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La huida de Xerbuk
Trilogía Reino de Xerbuk III
Salamanca
Ocho años después de la liberación de Xerbuk
Se asomó al borde de la azotea y se retiró instantáneamente. La altura era considerable, por lo menos de ocho plantas. Jamás hubiera imaginado verse a semejante distancia del suelo. Pero ya estaba hecho y no iba a echarse atrás.
Dio media vuelta y se dispuso a encontrar una salida. Allí arriba debería haber una escalera para poder bajar, sino ¿cómo iba alguien a subir? Justo a su espalda vio una caseta. Tal vez al otro lado hallaría una puerta. Rodeó la caseta y… efectivamente, la había.
Con el ánimo mucho más elevado, fue hasta el picaporte y lo giró. Cerrado. La muy estúpida estaba cerrada. Bien, ¿en qué momento una puerta o una pared habían sido un obstáculo para un xerbuk? Cuando se dispuso a atravesarla se paró en seco. ¿Qué habría al otro lado? Tal vez la dejase en una situación peor de la que se encontraba ahora. Todavía no entendía cómo había ido a parar a lo alto de aquel edificio. ¿Y que esperaba? ¿Encontrar un prado al otro lado del portal cuando se decidió a cruzarlo? Ella sabía los riesgos de traspasarlo sin tener la menor idea de adónde llegaría. Su hermano se lo había repetido una y otra vez hasta el cansancio.
Él le había prometido que la llevaría al reino humano al cumplir los dieciocho años, pero ya tenía veintitrés y todavía seguía esperando. Así que tomó la decisión de correr el riesgo y… ahí estaba plantada, a unas ocho plantas de altura. Y con un miedo atroz a atravesar la estúpida puerta que tenía frente a ella. La aventura no le estaba resultando tan divertida como la había planeado en Xerbuk. Sin embargo estaba dispuesta a disfrutarla todo lo que pudiese. Seguramente esta sería la primera y la última que se correría cuando Sebastián la atrapara.
Daniela volvió al borde de la azotea. Miró hacia abajo y descubrió que a poca distancia había una cornisa. Tal vez podría deslizarse hasta ella y una vez allí, bajar hasta el balcón del último piso. Era muy probable que por se pudiese colar dentro de la casa. Desde el interior buscaría una escalera con la que bajar hasta suelo firme.
El sol estaba descendiendo rápidamente y los grados también. Nunca imaginó que en Salamanca hiciese tanto frío. Tenía que darse prisa en bajar, antes de que cayese la noche por completo y no pudiese ver donde ponía los pies. Además estaba el problema de la temperatura. Si aún con el sol caldeando su piel, la tenía como un pollo pelado, al hacerse de noche moriría congelada. Si lo hubiese sabido se habría puesto algo más de abrigo en lugar de la fina prenda que llevaba.
Respiró hondo para darse ánimos. De niña había escalado peñascos y árboles muchas veces y luego los había bajado, esto… sería algo parecido.
Colocó una pierna sobre el muro y quedó sentada a horcajadas sobre él. Miró hacia abajo y vio la cornisa a solo unos centímetros. Así pues deslizó lentamente un pie hasta tocarla y después pasando la rodilla por encima del muro, bajó el otro. Bien, ya estaba hecho, tenía ambos pies firmemente asentados y con las manos apoyadas en el muro caminó despacio para situarse justo encima del balcón.
Daniela estaba de espaldas a la calle y completamente ajena al alboroto que se estaba formando abajo. Ella seguía concentrada en dónde daba cada paso.
De pronto un estridente ruido la sobresaltó, haciendo que uno de sus pies resbalase de la cornisa. Fue entonces cuando escuchó los gritos de la gente que se había congregado en la calle. Ella volvió a situar su pie firmemente en la cornisa, se volvió y miró hacia abajo. Realmente había una multitud. A Daniela no se le ocurrió otra cosa que sonreír y saludar con la mano. Aquellas gentes parecían ansiosas por ver una exhibición. Bien, a ella no le importaba que la mirasen y disfrutasen del espectáculo que les estaba ofreciendo gratuitamente.
El sonido que la había asustado se hizo más y más intenso y de pronto paró. Ella dio gracias a Dios. Pensó que perdería el oído si ese horrible ruido se hacía más fuerte. Bien, ahora podría seguir concentrándose en bajar hasta el balcón.
Lentamente Daniela deslizó sus manos por el muro que había saltado y fue agachándose hasta quedar de rodillas en la cornisa. La muchadumbre de la calle volvió a gritar, ella sonrió para sí misma, no entendía por qué estaban montando tanto alboroto. ¿Tan aburridas estaban esas gentes?
Entre los gritos de la multitud pudo distinguir una voz fuerte y clara.
—¡Por favor, no salte! ¡No se mueva de donde está! —Se escuchaba con un eco que destrozaba los oídos de Daniela.
¿Saltar? Se repitió ella. ¿Y por qué iba ella a querer saltar? Sus poderes no incluían el de volar precisamente.
—¡Sea cual sea su problema, intentaré ayudarla, encontraremos una solución!
¿Qué problema y qué solución? Realmente, Daniela no entendía nada de lo que le estaban diciendo. Así pues se dispuso a ignorar por completo lo que aquella persona le gritaba y desplazó los dos pies hacía el vacío, donde logró colocarlos sobre una cornisa muy pequeña que sobresalía de la parte de arriba del balcón. Con las dos manos seguía cogida a la de arriba.
—¡Por favor señorita, no haga eso! ¡Quédese quieta!
Daniela ignoró los ruegos que le hacían y puso sus ojos en la barandilla que tenía abajo. Sí, estaba lo suficientemente cerca. Podría deslizarse fácilmente, colocar sus pies en ella y luego saltar hacia dentro.
De pronto un hombre se asomó por la azotea y le tendió los brazos.
Llevaba un yelmo bastante extraño en la cabeza. Era completamente redondo Con una visera transparente que mantenía alzada dejando su rostro al descubierto. Si no estuviese en una posición tan incómoda, tal vez podría fijarse mejor en él.
—¡Cógete a mis manos y te subiré! —dijo el hombre.
Su voz le resultó de lo más cautivadora. Grave y masculina.
—Pero yo no quiero subir —le contestó.
—Solucionaremos el problema aquí arriba.
Y dale con lo mismo. Que ella supiera su único problema era estar ahí arriba y subiendo otra vez, no lo iba a resolver.
El ocaso llegó y con él las temperaturas más bajas. Además, se había movido un aire que le cortaba la piel. Un tremendo escalofrío la hizo temblar.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó aquel hombre.
—Daniela.
—Bien Daniela, cógete a mí, hace bastante frío. Te quedarás helada. —La voz del hombre se dulcificó de manera sorprendente mientras seguía extendiéndole las manos.