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1993

La UMass servía como centro de estudio a más de veinte mil estudiantes en 1993. Muchos de ellos se hospedaban en alguna de las cincuenta residencias estudiantiles en habitaciones dobles, asignadas mediante un proceso que, se suponía, tenía en cuenta las preferencias de cada alumno. Para eso llenaban un formulario detallado que disparaba un mecanismo de selección infalible. ¡Hasta se jactaban de ello en los folletos!

Cuando Ted McKay conoció a su compañero de habitación, sin embargo, lo primero que pensó fue que las personas de la oficina de asignaciones no tenían ni puta idea de lo que hacían. Porque de otro modo no se explicaba cómo alguien había imaginado que él y Justin Lynch podrían conectar. Bastaba verlos para saber que sus vidas transcurrían en órbitas diferentes. A favor de los de la oficina de asignaciones: tanto Ted como Justin eran beneficiarios de un plan de beca y préstamo que los obligaba a rendimientos académicos superiores al resto, y en consecuencia debían alojarse en una de las tres residencias para estudiantes en la misma condición, la de ellos era Shepherd House, conocida por todos como el Bloque, por razones obvias para cualquiera con un mínimo de criterio arquitectónico. De manera que quizá fue ni más ni menos la precaria situación económica de ambos lo que hizo que compartieran la habitación 503 del Bloque… La Pobreza, ¡el gran igualador! Lo único que parecían tener en común era el gusto por Nirvana. Pero ¿quién no escuchaba a Nirvana en 1993?

Justin Lynch era un joven de una belleza excepcional, alto y fornido, grandes ojos celestes y mandíbula rectangular. Su cabello, observó Ted a lo largo de aquellos primeros días de tensa convivencia, parecía siempre perfecto, y no porque Justin se lo cortara con asiduidad, sino porque a medida que crecía parecía adoptar una nueva forma, como si tuviera vida propia. La existencia de Lynch no pasó desapercibida en el campus durante mucho tiempo. Alumnas de todas las edades se las arreglaban para entrar a Shepherd House y merodear la habitación 503 o la sala común de la quinta planta. Algunas de ellas interceptaban al propio Ted y le planteaban todo tipo de demandas en referencia a su compañero de habitación. Las menos intrépidas querían información, si tenía novia y esas cosas; otras eran más directas y osadas, y ofrecían directamente entrar en la habitación para zanjar la cuestión ellas mismas. Precisamente era esa condición de Don Juan lo que más irritaba a Ted, a quien las relaciones con el sexo opuesto no se le daban con tanta facilidad. Sin embargo, no era precisamente envidia lo que sentía por su nuevo compañero de habitación —bueno, quizá un poco sí—, había algo más, porque Ted no había desarrollado esa aprensión por los mujeriegos de un día para el otro. Su padre había sido uno… ¡Un pez gordo! ¿Y acaso Ted no se lo había dicho a la psicóloga que lo entrevistó para la admisión? Claro que sí. Porque la mujer había hurgado y hurgado a más no poder en el pasado de Ted, especialmente interesada en la razón por la que el matrimonio de sus padres se había hecho pedazos. Y él se lo dijo. Le dijo que su padre había tenido una amante durante años. Y cuando la psicóloga le preguntó cómo se sentía al respecto, primero Ted pensó que era la pregunta más estúpida del mundo, y después optó por decirle la verdad, decirle que odiaba a su padre y a todos los jodidos engañadores de esposas. Y la pregunta obligada era: ¿Por qué los de la universidad le hacían compartir la habitación con alguien que representaba todo lo que él detestaba? Ted estaba indignado. Pero de algo estaba seguro: en cuanto el desfile de muchachas empezara a tener lugar, Ted tendría una charla con su compañero de habitación. Y no sería una charla placentera, claro que no. Porque el tipo decía que tenía una novia en su ciudad natal, incluso había colgado su fotografía en una de las paredes.

La impresión que Lynch se llevó de Ted no fue mucho mejor. Y no fue por su aspecto de chico rudo, con sus chaquetas de cuero y sus malos modales, en todo caso esos intentos de remar contra la corriente y gritarlo a los cuatro vientos le parecían patéticos; si hasta tenía un Opel Commodore que se caía a pedazos con una pegatina en la parte de atrás que decía: «Fuera de la ley». Pero eso no era lo peor. Lo peor era que mientras Lynch se tomaba la universidad en serio, tenía un empleo en la biblioteca y estudiaba hasta que le dolían los ojos, Ted, una rústica versión de John Travolta, alternaba su tiempo entre alguna que otra clase, su trabajo en el comedor y las maratónicas sesiones de póquer de la sexta planta. Especialmente las sesiones de póquer de la sexta planta. Lynch estudiaba hasta altas horas de la noche y veía llegar a su compañero apestando a cigarrillos y con los ojos hinchados a causa del humo. A veces abría uno de sus libros de matemáticas o de cálculo financiero, pero no duraba ni media hora. Se quedaba dormido con el libro abierto, sin siquiera quitarse la ropa. Lynch sabía que Ted tenía uno de los planes de beca más exigentes, y sabía que sería imposible que saliera con vida de la primera batería de parciales. En cierta forma estaba esperando que llegaran los exámenes para que le asignaran un nuevo compañero.

Durante los primeros meses la relación entre ellos se limitó a lo mínimo indispensable. Los únicos momentos de conexión tenían lugar cuando Nirvana o Pearl Jam sonaban en la cadena Sony de Lynch. Fuera de esas breves conversaciones, que siempre giraban en torno a la música, no había nada. Nunca hablaban de sus trabajos, ni compartían mesa en el comedor, ni siquiera sus círculos de amistades todavía en gestación parecían destinados a entrecruzarse.

Fue Ted el primero en darse cuenta de que quizá los de la oficina de admisiones eran unos jodidos genios, y de que, cuando menos, había prejuzgado a Lynch. Porque lo cierto es que el desfile de mujeres que él esperaba nunca tuvo lugar. De hecho, la primera y única muchacha que entró en la habitación antes de octubre fue a instancias de Ted. Lynch no solo no parecía interesado en engañar a su novia, sino que cualquier situación que involucrara a desconocidas que se presentaran descaradamente a buscarlo parecía incomodarlo profundamente. Ese magnetismo era el sueño de cualquiera; con mucho menos había otros que en el campus hacían chirriar la cama cada cinco minutos. Así se denominaba por aquel entonces en la UMass a montárselo con una chica; las camas tenían unos viejos colchones de resortes, muy cómodos pero también muy ruidosos. Lynch no hizo chirriar la cama ni una sola vez durante esos primeros meses, y bien sabía Dios que podría haberlo hecho hasta el hartazgo. Ted llegó a pensar que era gay, y que la fotografía de su novia sería la de alguna chica cualquiera. Varias veces lo escuchó hablando por teléfono con ella, y suponer que se inventaba todas esas conversaciones ya era demasiado. El tipo era fiel, y además tenía el poder de conquista equivalente a una bazuca; y, sin embargo, no parecía interesado en utilizarlo. Vaya si era un tipo extraño. A Ted empezaba a intrigarle.

Cuando llegó octubre, y con él los primeros exámenes, Lynch consiguió una C y tres B. Estaba eufórico. Pero su sorpresa fue mayor al ver las calificaciones de su díscolo compañero. Todas A. Era imposible, tenía que tratarse de algún tipo de timo, pues él lo había visto diariamente y sabía que el tiempo que le dedicaba al estudio era mínimo, casi siempre menos de una hora por día. Lynch dudaba que durante las horas de trabajo en el comedor pudiera centrarse en el estudio. ¡Si ni siquiera llevaba sus libros! Entonces, ¿cuál era el truco? El truco, iría descubriendo Lynch con el correr de las semanas, era que su compañero de habitación era sumamente inteligente, pero además estaba dotado de una prodigiosa memoria fotográfica. Eso hacía que Ted sobresaliera tanto en las asignaturas analíticas como en aquellas que requerían exclusivamente memorización. Tenía una velocidad de lectura asombrosa, tres o cuatro veces más alta que la de un estudiante normal, y además no se le escapaba nada. Lynch supo además que las horas dedicadas al póquer, que Ted había extendido a una serie de garitos ilegales fuera del campus, eran ni más ni menos que su forma de sustento. Cuando las asperezas entre ellos se limaron por completo, Ted le confesó que en realidad odiaba el póquer, pero que era lo suficientemente popular para que él pudiera moverse en diversos círculos sin levantar demasiada sospecha. Un jugador que gana mucho más de lo que pierde termina siendo rechazado tarde o temprano. Él podía memorizar cartas con facilidad o tomar decisiones estadísticamente complejas en cuestión de segundos, y eso hacía que sus armas contra el azar fueran las mejores. En las mesas estudiantiles no circulaba gran cantidad de dinero, pero aun así Ted se las arreglaba para reunir el necesario para los gastos que su beca no cubría y para pagar el internamiento de su madre.

Resultó que los de la oficina de asignaciones sí habían hecho bien su trabajo después de todo. Ted y Justin no tardaron en hacerse amigos.

La última salida
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