(1736 - 1750)
CAPÍTULO
I
Provincia Jesuítica del Paraguay,
en algún paraje sobre el río Paraná.
Febrero de 1736.
El niño se asomó para observar los rebalajes que formaba el agua del río al chocar contra los troncos de la balsa. Lo hipnotizaban esos remolinos y la manera en que desaparecían para formarse unos nuevos a medida que la jangada, como llamaban a la rústica embarcación, se deslizaba por ese sector manso del río Paraná. Era la primera vez que viajaba en una de ellas y le resultaba difícil permanecer quieto, pese a que el padre Ursus mantenía ojo avizor y le había ordenado que se sentase a su lado, bajo la casilla, para protegerse del sol; a esa hora del día, sus rayos golpeaban con inclemencia.
El niño despegó la vista del agua y de los remolinos y emprendió de nuevo la recorrida por la extensión de la balsa, cuidándose de pasar lejos de los bogadores que la conducían con largas y gruesas cañas, llamadas tacuaras; ninguno había hecho un misterio del desprecio que él les provocaba. Uno de ellos, el más diestro, antes de emprender el viaje, había expresado que no transportaría al niño lobisón; la mala suerte caería sobre la jangada y su pasaje.
—¡Calla, ignorante! —despotricó el padre Ursus en perfecto guaraní, y el vozarrón, a tono con su estampa de gigante, hizo bajar la cabeza al indio—. Ya les he dicho que creer en esas supersticiones es pecado mortal. Tendrás que confesarte, Antonio.
—Sí, pa’i Ursus.
—Si vuelves a referirte a él como al niño lobisón, te mandaré azotar en la plaza. Y ahora ¡a bogar! Que debemos estar en Asunción dentro de dos días.
El niño, aunque pequeño, había sabido que él era el motivo de la discusión; estaba habituado a las miradas recelosas y a que la gente lo rehuyese. Por eso, hizo un rodeo para mantener la distancia con esos hombres y llegar al sector donde estibaban los atados de cueros que contenían los tercios de yerba. Se trepó en la cima con la agilidad de una cabra y se acomodó para observar el río cuyas aguas turbias corrían encajonadas entre dos muros de selva y que sus antepasados habían bautizado con el nombre «pariente del mar». Él no conocía el mar, pero el padre Ursus se lo había descripto, y a él le había parecido que el sacerdote exageraba.
* * *
Bajo la protección de la casilla construida en medio de la jangada, el padre Octavio de Urízar y Vega, a quien todos llamaban padre Ursus, escribía la carta anua en la cual detallaba los sucesos acaecidos en la doctrina a su cargo, la de San Ignacio Miní. Escribir constituía uno de sus talentos, y en ese caso lo hacía con especial empeño porque sabía que su epístola se adjuntaría a la que el provincial de los jesuitas, Jaime de Aguilar, preparaba para enviar a la máxima autoridad de la Compañía de Jesús, el general Franz Retz, quien, desde su sede en Roma, conocía en detalle la realidad de las misiones jesuíticas dispersas por el mundo gracias al eficaz sistema de informes que, anualmente, le enviaban los provinciales.
—Fue una feliz idea agregar vuestra carta anua a la que envié al prepósito general —le había confesado el padre Jaime de Aguilar el año anterior—. Es clara su redacción, plagada de relatos interesantes. Más allá de los datos demográficos, que son necesarios, pero bueno, la verdad sea dicha, muy aburridos, siempre me encuentro compelido a seguir leyendo. Vuestras historias acerca de las vidas de los indios de vuestra doctrina son, en verdad, fascinantes. El general Retz me aseguró que vuestra carta se leería en voz alta en todos los seminarios durante el almuerzo.
Ursus había asentido con gesto impasible para disfrazar la preocupación. No deseaba volverse notable a los ojos de sus superiores y que tal vez por creer que le hacían un bien, terminaran por hacerle un flaco favor enviándolo a ocupar puestos más encumbrados lejos de San Ignacio Miní y de sus indios. No obstante, si el provincial o el general de la orden disponían de su servicio en otro sitio, sin decir ni tus ni mus, tendría que obedecer. Después de todo, en las Constituciones de Ignacio de Loyola se postulaba que un jesuita se debía comportar perinde ac cadaver, del mismo modo que un cadáver.
Igualmente, cierta satisfacción atenuó los temores al imaginar que sus relatos serían leídos a los seminaristas y jóvenes sacerdotes. Conocía, por experiencia propia, lo que las cartas anuas llegaban a provocar en el espíritu de un aspirante a sacerdote. Había sido una escrita por el misionero más famoso con que había contado la orden en esas tierras del Paraguay, Roque González de Santa Cruz, la que había sellado su destino.
Apenas ingresado en el seminario del Colegio Máximo en Córdoba, el joven Octavio se había convencido de que su vocación eran esas cátedras y la docencia. Durante un almuerzo en el día en que conmemoraban el martirio del padre Roque González a manos de un grupo de indios, se leyó una de sus cartas, y la atención del seminarista Octavio, que aún meditaba acerca de unos pasajes de los filósofos griegos del siglo V antes de Cristo, había saltado a la epístola del misionero. «Ser labrador es como previa disposición para ser cristiano, porque si no tienen la comida en la reducción, van a buscarla y no pueden ser catequizados porque andan todo el año muy lejos cazando». A decir verdad, no se había tratado de un párrafo brillante, ni que resolviese los grandes misterios de la fe, sino que era un comentario sensato y práctico, que de una manera inexplicable lo había cautivado. Oyó con atención hasta el final.
Después de profesar como sacerdote, conseguir que lo enviasen a misionar a la región del Paraná no había resultado fácil. A los aspirantes se los sometía a largas y severas pruebas para descubrir si contaban con el temple para soportar las adversidades de una realidad tan distinta, sin mencionar que se les exigía el dominio del guaraní, cuando no de otra de las tantas lenguas que se hablaban en aquellas extensiones.
El ahínco del joven padre Ursus —para esa época, el mote lo empleaban aun sus superiores— había terminado por convencer al rector del Colegio Máximo y al provincial de que poseía un espíritu templado, capaz de afrontar las asperezas de la vida en las reducciones. Cierto que atrás habían quedado las penurias por las que habían pasado los primeros misioneros a principios del siglo anterior, cuando pernoctaban en chozas de barro y techo de hojas de palmera y amanecían con mordidas de murciélagos y de otras alimañas, y cuando se sustentaban con raíces y maíz, nada de pan, ni de carne; no sin razón el padre del Valle, compañero de Roque González, había declarado que el silencio y el ayuno se guardaban ahí forzosamente y que la Cuaresma duraba todo el año. Esos hombres habían sido misioneros, pero también carpinteros, albañiles, agricultores, chacareros, cocineros, costureros, hiladores, alfareros, herreros, y cualquier oficio que sirviese para educar a los indios y construir la reducción. En cambio, cuando Ursus llegó a su primera misión, la de San Ignacio Guazú —lo de Guazú, que significa «grande», para distinguirla de la de Miní, que significa «pequeña»—, se sorprendió al hallar una ciudad con edificaciones y estructuras urbanas que habrían avergonzado a Buenos Aires, a Asunción y a Santa Fe.
Aun en el presente, no todo el monte era orégano, como solía decir su madre; la vida presentaba desafíos y dificultades a diario. Cuando no se trataba de una peste de viruela, que mataba a los indios como a moscas, los portugueses robaban el ganado —cuando no a algún indio desprevenido para esclavizarlo en las minas brasileras—, se perdía la cosecha de trigo, una jangada se hundía con el cargamento de yerba, o un grupo, en abierta violación a una de las reglas más estrictas de la reducción, se emborrachaba con chicha y armaba una trifulca en medio de la plaza de armas. Todo esto sin mencionar los problemas que nacían fuera de las doctrinas, en las ciudades, en especial en Asunción, donde la Compañía de Jesús poseía más detractores que amigos. Hasta el año anterior, el destino de la orden y de sus misiones en el territorio paraguayo había pendido de un hilo debido a las revueltas que los «comuneros», como se denominaban los criollos asuncenos, habían llevado adelante para expulsarlos de la provincia, hacerse con sus propiedades y repartir a los guaraníes en el marco del viejo régimen de las encomiendas. Por fortuna, el gobernador de Buenos Aires, Bruno de Zabala, se había movilizado con su ejército, al cual se le había sumado el de los soldados guaraníes de las reducciones, bien entrenados y bien armados, para desarticular la revuelta y devolver las cosas a su debido orden.
Ni siquiera se había entablado una batalla. Los comuneros se desbandaron ante la llegada de Zabala, que se hizo cargo del gobierno con mano férrea. Se mostró implacable con los que consideró traidores al rey, por lo que ejecutó a los cabecillas y mandó esparcir sus miembros por distintos puntos de la provincia. Encarceló a muchos y les confiscó los bienes. El provincial, el padre Aguilar, que vivía en Asunción, le había confesado a Ursus en una epístola que aún quedaba un sabor amargo en el espíritu de la gente como consecuencia de la feroz represión de Zabala.
Aunque le dolía pensar en el sufrimiento de las familias de los comuneros, Ursus había respirado cuando, en junio del año anterior, lo alcanzaron las noticias de que la revuelta había terminado con el éxito del gobernador. Solo pensar en que lo separasen de sus indios, y el estómago se le volvía de piedra. Aunque a veces lo sacaban de sus casillas, los amaba como a los hijos que jamás tendría.
Detuvo la pluma de oca con la que escribía las últimas palabras de la carta anua, levantó la vista y, mientras escudriñaba en torno, se rascó la barba que le cubría el filo de las mandíbulas y el mentón, ademán en el que caía cuando algo lo inquietaba. Se puso de pie y casi chocó la cabeza con el mojinete del techo. ¿Dónde estaba el niño? ¿Tal vez los bogadores lo habían arrojado al agua? Se cubrió la cabeza con un chapeo de fibra de palmera, muy al estilo de los sombreros cordobeses, y salió de la casilla. La luz lo encegueció. El sol del verano en esas tierras calurosas y húmedas y a esas horas tempranas de la tarde resultaba implacable.
Lo divisó sentado sobre los atados de yerba, con las piernas recogidas cerca del pecho y los bracitos en torno a las pantorrillas, serio, como era lo usual, con la mirada quieta en el paisaje que iba quedando atrás; la juzgó una mirada demasiado grave para un niño de cuatro años; demasiado triste también. Le extrañó verlo tan quieto. Se quedó observándolo.
En verdad, quería a todos sus indios, pero a ese niño lo quería como a nadie. Desde que Malbalá, la madre del pequeño, se lo había colocado en los brazos y le había pedido que le pusiera un nombre, el vínculo que lo había unido a esa criatura se había demostrado diferente del que establecía con los cientos de niños de la doctrina. Por lo pronto, la criatura, de apenas unos días, lo miraba fijamente, no como los otros recién nacidos, que no enfocaban y veían tras una nebulosa. Este le clavaba los ojos, con una expresión impaciente que parecía decir: «¿Y bien, pa’i? ¿Me darás o no un nombre? Acabemos ya con esto». Ursus había soltado una corta carcajada, que sobresaltó a Malbalá y a la abuela del niño, la sabia Vaimaca.
El jesuita sonrió con el recuerdo, mientras se abanicaba con el chapeo. Fingió enojo al vociferar:
—¡Aitor! —y acentuó la «o» más de lo necesario y prolongó la erre.
El niño giró la cabeza con un movimiento rápido, y su cabello, largo, lacio y de ese color tan peculiar, negro con destellos de cobre, le acarició los hombros. Sus ojos se clavaron en los del sacerdote. No había vestigio de miedo, ni de contrición. Lo admiraba por eso, si bien, como de costumbre, lo ocultaría; su deber como educador era señalarle que tanta arrogancia, temeridad y soberbia eran pecados mortales.
—¡Baja de esos cueros, inmediatamente! ¡Ven aquí!
Apreció la agilidad con la que descendió de la pila de atados de yerba —alcanzaba las casi tres varas y media de altura—, como también la que empleó para correr hacia él, sorteando los montículos del matalotaje, los rollos de cuerdas y las cajas de madera con productos de la misión. Iba descalzo.
—Mande, pa’i.
—¿Mande, pa’i? ¿Para qué voy a mandar si el karai Aitor no se dignará jamás a cumplir mis órdenes?
Una sombra de sonrisa estiró apenas los labios pulposos del niño, aunque se desvaneció tan rápidamente que Ursus no habría podido confirmar si había existido o si se había tratado de un movimiento involuntario. Tal vez le había hecho gracia que lo llamase karai, señor. «Sí, hijo mío», le habló con el alma, «adelante, sonríe, quiero verte sonreír».
Prosiguió con menos acritud.
—¿Dónde están tus sandalias? —El niño señaló un sitio bajo la casilla—. ¿Por qué no las llevas puestas?
—Me hacían doler.
—Nunca te acostumbrarás a ellas si no las usas. ¿No te ordené que permanecieras bajo la casilla? El sol está demasiado fuerte. Podrías enfermar de tabardillo. ¿Qué le diría yo a tu pobre madre? —Le apoyó la mano sobre la coronilla—. ¡Aitor! ¡Tienes la cabeza hirviendo! Ven aquí.
Lo condujo cerca de la baranda, tomó una cuerda con un calabacín atado en el extremo, la echó al río y recogió agua.
—Inclina la cabeza. —El niño la sacó fuera de la embarcación—. Esto te refrescará un poco. —Le vertió el líquido en la parte posterior y observó cómo se escurría por la nuca y por debajo del tejido de algodón de su camisa blanca. Aitor no emitió sonido, ni se movió. A Ursus, el estoicismo de alguien tan pequeño a veces lo asustaba.
Regresaron bajo el techo, y el sacerdote lo levantó para sentarlo sobre un atado de lienzos de bocací confeccionados por las indias de la reducción. Se puso de rodillas frente a él y le sonrió.
—Veamos ahora, amigo mío. ¿Cómo está esa herida?
Aitor abrió grandes los ojos, cuadró los hombros y elevó ligeramente el mentón. Ursus no se percató de su actitud defensiva, concentrado como estaba en el color de sus ojos, algo en lo que caía a menudo, pues ese color amarillo tan contundente no parecía natural, ni humano. Él jamás había visto una tonalidad como esa, que, a veces, dependiendo de cómo estuviese el cielo, se tornaban de un dorado desconcertante. ¿De quién los habría heredado? Por cierto, esos ojos amarillos —bastante achinados, de espesísimas pestañas negras y coronados por un par de cejas gruesas, que formaban dos triángulos sobre sus párpados— no lo ayudaban a quitarse de encima la fama de lobisón que lo perseguía desde el día de su nacimiento, más bien desde el de su concepción, por el simple hecho de ser el séptimo hijo varón de Malbalá y de Laurencio. ¿Tal vez por esta razón Laurencio no lo aceptaba, porque él también creía que su hijo era una criatura perversa que, en las noches de luna llena, se convertía en un monstruo para devorar humanos? Porque no lo aceptaba, de eso estaba seguro.
—No te haré doler. —Le desató la tira de algodón, ahora mojada, que le rodeaba la cabeza para sostener la venda sobre la ceja que Laurencio le había partido con un golpe de su vara de alcalde de segundo voto—. ¿Duele, hijo? —preguntó al retirar el esparadrapo que le cubría la herida y que se había pegado un poco. El niño apenas movió la cabeza para negar—. Veamos cómo está esto. El padre Johann van Suerk, su compañero y sotocura de la reducción, médico y cirujano holandés, lo había cosido luego de restañar la sangre y de estudiar el corte profundo que le partía la ceja izquierda justo por el medio. Aitor no había llorado, ni siquiera cuando el padre van Suerk hincaba la aguja. Ursus, que tenía a Aitor sobre sus piernas, se daba cuenta, mientras lo sujetaba, de que le dolía porque la respiración se le aceleraba, gotas de sudor le brotaban sobre el labio superior y los ojos se le colmaban de lágrimas, que caían en silencio.
—Le quedará una recia cicatriz —le informó en latín el médico, para no hacerlo en guaraní y que el paciente comprendiese—. El corte es profundo, y no volverá a crecer el pelo de la ceja en ese sitio. ¿Por qué Laurencio lo ha golpeado tan salvajemente? Es un hombre tranquilo y muy civilizado. Quiere a sus hijos.
—Estaba tomado —justificó Ursus.
—¿Tomado? —se escandalizó el holandés—. ¿Dónde habrá obtenido la chicha?
—Ya lidiaré con él. Primero, el niño.
Esa noche, por orden de Ursus, Aitor durmió en la casa de sus abuelos maternos; en realidad, de su abuela materna, Vaimaca, y del esposo de esta, Ñezú. A la mañana siguiente, después de oír misa, el alcalde de primer voto del Cabildo, un cacique muy respetado y querido, llamado Palmiro Arapizandú, de conocida estirpe guaraní, mandó comparecer a Laurencio en la sede del Cabildo para que oyese los cargos que se le imputarían. El corregidor, la máxima autoridad del ayuntamiento, otro cacique de gran ascendencia llamado Cecilio Pindoyuví, que se presentó especialmente ataviado con una capa de plumas y su bastón, mucho más vistoso que las varas de los alcaldes y demás funcionarios, le dio un largo discurso, como era costumbre entre los guaraníes, en el cual lo acusó de beber chicha, que le había desatado al demonio Añá que habitaba en él, y de golpear a su hijo Aitor, y lo conminó a avergonzarse porque, habiendo sido elegido alcalde de segundo voto poco tiempo atrás, había dado un mal ejemplo a la juventud de la doctrina, además de avergonzar a sus antepasados, porque ya en la época del ser antiguo, el pueblo guaraní siempre se había caracterizado por ser muy tierno con sus niños.
A continuación, las autoridades del Cabildo, algunos curiosos y el reo, seguido de su familia y escoltado por el alguacil mayor para evitar que se fugase, caminaron por una de las avenidas principales del pueblo hacia la casa de los padres, donde los esperaban el capellán mayor y superior de la misión, el padre Ursus, su compañero y segundo en el mando, el padre Johann van Suerk, a quien los indios llamaban padre Bansué, y el hermano coadjutor Pedro de Cormaner, que era lego.
El corregidor se adelantó para dirigirse a Ursus con la autoridad que le confería su bastón de mando, aunque con el respeto que esos hombres de negro siempre le inspiraban, no solo por su sapiencia y bondad, sino por la castidad que mantenían a rajatabla; a él, que le encantaban las mujeres, le habría gustado contar con esa fuerza de voluntad, en parte porque las mujeres siempre traían problemas y era mejor mantenerlas lejos, pero sobre todo porque los jesuitas les habían impuesto como regla que solo podían tener una.
—Aquí te traigo a nuestro hermano Laurencio, pa’i Ursus. Se ha equivocado y suplica que lo liberes de la culpa que lo agobia. —A continuación, el cacique pronunció otro discurso que los sacerdotes y el hermano lego oyeron con atención porque conocían la importancia que los guaraníes le conferían a sus parlamentos.
—Perderá su cargo de alcalde de segundo voto, recibirá doce azotes en el rollo de la plaza de armas y tres días de arresto a pan y agua —sentenció Ursus, aunque le habría gustado mantenerlo encerrado hasta su regreso de Asunción; temía que volviese a poner las manos en el pequeño Aitor. No podía. Laurencio era el herrero principal del pueblo, hábil y trabajador, y lo necesitaban para varios encargos, incluso para cumplir con pedidos de otras reducciones. Tres días de arresto ya atrasarían las labores lo suficiente para armar un caos en la herrería. Si bien lo ayudaban sus dos hijos mayores y otros muchachos, todos aprendices, sin la guía experta de él, sus empeños serían vanos.
La comitiva se movilizó hacia la plaza, donde el alguacil mayor ató a Laurencio al rollo, una columna de piedra ubicada en una de las esquinas y rematada con una cruz de hierro, le levantó la camisa y le propinó los doce azotes sobre la espalda, que terminó llena de verdugones. Como era costumbre, el reo, antes de ser llevado a la prisión, se acercó al superior de la misión, le besó la mano y le agradeció por el correctivo.
—Gracias, pa’i —masculló Laurencio, y temblaba de rabia y a causa del dolor en la espalda—. Que Dios te recompense por liberarme, mediante este leve castigo, de los sufrimientos eternos que me amenazaban.
Levantó la mirada de ojos oscuros, y Ursus no halló en ellos nada del arrepentimiento que habría deseado. En ese momento, decidió llevarse al pequeño Aitor con él.
* * *
—¿Duele? —preguntó Ursus al niño mientras colocaba sobre la herida un ungüento que el hermano Pedro fabricaba machacando la corteza del ceibo y mezclando esos jugos con cebo de yacaré, receta que le había extraído después de mucho rogar al paje o curandero más reputado de San Ignacio Miní, Ñezú, el esposo de Vaimaca. El hermano sostenía que no existía mejor cicatrizante—. ¿Duele, hijo? —preguntó de nuevo ante el mutismo del niño.
—No —dijo de modo casi inaudible.
Colocó un paño de algodón limpio sobre la herida de la ceja y lo sujetó de nuevo con la tira, que ató en torno a la cabeza del niño. A continuación le pasó por los bracitos desnudos y las pantorrillas un ungüento con el cual los guaraníes, desde tiempos inmemoriales, se cubrían después del baño para repeler los mosquitos, la ura —una mosca que anidaba bajo la piel— y otros insectos, además de protegerse de los rayos perniciosos del sol. Como era de una tonalidad rojiza muy bonita, obtenida de las semillas de la planta llamada urucú, también lo usaban con fines estéticos.
Le preguntó si tenía hambre, a lo cual el niño respondió que sí. «Buena señal», dedujo el sacerdote. Levantó la tapa de la canasta que una de las viudas del cotiguazu había confeccionado con las fibras del bejuco, y husmeó para ver con qué la había llenado Tarcisio, el indio que se ocupaba de la cocina en la casa de los padres. Extrajo unos choclos hervidos, queso que fabricaban con la leche de las cabras, carne de vaca asada y una torta de mandioca, que cortó en seis porciones para satisfacer a todos los que viajaban en la balsa: la tripulación —los cuatro bogadores—, el niño y él.
—¡Antonio, Roque! Vengan a comer ahora. Jesús y Tadeo lo harán después.
Los bogadores cruzaron una mirada, acomodaron las gruesas y largas cañas sobre la cubierta y caminaron con la cabeza baja y a paso lento. Se quitaron los chapeos al entrar bajo la sombra de la casilla, ubicada en medio de la balsa, y se sentaron en el suelo. Ursus bendijo los alimentos y rezaron el padrenuestro en guaraní antes de empezar a comer. Lo hacían en silencio, y el jesuita advertía los vistazos recelosos que le dirigían al niño, que miraba hacia otra parte mientras masticaba. Cuando tocó el turno para almorzar al segundo par de bogadores, el pequeño Aitor se había dormido sobre el atado de paños de bocací, por lo que el padre Ursus aprovechó para preguntar a Tadeo, un muchacho joven, de excelente disposición:
—Hijo, háblame de esa leyenda del lobisón.
—Yo la sé con el luisón, pa’i.
—Es lo mismo —indicó Jesús.
—Cuéntame, Tadeo.
—Es muy perverso, ese luisón, pa’i. Es un perro salvaje, enorme y lanudo, con largos dientes y ojos… —Se detuvo.
—¿Cómo son sus ojos?
—Amarillos, pa’i.
—Ya veo. Sigue.
—Está cebado con la carne humana. Las noches de luna llena, el luisón abandona su aspecto humano, se convierte en bestia y mata a toda criatura que se interponga en su camino.
—¿Quiénes son los humanos que están condenados a convertirse en luisones?
—Los que son poseídos por el espíritu del séptimo hijo varón de Taú y de Keraná.
Ursus había oído hablar de estos personajes de la mitología guaraní, víctimas de una maldición: engendraban solo monstruos.
—Entonces —lo instó el jesuita—, si de un matrimonio nacen siete hijos varones, el último será un lobisón, o luisón, como lo llamas tú, Tadeo.
—Así es, pa’i. El espíritu de Luisón, el séptimo hijo de Taú y Keraná, lo poseerá y lo hará convertirse en la bestia que devora humanos y cualquier cosa en las noches de luna llena.
—Y si después del luisón naciera una niña —intervino Jesús—, sería bruja.
Ursus se quedó mirándolo en silencio, mientras daba gracias a Dios de que el octavo hijo de Malbalá y Laurencio, que tenía semanas de nacido, fuese varón; con un niño anatematizado en la doctrina bastaba y sobraba.
—¿Alguna vez vieron a un ser humano convertirse en esa bestia?
—No —balbuceó Jesús—, pero mi tío Petronio asegura que él sí, y tiene una cicatriz en la pierna que se la causó el luisón.
—La herida de tu tío Petronio, Jesús, se la causó él mismo dándose un hachazo mientras aserraba en el monte. Ustedes comprenden que esta historia del luisón o del lobisón no es cierta, ¿verdad? Que solo se trata de un cuento, una leyenda, ¿verdad? ¡Un cuento para niños!
—Pero, pa’i…
—¡Nada de «pero», Tadeo! Están cometiendo un gravísimo pecado al creer en algo que va contra la ley divina que les hemos enseñado. Va contra la única verdad, la que les hemos revelado nosotros. Pero sobre todo, están cometiendo un gravísimo pecado al mostrarse tan suspicaces con un niño inocente como Aitor. ¿Cómo pueden pensar que él es un monstruo que se convierte en una bestia salvaje?
—Todavía no es tiempo, pa’i —lo interrumpió Jesús—. Empiezan a convertirse de más grandes.
Ursus lanzó un suspiro de hartazgo. Era consciente de que, por mucho que fuesen a misa y al catecismo, los guaraníes estaban muy aferrados al «ser antiguo», como llamaban a las creencias y costumbres anteriores a la llegada de los españoles. Entonces, recordó las palabras que tiempo atrás le había escrito el padre Santiago de Hinojosa y Valle cuando él, en una carta, se quejó de algo similar. «Piensa, estimado Ursus, que así como para nosotros sus creencias son supersticiones, para ellos lo son las nuestras. Todo depende del punto de vista de quien lo mire». Como de costumbre, la opinión de su compañero del seminario y más querido amigo resultaba escandalosa y le había dado que pensar. Pero Hinojosa y Valle estaba en Córdoba, contento y cómodo en sus cátedras del Colegio Máximo, y no tenía que lidiar con los problemas de una reducción. Se imponía un espíritu práctico y severo.
—No se les ocurra comulgar el domingo sin confesarse, porque ustedes dos —dijo, y alzó el índice para señalarlos—, y debería decir, ustedes cuatro —y movió la vista en dirección de los otros bogadores, Antonio y Roque— están en pecado mortal. Si la muerte los sorprendiese en este momento, ¡se irían directo al infierno!
Jesús y Tadeo bajaron la vista.
—Pa’i —aventuró Jesús—, a veces me dan ganas de irme al infierno.
—¿Qué dices, insensato? ¿Deseas ir a que te pinchen y te cocinen para toda la eternidad?
—Es que vuesa merced y el pa’i Bansué dicen que nuestros antepasados, los que murieron sin conocer a Tupá, a Cristo y a la Tupasy María, están todos en el infierno, porque se fueron sin el bautismo. Y a mí me gustaría conocerlos… algún día. Y lo único que puedo hacer es ir al infierno, pa’i.
Ursus elevó los ojos al cielo, mientras un rugido le borboteaba en la garganta. Los bogadores se pusieron de pie y abandonaron el reparo de la casilla a paso rápido.
El jesuita los siguió con la mirada y el ánimo caído. Hacía más de un siglo que convivían mansamente con los guaraníes, los protegían y los educaban. Esos indios a los que tildaban de vagos y pícaros, bajo la guía de la Compañía de Jesús, habían construido decenas de pueblos que se autoabastecían y que provocaban la envidia de los españoles y de los criollos. Sin embargo, tenía la impresión de que jamás habían alcanzado sus corazones. En el fondo, seguían creyendo en sus dioses, en sus leyendas y en la Yvy Marae’y, o Tierra sin Mal, su versión del Paraíso, un sitio donde no existían la tristeza, ni el hambre, ni la guerra.
Abandonó la silla con un suspiro, dispuesto a finalizar la carta anua. Al volverse, se frenó de golpe al darse cuenta de que Aitor estaba despierto y que lo contemplaba. Un rayo de sol, que se filtraba entre las hojas de palmera del techo, dotaba a sus ojos de una tonalidad como la del bronce lustrado. Lo afectaba. Podía entender, pues, que afectase a los indios. Se preguntó si habría oído lo del lobisón.
—Ven, Aitor. Vamos a practicar el padrenuestro. Todavía no lo sabes bien.
* * *
Llegaron a Asunción al día siguiente. Habían pasado la noche en uno de los puestos que las misiones mantenían cerca del curso del río para refugiar a los viajeros, y reiniciado la marcha al amanecer. La jangada entró en el puerto de la ciudad pasado el mediodía y se detuvo en uno de los amarraderos que la Compañía de Jesús había recuperado después de que el gobernador Zabala sofocó la revuelta de los comuneros.
La actividad era frenética. Embarcaciones de distintos calados se mezclaban con las balsas y las almadías para componer un cuadro que, a simple vista, lucía caótico y que, en realidad, guardaba un concierto en el cual las cargas —maderas nobles y yerba mate sobre todo— se alijaban y acomodaban en las bodegas del puerto.
Un grupo de indios payaguás medio desnudos se aproximó a la balsa y saludó al padre Ursus con la sumisión que los caracterizaba. El jesuita, que los conocía, los conchabó para que diesen una mano con la descarga a los bogadores. Por fortuna, la sede de la Compañía de Jesús se hallaba en el Barrio de las Barcas, como se denominaba al sector del puerto a solo algunas varas del muelle. Obligó al pequeño Aitor a calzar las sandalias, lo tomó de la mano y se dirigió al jefe de los payaguás.
—Estaré en el colegio de la orden. Allí me encuentran cuando terminen el trabajo para recibir su paga. —Aunque hablar de paga era un tanto presuntuoso. A diferencia de Buenos Aires, Lima y Santa Fe, en Asunción no existía el metálico, por lo que las operaciones se realizaban a través del trueque. A los payaguás terminaría dándoles un poco de yerba y unas piezas de género, que ellos, a su vez, cambiarían en el mercado por alimentos.
—Como vuesa merced mande, pa’i —replicó el indio, y volvió a la jangada para seguir descargando los atados de cuero con yerba.
—Vamos, Aitor. Debes de estar hambriento, ¿verdad, hijo?
El niño no respondió y permaneció absorto en el paisaje asunceno tan desconocido como atractivo. Ursus reprimió una risotada cuando lo vio fruncir el entrecejo y cubrirse la nariz con la mano. Los olores del puerto resultaban nauseabundos, en especial para un guaraní acostumbrado a la limpieza de las misiones, donde el diseño del pueblo, erigido en posiciones elevadas, tenía como prioridad evitar las aguas estancadas y la acumulación de basura; ni siquiera en los alrededores de los baños, ni del matadero se olían miasmas tan ofensivas como las de ese puerto. Tal vez, caviló el jesuita, los asuncenos deberían dejar de combatir a la Compañía de Jesús y mejorar el deplorable urbanismo de su ciudad tomando como ejemplo los treinta pueblos de los guaraníes.
Cruzaron el puente Santo Domingo y caminaron por una calle a la cual la última lluvia había convertido en una porqueriza y las pesadas carretas habían hollado al punto de convertirla en intransitable. Temeroso de que el niño cayese en una zanja, Ursus lo cargó en brazos, lo que le proporcionó una mejor visión del paisaje tan peculiar. Mujeres blancas ataviadas de negro, seguidas por sus esclavos, concurrían a la misa de la una de la tarde —era la primera vez que veía a mujeres con esa tonalidad de piel y le resultaron fascinantes—; buhoneros vociferaban sus ofertas; una jauría perseguía a un ratón enorme; un par de franciscanos caminaba deprisa en recogida conversación; una carreta tirada por bueyes, con ruedas de dos metros de diámetro, pasó junto a ellos y profundizó los surcos en el barro; unas payaguás se dirigían con sus bultos sobre la cabeza hacia el mercado.
Por su parte, el jesuita estudiaba las construcciones, todas de una planta, deslucidas, salpicadas de barro rojizo y sin mayores ornamentos que las rejas negras de hierro forjado y los salientes de tejas. Sin duda, reflexionó, Asunción era una ciudad pobre.
Minutos más tarde, se hallaban frente al ingreso principal del Colegio Seminario que la orden poseía en la capital de la provincia del Paraguay, junto con una iglesia y un convictorio. Depositó al niño en el umbral y agitó la aldaba. La mirilla se abrió y se cerró velozmente antes de que la puerta rechinase para mostrar a un hombre con sotana negra, de barba blanca y estatura más bien baja.
—¡Padre Ursus! —exclamó, con evidente alegría—. ¡Adelante! ¡Adelante!
—Hermano César, veo que os halláis en espléndida forma como es vuestra costumbre.
—Estoy hecho un cascajo, padre Ursus —contradijo, con marcado acento español—. Han sido tiempos duros los que nos han tocado vivir. Estos comuneros nos han tenido a mal traer, y, a mi edad, ya está duro el alcacer para zampoñas. Pero pasad, pasad. ¡Oh! ¿Qué tenemos aquí?
—Mi compañero de viaje. Hermano, os presento a Aitor Ñeenguirú. —Al niño le habló en guaraní—. Saluda al hermano César. Ofrécele tu mano derecha. No, esa es la izquierda. Así, muy bien.
—Necoema, Aitor Ñeenguirú —saludó el lego con sus rudimentos de guaraní—. Pasad, pasad. Estaréis hechos unas pavesas después del viaje. —Cerró la puerta y les indicó que se adentrasen en el patio de mazaríes—. ¿Qué le ha sucedido? —se interesó, y señaló la venda del niño.
—Se partió la ceja. El padre van Suerk ya lo cosió.
Rodearon el jardín principal del colegio circulando bajo el pórtico cuyas columnas requerían una mano de pintura de manera urgente. Ursus advirtió que un grupo de esclavos africanos tapaba con argamasa huecos en las paredes; otros, montados en el techo, cambiaban las tejas rotas.
—Sí —se lamentó el hermano César—, estos años en que nos expulsaron de la ciudad y el colegio estuvo en manos de esos salvajes de los comuneros han sido muy duros. Como verás, padre Ursus, el estado del edificio es calamitoso. Nos dejaron sin muebles. ¡Y no podéis imaginaros la inmundicia que hallé en la cocina y en el guardamangel! Ni hablemos del sótano. Todavía estoy combatiendo las ratas, grandes como gatos.
—Hemos recuperado el colegio tan solo en octubre pasado, hermano César —le recordó Ursus—. Tan solo cuatro meses atrás. Daos tiempo. Todo volverá a la normalidad.
—¿Normalidad, padre Ursus? ¿Alguna vez podremos vivir con normalidad en estas tierras? En pocos años, ya nos han expulsado dos veces, en el veinticuatro y en el treinta y dos.
—Pero siempre hemos regresado.
—Amén.
* * *
Después de un refrigerio, que el hermano César les sirvió en la cocina —la hora del almuerzo ya había pasado—, Aitor marchó con otro de los coadjutores hacia el convictorio, donde vivían los pupilos, y Ursus se encaminó al encuentro del padre Jaime de Aguilar, que lo recibió en su despacho con un breve abrazo.
—Bienvenido, padre Ursus. Hacía tiempo que no nos veíamos.
—Vuestra Reverencia, me alegro de encontraros en vuestro despacho, en vuestro sitio —recalcó.
—Siéntate, Ursus —dijo Aguilar, y adoptó un modo más relajado—. Imagino que César ya te habrá dado de comer y de beber.
—Sí, y muy bien. Gracias.
—¿Habéis hecho buen viaje?
—Muy tranquilo, gracias a Dios. Unos payaguás y mis bogadores están alijando los productos de mi misión en este momento.
—Bien. Después irás con el procurador a la bodega para tomar cuenta de todo. Bueno, ¿para qué te digo si conoces esto mejor que yo?
—¿A cuánto se está vendiendo la yerba en Santa Fe?
—A unos ocho reales la arroba —informó el provincial.
Ursus realizó un cálculo mental rápido para saber si, con la cosecha obtenida, obtendría el metálico suficiente para afrontar el impuesto de un peso por cada indio de entre dieciocho y cincuenta años que viviese en su misión, a cambio del cual la Corona española impedía que fuesen sometidos al régimen de encomienda o, lo que era peor aún, al de yanaconazgo, una esclavitud encubierta.
—¿Cómo está la situación aquí, en la ciudad, Vuestra Reverencia?
Jaime de Aguilar se recostó en su silla, descansó los codos en los brazos de madera y entrelazó los dedos como si se dispusiese a rezar.
—La revuelta fue completamente abatida. Los cabecillas ajusticiados, sus partes repartidas en varios puntos de la provincia y sus bienes confiscados. El resto, encarcelado. Hay varios fugados. Muy triste. El malestar, sin embargo, continúa. El pueblo ha quedado muy resentido. Esto viene desde tan larga data… —pronunció con acento cansado—. Jamás nos perdonarán que les hayamos quitado a los indios, que juzgan de su propiedad, ni que nos hayamos hecho de tantas tierras.
—Los indios son vasallos de Su Majestad, tanto como lo son los españoles y criollos.
—Lo sé, Ursus, pero los asuncenos no lo ven así. Creen que, por hacerle el servicio a la Corona de poblar estas tierras salvajes, de las cuales no han podido extraer ni oro ni plata como imaginaron en un primer momento, tienen derecho a servirse de los indios para trabajar sus tierras y recolectar su yerba.
Ursus se puso de pie y se aplastó el cabello con ambas manos.
—Sé de encomenderos que los tratan peor que esclavos. —Intentó no dejarse llevar por la pasión, actitud que el provincial desaprobaría—. Algunos mueren a causa de los azotes. Las mujeres revientan con las pesadas cargas que les imponen. A ellas y a sus hijos les hacen servir en sus granjerías y las hacen dormir en los campos, al raso, y allí paren y se crían los niños, mordidos por sabandijas ponzoñosas. Sé que muchos se ahorcan, otros se dejan morir sin comer y otros toman hierbas venenosas. He sabido de madres que matan a sus hijos al parirlos para librarlos de los trabajos que ellas padecen.
—Imagino que estás hablándome de tu vecino, el hijodalgo Vespaciano de Amaral y Medeiros. ¿Cómo va ese asunto?
—Sigue insistiendo en que esa porción de terreno de nuestra estancia le pertenece, que es parte de su hacienda. Como el gobernador Miguel de Salcedo no ha respondido a sus reclamos, le ha pedido a su notario que eleve un reclamo a la Audiencia de Charcas.
El padre Aguilar, con las manos aún entrelazadas y el mentón sobre los índices, bajó los párpados en señal de asentimiento.
—Lo sé. Estoy informado.
—¡Es perverso como Holofernes! —explotó, y enseguida se arrepintió; su carácter era su debilidad—. Excusadme, Vuestra Reverencia.
—Sé que Amaral y Medeiros es un hombre de rompe y rasga, soez y de mala reputación, pero es uno de los hacendados más poderosos de esta zona, con mucha ascendencia entre las gentes de buen tono de Asunción y se murmura que también de Buenos Aires. Aseguran las malas lenguas que mantiene estrechos lazos con contrabandistas de esa ciudad y de la Colonia del Sacramento, donde obtiene pingües ganancias. Pero debemos mantener la calma y no olvidar que somos sacerdotes católicos. Debemos amar a nuestros enemigos.
—No es fácil, Vuestra Reverencia, cuando ese… hijodalgo irrumpe en la estancia de San Ignacio y roba el ganado y amenaza y maltrata a mi gente. Le tienen un pánico cerval. Para colmo de males, hace unos meses conchabó a un nuevo capataz, un diablo, debo decir, que comete más fechorías que su patrón, un tal Domingo. Desconozco su apellido.
—Hablaré con nuestro notario y lo pondré al tanto de la demanda que Amaral y Medeiros interpondrá en la Audiencia de Charcas, para que esté alertado. Por otra parte, enviaré misivas a gentes de fuste que podrán ayudarnos. Que el confesor de Su Majestad, el rey Felipe, que Dios guarde y prospere, sea uno de los nuestros no puede, ni debe ser desaprovechado. ¿Sabías que Amaral y Medeiros intenta hacerse de un título de nobleza a trueque de pecunia? Nada menos que un marquesado. —Ursus detuvo su caminar impaciente y levantó las cejas—. Aseguran que está dispuesto a pagar más de veinte mil pesos de plata ensayada.
—Es una fortuna —bisbiseó el misionero.
—Pero si bien la Corona española, siempre deseosa de llenar sus arcas, que tan rápidamente se vacían, estará tentada por esos veinte mil pesos, sé que son muy prudentes al momento de otorgar esos títulos de nobleza, y que antes de hacerlo se informará con personas inteligentes y de buenos medios acerca de la conveniencia de dotar a tu vecino con el título de marqués. Mencionaré esto en mi misiva al confesor de Su Majestad y le confiaré que juzgo poco razonable beneficiar con un marquesado a uno de los instigadores de la revuelta de los comuneros.
—¿Cómo? —se pasmó Ursus.
—Así me lo indican mis espías y, como sabes, Ursus, pocas veces fallan. Su información es de fiar.
—¿Amaral y Medeiros envuelto en el levantamiento de los comuneros?
—No directamente. Es hábil. Se limitó a brindar apoyo económico y a soliviantar a la soldadesca entregándole cuartillos, alcohol y tabaco. Se dice que ayudó a varios de los cabecillas a fugarse al Brasil. No te muestres tan sorprendido, Ursus.
—Es que no imaginé que Amaral y Medeiros intentaría una acción tan desleal a Su Majestad.
—La acción no fue contra Su Majestad, sino contra nosotros, los jesuitas. Sabes que ya el padre de Amaral y Medeiros le había declarado la guerra a la Compañía cuando su población de encomendados disminuyó ostensiblemente gracias a que los guaraníes aceptaban reducirse para escapar del sistema de esclavitud al que los sometía. Significó un duro golpe para ellos, y ya era casus belli suficiente para iniciar una lucha encarnizada. No nos lo perdonaron jamás, sin contar que codician nuestras tierras y nuestros bienes. Amaral y Medeiros es un diablo pícaro. No iba a desaprovechar una oportunidad como la que le dieron los comuneros. La naturaleza humana es muy codiciosa, y para nada cuenta que estemos hablando de cristianos. Cuando de dinero se trata, todos se olvidan de Dios. Ahora los estancieros están intentando que el virrey nos baje la cuota de yerba que nos autorizan a vender en el puerto de Santa Fe. Sostienen que nuestras doce mil arrobas son demasiadas y que el precio se precipita, sin mencionar la investigación que abrió el rey Felipe a causa de las cartas infamantes del coronel de Calatrava y del antiguo gobernador Barúa, que aseguraban que de nuestros indios (¡ciento cincuenta mil, nada menos!), ninguno pagaba tributo. Barúa llegó a afirmar que los indios le debían a la Real Audiencia la friolera de tres millones doscientos mil pesos en concepto de la alcabala del diez por ciento sobre las rentas obtenidas en el comercio de sus productos.
—Sí, estoy al tanto de la calumnia. ¿En qué quedó eso, Vuestra Reverencia?
—El Consejo de Indias envió a un funcionario de la corte de Felipe para que investigase, un tal Vázquez de Agüero.
—Lo esperábamos en San Ignacio Miní, pero nunca se presentó.
—El buen hombre era un tanto abúlico y sensible al calor, por lo que solo visitó algunos pueblos, pero mayormente condujo la investigación desde Buenos Aires, donde me entrevisté con él. También lo hicieron los señores obispos, el de acá y el de Buenos Aires. Aún no tengo noticias de cuál fue la naturaleza del informe que presentó al Consejo de Indias y a Su Majestad, pero no creo que sea muy halagüeño. Me propuso aumentar el impuesto.
—A los guaraníes ya les cuesta entender que deban pagar un peso por vivir en la tierra en la que siempre vivieron. ¡Imaginaos si les hablásemos de un aumento!
—Exactamente —acordó el provincial—, eso fue lo que le dije a Vázquez de Agüero, pero no creo que haya comprendido. Desconoce absolutamente la índole del indio.
Un griterío alteró el silencio del claustro. Aguilar se puso de pie, cruzó su despacho a paso rápido y abrió la puerta. Ursus se asomó a su lado. Un hermano, que echaba venablos, perseguía a Aitor. El niño corría a gran velocidad, con el ceño muy apretado y en un obstinado silencio. Su pelito volaba a los costados del rostro y le revelaba las orejas de soplillo, objeto de pullas entre sus hermanos.
—¡Ey, amigo! —Ursus lo detuvo colocándole una mano en el pecho y levantándolo en el aire en un solo movimiento—. ¡Quieto! —lo amonestó, porque el pequeño se sacudía como pez fuera del agua—. ¡Quieto, o se te abrirá la herida! ¡Soy yo, tu pa’i Ursus! —El niño se aquietó como por ensalmo y fijó sus ojos en el jesuita—. ¿Qué sucede aquí, hermano Carmelo?
—Este niño endemoniado… Me ha dado un puntapié en la canilla y ha escapado como alma que lleva el diablo.
—¿Por qué?
—Solo intentaba cortarle un poco esas greñas. No parece cristiano.
Aitor habló en guaraní, de modo rápido y en voz alta y colérica, lo que dejó perplejo a Ursus.
—¿Qué ha dicho? —se interesó Aguilar.
—Bueno… —titubeó Ursus—. Ha dicho que a él le gusta el pelo así, largo, y que el hermano Carmelo hiede a cabra.
—¿Cómo? —se ofendió el coadjutor, mientras el provincial se metía dentro del despacho para ocultar la carcajada a punto de escapar.
—Le pido disculpas, hermano Carmelo, pero sucede que los guaraníes son personas en extremo limpias, se bañan todos los días y se perfuman con pétalos de flores y otros ungüentos. Les molesta el olor del sudor humano.
—¿Se bañan todos los días? —se escandalizó.
—Sí, todos los días. En ocasiones, dos veces al día.
—¡Qué desatino! Y de seguro lo hacen a la vista de todos y sin proteger las partes pudendas para no ofender a Dios.
—Lo hacen en el río. Las niñas por un lado, los varones por otro. De vez en cuando también toman baños calientes en sus casas y al agua le echan toda clase de hierbas aromáticas, sobre todo cuando se enferman. Creen que el buen aroma de las hierbas mantendrá alejada la pudrición que trae la enfermedad. El padre van Suerk asegura que se trata de una buena costumbre.
—¡Ja, buena costumbre! Creo que deberíais prohibírsela. Solo sirve para alimentar las mentes ardorosas de estas criaturas.
—Hermano —habló Ursus, con poca paciencia—, no exagere. Les hemos prohibido y cambiado tantas de sus costumbres y tradiciones, que no considero justo quitarles aquellas que no presentan ninguna maldad. Ahora, si me permite, volveré a mi conversación con el padre Jaime. —Como el otro hizo ademán de sacarle a Aitor de los brazos, el jesuita lo detuvo de golpe—: No, yo me haré cargo de él ahora. —Al niño le ordenó en guaraní—: Quiero que estés bueno y callado. ¿Me lo prometes, hijo?
Regresó al interior del despacho del provincial y cerró la puerta. Colocó a Aitor en el piso y le puso una mano sobre el hombro. Aguilar estudió al pequeño con una expresión entre curiosa y grave.
—¿Cómo te llamas, niño? —le preguntó en un guaraní poco fluido.
—Aitor Francisco de Paula Ñeenguirú.
—No dirá mucho más que eso —advirtió Ursus, al darse cuenta de que su superior se disponía a interrogarlo—. Es muy arisco, pero le agrada decir su nombre.
—¿Por qué?
—Está orgulloso de él. Uno de sus ancestros, el mburuvicha Nicolás Ñeenguirú, fue el gran vencedor de la batalla de Mbororé.
Ursus hablaba de la confrontación en la que el ejército guaraní, al mando de unos caciques y organizado por los jesuitas, había vencido a los portugueses que cazaban indios para esclavizarlos en las minas y en las haciendas de San Pablo de Piratininga. El enfrentamiento había tenido lugar hacía casi un siglo, en 1641, pero aún se lo recordaba, y en las misiones, cada 11 de marzo, se festejaba con grandes despliegues y representaciones.
—¿Comprende el castellano?
—No, Vuestra Reverencia. Solo palabras sueltas.
—¿Qué le ha sucedido en la frente?
—Su padre lo golpeó con su vara de alcalde de segundo voto. Le hizo un corte profundo. Sangró bastante. El padre Johann lo cosió.
—¿Se trató de un accidente? —Ursus negó con la cabeza—. Es extraño —comentó el superior—. Tenía la impresión de que los guaraníes son especialmente indulgentes con sus niños.
—Y lo son —ratificó Ursus—. Pero este niño es especial.
—Sí, lo es. —Se acercó con la intención de estudiarlo y lo aferró por la barbilla—. Sus ojos… son… intimidatorios. ¡Y ese color! Jamás lo había visto entre estas gentes. Ni entre nosotros, debo admitir.
—Yo tampoco.
—¿De quién lo heredó? ¿De su madre? ¿De su padre?
—De ninguno de ellos. Suponemos que de un antepasado.
—¿Qué edad tiene?
—El próximo 2 de abril hará los cinco años.
—Por eso lo llamaron Francisco de Paula —dedujo el provincial.
—Fui yo quien le puso el nombre. Como era costumbre entre los indios que los chamanes nombraran a los niños al octavo día de nacidos, ahora nos lo piden a nosotros.
—Sí, tienes razón. Lo he leído en varias cartas anuas. ¿Y Aitor? ¿Qué clase de nombre es ese?
—Es vasco. Así se llamaba mi abuelo —admitió Ursus, con cierto embarazo—. Significa noble o patriarca.
El provincial prosiguió con su estudio del pequeño.
—Tiene una contextura peculiar. Es alto para su edad. Y su piel… No es tan rojiza, más bien oscura. Muy oscura para ser guaraní.
—Su madre es abipona.
—Ah. Las indias abiponas de San Ignacio Miní —murmuró el padre Aguilar, y Ursus recordó la polémica que había sostenido años atrás con el superior de la misión —en aquella época él era un joven sacerdote, segundo en el mando— acerca de la pertinencia de aceptar a esas cinco indias abiponas, que habían llegado un día a la misión y se habían sentado en el ingreso del pueblo con sus esteras y magras pertenencias. Se trataba de una madre, Vaimaca, y sus cuatro hijas, entre las que contaba Malbalá, la madre de Aitor, de unos catorce años por aquel entonces. Como Ursus, además del guaraní, conocía los rudimentos de la lengua abipona, salió a parlamentar con ellas. Vaimaca se puso de pie y con mucha dignidad le informó que su esposo la había despreciado para unirse a otra mujer, por lo que había decidido abandonarlo para reducirse con sus hijas —a los dos hijos varones los había dejado con su padre, como correspondía— porque se acordaba con nostalgia de cuando era niña y unos hombres santos de negro habían llegado con sus cruces y sus cuñas —se refería a las hachas de hierro sin mango con las cuales los jesuitas tentaban a los indios—. Habían permanecido un tiempo entre ellos antes de marcharse, desahuciados. Ella siempre los había echado de menos; mientras los hombres santos de negro estuvieron entre su gente, los varones de la tribu no se habían emborrachado, ni cometido bellaquerías.
Ursus se había quedado mirándola, intentando reconstruir el discurso y asimilarlo. De acuerdo con lo que sabía, los abipones se desplazaban por un área al sur del río Bermejo, en el temido Chaco Guambala, una región distante más de cien leguas hacia el oeste.
—¿Has recorrido toda esa distancia tú sola?
—Sola no. Con mis hijas —había contestado Vaimaca, sin desviar sus ojos.
Ursus profesó respeto y admiración por esa mujer aún joven, de gran estatura y contextura fuerte, la cara cubierta de tatuajes, que lo contemplaba sin amilanarse, con una mirada inteligente.
—¿Cuánto habéis tardado en llegar hasta aquí?
—Más de tres lunas. ¿Podemos reducirnos?
Así se habían unido a la misión de San Ignacio Miní para convertirla en la segunda reducción mixta; la otra era la de Yapeyú, fundada por el gran Roque González de Santa Cruz, con guaraníes, yaros, guenoas y charrúas.
—Con que este pequeño es mezcla de abipón y guaraní —comentó el provincial Aguilar, y devolvió a Ursus al presente.
—Sí, Vuestra Reverencia. Tiene seis hermanos mayores y uno más pequeño, que acaba de nacer. Su madre casó con Laurencio Ñeenguirú a poco de llegar a la misión y han tenido una prolífica descendencia. Lo mismo las otras hijas de Vaimaca.
—¿Vaimaca?
—La abuela abipona. Vaimaca casó con el paje del pueblo, Ñezú Arapizandú, el padre de nuestro alcalde de primer voto, Palmiro. Su esposa había muerto al dar a luz a Palmiro.
—Ya veo. ¿Has decidido tenerlo bajo tu ala por alguna razón especial? —preguntó, y apuntó al niño.
—Su padre no le tiene paciencia y lo zurra a menudo. Esta vez ha ido demasiado lejos. Estoy desconcertado. Laurencio es un hombre de modales tranquilos, muy trabajador, habilísimo herrero. Quiere a sus hijos y, sobre todo, quiere a Malbalá. No sé qué demonio despierta en él este niño. —Prefirió omitir la posibilidad de que se debiera a la creencia del lobisón; a decir verdad, le daba vergüenza admitir ante su superior que los indios aún se aferraban a esos cuentos a pesar del siglo y medio de evangelización; lo vivía como una derrota personal.
—Si es despierto e inteligente, podrías prepararlo especialmente, enseñarle el castellano, algo de latín. En el futuro, ocuparía el puesto de corregidor de la misión. Lo respetarán si, como me dices, desciende del mítico Nicolás Ñeenguirú.
—Tal vez, Vuestra Reverencia —balbuceó Ursus.
* * *
Después de la reunión con el provincial, Ursus atendió a los indios payaguás, que se presentaron en el colegio por su paga, y los despachó con varias piezas de cordellate, tres atados de tabaco y media arroba de yerba sin palo o ka’a mini, como la llamaban los guaraníes, y que se había convertido en la especialidad de las misiones, más codiciada por los comerciantes de Lima y Buenos Aires que la tosca producida por los paraguayos, lo que suscitaba otro motivo de inquina hacia los jesuitas.
Antes de que se marchasen, Ursus contrató a los payaguás para que, en unos días, se presentasen en las bodegas del puerto y ayudasen a cargar los productos en el barco que los transportaría hasta Santa Fe, donde el procurador de la Compañía de Jesús se ocuparía de venderlos. Durante todo el intercambio, Aitor se mantuvo a su lado, los ojos fijos en esos indios, a pesar de que no comprendía lo que hablaban —lo hacían en un castellano trabado y mal pronunciado—, con una actitud seria y atenta que demostraba interés en lo que presenciaba. Quizá, meditó el sacerdote, lo prepararía para que se ocupase de esos menesteres que lo mantendrían lejos de la misión. Era un niño inquieto y despierto; viajar para transportar los frutos de la misión le sentaría a su índole. Tal vez estaba precipitándose; apenas tenía cuatro años, y su personalidad podía desarrollarse para acabar por inclinarse hacia el arte o la música, o la herrería, el oficio de su padre.
Despidió a los indios payaguás, tomó de la mano a Aitor y se encaminó hacia la cocina con la intención de pedirle al hermano César, de mejor disposición que el hermano Carmelo, que le echase un vistazo al niño, mientras él se encerraba en su celda para realizar los ejercicios espirituales del atardecer. En tanto cruzaba el jardín, divisó a un hombre sentado en la parecilla del pórtico, la espalda apoyada sobre una columna; leía con un ceño y aire abstraído que le resultó familiar. Le llevó un instante reconocerlo: se trataba de su amigo y antiguo compañero del seminario, Santiago de Hinojosa y Valle. Se dirigió hacia él a paso rápido. No advirtió que Aitor correteaba a la zaga; sus piecitos descalzos no le arrancaban ningún sonido a los mazaríes del pórtico.
—¡Santiago, amigo!
—¡Pardiez! ¡Ursus! —El hombre cerró el pequeño libro y se dieron un abrazo—. ¡Qué sorpresa!
—¿Qué haces aquí? —Hinojosa y Valle suspiró y agitó la cabeza con una sonrisa de resignación—. En tu última carta no mencionaste que viajarías a Asunción.
—No te lo mencioné porque no lo sabía. Este viaje ha sido de lo más intempestivo. Ya te contaré. ¿Y este niño?
Aitor, aferrado a la sotana de Ursus, observaba al hombre delgado y de cejas abundantes con difidencia. Tenía labios tan finos que parecían los de una tortuga.
—De la misión —informó Ursus—. ¿No te dejé acaso con el hermano César?
—¿Y ese ojo a la funerala? ¿Qué le sucedió?
—Nada en el ojo, a Dios gracias. Se trata de un corte en la ceja, que le provocó un hematoma en el ojo.
—¿Qué hace aquí?
—Lo traje conmigo en este viaje.
—¿Cómo es su nombre?
—Aitor.
—Aitor —dijo, con aire evocador—. ¿Planeas dejarlo pupilo aquí para que se eduque?
Contempló en silencio a su amigo. «Dejarlo pupilo», repitió para sí con el objetivo de saborear la posibilidad. Por cierto, a él no se le había ocurrido. La desechó de inmediato; la idea de apartarlo le supo mal.
—No. Su madre y su abuela sufrirían mucho. Están muy aficionadas a él. Si no interrumpo nada importante, podríamos bebernos unos mates en el refectorio y conversar. Sobre todo, quiero saber qué haces aquí.
El hermano César les entregó una caldera con agua hirviendo y una especie de calabacín, el fruto de la güira, lleno de yerba sin palo, en el cual insertó la bombilla de plata, obra de un famoso artesano de la misión de Santo Ángel. Les dejó también trozos de pan de cebada, queso y miel silvestre.
—Y para nuestro invitado especial —anunció el lego y miró a Aitor con una sonrisa— tengo algo especial. Un tazón de chocolate caliente espesado con fécula de maíz y aromatizado con vainilla. Es una delicia.
Ursus tradujo deprisa, y el niño volvió la vista al hermano César; desconocía el significado de la palabra «chocolate».
—No sabe lo que es el chocolate. Yo le preparo algarroba con leche. Con la mejor de las suertes, a veces tengo cascarilla. Pero nunca hemos tenido chocolate en la misión. ¿Dónde lo habéis conseguido, hermano?
—Regalo del provincial de Nueva Granada para el padre Aguilar. Llegó hace unos días. Menos mal que todavía no hemos comenzado la Cuaresma, o deberíamos abstenernos de él. Pruébalo, pequeño. Cuidado, está caliente.
Ursus tomó la jícara, hundió la cuchara de madera para colmarla del espeso y oscuro brebaje y la olió antes de soplar. La acercó a los labios del niño, que lo miró con desconfianza.
—¿Te daría tu pa’i Ursus algo de mal sabor sin avisarte? Vamos, pruébalo.
Los labios gruesos del niño se separaron lentamente. Sacó la punta de la lengua y tentó lo que se le ofrecía. Sorbió un poco más y mantuvo el chocolate en la boca antes de tragarlo. Levantó las cejas, y sus ojos achinados se abrieron grandes, revelando el color enigmático del iris, que atrajo la atención de Hinojosa. El niño apuntó el mentón en dirección de la jícara en el ademán de quien pide más, y los sacerdotes y el lego soltaron una carcajada.
—El pequeño Aitor ya sabe lo que es el chocolate —comentó Hinojosa.
—Bébelo tú solo —le indicó Ursus, y le pasó la jícara y la cuchara—. Con mucho cuidado. Está caliente. Arrodíllate en la banqueta. Eso es, muy bien.
—Le tienes gran afecto —aseveró Hinojosa, una vez que el hermano César los dejó solos.
—Sí.
—Le has puesto tú el nombre, ¿verdad? Recuerdo que me contaste que así se llamaba tu abuelo, el vasco.
—Así es.
Santiago de Hinojosa guardó silencio, mientras contemplaba a su amigo enseñar al niño cómo llenar la cuchara con chocolate y enfriarlo.
—¿A veces te arrepientes de no haber formado una familia, Ursus?
—No. ¿Y tú?
—Sí. —Ursus levantó la vista e Hinojosa le sonrió con resignación—. ¡Velay, qué le vamos a hacer! Aquí estamos, con casi cuarenta años. Es tarde para arrepentimientos. Además, no sabría cómo llevar otra vida. Será que estoy un poco melancólico. ¡Qué felices éramos en el seminario! ¿Lo recuerdas, Ursus?
—Sí, sobre todo recuerdo cuando comenzaste a llamarme Ursus porque me decías que era enorme como un oso. Recuerdo cuánto me molestaba. Al final me acostumbré, e incluso los profesores comenzaron a llamarme así. Tienes un gran ascendiente sobre los demás, Santiago. Debes de ser un magnífico profesor.
—Hay quienes no piensan como tú.
—¿Qué estás haciendo aquí, en Asunción?
—Me exiliaron —contestó Hinojosa, y de nuevo ejecutó la sonrisa resignada.
—¿Estás exiliado? ¿Por qué?
—El rector y el provincial juzgaron oportuno que desapareciese un poco de la escena. El Santo Oficio me prohibió seguir pregonando los principios del derecho natural y de gentes de Pufendorf en mi cátedra de Prima de Leyes. Como Aguilar y el rector me conocen, temieron que comenzase una polémica con nuestros queridos amigos los dominicos y que terminaran azotándome a culo pajarero. O algo peor.
—¿La hoguera? No, no —se inquietó Ursus—. No han quemado a nadie en las Indias Occidentales, a excepción de aquel cacique en el Virreinato de la Nueva España. No recuerdo su nombre, ni el año en que aconteció.
—Era el cacique Carlos de Texcoco y lo quemaron en 1539 por seguir adorando a sus dioses, pese a que la Inquisición tiene prohibido inmiscuirse con los indios. Pero te equivocas cuando dices que no han quemado a nadie. Es cierto que, en comparación con las quemas en Europa, aquí han sido pocas, pero las ha habido y seguirá habiéndolas. Recuerdo que mi abuela me contaba acerca de esa pobre infeliz a la que quemaron en el año tres, en San Miguel del Tucumán. Su patrón la acusaba de haberle echado un maleficio a su esposa, que la tenía postrada en la cama y a la muerte.
—Nunca supe de ella.
—En fin. Nuestros amigos los dominicos desde su trono en el Santo Oficio objetaron mis cátedras, mis escritos y me convocaron para interrogarme.
—¿Te interrogaron? —se alarmó Ursus, y el tono de su voz atrajo la atención del niño, que detuvo el ir y venir de la cuchara.
—Sí, pero no tocaron un cabello de mi cabeza. Igualmente, para no arriesgarnos a un entredicho con la autoridad en materia de fe —dijo Hinojosa, y aplicó ironía a la voz—, el rector me envió aquí. Tú sabes, querido amigo, que los jesuitas somos perinde ac cadaver. Y es sabido que un cadáver no se queja cuando lo cambian de lugar.
* * *
Esa primera noche en el colegio de Asunción, Ursus se ocupó de meter en la cama al pequeño Aitor. Después de las oraciones con sus compañeros y el provincial, caminó con ansiedad hasta el convictorio; temía encontrarlo intimidado entre los demás internos, agredido tal vez. Reinaba una calma tensa en la gran recámara, mientras los hermanos coadjutores soltaban indicaciones y amenazas. Los niños simulaban oírlos, mientras fijaban la vista en el niño de pelo largo y venda en torno a la cabeza. Aitor, con actitud beligerante, les devolvía la mirada, y sus pupilas parecían destellar a la luz de las velas.
—A la cama, amigo —indicó Ursus cuando estuvo a su lado, algo agitado porque los últimos palmos los había hecho corriendo—. No les temas —le pidió al darse cuenta de que el pequeño seguía evaluando la actitud de los que lo rodeaban—. No te harán nada.
—No les temo. Ellos me temen a mí.
Ursus, que acababa de sentarlo en el borde de la cuja para quitarle los calzones de lienzo, detuvo sus manos y elevó la vista. «Eres demasiado pequeño para contestarme de ese modo», reflexionó, entre orgulloso y aprensivo. Le observó los mofletes, que casi hacían inexistente el mentón, y la nariz, pequeña y ñata. Esos rasgos le conferían un aire de niño angelical que luego se daba de bruces con el color y la intensidad de su mirada.
—¿Por qué dices que te temen? —El niño sacudió los hombros—. No hagas ese ademán, ya te lo he dicho. Es excesivamente grosero, Aitor. Debes darme una respuesta. Si no la sabes, me dices: «No lo sé, pa’i», pero nada de movimientos de hombros. ¿He sido claro?
—Sí, pa’i. No lo sé, pa’i.
—A la cama, vamos. Debes de estar muy cansado. —El niño miró el camastro y luego al sacerdote—. ¿Qué ocurre?
—¿Y mi hamaca, pa’i?
—Esta noche dormirás en una cama, como las que usamos los padres en la misión. Estarás cómodo, ya verás.
Después de echar un vistazo suspicaz al sacerdote, se trepo al jergón y lo tentó con movimientos lentos. Se recostó y apoyó la cabeza sobre la almohada, tenso, los bracitos pegados al cuerpo, las piernas estiradas y las rodillas juntas. Ursus lo cubrió con la sábana.
—¿Por qué me trajo a la ciudad, pa’i?
Se acomodó la sotana y se sentó en el borde del pequeño camastro.
—Para que la conocieras, hijo, y para que me hicieras un poco de compañía.
—¿Es porque no quiere que mi ru vuelva a pegarme?
—No creo que vuelva a hacerlo —arguyó el jesuita, incómodo, y evitó su mirada ocupándose de doblar la ropa.
—¿Por qué me pega mi ru, pa’i?
Ursus le pasó la mano por la frente.
—Duris ut ilex tonsa bipennibus/ Nigrae feraci frondis in Algido/ Per damna, per caedes ab ipso/ Ducit opes animumque ferro.
—No entiendo la lengua del español, pa’i.
—No es castellano, hijo. Es latín. Es un poema de un escritor llamado Horacio. Quiere decir, y presta atención: Como una encina atacada por fuertes hachas/ En los negros bosques del Álgido/ Pasando por pérdidas y heridas/ Del mismo hierro recibe energía y vigor. —Lo repitió una vez más—. Verás, Aitor, la encina es un árbol con una de las maderas más duras que existen, tal vez más dura que la del lapacho. Horacio dice que la encina, a la que atacan con hachas para quitarle su madera, a la que hieren y lastiman, de ese mismo ataque, ella recibe su fuerza, su vigor. —Volvió a acariciarle la frente—. Te irás templando como la encina, pequeño Aitor, y un día serás muy fuerte y nadie volverá a hacerte daño, hijo. De momento, tu pa’i Ursus te protege.
Estuvo a punto de desviar la mirada. Los ojos de ese niño de casi cinco años fijos en los de él, demandantes, intensos, precoces, condenatorios, lo abrumaban.
—¿Mi ru me pega porque soy el niño lobisón?
—Tú no eres el niño lobisón. Tú eres un niño como cualquier otro. Y no quiero que vuelvas a hablar de ese niño lobisón. Tal cosa no existe. Son puros cuentos.
—¿Puedo quedarme a vivir aquí? El hermano César me dijo que me daría chocolate mañana.
Ursus sintió una punzada de celos y de tristeza.
—¿No echarías de menos a tu sy Malbalá y a tu jarýi Vaimaca? ¿Y a tu pa’i Ursus? Porque te aseguro, hijo, que ellas y yo te echaríamos de menos.
Al pequeño se le anegaron los ojos. Era tan inusual verlo conmovido —en realidad, Ursus meditó, se trataba de la primera vez—, que experimentó una opresión en la garganta.
—¿Es lo que quieres, hijo? ¿Quedarte en el colegio de Asunción? —Aitor negó con un movimiento de la cabeza—. Me alegro de que así sea. ¿Qué sería de mí si regresase al pueblo y tu abuela Vaimaca descubriese que te he dejado aquí, en la ciudad? Me ataría al rollo y me haría azotar, ¿no crees? A ver, vamos a rezar el padrenuestro. Empecemos. Ore Ru reiméva yvágape, toñembojeroviákena nde réra…