una india, con un ser tan inferior, no se lo tomaría a bien, y Amaral y Medeiros era del tipo práctico, que no se complicaba la vida con sentimentalismos.
—Si me quedase a trabajar en su propiedad, no aceptaría órdenes de su capataz.
—No lo harás. Trabajarás a mi lado. Quiero que conozcas el funcionamiento de Orembae tan bien como yo. —Al verlo vacilar, Amaral y Medeiros le propuso—: Quédate por un tiempo, mientras decides qué hacer con tu vida. Ahora no es sensato que te aparezcas por la misión. Si muestras el pico, te caerán encima.
—No es tan fácil atraparme —se jactó, con una sonrisa ladeada, que pareció agradar al patrón porque sonrió a su vez con aire divertido.
—Quédate.
Aitor lo miró fijamente. Aunque su razón le dictaba que se marchase, el instinto le susurraba que confiase. Amaral y Medeiros nunca se comportaría como un padre; no obstante, se mostraba dispuesto a ayudarlo, y, en honor a la verdad, él necesitaba ayuda.
—Está bien.
—¡Bravo! —exclamó de nuevo en castellano, y Aitor se preguntó qué significaba esa palabra.
—Pero antes quiero ir a la misión para enterarme de cómo van las cosas por allá.
—No. Es muy riesgoso. Yo enviaré una carta a Ursus y, cuando recibamos la respuesta, sabremos a qué atenernos.
Amaral y Medeiros caminó hacia un mueble donde Aitor distinguió una botella de largo cuello de vidrio; jamás había visto algo similar. Contenía un líquido de color ámbar.
—¿Te bebes un brandy conmigo? Es de la mejor calidad.
—¿Qué significa… brani?
—Brandy. Es una bebida espirituosa. Una bebida con mucho alcohol —aclaró—. Se hace con la uva y su sabor es único.
—Está bien.
Amaral y Medeiros vertió una medida en dos vasos de estaño y le entregó uno a Aitor, que la olfateó antes de echársela al coleto de un trago. Le ardieron los ojos y percibió una quemazón en la garganta. Tan fuerte como la chicha, se dijo, aunque sabía mejor.
—¿Bueno?
—Sí.
—¿Otra?
—No. —Su ayuno se venía prolongando desde hacía horas, y necesitaba la mente despejada para lidiar con un pícaro como Amaral y Medeiros, que en ese momento le observaba los tatuajes sin prudencia.
—¿Por qué llevas tatuado el rostro?
—Viví un tiempo con los abipones.
—Los abipones —repitió en voz baja, mientras se acariciaba el mentón—. Son una tribu de bravos guerreros, implacables, sin piedad. Los militares no se atreven a enfrentarlos, ni a invadir su territorio. Habilísimos jinetes. Un teniente amigo mío, que vive en Corrientes, siempre menciona con reverencia a un cacique abipón. Un tal… Icha… Iche…
—Icholay.
—¡Exacto!
—Es mi abuelo. El padre de mi madre.
Las cejas de Amaral y Medeiros se dispararon en un gesto de inequívoca sorpresa, quizá de admiración, conjeturó Aitor.
—Sangre de guerrero corre por tus venas, muchacho —expresó, con timbre jactancioso, que provocó una inesperada oleada de orgullo en Aitor.
—Sí.
Llamaron a la puerta, que se abrió sin esperar la autorización. Un hombre alto, de contextura fuerte, vestido con una camisa blanca de fino algodón y unos calzones de damasco verde oscuro, entró con paso decidido y fijó la vista en Aitor, que cuadró los hombros y apoyó la mano en la empuñadura de su cuchillo.
—Tranquilo, muchacho —murmuró Vespaciano, con acento divertido—. Este es mi cuñado, Edilson Barroso. No corres riesgo con él.
—¿Este es el famoso Aitor, el héroe que salvó a mi sobrino? —expresó en un guaraní en el que Aitor reconoció el acento portugués que había escuchado en los puestos a lo largo del Paraná.
—Este es —confirmó Amaral y Medeiros.
Barroso extendió la mano, a la cual Aitor contempló con desprecio.
—No te tocará porque no confía en ti —expresó el dueño de casa en castellano, siempre con acento divertido—. Eres portugués, y para un guaraní no hay nada peor que un portugués. En su entendimiento, vosotros sois todos bandeirantes.
Barroso retiró la mano sin ofenderse a juzgar por la sonrisa que destinó a Aitor.
—Mi hermana Florbela y yo te estaremos siempre agradecidos por haberle salvado la vida a nuestro querido Lope. Desde hoy tienes un amigo en mí.
Aitor, turbado por las palabras y la sinceridad de un hombre que, en su opinión, no podía ser otra cosa que un bandolero y esclavista de indios, asintió con un movimiento tenso.
—He venido a buscarte, Aitor —prosiguió Barroso—. Lope pide verte.
Aitor, que tenía tantas ganas de ver a Lope como de encontrarse con la milicia, dudó, actitud que Amaral y Medeiros interpretó como timidez o vergüenza.
—Ve, muchacho, ve. Es justo que conozcas a mi hijo y que le des la oportunidad de agradecerte.
«Ya lo conozco a su hijo», pensó Aitor, mientras asentía con poco entusiasmo.
Barroso lo guió por la lujosa sala que ya conocía hasta un patio con macetones de los que trepaban enredaderas que se abrazaban a los horcones que sostenían el saledizo de tejas. Lo cruzaron para ingresar por una contraventana que desembocó en un pasillo flanqueado por puertas y decorado con pequeños muebles, espejos con marcos dorados a la hoja y pinturas. Aitor ocultaba su perplejidad y observaba de reojo. Solo una vez había visitado una construcción de esas características, más de catorce años atrás, en Asunción, cuando había pasado unos días en el Colegio Seminario de los jesuitas. Con todo, el boato de esa casa no se comparaba con las espartanas habitaciones de la casa de la Compañía de Jesús.
Barroso empujó una puerta y entró.
—Pasa, Aitor.
Le llevó un momento habituarse a la penumbra del dormitorio.
—¡Aitor! —exclamó doña Florbela—. Pasa, pasa. Lope ha pedido verte.
Movió la vista hacia la cama donde Lope yacía con la cabeza vendada por completo, como si en lugar de haberse lastimado en la frente, se hubiese partido el cráneo de punta a punta. La cama, enorme —entrarían cómodamente cuatro personas, calculó—, tenía una cabecera de madera de incienso cuyos tallados él reconoció como los de Palmiro Arapizandú. De pronto, sintió la urgencia de tocar la pieza a la cual las manos de su tío habían embellecido, y el anhelo por volver a su pueblo y a los suyos resultó avasallador.
La descubrió sentada en una silla ubicada junto a la cama. Ginebra sostenía la mano de Lope y lo contemplaba a él. Cuando sus miradas se tropezaron, los pómulos de la muchacha se colorearon, y aun en la penumbra Aitor lo notó. ¿Temía que los delatase revelando a doña Florbela que se conocían desde hacía años?
—Aitor —dijo doña Florbela—, ellas son mi querida amiga, doña Nicolasa, y su hija, Ginebra, la futura esposa de Lope.
La tal doña Nicolasa emergió de un sector bañado en sombras, y Aitor la estudió con desinterés. Doña Nicolasa lo miró con desdén y apartó los ojos. Sin duda, Ginebra había heredado de su madre los hermosos rasgos y el aire de superioridad.
—Buenas tardes —saludó en castellano, y su voz pareció afectar a Ginebra, porque soltó la mano de Lope y se puso de pie. El rubor de sus mejillas se había intensificado.
—¡Hablas en castellano! —se sorprendió la dueña de casa.
—Muy poco —admitió.
—¡Qué descorteses hemos sido contigo, Aitor! —exclamó doña Florbela—. No te hemos ofrecido nada para comer. Enseguida enviaré a alguien con una bandeja.
—Ginebra y yo te acompañaremos —declaró Nicolasa, que recogió el ruedo del vestido y, con un giro muy digno, abandonó la habitación.
Ginebra pasó junto a Aitor y le sonrió fugazmente.
—Siéntate, muchacho. —Barroso señaló la silla junto a Lope que su prometida había abandonado—. ¿Quieres que me quede, Lope, o prefieres que los deje a solas?
—A solas, tío —balbuceó sin ánimo—. Gracias.
Una vez que Barroso salió del dormitorio, Aitor ocupó la silla.
—Querías verme.
—Sí. Quería saludarte. Hace tiempo que no nos vemos.
—¿Vas a casarte con Ginebra? —Lope bajó la vista y asintió—. ¿No la quieres como esposa? —Lope negó lentamente—. ¿Por eso te arrojaste al arroyo desde el despeñadero?
—Dijiste que me había resbalado —le recordó, de pronto la expresión encendida y alerta.
—Sí, dije que te habías resbalado. Pero sé que no lo hiciste. Sé que te arrojaste.
Lope bajó la vista y balbuceó un gracias.
—¿Por qué? ¿Por haberte salvado de una muerte que buscabas?
—No, por haber dicho que me resbalé cuando conocías la verdad.
Aitor sacudió los hombros y giró en la silla para observar la decoración del dormitorio. Allí también había una biblioteca cargada de libros que lo llevó a preguntarse quién era tan imbécil de querer leer tantos libros. A él, el aburrimiento lo habría matado al cabo de dos páginas.
—Manú me dijo…
Aitor devolvió la atención a Lope.
—¿Emanuela? ¿Has estado con ella? ¿La has visto? ¡Habla!
—Sí-sí —tartamudeó—. Ha-hace ti-tiempo.
—¿Estaba con Bruno?
—No-no. Esta-estaba so-sola.
—¿Y tú?
—Ta-tam-bién.
La respiración de Aitor se aceleró a medida que las imágenes de Lope y Emanuela solos, en el arroyo, se disparaban en su mente. De seguro, el muy imbécil había aprovechado cada ocasión para tocarla. En otras circunstancias, habría terminado de romperle el cráneo a trompazos.
—¿Cómo estaba? —preguntó, sin mirarlo.
—Muy tris-triste. Por ti.
Llamaron a la puerta, y doña Florbela entró con una india por detrás que acarreaba una bandeja que apoyó sobre un escritorio.
—Aitor, no conozco qué te agrada, por lo que te he traído un poco de todo. Ven, muchacho, siéntate aquí y come tranquilo.
—Gracias, señora —dijo, con timbre sombrío.
La anfitriona y la india se retiraron, y Aitor se sentó a comer. Los aromas que le juguetearon bajo la nariz le recordaron que estaba famélico. Como el caldo del cuenco estaba tibio, lo bebió de un trago largo. Se limpió con la manga de la camisa los restos que le humedecían los labios antes de atacar el pan, el pedazo de queso, las presas de pollo y el choclo hervido, con las manos, sin levantar la vista y respirando por la boca mientras masticaba. Al terminar, se dio vuelta y casi soltó una carcajada al toparse con la expresión pasmada de Lope.
—¿Qué? —lo increpó.
—Nunca había visto a alguien comer… así —dijo, sin tartamudear.
—¿Así, cómo?
—Tan rápidamente, con tanto ahínco.
Aitor volvió a la silla junto a la cama y clavó la mirada en la de Lope con la intención de amedrentarlo.
—Háblame de Emanuela.
—Estaba muy triste por tu huida.
—A eso ya lo dijiste. ¿Qué más te contó?
—Lo del asesinato que no cometiste.
—¿La tocaste?
—¿Cómo? —Lope se incorporó un poco en la almohada.
—Que si la tocaste.
—No.
—Más te vale.
—Yo respeto a tu hermana, Aitor.
Lope bajó la vista cuando el peso de la mirada de su interlocutor se tornó insoportable. Teniendo en cuenta que ese indio le inspiraba la clase de miedo que sentía en presencia de su padre, más tarde se preguntaría qué lo había llevado a declarar:
—Yo la amo. Manú es mi gran amor.
Quizá las ganas de morir, porque cuando Aitor saltó de la silla, que cayó con estruendo detrás de él, y sus manos enormes y endurecidas le estrujaron la camisa, Lope creyó que lo asesinaría. Aitor lo acercó a su rostro acezante con una sacudida que lo separó del colchón.
—¿Qué has dicho?
—Que amo a Manú —repitió con un sentido de la fatalidad que le dio mucha paz—. ¡La amo! Y si quieres, mátame. Me harías un favor. Hoy quería morir, quería acabar con mi vida porque no vale nada si ella no está conmigo.
La ira solo se igualaba a su estupor. Siempre había sospechado que ese petimetre miraba a su Jasy con ojos blandos. No había esperado que le profesase un amor tan grande, al extremo de intentar quitarse la vida por ella.
—Mátame, Aitor, me lo debes. Porque no sé si reuniré el coraje para probar de nuevo. Fuiste tú el que me sacó del agua cuando yo deseaba permanecer allí. Me lo debes.
—¡Bah! —Aitor lo empujó contra la almohada con una mueca de disgusto—. Eres un imbécil.
—Solo soy un hombre enamorado con el corazón roto porque mi amor no es correspondido. Puedes estar tranquilo, ella me dijo que no me ama.
—¡Te atreviste a hablarle de amor a Emanuela! ¡Te atreviste, gusano cobarde!
—¡Sí, me atreví! Por ella, reuní el coraje y se lo confesé. Por ella haría cualquier cosa. Ella es especial, ella es única.
Pocas veces Aitor se había encontrado en una situación en la que no sabía cómo actuar. Molerlo a trompadas era lo primero que se le ocurría, pero atacarlo cuando el muchacho lucía más muerto que vivo, lo juzgó de poco hombre.
—Agradece que te encuentras en esta cama. De otro modo, te convertiría en un amasijo de carne.
—¡Hazlo!
—¡No! Solo peleo con quien puede pelear a su vez. ¡No soy un cobarde! —Se inclinó y, con el índice bajo la nariz patricia de Lope, lo amenazó—: Vuelve a acercarte a Emanuela y vas a desear no haber nacido.
—¡Ya lo deseo! ¡Ya lo deseo!
Aitor salió de la habitación con el ímpetu de un huracán. Lope amaba a su Jasy, la amaba hasta la locura, porque lo que había intentado en el despeñadero era una locura. Aseguraba que ella le había dicho que no lo amaba. ¡Por supuesto que no lo amaba! ¡Lo amaba a él! Él era su único amor. Sin embargo, reflexionó al alcanzar la sala lujosa, Lope de Amaral y Medeiros era dueño de esa riqueza y estaba dispuesto a ponerla a los pies de su Jasy. Él, en cambio, poseía unos pocos pesos, los que le había entregado su pa’i Ursus antes de huir, y una condena a muerte que pendía sobre su cabeza. Nada más.
* * *
Su vida, desde la huida de Aitor, no había cambiado, y la rutina que duraba desde hacía años se sucedía con serenidad. Lo único nuevo y que la acompañaba a todas partes era la tristeza, que ella asociaba con la opresión en el pecho, que a veces le dificultaba la respiración. Cierto que, desde la declaración pública del nombre del asesino de la esclava, el peso se había aligerado, y en ocasiones una tímida sonrisa le despuntaba en las comisuras cuando se imaginaba el regreso de Aitor libre de culpa. No obstante, el conato de alegría nunca se concretaba, porque entonces se acordaba de su ru Laurencio, a quien había amado como a un padre, y se daba cuenta de que su amor por él estaba convirtiéndose en odio. No quería pensar en él, quería olvidarlo si recordarlo la colmaba de amargura y desprecio.
Del tema de Laurencio abuelo nadie hablaba, al menos no con ella. La gente seguía mostrándose amable y cariñosa, lo mismo sus hermanos, esto es, cuando se los cruzaba en la calle o a la salida de misa, porque ya no frecuentaban la casa; evitaban a Malbalá, a la que, Emanuela se había enterado, apodaban «la perdida». A excepción de Juan, que se lo pasaba fuera de la doctrina debido a sus actividades musicales, y de Bruno, los demás Ñeenguirú le habían retirado el saludo. Incluso la gente la miraba con desdén y hacían comentarios hirientes en voz alta. Malbalá no quería ir al matadero a buscar la ración de carne, ni a trabajar en el tupâmba’e, ni a las celebraciones, ni a los festejos religiosos. Prefería recluirse en la casa, donde se lo pasaba sentada en el telar, confeccionando sus ponchos, alfombras y reposteros.
En una oportunidad, a la salida de misa, una prima de Laurencio abuelo la encaró para insultarla, y, aunque Malbalá, dispuesta a marcharse, se envolvió en su embozo —las mañanas comenzaban a ser frías— y se mantuvo indiferente, la mujer la aferró por el cabello y la arrojó al suelo. Por fortuna, el hermano Pedro intervino y evitó que se le echase encima. La prima de Laurencio fue castigada con un día de encierro en la cárcel, en ayunas. Al día siguiente, que era domingo y el templo se llenaba de gente, Ursus leyó un pasaje del Evangelio de San Juan que no correspondía según la liturgia, el de la adúltera.
—¡Y ahora yo les digo a ustedes! —tronó la voz del jesuita, y su tono acusador se suspendió en el mutismo del templo—. ¡El que tenga el alma completamente libre de pecado arroje la primera piedra contra aquel al que culpa de haber faltado! ¡Quiero ver al primer hipócrita arrojar esa piedra!
Al terminar la misa, Bruno, Juan, que estaba de regreso, y Emanuela cerraron un círculo en torno a Malbalá y la escoltaron de regreso a la casa. Se hizo corro en el atrio de la iglesia para permitirles avanzar. Nadie lanzó pullas, ni se murmuraron comentarios procaces, y un silencio incómodo los acompañó en tanto se alejaban. Emanuela, que mantenía la vista en alto, con actitud desafiante, detuvo la mirada en Olivia, que le devolvió la mueca despectiva a la que la tenía acostumbrada desde siempre, en especial, desde el desgraciado encuentro en el interior de la iglesia. Una vez más, lamentó haber reaccionado a su provocación y revelado algo tan íntimo, como que ella y Aitor compartían el alma.
Se dio cuenta de que estaba celosa de Olivia. Era hermosa, con ojos verdes y rasgados que le conferían la apariencia de una gata, y una nariz pequeña y recta bastante inusual para una guaraní. Para ella, que consideraba a su nariz el peor de sus rasgos, esto la hacía sentir fea y en desventaja. Envidiaba el cuerpo de Olivia, torneado y voluptuoso, y el sentimiento, tan nuevo para ella, en un principio la había tenido confundida y triste. Le habría gustado tener esos senos redondos y enormes, que se le aplastaban bajo la tela del tipoy. ¿Desde cuándo se fijaba en los senos de las mujeres? Nunca les había prestado atención, ni siquiera había reparado en que los había grandes, medianos y pequeños, caídos y enhiestos; ahora lo sabía, y vivía observándolos y comparándolos con los de ella, que apenas si formaban dos montículos poco atractivos. Lo peor era cuando pensaba en Aitor, porque, de manera instintiva, estaba segura de que él los prefería grandes y redondos, y no pequeños y chatos, como los de ella.
Aunque persistía en el esfuerzo para cerrarse a la duda, siempre terminaba por preguntarse si lo que Olivia le había confesado en la iglesia era cierto, que ella y Aitor hacían el amor en la barraca, o que Aitor se había acostado con María de los Dolores. Sabía que, con solo esbozar el recelo, se convertía en una traidora. Le había prometido que no daría crédito a las calumnias con que sus enemigos intentarían manchar su nombre, y ella no hacía otra cosa. No obstante, la duda persistía porque, después de todo, Olivia no contaba entre los enemigos de Aitor. ¿O sí?
* * *
Habían transcurrido tres semanas desde la llegada de Aitor a Orembae, y Amaral y Medeiros pocas veces se había sentido tan vital y de buen humor. Se lo pasaba fabulando proyectos que llevaría adelante con la colaboración de su hijo. Un orgullo que no había experimentado por nadie le arrancaba carcajadas y lo tenía sonriendo como un tonto a lo largo del día. Aitor era un hombre ignorante, inculto y poco refinado, de maneras toscas que tal vez se habían acentuado durante su tiempo entre los abipones; no obstante, era rápido de entendederas y, como estaba acostumbrado a hacer su voluntad y a ser libre como un pájaro, tomaba la iniciativa, lo cual merecía el respeto de Amaral y Medeiros. Le agradaba que el muchacho no esperase a que el patrón le impartiese órdenes para cumplir con sus obligaciones o para afrontar las decenas de complicaciones que se presentaban en las sementeras y con la hacienda.
El encuentro con el capataz, Domingo Oliveira y Rasposo, se había desarrollado en un ambiente de desconfianza y tensión. Al regresar de la búsqueda infructuosa, Oliveira compareció en el despacho del patrón donde lo aguardaba una sorpresa: el indio Aitor se hallaba de pie, a un costado de la butaca de Amaral y Medeiros, como si se tratase de un guardia del cuerpo, los brazos cruzados sobre el pecho y las piernas algo separadas, en una actitud de clara hostilidad. Lo perturbó su aspecto, muy distinto del de aquel muchachito que le había puesto un flechazo en el culo. Ese era un hombre de cruel expresión, con tatuajes en el rostro que le pronunciaban los rasgos diabólicos. Los ojos amarillos, implacables en su intensidad, lo obligaron a desviar la vista, y eso lo enfureció.
—Veo que lo habéis hallado, patrón —dijo en castellano, a sabiendas de que excluía al guaraní del diálogo.
—Así es, Domingo —pronunció Amaral y Medeiros, y el acento alegre de su voz no pasó inadvertido al capataz—. Aitor aceptó quedarse para trabajar en Orembae —continuó en guaraní—. Lo hará a mi lado, por lo que tú y él no tendrán tratos. Espero que podamos llevar la fiesta en paz.
—Yo no me interpondré en su camino —propuso el capataz, en un tono frío y especulativo—, si él se mantiene lejos del mío.
—Así será —contestó Amaral y Medeiros—. Aitor y tú guardarán la distancia porque no admitiré disputas, ni chismes en mi hacienda. ¿He sido claro? —Dirigió la mirada hacia Aitor, que se limitó a asentir con semblante oscuro y un ceño que le marcaba el trazo triangular de las cejas. Luego, la posó sobre Oliveira, que asintió a su vez.
Con todo, al capataz estaba resultándole difícil hacer de cuenta que ese indio no invadía lo que él reputaba su territorio cuando se enteraba del tratamiento especial que el patrón le confería, como por ejemplo, al permitirle ocupar una de las habitaciones en el sector de la estancia destinado a la servidumbre de la casa en lugar de asignarle un camastro en los puestos construidos lejos de la vivienda familiar, donde los peones convivían y dormían como sardinas en banastas; o cuando se enteraba de que el maldito guaraní hacía sus comidas en la cocina de la casa con Adeltú y las empleadas que asistían a las señoras; o de que Amaral y Medeiros le había regalado varias de sus camisas y calzones. Lo ponía de malas cuando lo descubría conversando con don Edilson, si bien, en honor a la verdad, era el portugués quien hablaba; el indio, siempre con los brazos cruzados sobre el pecho, le prestaba atención y se limitaba a soltar monosílabos o a asentir y negar con la cabeza. Sin embargo, nada lo enfurecía tanto como las ocasiones en que doña Florbela le sonreía y le daba charla. Se había quedado de piedra el día anterior cuando, al cruzar por la sala para responder al llamado del patrón, lo descubrió apoyado en la baranda del estrado, espacio donde las tres mujeres bordaban y tomaban mate, para admirar de cerca la pieza de encaje de ñandutí que la anfitriona le enseñaba. Le habían comentado que doña Florbela estaba agradecida con el indio por haberle salvado la vida al joven Lope, y que por tal motivo le daba un tratamiento especial. Él, sin embargo, tenía la impresión de que, más que agradecida, la esposa del patrón se mostraba prendada del indio, y le sonreía y lo miraba con devoción, en tanto que a él le destinaba vistazos displicentes y lo evitaba. ¡Maldita fuese! Siempre le tocaba la china, mientras que el indio salía beneficiado.
* * *
Acostado en su cama, con el brazo izquierdo bajo la cabeza, Aitor horadaba la penumbra apenas iluminada por la vela. Pensaba en Emanuela, en que la tenía tan cerca y al mismo tiempo, tan lejos. Esa tarde, le había lanzado un ultimátum a Amaral y Medeiros: mandaba aviso de nuevo a San Ignacio Miní o él iría por su cuenta. Dos días después de la llegada de Aitor a Orembae, el hacendado había enviado una misiva a su pa’i Ursus. El mensajero había vuelto con la noticia de que el jesuita se hallaba en Asunción y que le entregarían la carta cuando regresase. Eso había ocurrido poco menos de tres semanas atrás y todavía no tenían noticias de él. ¿Para qué habría viajado a Asunción? ¿Tendría que ver con Emanuela o con lo mismo de siempre, la venta de los productos de la doctrina y esas cuestiones? La duda se le alojó como un frío en el estómago, y ya no soportó la posición horizontal. Se incorporó y se sentó en el borde de la cama. Apoyó los codos sobre las piernas y se cubrió la cara con las manos.
Lo urgía hablar con su pa’i Ursus. Era imperativo conocer la situación y si habían descubierto al culpable del asesinato. Él no seguiría frenando su vida, la cual se reducía a un nombre: Jasy. La quería con él a como diera lugar. Si podían permanecer juntos en San Ignacio, mejor; en caso contrario, huiría con ella. No la llevaría a Orembae para que Lope la deslumbrase con su riqueza, sus libros y sus maneras refinadas. Aunque lamentaría abandonar la hacienda de Amaral y Medeiros —trabajaba a gusto con él y la paga era excelente—, lo haría. Lope y Emanuela no volverían a encontrarse.
Había evitado cruzárselo por temor a que la ira que malamente reprimía desde que le había confesado que la amaba, se desatara y resultase imposible dominarla. Sospechaba que no se frenaría hasta matarlo. ¿Qué emociones habrían asaltado a Jasy mientras Lope le declaraba su amor? ¿La habría tocado? Aunque le había asegurado que no, no le creía. «Puedes estar tranquilo, ella me dijo que no me ama». Al recuerdo de esas palabras, la tensión en su pecho cedió un poco. «Por ella haría cualquier cosa. Ella es especial, ella es única». Sí, su Jasy era única, y Lope podía olvidarse de volver a posar sus ojos en ella, porque solo le pertenecía a él, le había pertenecido desde que había llegado al mundo a orillas del Paraná. Jasy le había jurado por su vida que era lo más sagrado para ella, que jamás pertenecería a otro.
—¡Mierda! —masculló, y se puso de pie.
La ansiedad estaba convirtiéndolo en una fiera enjaulada. Orembae se erigía como una prisión. Las paredes de esa habitación se cernían sobre él para ahogarlo. Caminó por la reducida superficie con las manos sobre la cabeza y agitando los codos. Necesitaba descargar esa efervescencia que le cosquilleaba en las piernas. A punto de echarse la camisa para salir a tomar el fresco de la noche, se detuvo en seco: alguien llamaba a su puerta. De seguro no era Adeltú, ni otro de los sirvientes. Se habían ido a dormir horas atrás.
—¿Quién es?
—Yo, Aitor. Ginebra. Abre, por favor.
—Vete.
—Abre, te lo suplico. Tengo que hablar contigo.
—Vete. No quiero problemas.
—No los tendrás, te lo prometo. Solo serán unos minutos. Abre.
Con la frente apoyada en la puerta, meditó unos segundos antes de quitar la traba. No importaba lo que tuviese para decirle. Le permitiría entrar por una razón: para usarla. Cerró detrás de ella y trabó de nuevo.
—¿Qué quieres?
—Hablarte.
—¿De qué?
—De… mí y… de ti.
Aitor siguió contemplándola a la espera de que se explicase. Ginebra, siempre tan compuesta e indescifrable, se puso nerviosa.
—No quiero convertirme en la esposa de Lope. —Sobrevino una nueva pausa en la que Aitor mantuvo su postura amotinada—. No soy mujer para él —declaró—. No quiero ser su mujer. Aitor… ¿Te gusto?
La miró directo a los ojos. Ginebra bajó la vista y apretó las manos en el sitio donde mantenía cerrado el rebozo que la cubría casi por completo.
—Desnúdate.
A la reacción de desconcierto de la joven le siguió casi de inmediato una sonrisa nerviosa. Aitor se deshizo de sus calzones, mientras ella abría el mantón y le permitía ver un camisón blanco que le llegaba hasta los pies.
—Quítatelo.
La muchacha obedeció con una lentitud que Aitor no supo calificar de deliberada o insegura. Ginebra terminó de despojarse de la prenda y la usó para cubrirse.
—Déjame verte —le pidió con tono suave, y ella bajó la vista mientras retiraba el camisón de su cuerpo y lo lanzaba sobre la cama.
Aitor la estudió sin percatarse de que su mirada la ponía nerviosa. Era muy blanca, como él se imaginaba que sería su Jasy bajo el tipoy, donde el sol no le acariciaba la piel, donde solo él lo haría. Se aproximó y la recorrió con la punta del índice desde el hombro hasta el brazo. Se dio cuenta de que Ginebra se erizaba.
—Eres muy hermosa. Y lo sabes.
—Gracias. Tú también lo eres.
—¿Con los tatuajes te parezco hermoso? —preguntó con burla.
—Con los tatuajes me gustas más.
La condujo hasta el camastro y la obligó a recostarse. Se colocó encima de ella y, con la rodilla, le separó las piernas. Le besó los pezones, y Ginebra arqueó la nuca y gimió. Siguió excitándola, buscando excitarse a su vez, apretando los párpados y fantaseando que era Jasy la que se retorcía bajo su peso y gimoteaba. No, si continuaba por ese derrotero perdería el control y terminaría eyaculando dentro de la futura esposa de su medio hermano. Mantendría la mente despejada.
La tocó entre las piernas, y Ginebra se sacudió, un poco a causa del placer, un poco por la sorpresa y la vergüenza. Estaba lista, decidió al comprobar la humedad que le brotaba de entre las piernas. Se aferró el pene erecto y lo colocó cerca de la entrada. Se mantuvo apartado de ella estirando los brazos y empujó con un envión fuerte que perforó la barrera que le confirmó lo que había sospechado: Ginebra era virgen.
Se trataba de su primera vez con una virgen. Por el grito sofocado, Aitor estimó que le había dolido, tal como Olivia le había asegurado que acontecía. La experiencia no debía de ser agradable para ella. Cuando lo creyó prudente, comenzó a moverse, en un principio con vaivenes lentos. Después, al comprobar que la joven se relajaba, cerraba los ojos e inhalaba con respiros agitados, aumentó la frecuencia de las embestidas. Ginebra elevó las piernas, le clavó los talones en los glúteos y se acopló al ritmo de Aitor. Ajustó las piernas y le mordió el hombro cuando la acometió el placer. Poco después, él se retiró y se alivió sobre su vientre.
Saltó de la cama y, sin mirarla, caminó hacia el mueble donde Adeltú le había dejado una palangana con agua limpia. Embebió un trapo, lo estrujó y se lo extendió.
—Límpiate —le indicó.
En tanto la joven se higienizaba, Aitor se volvió de espaldas y se puso los calzones. Deseaba que se marchase sin aspaviento. Quizás armaría un escándalo; tal vez se echaría a llorar, arrepentida por lo que acababa de hacer, por haber perdido la virginidad a manos de un indio. Ginebra, en cambio, depositó el trapo con la simiente y su sangre en el suelo, recogió el camisón y se lo puso. Aitor le pasó el rebozo. Ella se puso de pie para recibirlo y se envolvió, todo en silencio y sin mirarse.
Se detuvo frente a él y elevó la vista.
—Aitor, no quiero convertirme en la esposa de Lope.
—No lo hagas.
—Si me quedo, tendré que hacerlo. Mi madre jamás consentirá que no lo despose. Tú no la conoces, no sabes de lo que es capaz para lograr lo que se propone. —Como él seguía mirándola con expresión vacía, Ginebra le rogó—: Llévame lejos de aquí, Aitor. Llévame contigo. Quiero ser tu mujer.
Aitor retrocedió hacia la puerta con la clara intención de abrirla, mientras negaba con la cabeza. Descorrió la traba.
—No.
—¿Por qué? Tú y yo somos iguales, estamos hechos el uno para el otro. Estamos cortados del mismo paño.
—No. Ahora vete.
—Es a causa de Manú, ¿verdad? Es a ella a quien crees amar, ¿no es así? —Ginebra notó que había dado en el clavo cuando las paletas nasales de Aitor se agitaron y sus labios se tensaron—. Manú no es mujer para ti, Aitor. Tú necesitas a alguien mundano y fuerte a tu lado. Ella… Ella es un ángel, un ser frágil y bueno con el que nunca llegarás a ponerte de acuerdo en nada. Ustedes son opuestos. Ella no será feliz a tu lado. En cambio, ella y Lope… —Ginebra emitió una exclamación cuando Aitor la sujetó por el brazo, la arrastró hasta la puerta y la empujó fuera. Cerró la puerta sin emitir palabra.
Apagó la vela y se echó en la cama con un bufido. Creyó que se sacaría de encima la inquietud y las ansias, y solo había conseguido empeorar su mal humor. Las palabras de Ginebra, que, estaba seguro, no las había pronunciado con maldad, igualmente lo habían lastimado. No le había permitido que concluyese el discurso. Justo al final, cuando empezaba a pronunciar el nombre de su Jasy junto al de Lope, lo urgió la necesidad de acallarla. Emanuela le pertenecía, y nada contaba, ni que fuese un ángel, ni que fuese frágil, ni etérea. Profirió una risa sarcástica. ¡Qué poco la conocía Ginebra! Una niña de trece años que se había lanzado sobre un reo para protegerlo de los latigazos y que había recibido uno en la espalda, esa no era una mujer débil, ni frágil, ni etérea. Era una mujer con las pelotas más peludas que las de muchos de los hombres que conocía. Lope sería una mascota para su Jasy, y jamás podría satisfacerla, ni en la cama, ni en la vida.
Ardía en deseos por verla. Si al día siguiente no llegaban novedades desde San Ignacio Miní, tomaría la cuestión en sus manos, ¡y que todo se fuese al demonio!
* * *
Vespaciano de Amaral y Medeiros observaba a Aitor desde la orilla del río Paraná adonde habían conducido al semental que ninguno de sus peones conseguía domar. Le temían al alazán porque le había roto la pierna a uno y mordido la cara a otro. Nadie se atrevía a montarlo. Aitor le había propuesto intentarlo a la usanza abipona, es decir, en el agua, donde el animal se acostumbraba a las cosquillas y a la molestia en el lomo con más facilidad. Además, al luchar para quitarse de encima al jinete en un ambiente denso, se cansaba más rápidamente y, al final, claudicaba.
Hacía más de una hora que Amaral y Medeiros observaba a Aitor interactuar con la bestia, y se dijo que habría transcurrido otra hora más sin aburrirse, ni cansarse de admirarlo. A su hijo, al hijo de él y de Malbalá, a ese hombre magnífico al que no podía reclamar como carne de su carne. Desde que lo tenía en Orembae, había fantaseado con la posibilidad de darle su apellido, de reconocerlo. Habría bastado convocar a su notario, el que vivía en Asunción, y ordenarle que iniciase las diligencias para cumplir con lo que la ley exigía en esos casos.
Una y otra vez desistía, no porque le temiese a la reacción de Florbela, sino a causa de sus planes para comprar otro marquesado, o un condado, o el título que le diese alcurnia a su nombre, y que se irían al traste si entre sus antecedentes contaba un ilegítimo habido con una india mientras él estaba casado, con su esposa encinta. La ambición por convertirse en un par del reino se demostraba mayor que la de reconocer a Aitor, y esa realidad empañaba en parte la alegría de esas semanas de trabajo junto a su primogénito, porque Aitor, además de ser su orgullo, era su primogénito. Se consolaba pensando que, aunque no le diese su apellido, lo mantendría siempre a su lado y lo pondría a cargo de Orembae una vez que conociese profundamente el funcionamiento de la hacienda. Lope podría dedicarse a sus poesías y a sus libros, mientras su hermano mayor se ocupaba de salvaguardar el patrimonio de los Amaral y Medeiros. No solo le debería la vida, sino seguir siendo rico.
El caballo se encabritó y relinchó, y Aitor se inclinó sobre la cruz y le habló al oído, mientras lo sobaba en el vientre, bajo el agua. Poco a poco, el animal fue calmándose y aquietándose. Por fortuna, lo del semental lo tenía entretenido, porque esa mañana lo había enfrentado con el ceño más pronunciado que lo habitual, que le convertía en una línea el rombo tatuado, y una agresividad a duras penas contenida, y le había recordado que, si para el mediodía no habían llegado noticias de la misión, se iría para allá.
Aitor regresó montado en el peligroso alazán y entró en el predio del casco con el aire de un emperador victorioso. El corazón de Vespaciano le saltó en el pecho, lleno de vanidad. Bajó el rostro y ocultó la risa al descubrir las expresiones azoradas de los peones; la mueca de odio de Domingo Oliveira tampoco le pasó inadvertida.
—Llévalo al potrero y dale una buena cepillada —le ordenó—. Se la ha ganado.
Lo vio elevar la vista al cielo para determinar la ubicación del sol.
—Es casi mediodía —declaró Aitor.
—Sí, lo sé. Haz lo que te he ordenado y regresa a la casa. Estaré esperándote en el despacho. Si no hay novedades de Ursus, yo mismo te acompañaré a la misión. Pero tú permanecerás escondido en los alrededores. Solo yo entraré en el pueblo. No quiero que te arriesgues. ¿He sido claro?
Aitor asintió y sacudió las riendas para obligar al alazán a cambiar el rumbo. Amaral y Medeiros lo observó alejarse antes de descender de la montura y entregar el caballo a un palafrenero. Entró en la casa y, apenas traspuso la contraventana que daba a la sala, el vozarrón de Ursus lo detuvo en seco. No sabía si alegrarse o preocuparse. ¿El jesuita intentaría arrebatárselo? No sería tan insensato. Sabía que, en Orembae, Aitor estaba protegido, mientras que fuera de los lindes de su propiedad lo acechaba una condena a muerte.
—¡Ursus, querido amigo! —exclamó, y caminó hacia el estrado de doña Florbela, donde el sacerdote sorbía un mate.
—¡Vespaciano!
Se palmearon la espalda e intercambiaron palabras de cortesía. Doña Florbela los observaba con una sonrisa, mientras meditaba que se trataba de un milagro que esos dos enemigos hubiesen terminado por congeniar como viejos amigos.
—Vine tan pronto como me fue posible —explicó el jesuita—. Regresé la semana pasada de un viaje a Asunción y he tenido mucho trabajo en la doctrina. ¿De qué querías hablarme?
—Ven, acompáñame al despacho. Conversaremos allí.
—Yo también tengo novedades que referirte.
Amaral y Medeiros cerró la puerta tras el sacerdote y se digirió hacia la botella de brandy.
—¿Un trago?
—No, gracias.
—Yo me serviré uno.
—¿Es tan difícil lo que tienes para decirme? —preguntó Ursus, con acento risueño.
—Habla tú primero.
—Te traigo una excelente noticia, Vespaciano. Finalmente hemos sabido quién asesinó a esa pobre muchacha, la esclava.
—¡Esa sí que es una buena noticia! —exclamó el hacendado, y Ursus, como siempre, juzgó un poco desmedido el comportamiento; después de todo, Aitor no se relacionaba con Amaral y Medeiros de modo alguno—. Por favor, cuéntame los detalles. —Se acomodó en su butaca con un vaso de brandy en la mano y lo instó a hablar.
Ursus le refirió los hechos y, a medida que el dramatismo de la historia se desplegaba, la sonrisa del dueño de Orembae se desvanecía.
—La pobre madre de Aitor declaró frente a todo el pueblo su pecado de adulterio para hacer verosímil la confesión de su difunto esposo y se ganó el escarnio de sus hijos y de la mayoría del pueblo.
Amaral y Medeiros apretó el puño bajo el escritorio. Carraspeó antes de preguntar:
—¿Dijo quién es el padre?
—No. —Ursus buscó una posición más cómoda en la silla y siguió hablando—. Pero, más allá del dramatismo que envolvió a la muerte de Laurencio Ñeenguirú y a la confesión de su esposa, lo único que cuenta es que el nombre de Aitor quedó libre de culpa y cargo. Ya se informó a las autoridades en Buenos Aires y a las del presidio de San Antonio para que procedan con los oficios que corresponden. Lo único que quiero ahora es encontrarlo. Estoy muy preocupado por su suerte.
Amaral y Medeiros no quería perder a su hijo ahora que lo había tratado y que había descubierto el magnífico hombre que era. Se planteó referir una mentira a Ursus para despacharlo pronto y evitar un encuentro con Aitor. Lo desechó casi de inmediato; tal vez Aitor ya se habría enterado de la visita del sacerdote.
—Yo también tengo una excelente noticia, Ursus.
—Habla. Me tienes en ascuas.
—Aitor está aquí, en Orembae.
—¿Mi muchacho? ¿Aquí?
Llamaron a la puerta en ese momento.
—Ese debe de ser él. ¡Adelante!
Ursus se puso de pie de inmediato y aguardó sin respirar, mientras la puerta se abría con una lentitud que lo exasperaba. Un sollozo le barbotó entre los labios al verlo. Estaba cambiado, más recio, más hombre, su aspecto aún más temible.
—¡Hijo!
—¡Pa’i!
Aitor abrazó al jesuita, que lo encerró en sus brazos como si temiese que se lo arrebatasen de nuevo. Ursus se encontraba conmovido, eso resultaba evidente para Amaral y Medeiros, que experimentó envidia del vínculo de ese cura con su hijo. Ursus conocía a Aitor desde el día de su nacimiento, lo había nombrado en honor de su abuelo vasco, lo había educado y convertido en el hombre que a él tanto enorgullecía, lo había protegido y amado; habría debido de estar agradecido en lugar de nutrir envidia. Pero su naturaleza nunca había sido generosa, ni noble, por lo que se dejó llevar por el negro sentimiento.
Ursus apartó a Aitor y le sujetó los hombros.
—Mi muchacho… Gracias, Señor —musitó—. Gracias por devolvérmelo.
—Pa’i, ¿cómo está ella?
Las aclaraciones estaban de más; no preguntaba por su madre, ni por su abuela. La tensión de sus músculos y la mirada tormentosa que le destinaba hablaban de Emanuela.
—Bien, hijo, bien.
—¿En la doctrina?
—Sí, en la doctrina.
Aitor soltó un suspiro y dejó caer la cabeza entre los brazos del sacerdote. Amaral y Medeiros frunció el entrecejo, mientras se preguntaba de quién estarían hablando. De Malbalá, dedujo.
—Cuando me enteré de que estabas en Asunción, me imaginé que se trataba de ella, del obispo…
—No, no, quédate tranquilo. Ella está bien.
—Siéntate, Aitor —intervino Amaral y Medeiros—. Tómate un brandy.
Aitor miró fugazmente al jesuita, que a vez destinó un vistazo poco amigable al anfitrión por ofrecerle una bebida alcohólica.
—No, gracias, don Vespaciano.
—No le pegues tus mañas y vicios, Vespaciano —le advirtió Ursus—. Aitor no ha bebido nunca. No está acostumbrado.
—Está bien, está bien —dijo, con aire condescendiente, y guiñó un ojo a su hijo.
Ursus y Aitor tomaron asiento uno frente al otro.
—Veo que has terminado con el rostro tatuado igual que tu abuela y tus tías.
—Pasé un tiempo con mis parientes abipones, pa’i. Me recibieron con mucho afecto.
—Loado sea el Señor. Hijo, no sabes la angustia en la que hemos vivido preguntándonos por tu suerte.
—¿Cómo están mi sy y mi jarýi?
Ursus carraspeó y cambió de posición en la silla.
—Aitor, verás, hijo, han sucedido algunas cosas de las que no estás al tanto. Tengo buenas noticias —se apresuró a añadir al descubrir la mueca de aflicción del muchacho—. Lo primero que quiero que sepas es que ya sabemos quién asesinó a la pobre esclava.
—¿Quién? —La voz de Aitor surgió endurecida.
El jesuita bajó la vista y la clavó en sus manos, que mantenía entrelazadas y ajustadas.
—Laurencio abuelo.
—¡Maldito hijo de puta! —Se puso de pie con un rugido. Se llevó las manos a la cabeza y se aplastó el cabello—. Maldito hijo de puta —repitió, con menos ahínco—. ¿Cómo lo descubrieron?
—Lo confesó antes de morir.
—¿Murió? —La expresión se le ablandó con la sorpresa.
—Sí, hijo. Tenía el hígado destrozado después de tantos años de intemperancia con la bebida. —Sobrevino un silencio en el que ninguno habló—. Lo importante es que confesó que había sido él el asesino de María de los Dolores. También confesó que había sido él el que se dedicaba a descorazonar animales.
Aitor descargó ambos puños en el escritorio y así permaneció, con los brazos extendidos delante de él y la cabeza caída hacia delante. El resentimiento estaba dificultándole la respiración.
—¿Por qué? —balbuceó—. ¿Por qué me odiaba tanto?
Ursus abandonó la silla y se encaminó hacia Aitor. Le puso una mano sobre el hombro y lo apretó.
—Porque sabía que no eras su hijo.
Aitor mantuvo la misma posición, mientras intentaba normalizar las inspiraciones.
—Creo que siempre lo sospechaste, ¿verdad? —Aitor no se inmutó, ni habló—. Tu madre lo gritó a todo el pueblo cuando tus hermanos empezaron a decir que Laurencio había confesado el asesinato para salvarte.
Aitor soltó una risa que salió como un ronquido cargado de sarcasmo.
—Ahora todos saben que él te… bien, que él no te veía como a un hijo.
—¿Convirtió mi vida en un infierno por algo de lo que yo no tenía culpa alguna?
—Así es, hijo. Lo siento, Aitor. Lo siento tanto. Si lo hubiese sabido antes…
—Está bien, pa’i —dijo, y se incorporó con un movimiento ágil y flexible—. No te disculpes por algo de lo que no tienes culpa. Siempre me protegiste y me amaste, y eso es algo por lo cual te estaré agradecido toda mi vida. —Se pasó las manos por la cara en el acto de quien busca despejarse después de haber dormido, y volvió a llevarlas hacia atrás, estirando el cabello y, con él, los ojos, que adquirieron una forma que le confirió un cariz despiadado a su gesto. Aun Amaral y Medeiros se sintió afectado y carraspeó.
—Muchacho —dijo—, lo único que cuenta es que ya no pesa sobre ti el pedido de captura. Esa pesadilla ha acabado y ahora puedes continuar con tu vida.
—Quiero volver al pueblo, pa’i, ahora, en este momento.
—Aitor —volvió a intervenir el dueño de casa—, ¿es juicioso que vuelvas a San Ignacio? Por lo que estuvo contándome Ursus, tus enemigos no acabaron el día en que murió ese hombre. Tus hermanos no están muy felices con la noticia de que su madre le haya puesto los cuernos a su padre. Le han retirado el saludo.
Aitor volvió la cabeza con un giro repentino y clavó la vista en la de Ursus, que asintió con aire triste.
—Solo Juan y Bruno siguen tratándola con respeto y cariño. Y Manú, por supuesto.
—Malditos hijos del demonio —masculló—. ¿Cómo la trata el resto de la gente?
—No muy bien.
—Ahora mismo nos marchamos para el pueblo, pa’i.
—Pero, Aitor —se inquietó Amaral y Medeiros—, no es conveniente que vuelvas a vivir en la misión. ¿Qué ocurriría si alguno de tus enemigos volviese a tenderte una trampa?
—Don Vespaciano, ahora no puedo pensar en eso. Hay asuntos urgentes e importantes que tengo que tratar.
—No quiero que abandones Orembae —declaró, la postura de pronto endurecida—. Mis planes para ti son muy ambiciosos. Cuando conozcas bien el funcionamiento de mi hacienda, quiero que te hagas cargo de ella. Dios sabe que Lope no está capacitado para eso, y necesito a alguien como tú para que la lleve adelante con puño de hierro.
—¿Qué hay de su capataz?
—Ese no es tu problema. Deja a Domingo de mi cuenta. Lo único que debe importarte es que te quiero al frente de Orembae.
Ursus observaba el intercambio con expresión atónita. En especial, lo pasmaba la actitud de Vespaciano, al que siempre había considerado egoísta, ambicioso y cínico. ¿Por qué se interesaba en un pobre indio como Aitor? ¿Por qué deseaba brindarle un futuro tan esplendoroso? ¿Dónde estaba la trampa?
Aitor guardó silencio y se quedó mirando a su padre. El ofrecimiento era tentador. Convertirse en el capataz de una hacienda como Orembae le permitiría rodear a Jasy de las comodidades que tanto lo habían impresionado en esa casa. No obstante, la presencia de Lope, que no perdería oportunidad para abalanzarse sobre ella, le impedía aceptar. Necesitaba reflexionar antes de tomar una decisión.
—Don Vespaciano —dijo, al cabo—, ahora me urge partir, pero le prometo que regresaré a Orembae.
—¿Cuándo?
—En unos días. Volveré, lo prometo.
El hombre asintió con una sacudida rígida y con el semblante serio. Era fácil ver que le costaba aceptar la determinación de Aitor.
—Iré a preparar mis cosas, pa’i. No me llevará mucho. Quiero que emprendamos el regreso cuanto antes.
—Sí, hijo, ve. Si partimos ahora, llegaremos al atardecer.
Aitor salió con un ímpetu que pareció vaciar de energía y de vida el interior del despacho. Amaral y Medeiros se dejó caer en la butaca y se sujetó la frente, como si de pronto se hubiese agotado.
—Si te ha dicho que volverá —habló Ursus—, lo hará. Cumplirá con su palabra.
—¿Qué hay en la misión que lo urge a volver de ese modo tan intempestivo?
Ursus, que no quería hablar de Emanuela, dijo:
—Vespaciano, meses atrás se vio obligado a escapar entre gallos y medianoche acusado de un crimen que no había cometido, tuvo que abandonar a su familia y a sus amigos, y marchar hacia un destino incierto que habría acobardado a cualquiera. Él lo encaró con el temple que lo caracteriza. ¿No crees que es lógico que quiera volver para mirar a la cara a quienes lo creyeron culpable? ¿No te parece entendible que quiera volver para abrazar a su madre, a su abuela, a su abuelo, a su padrino? Hay gente en la misión que lo ama entrañablemente y que ha pasado por un infierno durante estos meses.
—Sí, por supuesto —admitió, con aspecto vencido.
—Lo has protegido y lo has tratado con respeto en un momento en el que Aitor lo necesitaba. Quiero agradecerte por ello. Siempre estaré en deuda contigo por haber protegido a mi muchacho en un tiempo de necesidad.
—Valió la pena. Aitor no me ha defraudado, y se demostró el hombre trabajador y valiente que yo sospechaba que sería. Por eso quiero que vuelva a Orembae. En la misión siempre correrá el riesgo de que vuelvan a perjudicarlo.
—Después de lo que hizo Laurencio Ñeenguirú, no será tan fácil hacerlo caer en la trampa de nuevo. Vespaciano, deja que las cosas tomen su curso de nuevo. Ahora todo está muy revuelto. Las aguas necesitan reposar. Deja que Dios se haga cargo. Lo que sea que suceda, será para el bien de mi muchacho.
Amaral y Medeiros volvió a asentir con ese movimiento único y rígido. No lucía convencido.
—Antes de marcharme, quisiera tener un momento con doña Nicolasa. Traigo noticias de su esposo.
—¡Por supuesto! Enseguida mando llamarla.
Al cabo, la mujer entró en el despacho. Si estaba nerviosa, lo disimulaba, y Ursus caviló que resultaba imposible leer en su rostro las emociones que la dominaban.
—Los dejo a solas —expresó Amaral y Medeiros, y se marchó.
—Sentaos, mi señora —ofreció Ursus, y señaló la silla frente a él.
—Gracias, padre. ¿Queríais hablarme?
—Así es. Después de tantos meses, por fin he podido averiguar algo sobre el destino de vuestro esposo.
—¡Oh!
—Por alguna razón que no he logrado descubrir, el coronel Hernando de Calatrava se ha ganado un enemigo muy poderoso en Lima, un dominico que ocupa una situación privilegiada en el Santo Oficio. Un tal Claudio de Ifrán y Bojons. ¿El nombre os dice algo?
—No, padre. Jamás lo he escuchado.
—La malquerencia entre vuestro esposo y este oficial del Santo Oficio viene de tiempo atrás, de antes de la revuelta de los Comuneros. ¿Vuestro esposo visitó Lima antes de la revuelta?
—Sí, en el año 32. Pasó un largo tiempo en esa ciudad. Se ocupaba de una misión encomendada por el teniente general de su compañía de aquel momento. No sé de qué iba el asunto. Solo sé que debió viajar a Lima a ocuparse de algo allá. Cuando regresó no era el mismo, pasaba mucho tiempo en Asunción. Ginebra y yo seguíamos viviendo en Villa Rica, como sabéis, y él nos visitaba cuando sus ocupaciones se lo permitían. Después se inmiscuyó en ese triste asunto de la revuelta, y las cosas terminaron muy mal para él y también para nosotras.
—Sí, lo sé. Según hemos sabido, la condena de su esposo se ha prolongado injustamente por las intervenciones de este dominico muy poderoso, que sostiene una venganza, al parecer personal, con el coronel de Calatrava. El provincial de mi orden ha tomado el caso de vuestro esposo con especial interés. Le he referido las circunstancias en las que se encuentran vuesa merced y vuestra hija desde hace tantos años y se ha compadecido de vosotras, también del coronel. Ha decidido ayudarlo a recuperar su libertad. No deseo que vuesa merced se haga ilusiones, pero el padre Querini es un hombre de medios. Me permito albergar esperanzas.
Doña Nicolasa conservó la máscara inescrutable durante la exposición de Ursus y no la alteró con la última declaración del jesuita. Se puso de pie e inclinó la cabeza en señal de respeto.
—Gracias, padre Ursus. Aprecio infinitamente vuestra ayuda y la de vuestro provincial. Cualquier cosa que podáis hacer para mejorar mi situación, la de mi hija y la de mi esposo, os estaré eternamente agradecida.
—Os mantendré informada, mi señora.
—Muchas gracias. Buenas tardes, padre.
—Que Dios os bendiga, hija.
La mujer volvió a inclinar la cabeza y abandonó la habitación.