Capítulo XI

 

 

Como si de un animal salvaje se tratara, Sebastián entró rugiendo el nombre de Marco en palacio. La madrugada estaba avanzada y el eco de su voz despertó a todo el servicio.

Una hermosa mujer bajaba por las escaleras ataviada con una bata blanca que le cubría hasta los pies. Su morena cabellera estaba salvajemente suelta, larga y lisa. En sus brazos un bebé risueño gorjeaba como si estuviese en mitad del campo durante un día soleado. En su rostro, Sebastián pudo ver que la había preocupado seriamente, y no era para menos. No traía buenas noticias.

—Sebastián, ¿qué ha pasado?

—¿Dónde diablos se ha metido tu marido?

—¿Tú qué crees? Está buscando al traidor de Valerio. A veces ni siquiera viene a dormir.

Al parecer las palabras de la princesa Fani aplacaron un poco la ira de Sebastián. Al menos su amigo estaba haciendo algo al respecto. No tenía por qué dudar, sabía que Marco se hacía responsable de cuánto ocurriera en el reino.

—Valerio se la ha llevado. Están en Xerbuk, pero no sé dónde. No pude rastrearle una vez que cruzó.

Fani se tapó la boca con la mano que tenía libre mientras sus ojos se desorbitaban. Ajena al problema que los adultos tenían entre sus manos, Desiré seguía balbuceando y riendo en brazos de su madre. Agitaba las manitas tratando de atraer su atención.

—¿Estás seguro?

—Sí, la ha engañado. Encontré una nota de ese desgraciado en la habitación de Elena. Le decía que tenía en su poder a Lorena.

—¿También Lori está en peligro? Dios mío y todo por mi culpa.

—Primero, no es culpa tuya y segundo no tiene a tu amiga Lori. Solo fue un truco.

—Nunca pensé que este problema fuera tan grave. Creía que el acosador de Elena solo era un perturbado y que tú le pararías los pies. —Lágrimas de impotencia se deslizaron por las pálidas mejillas de Fani—. Ese hombre es demasiado peligroso.

—Avisa a Marco cuando llegue, reuniré a unos cuantos hombres y saldré a buscarle. —Miró a Fani directamente a los ojos con un gesto preocupado—. No se te ocurra salir de palacio.

—No lo haré. Ve y encuéntrala por favor.

Sebastián se dio la vuelta y se encaminaba hacia la puerta cuando Fani le volvió a llamar. Él se giró para mirarla.

—Y cuídate mucho —le suplicó.

Una triste media sonrisa fue toda la respuesta que recibió Fani antes de que Sebastián se precipitara a la salida.

 

***

 

Cuando Elena abrió los ojos se sintió completamente desorientada. Todo le daba vueltas y se sentía muy confundida. Además, le dolía terriblemente la cabeza y el pie.

Miró a su alrededor, se encontraba en una especie de cueva iluminada por unas cuantas velas afianzadas en las paredes húmedas y oscuras.

Estaba recostada sobre un camastro que olía a pis de perro o cualquier otro animal. La repugnancia la hizo arrugar la nariz. Necesitaba pensar.

Elena se frotó las sienes con los dedos y trató de hacer memoria. ¿Qué era lo que había ocurrido? ¿Por qué estaba allí?

Se incorporó de repente al recordar lo sucedido. Las imágenes de la noche anterior pasaron a cámara rápida por su mente. Su acosador la había secuestrado, el traidor, como lo habían llamado Marco y Sebastián. ¡Oh Dios mío Lori! ¿También la tendría allí encerrada? ¿Le habría hecho algún daño?

Volvió a mirar a su alrededor, esta vez con más atención. No vio a nadie… no, espera… al fondo le pareció ver movimiento. Sí, algo se movía en la penumbra, ¿o eran las sombras que provocaban las velas? Elena se puso en guardia al momento, no eran sombras, una figura enorme se acercaba a ella. Lentamente.

Asustada, se puso en pie ignorando el dolor del tobillo y dio varios pasos hacia atrás. Aquella silueta no se detenía, seguía acercándose poco a poco pareciendo cada vez más grande. Elena miró hacia atrás, no vio nada, solo oscuridad. Aun así creyó que era mejor que quedarse allí con aquel individuo. No se lo pensó dos veces y echó a correr hacia el interior de la cueva. Sin saber a dónde le llevaría esa lóbrega galería corrió y corrió hacía la oscuridad absoluta. No permitiría que el terror la paralizase como ya había hecho en otras ocasiones. No, no le serviría de nada, ya había aprendido esa lección. Así pues, siguió corriendo todo lo que su pie dolorido y la negrura le permitieron.

De pronto tropezó con algo y cayó de bruces. Un grito ahogado salió de su garganta. Se raspó las rodillas y las manos. Sin permitirse sentir dolor, se levantó rápidamente para continuar corriendo. Miró hacia atrás, hacia la penumbra donde había despertado, pero ya no vio a nadie. La figura oscura que se acercaba a ella ya no estaba. ¡Dios mío! ¿A dónde había ido? No saber donde se encontraba le daba más pavor que si le hubiese visto perseguirla. Estaba segura de que no la dejaría ir tan fácilmente. Su única posibilidad era seguir corriendo y que un milagro la salvara.

Cuando giró su cabeza hacía delante, Elena chocó con lo que creyó que era un muro de acero y cayó de espalas.

Una espeluznante risa hizo eco en la cueva. ¡Estaba frente a ella! ¿Cómo era posible? Hacía tan solo un momento estaba detrás. ¿Había pasado por su lado sin darse ni cuenta? Nada tenía sentido, pero de qué se sorprendía, ¿acaso no le había visto disparar un rayo de luz con su mano y formar una puerta luminosa? ¿Qué clase de hombre era? Si es que era un hombre. De repente recordó algo que Sebastián repetía una y otra vez: la palabra «humanos». ¿Era posible que Sebastián fuera como el ser que la había llevado allí a la fuerza? ¿Qué también tuviera ese poder? ¿Qué no fuera humano? O Señor, no quería pensar en eso ahora.

—¿Creías que sería tan fácil librarte de mí? —Una voz ronca y malvadamente alegre habló a escasos centímetros de ella.

Elena no contestó, se limitó a quedarse sentada sobre su trasero con la respiración a mil por hora. El hombre volvió a reír.

—Menuda puta. Te has estado acostando con él.

Al escuchar el insulto de algo que había sido hermoso y privado, se le revolvió el estómago y la ira empezó a reemplazar al miedo.

—Mucho mejor así, ahora serás más valiosa de lo que pensaba —indicó.

Elena cada vez estaba más encendida. Ese hombre la había estado espiando. ¿Cuánto tiempo había jugado con ella? Meses, y todo por vengarse de Sebastián y Marco. Ya no sentía terror sino rabia. Sí, una rabia inconmensurable. ¿Cómo se atrevía a espiarla mientras hacía el amor? Se sentía ultrajada. Ese último sentimiento la envalentonó. Se puso de pie y lo enfrentó con la cabeza bien alta.

Tuvo que alzarla bastante pues era tan grande como Sebastián, su cabello mucho más largo y con grandes rizos. La penumbra no le permitió ver su color ni su rostro al detalle. Solo el brillo de unos ojos fríos como el acero que se fijaban en ella sin apenas parpadear. Le pareció un enorme guerrero de la edad media. Después, recordó que también había pensado eso de Sebastián, de Marco y también de Benjamín cuando los conoció. ¿Quién sabe? Tal vez todos ellos eran guerreros de verdad. Después de lo que había visto hacía unas horas, todo podía ser posible.

—¡Vaya! De guerrero a voyeur  —se burló ella.

El hombre no cambió su expresión ni su posición. Tampoco le contestó, así que ella continuó:

—¿Dígame qué ha hecho con mi amiga? —Su tono fue exigente a pesar de no estar en situación de reclamar nada.

—Supongo que estará en su casa, ni tan siquiera me acerqué. Sería complicarme sin necesidad. Contigo tengo más que suficiente para mis propósitos.

Elena le miró con la boca abierta, le había tendido una trampa y había caído como una tonta. Ahora mismo se arrepentía de no habérselo contado a Sebastián. Pero qué estúpida había sido, tendría que haberlo hecho y no se encontraría en esta situación.

Con un movimiento rápido de su cuerpo, el traidor atrapó a Elena con una sola mano. Con la otra sacó una cuerda y le ató las manos fuertemente hasta que la escuchó gemir de dolor. Después, la empujó para que caminara hacia la zona iluminada y la lanzó sin miramientos sobre el camastro donde había despertado.

Elena alzó la vista y se atrevió a mirarlo. La luz que emitían las velas reveló el color negro azabache de su cabello. Sus facciones eran rectas, duras. Y sus ojos… no se habían equivocado respecto a ellos. Eran del mismo color que el acero e igual de fríos.

—Él vendrá por mí —espetó ella.

—Cuento con ello, le tengo una sorpresa guardada.

—¿Una trampa?

—Se podría decir que sí.

El miedo y la furia se fusionaron provocando en ella la valentía suficiente para seguir enfrentándolo. No iba a permitir que le hiciese daño a Sebastián. Si podía avisarle de alguna forma lo haría. Por el momento decidió seguir provocando a ese traidor. Tal vez si conseguía ponerle nervioso, tarde o temprano, cometería un error.

—Eres un cobarde.

Elena pudo ver como apretaba los dientes.

—¡Tú no sabes nada!

—Solo sé que eres un cobarde, porque si no lo fueras te enfrentarías cara a cara con él. No de esta forma.

—¡Ellos me tachan de traidor, pero yo solo quería sobrevivir!

Más que ponerlo nervioso, lo estaba cabreando, pensó Elena temerosa. Bien, no tendría que provocarlo demasiado no fuera a matarla allí mismo. Así pues, decidió que ya era suficiente y mantuvo la boca cerrada.

—¡No cometí ningún delito! —siguió gritando el traidor—. ¡Solo  quise sobrevivir!

Elena seguía mirándolo fijamente. Le palpitaba una vena en el cuello y su rostro  se había puesto rojo de furia. No tenía ni idea de por qué Sebastián y el marido de su amiga decían que era un traidor, pero tampoco le importaba en esos momentos. Solo quería salir de allí, que su hombre viniese a rescatarla.

—¿Crees que Sebastián es un santo? —rió a carcajadas—. Ha matado personas, muchas personas en realidad, sin remordimiento alguno.

¿Era eso cierto? Se preguntó Elena. Dios mío, sabía que Sebastián le ocultaba algo, pero… ¿que fuera un asesino? No, no podía ser cierto. No quería creerlo, quizá era un policía o algo así. Él era su guardaespaldas, no podía ser malo.

—Te mintió, mujer —prosiguió él—, Sebastián es como yo, somos iguales.

—¡No! Eso no es cierto.

—Niégalo todo lo que quieras. La verdad es que Sebastián es como yo. No pertenece a tu mundo, tiene poderes mágicos y no ha confiado en ti para contártelo. Te ha mentido.

—Puede que no me contara la verdad, pero no me mintió. Nunca me ocultó que venía de un lugar lejano que yo no comprendería.

De eso estaba segura. Siempre que le preguntaba, él le contestaba con un «no lo entenderías». No obstante, le dolió que no confiase en ella, que no le hubiese contando algo tan mágico como aquel mundo. Que se tuviese que enterar por otra persona, nada menos que su mayor enemigo, la dejó hundida. Lágrimas de tristeza comenzaron a inundar sus ojos.

—Sigue negándolo, pero es un asesino igual que yo. Igual que todos en este reino.

—¡No! —Elena se tapó la cara con las manos y sollozó.

Satisfecho por haber sembrado la duda, Valerio se dirigió hacia la oscuridad y se perdió en ella.

Elena no sabía cuánto tiempo había estado llorando. Pero debió de ser mucho puesto que ya no le quedaban lágrimas, ni fuerzas. Su corazón se negaba a desconfiar de Sebastián, pero su mente le hacía ver la realidad. Él nunca confió en ella para contarle quién era. Quizá era cierto que tuviera poderes mágicos. Y que no fuera humano, sin embargo lo de ser un asesino… no, eso debía de ser una mentira de ese monstruo. No lo creía. Sebastián había cuidado de ella, la había protegido… la había amado. No podía apartar de su mente el día que hicieron el amor, fue tan cariñoso, tan tierno y suave. Por mucho que trató de resistirse, se había enamorado de él. De un hombre que no conocía, que no confiaba en ella. Dios mío, qué iba a hacer.

De pronto un horrible pensamiento la hizo abrir los ojos de forma desmesurada. ¿Qué pasaría si Sebastián no fuera por ella? Hasta el momento no lo había dudado, pero ahora… Su secuestrador pensaba ponerle una trampa, tal vez Sebastián no quisiese arriesgarse a rescatarla. Aunque seguía sin querer creerlo, cualquier cosa podía suceder. Había aprendido a no dar todo por hecho. Además, estaba la posibilidad de que fuera por ella y cayeran en la trampa. Ambos morirían en ese caso. No podía quedarse allí sentada y esperar a ver qué ocurría, tenía que intentar liberarse por sí misma. Por lo que pudiese ocurrir.

Elena se puso de pie. Paseó la mirada por el suelo, solo había tierra y su camastro. Después miró las paredes, solo las velas decoraban la fría roca. Una idea algo drástica la asaltó. Quemaría las cuerdas que ataban sus manos.

Fue hasta la candela más próxima. Alzó las manos atadas para aproximarlas a la llama, pero estaba demasiado alta, no llegaba. Se puso de puntillas y volvió a intentarlo. Nada. No la alcanzaba. Con un suspiro de frustración bajó los brazos. Se mordió el labio, pensativa… entonces recordó que antes, cuando intentó huir, tropezó con algo. Algo que le pareció una roca.

Elena caminó y caminó hacia la oscuridad. Nunca había tenido temor a la ausencia de luz, pero ahora mismo estaba acobardada. Tragándose el miedo, Elena siguió caminando hasta que su pie dio con algo duro. Ahí estaba, la piedra que buscaba. Se agachó y la cogió con las manos atadas. Era más pesada de lo que había imaginado, su espalda dio un tirón que ella aguantó apretando los dientes.

Anduvo lo que le pareció una eternidad hasta llegar a la zona iluminada. Elena dejó caer la enorme piedra debajo de la vela. Tanto sus piernas, como sus brazos y espalda sintieron un alivio de enormes proporciones. Echó los hombros hacia atrás y se estiró para tratar de colocar todas las vertebras en su sitio. Sintiéndose mucho mejor, se subió a la piedra, levantó las manos y las puso justo encima de la llama. A los pocos segundos empezó a notar como sus muñecas se calentaban en exceso. Lo iba a conseguir, se dijo. No tardó en sentir que se estaba quemando. Alzó la vista y vio sus muñecas ardiendo. Elena bajó de un salto y se tiró al suelo. Frotó las muñecas por la tierra tratando de apagar el fuego. Se mordió tan fuerte la lengua para no gritar que el sabor metálico de la sangre apareció en su boca.

Al fin logró sofocarlo. Se miró las manos, se había abrasado la piel y tenía las muñecas en carne viva. El dolor era intenso e insoportable. Lo bueno de aquello era que su idea había funcionado. Se había liberado.

Con las manos temblorosas y los pies torpes, Elena corrió a través de la oscura galería. Se acercó hasta la pared rocosa y rozándola con los dedos, aminoró el paso. Se sentía exhausta y las heridas de sus manos eran cada vez más lacerantes. Lágrimas de impotencia y dolor corrieron por sus mejillas como una riada imposible de detener. Mientras tanto, ella siguió caminando apoyándose en la pared. Al poco rato, notó como la esta se curvaba. Entonces vio una rendija de luz. ¡Al fin! Su libertad.

Cuando llegó al final de la caverna, palpó la roca con las manos heridas. Su dolor se agudizó tanto que por un momento pensó que se desmayaría.

Elena empujó cada piedra sin conseguir nada. Llegó hasta la rendija de luz. Era del grosor de uno de sus dedos, los metió en ella y trató de hacer la grieta más grande pero la roca era demasiado dura y solo consiguió romperse las uñas y hacerse más heridas.

Apoyando la espalda en la pared, Elena se deslizó hasta quedar sentada en el suelo. Metió la cabeza entre las piernas y lloró ante su rendición.

 

Pasó horas allí sentada sobre la dura y fría piedra del suelo hasta que decidió incorporarse. Las manos le seguían temblando. Le escocían, le picaban… sentía punzadas de dolor que ignoró al oír al otro lado de la grieta voces, agudizó su oído y trató de escuchar.

—¿Alguna novedad Cristóbal?

—No, mi señor.

—Bien, voy a ver como sigue nuestra invitada de honor.

Era su secuestrador y se disponía a penetrar en la cueva. Se quedaría escondida en la esquina y cuando él accediese al interior, ella echaría a correr y escaparía por donde hubiera entrado. Elena se irguió todo lo que pudo y se pegó a la esquina rocosa a esperar que ese traidor entrase.

Segundos después, Elena se quedó tan petrificada como la roca que recubría las paredes de aquella lóbrega cueva. Lo que vio la dejó pasmada. Pensó que después de contemplar como ese hombre abría una puerta hacia un mundo diferente, ya nada le sorprendería. Qué equivocada había estado.

Su secuestrador había atravesado la pared de piedra que la separaba de la libertad como si de una cortina de agua se tratase. Alzó la mano y formó una bola de fuego del mismo tamaño que su palma con la que iluminó la cueva. En ese momento dio media vuelta y la miró. En su rostro pudo ver como se dibujaba esa sonrisa malvada.

—Este lugar está sellado, no podrás salir. No gastes energías en ello.

Elena no pudo hablar. Con la mano que Valerio tenía libre, la tomó de la muñeca para arrastrarla con él.

En ese momento un agudo grito salió de la garganta de la mujer. Había aguantado tanto para no hacerlo, sin embargo cuando ese hombre apretó sus dedos sobre la carne viva, no pudo evitarlo. Un intenso calor empezó a subir por su cuerpo hasta su garganta y fue consciente de que se desmayaría en ese instante.

Valerio tuvo que tomarla en brazos cuando la muchacha se desvaneció. En un principio pensó que sería un truco, pero cuando la alzó pudo ver una de sus manos. Tenía quemaduras en la muñeca y algunos dedos. La furia se apoderó de todo su ser. Él nunca había hecho daño a una mujer y no pensaba empezar a hacerlo ahora. Solo la había secuestrado para canjearla por Sebastián y por el príncipe. Era a ellos a quien quería hacer daño. No era un cobarde como le había espetado la joven que llevaba en brazos. No, no lo era. Se unió a la hechicera para sobrevivir. ¿Es que nadie lo entendía?

El ejército de monstruos de la bruja había matado a toda su familia. Si no se unía a ella perecería también. Pero el príncipe y Sebastián pronto le dieron captura y lo llevaron ante el rey. El soberano le juzgó e hizo que le desterraran del reino como si fuese un perro sarnoso, sin nada más que lo que llevaba puesto. Supo que la hechicera lo había capturado poco después, solo esperaba que el rey hubiese sufrido lo indecible en aquellas mazmorras. Ahora no valía la pena ensañarse con el anciano, Cristóbal averiguó que estaba muy enfermo. Pero el príncipe y Sebastián pagarían muy caro no haberle querido escuchar.

Valerio acostó a Elena sobre el sucio camastro y le miró las manos. Ambas quemadas. Apretó los dientes. ¡Malditos el príncipe y Sebastián por obligarle a hacerle daño a una mujer! No disponía del brebaje curativo y no podía arriesgarse a ir a una aldea a solicitarlo. Seguramente en estos momentos sus enemigos estarían buscándolo y era él quien tenía que dar el primer paso y sorprenderlos, no al revés. De momento se le ocurrió que podría mandar a Cristóbal, nadie sospechaba de él. Era un mercenario que había contratado en el Reino de Mardom.