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Época actual

A las nueve de la mañana del sábado, una furgoneta partía del Lavender Memorial con destino a Dover, Vermont. Lee Stillwell conducía, Laura ocupaba el asiento del acompañante y Ted era el único pasajero en la parte trasera. Lee, normalmente un guardia huraño que parecía transitar sus días en el Lavender contando las horas para alcanzar su ansiada jubilación, esta vez estaba de buen humor y hasta conversador. Tenía motivos, claro, pues la travesía supondría paga triple para él. Además, le gustaba conducir, por no mencionar que la doctora Hill era más que agradable a la vista sin la odiosa bata de hospital.

Ted se mantuvo en silencio casi todo el trayecto. Comunicarse a través de la pequeña ventanilla que dividía la parte trasera de la cabina no era precisamente estimulante, menos cuando para hacerlo debía inclinarse y tensar la cadena que lo mantenía sujeto al suelo de metal. Para él la travesía se hizo eterna, sin posibilidad de contemplar el paisaje desde aquel incómodo banco adosado a uno de los laterales. Decidió que lo mejor sería pensar en lo que podía suceder al llegar, porque estaba claro que en la furgoneta no habría nada que hacer salvo esperar. El guardia había acaparado la conversación. Laura se volvió varias veces para mirar a Ted a través de la rejilla divisoria con una mezcla de consternación y resignación. No había nada que ella pudiera haber hecho respecto a las medidas de seguridad, y parecía recordárselo con la mirada cada vez que podía.

Avanzaron por la carretera 202 atravesando el estado en dirección oeste. La circulación era fluida y el marco boscoso invitaba a la contemplación y a la reflexión. Para cualquier empleado del Lavender, donde las rejas, las puertas de seguridad y las cámaras de observación eran moneda corriente, el inmenso cielo azul de esa mañana y el colorido de los árboles resultaba abrumador. Lee Stillwell se sentía particularmente extasiado; con la vista puesta en la carretera, explicó que su sueño de toda la vida había sido comprar una casa en un sitio recóndito como aquel y vivir allí sus últimos días. Había convivido siempre con ese anhelo, tanto él como su esposa, y ahora que estaba cerca de jubilarse comprendía que en realidad nunca había estado realmente cerca de conseguirlo, lo cual lo entristecía profundamente. Pocas veces había podido ahorrar algo de dinero, y por una u otra razón había terminado gastándolo. Había vivido los últimos treinta años creyendo sinceramente que conseguiría su sueño y ni siquiera se había acercado.

—Quizá eso fue lo importante —dijo aferrando el volante con fuerza—, creer que algún día lo conseguiría.

Tras la revelación guardó silencio, quizá a punto de llorar detrás de sus gafas espejadas; probablemente era la primera vez que decía algo así en voz alta.

—Cuando ya eres un viejo como yo, la verdad es que ya no importa demasiado.

—Lee, tú no eres un viejo.

El hombre asentía.

—Soy lo bastante viejo como para no cumplir mis sueños, pero no lo suficiente como para olvidarme de ellos.

Llevaban más de una hora de viaje y Ted intervino por primera vez.

—Yo pude cumplir el sueño de la casa de fin de semana, y aquí estoy, encadenado porque un día decidí que lo mejor era volarme la cabeza.

Lee no respondió.

—¿Amas a tu esposa? —preguntó Ted.

Lee no parecía del todo dispuesto a dialogar con Ted, o quizá simplemente pensaba en su sueño malogrado y en cómo le había fallado a su mujer, Martha.

—Sí —respondió al cabo de un instante. Y no mentía.

—Entonces lo tienes todo.

Ted tenía la vista puesta en la punta de sus zapatos, los codos apoyados en las rodillas, la cabeza soportada por sus manos. Una de las cadenas pendía frente a su rostro, moviéndose con el suave vaivén del vehículo. La otra era una serpiente fría agazapada a sus pies. No dijo nada más.

Cogieron la interestatal 91 poco después de las once.

—Al menos tengo mi carpintería en la parte de atrás. —Lee no se daba por vencido.

—He visto la silla con que has obsequiado a la directora —dijo Laura—. Muy bonita.

—Gracias. La carpintería me gusta. Supongo que le dedicaré mucho más tiempo cuando me jubile. Ya falta poco.

Lee siguió hablando de su carpintería, de cómo encontraba en sus trabajos con la madera la satisfacción que el empleo en el hospital no le proporcionaba. En este punto se disculpó con Laura por su comentario, pero inmediatamente después explicó que el equipo del Lavender no tenía la culpa de nada. Era él, que había terminado en un empleo que no lo apasionaba y no había sabido salirse a tiempo. Había empezado por casualidad, con el simple propósito de ahorrar un poco de dinero y buscar algo mejor…, y los meses se transformaron en años y los años en décadas. «Y entonces cada vez es más difícil salirse —se justificó—. Y de repente te das cuenta y ya estás cerca de la jubilación…, y no has hecho nada de lo que pensabas».

Laura lo escuchó con atención. Comprendía muy bien la desdicha de aquel hombre al que la vida se le había escurrido entre los dedos. Laura amaba su trabajo y no sentía que su tiempo en el Lavender fuese un tiempo perdido, ni mucho menos, pero entendía el sentimiento, claro que sí. De hecho, algo parecido le había sucedido después del divorcio, cuando por alguna misteriosa razón había asumido que su vida amorosa había terminado. Era estúpido que una mujer que apenas había cruzado los treinta y cinco pensara de esta forma, pero así fue al principio. Finalmente entendió; el tiempo se encargó de poner las cosas en su lugar, de abrir su corazón a nuevas posibilidades… Pensó en Marcus, al que vería esa misma noche.

El GPS los guio por el intrincado trayecto final. Lee había rehusado recibir instrucciones de Ted. Dejaron atrás la interestatal hasta llegar a un camino de tierra poco transitado. Tres kilómetros más adelante llegaron a la casa del lago. Cuando Lee apagó el motor el silencio fue abrumador. Nadie se apeó; Lee permaneció impertérrito tras el volante contemplando la imponente propiedad. Estaba claro que aquella casa superaba con creces su fantasía más ambiciosa.

El guardia se bajó de la furgoneta. No vestía su uniforme sino unos vaqueros y una cazadora. Debajo estaba su Beretta, y del cinturón pendía la pistola de electrocución Taser. Abrió la puerta de doble hoja y quitó el candado para que Ted pudiera salir.

—Lo que he dicho antes es cierto —dijo Lee—, mi trabajo no me apasiona, pero sé hacerlo bien. No te acerques a la doctora Hill más de un par de metros. Si necesitas algo me lo pides a mí. Yo iré detrás y te estaré mirando todo el tiempo. Solo dos veces he tenido que aplicar una descarga y jamás he disparado mi arma, pero te aseguro que practico todas las semanas y puedo romper esa cadena a diez metros. Nada de sorpresas. ¿Estamos de acuerdo?

Ted asintió.

—No habrá problemas —aseguró.

En ese momento Laura se apeó de la furgoneta.

Ted rodeó el vehículo. La cadena de los pies le permitía avanzar con considerable libertad; no era suficiente para correr, pero sí para caminar a buen paso. Cuando vio la casa sintió una extraña sensación de familiaridad. La veía diferente a como la recordaba, más descuidada. Estaba claro que Holly y las niñas no habían regresado en todo ese tiempo. Desde luego no había rastros del Lamborghini convertible.

—Holly me ha dado las llaves —dijo Laura exhibiendo un manojo de llaves—. Creo que sería bueno echar un vistazo dentro, ¿no te parece?

Ted no respondió. Observaba todo como un niño curioso. Los árboles, el suelo cubierto de agujas de pino, la superficie del lago oscilando al compás de la brisa. El aire olía distinto. Respiró profundamente una y otra vez con la sensación de que el oxígeno tenía la capacidad de sanarlo, de traer los recuerdos olvidados…, de volver el tiempo atrás.

Vio el castillo rosa a distancia, en el umbral del bosque, y la vista se quedó clavada allí.

Respuestas.

—Vamos, Ted, quiero que primero echemos un vistazo dentro de la casa.

Él asintió y se dirigió hacia el portal. Lee lo siguió.

Ted entró con cierta cautela, midiendo cada paso que daba sobre la alfombra india. La alfombra india en la que, a juzgar por sus recuerdos, Wendell había caído después de que él le disparara. El recuerdo era tan real, y, sin embargo, cuando intentaba centrarse en el rostro de Wendell su mente arrojaba un gran signo de interrogación. Ted recorrió la planta baja y se detuvo en las fotografías. Muchas de ellas habían sido tomadas por él. Fue hasta la arcada que daba acceso a la cocina, vio el almanaque y pasó las hojas en busca del buzo explorando el arrecife de coral. No lo encontró en ninguno de los meses; eran todos paisajes.

—Aquí lo esperé —dijo Ted. Laura se había interesado al verlo examinar el almanaque—. Primero lo vi por esa…

Ted se quedó callado.

—Allí había una ventana —dijo Ted, señalando la pared de la cocina donde estaba la nevera de doble puerta y la encimera—. Observé a Wendell a través de esa ventana, mientras estaba en el lago.

Laura advirtió el desconcierto en su rostro. Era como si una parte de él todavía quisiera aferrarse a la posibilidad de que todo aquello hubiese sucedido realmente. De que Wendell no fuera en realidad una creación de su propia mente.

—Vamos arriba, Ted. Hay algo que quiero que veas.

Él asintió.

Regresaron a la sala y subieron por una de las escaleras.

A diferencia de la planta baja, cuyos paneles fijos de cristal permitían el paso de la luz natural, arriba la casa estaba a oscuras. Lee accionó el interruptor pero no sucedió nada.

—Un momento, doctora Hill —dijo desde arriba—. Aquí no hay luz. Voy a abrir alguna de las ventanas.

Ted estaba a medio camino. Laura todavía no había empezado a subir.

—¿Qué es lo que quieres que vea, Laura?

Ella no respondió.

Al cabo de un instante el guardia se asomó desde la parte de arriba y les hizo señas para que subieran. Ted se encontró con un pasillo que le resultó completamente desconocido. Avanzó unos metros y se detuvo junto a la ventana que Lee acababa de abrir. Desde allí era perfectamente visible el castillo rosa. Ted comprendió que si el castillo hubiese estado emplazado a unos pocos metros de donde estaba habría sido imposible verlo a causa del follaje. Desde esa ventana, por lo tanto, era posible supervisar a las niñas. Se quedó de pie, preguntándose cuántas veces habría echado un vistazo por allí para comprobar que todo estaba bien.

—Abre esa puerta —dijo Laura, que acababa de subir.

Ted se volvió. Efectivamente, frente a la ventana había una puerta cerrada. La abrió.

Lo que vio le sorprendió, pero sobre todo lo entristeció profundamente, porque era una prueba más de lo poco fiables que habían resultado sus recuerdos.

Estaba en su despacho. El escritorio, la biblioteca, el cuadro de Monet que ocultaba la caja fuerte. Reconoció todos los objetos de aquella habitación a la que ni siquiera se atrevía a entrar.

Laura habló a su espalda.

—Holly me dijo que en vuestra casa en la ciudad no hay un despacho.

Ted se quedó contemplando el despacho más de un minuto.

—Aquí iba a hacerlo, Laura. Sentado en esa silla.

—¿Quieres entrar?

—¿Crees que puede servir para algo?

—No lo sé. Haz lo que sientas.

Ted no quería entrar.

—Quiero ver el sendero detrás del castillo.

—Perfecto. Vamos hacia allí entonces.

Regresaron a la planta baja, siempre bajo la atenta supervisión de Lee. Rodearon la casa y caminaron en silencio hacia el castillo rosa, ahora rodeado de un denso colchón de hojas secas.

Detrás del castillo, efectivamente un sendero se abría paso entre los árboles.

—Aquí es —anunció Ted con solemnidad. Su mirada se había endurecido y parecía desafiar aquel estrecho camino peatonal.

—Vamos entonces —dijo Laura. La ansiedad se notaba en su voz.

La última salida
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