Capítulo V

 

 

Sebastián llegó a la comisaría, subió hasta la primera planta donde le habían indicado que se encontraba su amigo. Tenía apenas dieciocho años cuando conoció a Carlos, ambos habían congeniado bastante, hasta compartieron piso en el centro de la ciudad.

Caminó entre la gente que iba y venía. Al mirar a su alrededor vio a un hombre de mediana estatura, pelo corto y negro que se dirigía hacia él con la cabeza baja mirando unos documentos que llevaba en las manos. Sebastián paró en seco. En cuanto Carlos levantó la vista, los ojos se le abrieron como platos, posteriormente unas arrugas de alegría aparecieron a los lados.

—Cuánto tiempo. ¿Qué haces por aquí? —dijo su amigo extendiendo el brazo y la palma hacia arriba.

Sebastián sonrió y se dieron un fuerte apretón de manos seguido de unas palmadas en la espalda.

—Me obligaron —contestó.

—Dudo que alguien pueda obligarte a algo.

—Pues tendrías que conocer a una mujer así de bajita —Sebastián puso su mano a la altura del hombro para señalar la estatura de Fani—, de cabello largo y ojos suplicantes.

—Ja, ja —rió—¡Mujeres! —Carlos lo dijo en un tono como si con esa palabra ya estuviese todo explicado.

—¿Puedes dedicarme unos minutos?

—Por supuesto, sígueme.

Sebastián siguió a su amigo por el pasillo atestado de mesas, gente y papeles. Al fondo a la derecha estaba el escritorio de Carlos, le señaló la silla a Sebastián para que tomara asiento y luego él rodeó la mesa para sentarse en el lado opuesto.

—Cuéntame cómo te van las cosas, hacía años que no te veía —preguntó Carlos.

—Tuvimos problemas en mi tierra, pero ya está solucionado.

—¿No me digas? Si me hubieras avisado te habría echado una mano.

—Gracias, pero no podías hacer nada. —Sebastián pausó unos segundos y cambió de tema—. Y a ti, ¿qué tal te va?

—Bien, me casé hace dos años y tengo un angelito – Carlos sacó su cartera y le mostró la foto de una niña, de aproximadamente un año, con cabello oscuro, rizado y unos ojos grandes y curiosos.

—Felicidades amigo, es preciosa.

—Ahora cuéntame tú, estás muy parco en palabras, como de costumbre. A ver por qué te han obligado a venir.

Sebastián le contó a su amigo el problema de las cartas que estaba recibiendo Elena y por qué había aceptado ayudarla y cuidarla. Después le comentó sobre el profesor que le gustaba mirar a las niñas y le pidió ver los informes que tenían sobre el caso.

—Te daré un consejo, cómprate un móvil.

—Odio esos cacharros, lo sabes bien.

—Pero lo necesitas, así estarás en contacto con ella todo el tiempo. Imagina que ahora mismo estuviese en problemas, no podría localizarte.

Sebastián no necesitó más palabras para convencerse de que Carlos tenía razón. La tecnología y él no se llevaban bien, pero en ocasiones era de gran utilidad.

—¿Dónde puedo comprar uno?

Carlos le anotó el nombre de una tienda y donde ubicarla mientras sonreía. Su amigo había cambiado mucho en los años que habían pasado sin saber de él.

Eran casi unos niños cuando se conocieron en una discoteca. Enseguida se dieron cuenta que el carácter de ambos era muy parecido, en cierto sentido. Meses después acabaron alquilando un piso y compartiéndolo. Fue entonces cuando descubrió lo que era Sebastián y de dónde venía. Si no fuera porque un día le llevó al Reino de Xerbuk a través del portal, no lo habría creído. Pero a Sebastián le molestaban el ruido y la gente, así que cuando pasó un año se cansó y regresó a su tierra. Después de aquello solo le había visto de vez en cuando. A pesar de todo se habían convertido en grandes amigos.

Fueron un par de niños que creían que se iban a comer el mundo, pensó Carlos. Él había madurado, se había casado y era padre. A Sebastián también le veía más responsable aunque no tuviera familia, todavía.

—Iré a buscar los informes que necesitas, pero tendrás que leerlos aquí, si te los llevas me la cargo.

—Los leeré aquí, no te preocupes.

Sebastián estuvo hasta la hora de comer en la comisaría estudiando los papeles que Carlos le facilitó sobre las investigaciones que había llevado a cabo la policía en el caso de Elena. Leyó todos los testimonios de la gente que interrogaron y hubo dos testigos que creyeron ver al posible acosador. Un par de niñas de doce años vieron a un hombre sospechoso momentos antes de que Elena descubriera una de las cartas en la mesa de su clase.

Ambas niñas coincidían en la descripción del sospechoso. Era muy alto y grande. Con el pelo castaño, largo y ondulado. Confesaron que les dio miedo cuando le miraron la cara.

Tenía que hablar con esas niñas, por si recordaban algo más, pensó Sebastián, aunque el testimonio databa de hacía un mes, quizá le sirviese.

También leyó el informe sobre Rafael García, el pederasta. Aunque las niñas no habían identificado al sospechoso como a uno de los profesores, necesitaba verle. Y decirle unas palabritas también.  Le habían soltado hacía unos meses, pero ya no podría trabajar con niños nunca más.

 

Llegó a un barrio alejado del centro, los altos edificios pegados unos a otros formaban calles largas que no parecían tener fin. Sebastián tenía la sensación de que le caerían encima y se sintió claustrofóbico a pesar de estar en un lugar abierto.

Caminó por la acera y se plantó frente al edificio. Miró el número de portal, el cincuenta y seis, allí era. La puerta era de hierro con barrotes y a la derecha vio el portero automático. Pulsó el botón.

—¿Quién es? —contestó casi de inmediato una voz masculina.

—Me llamo Sebastián y necesito hablar con usted.

—Ahora estoy ocupado. —Colgó antes de que Sebastián pudiera replicar.

Volvió a pulsar el botón varias veces. Nada. No hubo respuesta. Pero él no iba a darse por vencido. Tenía pensado hablar con ese desgraciado y lo haría.

Caminó hacia la esquina de la manzana y se apoyó en la pared, medio oculto. Le esperaría.

Tardó toda una hora en salir del edificio. Sebastián le identificó enseguida porque había visto una foto suya. Así pues, corrió como el relámpago y antes siquiera de que Rafa se diera cuenta, le había empujado dentro del edificio. Le cogió por la pechera y lo estampó contra los buzones.

—¿Qué haces? ¿Estás loco?

—Hay quien dice que sí —contestó con una malvada sonrisa.

—¿Qué quieres de mí? No llevo dinero encima.

—No quiero tu dinero. Solo hacerte unas preguntas, pero no me abriste la puerta.

—Ah, eres el del timbre.

—¿Vas a colaborar y hablar conmigo?

—Sí, sí, claro —se apresuró a decir Rafa, pues no se fiaba de ese loco.

Sebastián le soltó y se separó de él apenas unos centímetros. Sabía que su corta distancia le intimidaría y así era como quería tenerle.

—Bien, hablemos. —Se cruzó de brazos y lanzó su primera pregunta—. ¿Conoces a Elena Beltrán?

—Eh… oh sí. Era profesora en el colegio donde yo trabajé el año pasado.

—¿Tuviste algún problema con ella?

—No.

—¿Te gustaba?

—¿Qué?

—¿Te gustaba como mujer?

—Era guapa, pero nunca pensé en ella de ese modo.

—Es verdad, a ti te iban las niñas.

El hombre se alarmó. La conversación no iba por buen camino.

—¡Nunca toqué a ninguna!

—Ya, solo las acosabas. No llegaste más lejos porque esas niñas se lo dijeron a sus padres.

—Pagué y sigo pagando mi falta.

—¿Volviste a acercarte al colegio después de aquello?

—No, no he vuelto a acercarme.

—Más te vale. —Sebastián se acercó aún más a Rafa y torció la boca de forma perversa—. ¿Sabes? Si una de esas niñas hubiera sido mi hija ahora mismo te partiría el cuello. No olvides mis palabras cada vez que veas a una chiquilla, piensa que podría ser hija mía antes de mirarla.

—E… e… estás loco —tartamudeó atemorizado.

—Me sería muy fácil acabar contigo.

El terror invadió el cuerpo de Rafa. Sebastián pudo notar cómo le temblaban las piernas y los brazos. La respiración se le aceleró junto con el pulso. Viendo que había causado el efecto deseado, se marchó con un simple «buenas tardes».

 

Sebastián ayudó a Elena a preparar la cena. En esta ocasión le pidió hacer una ensalada. Por el momento no le pondría en los fogones, no sería fiable pero a cortar las verduras, le estaba cogiendo la maña.

Elena le echó una mirada discreta. Sebastián tenía el entrecejo fruncido mientras troceaba un tomate, más bien parecía que lo estaba asesinando con esas estocadas de cuchillo. Ella rió para sí. Sebastián podía ser encantador cuando no estaba mandando y ordenado.

La cena fue bastante amigable. Él le contó que había estado en comisaría y había leído los informes sobre su caso. Le comentó sobre las dos niñas que habían visto a un hombre bastante sospechoso en los alrededores del colegio.

—La policía no me dijo nada.

—Esos inútiles van a su rollo.

—¿Tienes sus nombres? —preguntó ella.

—Sí.

—Supongo que no habrá problema en que las interrogues mañana en el colegio. Pediremos el consentimiento de los padres.

—De acuerdo.

Estuvo pensando si contarle que había ido a hablar con el tal Rafa, pero al final decidió que mejor no se lo decía. Podría hacerle preguntas que no quería contestar. Había amenazado a al tipo y era consciente de que en ese mundo esas cosas podían ser delito.

 

Días más tarde, durante la hora del patio, Elena fue a buscar a las niñas con las que Sebastián quería hablar. Solo esperaba que aun habiendo pasado un mes, se acordasen de algo. Tenían doce años, no eran tan pequeñas al fin y al cabo.

Elena las encontró y las acompañó hasta la sala de profesores en donde esperaban los padres y Sebastián. En cuanto las niñas atravesaron la puerta y miraron al muro de hombre que estaba frente a ellas se les cortó la respiración.

—No tengáis miedo —les dijo Elena al ver sus rostros.

Las niñas no contestaron y ella prosiguió. Tendría que darles algo de confianza si quería que hablasen con Sebastián.

—Se llama Sebastián, es amigo mío y está aquí para ayudarme. —Ella le echó una mirada medio asesina a Sebastián, puesto que él mantenía la mandíbula apretada y las asustaba—. Podrías sonreír un poco. —le murmuró entre dientes.

Al fin se dio cuenta de lo que ocurría y curvando la boca en una hermosa sonrisa, que también cortaba la respiración, les habló.

—Encantado de conoceros jóvenes damas. —Ahora su sonrisa dejó al descubierto sus perlados dientes—. Necesito de vuestra ayuda si deseáis prestármela.

A las niñas se les iluminaron los ojos de admiración. Elena quedó fascinada con la nueva faceta de Sebastián. Estaba engatusándolas con su bonita sonrisa, su voz varonil y aquellas palabras tan caballerosas. Hasta ella misma estaba embobada.

Ambas niñas asintieron con su cabeza a la vez, mientras los padres miraban y se mantenían al margen.

—Hace un mes —comenzó Sebastián—, visteis a un hombre salir del colegio, era muy alto y llevaba el pelo largo…

—Oh sí —dijo una de ellas.

—Sí, se parecía a usted, pero más feo y nos dio miedo a las dos —continuó la otra.

—¿Se parecía a mí? —No sabía qué, pero algo alarmante comenzaba a revolotear en su mente.

—Sí, llevaba el pelo igual de largo y también igual de rizado y despeinado, pero el color era más oscuro.

—Y también era muy alto y grande, así como usted —decía la otra niña—, por eso en cuanto le vi, me dio algo de miedo, me pareció que era ese otro hombre.

Maldita sea, se dijo Sebastián. Esto no podía ser cierto, no podía ser la persona que tenía en mente. Aunque eso explicaría por qué la policía no había avanzado nada en la investigación. Tenía que hablar con Marco al respecto.

—Gracias por vuestra amabilidad jóvenes damas, me habéis ayudado mucho —les dijo volviendo a sonreírles, esta vez de forma forzosa puesto que no le hacía ni pizca de gracia lo que se imaginaba que estaba ocurriendo.

—¿Eres el novio de la profesora Elena? —soltó de pronto la niña.

—No, no lo soy.

—¿Entonces serás mi novio cuando sea mayor?

El descaro de la niña no tenía límites, pensó Sebastián. En Xerbuk a ninguna muchacha se le habría ocurrido decir semejante disparate. Bueno, tal vez a su hermana Daniela sí, pero a nadie más.

—Cuando seas mayor, yo seré un viejo y entonces querrás a alguien más joven.

—No lo creo.

—Bueno, pues ya lo veremos cuando ese momento llegue.

Elena cogió a las niñas por los hombros y las giró. Alarmados los padres ya estaban junto a sus descocadas hijas algo avergonzados.

—Chicas, está a punto de tocar la sirena, será mejor que os marchéis ya. —Después se dirigió a los padres—. Gracias por permitir que Sebastián hablara con ellas.

—No hay que darlas, si un perturbado ronda el colegio, lo mejor es atraparle. Bastante tuvimos con lo de aquel profesor el año pasado.

Cuando ya todos se marcharon, Elena cerró la puerta y se volvió hacia Sebastián. La sonrisa ya había desaparecido de su rostro. Estaba pensativo y ausente. Sus ojos se volvieron del color del fondo del mar.

—¿Qué sucede? Vi como te cambió la expresión de la cara.

—Todavía no lo sé.

—Pero algo debes sospechar. ¿Qué ha querido decir con que ese hombre se parecía a ti?

—Quiere decir que tal vez es de mi mundo.

—¿Tu mundo?

—Mi tierra —se corrigió.

—¿Le has reconocido por la descripción?

—Puede ser, pero no tiene ningún sentido. Si tiene algo que ver conmigo, ¿por qué molestarte a ti? No nos conocíamos hasta hace unos días.

—Puede que tenga que ver con Estefanía.

—No estoy seguro de que tenga que ver con ella. Pero sí con su marido y conmigo. Tal vez la cosa vaya por ahí.

—¿Y por qué yo? Solo he visto al marido de Estefanía una vez y a ti ni siquiera te conocía.

—No lo sé Elena. Pero voy a girar la investigación en esa dirección.

Sebastián la cogió por los hombros y fijó sus ojos en los de ella. Tan claros y cálidos como la arena del desierto. Vio confianza en aquellos ojos. A pesar del mal comienzo que habían tenido, había acabado creyendo en él. Y si este asunto tenía que ver con su mundo, no permitiría que ese desgraciado se ensañara con aquella mujer por venganza o por lo que fuera.

Tenía que hablar con Marco ahora mismo.

—Tengo que marcharme. No salgas del colegio bajo ningún concepto. Y no te quedes sola. Me compré un móvil, aquí tienes mi número. —Sebastián le tendió una nota escrita—, no dudes en llamarme si lo necesitas. —Siempre lo llevaba anotado pues le costaba recordarlo.

—Vale, me quedaré aquí. —Su tono de sumisión la sorprendió. ¿Cómo había llegado a obedecerle sin rechistar? No recordaba desde cuándo, pero confiaba en que este hombre sabía lo que se hacía y Estefanía había estado en lo cierto al mandárselo.

—Toma —le tendió el teléfono—, marca tú número y guardármelo donde mejor lo vea, yo no entiendo mucho de estos cacharros.

Elena lo hizo con una sonrisa mientras pensaba que era el tío más raro que había conocido en su vida.

Dicho todo, Sebastián fue hasta la parte trasera de la escuela. Miró a su alrededor y viendo que estaba solo, abrió un portal hacia Xerbuk.